MENSAJE A LOS DONATISTAS
DESPUÉS DE LA CONFERENCIA
por San Aurelio Agustín
Traducción: P. Santos Santamarta, OSA
Incongruencia de los donatistas
I. 1. ¿Por qué, donatistas, os dejáis seducir por vuestros obispos, cuyas falacias tenebrosas han quedado desbaratadas por la luz radiante, cuyo error quedó descubierto y cuya pertinacia quedó vencida? ¿Por qué continúan acosándoos con vanas mentiras? ¿Por qué creéis aún a unos hombres vencidos? Cuando os dicen que el juez fue corrompido por soborno, ¿hacen algo nuevo? ¿Qué otra cosa acostumbran hacer los vencidos, que no quieren ceder ante la verdad, sino acumular mentiras sobre las parcialidades del juez?
Preguntadles a ellos, y que nos respondan primeramente, si pueden, a esto: ¿Por qué se atrevieron a venir a Cartago y a reunirse con nosotros en un lugar con motivo de una conferencia? Ya unos años antes les habíamos invitado públicamente a sostener una conferencia, y que así se pusiera en claro la verdad y desapareciera la disensión que nos divide; pero rehuyendo la verdad, respondieron en las actas: "Es indigno que concurran juntos los hijos de los mártires y los descendientes de los traditores".
¿Por qué entonces aceptaron ahora reunirse con nosotros? Pienso que no harían lo que les parecía indigno si no reconocieran que nosotros no somos descendientes de traditores; al menos a ellos les toca responder por qué dijeron: "Es indigno que concurran los hijos de los mártires y los descendientes de los traditores", y luego se reunieron con nosotros.
¿Qué les obligó a hacer algo que es indigno? No fueron atados de pies y manos, sino que vinieron absolutamente libres. Si dijeran: "Porque lo ha ordenado el emperador", es evidente que hacen lo que es indigno cuando lo ordena el emperador. ¿Por qué entonces montan en cólera por no sé qué traditores que no pertenecen a nuestra causa?
Ciertamente es indigno entregar los códices del Señor a los perseguidores; cuando hizo esto el traditor, no tiene culpa, pues lo había ordenado el emperador. Planteamos este razonamiento no siguiendo los dictámenes de la verdad, sino los de su perversidad. Ellos, en efecto, lo dijeron, lo atestiguan las actas públicas, ante el secretario lo dijeron. No lo dijo cualquier desconocido, sino su mismo obispo de Cartago Primiano; Primiano entregó este escrito al magistrado de Cartago, y ordenó que dijera su diácono en las actas: "Es indigno que se reúnan juntos los hijos de los mártires y los descendientes de los traditores".
Ea, pues, ya nos hemos reunido, ¿qué responden a esto? Si dicen: "no es indigno", ¿por qué mintieron cuando dijeron que era indigno? Si dicen: "es indigno", ¿por qué hicieron lo que es indigno? Tendrían un recurso para afirmar que ellos no han hecho nada indigno ni han mentido en las palabras de Primiano; tendrían el recurso de decir: "Es indigno que se reúnan juntos los hijos de los mártires y los descendientes de los traditores, pero nosotros nos hemos reunido con vosotros, porque reconocemos que vosotros no sois descendientes de los traditores".
Si esto es así, ¿por qué al reunirnos nos echaron en cara las mismas calumnias, sino quizá para que nosotros reconociésemos que ellos no son hijos de los mártires? Mártir es lo mismo que testigo. Y los testigos de Cristo son testigos que dicen verdad. Y se ha descubierto que éstos son testigos falsos, ya que echaron en cara a los otros los crímenes de la entrega sin poder demostrarlos.
La catolicidad de la Iglesia, testimoniada por las Escrituras
II. 2. ¿Por qué prestáis atención aún a las mentiras de los hombres y no la prestáis a los testimonios divinos? ¿Por qué creéis aún a unos hombres vencidos y no creéis a la verdad, que no ha sido vencida nunca? La verdad de Dios, como demostramos también en la misma Conferencia, dio testimonio en favor de su Iglesia por muchos textos de las santas Escrituras, por los escritos proféticos y apostólicos, y fue designado el lugar de donde había de comenzar la Iglesia de Cristo y los confines de la tierra adonde había de llegar. El Señor anunció que su Iglesia se había de extender por todas las naciones, comenzando por Jerusalén. Se lee en el texto sagrado cómo comenzó por Jerusalén, donde el Espíritu Santo fue enviado del cielo sobre los fieles reunidos por primera vez. Se lee en los textos sagrados cómo se extendió desde Jerusalén por las regiones vecinas y lejanas. Quedan allí citados los nombres de los lugares, se expresan los nombres de las ciudades, en las que gracias al esfuerzo apostólico fue fundada la Iglesia de Cristo, lugares y ciudades que fueron dignos de recibir las cartas enviadas por los apóstoles. Cartas que leen ellos mismos en vuestras reuniones, y no están, sin embargo, en comunión con las iglesias de esos lugares y ciudades, que fueron dignas de recibir las mismas cartas, echándoles en cara no sé qué pecados de los africanos, cuyo contagio les había hecho perecer, aunque ellos han dicho en esta misma Conferencia, que hemos celebrado poco ha en Cartago, que no perjudica una causa a otra causa ni una persona a otra persona.
Dos medidas distintas: una para Ceciliano y otra para Primiano
III. 3. Esto lo afirmaron ellos cuando les dijimos: "El concilio que alegáis contra Ceciliano, que estaba ausente, como el consejo celebrado en la causa de Maximiano, en que fue condenado Primiano, no perjudica a Primiano, también ausente". Alegaron, en efecto, el concilio en que algo más de setenta obispos condenaron al ausente Ceciliano, cuando se citan más o menos un centenar de su facción que habían condenado a Primiano, también ausente. Como les dijimos que aquello no perjudicaba a Ceciliano, lo mismo que esto no perjudica a Primiano, puesto que ambos concilios se habían celebrado contra personas ausentes, de momento, no teniendo qué responder, dijeron que habían soportado horribles perplejidades, y que ni una causa perjudicaba a otra causa ni una persona a otra persona. Esto lo tiene siempre en la boca la iglesia católica contra todas las calumnias de los hombres, pero al presente, con una fuerza y libertad inmensamente mayor, al ver confirmado por la confesión de sus enemigos lo que defendió siempre la verdad.
Por consiguiente, quién, al considerar dignamente esto, puede soportarlo sin grave tristeza, quién puede reprimir un gemido, quién no romperá en un mar de lágrimas y en un grito de dolor? He aquí que, condenado Primiano por los obispos del partido de Donato, no pierde su episcopado, o, condenado Primiano, no inquieta al partido de Donato; no prejuzga una causa a otra causa ni una persona a otra persona; en cambio, Ceciliano, a quien de modo semejante condenaron en su ausencia los enemigos, no es considerado como obispo y contamina a todo el pueblo cristiano hasta los confines del mundo, prejuzga una causa a otra causa y una persona a otra persona.
