EL MATRIMONIO Y LA CONCUPISCENCIA

por San Aurelio Agustín

Traductores: Teodoro C. Madrid, OAR y Antonio Sánchez Carazo OAR
LIBRO PRIMERO (AQUÍ)
LIBRO SEGUNDO

EL MATRIMONIO CRISTIANO

Argumento del libro

I. 1. Queridísimo hijo Valerio: Los nuevos herejes, enemigos de la medicina de Cristo para los niños nacidos según la carne, medicina que sana los pecados, van gritando con rabia que yo condeno el matrimonio y la obra divina por la que Dios crea de hombres y mujeres a los hombres. Y esto porque he dicho que los que nacen de tal unión contraen el pecado original, del que el Apóstol dice: Lo mismo que por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así se propagó a todos los hombres, en quien todos pecaron. Y además porque admito que los que nacen, cualesquiera que sean sus padres, estarían siempre bajo el dominio del diablo si no renacen en Cristo, para que, sacados por su gracia del dominio de las tinieblas, sean trasladados al reino de aquel 2 que no quiso nacer de la misma unión de los dos sexos.

Porque afirmo esto, que contiene la antiquísima y firmísima regla de fe católica, estos defensores de una doctrina nueva y perversa -los cuales dicen que en los niños no existe ningún pecado que deba ser lavado con el baño de la regeneración- me calumnian desleal o ignorantemente, como si yo condenase el matrimonio y como si defendiese que la obra de Dios, es decir, el hombre que nace de ella, fuese obra del diablo. Y no se dan cuenta de que el bien del matrimonio no puede ser culpado de este modo por el mal original contraído de él, como el mal de los adulterios y de las fornicaciones no puede ser excusado por el bien natural que nace de aquí. Pues así como el pecado que los niños contraen de esta unión o de la otra es obra del diablo, del mismo modo, el hombre, ya nazca de esta unión o de la otra, es obra de Dios.

Así, pues, la intención de este libro es ésta: distinguir, en cuanto Dios se digne ayudarnos, la bondad del matrimonio del mal de la concupiscencia carnal, por el cual el hombre, que nace por ella, arrastra el pecado original. Esta vergonzosa concupiscencia, de hecho, ¡tan desvergonzadamente alabada por los desvergonzados!, no existiría jamás si el hombre no hubiera pecado antes; pero el matrimonio existiría igualmente aunque nadie hubiera pecado. Ciertamente, se haría sin esta enfermedad la generación de los hijos en aquel cuerpo de vida, sin la cual (enfermedad) no puede realizarse ahora (la generación) en este cuerpo de muerte.

Dedicatoria al conde Valerio

II. 2. Son tres las causas principales -las señalaré brevemente- por las que he querido escribirte de modo especial a ti sobre este tema. La primera, porque tú, con la ayuda de Cristo, observas de modo insigne la castidad conyugal. La segunda, porque, reaccionando y apremiando con autoridad, te has enfrentado eficazmente a estas novedades sacrílegas a las que yo me enfrento aquí con esta disertación. La tercera, porque me he enterado de que ha llegado a tus manos una obra escrita por ellos; pues, aunque te reirás en tu robustísima fe, sin embargo, es bueno que, para sostener lo que creemos, sepamos defenderlo. Por esto, el apóstol Pedro nos manda estar preparados para dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere; y el apóstol Pablo dice: Vuestra palabra sea condimentada con la sal en la gracia, de modo que sepáis cómo os conviene responder a cada uno.

Estos son los motivos que me han empujado a tener contigo estas palabras, en cuanto el Señor me lo conceda, en el volumen que tienes en las manos. De veras que a mí nunca me ha gustado empujar a leer alguno de mis opúsculos a ningún varón ilustre y conspicuo, por un puesto tan alto como el que tienes tú, cuando no me lo ha pedido. Esto no sería juicioso, sino más bien imprudente, ya que aún no goza de la tranquilidad gloriosa; al contrario, está todavía ocupado en cargos públicos e incluso militares. Por tanto, si ahora hago algo de esto por los motivos antes señalados, ten la cortesía de perdonarme y la bondad de prestar atención a lo que sigue a continuación.

Primera parte

La santidad del matrimonio cristiano

A) El matrimonio es esencialmente bueno

Tanto la castidad conyugal como la virginidad es don de Dios

III. 3. El bienaventurado apóstol Pablo muestra que la castidad conyugal es un don de Dios cuando, hablando sobre ella, dice: Quiero que todos los hombres fuesen como yo, pero cada uno ha recibido de Dios su propio don: uno de este modo, otro de otro. Así, pues, afirmó que también este don proviene de Dios. Y, aunque sea inferior a la continencia, en la que habría deseado que todos estuvieran como él, sin embargo, es un don de Dios. De aquí comprendemos, cuando se aconseja que se hagan estas cosas, que solamente se da a entender la necesidad de que exista en nosotros la voluntad propia de recibirlas y conservarlas. Ciertamente, cuando se ve que son dones de Dios -al que se han de pedir, si no se tienen, y al que se ha de agradecer, si se poseen-, uno se da cuenta de que, sin la ayuda divina, nuestra voluntad tiene poca fuerza para desear, conseguir y conservar estas cosas.

En los infieles

4. Pero ¿qué decir cuando se encuentra también en algunos infieles la castidad conyugal? ¿Afirmaremos que pecan porque usan mal del don de Dios, ya que no lo encaminan al culto de quien lo han recibido? ¿O hemos de negar, más bien, que estas cosas, cuando las realizan los infieles, sean dones de Dios, según la sentencia del Apóstol: Todo lo que no proviene de la fe es pecado? Sin embargo, ¿quién se atreverá a decir que un don de Dios es pecado? Pues el alma y el cuerpo y todas las cosas buenas que el alma y el cuerpo poseen de forma natural, incluso en los pecadores, son dones de Dios, porque ha sido Dios quien las ha hecho, no ellos. Por tanto, es a propósito de sus actos por lo que se ha dicho: Todo lo que no proviene de la fe es pecado. Luego, cuando los hombres sin fe llevan a cabo estas cosas que parecen pertenecer a la castidad conyugal, no es que embriden los pecados, sino que vencen unos pecados con otros. En efecto, o bien las buscan para agradar a los hombres -a ellos mismos o a otros-, o para evitar las molestias humanas que proporcionan estas cosas deseadas desordenadamente, o bien porque sirven a los demonios. Por tanto, que a nadie se le ocurra llamar sinceramente virtuoso al que guarda la fidelidad conyugal a su esposa sin tener por motivo al Dios verdadero.

En los infieles

IV. 5. Así, pues, la unión del hombre y la mujer, causa de la generación, constituye el bien natural del matrimonio. Pero usa mal de este bien quien usa de él como las bestias, de modo que su intención se encuentra en la voluntad de la pasión y no en la voluntad de la procreación. Aunque en algunos animales privados de razón -por ejemplo, en la mayor parte de los pájaros- también se observa como un cierto pacto conyugal; así, el ingenio de construir los nidos, el tiempo dividido en turnos para incubar los huevos y los trabajos sucesivos de alimentar los polluelos hacen ver que al juntarse se preocupan más por asegurar la especie que de saciar el placer. De estas dos cosas, la primera hace al animal semejante al hombre; la segunda, al hombre semejante al animal.

Pero esto que indiqué como propio de la naturaleza del matrimonio, que el hombre y la mujer se unen en sociedad para engendrar -de este modo eviten todo fraude entre ellos, lo mismo que cualquier sociedad rechaza al miembro desleal, esto es un bien patente; sin embargo, cuando lo tienen los infieles, lo convierten en mal y pecado, pues lo usan sin fe. Del mismo modo, también a la concupiscencia de la carne, por la que la carne lucha contra el espíritu, el matrimonio de los fieles la convierte en fruto de rectitud. En efecto, se tiene la intención de engendrar para que sean regenerados, es decir, para que los que nacen hijos de este mundo renazcan hijos de Dios.

Por tanto, los infieles que no engendran los hijos con esta intención, con esta voluntad y con este fin, a saber, que de miembros del primer hombre se transformen en miembros de Cristo, sino que, por el contrario, se enorgullecen de su descendencia infiel, éstos no poseen la verdadera pureza conyugal por más que su respeto por el contrato matrimonial sea grande, hasta el punto de no tener relaciones sino con el fin de procrear hijos. Pues como la pureza es una virtud, a la que se opone el vicio de la impureza, y todas las virtudes residen en el alma, incluso las que obran por medio del cuerpo, ¿cómo se puede reivindicar con todo derecho un cuerpo puro cuando la misma alma fornica del verdadero Dios? El santo salmo denuncia esta fornicación cuando dice: Ciertamente, los que se alejan de ti perecerán; tú has hecho perecer a todo aquel que fornica de ti. Así, pues, no se ha de llamar verdadera pureza, ya sea conyugal, viudal o virginal, sino a aquella que está al servicio de la verdadera fe. Con toda razón se prefiere la virginidad consagrada al matrimonio; pero ¿qué cristiano con sentido común no antepone las cristianas católicas casadas una sola vez no sólo a las vestales, sino también a las vírgenes heréticas? Así de grande es el valor de la fe, de la que el Apóstol dice: Todo lo que no proviene de la fe es pecado; y de la que, igualmente, escribió a los Hebreos: Sin la fe es imposible agradar a Dios.

