CAPITULO PRIMERO
De dos géneros de hombres que caminan a diferentes fines
Acerca de la felicidad del Paraíso o del mismo Paraíso y de la especie de vida que en él hicieron los primeros hombres de su pecado, pena y condigno castigo, opinaron variamente muchos escritores, y dijeron y escribieron con bastante extensión sobre el, particular.
Nosotros, asimismo, hemos disputado en los libros precedentes sobre este mismo asunto según lo que resulta de las sagradas letras o lo que hemos leído en ellas, y de su lección y meditación hemos podido entender, conformándonos con su autoridad, las cuales, si quisiéramos desmenuzar e investigar con más particularidad, resultarían ciertamente muchas y varias cuestiones, siendo indispensable llenar con ellas muchos más libros de los que exige esta obra y la cortedad de tiempo de que disfrutamos, el cual, por ser tan escaso, nos impide detenernos en el examen de todas las dudas y objeciones que pueden ponernos los ociosos y, nimiamente escrupulosos, quienes son más prontos a preguntar que capaces para entender.
Sin embargo, soy de sentir que quedan plenamente satisfechas y comprobadas las cuestiones más arduas, espinosas y dificultosas que se citan acerca del principio o fin del mundo o del alma, o del mismo linaje humano, al cual hemos distribuido en dos géneros: el uno de los que viven según el hombre, y el otro, según, Dios; y a esto llamamos también místicamente dos ciudades, es decir, dos sociedades o congregaciones de hombres de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el fin principal de ellas, del cual trataremos después. Mas ya que del nacimiento y origen (ya de los ángeles, suyo número específico ignoramos, o de los dos primeros hombres) hemos raciocinado lo bastante, me parece que ya es ocasión de tratar de su discurso y progresos, principiando desde que los hombres empezaron a engendrar, hasta los tiempos en que dejarán de procrear; porque todo este siglo en que se van los que mueren, y suceden los que nacen, es el discurso y progreso de estas dos ciudades de que tratamos.
El primero que nació dé nuestros primeros padres fue Caín, que pertenece a la ciudad de los hombres; y después Abel, que pertenece a la ciudad de Dios; pues así como en el primer hombre, según expresión del apóstol, «no fue primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual» (dedonde cada hombre, naciendo de raízcorrompida primero es fuerza que, por causa del pecado de Adán sea malo y carnal, y si renaciendo en Cristo le cupiere mejor suerte, después viene a ser bueno y espiritual), así en todo el linaje humano, luego que estas dos ciudades, naciendo y muriendo, comenzaron á discurrir, primero nació el ciudadano de este siglo, y después de él el que es peregrino en la tierra y que pertenece a la Ciudad de Dios, predestinado por la gracia, elegido por la gracia y por la gracia peregrino en el mundo, y por la gracia ciudadano del cielo.
En cuanto a su naturaleza, nació de la misma masa, que originalmente estaba toda inficcionada y corrompida; pero Dios, «como insigne alfarero (esta semejanza trae muy a propósito, el Apóstol), hizo de una misma masa un vaso destinado para objetos de estimación y aprecio, y otro para cosas viles».
Sin embargo, primeramente se hizo el vaso para, destinos humildes y despreciables, y después el otro para los preciosos y grandes; porque aun en el mismo primer hombre, como insinué,
primero es lo réprobo y malo, por donde es indispensable que principiemos, y en donde no es necesario que nos quedemos; y después es lo bueno, adonde, aprovechando espiritualmente, lleguemos, y en donde, llegando, nos quedemos.
Por lo cual, aunque no todo hombre malo será bueno, no obstante, ninguno
será bueno que no haya sido malo; pero cuanto más en breve se mude en mejor, más pronto conseguirá que le nombren con el dictado de aquello que alcanzó, y con el nombre último encubrirá el primero.
Así que dice la Sagrada Escritura: de Caín que fundó una ciudad; pero Abel, como peregrino, no la fundó, porque la ciudad de los santos es soberana y celestial, aunque produzca en la tierra los ciudadanos, en los cuales es peregrina hasta que llegue el tiempo de su reino, cuando llegue a juntar a todos, resucitados con sus cuerpos, y entonces se les entregará el reino prometido, donde con su príncipe; rey de los siglos, reinarán sin fin para siempre.
CAPITULO II
De los hijos de la carne y de los hijos de promisión
Sombra de esta ciudad e imagen profética, más para significárnosla que para ponerla y hacérnosla realmente presente, fue la que existió en la tierra cuando convino que se designase y llamase también ciudad santa, por razón de la imagen que significa, y no de la verdad, como ha de llegar a ser.
De esta sombra o imagen que decimos, y de aquella ciudad libre, que representa, dice el Apóstol de este modo escribiendo a los gálatas: «Respondedme: ¿los que queréis vivir debajo de la ley, no habéis oído lo que dice la ley?» Según refiere la Sagrada Escritura, Abraham tuvo dos hijos, el uno tenido de una esclava, y el otro, de su mujer legítima y libre; pero el tenido de la esclava nació según la carne, esto es, según el curso natural sin milagro o promesa, de joven y fecunda, y él nació de la mujer libre contra el curso ordinario de la naturaleza, nació de vieja y estéril por virtud de la divina promesa, lo cual debemos entender, no sólo literalmente, sino también espiritual y alegóricamente.
Veamos, pues, qué nos quieren dar a entender en sentido alegórico las dos madres y los dos hijos: las dos madres, pues, nos significan dos Testamentos y dos Iglesias, el Testamento Viejo y la antigua sinagoga de los judíos, y el Testamento Nuevo y la nueva Iglesia; de aquél nació un pueblo sujeto a la servidumbre de la ley, y de éste, otro pueblo, por la fe de Jesucristo, libre de la carga y peso de la ley. El uno empezó en el monte Sina, y engendra los hijos siervos, que es lo que signi
fica Agar; porque Sina es un monte en Arabia que confina con lo que ahora se llama Jerusalén, pues sirve con todos sus hijos; pero la Jerusalén que está en alto es la libre, esposa legítima y madre nuestra, que es lo que nos significa Sara, de la cual estaba profetizado por Isaías, viendo concurrir la multitud de varias gentes y naciones a oír el Evangelio de Jesucristo: alégrate, ¡oh Iglesia de las gentes!, la que te llaman estéril y que no dabas hijos a Dios; prorrumpe en voces de alegría y clama, porque parecías estéril, y desamparada, y tendrás más hijos que la que tenía varón. Nosotros, hermanos, todos somos hijos de promisión, como Isaac. Pero así como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido milagrosamente en virtud de la divina promesa, así sucede ahora. Pero ¿qué dice la Sagrada Escritura?: «Echa de casa a la esclava y a su hijo, porque no ha de entrar en la herencia el hijo de la esclava con el hijo de la esposa libre y legítima. Nosotros, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre, lo cual debemos a Cristo, que nos puso en libertad.»
Esta explicación que nos enseña la autoridad apostólica nos abre el camino para saber cómo hemos de entender la Sagrada Escritura, que está distribuida en dos testamentos, Viejo y. Nuevo, porque una parte de la ciudad terrena viene a ser imagen de la ciudad celestial, no significándose a sí, sino a ésta, y, por tanto, sirviéndola; pues no fue instituida por sí misma, sino para significar a la otra; y con otra imagen anterior la misma, que fue figura, fue también figurada; pues Agar, la esclava de Sara y su hijo fueron una imagen de esta imagen.
Y porque habían de cesar las sombras en viniendo la luz, dijo Sara la libre, que significaba la ciudad libre, a quien, para significar de otro modo servía también aquella sombra: «Echa la esclava y a su hijo, porque no ha de ser heredero el hijo de la esclava con mi hijo Isaac», al cual llama el Apóstol «hijo de la libre».
Así que hallamos en la ciudad terrena dos formas, una que nos muestra su presencia, y otra que sirve con su presencia para significarnos la ciudad celestial, A los ciudadanos de la ciudad terrena los produce la naturaleza corrompida con el pecado; pero a los ciudadanos de la ciudad celestial los engendra la gracia, libertando a la naturaleza del pecado; y así, los unos se llaman vasos de ira, y los otros, vasos de misericordia.
Esto mismo se nos significa también en los dos hijos de Abraham, pues el uno, que es Ismael, nació naturalmente, según la carne, de la esclava llamada Agar; pero el otro, que es Isaac, nació milagrosamente, según la divina promesa, de Sara, que era libre. Uno y otro fueron hijos de Abraham; pero al uno le engendró el curso ordinario que significa la naturaleza, y al otro le produjo la promesa, que representa la gracia; en el uno se manifiesta la costumbre y uso humano, y en el otro se nos recomienda el beneficio divino.
CAPITULO III
De la esterilidad de Sara, a la cual hizo fecunda la divina gracia
Porque Sara era estéril y sin esperanza de tener hijos en el orden físico y natural, deseando siquiera tener de su esclava lo que de sí no podía, diósela para este efecto a su marido, de quien había deseado tener hijos y no lo había conseguido.
Nació, pues, Ismael como nacen los hombres, conforme a la ley y curso ordinario de la naturaleza; y por eso dijo la Escritura, según la carne, no porque estos beneficios no sean de Dios, o porque aquello, esto es la generación, no lo haga Dios, cuya sabiduría, como insinúa el sagrado texto, «con fortaleza toca de fin a fin, y con suavidad dispone todas las cosas»; Sino que para significar cómo la gracia concede gratuitamente a los hombres el don de Dios, que no nos es debido, era necesario que naciera el hijo, contra el curso ordinario de la naturaleza; pues la naturaleza niega ya los hijos a hombre y mujer, cuales eran entonces Abraham y Sara, agregándose a aquella edad la esterilidad de la mujer, la cual no podía dar a luz cuando le faltaba, no edad a la fecundidad, sino fecundidad a la edad. El no deberse, pues, a la naturaleza el fruto de la posteridad significa que la naturaleza humana, corrompida con el pecado, y con justa causa condenada, no merecía en adelante la verdadera felicidad.
Muy bien, pues, significa Isaac, nacido en virtud de la divina promesa, los hijos de la gracia, los ciudadanos de la ciudad libre, los compañeros de la paz eterna; donde hay amor, no de la voluntad propia y en cierto modo particular, sino el amor que gusta del bien común e inmutable, y que, de muchos, hace un corazón; esto es, la obediencia del amor, reducida a una suma y perfecta concordia.
CAPITULO IV
De la guerra o paz que tiene la ciudad terrena
La ciudad terrena, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal este bien, que libre y excuse de angustias a sus amadores, por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí con pleitos, guerras y batallas, procurando alcanzar victorias, o mortales o, a lo menos, efímeras; pues por cualquier parte que se quisiese levantar haciendo guerra contra la otra parte suya, pretende ser victoriosa y triunfadora de las gentes, siendo cautiva y esclava de los vicios; y si, cuando vence, se ensoberbece, es mortífera.
Pero si considerando la condición y los casos comunes se aflige más con las cosas adversas que le pueden suceder, que se alegra y regocija con las prósperas que le acontecieron, entonces es solamente perecedera esta victoria pues no podrá, por ser eterna, dominar siempre aquellos que pudo sujetar venciendo.
Pero no es acertado decir que no son bienes los que apetece esta ciudad, puesto que, en su género ella misma es un bien, y más excelente que aquellos otros bienes. Para gozar de ellos desea cierta paz terrena, y con tal fin promueve la guerra; pues si venciere y no hubiere quien resista, tendrá la paz, que no tenían los partidos que entre sí se contradecían y peleaban por cosas que juntamente no podían tener.
Esta paz pretenden las molestas y ruinosas guerras, y ésta alcanza la que estime por gloriosa victoria, y cuando vencen los que defendían la causa justa, ¿quién duda que fue digna de parabién la victoria, y que sucedió la paz que se pudo desear?
Estos son bienes y dones de Dios pero si no haciendo caso de los mejores, que pertenecen a la ciudad soberana, donde habrá segura victoria en eterna y constante paz, se desean esto bienes, de manera que ellos solos se tengan por tales y se amen y quieras más que los que son mejores, necesariamente resultarán de ello miseria o se acrecentarán las que ya existan.
CAPITULO V
El primer autor y fundador de la ciudad terrena fue fratricida, cuya impiedad imitó con la muerte de su hermano el fundador de Roma.
Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra.
Por lo cual nadie debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había d llegar a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los riegos dice archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dio un poeta refiriendo la misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se construyeron en aquella ciudad pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su hermano Remo, según refiere la historia romana.
Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si, viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues ambos reinaran y fueran señores.
Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad por que con su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.
En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay entre las mismas dos ciudad terrena entre sí los buenos y los malos; le pero los buenos con los buenos, si son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, e como un hombre puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne».
Así que la concupiscencia espiritual puede pelear contra la carnal como pelean entre sí los buenos y los malos, o a lo menos las concupiscencias carnales de dos buenos que no son aun o perfectos como pelean entre sí los malos con los malos hasta que llegue la salud de los que se van curando a conseguir la última victoria.