Qué dirían las Iglesias de Oriente y África
IV. 4. Podrían gritar con la voz de la misma unidad las Iglesias del Ponto, Bitinia, Asia, Capadocia y de las restantes regiones orientales, a las que escribe el bienaventurado apóstol Pedro: "Oh partido de Donato, no sabemos lo que decís; ¿por qué no mantenéis la comunión con nosotras? Si Ceciliano cometió alguna falta, lo cual no se nos ha probado ni demostrado; en fin, si cometió alguna falta, ¿por qué sienta precedente contra nosotros?" Si no queréis escucharnos a nosotros, escuchaos a vosotros mismos cuando decís: "Ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona". ¿Acaso llega vuestra perversidad hasta el punto de afirmar que estas palabras tienen valor para que no prejuzgue contra vosotros Primiano y no lo tienen, en cambio, para que nos prejuzgue el caso de Ceciliano a nosotros?
También pueden gritar las siete Iglesias orientales a las que escribe el apóstol Juan, la de Éfeso, Esmirna, Tiatira, Sardes, Filadelfia, Laodicea, Pérgamo: "¿Qué os hemos hecho, hermanos, para preferir ser del partido de Donato a estar en nuestra comunión? Si Ceciliano cometió alguna falta, aunque no habéis podido demostrarlo, ya que, como vuestro Primiano, fue aquél condenado en ausencia, en fin, fuera él como haya sido, ¿qué os hicimos nosotros? ¿Por qué no queréis mantener la paz cristiana con cristianos? ¿Por qué habéis roto los sacramentos comunes a todos? ¿Qué os hemos hecho? ¿Por qué la causa de Primiano no prejuzga al partido de Donato sino porque es verdad lo que habéis dicho: 'Una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona?' ¿Por qué, pues, va a prejuzgar la causa de Ceciliano a la heredad de Cristo, en la cual hemos sido plantados por el esfuerzo de los apóstoles?" A una de nosotras escribe el apóstol Juan que tiene en Sardes pocos nombres que no hayan manchado sus propios vestidos, y, sin embargo, no fueron manchados los vestidos de aquellos pocos por los inmundos que hubo en aquella Iglesia, porque habéis dicho con verdad que una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona'. ¿Cómo, pues, pudo la causa y la persona de Ceciliano prejuzgamos a nosotros? Y si no nos prejuzga, ¿por qué os separáis de nosotras?
Pueden también gritar las Iglesias a las que escribe el apóstol Pablo, la de los Romanos, Corintios, Filipenses, Colosenses, Tesalonicenses, pues sobre la de Galacia y Éfeso ya se habló; clamen éstas también: "Todos los días, hermanos, leéis, vosotros que queréis ser aún del partido de Donato, las cartas enviadas a nosotras. En ellas nos saluda el Apóstol por el nombre de la paz diciendo: Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre del Señor Jesucristo 1.
¿Por qué, habiendo aprendido la paz con la lectura de nuestras cartas, rehusáis mantenerla con nosotras? A las que vivimos en tierras tan lejanas, situadas al otro lado del mar, nos echáis en cara al africano Ceciliano. Es sin duda verdadero lo que dijisteis: Ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra. Entonces, ¿qué santidad tan particular y peculiar es ésta, en virtud de la cual podéis vosotros sostener que la causa del africano Primiano no perjudica al partido africano de Donato, ni la persona de Feliciano de Musti a la persona de Primiano de Cartago, y en cambio se nos cargan a nosotros de tan lejos los prejuicios africanos y nos prejuzga la causa de Ceciliano?"
5. Clame también la Iglesia católica, establecida en la misma África y unida a todas aquéllas por la paz y la unidad de Cristo; clame ella también: "No me prejuzga a mí la causa de Ceciliano, contra el cual se dio, en su ausencia, la sentencia de setenta obispos, porque no prejuzga a la Iglesia difundida por todo el orbe, en cuya comunión permanezco, o si no, perjudicará al partido de Donato la causa de Primiano, a quien sus colegas condenaron de modo semejante, en su ausencia, en un concilio más numeroso. Pero si no le perjudica precisamente porque ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra, con mucha mayor razón se debe aplicar esta justicia a favor de la Iglesia de Cristo si pide Donato que se observe para con él".
He aquí lo que proclama la Iglesia católica establecida en África: "Oh partido de Donato, tú pronunciaste estas palabras, tú reconociste estas palabras como tuyas, tú escribiste también estas palabras: 'Una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona'. Yo recibo a Ceciliano en el elenco de los que descansan; tú ves aún y tienes contigo corporalmente a Feliciano, por quien fue condenado Primiano. Tú condenaste en la misma causa de Primiano a Feliciano y después le asociaste en su dignidad de obispo que tenía a ti y a Primiano. Si el principio 'ni una causa prejuzga a otra ni una persona a la otra' tiene tal fuerza que no te perjudica a ti la comunión de Feliciano, que vive en la actualidad contigo, ¿cómo me puede perjudicar a mí la memoria de Petiliano, muerto ya tiempo ha?"
6. ¿Qué responden a esto quienes continúan ensartando ante vosotros mentiras vacías y perjudiciales a su propia salud si no se corrigen? ¿Por qué siguen diciendo que nosotros hemos sobornado al juez para que diera sentencia en nuestro favor? ¿Acaso hemos podido sobornar a un obispo tan notable y de tal categoría entre vosotros, vuestro defensor, hasta el punto de llegar a decir tales cosas en favor nuestro? Lo que procurábamos con todos los recursos a nuestro alcance, en lo que insistíamos era en que quedara demostrado que la causa y la persona de Ceciliano, fuera él como fuera, no pertenecía a la causa y a la persona de la Iglesia, que Dios había consolidado con sus sagrados testimonios. Esto es también lo que procurábamos con el testimonio de las parábolas evangélicas: que la causa y la persona de la cizaña no prejuzgasen a la causa y la persona del trigo, aunque crezcan juntos en el mismo campo, con la misma lluvia, hasta la recolección, cuando sea necesario separarlos; que la causa y la persona de la paja no prejuzguen la causa y la persona del grano, aunque se trillaran juntos en la misma era, hasta que sean separados en la última bielda; que la causa y la persona de los cabritos no perjudiquen a la causa y la persona de las ovejas, aunque se conserven unos y otras mezclados en pastos comunes, hasta que el pastor supremo los coloque a los unos a la izquierda y a las otras a la derecha en el último juicio; que la causa y la persona de los peces malos no prejuzguen a la causa y la persona de los peces buenos, aunque estén todos encerrados en las mismas redes, para ser separados en la orilla, esto es, en el límite del mar, que significa el fin del mundo.
En estas palabras y figuras está anunciada la Iglesia, que albergará juntos, hasta el fin del mundo, a buenos y malos, pero de tal suerte que los malos no perjudiquen a los buenos, cuando no se los desconoce, o por la paz y la tranquilidad se los tolera, si no conviniera denunciarlos o acusarlos, o no se los pudiera demostrar como malos a los buenos; pero con el presupuesto de que no se abandone la vigilancia de su enmienda, con la corrección, degradación, excomunión y demás represiones lícitas y concedidas que, salva la paz de la unidad, se practican a diario en la Iglesia conservando la caridad según el precepto apostólico que dijo: Si alguno no obedece a lo que os decimos en esta carta, a ése señaladle y no tratéis con él, para que se avergüence. Pero no le miréis como a enemigo, sino amonestadle como a hermano 2. De este modo, la disciplina salvaguarda la paciencia y la paciencia salvaguarda la disciplina, y una y otra están informadas por la caridad, no sea que la paciencia indisciplinada promueva la iniquidad o la disciplina impaciente destruya la unidad.