En Adán y Eva

V. 6. Siendo las cosas así, evidentemente yerran los que piensan que se condena el matrimonio cuando se reprueba la pasión carnal, como si este mal viniera del matrimonio y no del pecado. ¿Acaso no dijo Dios a los primeros cónyuges, cuyo matrimonio bendijo, creced y multiplicaos? Estaban desnudos y no se avergonzaban. ¿Por qué, pues, después del pecado nace de aquellos miembros la confusión sino porque se produjo allí un movimiento deshonesto, que, sin duda, no lo padecería el matrimonio de no haber pecado el hombre? ¿Es posible, como piensan algunos por no prestar suficiente atención a lo que leen, que al principio los hombres fueron creados ciegos como los perros y, lo que es aún más absurdo, no adquirieron la vista al crecer, como ocurre con los perros, sino al pecar?

¡Lejos de nosotros creer tal cosa! Mas lo que les empuja a defenderlo son estas palabras: Tomando de su fruto, comió, dio a su marido, que estaba con ella, y comieron. Los ojos de ambos se abrieron, y se dieron cuenta de que estaban desnudos. De aquí, los poco inteligentes deducen que antes tenían cerrados los ojos, ya que la divina Escritura atestigua que entonces les fueron abiertos. Pero ¿es que Agar, sierva de Sara, los tenía también cerrados, ya que, cuando su hijo estaba sediento y llorando, abrió los ojos y vio el pozo? ¿O tenían los ojos cerrados aquellos dos discípulos que después de la resurrección del Señor iban con él por el camino, porque el Evangelio dice que en la fracción del pan se abrieron sus ojos y le reconocieron?  En cuanto a los primeros hombres, que se abrieron los ojos de ambos, debemos entender esto como que cayeron en la cuenta de lo extraordinario que había sucedido en sus cuerpos; pues, sin duda, el cuerpo aparecía diariamente a sus ojos abiertos desnudo y familiar.

Además, ¿cómo podría Adán, con los ojos cerrados, imponer el nombre a los animales terrestres y a todas las aves que le fueron presentados? Esto no se puede hacer si no se discierne, y no se puede discernir si no se ve. Finalmente, ¿de qué modo le fue mostrada la misma mujer cuando dijo: Esto sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne?

En fin, si todavía alguno se obstina en decir que el primer hombre no podía ver estas cosas, sino solamente palparlas, ¿qué dirá cuando se lee allí mismo que la mujer vio qué hermoso era a la vista el árbol del que iba a tomar el fruto prohibido? Estaban, pues, desnudos y no se avergonzaban ; no porque no viesen, sino porque no percibían motivo alguno de vergüenza en los miembros que veían. Además, no se ha dicho: "Estaban los dos desnudos" y lo ignoraban, sino: No se avergonzaban. En efecto, todavía no había sucedido nada que fuera ilícito, y no existía ninguna razón para avergonzarse.

La desobediencia de la carne, consecuencia de la desobediencia a Dios

VI. 7. Desde el momento en que el hombre transgredió la ley de Dios, comenzó a tener en sus miembros una ley opuesta a su espíritu; y percibió el mal de su desobediencia 22 después que descubrió la desobediencia de su carne, retribuida con todo merecimiento. Y, de hecho, la serpiente prometió, al seducir, tal apertura de los ojos, evidentemente, para conocer algo que era mejor no saber. Entonces, sin duda, el hombre sintió en sí mismo lo que había hecho; entonces distinguió el mal del bien, por sufrirlo, no por no tenerlo. Pues era injusto que fuera obedecido por su siervo, es decir, por su cuerpo, el que no había obedecido a su Señor.

Pero ¿cómo es que, cuando tenemos el cuerpo libre y sano de impedimentos, se tiene poder para mover y realizar las funciones propias de los ojos, labios, lengua, manos, pies, espalda, cuello y caderas, y, sin embargo, cuando se trata de engendrar hijos, los miembros creados para esta función no se someten a la inclinación de la voluntad? Por el contrario, se espera que los mueva esta pasión, en cierto modo autónoma; aunque a veces no lo haga, teniendo el espíritu predispuesto, y otras lo realice, sin que el espíritu lo desee. ¿No deberá avergonzarse por esto el libre arbitrio del hombre, ya que ha perdido el dominio incluso sobre sus miembros al despreciar lo que Dios manda? ¿Y dónde se puede mostrar con más exactitud que la naturaleza humana se ha depravado a causa de la desobediencia que en estos miembros desobedientes, por los que la misma naturaleza subsiste por sucesión? Por este motivo, estos miembros son denominados, con toda propiedad, con el nombre de órganos naturales. Y cuando los primeros hombres advirtieron en su carne este movimiento indecoroso, por desobedientes, y se avergonzaron de su desnudez, cubrieron dichos miembros con hojas de higuera. Así, por lo menos fue tapado libremente por el pudor lo que se excitaba sin el consentimiento de la voluntad; y, como era causa de vergüenza el placer indecoroso, se realizaría ocultamente lo que era honroso.

La concupiscencia y el bien del matrimonio

VII. 8. Como ni siquiera con la entrada de este mal puede destruirse el bien del matrimonio, los ignorantes piensan que esto no es un mal, sino que es parte del bien del matrimonio. Sin embargo, se distingue no sólo con sutiles razonamientos, sino también con el comunísimo juicio natural, que aparece en los primeros hombres y se mantiene aún hoy en los casados; lo que hicieron después por la procreación es el bien del matrimonio, pero lo que antes cubrieron por vergüenza es el mal de la concupiscencia, que evita por todas partes la mirada y busca con pudor el secreto. En consecuencia, el matrimonio se puede gloriar de conseguir un bien de este mal, pero se ha de sonrojar porque no puede realizarlo sin él. Por ejemplo, si alguien con un pie en malas condiciones alcanza un bien aunque sea cojeando, ni es mala la conquista por el mal de la cojera ni buena la cojera por el bien de la conquista. Igualmente, por el mal de la libido no debemos condenar el matrimonio, ni por el bien del matrimonio alabar la libido.

El matrimonio cristiano y el apóstol San Pablo

VIII. 9. Esta es, en efecto, la enfermedad de la que el Apóstol, hablando a los esposos cristianos, dice: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación, de modo que cada uno de vosotros sepa conservar su vaso en santidad y respeto, no en la maldad del deseo, como los gentiles, que no conocen a Dios. Por tanto, el esposo cristiano no sólo no debe usar del vaso ajeno, lo que hacen aquellos que desean la mujer del prójimo, sino que sabe que incluso su propio vaso no es para poseerlo en la maldad de la concupiscencia carnal. Pero esto no ha de entenderse como si el Apóstol condenase la unión conyugal, es decir, la unión carnal lícita y buena. Quiere decir que esta unión, que no estaría contaminada de pasión morbosa si con un pecado precedente no hubiera perecido en ella el arbitrio de la libertad, ahora está contaminada por este pecado, no ya de forma voluntaria, sino inevitable. Con todo, sin la pasión morbosa no se puede llegar, en la procreación de los hijos, al fruto de la misma voluntad.

Esta voluntad en la unión de los cristianos no está determinada por el fin de dar vida a hijos para que pasen por este mundo, sino por el de que sean regenerados para que no se aparten de Cristo. Si consiguen esto, obtendrán del matrimonio la recompensa de la plena felicidad; si no lo consiguen, obtendrán la paz de la buena voluntad. El que posea su vaso, es decir, su esposa, con esta intención del corazón, sin duda que no la posee en la maldad del deseo, como los gentiles, que no conocen a Dios, sino en santidad y respeto, como los fieles, que esperan en Dios. En efecto, el hombre no es vencido por el mal de la concupiscencia, sino que usa de él cuando, ardiendo en deseos desordenados e indecorosos, la frena, y la sujeta, y la afloja para usarla pensando únicamente en la descendencia, para engendrar carnalmente a los que han de ser regenerados espiritualmente, y no para someter el espíritu a la carne en una miserable servidumbre.

Explicación de la poligamia de los patriarcas

Ningún cristiano debe dudar de que los santos patriarcas, desde Abrahán y antes de Abrahán, de quienes Dios da testimonio de que le complacían, usaron así de sus esposas. Si a algunos de ellos se les permitió tener varias mujeres, se debió al deseo de aumentar la prole, no el de cambiar de placer.