CAPÍTULO VI
De los sufrimientos que padecen también en la peregrinación de esta vida por la pena del pecado los ciudadanos de la Ciudad de Dios, de los cuales se libran y sanan curándolos Dios
Porque es indisposición y dolencia mortal la desobediencia de que disputamos en el libro XIV, que nos quedó en castigo de la primera desobediencia, pena que no sufrimos por naturaleza, sino por vicio de la voluntad, aconseja el Apóstol a los buenos que van aprovechando en la virtud y que viven con fe y esperanza en esta peregrinación terrenal: «Ayudaos unos a Otros a llevar vuestras cargas, y de esta manera observaréis puntualmente la ley de Jesucristo.» Asimismo en otro lugar les dice: «Corregid a los inquietos, consolad a los pusilánimes, ayudad y alentad a los flacos y sed con todos pacientes y sufridos; mirad que ninguno vuelva mal por mal.» Igualmente en otro lugar añade: «Si cayere alguno en algún delito, vosotros, los que fuereis más espirituales, procurad remediarle con espíritu de mansedumbre, considerándose cada uno a si mismo, no caigas tú también en la tentación. » Y en otra parte: «No se ponga el sol y os anochezca estando enojados y durando el rencor y la cólera.» Y en el Evangelio: «Si pecare contra ti tu hermano, corrígele entre ti y él a solas.»
Asimismo de los pecados en que se pretende evitar el escándalo de muchos, dice el Apóstol: «A los que pecan repréndelos públicamente delante de todos, para que los demás se recaten y teman. » Por eso sobre el perdonarnos mutuamente las ofensas también nos da saludables consejos, recomendándonos con tanto cuidado la paz, «sin la cual ninguno podrá ver a Dios». A cuya doctrina viene muy al caso aquel terror que excita en nuestros corazones cuando ordena al otro siervo devolver la deuda de los diez mil talentos que le habían ya perdonado, porque él no remitió la deuda de cien denarios a su consiervo y compañero. Y habiendo propuesto este símil, añadió el buen Jesús y le dijo: «Así también lo hará vuestro Padre celestial con vosotros, si no perdonare cada uno de corazón a su hermano.»
De este modo se van curando los ciudadanos de la Ciudad de Dios que peregrinan como pasajeros en esta terrena, y suspiran por la paz imperturbable de la soberana patria: y el Espíritu Santo va obrando interiormente en ellos para que aproveche algún tanto la medicina que exteriormente se les aplica; porque, de otro modo, aunque el mismo Dios, por medio de la criatura que le está sujeta, hable y predique a los sentidos corporales, ya sean del cuerpo o los que se nos ofrecen semejantes a ellos en sueños, si deja Dios de gobernar el espíritu con su interior gracia, no hace impresión en el hombre ninguna verdad que le prediquen.
Y suele Dios hacerlo así, distinguiendo los vasos de ira de los vasos de misericordia con la dispensación que sabe, aunque muy oculta, pero muy justa; porque ayudándonos su Divina Majestad de modo admirable y secreto cuando el pecado que habita en nuestros miembros (que mejor podernos llamar pena del pecado), como dice el Apóstol: «No reina en nuestro cuerpo mortal para obedecer a sus apetitos y deseos», ni le darnos nuestros miembros para que le sirvan de armas para la maldad; nos convertimos al espíritu que, gobernado por Dios, no consiente, con su auxilio, en cosas malas; y este espíritu le tendrá ahora el hombre, y le dirigirá con más tranquilidad; y después, habiendo recobrado enteramente la salud y tomada posesión de la inmortalidad sin pecado alguno, reinará con paz eterna.
CAPITULO VII
De la causa y pertinacia del pecado de Caín, y cómo no fue bastante a hacerle desistir de la maldad que había concebido el hablarle Dios
Por esto mismo, que según nuestra posibilidad hemos declarado, habiendo Dios hablado a Caín de igual modo que acostumbraba hablar con los primeros hombres, por medio de la criatura, como si fuera un compañero suyo, tomando forma competente, ¿qué le aprovechó? ¿Por ventura no puso por obra la maldad que había concebido de matar a su hermano aun después de habérselo avisado Dios?
Porque habiendo diferenciado los sacrificios de ambos, mirando a los del uno y desechando los del otro, lo cual indudablemente no pudo menos de conocerlo Caín por alguna señal visible que lo declarase; y habiendo hecho esto Dios porque eran malas las obras de éste y buenas las de su hermano, entristecióse grandemente Caín y se le demudó el rostro; pues dice la Sagrada Escritura que le dijo el Señor a Caín: «¿Por qué, te has entristecido, y por qué se ha caído tu rostro? ¿No ves que si ofreces bien, mas no repartes bien, has caído en pecado? Sosiégate, porque a ti se convertirá él y tú le dominarás.» En este aviso que dio Dios a Caín aquello que dice: «¿No ves que si ofreces bien y no repartes bien has pecado?», porque no está claro a qué fin o por qué causa se dijo, de su oscuridad han nacido varios sentidos, procurando los expositores de la Sagrada Escritura declararlo, interpretando cada uno conforme a las reglas seguras de la fe.
Porque muy bien, y rectamente se ofrece el sacrificio cuando se ofrece a Dios verdadero, a quien sólo se debe el sacrificio; pero no se reparte bien, y proporcionalmente cuando no se diferencian bien o los lugares, o los tiempos, o las mismas cosas que se ofrecen, o el que las ofrece, o a quien se ofrecen, o aquellos a quien la oblación se distribuye y reparte para comer, de manera que por división entendamos aquí la discreción, ya sea cuando se ofrece donde no conviene, o que no conviene allí, sino en otra parte, o cuando se ofrece cuando no conviene, lo que no conviene entonces, sino en otro tiempo, o cuando se ofrece lo que en ningún lugar y tiempo se debió ofrecer, o cuando reserva en sí el hombre cosas más escogidas o de mejor condición que las que ofrece a Dios, o cuando la cosa que se ofrece se comunica y reparte con el profano o con otro cualquiera a quien no es lícito.
Cuál de estas cosas fue en la que Caín desagradó a Dios, no se puede averiguar fácilmente; pero porque el apóstol San Juan, hablando de estos hermanos, dice: «No como Caín, que no era hijo de Dios, sino del maligno espíritu, y mató a su hermano, ¿y por qué causa le quitó impíamente la vida? Porque sus acciones eran perversas y detestables y las de su hermano santas y buenas», se nos da a entender que no miró Dios a sus oblaciones, porque repartía mal, dando a Dios lo peor de sus bienes y reservando para sí los mejores, cual hacen los que, siguiendo no la voluntad de Dios, sino la suya, esto es, los que viviendo no con recto, sino con perverso corazón, ofrecen a Dios oblación y sacrificio con que piensan que le obligan no a que les ayude a sanar de sus perversos apetitos, sino a cumplirlos y satisfacerlos.
Y esto es propio de la ciudad terrena, reverenciar y servir a Dios o a los dioses para reinar, con su favor, con muchas victorias y en paz terrena, no por amor y caridad de gobernar y mirar por otros, sino por codicia de reinar; porque los buenos se sirven del mundo para venir a gozar de Dios; pero los malos, al contrario, para gozar del mundo se quieren servir de Dios, a lo menos los que creen que hay Dios o que cuida de las cosas humanas, porque son mucho peores los que ni aun esto creen.
Viendo, pues, Caín, que había mirado Dios el sacrificio de su hermano y no al suyo, sin duda debía, corrigiéndose, imitar a su virtuoso hermano y no, ensoberbeciéndose, envidiarle; mas porque se entristeció y decayó su rostro, le reprende principalmente Dios el pecado de la tristeza del bien ajeno, y más del bien de un hermano, porque reprendiéndole severamente, le preguntó, diciendo: «¿Por qué motivo te has entristecido y por qué se ha caído tu rostro?», Tenía envidia Caín de su hermano, y esto lo veía Dios y esto era lo que reprendía; pues los hombres que no ven el corazón de su prójimo, bien pudieran dudar y estar inciertos de si aquella tristeza era por el dolor que tenía de su propia maldad cuando vio que había desagradado a Dios, o si era por la bondad con que su hermano agradó a Dios cuando éste miró su sacrificio. Pero dando razón Dios por qué no quiso aceptar su oblación para que antes se desagradase y se ofendiese de sí propio con razón, que sin razón de su hermano, siendo él injusto porque no repartía rectamente, esto es, no vivía bien, Y siendo indigno de que le aceptasen su sacrificio, demuestra y enseña cuánto más injusto era en aborrecer sin motivo a su justo hermano. No por eso deja Dios de darle un consejo santo, justo y bueno: «Sosiégate –dice–, porque a ti se convertirá, tú serás señor de éI.» ¿Halo de ser acaso de su hermano? En manera alguna. ¿Pues de quién, sino del pecado? Porque había dicho: «¿No ves que has caído en pecado?» Y añade después: «Sosiégate, porque a ti se convertirá, y tú serás señor de él.»
Puede entenderse también que la conversión del pecado debe ser al propio hombre, para que sepa que no lo debe atribuir a otro alguno cuando peca, sino a sí propio; porque ésta es una medicina saludable de la penitencia y una petición del perdón no poco conveniente, como cuando dice: «porque a ti su conversión de él», no se entiende será sino sea, a modo de precepto y no de profecía. Porque será cada uno señor del pecado si no le hiciere señor de sí, defendiéndole, si no le sujetare haciendo penitencia; pues de otra manera, favoreciéndole al principio, le servirá también cuando después impere en su ánimo.
Pero para que por el pecado se entienda la misma concupiscencia carnal, de la que dice el Apóstol: «Que la carne apetece contra el espíritu», entre cuyos frutos carnales comprende también la envidia, que sin duda estimulaba a Caín y le encendía contra su hermano, bien se puede entender será, esto es, a ti será su conversión y tú serás sede él porque cuando se conmoviera la carne, que llama pecado el Apóstol, donde dice: «No lo hago yo, sino el pecado que habita en mí» (la cual llaman también los filósofos viciosa, no porque deba llevarse tras sí al espíritu, sino a quien debe mandar el espíritu, apartándola de las acciones ilícitas con la razón), cuando esta carne se conmoviere para hacer alguna acción mala; si nos acomodásemos y abrazásemos con el saludable consejo del Apóstol: «Que no demos fuerzas y armemos al pecado con nuestros miembros», domada y vencida se sometería al espíritu para darle obediencia y reinara sobre ella la razón.
Esto mandó Dios a Caín, que ardía en rencor y envidia contra su hermano, y al que debiera imitar deseaba quitar la vida: «Sosiégate –dice–, esto es, no pongas las manos en ese pecado, no reine él en tu mortal cuerpo, de manera que obedezcas a sus malos deseos y sugestiones, ni le des fuerzas y armas haciendo a tus miembros instrumentos de maldad»; porque a ti se convertirá cuando no le ayudares dándole rienda, sino cuando le refrenares sosegándote, y tú serás señor de él, para que, no dejándole salir con su intento en lo exterior, se acostumbre y habitúe también en lo interior a no moverse estando bajo la potestad y gobierno del espíritu, que quiere lo bueno.
Muy semejante a esto es lo que leemos en el mismo libro del Génesis de la mujer, cuando después del pecado, examinando Dios la causa, oyeron las sentencias de su condenación, el demonio en la serpiente y en sus personas Adán y Eva; porque habiéndole dicho a ella: «Sin duda que he de multiplicar tus tristezas y dolores, y con ellos darás a luz tus hijos», después añadió: «Y a tu marido será tu, conversión y él será señor de ti.» Lo mismo que dijo a Caín del pecado, o de la viciosa concupiscencia y apetito de la carne, dice en este lugar de la mujer pecadora, de donde debemos entender que el varón, en el gobierno de su mujer, se debe haber como el espíritu en el gobierno de su carne, y por eso dice el Apóstol: «Que el que ama a su mujer; a sí propio se ama, porque jamás hubo quien aborreciese su carne.» Estas cosas se deben curar y sanar como propias y no condenarlas como extrañas; pero Caín, como prevaricador que era, así recibió el mandamiento de Dios, porque creciendo en él el pecado de la envidia, cautelosamente y a traición mató a su hermano.
Tal fue el fundador de la ciudad terrena. Pero cómo fue Caín figura de los judíos que mataron a Cristo, pastor verdadero de las ovejas descarriadas que son los hombres, y a quien figuraba Abel, pastor de ovejas que eran bestias, porque en sentido alegórico es cosa de profecía, dejo ahora de referirlo, y me acuerdo que dije lo bastante sobre este asunto, en mi libro contra el maniqueo Fausto.
CAPITULO VIII
Qué razón hubo para que Caín fundase una ciudad al principio del linaje humano
Ahora parece oportuno defender la historia para que no parezca increíble lo que insinúa la Escritura: que un, solo hombre fundó una ciudad en la época en que precisamente no había en todo el orbe habitado, más que cuatro, o, mejor dicho, tres, después que un hermano mató al otro, esto es, el primer hombre, padre de todos, el mismo Caín y su hijo Enoch, de quien tomó su nombre la ciudad.