Contradicciones de los donatistas
V. 7. Cuando los buenos obran así, no se contaminan con los malos, ya que ni por una parte consienten y comulgan en sus pecados, y se apartan de ellos por otra, no por una separación corporal, sino por la desemejanza espiritual de su vida y por la diversidad de sus costumbres, y obedecen así al precepto del Señor, que dice: Apartaos de allí y no toquéis lo inmundo 3. Los que piensan que no hay que observar espiritualmente esto, caen por la arrogancia de su vanidad en lo que detesta el Señor, que dice por el mismo profeta: Ellos dicen: "No me toques, pues soy puro"; éste es el humo de mi indignación 4.
Esto es lo que vuestros obispos pensaron había que hacer cuando, al ofrecernos el juez a unos y a otros sentarnos juntos, no quisieron hacerlo con nosotros, alegando que les estaba prohibido sentarse con esa gente, no entendiendo espiritual sino carnalmente lo del salmo: No me sentaré con los impíos. Y, sin embargo, hicieron lo que se prohíbe igualmente en el mismo pasaje del salmo. Dice, en efecto, allí el profeta: Y no entraré con los que practican la iniquidad 5. Si, pues, rehusaron sentarse con nosotros, porque nos conocían o nos tenían por injustos, ¿por qué ante una prohibición semejante entraron en parte manchados y en parte santos juntamente con nosotros sino porque, al no entender las santas Escrituras y al juzgarlas carnalmente , llegaron a destruir la misma unidad?
8. Así, pues, los malos no contagian a los buenos hallándose en el mismo campo, en la misma era, en los mismos pastos, en las mismas redes, porque no comulgan los buenos con ellos en esos lugares, sino con el altar y los sacramentos de Dios; comulgan, sí, con los malos los que consienten en sus males; así está escrito: No sólo los que lo hacen, sino también los que están de acuerdo con los que lo hacen 6.
Los malos no contaminan a los buenos
VI. En cambio, cuando se tolera a los malos por la necesidad de salvar la paz y no se busca su compañía para participar en su iniquidad, a fin de que el trigo beba junto con la cizaña la suave lluvia y conserve, sin embargo, su propia fertilidad, sin llegar a la esterilidad de la cizaña, sino que uno y otra crezcan hasta la siega, por temor de que al recoger la cizaña se arranque también el trigo; cuando se tolera así a los malos, no tienen éstos participación alguna de salud o de perdición con los buenos -¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? 7-, no tienen los malos con los buenos participación en el reino o el fuego eterno -¿qué comunidad entre la luz y las tinieblas? 8-, no están los malos en armonía de conducta y de voluntad con los buenos -pues ¿qué concordia entre Cristo y Belial? 9-, no tienen parte los buenos con los malos en la pena del pecado ni en el premio de la piedad -pues ¿qué participación hay entre el fiel y el infiel? 10- Y mientras dentro de las mismas redes reciben igualmente los divinos sacramentos, hasta que lleguen a la orilla, aquéllos se asocian, éstos se separan; los unos están en concordia, los otros en discordia; los unos participan en la misericordia, los otros en el juicio. Porque la Iglesia canta al Señor la misericordia y el juicioso, y quien come indignamente, come el juicio, no para otro, sino para sí. Del mismo pan, en efecto, y de la misma mano del Señor tomaron su parte Judas y Pedro, y, sin embargo, ¿qué sociedad, qué acuerdo, qué parte tiene Pedro con Judas, puesto que una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona?
9. Salgan, pues, aquellos de quienes está escrito: De nosotros han salido, pero no eran de los nuestros 11, o parezcan estar dentro los otros de quienes habla claro el bienaventurado Cipriano: "Pues aunque parezca que en la Iglesia existe cizaña, nuestra fe o nuestra caridad no deben hallar impedimento, de suerte que, por ver que existe cizaña en la Iglesia, nos apartemos nosotros de la misma".
Nada en absoluto se han atrevido a responder vuestros obispos a estas palabras, aunque durante mucho tiempo han sostenido inútilmente que no se había predicho y figurado que la cizaña se hallaría en la Iglesia, ya que el Señor dijo: El campo es el mundo 12, y no: "El campo es la Iglesia". Nosotros, por el contrario, sosteníamos que con el nombre de mundo se significaba a la Iglesia, como también lo entendió Cipriano, puesto que se prefiguraba la Iglesia que había de encontrarse por todo el mundo. Por eso decían ellos que el mundo siempre se tomaba en sentido peyorativo y presentaban testimonios tomados de las Escrituras, como éste: Si alguien ama el mundo, el amor del Padre no está en él 13, y otros semejantes. Nosotros, en cambio, respondíamos que el mundo en las Escrituras estaba tomado no sólo en mal sentido, sino también en el bueno, y citábamos entre otros lugares aquel pasaje: En Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo 14.
Por consiguiente, ya se salgan los malos o se queden dentro, ignorados o conocidos, la misericordia y la justicia de Dios hacen que no perjudiquen a los buenos si no consienten en sus maldades, sino que unos y otros lleven su propia carga, y que ni el hijo cargue con los pecados del padre, a no ser que le imitara en su malicia, sino que el alma que peque sea la que muera.
Se es cómplice del mal cuando se asiente a él
VII. Por tanto, cuando alguien está de acuerdo con los malos para el mal, tiene ya causa común con ellos y se hace una sola persona de toda la sociedad de los malos, y por ello, cuando juntos perecen y son condenados juntos, es la causa y la persona propia, no la ajena, la que prejuzga a cada cual.
Por el contrario, cuando los buenos y los malos oyen juntos la palabra de Dios y reciben juntos los sacramentos de Dios, y sin embargo son diferentes las causas de sus actos, y se diferencian también las personas por diversidad de voluntades, comiendo el mismo santo alimento, dignamente unos e indignamente otros, ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
10. Por esto, cualesquiera sean los testimonios de las divinas Escrituras que hayan podido citar vuestros obispos, testimonios que anunciaban una Iglesia limpia de toda mancha de hombres malos, no se anunciaba por aquellos testimonios la que existe al presente, sino la que existirá tras esta mortalidad en la vida futura; y cualesquiera fueran los testimonios que adujeron sobre los hijos, que, según ellos, tenían una causa común con sus padres, precisamente por la culpa de los padres, no porque los hijos imitaran su malicia, no comprendiendo los testimonios divinos, los hacían oponerse entre sí, y lejos de comprender y tratar de concordar unos y otros pasajes según la diversidad de los tiempos, causas y personas, pretendían que, como ellos contra nosotros, así se oponían entre sí los documentos divinos. Nada tiene de particular que no entendieran la armonía de las Escrituras quienes no tenían paz con su Iglesia.