La unidad del matrimonio

IX. 10. Pero si al Dios de nuestros padres, que es también Dios nuestro, no le hubiera desagradado la pluralidad de esposas, para que el placer se dilatase más abundantemente, también las santas mujeres podrían haber servido cada una a muchos maridos. Porque, si alguna lo hubiera hecho, ¿qué le habría empujado a tener diversos maridos sino la vergonzosa concupiscencia, ya que con esta licencia no habría tenido más hijos? Que al bien del matrimonio pertenezca la unión de un hombre con una mujer más que la de uno con muchas, lo indica suficientemente la primera unión conyugal instituida por Dios, para que de allí el matrimonio tome origen, donde se observa el ejemplo más honesto. Pero, al aumentar el género humano, algunas santas mujeres se unen a algunos varones santos de forma poligámica. De donde se concluye que la monogamia se acercaba más a la medida de la dignidad, mientras que la poligamia fue permitida por la necesidad de la fecundidad. Es más natural que el primer puesto sea ejercido por uno solo sobre muchos que por muchos sobre uno solo. Y no se puede dudar de que, en el orden natural, los hombres dominan a las mujeres más bien que las mujeres a los hombres. Lo declara el Apóstol cuando dice: La cabeza de la mujer es el varón; y: Mujeres, someteos a vuestros maridos. El apóstol Pedro dice: Del mismo modo que Sara obedecía a Abrahán llamándolo señor. Aunque esto sea así, es decir, que la naturaleza ame la singularidad del mando y prefiera la pluralidad de los súbditos, nunca habría sido lícita la unión poligámica si de ella no naciera un número mayor de hijos. Por lo cual, si una mujer se une a muchos hombres, al no aumentar por ello el número de hijos, sino sólo la abundancia del placer, será una meretriz, nunca una esposa.

La indisolubilidad del matrimonio

X 11. Ciertamente, a los esposos cristianos no se les recomienda sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la pureza, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también un cierto sacramento del matrimonio -por lo que dice el Apóstol: Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia- . Sin duda, la res (virtud propia) del sacramento consiste en que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio, perseveren unidos mientras vivan y que no sea lícita la separación de un cónyuge de otro, excepto por causa de fornicación. De hecho, así sucede entre Cristo y la Iglesia, a saber, viviendo uno unido al otro no los separa ningún divorcio por toda la eternidad. En tan gran estima se tiene este sacramento en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo-esto es, en la Iglesia de Cristo- por todos los esposos cristianos, que, sin duda, son miembros de Cristo, que, aunque las mujeres se unan a los hombres y los hombres a las mujeres con el fin de procrear hijos, no es lícito abandonar a la consorte estéril para unirse a otra fecunda. Si alguno hiciese esto, sería reo de adulterio; no ante la ley de este mundo, donde, mediante el repudio, está permitido realizar otro matrimonio con otro cónyuge -según el Señor, el santo Moisés se lo permitió a los israelitas por la dureza de su corazón-, pero sí lo es para la ley del Evangelio. Lo mismo sucede con la mujer que se casara con otro.

Hasta tal punto permanecen entre los esposos vivos los derechos del matrimonio una vez ratificados, que los cónyuges que se han separado el uno del otro siguen estando más unidos entre sí que con el que se han juntado posteriormente, pues no cometerían adulterio con otro si no permaneciesen unidos entre sí. A lo más, muerto el varón, con el que existía un auténtico matrimonio, podrá realizarse una verdadera unión con el que antes se vivía en adulterio. Por tanto, existe entre los cónyuges vivientes tal vínculo, que ni la separación ni la unión adúltera lo pueden romper. Pero permanece para el castigo del delito, no para el vínculo de la alianza, igual que el alma del apóstata, que se separa, por decirlo de alguna forma, del matrimonio con Cristo: por más que haya perdido la fe, no destruye el sacramento de la fe, que recibió con el baño de la regeneración. Sin duda, le sería devuelto al tornar, si lo hubiera perdido alejándose. Pero quien se haya separado lo tiene para aumento del suplicio, no para mérito del premio.

El matrimonio virginal de María y José

XI 12. Los que prefieren, por mutuo consentimiento, abstenerse para siempre del uso de la concupiscencia carnal, no rompen el vínculo conyugal; más aún, será tanto más firme cuanto más hayan sido estrechados entre ellos estos pactos, que deben ser guardados amorosa y concordemente; no con los lazos voluptuosos de sus cuerpos, sino con los afectos voluntarios de sus almas. En efecto, el ángel le dijo con toda propiedad a José: No temas recibir a María, tu esposa. Se llama esposa, antes del compromiso del desposorio, a la que no había conocido ni habría de conocer por unión carnal. No se destruyó ni se mantuvo de forma engañosa el título de esposa donde ni había existido ni existiría ninguna unión carnal. Pues, ciertamente, aquella virgen era más santa y más admirablemente agradable a su marido, porque incluso había sido fecundada sin el marido, superior a él por el Hijo, igual por la fidelidad. Por esto, por la fidelidad del matrimonio, merecieron ambos ser llamados padres de Cristo: no sólo ella es madre, sino que también él es padre, como esposo de la madre; una y otra cosa según el espíritu, no según la carne. Aunque el padre lo era sólo según el espíritu, y la madre según la carne y el espíritu, ambos eran padres de su humildad, no de su grandeza; de su enfermedad no de su divinidad. Pues el Evangelio no miente cuando dice: Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él. Y en otro lugar: Todos los años iban sus padres a Jerusalén; y poco después: Y le dijo su madre: "Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, preocupados, te hemos buscado" . Y él, para mostrar que tenía otro padre además de ellos, que lo había engendrado sin madre, les respondió: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo preocuparme de las cosas de mi Padre?" Y de nuevo, para que con estas palabras no pareciese que renegaba de sus padres, el evangelista añade a continuación: Pero ellos no comprendieron lo que quería decir. Él bajó con ellos y fue a Nazaret, y les estaba sometido. ¿Sometido a quiénes sino a los padres? Y ¿quién era el sometido sino Jesucristo, el que, teniendo la forma de Dios, no consideró una rapiña ser igual a Dios? ¿Por qué, pues, se sometió a aquellos que estaban muy por debajo de la forma de Dios sino porque se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, a la que pertenecían sus padres? Pero como ella dio a luz sin el concurso del marido, no habrían sido los dos padres de su condición de siervo de no haber existido entre ellos la unión conyugal aun sin la unión carnal. Por lo que, cuando se recuerdan los ascendientes de Cristo por orden de sucesión, la serie de las generaciones debía ser conducida, más bien, hasta José, como así fue, para que en este matrimonio no sufriese menoscabo el sexo masculino, sin duda alguna superior, y sin que la verdad fuese quebrantada, ya que tanto José como María eran de la estirpe de David, de la que se predijo que nacería el Cristo.

Los tres bienes del matrimonio de María y José

13. Por tanto, todo el bien del matrimonio se encuentra colmado en los padres de Cristo: la prole, la fidelidad, el sacramento. La prole, conocemos al mismo Señor Jesús; la fidelidad, porque no existió ningún adulterio; el sacramento, porque no lo rompió ningún divorcio.

La unión conyugal y la concupiscencia de la carne

XII. Allí solamente faltó el acto conyugal, porque no podía realizarse en la carne del pecado sin la concupiscencia de la carne, que proviene del pecado, sin la cual quiso ser concebido no en la carne de pecado, sino en la semejanza de la carne de pecado, el que habría de ser sin pecado. De este modo enseña también que es carne de pecado la que nace de la relación conyugal, porque sólo la carne que no nazca de esta relación no es carne de pecado. Esto a pesar de que la relación conyugal, hecha con la intención de engendrar, no es en sí misma pecado, porque la buena voluntad del alma conduce el deseo del cuerpo, que la acompaña y no se adhiere a él; y el arbitrio humano no es arrastrado y subyugado por el pecado cuando la herida del pecado se abre, como es lógico, en el uso de la generación.

Una cierta comezón de esta herida reina en las deshonestidades de los adulterios, fornicaciones y cualquier estupro e impureza; sin embargo, en los actos necesarios del matrimonio es un simple sirviente; allí se condena a la deshonestidad por tal amo, aquí se avergüenza la honestidad de tal lacayo. Por tanto, la libido no es un bien del matrimonio, sino obscenidad para los que pecan, necesidad para los que engendran, ardor de los amores lascivos, pudor del matrimonio. Por tanto, ¿por qué no van a continuar siendo esposos los que por mutuo consenso han dejado de tener relaciones conyugales, si fueron esposos José y María, los que ni siquiera comenzaron a tener tales relaciones?