Los que en esto reparan no consideran que el cronista de la Sagrada Historia no tuvo obligación de referir y nombrar todos los hombres que pudo haber entonces, sino sólo aquellos que pedía el objeto de su obra; porque el fin principal de aquel escritor, por cuyo medio hacía aquel histórico análisis de hechos el Espíritu Santo, fue llegar, por la sucesión de ciertas generaciones, desde el primer hombre hasta Abraham y después, por los hijos y descendencia de éste, al pueblo de Dios, en quien, por ser distinto de las demás naciones, se habían de prefigurar y vaticinar todos los sucesos que en espíritu se preveían que habían de acontecer en aquella ciudad, cuyo reino ha de ser eterno, y a su rey fundador Jesucristo; pero sin pasar en silencio tampoco lo que fuese necesario referir de la otra sociedad y congregación de hombres que llamamos ciudad terrena, para que de este modo la Ciudad de Dios, cotejada con su adversaria, venga a ser más ilustre y esclarecida.
Así que como la Sagrada Escritura refiere el número de años que vivieron aquellos hombres y concluye diciendo de aquel de quien va hablando, engendró hijos e hijas y que fueron los días que el tal o el cual vivieron tantos años, y que murió, ¿acaso porque no nombra estos mismos hijos e hijas por eso debemos entender que por tantos años como entonces vivían en la primera edad de este siglo no pudieron nacer muchos hombres, con cuyos enlaces y sociedades se pudieran fundar muchas ciudades? Pero tocó a Dios, con cuya inspiración se escribían estos sucesos, el disponer y distinguir primeramente estas dos compañías con sus diversas generaciones, para que se tejiesen de una parte las generaciones de los hombres, esto es, de los que vivían según el hombre, y de otra las de los hijos de Dios, esto es, de los que vivían según Dios, hasta el Diluvio, donde se refiere la distinción y la unión de ambas sociedades: la distinción, porque se refieren de por si las generaciones de ambas, la una de Caín; que mató a su hermano, y la otra del otro, que se llamó Seth, porque también éste había nacido de Adán, en lugar del que mató, Caín; y la unión porque declinando y empeorando los buenos, se hicieron todos tales que los asoló y consumió con el Diluvio, a excepción de un justo que se llamaba Noé, su mujer, sus tres hijos y sus tres nueras, cuyas ocho personas merecieron escapar por medio del Arca de la sumersión y destrucción universal de todos los mortales.
Por ello, pues, de lo que dice la Escritura: «Que conoció Caín a su mujer, concibió y dio a luz a Enoch, y edificó una ciudad, y llamóla con el nombre de su hijo Enoch», no se sigue que hemos de creer que éste fue el primer hijo que engendró, porque no hemos de pensar así porque dice que conoció a su mujer, como si entonces se hubiese juntado la primera vez con ella, pues aun del mismo Adán, padre universal del humano linaje, no sólo se dijo esto mismo después de concebido Caín, que parece fue su primogénito, sino también más adelante dice la Sagrada Escritura: «Conoció Adán a Eva su mujer, y concibió y dio a luz un hijo, al cual llamó Seth»; de donde se infiere que acostumbra a hablar así la Escritura, aunque no siempre, cuando se lee en ella que fueron concebidos algunos hombres y no precisamente cuando por primera vez se conocieron el varón y la mujer.
Ni tampoco es argumento necesario para que opinemos que Enoch fuese primogénito de su padre porqué llamó a la ciudad con su nombre, pues no sería fuera de propósito que, por alguna causa, teniendo también otros hijos, le amase su padre más que a los otros, como tampoco Judas fue primogénito de quien tomó nombre Judea y los judíos sus moradores. Y aunque el fundador de aquella ciudad tuviese este hijo, el primero de todos, no por eso debemos pensar que puso su nombre a la ciudad que fundó cuando nació, supuesto que tampoco uno solo pudo entonces fundar aquella ciudad (que no es otra cosa que una multitud de hombres unida entre sí con cierto vínculo de sociedad), sino que, creciendo la familia de aquel hombre en tanto número que tuviese ya cantidad considerable de vecinos, pudo entonces efectivamente suceder que fundase una ciudad, y que a la fundada le pusiese el nombre de su primogénito; porque era tan larga la vida de aquellos hombres, que de los que allí se refieren, cuyos años no se omiten, el que menos vivió antes del Diluvio llegó a setecientos cincuenta y tres años, porque muchos pasaron de novecientos, aunque ninguno llegó a mil. ¿Quién hay que pueda dudar que en vida de un hombre se pudo multiplicar tanto el linaje humano que no hubiese gente con que se fundase, no una, sino muchas ciudades?
Lo cual podemos conjeturar fácilmente, puesto que de sólo Abraham, en poco más de cuatrocientos años, creció tanto el número de la nación hebrea, que cuando salió aquel pueblo de Egipto se refiere que hube seiscientos mil hombres jóvenes que podían tomar las armas, sin contar la gente de los idumeos, que no pertenece al pueblo de Israel, la que engendró su hermano Esaú, nieto de Abraham, y otras naciones que descendieron del linaje del mismo Abraham y no por vía de su mujer Sara.
CAPITULO IX
De la vida larga que tuvieron los hombres antes del Diluvio, y cómo era mayor la estatura de los cuerpos humanos
Todo el que prudentemente considerare las cosas, comprenderá que Caín no sólo pudo fundar una ciudad, sino que la pudo también fundar muy grande en tiempo que duraba tanto la vida de los hombres, aunque alguno, de los incrédulos e infieles quiera disputar acerca del dilatado número de años que, según nuestros autores, vivieron entonces los hombres, y diga que a esto no debe darse crédito.
Porque tampoco creen que fue mucho mayor en aquella época la estatura de los cuerpos de lo que son ahora, y, sin embargo, su nobilísimo poeta Virgilio, hablando de una grandísima peña que estaba fija por mojón o señal de término en el campo, la cual en una batalla un valeroso varón de aquellos tiempos arrebató, corrió con ella y, la arrojó, dice que «doce hombres escogidos según los cuerpos humanos que produce el mundo en nuestros tiempos apenas la hicieron perder tierra», significándonos que hubo tiempo en que acostumbraba la tierra a producir mayores cuerpos. ¡Cuánto más sería en los tiempos primeros del mundo, antes de aquel insigne y celebrado Diluvio!
En lo tocante a la grandeza de los cuerpos, suelen convencer y desengañar muchas veces a los incrédulos las sepulturas que se han descubierto con el tiempo, o por las avenidas de los ríos, o por otros varios acontecimientos donde han aparecido huesos de muerto de increíble tamaño.
Yo mismo vi, y no solo, sino algunos otros conmigo, en la costa de Utica o Biserta, un diente molar de un hombre, tan grande que si le partieran por medio e hicieran otros del tamaño de los nuestros, me parece que pudieran hacerse ciento de ellos; pero creo que aquél fuese de algún gigante, porque fuera de que entonces los cuerpos de todos generalmente eran mucho mayores que los nuestros, los de los gigantes hacían siempre ventaja a los demás; así como también después, en otros tiempos y en los nuestros, aunque raras veces, pero nunca faltaron algunos que extraordinariamente excedieron la estatura y el tamaño de los otros. Plinio II, sujeto doctísimo, dice que cuanto más y más corre el siglo, produce la Naturaleza menores los cuerpos; lo cual también refiere Homero en sus obras, no burlándose de ello como de ficciones poéticas, sino tomándolo, como escritor de las maravillas de la Naturaleza, como historias dignas de fe.
Pero, como dije, la altura de los cuerpos de los antiguos muchas veces nos la manifiestan, aun en los siglos últimos, los huesos que se han descubierto y hallado, porque son los que duran mucho.
Del número grande de años que vivieron los hombres de aquel siglo no podemos tener en la actualidad experiencia alguna; mas no por eso debemos prescindir de la fe y crédito, que se merece la Historia sagrada, cuyas narraciones son tanto más dignas de crédito cuanto más ciertamente vemos que se va cumpliendo lo que ella nos dijo que había de suceder. Con todo, dice Plinio: «Todavía hay gente o nación donde viven doscientos años.»
Así que si al presente se cree que en las tierras que no conocemos viven tanto los hombres cuanto nosotros no hemos podido experimentar, ¿por qué no se ha de creer que lo han vivido también en aquellos tiempos? ¿O acaso es creíble que en una región hay lo que aquí no hay, y es increíble que en algún tiempo hubo lo que ahora no hay?.
CAPITULO X
De la diferencia que parece haber en el número de los años entre los libros hebreos y los nuestros
Aunque parece que entre los libros hebreos y los nuestros hay alguna diferencia sobre el número de los años, lo cual no sé cómo ha sido, con todo, no es tan grande que no confirme lo dicho respecto a que entonces los hombres fueron de tan larga vida; porque del mismo primer hombre, Adán, antes que procrease a su hijo Seth, en nuestros libros se dice que vivió doscientos y treinta años, y en los hebreos, ciento treinta; pero después de haberle engendrado, se lee en los nuestros que vivió setecientos, y en los suyos ochocientos, y así en unos y en otros concuerda toda la, suma de los años.
En la sexta generación en nada discrepan los unos de los otros; y en la séptima, en que nació Enoch (que no murió, sino que por voluntad de Dios se dice que fue trasladado), hay la misma disonancia que en las cinco anteriores sobre los cien años antes que engendrase al hijo que refiere allí; pero en la suma hay la misma conformidad, porque vivió antes que fuese trasladado, según los libros de los unos y de los otros, trescientos sesenta y cinco anos.
La octava generación tiene alguna diversidad, pero menor y diferente de las demás, porque Matusalén, que engendró a Enoch, antes que procrease al que sigue en el orden, vivió, según los hebreos, no cien años menos, sino veinte más, de los cuales, por otra parte, en los nuestros, después que engendró a éste, se hallan añadidos, y en los unos y en los otros está conforme la suma de todos los años.
Solamente en la generación nona, esto es, en los años de Lamech, hijo de Matusalén y padre de Noé, discrepa la suma general, pero no mucho, porque se dice en los hebreos que vivió veinticuatro años más que en los nuestros, pues antes que engendrase al hijo que se llamó Noé tiene seis menos en los hebreos que en los nuestros; pero después que le procreó, en ellos treinta más que en los nuestros, y así, quitados aquellos seis, restan veinticuatro, como queda dicho.
CAPITULO XI
De los años de Matusalén, cuya edad parece que excede al Diluvio catorce años
De esta diferencia entre los libros hebreos y los nuestros nace aquella celebrada cuestión de que Matusalén vivió catorce años después del Diluvio. La Sagrada Escritura dice positivamente que en el Diluvio, de todos los que habla sobre la tierra, sólo ocho personas escaparon en el Arca de la ruina universal, en las cuales no fue incluido Matusalén.
Pero, según nuestros libros, Matusalén, antes que engendrase al que llamó Lamech, vivió ciento sesenta y siete años; después el mismo Lamech antes que naciese de él Noé, vivió ciento ochenta y ocho años, que juntos suman trescientos cincuenta y cinco; a éstos se añaden seiscientos de Noé, en cuyo sexcentésimo año acaeció el Diluvio; y todos juntos hacen novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el año del Diluvio.
Todos los años que vivió Matusalén se cuentan que fueron novecientos sesenta y nueve, porque habiendo vivido ciento sesenta y siete engendró un hijo que se llamó Lamech, y después de haberle procreado vivió ochocientos dos años, que todos ellos, como he dicho, hacen novecientos sesenta y nueve, de los cuales, quitando novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el Diluvio, quedan catorce, que se cree que vivió después del Diluvio; por ello imaginan algunos que vivió, aunque no en la tierra, donde pereció todo viviente que no pudo existir fuera del agua, sino que vivió algún tiempo con su padre, que habla sido trasladado hasta que pasó el Diluvio, no queriendo derogar la fe a los libros que tiene recibidos la Iglesia por más auténticos, y creyendo que lo de los judíos no contienen la verdad más bien que los nuestros. Porque no admiten que pudo haber aquí error de los intérpretes antes que falsedad en la lengua que se tradujo a la nuestra por medio de la griega; sino dicen que no es creíble que los setenta intérpretes que juntamente a un mismo tiempo y con un mismo sentido la interpretaron pudiesen errar, o que donde a ellos no les iba nada quisiesen mentir; pero que los judíos, de envidia de que la ley y los profetas hayan venido a nuestro poder por medio de la traducción, mudaron algunas cosas en sus libros por disminuir la autoridad de los nuestros.
Esta opinión o sospecha también admítala cada uno como le pareciere; con todo, es cosa cierta que no vivió Matusalén después del Diluvio, sino que murió el mismo año, si es verdad lo que se halla en los libros de los hebreos sobre el número de los años. Lo que a mí me parece de los setenta intérpretes lo diré más particularmente en su propio lugar; al llegar, con el favor de Dios, el momento de tratar de aquellos tiempos cuando lo pida la necesidad y estado de esta obra, porque para la duda presente basta saber que, según los libros de los unos y de los otros, los hombres de aquel siglo tuvieron tan largas vidas que durante la edad de uno que nació el primero, de dos padres que tuvo solos la tierra en aquel tiempo pudo multiplicarse el linaje humano de manera que se pudiera fundar una ciudad.