Sólo en el siglo futuro carecerá la Iglesia de pecadores
VIII. 11. Nosotros aceptábamos unos y otros documentos y demostrábamos la concordia entre ellos. Aceptábamos, en efecto, lo que citaron en la carta que aplicaba a la Iglesia: Ya no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros 15 y también lo que está escrito: Dejad que ambos crezcan juntos hasta la siega 16; pero decíamos que esto se realizaba en el campo y aquello tendría lugar en el granero. Finalmente nos han combatido durante mucho tiempo, afirmando que la cizaña, a la que se dejó crecer junto con el trigo hasta la siega, no se encuentra en la Iglesia, sino en el mundo, y esto va contra el pensamiento del mártir Cipriano, que dijo: "Aunque se encuentra la cizaña en la Iglesia, nuestra fe o nuestra caridad no deben hallar impedimento hasta el punto de que, como vemos que hay cizaña en la Iglesia, nos apartemos nosotros de ella". Y no quieren admitir que bajo el nombre del mundo puede significarse la Iglesia, contra las palabras del Apóstol, que dijo: En Cristo estaba Dios reconciliando el mundo consigo 17, y contra las palabras del mismo Señor, que dijo: Dios no ha enviado su Hijo al mundo para condenar el mundo, sino para que el mundo se salve por él 18. No puede el mundo, en efecto, ser reconciliado, y por tanto ser salvado, si bajo el nombre de mundo no se entiende la Iglesia, que es la única que, reconciliada con Dios, alcanza la salud.
No obstante ello, en la parábola que hemos citado del Evangelio, en que se dice que los peces buenos y los malos se encuentran mezclados en las mismas redes hasta que sean separados en la orilla, esto es, en el fin del mundo, vuestros obispos, vencidos por la evidencia de la verdad, confesaron que los malos se encuentran mezclados en la Iglesia hasta el final del mundo, aunque afirmaron estaban ocultos, ya que los desconocen los sacerdotes, como los pescadores no distinguen a los peces en las redes mientras se encuentran en el mar.
Entonces, ¿cómo se entiende que pertenece a ese tiempo el testimonio profético que pusieron en su respuesta, en el que se dijo a la Iglesia: No volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros 19, si se comparó a la Iglesia con las redes, en las cuales, hallándose aún en el mar, confesaron que los malos estaban mezclados con los buenos o estaban ocultos? Por donde se ve claramente que no tendrá lugar sino en el siglo futuro, después del juicio, aquello de que no volverá a entrar ningún incircunciso ni inmundo. ¡Oh violencia de la verdad, que atormenta a sus enemigos, no en la carne, sino en el corazón, hasta hacerlos confesarla contra su voluntad!
Distinguir los tiempos de la Iglesia
IX. 12. Ha quedado claro lo que decíamos nosotros: hay que distinguir los tiempos de la Iglesia; ella no es hoy la que será después de la resurrección; ahora tiene malos mezclados, entonces no los tendrá; aquellos testimonios divinos, en los que el Señor la presentó como totalmente ajena de toda mezcla de los malos, no se refieren a la mezcla que existe en el tiempo actual.
He aquí lo que la verdad evangélica les ha forzado a confesar a quienes dijeron que ahora había malos mezclados ocultamente en la Iglesia. He aquí que al presente pasa por ella el inmundo, aunque oculto. Luego no es éste el tiempo que fue anunciado por el profeta al decir: Ya no volverán a entrar en ti incircuncisos ni inmundos 20. Por consiguiente, ahora entran al menos ocultos. Aun eso mismo que dice: No volverán a entrar, demuestra que ellos solían antes entrar, pero que no volverán a hacerlo.
Y todavía nos preguntaban malévolamente cómo pudo el diablo sembrar la cizaña en la Iglesia de Cristo, reconociendo ellos que en la Iglesia están mezclados los malos, al menos ocultos, sin querer darse cuenta de que han sido sembrados por el diablo.
Presencia de pecadores manifiestos
X. 13. La misma objeción tan ingeniosa que les parecía haber descubierto la lanzaban más bien contra sí. Si el Señor ha comparado a la Iglesia con las redes que reúnen igualmente a los peces buenos y a los malos, porque quiso significar que los malos no estaban en la Iglesia manifiestos, sino ocultos, y a ellos los desconocen los sacerdotes como los pescadores desconocen a los que las redes han capturado bajo las olas, por eso mismo ha sido comparada la Iglesia también con la era, para anunciar que los malos manifiestos habían de estar en ella mezclados con los buenos. Pues la paja mezclada en la era con el grano no se oculta bajo las olas, antes destaca a los ojos, de tal suerte que más bien queda oculto el grano y salta ella a la vista.
Sobre esta parábola, aunque la habíamos puesto entre las restantes tomadas del Evangelio, no han podido aducir nada contra nosotros, sino que el profeta Jeremías dijo: ¿Qué relación hay entre la paja y el trigo? 21 Sin embargo, dijo esto porque no tienen semejanza entre sí, no porque no puedan estar mezclados; porque no estarán juntos en el granero, no porque en la era no son igualmente trillados.
Bien que Jeremías, cuando decía esto, no trataba del pueblo de Dios, sino de los sueños de los hombres y de las visiones de los profetas, cosas estas que no admiten comparación por semejanza alguna, como la vacuidad de la paja no admite comparación con la consistencia del trigo.
14. Intentaron ciertamente vuestros obispos negar que estuviera escrita en el Evangelio la comparación de la Iglesia con la era pero luego, convencidos con la cita de las palabras evangélicas, cambiaron de parecer hasta llegar a decir que se indicaban allí malos ocultos, no notorios, de los cuales se dijo: En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga 22.
¡Ea!, juzgad vosotros, abrid los ojos, prestad oídos a la verdad. Si, como ellos dijeron, comparó el Señor a la Iglesia con las redes precisamente porque no quiso que se entendiera que había malos sino escondidos, a quienes no conocen los sacerdotes, como los pescadores no distinguen los peces bajo las olas, ¿acaso se trilla la era bajo el agua o bajo la tierra, o acaso en las horas nocturnas y no al calor del sol, o es ciego el labrador que trabaja en la era? ¡Cuánto mejor sería que se corrigieran ellos mismos antes que estar trastocando los santos Evangelios e intentar desviar las palabras divinas a los vanos errores de su mente! Una de dos, o el Señor utilizó la semejanza de los peces no precisamente por los ocultos, sino también por los mezclados en la Iglesia, o ciertamente se atribuyó a cada cosa una semejanza propia: se habló de los peces por los malos ocultos y de la era por los manifiestos, porque como aquéllos están mezclados con los buenos antes de llegar a la orilla, así están éstos en la Iglesia antes de la bielda.
Ellos mismos, vuestros obispos, nos avisan que en la era debemos entender como paja a los malos notorios presentes en la Iglesia, y pretenden que por los peces presentes en las redes flotantes deben entenderse los malos ocultos, ya que como a aquéllos no los conocen los pescadores, tampoco los sacerdotes conocen a éstos. ¿Por qué no hemos de decir: "Por consiguiente, los malos están figurados en la paja porque es lo que ven claramente los trilladores"? Pero como aquéllos no pueden ser separados antes de llegar a la orilla, así la paja no puede ser beldada antes del fin señalado. Pero el Señor se encarga de guardar la inocencia de sus santos y de sus fieles como peces buenos, como trigo fecundo, de suerte que no los perjudiquen dentro de estas redes las especies mezcladas, que serán rechazadas, ni en la era la paja, que será aventada, ya que, como ellos dijeron, releyeron y suscribieron, ni una causa podrá prejuzgar a otra causa ni una persona a otra persona.