El matrimonio antes y después de Cristo

XIII 14. Ahora ya no existe aquella necesidad de procreación de hijos, que, efectivamente, fue muy grave en los santos patriarcas por la generación y conservación del pueblo de Dios, en el que se debía preanunciar a Cristo. Ahora, por el contrario, lo que de verdad es evidente en todo el mundo es la multitud de niños que han de ser engendrados espiritualmente, pues, dondequiera que sea, ellos han sido engendrados carnalmente. Y así, lo que está escrito: Hay un tiempo para el abrazo y un tiempo para abstenerse del abrazo, se ha de interpretar como la división entre aquel tiempo y el presente; aquél, ciertamente, fue el tiempo del abrazo; éste, por el contrario, el de la abstinencia del abrazo.

El matrimonio en San Pablo

15. Del mismo modo, también el Apóstol, cuando habla de este asunto, dice: Yo os digo esto, hermanos: el tiempo es breve; resta que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no comprasen; los que usan de este mundo, como si no lo usasen, pues la figura de este mundo pasa. Quiero que vosotros viváis sin ninguna inquietud.

Todo esto, trataré de exponerlo brevemente, creo que se ha de entender así: Digo esto, hermanos: el tiempo es breve, es decir, que el pueblo de Dios ha de ser reunido por la generación espiritual, no que se haya de propagar por la generación carnal. Por tanto, desde ahora, los que tienen esposa no se subyuguen a la concupiscencia carnal; los que lloran las tristezas por el mal del momento presente, se alegren con la esperanza del bien futuro; quien se alegra por el bien temporal, tema el juicio eterno; quien compra, posea de tal modo lo que tiene que no se le adhiera el corazón; quien usa de este mundo, piense que está de paso, no para vivir en él establemente. Pues la figura de este mundo pasa. Quiero que vosotros viváis sin ninguna inquietud, esto es, quiero que vosotros tengáis levantado el corazón hacia las cosas que no pasan.

Finalmente, añade: El que vive sin mujer, se preocupa de las cosas que son propias de Dios, cómo agradar al Señor; quien, por el contrario, está unido en matrimonio, se preocupa de las cosas que son propias del mundo, cómo agradar a la mujer. Y así explica, en cierto modo, lo que dijo más arriba: El que tenga esposa, viva como si no la tuviera. Pues los que de tal modo están casados que piensan en las cosas del Señor, cómo agradarán al Señor, y ni siquiera en las cosas de este mundo se preocupan de agradar a sus mujeres, éstos viven como si no las tuviesen. Y esto se realizará más fácilmente si también las mujeres son así, de modo que no traten de agradar a sus maridos porque son ilustres, de familias nobles o sensuales, sino porque son hombres fieles, religiosos, honestos y virtuosos.

Comprensión y tolerancia de San Pablo

XIV 16. Pero en estas uniones, así como hemos de desear y alabar tales cosas, así también debemos tolerar otras, para que no se caiga en infamias condenables, es decir, en fornicaciones o adulterios. A fin de evitar el mal, las relaciones conyugales realizadas sin intención de engendrar, y que sólo sirven a la concupiscencia dominante, de las que está mandado no privarse recíprocamente, para que Satanás no los tiente por la incontinencia, no han sido impuestas por un mandato, sino sólo toleradas por indulgencia. Pues está escrito: El marido dé a su mujer lo debido, e igualmente la mujer al marido. La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino el marido; igualmente, el marido no tiene potestad sobre su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por consenso y de forma temporal, para daros a la oración; en seguida volved a uniros, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia. Esto lo digo como indulgencia, no como mandato. Ahora bien, donde se da la indulgencia, no se puede negar que hay alguna culpa. Como, de hecho, la unión con intención de engendrar, la que se ha de suponer en el matrimonio, no es culpable, ¿qué es lo que el Apóstol concede por indulgencia sino que los esposos, los que no se contienen, se pidan el uno al otro el débito conyugal no por la voluntad de procrear, sino por la voluptuosidad del placer? Por tanto, esta voluntad no cae en la culpa por el matrimonio, sino que por el matrimonio alcanza indulgencia. En consecuencia, también por este motivo es laudable el matrimonio: porque es perdonado por él incluso aquello que no le pertenece. Pero es evidente que esta unión, que sirve para apagar la concupiscencia, no debe ser realizada de modo que se ponga obstáculo al feto que el matrimonio reclama.

Degradación pagana del matrimonio

XV 17. Sin embargo, una cosa es no unirse sino con la sola voluntad de engendrar, cosa que no tiene culpa, y otra apetecer en la unión, naturalmente con el propio cónyuge, el placer, cosa que tiene una culpa venial. Porque, aunque se unan sin intención de propagar la prole, por lo menos no se oponen a ella, a causa del placer, con un propósito ni con una acción mala. Pues los que hacen esto, aunque se llamen esposos, no lo son ni mantienen nada del verdadero matrimonio, sino que alargan este nombre honesto para velar las torpezas. Manifiestan abiertamente su malicia cuando llegan al extremo de abandonar a los hijos que les nacen contra su voluntad. No quieren alimentar o tener consigo a los hijos que temieron engendrar. De manera que, al mostrarse despiadados con los hijos engendrados contra sus deseos ocultos y nefandos, ponen de manifiesto toda su iniquidad, y con esta evidente crueldad descubren sus ocultas deshonestidades. A veces llega a tanto esta libidinosa crueldad o, si se quiere, libido cruel, que emplean drogas esterilizantes, y, si éstas resultan ineficaces, matan en el seno materno el feto concebido y lo arrojan fuera, prefiriendo que su prole se desvanezca antes de tener vida, o, si ya vivía en el útero, matarla antes de que nazca. Lo repito: si ambos son así, no son cónyuges, y, si se juntaron desde el principio con tal intención, no han celebrado un matrimonio, sino que han pactado un concubinato. Si los dos no son así, digo sin miedo que o ella es una prostituta del varón o él es un adúltero de la mujer.

Matrimonio cristiano y virginidad

XVI 18. Puesto que las nupcias ya no pueden ser tan puras como pudieron ser entre los primeros hombres si no hubiera aparecido el pecado, al menos se ha de procurar sean como las de los santos patriarcas. Por tanto, no debe dominar la vergonzosa concupiscencia de la carne, inseparable del cuerpo mortal, la cual antes del pecado no existió en el paraíso y después del pecado fue arrojada de allí, sino, más bien, ha de estar sometida para servir únicamente a la propagación de la prole. O bien porque el tiempo presente, que ya hemos indicado como el tiempo de la abstinencia de los abrazos, no tiene la necesidad de este deber, mientras existe a nuestro alrededor y en el mundo tan gran abundancia de hijos que han de ser engendrados espiritualmente.

Quien pueda entender, entienda el bien preferible de la continencia ideal. Sin embargo, quien no pueda entenderlo, si se casa, no peca; y la mujer, si no es capaz de contenerse, se case. Es bueno para el hombre no tocar a la mujer. Mas como no todos entienden esta palabra, sino únicamente aquellos a quienes se les ha concedido, sólo queda que, para evitar la fornicación cada hombre tenga su mujer, y cada mujer tenga su marido. Y así, para que no caiga en la ruina de las acciones deshonestas, la enfermedad de la incontinencia es contrarrestada por la honestidad del matrimonio. De hecho, esto es lo que el Apóstol dice a las mujeres: Quiero que las jóvenes se casen; y lo mismo se puede decir de los maridos: "Quiero que los jóvenes se casen", de modo que se extiende a los dos sexos lo siguiente: que engendren hijos, que sean padres y madres de familia y que no den a nuestro adversario motivo de calumniar nuestra fe.

Conclusión, los tres bienes del matrimonio cristiano

XVII 19. Ahora bien, en el matrimonio se deben amar los bienes peculiares: la prole, la fidelidad, el sacramento. La prole no sólo para que nazca, sino para que renazca, pues nace a la pena si no renace a la vida. La fidelidad no como la conservan los infieles, que sufren celos carnales; pues ¿qué hombre, por impío que sea, quiere una mujer adúltera? ¿O qué mujer, por impía que sea, quiere un marido adúltero? Tal fidelidad, en el matrimonio, es un bien natural, pero carnal. Por el contrario, el miembro de Cristo debe temer el adulterio del cónyuge por el mismo cónyuge, no por sí mismo, y ha de esperar del mismo Cristo el premio a la fidelidad conyugal que propone al cónyuge. En cuanto al sacramento -que no se destruye ni por el divorcio ni por el adulterio-, éste ha de ser guardado por los esposos casta y concordemente; es el único de los tres bienes que por derecho de religión mantiene indisoluble el matrimonio de los consortes estériles cuando ya han perdido enteramente la esperanza de tener hijos, por la que se casaron.

Alaba el matrimonio quien alaba en él estos bienes nupciales. Sin embargo, la concupiscencia carnal no se debe atribuir al matrimonio, sino sólo tolerar. Pues no es un bien que venga de la naturaleza del matrimonio, sino un mal que proviene del antiguo pecado.