CAPITULO XII
De la Opinión de los que no creen que los hombres del primer siglo tuvieron tan larga vida como se escribe
De ningún modo deben ser oídos los que imaginan que de otra manera se contaban en aquella época los años, esto es, tan breves, que uno de los nuestros tiene diez de aquellos, y por eso dicen, cuando oyen o leen que alguno vivió novecientos años, que deben entenderse noventa, por cuanto diez años de aquellos hacen uno nuestro, y diez de los nuestros son entre ellos ciento.
Según este cálculo, creen que era Adán de veintitrés años cuando engendró a Seth, y que éste tenía veinte años y seis meses cuando hubo a su hijo Enos, a todos los cuales asigna la Escritura doscientos cincuenta años, pues según el sentir de éstos cuya opinión vamos refiriendo, entonces un año de los que al presente usamos le dividían en diez partes, a las cuales llamaban años; y cada una de éstas tenía un senario cuadrado, porque Dios finalizó sus obras en seis días para descansar en el séptimo, sobre lo cual dije lo bastante en el libro XI, cap. VII, y seis veces seis, que hacen un senario cuadrado, componen treinta y seis días, los cuales, multiplicados por diez, llegan a trescientos sesenta, esto es, doce meses lunares; porque por los cinco días que faltan, con que se cumple el año solar, y por una cuarta parte de día, la cual multiplicada cuatro veces en el año que llaman bisiesto o intercalar, se añade un día; añadían los antiguos después algunos días para que concurriese el número de los años, a cuyos días los romanos llamaban intercalares,
Por esta cuenta, Enos, hijo de Sea, tenía diecinueve años cuando tuvo a su hijo Camán, a los cuales años llama el sagrado texto ciento noventa; y después en todas las generaciones en que antes del Diluvio se refieren los años de los hombres, ninguno casi se halla en nuestros libros que de cien anos, o de allí abajo, o de ciento veinte, o no mucho más, haya engendrado algún hijo, sino los que de menor edad procrearon se dice que tuvieron ciento sesenta años y más, porque ningún hombre, aseguran, puede engendrar de diez años, a cuyo número llamaban entonces cien años.
Dado caso que no sea increíble que de otra manera se contasen entonces los años, añaden lo que se halla en muchos historiadores, que los egipcios tuvieron el año de cuatro meses, los acarnianos de seis meses, los lavinios de trece meses. Plinio II, habiendo dicho que se hallaba escrito que un hombre vivió ciento cincuenta y dos años, y otro diez más, y que otros vivieron doscientos años, otros trescientos, y que otros llegaron a quinientos, algunos a seiscientos y otros aun a ochocientos, piensa que todo esto nació de la ignorancia de los tiempos; porque unos, dice, reducían un año a un verano, otros a un invierno y otros a las cuatro estaciones del año, como los arcades, dice, cuyos años fueron de tres, meses. Añadió también que en cierto tiempo los egipcios, cuyos pequeños años insinuamos arriba, eran de cuatro meses, en una lunación terminaban su año; así que entre ellos se cuenta que vivieron mil años.
Con estos argumentos como probables, procurando algunos no destruir la fe de esta sagrada historia, sino confirmaría para que no sea increíble lo que se refiere que los antiguos vivieron tantos años, se persuadieron a sí mismos, y piensan que, no sin razón, lo persuaden a otros, de que entonces un espacio tan corto de tiempo se llamó año, que diez de aquellos hacían uno nuestro, diez nuestros ciento de los suyos.
La falsedad de este cálculo se prueba con un evidente e irrefragable documento; pero antes de demostrarlo he creído útil alegar otro, tomado de los libros hebreos, para refutar dicha opinión. En estos libros se lee que Adán tenía no doscientos treinta, sino ciento treinta años cuando procreó a su tercer hijo. Si estos años hacen trece de los nuestros, sin duda que engendró al primero cuando tenía once años, no mucho más. ¿Quién puede procrear en esta edad conforme a la ley ordinaria de la naturaleza?
Pero dejemos a Adán, que quizá pudo hacerlo porque fue criado, y no es creíble que le criara Dios tan pequeño como nuestros niños. Su hijo no contaba doscientos cinco, como leemos nosotros, sino ciento cinco cuando engendró a Enos, y conforme a este cómputo, según el dictamen de éstos aun no tenía once años. ¿Qué diré de Camán, hijo de éste, que aunque contaba, según los nuestros, ciento setenta años de edad, según los hebreos era de setenta cuando engendró a Malaléhel? ¿Qué hombre hay que engendre de siete años, si entonces se llamaban setenta años los que ahora son siete?
CAPITULO XIII
Si en la cuenta de los años debemos preferir la autoridad de los hebreos a la de los setenta intérpretes
Aun cuando yo piense así, me replican que aquello es ficción o mentir de los judíos, de lo cual bastantemente hemos ya hablado; porque los setenta intérpretes, varones tan celebrados alabados, no pudieron mentir.
Pero si les preguntare qué sea más creíble: o que toda la nación judaica, que está tan extendida y esparcida Por el orbe, pudo de común acuerdo conspirar en escribir esta mentira, y, por envidiar a otros la autoridad, se despojase así de la verdad, o, qué setenta personas, que también eran judíos, juntos en un mismo lugar (porque para ésta famosa labor los había convocado y congregado Ptolomeo, rey de Egipto) enviaran a decir la verdad a los pueblos gentiles, y de acuerdo hicieran este penoso trabajo, ¿quién no advierte cuál sea más fácil de creer? Ninguno que sea sensato debe creer, o que los judíos, por más perversos y malévolos que fueran, pudieran hacer esta laboriosa tarea en tan crecido número de libros tan esparcidos y derramados, o que los setenta varones famosos comunicaron entre sí este particular acuerdo de enviar a los gentiles la verdad.
Así que con más verosimilitud podría decirse que cuando primeramente se comenzó a trasladar y copiar esta historia de la suntuosa biblioteca de Ptolomeo, entonces pudo hacerse algo de esto en un libro es a saber, en el que primero se copió, del cual se extendió y traspasó a otros muchos, donde pudo también suceder que errase el amanuense.
Y no es absurdo sospechar así en la cuestión acerca de la vida de Matusalén, y en la otra donde, por sobrar veinticuatro años, no concuerda la suma. Pero en las demás donde se repite semejante error de suerte que antes de procrear el hijo que se pone en lista, en una parte sobren cien años y en otra falten, y después de engendrado, donde faltaban sobren, y donde sobraban falten, para que concuerde la suma, como sucede en la 1ª , 2ª , 3ª , 4ª , 5ª , 6ª y 7ª generación; parece que el mismo error tiene (si puede decirse) cierta constancia así; y no parece que sucediera al acaso, sino de industria. De modo que aquella diferencia de números que hay en los libros griegos, latinos y hebreos, donde no se halla esta conformidad continuada por tantas generaciones de cien años, añadidos primero y después quitados, se debe atribuir, no a la malicia de esos judíos ni a la diligencia o prudencia de los setenta intérpretes, sino a error del amanuense que primeramente comenzó a copiar el libro de la biblioteca de dicho rey. Pues aun ahora, cuando los números no se relacionen con algún objeto que fácilmente pueda entenderse, o que nos importe conocer, se escriben con descuido, y con más negligencia se corrigen y enmiendan. ¿Quién cree, por ejemplo, que debe aprender cuántos millares de hombres tuvieron a cada una de las tribus de Israel? Porque entiende que nada le importa. ¿Y a cuántos hay que adviertan la profundidad de esta importancia? Pues aquí, donde tantas generaciones se ponen en lista, en las que faltan o sobran cien anos, y después de nacido el hijo que se había de contar, faltan donde los hubo y los hay donde faltaron, para que esté conforme la suma, parece que se ha querido persuadir a los que alegan que vivieron los antiguos tan gran numero de años porque los tenían brevísimos, haciéndoles ver que la edad no era madura e idónea para engendrar hijos, si por cada cien años debieran entenderse diez de los nuestros; y para que los incrédulos no dejasen de creer que habían vivido los hombres tanto tiempo, añadió ciento donde no halló la edad idónea para procrear hijos, y esos mismos los volvió a quitar después de engendrados, a fin de que conviniese y concordase la suma, pues de tal manera quiso hacer creíble la conveniencia de la edad apta para engendrar, que no defraudase a todas las, edades del número de lo que vivió cada uno; y el no haber hecho esto en la sexta generación; es lo que más nos persuade a que eso lo hizo, cuando el asunto que decimos lo pedía, pues no lo hizo donde no lo pedía.
En esta generación hallo en los hebreos que Jareth vivió, antes que engendrase a Enoch, ciento sesenta y dos años, que, para él, según la cuenta de los años breves, son dieciséis y algo menos de dos meses, la cual edad es ya idónea para engendrar. Y así no fue necesario añadir cien años breves para que fuesen veintiséis de los nuestros, ni quitar los mismos después de nacido Enoch, porque nos lo había añadido antes que naciese. Así sucedió que en este particular no hubiese va
riedad alguna entre unos y otros libros.
Pero, sin duda, vuelve a presentársenos la dificultad cuando en la octava generación, antes que de Matusalén naciese Lamech, hallándose en los hebreos ciento ochenta y dos años, se hallan veinte menos en los nuestros, donde antes se acostumbraba añadir ciento; y después de engendrado Lamech, se restituyan para cumplir la suma, la cual no discrepa en los unos ni en los otros libros. Porque si ciento setenta años quería que por la edad madurara entendiesen diecisiete, así como no debía añadir nada, así tampoco debía quitar, supuesto que había hallado edad idónea para la generación de los hijos, por la cual, en las otras donde no la hallaba, añadía aquellos cien años.
Y verdaderamente la diferencia de los veinte años con razón pudiéramos imaginar que pudo suceder por yerro, si no procurara después restituirlos como primero los había quitado para que conviniera la suma toda entera. ¿O por ventura creeremos que lo hizo con cierta astucia para encubrir aquella industria con que primero solía añadir los cien años, y después quitarlos, repitiendo el engaño donde no era necesario, quitando primero, aunque no de cien años, sino de cualquier número, y después añadiéndole? Pero comoquiera que esta razón se admita, ya se crea que lo hizo así, o no se crea, ya finalmente sea así o no lo sea, evidentemente cuando haya alguna diferencia entre unos y otros libros, de suerte que para la fe de la historia no puede ser verdad lo uno y lo otro será acertado, atenernos con preferencia a la lengua original de donde se tradujo a la otra por los intérpretes; porque aun en algunos libros, como es en tres griegos, en uno latino y en otro siríaco, que están conformes entre sí, se halla que Matusalén murió seis años antes del Diluvio universal.
CAPITULO XIV
Que los años duraban el mismo espacio de tiempo que ahora en los primeros siglos
Veamos ya cómo podrá demostrarse con toda evidencia que no fueron tan breves los años que diez de ellos hicieran uno de los nuestros; sino que fueron tan largos como los tenemos ahora (que son los que hace el curso y revolución del sol) los que numeran la vida larga de aquellos hombres. Dice la Escritura que sucedió el Diluvio en el año de la vida de Noé. ¿Por qué dice, pues, que sucedió el Diluvio sobre la tierra el año 600 de la vida de Noé, en el mes segundo y a los veintisiete días de él, si aquel año tan cortó, que diez de ellos hacen uno nuestro, tenía treinta y seis días? Porque un año tan pequeño, sí es que antiguamente tenía este nombre, o no tiene meses, o su mes es de tres días para que pueda tener doce meses. ¿Cómo se dice, pues, el año 6OO, en el mes segundo, a los veintisiete días del mismo mes, sino porque entonces también eran los meses como son ahora? Pues a no ser así, ¿cómo dijera que comenzó el Diluvio a los veintisiete días del mes segundo?
Asimismo, después de referir el fin del Diluvio, prosigue: «Y paró el Arca en el mes séptimo, a los veintisiete de dicho mes, sobre los montes, de Ararath, y el agua fue disminuyendo hasta el mes undécimo, y el primer día de dicho mes se descubrieron las cumbres de los montes.» Luego si eran tale los meses, tales, sin duda, eran también los años como los tenemos ahora; porque aquellos meses de tres día no pedían tener veintisiete días. Y si la parte trigésima de tres días entonces se llamaba día, para que todo proporcionalmente vaya disminuyendo, el Diluvio universal debió durar cuatro días de los nuestros, del cual se dio, que duró cuarenta días y cuarenta noches. ¿Quién podrá sufrir este absurdo y desvarío?