Los donatistas firmaron todas sus intervenciones
XI. 15. Quizá se atrevieran a negar que han dicho esto si no pudieran ser convencidos por su firma. Notad con qué diligencia se procuró vuestra salud, hasta llegar nosotros a suscribir, cosa que no querían ellos se hiciese aunque al fin el honor les obligó a hacerlo. Se conservan sus palabras, que rechazaron esta propuesta, y también existen otras en que dieron su consentimiento para lo que antes habían negado; todo consta por escrito, está firmado por todos. Parece que no querían suscribirlo, para poder negar haber dicho lo que habían dicho y calumniar al juez acusándolo de corrupción de las actas.
Al no poder hacer esto ahora, dicen que el juez fue sobornado; pero los causantes de que sentenciase contra ellos no fueron sino ellos mismos, que tantas pruebas dieron en favor nuestro aun en contra suya; y para que no pudiesen negar nada, aunque forzados y de mala gana, suscribieron todas sus intervenciones. No querían, en efecto, suscribirlas; así, sirviéndose de la calumnia de que se habían corrompido las actas, podían negar lo que habían dicho. No obstante, consintieron a instancias del juez, porque se daban cuenta de que al no querer suscribirlas era claro para todos que no manifestaban otra cosa sino temor de que se les leyeran sus palabras. Prefirieron defender después con ciertas nebulosidades sus intervenciones a condenarlas tan pronto.
Una sentencia pronunciada de noche
XII. 16. Pero ved, por favor, cómo con esa su defensa se comprometen más y defienden nuestra causa echando a perder enteramente la suya. Después de la conferencia, al querer apelar tras su derrota, se les objetaron estas palabras suyas, y enredándose aún más, se esfuerzan en defenderlas si se les pregunta qué es lo que hicieron. Así os tienen por gente de poco talento, que no advertís que han sido vencidos de forma absoluta, al deciros tales historias que no os contarían en modo alguno si encontraran algo útil que deciros.
En efecto, ¿quién puede tolerar se quejen unos hombres vencidos porque se dio la sentencia contra ellos por la noche? Como si la necesidad de una causa no retuviera muchas veces al juez obligándolo a estar en su oficio hasta bien entrada la noche, o como si no fuera verdad lo que se dice porque se dice por la noche. No oyen a la Escritura que dice: De día manda el Señor su gracia y de noche se manifiesta 23, y también: Para anunciar tu misericordia por la mañana y tu verdad por la noche 24. Como también dijeron que los perseguidores habían venido por la noche, sin fijarse en que también el Señor predicó la verdad a sus discípulos durante la noche, y no quisieron prestar atención a lo que está escrito: que el apóstol Pablo prolongó su conversación hasta media noche.
Si tuvieran una verdad que decir, no se lo impediría la noche. Ciertamente, una noche tenebrosa cegaba sus mentes cuando proferían tales argumentos contra sí mismos y no corregía su alma extraviada ni siquiera ante la verdad de la luz. En realidad, era aún de día cuando nos objetaban que, según la norma forense, había prescrito el tiempo, diciendo que la causa había caducado y no podía tratarse en modo alguno. No se daban cuenta de que no habían mostrado a los hombres otra cosa que su gran temor de que se llevase a cabo un proceso en el que quedaba de manifiesto su perversidad y la verdad católica.
Los casos de Milciades, Estratón y Casiano
XIII. 17. Era también aún de día cuando quisieron invalidar el juicio del obispo de Roma, Milciades, en el cual quedó justificado y absuelto Ceciliano, y llegaron a afirmar que el mismo Milciades había sido traditor. Al exigirles una prueba de esa acusación, leyeron unas actas larguísimas donde no aparecía el nombre de un Milciades que hubiera entregado algo, luego leyeron otras actas donde se hallaba que Milciades había enviado unos diáconos con cartas del emperador Majencio y del prefecto del pretorio al prefecto de la ciudad para recuperar los lugares arrebatados a los cristianos en tiempo de la persecución. No apareció allí la menor acusación contra Milciades, y entonces dijeron que en las actas anteriores relativas a la entrega se citó el nombre de Estratón, como se llamaba uno de los diáconos que había enviado Milciades para recuperar los lugares, pretendiendo, sin demostrarlo, que era el mismo personaje. Ni siquiera demostraban que hubiese sido al menos diácono el Estratón autor de la entrega. Aunque realmente lo hubiese sido, les respondimos que hace poco tiempo había habido en el mismo clero de la Iglesia romana dos diáconos con el nombre de Pedro. Así, cegados en su espíritu, ensartaban tenebrosas calumnias, con la añadidura de una falsedad evidente: la coincidencia no sólo del nombre, sino también de los lugares, regiones y personas, que demostraban que no se trataba de cualquier otro sino del mismo Estratón, cuando en aquellas actas no se encontraba coincidencia alguna fuera de la semejanza del nombre; y es costumbre bien corriente del género humano designar con el mismo nombre a dos y a más personas.
Ellos mismos obraron así con su Donato de Cartago: para que no fuera considerado como condenado en el juicio de Milciades, ya que lo tenían por tan importante, gritaron bien alto que había que distinguirlo de Donato de Casas Negras, porque no había sido Donato de Cartago el enviado contra Ceciliano al juicio episcopal de Milciades; tan crasa era la noche que albergaban en su espíritu, que no querían quedara deshonrado Donato con la semejanza de su nombre y pretendían que fuera manchado Milciades con la de un nombre extranjero.
Ahora bien, se dice que añaden al de Estratón el nombre de Casiano, cosa que callaron en la conferencia, como si sólo Estratón hubiera podido tener un sinónimo y no lo hubiera podido tener Casiano, y obcecados en su noche interna, no pudieron fijarse en que había dos Juanes, uno el Bautista y otro el Evangelista, así como también dos Simones, uno Pedro y otro el Mago , y finalmente en el número tan reducido de los apóstoles, no sólo dos Santiagos, uno el de Alfeo y otro el de Zebedeo, sino también dos Judas, santo el uno y diablo el otro; y si alguien tan ciego de espíritu acusase al santo apóstol Judas del pecado de Judas el traidor, no haría sino imitarlos a ellos.
Nada tiene de sorprendente que la memoria de Milciades, después de tanto tiempo, tenga que soportar a semejantes calumniadores a propósito de dos Casianos o de dos Estratones, lo mismo que la verdad evangélica tiene que soportar a otros semejantes sobre dos Herodes. Pues como no se ha dicho expresamente qué Herodes es el que murió tras la matanza de los niños sacrificados en lugar de Cristo, y qué Herodes persiguió al Señor junto con Pilato, esos calumniadores, juzgando que es el mismo, acusan de falsedad al Evangelio, al igual que aquéllos, juzgando que había un solo Estratón o Casiano, le tildan a Milciades de traditor. Y, sin embargo, es más tolerable el error de aquéllos, ya que concuerdan el nombre y la dignidad de los aludidos, pues uno y otro son llamados el rey Herodes; éstos, en cambio, han falsificado la concordancia de la dignidad, ya que no pudieron leer en modo alguno que ambos hubieran sido diáconos.