Segunda parte

Realidad de la concupiscencia

A) La concupiscencia y el pecado original

El bautismo de los párvulos de padres cristianos

XVIII 20. A causa de esta concupiscencia, ni siquiera del matrimonio justo y legítimo de hijos de Dios nacen hijos de Dios, sino hijos del mundo. Porque los que engendran, aunque ya hayan sido regenerados, no engendran como hijos de Dios, sino como hijos del siglo. En efecto, tal es la sentencia del Señor: Los hijos de este siglo engendran y son engendrados. En cuanto somos todavía hijos de este siglo, nuestro hombre exterior se corrompe. Por esta razón, ellos son engendrados también hijos de este mundo, y no serán hijos de Dios si no son regenerados. Pero, en cuanto somos hijos de Dios, el hombre interior se renueva de día en día; y también el hombre exterior, por el baño de la regeneración, es santificado y recibe la esperanza de la futura incorrupción, por lo que con toda razón es llamado templo de Dios: Vuestros cuerpos -dice el Apóstol- son templos del Espíritu Santo, que está en vosotros, que habéis recibido de Dios. Ya no os pertenecéis; habéis sido comprados a un gran precio. Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.

Todo esto ha sido dicho no sólo por la santificación presente, sino especialmente por la esperanza, de la cual el mismo Apóstol dice en otro lugar: Pero también nosotros que poseemos las primicias del espíritu, también nosotros gemimos en nuestro interior, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo. Luego si, según el Apóstol, se espera la redención de nuestro cuerpo, ciertamente lo que se espera, todavía es objeto de esperanza, no de posesión. Por esto añade: Hemos sido salvados en esperanza; sin embargo, la esperanza que se ve no es ya esperanza, puesto que lo que se ve, ¿cómo se puede esperar? Pero, si esperamos lo que no vemos, aguardamos con paciencia. Así, pues, los hijos son engendrados carnales no por lo que aguardamos, sino por lo que toleramos. Por lo tanto, lejos del hombre fiel, cuando oye al Apóstol: Amad vuestras mujeres, amar en la esposa la concupiscencia carnal, la cual no debe amar ni en sí mismo; escuche a otro apóstol: No améis el mundo ni las cosas que están en el mundo. Todo el que ame el mundo, el amor del Padre no está en él, porque todas las cosas que están en el mundo son concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y ambición del mundo, lo cual no procede del Padre, sino del mundo. El mundo pasa con su concupiscencia; sin embargo, el que haga la voluntad de Dios permanece por siempre, como también Dios permanece eternamente.

El acebuche y el olivo

XIX 21. En efecto, lo que nace de esta concupiscencia de la carne es, sin duda, del mundo, no de Dios. De Dios se nace cuando se renace del agua y del Espíritu. Sólo la regeneración borra el reato de esta concupiscencia, al que arrastra la generación. Luego lo que ha sido engendrado debe ser regenerado, porque no existe otro modo de borrar lo que se arrastra. Ciertamente sorprende que lo que ha sido borrado en los padres esté presente en la prole; sin embargo, es así. Por esta razón, la divina Providencia se ha preocupado de que estas cosas invisibles e increíbles para los infieles, aunque verdaderas, tuvieran algún ejemplo visible en ciertos árboles. ¿Por qué no hemos de creer que por este motivo fue establecido que del olivo naciese el acebuche? ¿Acaso no se deberá creer que, en una cosa creada para el uso de los hombres, el creador haya previsto y establecido lo que serviría de ejemplo al género humano? Es admirable cómo los que han sido librados de la atadura del pecado por la gracia, engendren, sin embargo, encadenados por el mismo vínculo, a los que es necesario librar del mismo modo; lo confieso, es admirable. Pero ¿cómo se creerá también, si no lo probara la experiencia, que los frutos de los acebuches se esconden incluso en las semillas de los olivos? Por lo tanto, como el acebuche es engendrado por la semilla del acebuche y por la del olivo -a pesar de existir una gran distancia entre el acebuche y la aceituna-, así el que es engendrado tanto de la carne del pecador como de la del justo, uno y otro son pecadores, aunque entre el pecador y el justo haya una gran distancia. Es engendrado pecador; por la acción propia, todavía no lo es; nuevo por el origen; viejo por el reato. Es hombre por el creador, prisionero por el engañador, necesitado del redentor.

Pero se pregunta cómo la maldad de la prole puede ser heredada de unos padres que han sido ya redimidos. Porque no es fácil indagarlo con la razón ni explicarlo con la palabra, los infieles no lo creen. ¡Como si la razón encontrara fácil solución o la palabra acertara a explicar lo que hemos dicho del acebuche y del olivo: que especies diferentes producen frutos semejantes! Pero quien quiera experimentarlo puede constatarlo. Sirva, pues, el ejemplo para creer lo que no se llega a percibir claramente.

Los párvulos y el pecado original

XX 22. En efecto, la fe cristiana, que han comenzado a atacar los nuevos herejes, no duda de que los que son lavados con el baño de la regeneración han sido redimidos de la potestad del diablo, y los que todavía no han sido redimidos con tal regeneración, aunque sean hijos de padres redimidos, están cautivos bajo la potestad del mismo diablo, a no ser que sean redimidos por la misma gracia de Cristo. Pues no dudamos de que pertenece a todos los tiempos aquel beneficio de Dios del que habla el Apóstol: Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su hijo amado. Todo el que niega que los niños son arrancados, al ser bautizados, de esta potestad de las tinieblas, de las que el diablo es el príncipe, es decir, de la potestad del diablo y de sus ángeles, es refutado por la verdad de los mismos sacramentos de la Iglesia. Ninguna novedad herética puede cambiar o destruir algo en la Iglesia de Cristo, ya que la cabeza dirige y ayuda a todo su cuerpo, tanto a los pequeños como a los grandes.

Así, pues, en verdad, y no de forma simulada, es exorcizada en los niños la potestad diabólica y renuncian a ella por el corazón y boca de los que los llevan, ya que no pueden por los suyos, para que, arrancados del dominio de las tinieblas, sean transferidos al reino de su Señor. ¿Qué es lo que los tiene bajo el poder del diablo hasta que finalmente son arrancados por el sacramento del bautismo de Cristo? ¿Qué es sino el pecado? Pues el diablo no encuentra otra cosa en la que pueda someter a su poder la naturaleza humana, que el creador bueno había creado buena. Pero como los niños no han cometido ningún pecado propio en su vida, resta sólo el pecado original, por el cual están cautivos bajo el poder del diablo, a no ser que sean redimidos con el baño de la regeneración y la sangre de Cristo y pasen al reino de su redentor, quebrantado el poder de su cautivador y recibida la potestad de transformarse, de hijos de este siglo, en hijos de Dios 58.

El pecado original y los bienes del matrimonio

XXI 23. Ahora, si interrogamos de algún modo a los bienes del matrimonio sobre cómo puede el pecado propagarse de ellos a los niños, el acto de la propagación de la prole nos respondería: "Yo en el paraíso habría sido más feliz si no se hubiera cometido el pecado, porque a mí me pertenece la bendición de Dios: Creced y multiplicaos". Para esta obra buena cada sexo tiene miembros distintos, que ciertamente existían ya antes del pecado, pero no eran vergonzosos. La fidelidad de la castidad respondería: "Si no hubiera existido el pecado, ¿qué cosa habría existido en el paraíso más serena que yo, donde ni me habría punzado mi pasión ni me habría tentado la de otro?" Y también el sacramento respondería: "Antes del pecado se dijo de mí en el paraíso: Dejará el hombre el padre y la madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne; y esto es un gran sacramento -dice el Apóstol- en Cristo y en la Iglesia. Luego éste es grande en Cristo y en la Iglesia, muy pequeño en todos y cada uno de los maridos y mujeres; y, sin embargo, sacramento de unión inseparable. ¿Qué tienen éstos en el matrimonio para que pase el vínculo del pecado a la descendencia? Seguramente, nada; en verdad, la bondad del matrimonio se realiza perfectamente en estos tres bienes, gracias a los cuales también hoy el matrimonio es un bien.

Pecado y concupiscencia vergonzosa

XXII 24. Por otra parte, si interrogamos a la concupiscencia de la carne, por la que se han hecho vergonzosos los miembros que antes no lo eran, ¿no responderá que comenzó a estar en los miembros del hombre después del pecado? Y por esta razón la llama el Apóstol ley del pecado, porque hizo al hombre súbdito suyo al no querer ser súbdito de Dios. De ella se avergonzaron entonces los primeros esposos, y cubrieron sus miembros vergonzosos; de ella se avergüenzan todavía ahora, y buscan el secreto para unirse, sin atreverse a tener por testigos de esta obra ni siquiera a los hijos que de ella han sido engendrados. A este pudor natural, el error de los filósofos cínicos se ha opuesto con una llamativa desvergüenza, ya que esta acción, lícita y honesta, pensaban que se debería realizar con la mujer en público. Por lo que, con toda razón, la impureza de su atrevimiento recibió un nombre canino; en efecto, por esto son denominados cínicos.