Por tanto, desechemos este error, que quiere confirmar y apoyar la fe irrefragable de nuestra Sagrada Escritura en falsas conjeturas, las cuales, por otra parte, la destruyen. Era entones tan grande el día como lo es ahora el cual se divide en veinticuatro horas en el discurso del día y noche; tan grande el mes como lo es ahora, limitándole el principio y fin de una hora tan grande el año como lo es ahora formado por los doce meses lunares añadiendo por causa del curso del sol cinco días, y una cuarta parte de día; tal fue el segundo mes del año 60 en la vida de Noé, y tal el día veintisiete de dicho, mes cuando principio el Diluvio, del cual se dice que duró cuarenta días continuos, los cuales no tenían dos o pocas más horas, sino veinticuatro continuadas de día y de noche. Y tan dilatados años, vivieron los antiguos padres, pasando de novecientos, como los vivió después Abraham hasta el número de ciento setenta y cinco, y después de él su hijo Isaac hasta el ciento y ochenta, y Jacob, hijo de éste, cerca, de ciento y cincuenta como, después de transcurridos algunos años Moisés vivió ciento y veinte, como viven ahora los hombres setenta u ochenta, y no mucho más; de quienes dijo también la Escritura: «Que lo que vivían de más era molestia y dolor.»
La variedad de números que se encuentren entre los libros de los hebreos y los nuestros no afecta a los muchos años que vivían los antiguos; y si ha alguna discordia tal que no pueda ser verdad lo uno y lo otro, la fe y verdad de la historia debemos buscar en el idioma de donde se tradujere las noticias que tenemos. Y pudiéndolo hacer con facilidad los que quieran, no es sin oculto misterio que ninguno se haya atrevido a enmendar por los libros hebreos lo que los setenta intérpretes en muchos lugares parece que afirman con notable diversidad; porque aquella diferencia no la han tenido por falsa o equivocada, ni yo juzgo que debe tenerse por tal, sino que donde no hay error o equivocación del amanuense, debe creerse que ellos, donde el sentido es conforme a la verdad, con divino espíritu quisieron decir alguna cosa de otra manera, no a modo de interpretes, sino con libertad de profetas, y así con razón se demuestra que la autoridad apostólica, cuando cita los testimonios de las Escrituras, usa no sólo de los hebreos, sino también de estos intérpretes.
Pero de este particular, con el favor de Dios, ya prometí que trataría más singularmente en otro lugar más oportuno. Ahora quiero concluir con lo que tenemos entre manos, esto es, que no debemos dudar de que pudo el primer hijo del primer hombre, cuando vivían tanto tiempo, fundar la ciudad eterna, no la que llamamos Ciudad de Dios; por la cual y por el deseo de escribir sobre ella largamente nos hemos tomado la molesta fatiga de una obra tan grande como ésta.
CAPITULO XV
Si es creíble que los hombres del primer siglo no conocieron mujer hasta la edad en que se dice que engendraron hijos
Dirá ciertamente alguno: ¿Será posible que hayamos de creer que el hombre que había de ser padre y no tenía resolución firme de permanecer célibe viviese en continencia por espacio de cien años y más, o, según los hebreos, ochenta, setenta y sesenta años, o si no vivió así, que no tuviera hijo alguno?
A esta duda se satisface de dos modos: porque o tanto más tardía proporcionalmente fue la pubertad cuanto mayor era la vida del hombre, o, lo que me parece más creíble, no se refieren aquí los hijos primogénitos; sino los que exige el orden de sucesión para llegar a Noé; desde quien asimismo se llega hasta Abraham y después hasta el tiempo, que convenía señalar también, con las generaciones referidas para seguir el curso de la gloriosísima ciudad que peregrina en este mundo y busca con solicitud la patria celestial.
Lo que no se puede negar es que Caín fue el primero que nació de varón y mujer, porque luego que nació no dijera Adán lo que se lee que dijo: « He adquirido un hombre por la gracia de Dios», si a ellos dos no se hubiera añadido otro, naciendo el primer hombre. En seguida nació Abel, a quien violentamente quitó la vida su hermano mayor, y fue el primero que prefiguró la Ciudad de Dios que anda peregrinando, la cual había de padecer injustas persecuciones de los impíos y de los hijos (en cierto modo) de la tierra, esto es, de los que gustan del origen de la tierra y se alegran y gozan con la terrena felicidad de la ciudad terrena.
Pero cuántos años tuviese Adán cuando los procreó, no lo dice la Sagrada Escritura. Sucesivamente se pone el orden de otras generaciones, unas de Caín y otras de aquel que engendró Adán en lugar del que mató el hermano, cuyo nombre fue Seth, diciendo, como narra la Escritura: «Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, a quien dio muerte Caín.» Así pues, estas dos líneas de generaciones, que descienden la una de Seth y la otra de Caín, nos señalan con sus distintos órdenes y genealogías estas dos ciudades de que vamos tratando, la una celestial que peregrina por la tierra, y la otra terrena, que busca y se detiene como si fueran únicos en los gustos terrenos; y ninguno de la estirpe de Caín, desde Adán hasta la octava generación, se declara cuántos años tuviese cuando engendró al que se refiere la Escritura en seguida de él; porque no quiso el Espíritu Santo notar los tiempos antes del Diluvio en las generaciones de la ciudad terrena, sino en las de la celestial, teniéndolas como por más dignas de memoria.
Cuando nació Seth, aunque refiere los años de su padre, ya éste había procreado a otros. Pues que fueron solos Caía y Abel, ¿quién se atrevería a afirmarlo? Porque no por ser solos ellos los nombrados en el catálogo y serie de generaciones que convenía poner, debemos pensar que fueron solos los que entonces engendró Adán porque diciendo, después de haber pasado en silencio los nombres de todos Ios otros, que procreó hijos e hijas, ¿quién sin ser temerario se atreverá a determinar cuánta fue esta descendencia? Dado que pudo Adán, con divina inspiración, decir al punto que nació Seth: Dios me dio otro hijo en lugar de Abel, supuesto que había de ser tal que llenase el colmo de la santidad de Abel, y no porque fuese el primero que naciese después de él en la sucesión del tiempo.
Asimismo lo que insinúa la Escritura, «que tenía Seth doscientos cinco años (o, conforme a los hebreos, ciento cinco) cuando engendró a Enos», ¿quién sin atrevimiento podrá afirmar que éste fue su primogénito, de suerte que no cause admiración y con razón dudemos cómo en tantos años no usó del matrimonio no teniendo o estando ligado con voto alguno de continencia?, O ¿cómo no procreó estando casado, ya que leemos de él «que engendró hijos e hijas y fueron todos los días de Seth novecientos doce años y que murió«?
Del mismo modo los que después refiere el sagrado texto dice que procrearon hijos e hijas, sin que pueda deducirse que el que se dice nació fue el primogénito; pues no es creíble que aquellos padres, en una tan avanzada edad, o no fuesen idóneos para la generación, o careciesen de esposas o de hijos.
Tampoco es de presumir que aquellos hijos fuesen los primeros que tuvieron, sino como el cronista de la Sagrada Escritura pretendía llegar por la sucesión de las generaciones, notando los tiempos, hasta el nacimiento y vida de Noé, en cuya época sucedió el Diluvio, sólo refirió las generaciones, no las que primero tuvieron sus padres, sino las que se encontraron en el catálogo del árbol genealógico.
Y para que esto se vea más claro y ninguno dude que pudo ser lo que digo, quiero poner un ejemplo: Queriendo el evangelista San Mateo poner, para perpetuo recuerdo de los mortales, la estirpe y descendencia de nuestro Señor Jesucristo, según la carne, por el Orden y descendencia de sus padres, principiando por su padre Abraham y procura solo venir en primer lugar a David, dice: «Que Abraham engendró a Isaac.» ¿Por qué no dijo a Ismael, a quien había engendrado primero? Isaac engendró a Jacob. ¿Por qué no dijo a Esaú, que fue el primogénito? Porque por ellos no podía llegar a David. Después prosigue: «Jacob engendró a Judas y a hermanos.» ¿Acaso Judas fue su primogénito? Judas engendró a Phares y a Zaram; tampoco algunos de estos mellizos fue primogénito de Judas, sino que antes de ellos había ya tenido otros tres. Así que puso en el orden de las generaciones a aquellos por quienes había de llegar a David, y de allí adonde pretendía.
De lo cual puede entenderse que entre los hombres de los primeros siglos, antes del Diluvio, tampoco se refieren los primogénitos sino aquellos por quienes había de continuarse el orden de las generaciones que sucedieron hasta el patriarca Noé, para que no nos fatigue y dé en qué entender la cuestión oscura y no necesaria de su tardía pubertad.
CAPITULO XVI
Del derecho de los matrimonios y de cómo los primeros fueron diferentes de los que después se usaron
Teniendo, pues, necesidad el humano linaje, después de la primera unión del hombre, que fue criado del polvo de la tierra, y de su mujer, que fue formada del costado del hombre, del matrimonio entre uno y otro sexo para su multiplicación, y no habiendo otros hombres, tomaron por mujeres a sus hermanas, lo cual, sin duda, cuanto más antiguamente lo hicieron los hombres impeliéndolos la necesidad, más culpable ha sido después prohibiéndolo la religión, prohibición originada por un justo respeto al amor y a la caridad, para que los hombres a quienes importan la concordia se uniesen entre sí con diversos vínculos de parentescos y uno solo no tuviese muchos en una familia, sino que todos se esparciesen por todas, y de este modo tuviesen diversas personas muchos de estos enlaces, para que llegase a unirse más estrechamente la vida civil. Porque padre y suegro son nombres de dos parentescos, teniendo, pues, cada lino a uno por padre y a otro por suegro, a muchos más se extiende el amor y la caridad.
Pero lo uno y lo otro era preciso que fuese Adán de sus hijos y de sus hijas cuando se casaban los hermanos con sus hermanas.
Del mismo modo su mujer, Eva, para sus hijos e hijas fue madre y suegra, que si fueran dos mujeres, una madre y otra suegra, más copiosamente se uniera el amor civil y social.
Finalmente, la hermana, porque venía a ser esposa, siendo una,
tenía dos parentescos, los cuales, distribuidos en diferentes personas, de manera que una fuese la hermana y otra la esposa, se acrecentaba la afinidad social con más número de hombres. Pero entonces no había posibilidad de hacerlo, por no haber otros que los hermanos y hermanas, hijos de los dos primeros hombres.
Posteriormente, cuando fue posible, se estableció que, habiendo abundancia, se tomasen por esposas y mujeres las que no eran ya hermanas, de modo que no sólo no hubiese necesidad de hacer aquello, sino que si se hiciese pecado.
Porque si los nietos de los primeros hombres que podían ya recibir por mujeres a sus primas, se casaran con sus hermanas, vinieran a juntarse en un hombre, no ya dos, sino tres parentescos; cuando lo conveniente era extender estos lazos para estrechar mas el amor con una afinidad más numerosa; evitando que un hombre fuese de sus hijos casados, es a saber, del hermano unido con su hermana, padre, suegro y tío; y su mujer de mismos hijos comunes, madre, suegra y tía, y asimismo los hijos de éstos entre sí no sólo fueran hermanos y maridos, sino también primos, porque eran también hijos de hermanos.
Todos estos parentescos que trababan con un hombre tres hombres, trabaron con el mismo nueve si se hiciera cada matrimonio con persona de otra familia, de manera que viniera a tener un hombre a una por hermana, a otra por mujer, a otra por prima; a uno por padre, a otro por tío, a otro por suegro; a una por madre, a otra por tía, a otra por suegra; y de este modo el vínculo civil con frecuentes afinidades y parentescos se extendiera más copiosa y numerosamente.
Habiendo crecido y multiplicádose el linaje humano, vemos que se observa así aun entre los impíos idólatras, de forma que, aunque por bases perversas se permitan los matrimonios entre hermanos, con todo, la costumbre más loable es abominar de esta libertad licenciosa. Y habiendo sido lícito en los primeros tiempos del linaje humano el recibir por mujeres a las hermanas, se extraña hoy de tal modo como si nunca hubiera podido suceder: porque, en efecto, para atraer o extrañar el sentido humano, es muy poderosa la costumbre, la cual, como en este caso, pone freno a la inmoderación y destemplanza del apetito, con razón se tiene por acción abominable el innovarla y quebrantarla; porque si es cosa inicua e injusta, por codicia de la hacienda, traspasar el límite o término colocado en un campo, ¿cuánto más inicuo e injusto será por el apetito de gozar una mujer traspasar los límites de las buenas costumbres?
Hemos visto por experiencia en los casamientos de primos en nuestros tiempos, por el grado de parentesco próximo al de hermano, cuántas veces se rechazaba por buena costumbre lo que era lícito hacer según las leyes; porque esto, ni la divina lo prohibió, ni la humana lo había vedado. Sin embargo, rehusaban lo que era lícito por lindar con lo ilícito, pues lo que se hacía con la prima casi parecía que se hacía con la hermana, porque aun entre sí, por el parentesco tan cercano, se llaman hermanos, y lo son casi como nacidos de un padre y de una madre.