Autenticidad del concilio de Cirta
XIV. 18. Era aún de día cuando pretendieron demostrar que no había existido el concilio de Cirta -si se puede llamar concilio aquel en que apenas se reunieron once o doce obispos-, donde leímos que hubo algunos traditores, que con Segundo de Tígisi condenaron a Ceciliano. Para demostrar aquella falsedad dijeron que era imposible que en tiempo de persecución se reunieran en alguna casa esos doce obispos. Y para demostrar que era época de persecución, presentaron las actas de los mártires, a fin de que, compulsando los tiempos y los cónsules, quedara claro de qué tiempo se trataba. Quedaron convictos de que esas actas de mártires testificaban contra ellos; en efecto, en ellas quedó bien de manifiesto que en la persecución de ese tiempo tenían los fieles cristianos la costumbre de reunirse. De ahí se sigue la posibilidad de que aquellos obispos se reunieran en alguna casa, a fin de poder ordenar ocultamente algún obispo para el pueblo que, como confirman las actas de los mártires, se podía reunir incluso en tiempo de persecución; ese obispo podría también ordenar para sí ocultamente clérigos por la necesidad tan grande en que se encontraba el obispo anterior, venido a menos con su clero, según el testimonio de la carta del mismo Segundo que ellos habían alegado.
Las actas de los mártires que los donatistas presentaban nos indujeron a mirar otras, y descubrimos, y lo publicamos, que en el hervor de la persecución se concedió para la reunión de los cristianos hasta una casa privada -cosa que ellos daban por imposible-, y que en la misma cárcel fueron bautizados mártires; por ello podían ver que no era tan increíble que en tiempo de persecución se reunieran unos pocos obispos en una casa privada, si llegaban a celebrarse los sacramentos de Cristo incluso en la misma cárcel en que se encontraban encerrados los cristianos por la fe de Cristo. ¿Quién, si no alberga en su espíritu una noche como la que tenían estos ciegos, quién no verá lo que nos han ayudado presentando las actas de los mártires?
Cuestión de fechas
XV. 19. Ellos osaron también objetar a las mismas actas de Cirta, porque en ellas se leían la fecha y los cónsules, y nos exigían que presentásemos algunos concilios eclesiásticos en que constara la fecha y los cónsules. Mencionaban ellos el texto del concilio de Cartago, que no aportaba ni fecha ni cónsules. Decían que ni siquiera el concilio celebrado por Cipriano menciona los cónsules, aunque sí tiene fecha; en cambio, el de Cartago ni día siquiera. Mas nosotros, como teníamos en la mano el concilio romano de Milciades, lo mismo que el de Cirta, y demostramos que citaban la fecha y los cónsules, no necesitamos examinar para ese momento los antiguos archivos eclesiásticos por los cuales se demuestra que ésta fue también la costumbre de los antiguos. No queríamos tampoco suscitar fútiles objeciones sobre por qué se encontraba la fecha en el concilio de Cipriano y no se encontraba en el de los suyos, porque ellos trataban de ensartar inútiles demoras que nosotros procurábamos evitar.
También nos exigían que les demostráramos si se hallaba consignada la fecha y los cónsules en las divinas Escrituras; como si se hubieran comparado alguna vez los concilios de los obispos con las Escrituras canónicas, o pudieran ellos presentarnos de las santas Escrituras algún concilio en el que se hayan sentado como jueces los apóstoles y hayan absuelto o condenado a algún reo. No obstante, les contestamos que hasta los profetas avalaron sus libros con la anotación precisa de los tiempos, consignando en qué año de qué rey, en qué mes del año, en qué día del mes les llegó a ellos la palabra del Señor; con ello pretendíamos demostrar con qué estupidez y malevolencia promovían cuestiones tan inútiles sobre las fechas y los cónsules de los concilios episcopales.
Ciertamente puede existir en los códices tal variedad, que mientras unos indican las fechas y los cónsules con mucha diligencia, se pasen otros esos detalles como cosa superflua: tal fue el caso del códice del cual por primera vez nos enteramos del juicio de Constantino, en el que, en presencia de las dos partes, declaró inocente a Ceciliano y a ellos calumniadores; el tal códice no tenía ni fecha ni cónsules; en cambio, los tenía otro que presentamos después contra las calumnias.
También allí habían protestado con toda malevolencia porque nosotros leíamos la carta del emperador sin fecha y sin el nombre del cónsul, y no obstante también ellos leyeron sin fecha ni nombre del cónsul una carta del mismo emperador en la causa de Félix, el consagrante de Ceciliano, que con sorprendente ceguedad presentaron contra sí mismos. Nada les objetamos entonces a fin de no ocupar como ellos tiempo necesario con palabras superfluas. Lo decimos ahora, no obstante, para que, al menos vosotros, abráis los ojos y os libréis de la noche tenebrosa que albergaban en su espíritu vuestros obispos, quienes reprocharon a la actuación del juez la sentencia nocturna, mientras ellos, envueltos en interiores tinieblas durante el día, dijeron con sorprendente ceguedad tantas cosas contra sí mismos.
Donato, perseguidor de Ceciliano
XVI. 20. Se leen en las actas del magistrado de Cartago las palabras bien claras de Primiano, donde dice que nuestros antepasados molestaron con varios destierros a sus padres, y en la Conferencia se esforzaron en demostrar que, bajo las acusaciones de sus antepasados, el emperador condenó a Ceciliano al destierro. Dicen en su carta que su comunión es la Iglesia de la verdad, la que soporta la persecución y no la ocasiona, y se afanan por demostrar que Ceciliano fue condenado por sentencia del emperador bajo la demanda de sus antecesores; y afirman que no fue el instigador de esto Donato de Casas Negras, sino el que ellos ensalzan sobre todos, Donato de Cartago.
Esto es, en efecto, lo que se dice que ponen de relieve ahora en sus escritos por medio de los suyos, cuando, vencidos, acusan al juez, porque la verdad de la noche ha refutado la noche de su corazón. A aquel Donato, el famoso Donato a quien llamaron ornamento de la Iglesia de Cartago y varón con la aureola del martirio, a este Donato trataron de encumbrar hasta el punto de decir que él fue quien declaró y dejó convicto como reo a Ceciliano ante el tribunal del emperador Constantino. De suerte que este varón coronado con la aureola del martirio fue quien constituyó y declaró reo a Ceciliano ante el tribunal del emperador, como consecuencia de lo cual le llegó la condenación a Ceciliano.
Nosotros hemos demostrado que esto es falso al leer una carta del mismo emperador tomada de los archivos públicos, en la cual testifica que él escuchó y juzgó entre las dos partes, y rechazó las calumnias de aquéllos absolviendo y declarando inocente a Ceciliano. Nada pudieron encontrar para responder a esa carta, aunque sí presentaron otros documentos que sirvieron para confirmarla en contra de ellos precisamente. Por consiguiente, consta que Ceciliano fue acusado ante el emperador por los antepasados de aquéllos; lo que no consta es que fuese condenado; más aún, consta que fue absuelto.