Transmisión y herencia del pecado original

XXIII 25. Indudablemente, es esta concupiscencia, esta ley del pecado que habita en los miembros, a la que la ley de la justicia prohíbe obedecer, como dice el Apóstol: No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus deseos, ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad. Y afirma que esta concupiscencia, que se expía solamente con el sacramento de la regeneración, transmite, sin duda, por la generación el vínculo del pecado a los descendientes, a no ser que también ellos sean desligados de dicho vínculo.

Así, pues, esta concupiscencia ya no es pecado en los regenerados cuando no consienten en obras ilícitas, ni los miembros son dados por el espíritu, que es el rey, para que se cometan tales cosas; de modo que, si no se hace lo que está escrito: No codicies, al menos se haga lo que se lee en otra parte: No vayas detrás de las pasiones. Pero, según cierto modo de hablar, se la ha llamado pecado, ya que viene del pecado y, si vence, suscita el pecado. Su culpabilidad, por el contrario, es efectiva en el engendrado; culpabilidad que la gracia de Cristo, por la remisión de todos los pecados, no permite que sea eficaz en el regenerado si no la obedece cuando le impulsa, en cierto modo, a las malas acciones. Por tanto, se llama pecado porque proviene del pecado -aunque en los regenerados no sea pecado-, como se llama lengua el lenguaje que profiere la lengua y se llama mano la escritura que traza la mano. También se llama pecado porque, si vence, suscita el pecado, del mismo modo que el frío es llamado perezoso no porque sea producido por los perezosos, sino porque suscita perezosos.

La concupiscencia, lazo del diablo a la naturaleza humana

26. Esta herida infligida por el diablo al género humano hace que esté bajo el diablo cualquiera que nazca por ella -como si cogiera, con pleno derecho, el fruto del propio árbol-, no porque provenga de él la naturaleza humana, que proviene sólo de Dios, sino porque de él arranca el vicio, el cual no proviene de Dios. Así, pues, la naturaleza humana es condenada no por sí misma, sino por el vicio execrable que la ha corrompido. El motivo por el que es condenada es el mismo por el que está subyugada al execrable diablo. Y es que también el mismo diablo es espíritu inmundo; bueno, en cuanto espíritu; malo, en cuanto inmundo. Es espíritu por naturaleza, inmundo por vicio; de estas dos cosas, la primera proviene de Dios; la segunda, de él mismo. Por consiguiente, no posee a los hombres, grandes o pequeños, porque sean hombres, sino porque son inmundos.

El que se maraville de que una criatura de Dios esté sujeta al diablo, que no se maraville; una criatura de Dios está sujeta a otra criatura de Dios, la menor a la mayor; es decir, el hombre al ángel; pero no es por la naturaleza, sino por el vicio, por lo que el inmundo está sometido al inmundo. Este es el fruto que saca de la antigua raíz de impureza que plantó en el hombre. En el juicio final, ciertamente padecerá las mayores penas, en cuanto que es el más impuro. No obstante -como nada será causa de condenación sino el pecado-, para los que están subyugados a él, como príncipe y autor del pecado, también existirá una pena, más suave, en la condenación.

La concupiscencia como rebeldía contra la razón

XXIV 27. El diablo tiene prisioneros a los niños porque no han nacido del bien, que hace bueno al matrimonio, sino del mal de la concupiscencia, del que el matrimonio hace un buen uso, aunque incluso se avergüence de él. Porque, a pesar de que el matrimonio sea honorable en todos los bienes que le son propios y de que mantenga limpio el tálamo de fornicaciones y adulterios, son torpezas siempre condenables, y aun de excesos conyugales no realizados al dictado de la voluntad, en busca de la prole, sino bajo el imperio del ansia de placer, cosa que en los esposos es pecado venial, al llegar el acto de la procreación, la misma unión lícita y honesta no puede realizarse sin el ardor de la pasión, y sólo a través de ella consigue lo que pertenece a la razón y no a la pasión. Este ardor, siga o preceda a la voluntad, es, sin duda, el que, como por propia autoridad, mueve los miembros que la voluntad no es capaz de mover. Y así muestra que no es siervo de la voluntad, sino suplicio de una voluntad rebelde; que no es excitado por el libre albedrío, sino por un estímulo placentero; por esto es vergonzoso.

Todos los niños que nacen de esta concupiscencia de la carne, que, aunque en los regenerados no se impute como pecado, ha entrado en la naturaleza por el pecado; repito, todos los niños que nacen de esta concupiscencia de la carne, en cuanto hija del pecado, y también madre de muchos pecados cuando consiente en actos deshonestos, están encadenados por el pecado original. A no ser que renazcan en aquel que concibió la Virgen sin esta concupiscencia. Él fue el único que nació sin pecado cuando se dignó nacer en esta carne.

También en el bautizado

XXV 28. Pero si se pregunta: ¿Cómo esta concupiscencia de la carne permanece en el regenerado, en quien se ha realizado la remisión de todos los pecados, ya que por la concupiscencia se concibe, y con ella nace la prole carnal de los padres bautizados? O, al menos, si en el padre bautizado puede estar y no ser pecado, ¿por qué esta misma concupiscencia en el hijo ha de ser pecado? A esto se responderá: La concupiscencia de la carne ha sido vencida en el bautismo no para que no exista, sino para que no se impute como pecado. Aunque ya haya sido disuelta su culpa, permanece hasta que sea sanada toda nuestra enfermedad cuando, progresando la renovación del hombre interior de día en día, el hombre exterior se vista de incorruptibilidad. Pero no permanece sustancialmente, como cuerpo o espíritu, sino que la inclinación proviene de una cierta cualidad mala, como la flaqueza. En efecto, cuando se realiza lo que está escrito: El Señor es propicio con todas nuestras iniquidades, no permanece nada que no haya sido perdonado. Ahora bien, hasta que se cumpla lo que sigue: Él sana todas tus debilidades, el que redime de la corrupción tu vida, la concupiscencia carnal permanece en el cuerpo de esta muerte, y tenemos orden de no obedecer a sus viciosos deseos de cometer cosas ilícitas para que el pecado no reine en nuestro cuerpo mortal.

Esta concupiscencia, por otra parte, disminuye diariamente en los que progresan en la virtud y en los continentes; mucho más cuando se llega a la vejez. Sin embargo, en los que se esclavizan viciosamente a ella adquiere tanta fuerza que, ordinariamente, no deja de comportarse con toda desvergüenza e indecencia, incluso en la edad en que los mismos miembros y las partes del cuerpo destinadas a esta obra han perdido su vigor.

El pecado y el reato del pecado

XXVI 29. Ahora bien, como los regenerados en Cristo reciben la total remisión de sus pecados, evidentemente es necesario que se les perdone también la culpabilidad de su concupiscencia, que, como ya he explicado, no se ha de imputar como pecado, aunque todavía permanezca. El pecado es un acto transitorio, y, por tanto, no permanece. Pero su culpabilidad sí permanece para siempre si no es perdonada. Del mismo modo, la culpabilidad de la concupiscencia desaparece cuando es perdonada.

Esto significa, en efecto, no tener pecado, no ser reo de pecado. Pero si alguno, por ejemplo, cometiera adulterio, aunque no lo vuelva a repetir, es reo de adulterio hasta que su culpabilidad sea perdonada por indulgencia. Por tanto, está en pecado aunque ya no exista lo que consintió, porque ha pasado con el tiempo en el que fue hecho. Pero si no tener pecado significase desistir de pecar, bastaría que la Escritura nos dijese: Hijo, has pecado; no lo hagas de nuevo; sin embargo, no basta, ya que añade: En cuanto a los pasados, ruega para que te sean perdonados. Por tanto, permanecen si no son perdonados. Pero ¿cómo permanecen, si han pasado, sino porque han pasado en cuanto acto y duran en cuanto culpa? Así, también puede suceder a la inversa, que permanezca como acto y pase como culpabilidad.

Las malas inclinaciones de la concupiscencia

XXVII 30. La concupiscencia de la carne obra incluso cuando no se le presta ni el consentimiento del corazón, donde reina, ni los miembros, como instrumentos para cumplir lo que manda. Y ¿qué es lo que obra sino las mismas acciones malas y deshonestas? Pues, si fueran buenas y lícitas, el Apóstol no prohibiría obedecerlas cuando dice: No reine el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus deseos; no dice: "Para tener sus deseos", sino para obedecer a sus deseos, de modo que, como en unos son más fuertes y en otros menos fuertes, según el progreso de cada uno en la renovación del hombre interior, no desfallezcamos nunca en la lucha por la rectitud y la castidad y no los obedezcamos.