No obstante, los padres antiguos tuvieron mucho cuidado y diligencia para que el parentesco que se iba paulatinamente apartando y dirimiendo, extendiéndose por las ramas, no se alejase demasiado y dejase de ser parentesco, tornando a unirlo de nuevo con el vínculo del matrimonio antes que se alejase mucho y restaurándole cuando en cierto modo iba ya desapareciendo.
Y así, estando ya el mundo poblado de hombres, gustaban de contraer matrimonio, aunque no con hermanas de parte de padre o de madre, o de ambos, sí con mujeres de su linaje. ¿Y quién duda que con más decoro, y honestidad se prohiben también en este tiempo los casamientos entre primos, no sólo por lo que hemos dicho del acrecentamiento y multiplicación de afinidades, para que no tenga dos parentescos una sola persona, pudiéndolos tener dos y crecer el número de la proximidad, sino también porque, no sé cómo, la modestia humana tiene cierta cualidad natural y loable que refrena el apetito, realmente libidinoso, no uniéndose con aquella a quien, por razón de la proximidad, debe tener con pudor un honroso respeto, apetito del que se ruboriza aún la modestia y honestidad de los casados? Así pues, la unión del varón y de la mujer, por lo que toca al linaje humano, es el semillero de la ciudad; aunque sólo la ciudad terrena tiene necesidad de generación, y la celestial, de regeneración para libertarse del daño de la generación.
Si hubo alguna señal corporal y visible de regeneración antes del Diluvio, y si la hubo cuál fue, así como después impuso Dios a Abraham la circuncisión, la Sagrada Historia no lo insinúa. Con todo, no deja de decir que sacrificaron a Dios aquellos antiquísimos hombres, como se observó ya en los dos primeros hermanos.
Y de Noé; después del Diluvio, leemos que luego que salió del Arca ofreció a Dios hostias o víctimas y sacrificios. De esto ya hemos hablado en los libros precedentes, diciendo que los demonios que se apropian y atribuyen la divinidad y desean que los tengan por dioses, quieren que les ofrezcan sacrificios y se complacen de tales honores, no por otro motivo sino porque saben que el verdadero sacrificio se debe solamente al Dios verdadero.
CAPUULO XVII
De los dos padres y jefes que nacieron de un padre
Siendo, pues, Adán padre y cabeza le ambas generaciones, esto es, de la que pertenece a la ciudad terrena y de la que toca a la celestial, muerto Abel, y habiendo en su muerte figurado un admirable Sacramento y misterio, vinieron a ser dos los padres y progenitores de una y otra generación, Caín y Seth, en cuyos hijos, que fue indispensable nombrarlos, comenzaron mostrarse con más evidencia en la humana estirpe los indicios y señales de estas dos ciudades; porque Caín engendró a Enoch, de cuyo nombre fundó una ciudad terrena, es a saber, la que no peregrina en este mundo, sino la que reposa y descansa en su temporal paz y felicidad; pues interpretada la palabra Caín, quiere decir posesión, y así; cuando nació, dijeron su padre y su madre: «He adquirido un hombre por don y merced de Dios»; Enoch quiere decir dedicatoria, porque la ciudad terrena se dedica donde funda, por tener allí el fin que pretende y apetece. Pero Seth, interpretado, quiere decir resurrección, y Enos, su hijo, quiere decir hombre, no como Adán (que también este nombre significa hombre), porque dicen que Adán es
común en lengua hebrea al varón y a la mujer, y así habla de él la Sagrada Escritura: «Criólos Dios varón y hembra, bendíjolos, y llamólos por nombre Adán.»
No hay duda que la mujer se llamó Eva con propio nombre, mas de tal manera, que Adán, que quiere decir hombre, fuese nombre común a ambos; pero Enos de tal suerte significa hombre; que afirman los instruidos en aquél idioma que no puede acomodarse a la mujer, como hijo de resurrección, donde ni los hombres ni las mujeres se casarán ni ha de haber generación cuando nos lleve allá la regeneración. Por lo cual, soy de parecer que no en vano debe notarse que en las generaciones que se van sucediendo y multiplicando del que se denomina Seth; aunque se dice que engendró hijos e hijas; no se expresa mujer alguna de las procreadas; pero en las que se suceden aumentan de Caín al mismo fin hasta el término de la sucesión se nombra la última mujer engendrada; porque dice el sagrado texto: «Matusalén procreó a Lamech, y éste tomó en matrimonio dos mujeres; de las cuales, la una se llamó Ada y la segunda Sela; Ada dio a luz a Jobel, que fue padre y cabeza de los que vivían en los tabernáculos apacentando ganado, y el nombre de su hermano fue Jubal. Este fue él que inventó el salterio y la cítara; también Sela engendró Thobel, el cual fue maestro y artífice de labrar el bronce y hierro, y la hermana de Thobel fue Noema.»
Hasta aquí se extienden todas las generaciones de Caín, que son desde Adán ocho, incluso el mismo Adán, es a saber, siete hasta Lamech, el cual estuvo casado con dos mujeres, y la octava generación es la de sus hijos; entre quienes se cuenta también la mujer; donde con la mayor elegancia se nos significó que la ciudad terrena hasta su fin había de tener generaciones carnales, fruto de la unión carnal entre el varón y la mujer, y lo que en ningún otro lugar se halla antes del Diluvio, a excepción de Eva, se observa aquí; donde se ponen por sus nombres propios las mujeres de aquel hombre que se nombra en último lugar por padre. Y así como Caín, que quiere decir posesión, fundador de la ciudad terrena, y su hijo Enoch, que quiere decir dedicatoria, en cuyo nombre fue fundada, muestran que esta ciudad tiene su principio y su fin todo terreno, donde no se esperaba más de lo que puede verse en este siglo; así, siendo Seth, que quiere decir resurrección, padre y cabeza de las generaciones que se refieren aparte, importa que veamos qué es lo que dice de su hijo esta sagrada historia.
CAPITULO XVIII
Qué se nos significó en Abel, Seth y, Enos, que parezca pertenecer a Cristo y a su cuerpo esto es, a su Iglesia
«A Seth –dice– le nació un hijo, y le puso por nombre Enos. Este esperó invocar el nombre del Señor Dios.» Efectivamente, clama el testimonio de la verdad; así como con esperanza vive el hombre, hijo de la resurrección, con confianza vive mientras peregrina por la tierra la Ciudad de Dios, la cual se funda y engendra con la fe en la resurrección de Jesucristo; porque en aquellos dos hombres, Abel, que quiere decir llanto, y su hermano Seth, que significa resurrección, se nos prefigura la muerte del Salvador, y su vida resucitada entre los muertos; de la cual se engendra aquí la Ciudad de Dios, esto es, el hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios. Pues como dice el Apóstol: «El cumplimiento de nuestra salvación está en la esperanza, pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que ve uno y lo que posee ¿cómo puede decirse que lo espera? Y si esperamos lo que no vemos ni poseemos, con paciencia lo aguardamos.» ¿Y quién ha de imaginar que esta doctrina carece de algún profundo misterio? ¿Por ventura Abel no invocó con esperanza el nombre del Señor Dios; cuyo sacrificio refiere la Escritura que fue tan aceptable a Dios? Y el mismo Seth, ¿acaso no invocó con confianza el nombre del Señor Dios, por quien se dijo: «Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel?» ¿Por qué causa se atribuye, pues, a éste con propiedad lo que se entiende que es común a todos los hombres piadosos, sino porque convenía que aquel que nació el primero del padre, y cabeza de las generaciones separadas por la ciudad soberana, figurase al hombre, esto es, la sociedad y congregación de hombres, que vive, no según el hombre en la posesión de la ciudad terrena, sino según Dios, en la esperanza de la felicidad eterna? Y no dijo la Escritura: «Este esperó en el Señor Dios, o este invocó el nombre del Señor Dios, sino que dijo: «Este esperó invocar el nombre del Señor Dios.» ¿Qué quieren decir las palabras «esperó invocar» sino una profecía de que había de nacer y descender de él un pueblo que, según la elección de la gracia, invocase el nombre del Señor?
Esto es lo que dijo otro profeta, y el Apóstol lo explica de este pueblo que pertenece a la gracia de Dios: «Que cualquiera que invocare el nombre del Señor se salvará.» Las palabras de la Escritura: «Y le puso por nombre Enos, que significa hombre, y lo que después añade: «Este esperó invocar el nombre del Señor Dios, bastantemente nos manifiesta que no debe fijar el hombre la esperanza en sí propio, porque, como insinúa en otro lugar la Escritura, «maldito es cualquiera que pone su esperanza en el hombre, y, por consiguiente, ni en si propio, para que sea ciudadano de la otra ciudad que no se dedica como la del hijo de Caín en este tiempo, esto es, en el presuroso curso de este mortal siglo, sino que se dedica en la inmortalidad de la bienaventuranza eterna».
CAPITULO XIX
De la significación que figura la traslación de Enoch
Esta genealogía, cuyo progenitor y jefe es Seth, tiene su nombre peculiar de dedicatoria en una de sus generaciones, que es la séptima desde Adán, contando a éste; pues haciendo la numeración desde nuestro primer padre, el séptimo que nació fue Enoch, que quiere decir dedicatoria. Este es el que agradó a Dios, porque fue transportado fuera del mundo y es insigne por el número que le cupo en la lista de las generaciones, que es del día consagrado al descanso, es a saber, el séptimo, principiando desde Adán; pero empezando desde el padre y cabeza de esta estirpe, que se distingue de la descendencia de Caín, esto es, de Seth, es el sexto, en cuyo día fue criado el hombre y acabó o cesó Dios todas sus admirables obras. La traslación de Enoch fue una figura de la dilación de nuestra dedicatoria, la cual vino a hacerse en Cristo nuestra cabeza, el cual resucitó para no morir más.
Resta aún otra dedicatoria de toda la casa y descendencia, cuyo fundamento es el mismo Jesucristo, la cual se difiere para lo último, cuando vendrá a ser la resurrección de todos los que no han de morir ya más llámese casa de Dios, templo de Dios o Ciudad de Dios, es una misma cosa, y no ajena del estilo con que suelen hablar los latinos, porque también Virgilio, a la ciudad imperial o metrópoli de tantos imperios la llama casa de Assaraco, aludiendo a los romanos que por parte de los troyanos traen su origen de Assarado; y á estos mismos los llama casa de Eneas, porque los troyanos, siendo este su castillo cuando vinieron a Italia, fundaron a Roma, Aquel poeta imitó a la Sagrada Escritura, en la cual un pueblo tan grande como el de los hebreos se llama casa de Jacob.
CAPITULO XX
Cómo la sucesión de Caín termina en ocho generaciones, comenzando desde Adán, y entre los descendientes, del mismo padre Adán, Noé es el décimo
Dirá alguno: sí pretende el autor de esta historia referir las generaciones, desde Adán por su hijo Seth para Poder llegar a Noé, en cuyo tiempo sucedió el Diluvio, y desde él continuar otra vez el catálogo y serie de los que nacían, hasta llegar a Abraham, desde el cual el evangelista San Mateo principia las generaciones con que llegó a Cristo, rey eterno de la Ciudad de Dios, ¿qué pretende en las generaciones que comienzan desde Caín, y hasta dónde intentar llegar con ellas? Respóndese que hasta el Diluvio, en que feneció y se consumió todo el linaje de la ciudad terrena; aunque se restableció después en los hijos de Noé, dado, que no podrá faltar esta ciudad terrena y congregación de hombres que viven según el hombre hasta el fin del siglo, sobre el cual dice el Señor: «Los lujos de este siglo engendran y son engendrados.» Pero a la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, la regeneración la conduce a otro siglo cuyos hijos ni procrean ni son procreados.
Así pues, aquí el engendrar y ser engendrados es común a una y otra ciudad; aunque la Ciudad de Dios tenga también en la tierra muchos millares de ciudadanos que se abstienen de la generación, como la otra los tiene igualmente por imitación, aunque viven equivocados.
A ésta pertenecen también los que, apartándose de la fe; fundaron diversas sectas erróneas y heréticas, puesto que viven según el hombre y no según Dios; y los gimnosofistas de la India, que se dice filosofan desnudos en los despoblados y desiertos de aquella región, son sus ciudadanos y guardan continencia, aunque esto no es bueno sino cuando se hace según y conforme a la fe del Sumo Bien, que es Dios. Con todo, no se sabe que hiciese esto ninguno antes del Diluvio, pues el mismo Enoch, que era el séptimo empezando desde Adán, y de quien se refiere que fue transportado de este mundo sin que muriese, engendró hijos e hijas antes de su traslación, entre ellos Matusalén, por quien continúa el orden de las generaciones que se han de contar.