Veis, sin embargo, vosotros cómo han favorecido nuestra causa vuestros obispos, que pretendieron conseguir su gloria incluso con esa falsedad. En efecto, si el famoso Donato aureolado con la gloria del martirio presentó como reo a Ceciliano ante el tribunal del emperador; si por la acusación y las instancias de este aureolado con la gloria martirial fue condenado Ceciliano por el emperador, que os contesten ellos quién de los dos era el mártir en estas circunstancias: Donato, que perseguía a este hombre ante el emperador, o bien el mismo Ceciliano, que bajo esa acusación era condenado por el emperador. ¿En qué queda ahora aquel principio definitivo suyo de que la comunión de Donato es la Iglesia de la verdad, la que sufre persecución y no la causa? El que padece aquí es Ceciliano, el que persigue es Donato; ¿quién de los dos es laureado con la gloria del martirio?
Justificación de la persecución
XVII. 21. Atended, fijaos, no os quedéis todavía en el error pernicioso. Dios ha tenido a bien descubriros la verdad que os ocultaban; Dios ha tenido a bien refutar la falsedad que os cegaba: ¿por qué permanecéis aún ingratos ante beneficio tan grande?
Esto es sin duda lo que os decían muchas veces, con lo cual ofuscaban con su falaz astucia los ojos de vuestro espíritu, y por eso aún hoy, aunque vencidos, se glorían y por ello nos denigran diciendo que nosotros somos los que perseguimos y ellos soportan la persecución. Este es el recurso que les queda tras su derrota en toda línea, y mediante él tratan de ofuscar a los ignorantes, haciendo ostentación de ser la Iglesia de la verdad, porque padece persecución, no la suscita.
Que no continúen, pues, engañándoos; nosotros no les hacemos ni más ni menos que lo que se glorían haber hecho con Ceciliano sus antepasados y el que tienen como laureado con la gloria del martirio. Esto es lo que hizo aquél ante el emperador a fin de que Ceciliano fuese convicto y condenado. Esto es lo que hemos hecho nosotros a fin de que queden convictos y sufran penas semejantes. Si está mal, ¿por qué le hacía esto Donato? Y si éste obró bien, ¿por qué no puede hacer esto la Católica al partido de Donato? En todo caso, no pueden dudar que se obra rectamente con quienes se glorían de haber hecho eso mismo sus antepasados, a quienes tanto alaban; así como tampoco dudamos nosotros que no podemos negar se ha de obrar con ellos de la misma manera que, sin llegar a la efusión de la sangre, sean castigados estos incorregibles en sus palabras por la ley con alguna pena, bien que levísima; aún más, si acaso el emperador, exacerbado ya, se ha decidido a castigar la obstinación de su espíritu con algún suplicio más grave, que en ese caso procedan con más blandura los jueces, que siempre tuvieron la facultad de mitigar y suavizar la sentencia.
Por consiguiente, aunque no pueda demostrarse que Ceciliano fue condenado por el emperador Constantino, se os ha quitado a vosotros el error de pensar que es verdadera la Iglesia que sufre persecución, no la que la ocasiona; pues la hizo Donato y la soportó Ceciliano. Y si soporta la persecución el partido de Donato, la soporta con él incluso el partido de Maximiano, del que afirman ellos no ser de la Iglesia de Cristo.
En consecuencia, el suscitar la persecución no es indicio de iniquidad, ya que la suscitan los buenos a los malos y los malos a los buenos, y el soportar la persecución no es prueba de santidad, puesto que no sólo la soportan los buenos por su piedad, sino también los malos por su iniquidad.
22. Sólo os queda, pues, que, corregido el error, veáis y mantengáis a la Católica como la Iglesia de Cristo, y que no la elijáis por sufrir ella persecución. Si es verdad que dijo el Señor: Bienaventurados los perseguidos, para no dar lugar a vanagloriarse a los herejes, añadió: por causa de la justicia 25.
Conocéis también vosotros todos los horrores que causaron a los nuestros los clérigos y los circunceliones del partido de Donato: incendiaron iglesias, quemaron libros sagrados, arrancaron de su casa a las personas, arrebataron o destruyeron cuanto tenían, y a ellos los golpearon, desgarraron, dejaron ciegos. No se contuvieron ni ante el homicidio, aunque sea más llevadero arrancar a un moribundo de la luz de esta vida, que quitarle a un viviente la luz de los ojos. No se respetó ni a las personas, no precisamente para llevarlas detenidas a alguna parte, sino para hacerlas sufrir esos malos tratos. Nosotros, sin embargo, no tenemos por justos a los nuestros por haber sufrido todo esto, sino porque lo sufrieron por la verdad cristiana, por la paz de Cristo, por la unidad de la Iglesia.
En cambio, ellos, ¿han sufrido algo semejante bajo tantas y tan severas leyes, y bajo tan grandes poderes como el Señor ha otorgado a la Iglesia católica? Si alguna vez son castigados con la muerte, es o porque se la dan ellos, o porque mueren cuando se hace frente a su cruel violencia; no precisamente por la comunión del partido de Donato ni por el error de un cisma sacrílego, sino por sus clarísimas atrocidades y crímenes, llevados a cabo según la costumbre de los bandidos con inhumano furor y crueldad. Por pertenecer al partido de Donato apenas si soportan alguna pequeñez, como la que dijeron había soportado Ceciliano a consecuencia de la acusación de Donato.
23. En conclusión, o no es injusta cualquier persecución, o no se la debe llamar persecución si es justa. Y así, o el partido de Donato soporta una persecución justa, o no soporta persecución, ya que sufre justamente. No sufrió, sin embargo, justamente Ceciliano, ya que fue declarado inocente y absuelto. Esto, ciertamente, lo negaron ellos; es más, dijeron que había sido condenado por el emperador, y por eso aseguraron que sus antepasados y sobre todo Donato, tan encarecidamente alabado por ellos, habían suscitado la persecución contra Ceciliano, aunque no pudieron en modo alguno demostrar que fue convicto y condenado; incluso más -y ya lo decíamos nosotros- confirmaron ellos, leyendo tantas cosas contra sí mismos, que había sido absuelto y justificado.
Sin embargo, proclaman jactanciosamente que el emperador les ha concedido la libertad. Incluso, vencidos y confundidos, reclamaban que se les debía conceder a ellos ahora lo que sus antepasados no concedían a Ceciliano, a quien así acusaron ante el emperador, y contra quien, tras su acusación, lanzaron la falsedad de que había sido condenado. Si se debe conceder a cada uno la libertad, se le concedería primero a Ceciliano; si tales cuestiones no se deben confiar al juicio del hombre, sino que se deben dejar más bien al juicio de Dios, no debería acusarse a Ceciliano ante el emperador.
La causa de la Iglesia y la de Ceciliano son distintas
XVIII. 24. Despertad ya de una vez; que no os tenga sujetos el sueño infernal, que deje ya de sumergiros en el abismo la impía costumbre del error antiguo; poneos de acuerdo con la paz, adheríos a la unidad, asentid a la caridad, dad paso a la verdad; reconoced que la Iglesia católica, que comenzó en Jerusalén, se extiende por todas partes, y que el partido de Donato no está en comunión con ella ni la prejuzga la causa de Ceciliano. Justificado ya tantas veces y tantas veces absuelto, aunque no fuera inocente, ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
Este es el pregón que lanza a través del orbe la Iglesia universal y el clamor de su miembro en África: "Reconozco el testimonio de Dios, no conozco la cuestión de Ceciliano; creo inocente a quien han perseguido vuestros antepasados y de quien leo que ha sido absuelto tantas veces; mas cualquiera que sea su causa, en nada prejuzga a mi causa, en nada prejuzga a mi persona. Vosotros sois los que habéis dicho esto, vosotros los que lo firmasteis: 'Ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra'. He aquí al Señor, que dice: A todas las naciones, empezando por Jerusalén 26. Amarrémonos a la divina verdad en la única Iglesia y liquidemos de una vez los litigios humanos".