Ahora bien, debemos aspirar a que esos mismos deseos desaparezcan, aunque no podemos conseguirlo en este cuerpo mortal. De aquí también que en otro lugar el mismo Apóstol, poniendo como ejemplo su persona, nos instruye con estas palabras: Pues no pongo por obra lo que quiero, sino que lo que aborrezco, eso es lo que hago; es decir, siento el apetito -porque él no quería ni siquiera sufrir esto para ser perfecto en todos los sentidos-. Pues si lo que no quiero eso es lo que hago -dice-, estoy de acuerdo con la ley, que es buena, porque lo que no quiere ella, tampoco yo lo quiero. Ella no quiere que yo tenga estas apetencias, y dice: No codiciarás, y yo no quiero codiciar. Así, pues, en esto concuerdan la voluntad de la ley y la mía. Pero, porque no quería codiciar y, sin embargo, sentía el apetito, aunque sin hacerse esclavo consintiendo en él, continuó, diciendo: Ahora, sin embargo, ya no soy yo el que hago esto, sino el pecado que habita en mí.

Errores sobre Romanos 7, 15-20

XXVIII 31. Se equivoca totalmente el hombre que, consintiendo en la concupiscencia de su carne y decidiendo y pensando hacer lo que ella desea, cree que todavía se puede aplicar a él: No soy yo el que hago esto, porque, aunque aborrece, consiente. Pues una y otra cosa existen a la vez: él lo aborrece, porque sabe que es malo, y él lo hace, porque ha decidido hacerlo. Y más aún, si añade lo que prohíbe la Escritura cuando dice: No ofrezcáis vuestros miembros al pecado como instrumento de iniquidad, de modo que lo que determina hacer en el corazón también lo realiza en el cuerpo; y todavía dice: No soy yo el que hago esto, sino el pecado que habita en mí, puesto que, cuando decide esto, lo hace y siente desagrado, se equivoca tanto que no se conoce a sí mismo desde el momento que, estando compuesto en su totalidad de voluntad que decide y cuerpo que ejecuta, aún piensa que no es él mismo

Exégesis

XXIX. Luego el que dice: Ya no soy yo quien hago esto, sino el pecado que habita en mí, si solamente siente el deseo, dice la verdad. Pero no la dice si se adhiere con el consentimiento de la voluntad o si lo lleva a cabo sirviéndose del cuerpo.

La perfección cura la concupiscencia

32. Después añade el Apóstol: Sé que el bien no habita en mí, esto es, en mi carne, pues quererlo está a un paso; sin embargo, el hacerlo no lo consigo. El motivo de tal afirmación está en que se realiza el bien cuando no existen deseos malos, del mismo modo que se realiza el mal cuando se obedece a los malos deseos. Pero cuando existen éstos y no se les obedece, ni se realiza el mal -ya que no se les obedece- ni tampoco el bien -porque los malos deseos están presentes-, sino que se realiza en parte el bien, pues no se consiente en la concupiscencia mala, y en parte permanece el mal, ya que permanecen los deseos desordenados.

Por esto, el Apóstol no dice que no esté al alcance de su mano hacer el bien, sino realizarlo en plenitud. Realiza un gran bien quien hace lo que está escrito: No vayas detrás de tus pasiones; pero no lo realiza perfectamente, porque no cumple lo que también está escrito: No codicies. Por este motivo, la ley dice: No codicies; para que nosotros, constatando que estamos inmersos en esta enfermedad, busquemos la medicina de la gracia, y para que aprendamos en este precepto a dónde debemos tender para progresar en este camino mortal y a dónde podremos llegar en la inmortalidad beatísima. Si no se debiera alcanzar esta perfección, sin duda nunca habría sido mandada.

La gracia de la libertad

XXX 33. Seguidamente, el Apóstol, insistiendo de nuevo para darle todavía más valor a la sentencia precedente, dice: Pues no hago el bien que quiero. Pero si lo que no quiero lo hago, ya no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí; y sigue: Encuentro en mí esta ley: cuando quiero hacer el bien, el mal se me pone delante; esto es, encuentro que la ley es un bien para mí, que quiero hacer lo que la ley quiere, porque el mal, que yo no quiero, no se presenta a la misma ley, que dice: No codicies, sino a mí, que siento el apetito contra mi voluntad. Me complazco -dice- en la ley de Dios, según el hombre interior. Pero veo otra ley en mis miembros que combate a la ley de mi espíritu y me tiene prisionero bajo la ley del pecado, que está en mis miembros . Esta complacencia en la ley de Dios, según el hombre interior, nos viene de la inmensa gracia de Dios. En ella, en efecto, nuestro hombre interior se renueva de día en día, en cuanto que avanza en ella con perseverancia. Pues no es temor que tortura, sino amor que deleita. Nosotros somos verdaderamente libres allí cuando no nos deleitamos en contra de nuestra voluntad.

La concupiscencia esclaviza

34. En cuanto a aquello que dice: Pero veo otra ley en mis miembros que combate a la ley de mi espíritu, es la misma concupiscencia de la que hablamos, la ley del pecado en la carne del pecado. Y cuando dijo: Y me tiene prisionero bajo la ley del pecado, esto es, bajo ella misma, que está en mis miembros, con me tiene prisionero quiso decir, o bien que intentaba hacerme prisionero, es decir, empujándome al consentimiento y a la acción, o, más bien -lo cual es indiscutible-, me aprisiona según la carne. Si ésta no estuviera dominada por la concupiscencia carnal, a la que llama ley del pecado, sin duda no se suscitaría ningún deseo ilícito, al que el espíritu no debe obedecer. Pero como no dice "aprisiona mi carne", sino me aprisiona, nos induce a buscar otro sentido y a tomar me aprisiona como si dijese: me intenta aprisionar. Pero ¿por qué no podía decir me aprisiona queriendo entender su carne? ¿Acaso no se ha dicho de Jesús, cuando no fue encontrada su carne en el sepulcro: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto?  ¿Quizás es inexacto porque no se haya dicho "carne o cuerpo de mi Señor", sino mi Señor?

Explicación del apóstol sobre la esclavitud de la concupiscencia

XXXI 35. Con todo, poco más arriba, también el mismo Apóstol, como mejor pudo, mostró con bastante claridad que se refería a su carne con me tiene prisionero. Pues cuando dijo: Sé que el bien no habita en mí, añade para esclarecerlo: esto es, en mi carne. Luego está prisionera bajo la ley del pecado esta en la que no habita el bien, es decir, la carne. Pero aquí llama carne a la parte en que reside una cierta inclinación morbosa de la carne, no precisamente a la estructura del cuerpo, cuyos miembros no deben ser utilizados como instrumentos de pecado, de la concupiscencia, que tiene prisionera esta parte carnal de nuestro cuerpo. Pero la carne, en lo que atañe a la sustancia y a la naturaleza corporal, es ya templo de Dios en los fieles casados o continentes. No obstante, si no estuviera prisionero absolutamente nada de nuestra carne, no ya bajo el diablo, pues allí se ha realizado la remisión del pecado, de modo que no se impute como pecado lo que se llama ley del pecado; si nuestra carne no estuviera prisionera de algún modo, al menos bajo la misma ley del pecado, esto es, bajo su concupiscencia, ¿cómo podría ser verdad lo que el mismo Apóstol dijo: Esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo? Por consiguiente, en tanto se espera todavía la redención de nuestro cuerpo en cuanto que, en alguna medida, está prisionero todavía bajo la ley del pecado. Por lo que también exclamó: ¡Qué desgraciado soy! ¿Quién me librará de este cuerpo mortal? La gracia de Dios por nuestro Señor Jesucristo . En lo cual, ¿qué podemos entender sino que el cuerpo corruptible es un peso para el alma? Luego, cuando se recobre incorruptible este mismo cuerpo, obtendrá la plena liberación de este cuerpo mortal, del que no se librarán los que resuciten al castigo. Se entiende, por tanto, que pertenece a este cuerpo mortal el que otra ley se oponga verdaderamente en nuestros miembros a la ley del espíritu cuando la carne desea contra el espíritu, aunque ella no subyugue el espíritu, porque también el espíritu desea contra la carne. Y así, aunque esta ley de pecado tenga cautivo algo de la carne, por lo que se opone a la ley del espíritu, ella no reina en nuestro cuerpo, a pesar de ser mortal, a no ser que se obedezca a sus deseos. Pues también suele ocurrir que los enemigos contra los que se lucha, siendo inferiores y vencidos en la batalla, retengan algún prisionero. Por esto se conserva la esperanza de la redención en nuestra carne aunque esté bajo la ley de pecado, porque la concupiscencia viciosa desaparecerá totalmente, mientras que nuestra carne será sanada de esta peste y enfermedad, será revestida de inmortalidad y permanecerá para siempre en la eterna beatitud.