¿Y por qué causa se refieren tan pocas Sucesiones en la generación que procede de Caín, si convenía llegar con ellas hasta el Diluvio, y no era tan larga la edad que precedía a la pubertad que estuviese sin tener hijos ciento o más años? Porque si el autor de este libro no pretendía buscar alguno a quien necesariamente hubiese de llegar con el catálogo de las generaciones, como en las que viene de la estirpe de Seth, y sólo deseaba llegar, a Noé, desde quien nuevamente continuara la lista indispensable, ¿qué necesidad había de dejar los hijos primogénitos para llegar a Lamech, en cuyos hijos termina aquel catálogo, es a saber, en la octava generación, comenzando desde Adán, y en la séptima desde Caín, como si desde allí hubiera de continuar adelante para llegar; o al pueblo israelítico, en el cual la terrena Jerusalén presentó una figura profética de la ciudad celestial, o a Cristo, según su humanidad, el que es sobre todo bendito para siempre, fundador y rey de la Jerusalén celestial, habiendo perecido con el Diluvio toda la prole y descendencia de Caín? Por donde puede colegirse que en el mismo orden cronológico de generaciones se refirieron los primogénitos. ¿Y por qué son tan pocos? Pues no pudieron ser tan pocos hasta el Diluvio, si la pubertad no guardaba proporción con la duración de la vida y los hombres no tenían entonces hijos tan pronto como ahora, sino según la proporción de aquella larga vida, siendo también tardía la pubertad y edad madura para engendrar.
Porque concedido que todos igualmente fuesen de treinta años cuando principiaron a procrear hijos, ocho veces treinta (porque ocho son las generaciones con Adán, y con los que engendró Lamech), son doscientos y cuarenta años. ¿Acaso en todo el tiempo que resta hasta el Diluvio no engendraron? ¿Por qué razón el que escribió esto no quiso contar y referir las generaciones que siguen?
Porque desde Adán hasta el Diluvio hay, según nuestros libros, dos mil doscientos sesenta y dos años, y según los hebreos, mil seiscientos cincuenta y seis, y aun cuando creamos que este número menor es el verdadero, quítense de mil seiscientos cincuenta y seis años doscientos cuarenta, ¿por ventura es creíble que por mil cuatrocientos y más años que restan hasta el Diluvio estuvo sin engendrar toda la descendencia de Caín?
Al que convenza esta razón, acuérdese que cuando pregunté cómo debemos creer que aquellos antiguos hombres pudieron por tantos años estar sin engendrar hijos, de dos maneras resolvimos esta cuestión: o por la pubertad y edad tardía para procrear según la proporción de una vida tan dilatada, o porque los hijos que se refieren en las generaciones no eran los primogénitos, sino aquellos por quienes el autor del libro podía llegar al que pretendía llegar, como a Noé en las generaciones de Seth.
Por lo cual, si al reseñar las generaciones de Caín no tuvo el autor del Génesis el mismo propósito que al narrar las de Seth, deberemos acudir a la segunda explicación de la pubertad tardía, de manera que viniesen a ser capaces de engendrar después de cíen años de edad; para que corra la lista de las generaciones por los primogénitos, y llegue hasta el Diluvio al justo número de los años. Aunque pudo suceder que por otra causa secreta que ignoro, hasta Lamech y sus hijos refiriese las generaciones de esta ciudad terrena, y después dejase el escritor del libro de contar las demás que pudo haber hasta el Diluvio.
Pudo también ser causa de que no continuara la serie de las generaciones por los primogénitos, independientemente de lo tardío: de la pubertad en aquellos hombres, que la ciudad que fundó Caín con el nombre de su hijo Enoch extendiera largamente sus limites y dominio, y que tuviera muchos reyes, no juntamente, sino uno después de otro, de padres a hijos, sin guardar orden de primogenitura. El primero de estos reyes pudo ser Caín; el segundo, su hijo Enoch, cuyo nombre tuvo la ciudad en donde reinó; el tercero, Gaidad, a quien engendró Enoch; el cuarto, Manihel, a quien procreó Gaidad; el quinto, Mathusael, a quien engendró Manihel; el sexto, Lamech, a quien engendró Mathusael, que es el séptimo rey desde Adán por Caín.
No era indispensable que los primogénitos sucedieren en el reino a sus padres, sino los que por mérito, por alguna virtud que interesase a la ciudad terrena o alguna ley, estatuto, costumbre o buena suerte fueran llamados a la sucesión. Principalmente sucedía al padre por cierto derecho hereditario de reinar el que el padre amaba más cordialmente que a los demás hijos. Y pudo, viviendo y reinando todavía Lamech, suceder el Diluvio, de forma que él con todos los demás hombres se ahogase, a excepción de los que se hallaron en el Arca. No debe maravillarnos que habiendo gran diferencia de años entre los que se ponen en la genealogía desde Adán hasta el Diluvio, no tuviese una y otra estirpe igual número de generaciones, sino por parte de Caín siete, y por la de Seth, diez, porque Lamech es séptimo, contando desde Adán, y décimo Noé. Y se refirieron muchos hijos de Lamech, y no uno solo, como en los precedentes, por ser incierto que le había de suceder en muriendo si quedara tiempo para reinar entre él y el Diluvio.
Comoquiera que la serie de generaciones que desciende de Caín, sea por primogénitos o por reyes, me parece que no se debe pasar en silencio que siendo Lamech el séptimo desde Adán, se citan tantos hijos suyos para llegar al número undécimo, que significa el pecado. Nombra la Escritura tres hijos y una hija, y por lo que toca a las mujeres con quienes estuvieron casados, puede significar otra cosa de que ahora no nos ocupamos, por tratar sólo de las genealogías. Y de ellas no se dice quiénes fueron hijas.
Como la ley se nos presenta con el número denario, por lo que es tan famoso y memorable el Decálogo, sin duda el número undécimo, porque excede al décimo, significa la transgresión de la ley, y por esto el pecado. De aquí dimana que al Tabernáculo del testimonio, que cuando viajaba el pueblo de Dios era como un templo portátil, mandó Dios que se le hiciesen once velos cilicinos; esto es, hechos de pelos de cabras y camellos, porque en el cilicio está la memoria de los pecados cometidos por los cabritos que han de estar a la siniestra; y confesando esta verdad nos postramos con cilicio, como diciendo lo que expresa el real profeta: «Mi pecado está siempre delante de mis ojos.» Así pues, la estirpe que desciende desde Adán por el perverso Caín concluye con el número undécimo, que significa el pecado, y el mismo número termina en mujer, de la cual tuvo si principio el pecado por el que morimos todos. Y sucedió que prosiguiese también la sensualidad que resiste al espíritu, porque hasta la misma hija de Lamech, Noema, quiere decir deleite. Pero desde Adán, por Seth, hasta Noé, se nos recuerda el denario, número legítimo, al cual se le añaden tres hijos de Noé. Y habiendo caído el uno, bendice el padre a los dos para que, desechado el réprobo y añadidos los hijos buenos y aceptables al número, se nos presente el número doce, el cual igualmente es insigne por el número de los patriarcas y apóstoles y por las partes del septenario, multiplicadas una por otra, pues le forman tres veces cuatro o cuatro veces tres.
Siendo esto así, creo que nos resta considerar cómo estas dos prosapias, que con sus distintas generaciones nos señalan dos ciudades, una de los terrenos y otra de los regenerados, se vinieron después a mezclar y confundir de forma que mereció perecer con el Diluvio todo el humano linaje, exceptuadas únicamente ocho personas.
CAPITULO XXI
La escritura refiere de distinto modo las generaciones de Caín y de Seth
Es digno de advertir cómo en la serie de las generaciones desde Caín, que refiere la Escritura, habiendo contado antes de los demás sucesores a Enoch, que dio nombre a la ciudad fundada por Caín, continuaron los demás, hasta que aquel linaje y toda la estirpe se acabó y feneció con el Diluvio; pero después de haber enumerado a Enos, hijo de Seth, sin proseguir con los demás hasta el Diluvio, interpone un párrafo y dice; «Este es el libro de la generación de los hombres; el día que crió Dios al hombre le crió a su imagen y semejanza. Criólos varón y hembra, los bendijo y llamó por nombre Adán en el día que los crió.»
Lo cual, en mi opinión, se interpuso para principiar desde aquí otra vez, y desde el mismo Adán, el cómputo de los tiempos, el cual no quiso hacer el que escribió esto al tratar de la ciudad terrena, como si a ésta la refiriera Dios de forma que no la quisiese computar.
Mas ¿por qué motivo desde aquí vuelve a esta recapitulación después de haber nombrado al hijo de Seth, «hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios», sino porque convenía proponer así estas dos ciudades, la una por el homicida hasta llegar al homicida (porque también Lamech confiesa delante de sus dos mujeres que cometió homicidio), y la otra por aquel que esperó invocar el nombre del Señor Dios?
En esta vida mortal, éste es el negocio sumo de la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, el cual nos debía recomendar un hombre engendrado por aquel en quien revivía Abel asesinado. Porque aquel hombre uno es la unidad de toda la ciudad soberana, aunque no la unidad completa, sino la que se ha de ir completando con este diseño y figura profética. El hijo de Caín, esto es, el hijo de la posesión, ¿qué nombre ha de tener sino el de la ciudad terrena, que se fundó llamándola de su nombre? Porque, en efecto, es de aquellos de quienes dice el salmo «que habían de poner los nombres que ellos tenían a sus tierras», y por eso les sucede lo que dice en otro lugar: «Señor, allá en tu ciudad reducirás a nada sus imágenes.»
Pero el hijo de Seth, esto es, el hijo de la resurrección, el que espera invocar el nombre del Señor, es la figura de aquella sociedad y congregación que dice: «Yo, corno oliva fructuosa en la casa de Dios, esperé en su divina misericordia», y de aquella que no pretende en la tierra la gloria vana del nombre célebre, porque «sólo es bienaventurado aquel que pone su confianza en el nombre del Señor y no mira a las vanidades y falsas, locuras de los hombres».
Así pues, habiendo propuesto dos ciudades, una en la posesión de este siglo y otra en la esperanza divina, salidas ambas como de la común puerta de la mortalidad que se abrió en Adán, para que corran a sus propios y debidos fines, empieza la enumeración de los tiempos, en la cual se añaden asimismo otras generaciones, haciendo la recapitulación desde Adán, de cuya estirpe condenada, como de una masa justamente anatematizada, hizo Dios a unos, para deshonra e ignominia, vasos de ira, y a otros, para honor y gloria, vasos de misericordia; dando a los unos lo que se les debe en pena de su crimen, y haciendo a los otros merced de lo que no se les debe en la gracia; para que por la misma comparación y cotejo de los vasos de ira aprenda la ciudad soberana que peregrina la tierra a no confiar en los sentimientos del libre albedrío, sino a esperar invocar el nombre del Señor Dios. Porque la voluntad en la naturaleza, siendo Dios bueno, la hizo buena; pero siendo en sí mismo inmutable, la hizo mudable, pues la hizo de la nada y puede declinar de lo bueno para hacer lo malo, lo que se ejecuta con el libre albedrío; y puede declinar de lo malo para hacer lo bueno, lo cual no se hace sino con el favor y auxilio de Dios.
CAPITULO XXII
De la caída de los hijos de Dios porqué se aficionaron a las mujeres extranjeras, por lo cual todos, exceptuadas ocho personas, merecieron perecer en él Diluvio
Propagándose y creciendo el humano linaje con el libre albedrío de la voluntad, participando de la iniquidad, vino a hacerse una mezcla y confusión de ambas ciudades, cuya desventura principió nuevamente por la mujer, aunque no del mismo
modo que al principio, porque aquellas mujeres no hicieron entonces pecar a los hombres, alucinadas o seducidas por los engaños de alguno, sino que los hijos de Dios, esto es, los ciudadanos de la ciudad que peregrina en el mundo se aficionaron a las que desde el principio se criaron con malas costumbres en la ciudad terrena, es a saber, en la sociedad de los hombres terrenos, por la gentileza y hermosura de los cuerpos de ellas, cuya hermosura, aunque es un don de Dios bueno y estimable, sin embargo, lo concede también a los malos, porque no parezca singular prerrogativa y gracia a los buenos.
Así que, desamparando el bien incomparable, propio y característico de los buenos, se abatieron y humillaron al bien ínfimo, no peculiar de los buenos, sino común a los buenos y a los malos.
Y de este modo los hijos de Dios se enamoraron de las hijas de los hombre, y para alcanzarlas por mujeres y gozar de su hermosura, se acomodaron a las costumbres de la sociedad terrena, desertando de la piedad que guardaban fielmente: en la sociedad y, congregación santa. Porque se aprecie mal la hermosura del cuerpo, bien criado por Dios, pero temporal, carnal e inferior, si por ella se deja a Dios, bien interno y sempiterno; así como desamparando la justicia aman también los avaros el oro sin pecado del oro, sino por culpa del hombre; y lo mismo sucede en todas las criaturas, porque como son buenas pueden ser bien y mal amadas; es a saber, bien, guardando el orden y mal, perturbando el orden, lo cual en estos versos, breve y concisamente, dijo un sabio en elogio del Criador:
«Estas cosas tuyas son, y son buenas; Porque tú que eres bueno las criaste; no hay cosa nuestra en ellas, sino que pecamos, amando sin orden, en vez de ti, a la criatura»
Pero el Criador, si verdaderamente es amado, esto es, si le ama a El mismo y no a otra cosa en su lugar que no sea El, no se puede amar mal, porque hasta el mismo amor debe ser amado ordenadamente, amando bien lo que debe amarse para que haya en nosotros la virtud con que se vive bien; por lo cual soy de parecer que la definición compendiosa y verdadera de la virtud es el orden en amar o el amor ordenado. Y así en los Cantares canta a Esposa de Jesucristo que es la Ciudad de Dios, y pide «que ordene en ella el amor».