La liberación por la gracia

36. El Apóstol continúa diciendo: Yo mismo con el espíritu sirvo a la ley de Dios; con la carne, a la ley del pecado. Esto ha de entenderse así: Con el espíritu sirvo a la ley de Dios, no consintiendo en la ley del pecado; con la carne, sin embargo, sirvo a la ley del pecado, teniendo deseos de pecado, de los que todavía no estoy enteramente libre aunque no consienta en ellos. Finalmente, prestemos atención a lo que añade después de esto: Luego ninguna condenación -dice- pesa ahora para el que está en Cristo Jesús. Incluso ahora, dice, cuando la ley en los miembros se opone a la ley del espíritu y tiene prisionero algo en este cuerpo mortal, ninguna condenación existe para los que están en Cristo Jesús. Escucha en qué modo: La ley del espíritu de vida -dice- me libró en Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte. ¿De qué modo ha librado sino borrando la culpa con la remisión de todos los pecados, para que no se impute como pecado aunque todavía permanezca y de día en día disminuya más y más?

La culpa en los niños antes del bautismo

XXXII 37. Por tanto, hasta que no se realiza en el hijo nacido esta remisión de los pecados, la ley del pecado está en él de tal modo que se le imputa incluso como pecado. Es decir, que junto con ella está presente su culpa, y ésta lo mantiene deudor del suplicio eterno. Esto es lo que el padre transmite a la prole carnal, en cuanto que él mismo ha nacido carnalmente, no en cuanto ha renacido espiritualmente. Porque esto mismo por lo que ha nacido carnalmente, aunque no le impida alcanzar su fruto, permanece oculto, como en la semilla del olivo, aun después de borrada la culpa, si bien, por la remisión de los pecados, no daña en absoluto al aceite, es decir, a esta vida, ya que, según Cristo -él toma el nombre del aceite, o sea, del crisma-, el justo vive por la fe. Pero esto que en el padre regenerado está oculto, como en la semilla del olivo, sin ninguna culpa, porque ha sido redimido, se encuentra ciertamente con culpa en la prole que todavía no ha sido regenerada, como en el acebuche, hasta que también ella sea redimida con la misma gracia. Pues desde el momento en que Adán de tal olivo, en el que ni siquiera existía rastro de la semilla de que pudiera nacer la amargura del acebuche, se convirtió en acebuche por el pecado, quedó transformado todo el género humano en acebuche. ¡Tan grande fue la degeneración que su pecado provocó en la naturaleza! Así que -como nosotros constatamos todavía en estos mismos árboles-, si la gracia divina lo convierte seguidamente en olivo, entonces el vicio del primer nacimiento, que era el pecado original, transmitido y contraído por la concupiscencia carnal, es perdonado, cubierto, no imputado; del cual, sin embargo, nacerá el acebuche, a no ser que también él renazca como olivo por la misma gracia.

El bautismo, su necesidad, importancia y efecto

XXXIII 38. Feliz, por tanto, aquel olivo al que le han sido perdonadas las iniquidades y le han sido ocultados los pecados; feliz aquel a quien el Señor no le imputa el pecado. Pero aquel pecado que ha sido perdonado, y ocultado, y no imputado hasta que se realice la transformación total en la inmortalidad eterna, tiene una cierta fuerza oculta, que cierne al amargo acebuche, a no ser que también allí se perdone, se oculte y no se impute por la labranza de Dios. Ahora bien, de ningún modo existirá algo vicioso, ni siquiera en la semilla carnal, desde el momento en que, purgado y sanado totalmente todo lo malo del hombre con esta regeneración que ahora se realiza por el baño sagrado, la misma carne, por la que el alma se hace carnal, se haga también ella espiritual; no tendrá la menor concupiscencia carnal que se oponga a la ley del espíritu y no emitirá ninguna semilla carnal. Así hemos de entender lo que dice el Apóstol: Cristo amó a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla, lavándola con el baño del agua y la palabra para que aparezca ante él Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante. Así, decía yo, se ha de entender esto: con este baño de regeneración y con la palabra de santificación quedan limpias y sanadas enteramente todas las cosas malas de los hombres regenerados; no sólo todos los pecados que ahora son perdonados en el bautismo, sino también los que se contraerán en el futuro por ignorancia o debilidad humana.

Con esto no se afirma que el bautismo deba reiterarse cada vez que se pegue, sino que por este bautismo, que se confiere una sola vez, los fieles alcanzan el perdón de cualquier género de pecado cometido antes o después de recibirlo. Pues ¿qué aprovecharía la penitencia antes del bautismo, si éste no la siguiera, o después, si el bautismo no la precediese? E incluso en la oración dominical, nuestro medio diario de purificación, ¿con qué fruto se diría perdona nuestras deudas si no son los bautizados quienes lo dicen? Igualmente, por grande que sea la generosidad y beneficencia de las limosnas, ¿a quién aprovecharía para el perdón de sus pecados si no estuviera bautizado? Por último, la misma felicidad del reino de los cielos, donde la Iglesia no tendrá mancha, ni arruga, ni cosa semejante, donde no habrá nada que reprochar ni esconder, donde no existirá la culpa y ni siquiera la concupiscencia del pecado, ¿de quiénes será sino de los bautizados?

La perfecta justicia del hombre

XXXIV 39. Y en consecuencia, no sólo todos los pecados, sino absolutamente todos los males del hombre son borrados por la santidad del baño cristiano, con el cual Cristo purifica a su Iglesia, a fin de presentársela a sí mismo, no en este siglo, sino en el futuro, sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante. Pero algunos afirman que ahora ya sucede esto así, y, sin embargo, ellos forman parte de la Iglesia. Con todo, puesto que ellos mismos confesarán, si dicen la verdad, que tienen pecados, la Iglesia tiene en ellos una mancha; y, si no dicen la verdad, la Iglesia tiene en ellos una arruga, ya que hablan con doblez de corazón. Si dicen que son ellos los que tienen estos pecados y no la Iglesia, entonces confiesen que no son miembros de ella ni pertenecen a su cuerpo, y así se condenan por su propia confesión.

Confirmación del contenido de esta obra

XXXV 40. Me he preocupado de distinguir con un largo discurso la concupiscencia de la carne de los bienes del matrimonio obligado por los nuevos herejes, los cuales, cuando ven que es condenada, lanzan calumnias como si se condenase el matrimonio. Evidentemente, de este modo -alabándola como un bien natural- confirman su pestífera doctrina, según la cual la descendencia que nace por ella no arrastra ningún pecado original. Pero de esta concupiscencia carnal, el bienaventurado Ambrosio, obispo de Milán -por su ministerio sacerdotal, yo recibí el baño de regeneración-, habló así, tan escuetamente, cuando aludió al nacimiento carnal de Cristo, comentando el profeta Isaías: "Por esto -dice-, en cuanto hombre, ha sido tentado por todas las cosas, y en la semejanza de los hombres las soportó todas; pero, en cuanto nacido del Espíritu, se abstuvo del pecado". En efecto, todo hombre es mentiroso y no hay nadie sin pecado, sino sólo Dios. Por tanto, sigue en pie que ningún nacido del varón y de la mujer, es decir, de la unión carnal, se verá libre de pecado. Así, pues, quien sea libre de pecado, deberá serlo también de semejante concepción. ¿Acaso el santo Ambrosio condenó la bondad del matrimonio, o, más bien, no fue condenada, con la verdad de su sentencia, la pretensión de estos herejes, aunque todavía no habían aparecido?

Por el testimonio de San Ambrosio

He creído que debía recordarlo porque Pelagio alaba a Ambrosio de la siguiente forma: "El bienaventurado obispo Ambrosio, en cuyos libros brilla principalmente la fe romana, que despunta entre los escritores latinos como una hermosa flor, y cuya fe y purísimo sentido de las Escrituras ni siquiera un enemigo se ha atrevido a criticar". Así, pues, que se arrepienta por haber pensado contrariamente a Ambrosio; pero no se arrepienta por haber alabado de tal modo a Ambrosio.

Envío de la obra al conde Valerio

Ahí tienes el libro en que, por lo enojoso de su extensión y lo complejo de su tema, has de poner, al leerlo en los raros momentos en que te ha podido o te podrá encontrar desocupado, el esfuerzo que yo he hecho al dictarlo. Lo he elaborado, en cuanto el Señor se ha dignado ayudarme, entre mis preocupaciones eclesiásticas. Ciertamente, no te lo habría presentado a ti, ocupado en tus obligaciones públicas, si no hubiera oído a un hombre de Dios, que te conoce bien, que lees con tanto gusto, que gastas algunas horas nocturnas en atenta lectura.

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