Trastornando, pues, y turbando el orden de este amor y caridad, despreciaron los hijos de Dios a Dios y amaron a las hijas de los hombres, con cuyos dos nombres bastante se distingue y conoce una y otra ciudad. Pues tampoco aquéllos naturalmente dejaban de ser hijos de los hombres, sino que habían comenzado a tener otro nombre por la gracia; porque la misma Escritura, donde dice que los hijos de Dios se aficionaron a las hijas de los hombres, a los mismos los llama también ángeles de Dios, por cuyo motivo muchos se han imaginado que aquéllos no fueron hombres, sino ángeles.
CAPITULO XXIII
Si es creíble que los ángeles, siendo de sustancia espiritual, se enamoraran de la hermosura de las mujeres; se casaran con ellos y de ellos nacieron los gigantes.
Hemos tocado de paso en el libro III de esta obra, dejándola por resolver, la cuestión sobre si pueden los ángeles, siendo espíritus puros, conocer carnalmente a las mujeres; porque dice la Sagrada Escritura, «que hace Dios ángeles suyos a los espíritus», esto es, que aquellos que por su naturaleza son espíritus hace que sean ángeles suyos,' encargándoles el honor de ser nuncios y legados suyos; pues lo que en idioma griego se dice angelus, en el latino significa nuncio o mensajero.
Pero es aún controvertible y dudoso, si cuando consecutivamente dice: «y a sus ministros fuego ardiente», habla de sus cuerpos, o quiere significar que sus ministros deben estar encendidos en caridad, como un cuerpo actual. Porque la misma inefable Escritura afirma que los ángeles aparecieron a los hombres en tales cuerpos, que no sólo los pudiesen ver, sino también tocar.
Pero que los santos ángeles de Dios pudiesen caer en, alguna torpeza en aquel tiempo, no lo puedo creer, ni que de éstos habló el apóstol San Pedro cuando dijo: «Dios no perdonó a sus ángeles cuando pecaron, sino que dio con ellos en las prisiones tenebrosas del infierno para castigarlos y reservarlos para el juicio final», sino que habló de aquellos que, apostatando y dejando a Dios, cayeron al principio con el demonio, su caudillo Y príncipe, que fue quien de envidia, con fraude serpentina, engañó al primer hombre: Y que los hombres de Dios se llamaron también ángeles, la misma Sagrada Escritura claramente lo testifica, pues aun de San Juan dice: «Yo enviaré mi ángel delante de ti, el cual dispondrá tu camino»; y el profeta Malaquias, por cierta gracia propia, esto es, por la que a él propiamente se le comunicó, se llamó a sí mismo ángel.
Pero lo que hace dudar a algunos es que de los que se llaman ángeles de Dios, y de las mujeres que amaron, leemos que nacieron, no hombres como los de nuestra especie, sino gigantes, como si no hubieran nacido también en nuestros tiempos algunos que en la elevada estatura de sus cuerpos han excedido extraordinariamente la medida ordinaria de nuestros hombres, como tengo referido arriba. ¿No hube en Roma, hace pocos años, antes de la ruina y estragos que los godos hicieron en aquella suntuosa ciudad, una mujer con su padre y madre, cuyo cuerpo en cierto modo gigantesco sobrepujaba y excedía notablemente a todos los demás, y que sólo pata verla acudía singular concurso de todas partes, causando particular admiración que sus padres no eran más altos que los más altos, que ordinariamente vemos. Pudieron, pues, nacer gigantes aun antes que los hijos de Dios, que se dijeron también ángeles de Dios, se mezclasen con las hijas de los hombres, esto es, de los que vivían Según el hombre, es a saber, los hijos de Seth con las hijas de Caín; porque, la Sagrada Escritura, donde leemos esto, dice así: «Y sucedió después que comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la tierra, y tuvieron hijas. Viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran buenas y de buen aspecto, escogieron, entre todas mujeres para sí, con quienes se casaron, y dijo el Señor Dios: «No permanecerá mi espíritu, esto es, la vida que les he dado, en esto; hombres para siempre, porque son carnales y serán sus días ciento y veinte años. En aquellos días había gigantes en la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, engendraron para sí hijos, estos fueron los gigantes, hombres tan famosos y celebrados desde el principio del mundo.»
Estas palabras del sagrado texto bien claro nos manifiestan que ya en aquellos tiempos había habido gigantes en la tierra cuando los hijos de Dios se casaron con las hijas de los hombres, amándola: porque eran buenas, esto es, hermosas, pues acostumbra la Sagrada Escritura Mamar buenos también a los hermosos en el cuerpo. Pero después que acaeció esta novedad, nacieron asimismo gigantes, pues dice: «En aquellos días había gigantes sobre la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, etcétera.» Luego los hubo ya antes en aquellos días y después de ellos.
Y lo que dice «y engendraban para sí hijos», bastantemente da a entender que antes de caer en aquella flaqueza los hijos de Dios engendraban hijos para Dios, no para sí; esto es, no dominando en ellos el apetito de la torpeza, sino sirviendo al cargo de la generación y propagación; no formando una familia para su fausto y soberbia; sino para que fuesen ciudadanos de la Ciudad de Dios, y asimismo para anunciarles como ángeles de Dios «que pusiesen en Dios su esperanza», imitando a aquel que nació de Seth, hijo de resurrección, y que esperó invocar el nombre del Señor Dios para que con esta esperanza fuesen herederos con sus descendientes de los bienes eternos y, debajo de un Dios Padre, hermanos de sus hijos.
Pero no se debe entender que de tal manera fueron ángeles de Dios, que no fuesen hombres, como algunos imaginan. Sin duda alguna, la misma Escritura testifica que fueron hombres; pues habiendo dicho que, viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran hermosas, tomaron pasa sí esposas entre todas las que escogieron; luego prosigue: «Y dijo el Señor: No permanecerá mi espíritu en estos hombres para siempre, porque son carnales.» Con el espíritu de Dios llegaron a ser ángeles de Dios e hijos de Dios; pero declinando a las cosas bajas de la tierra, los llama hombres con nombre de la naturaleza, y no de la gracia. Llamó también a los espíritus desertores, que desamparando a Dios fueron desamparados y carne o carnales.
Los setenta intérpretes, llamaron a éstos ángeles de Dios e hijos de Dios, lo cual seguramente no está así en todos los libros, porque algunos sólo dicen hijos de Dios; y Aguila, a quien los judíos anteponen a los demás intérpretes, traduce, no ángeles de Dios ni hijos de Dios, sino hijos de los dioses.
Lo uno y lo otro es verdadero; porque eran hijos de Dios, al cual, teniendo por Padre, eran también hermanos de sus padres; y eran hijos de los dioses por haber nacido de los dioses, con quienes ellos mismos eran igualmente dioses, conforme a la expresión del real profeta: «Yo digo que sois dioses, y todos hijos del Altísimo.» Porque Se cree que los setenta intérpretes tuvieron espíritu profético para que cuando mudasen algo con la autoridad del Espíritu Santo, y dijese, lo que interpretaban de modo distinto al que en el original tenía, no se dudase de esto, lo decía el Espíritu Santo. Aunque esto dice que aun en el hebreo está ambiguo, de forma que se pudo interpretar hijos de Dios e hijos de los dioses.
Dejemos, pues, las fábulas de aquellas Escrituras que llaman apócrifas, porque de su principio, por ser oscuro; no tuvieron noticia clara los padres, quienes han transmitido las verdaderas e infalibles Escrituras con certísima fe y crédito hasta llegar a nosotros. Y aunque estos libros apócrifos dicen alguna verdad, con todo, por las, muchas mentiras que narran, no tienen autoridad canónica.
No podemos negar que escribió algunas cosas inspiradas Enoch, aquel que fue el séptimo desde Adán, pues lo confirma el apóstol San Judas Tadeo en su epístola canónica. Con todo, no sin motivo están los libros de Enoch fuera del Canon de las
Escrituras que se custodiaban en el templo del pueblo hebreo, por la exacta diligencia de los sacerdotes que se iban sucediendo. Pues por su antigüedad los tuvieron por sospechosos, y no podían averiguar si su contenido era lo mismo que el Santo había escrito, no habiéndolas publicado personas tales que por el orden de sucesión se probase las hubiesen guardado legítimamente. Por la misma razón las cosas que con su nombre se publican y contienen estas fábulas de los gigantes, que no fueron hijos de hombres, con razón creen los prudentes que no se deben tener por suyas; como otras muchas que con el nombre de otros profetas, y otras modernas que con el de los apóstoles publican los herejes. Todo lo cual con el nombre de apócrifo, de diligente examen, está desterrado de los libros canónicos.
Conforme a las Escrituras canónicas hebreas y cristianas, no hay duda que antes del Diluvio hubo muchos gigantes, y que éstos fueron ciudadanos de la sociedad terrena de los hombres; y que los hijos de Dios, que según la carne descendieron de Seth, declinaron y se pasaron a esta congregación, dejando la justicia.
Y no es maravilla que de ellos pudiesen nacer gigantes, no porque fueran todos gigantes, sino porque hubo muchos más entonces que, en los tiempos que sucedieron después del Diluvio; los cuales quiso criar Dios para manifestar su omnipotencia. Que no sólo la hermosura corporal, pero ni la grandeza y fortaleza debe estimar el sabio, cuya bienaventuranza consiste en los bienes espirituales e inmortales, que son mucho mejores y más sólidos, y propios de los buenos, no comunes a los buenos y a los malos. Así nos lo refiere el Profeta cuando dice: «Allí vivieron aquellos gigantes tan nombrados desde el principio, de grande estatura y belicosos. No escogió el Señor a éstos, ni les comunicó el verdadero camino de la sabiduría, sino que perecieron; y porque les faltó la sabiduría se perdieron por su consideración.»
CAPITULO XXIV
Cómo se debe entender lo que dijo el Señor de los que hablan de perecer en el Diluvio: «Serán sus días ciento y veinte años.»
Lo que dijo el mismo Dios: «Serán sus días ciento y veinte años», no se debe entender como si les anunciara que después de la ruina universal del orbe, la vida de los hombres no había de pasar de ciento y veinte años, pues hallamos que aun después del Diluvio pasaron de quinientos; sino debe entenderse que se explicó así el Señor cuando andaba Noé próximo a cumplir quinientos años, esto es, en los cuatrocientos y ochenta de su vida, (los cuales llama a su modo la Escritura quinientos, significando muchas veces con el nombre del todo la mayor parte), porque a los seiscientos años de Noé, en el mes segundo, sucedió el Diluvio; y así dijo Dios que de ciento y veinte años sería la vida de aquellos hombres, los cuales cumplidos habían de acabar con el Diluvio.
Y no sin razón se cree que sucedió el Diluvio cuando no se halló ya en la tierra quien no mereciese la muerte, con que Dios castigó a los impíos, no porque tal género de muerte cause a los buenos (que alguna vez han de morir) algo que pueda dañarles después de la muerte, aunque ninguno de los que según la Sagrada Escritura descendieron del linaje de Seth murió con el Diluvio.
La causa del Diluvio la refiere el Espíritu Santo de esta manera: «Viendo el Señor, dice, que se había multiplicado la malicia de los hombres en la tierra, y que cada uno no maquinaba en su corazón sino maldades, y esto continuamente, pensó Dios cómo había criado al hombre sobre la tierra, y, reflexionando, dijo: «Destruirá al hombre que crié sobre la tierra; desde el hombre hasta las bestias, y desde las sabandijas y reptiles que andan arrastrándose, hasta las aves del cielo; porque estoy enojado de haberlas criado.»
CAPITULO XXV
Que la ira y enojo de Dios no perturba su inmutable tranquilidad
La ira y enojo de Dios no es cierta perturbación de su ánimo, sino un juicio y sentencia con que da su respectiva pena y castigo al pecado; y su pensamiento y meditación es la razón inmutable de las cosas que han de mudarse Porque no es Dios como el hombre, que le pesa de alguna acción que haya ejecutado, sino que tiene sobre todas las cosas su dictamen y determinación tan fija y constante, como es cierta e infalible su presciencia.
Pero si no usara la Escritura tales palabras, no se acomodara tan familiarmente a toda suerte de personas, cuya utilidad espiritual procura, bien poniendo terror a los soberbios, alentaron y despertando a los negligentes, ejercitando a los que trabajan y la buscan, alimentando y sustentando a los inteligentes; lo cual no haría si primero no se inclinase y en algún modo descendiese a los que están postrados y humillados.
Y el notificarles asimismo la muerte de todos los animales de la tierra y aves del cielo no es amenazar con la muerte a los animales irracionales, como si hubieran éstos pecado, sino declarar y ponderar la grandeza del estrago que sucedería.