Incongruencias donatistas
XIX. 25. ¿Acaso pudieron defender después de la Conferencia el principio establecido por ellos de que una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona? ¿No se embrollaron más bien en una mayor confusión? Veamos cómo se han expresado en ciertos principios suyos: "Cierto, dicen, ha sido reflejado fielmente el principio de que una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a la otra, pero solamente hasta el pasaje: 'que a nosotros no nos prejuzgan los que han sido rechazados o condenados por nosotros'. Pero quienes descienden a la consagración de Ceciliano, quienes por tener tal predecesor están contados entre los culpables, ¿cómo no van a incurrir en los crímenes de quien los consagró, puesto que la misma cuerda de los pecados tendida por toda la sucesión necesariamente hace cómplices del pecado a cuantos ha ligado con el vínculo de la comunión?"
¡Estupenda defensa! Tan denso y apretado es el lodo en que se les pegaron los pies, que al hacer inútiles esfuerzos por sacarlos, quedan sujetos también de manos y de cabeza, y, apresados en el lodo, se hunden más. Efectivamente, entre los que citan como rechazados o condenados por ellos, esto es, de entre los maximianistas, tienen ellos consigo a Feliciano, que fue quien condenó a Primiano y fue a su vez condenado por ellos en la causa de Primiano. ¿Cómo es posible que traten de enlazar a la Iglesia católica con tan larga cuerda desde Ceciliano hasta estos tiempos y no adviertan su cadena tan cerca como la tienen?
Es muy célebre la sentencia de Bagái sobre Maximiano y sus compañeros. Dice: "La cadena del sacrilegio arrastró a muchísimos a la participación en el crimen". Feliciano, pues era arrastrado por esta cadena: si no les prejuzga a ellos Feliciano, ¿por qué nos va a prejuzgar Ceciliano a nosotros? ¿Acaso prejuzga cuando ellos quieren, y cuando no quieren no, una causa a otra causa, y según su antojo es más fuerte la cuerda antigua que la cadena nueva? No prejuzga Maximiano a Feliciano, por quien fue condenado; no prejuzgan Maximiano y Feliciano a Primiano, por quienes fue condenado; no prejuzga Maximiano a los que recibieron una dilación, con quienes se asoció en un cisma; no prejuzga Feliciano al partido de Donato, que le recibió con el mismo honor, sin destruir en él el bautismo que dio en el mismo sacrilegio; y prejuzga Ceciliano a tantos pueblos cristianos, él, que había sido condenado una vez como Primiano y absuelto tres veces, lo que no fue Primiano.
Nos prejuzga a nosotros un desconocido, ya muerto tiempo ha; y uno que vive aún no les prejuzga a ellos, por quienes leemos que fue condenado poco antes y con quienes se le ve ahora asociado. Nos enrolla a nosotros la cuerda de Ceciliano; y no les enrolla a ellos la cadena de Feliciano, a ellos que han pronunciado sentencia contra él, en la que se condena la misma cadena. Pueden ellos decir: "Hemos recibido a los que condenamos en pro de la paz de Donato, ya que ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona"; y nosotros no podernos decir: "No abandonamos la paz de Cristo por causa de aquellos a los que condenasteis, ya que ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a la otra". ¡Oh frente de hierro, oh furor tenebroso: reprochan al juez la sentencia dada de noche, y andan a tientas, tropiezan, caen en la noche de su corazón, litigan rabiosamente contra nosotros y dicen cosas tan estupendas en nuestro favor!
La separación de los malos es ahora espiritual
XX. 26. Pero hay más aún. Hasta se atreven a recordar ahora los testimonios proféticos y evangélicos, a los que hemos respondido en su totalidad en aquella Conferencia, demostrando que los mismos santos profetas se encontraron junto con los inicuos en un solo templo, bajo los mismos sacerdotes, celebrando los mismos misterios, y, sin embargo, no fueron mancillados por los malos, porque sabían distinguir entre lo santo y lo inmundo, no dividiendo corporalmente al pueblo, como hacen éstos, sino juzgando con rectitud y viviendo santamente. Y hacían esto ininterrumpidamente, a fin de que aquella gran casa, en que había, como dice el Apóstol, unos vasos para usos nobles y otros para usos viles, se purificasen a sí mismos con la diversidad de costumbres respecto a ellos, y llegaran a ser vasos para usos nobles, útiles a su señor, dispuestos siempre para toda obra buena.
Ha sido una buena oportunidad, que ellos mismos, entre los muchos testimonios que, sin entenderlos, insertaron en la carta que presentaron y leyeron a la Conferencia, han recordado, vencidos ahora después de la Conferencia, como testimonio principal el tomado del profeta Ageo. En este profeta, en efecto, demostramos con mucha mayor evidencia lo que pretendemos: que no es el contacto corporal, sino el espiritual que tiene lugar por el consentimiento, el que mancha a los hombres, cuyo asentimiento común produce la unidad de su causa.
27. Cuando el Señor tuvo a bien perder a los impíos con un castigo visible separó él mismo con un aviso a los justos; así, separó a Noé con su familia de los que había de destruir con el diluvio; a Lot, de los que había de consumir por el fuego; a su pueblo, del grupo de Abirón, a quien destruiría bien pronto. Por eso en el episodio de aquel que no tenía vestido nupcial, quien ordenó que fuera atado y echado fuera no fueron los que le habían invitado, sino el mismo señor del convite. Ni vale decir que él estaba como el pez bajo las olas, y así no podía ser visto por los que le habían invitado, como el pez no es visto por los pescadores. Por eso, para que no se pensara, como piensan ellos, que era como si uno solo se hubiera introducido entre la turba, oculto para los ignorantes, al momento el Señor no demoró significar que en éste único, a quien mandó atar de pies y manos y que fuera arrojado fuera del convite a las tinieblas exteriores, debía entenderse una gran multitud de malos, entre los cuales viven unos pocos buenos en el convite del Señor. En efecto, después de decir: Atadle de pies y manos y echadle a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes, añadió al instante: Porque muchos son llamados, mas pocos los escogidos 27.
¿Cómo es verdad esto, habiendo sido uno solo de entre muchos arrojado a las tinieblas exteriores, sino porque en aquél sólo estaba figurado el gran cuerpo de todos los malos mezclados en el banquete del Señor antes del juicio divino? De ellos se separan mientras tanto los buenos por su corazón y sus costumbres, comiendo y bebiendo junto con ellos el Cuerpo y la Sangre del Señor, pero con una gran diferencia; éstos, en honor del Esposo, llevan vestido especial, no buscando sus intereses, sino los de Cristo, mientras aquéllos no tienen vestido especial, el amor enteramente fiel al Esposo, y buscan sus intereses, no los de Jesucristo. Así, aunque están en el mismo banquete, los unos comen la misericordia, los otros el juicio, ya que es un cántico del mismo banquete lo que cité antes: Quiero cantar tu piedad y tu justicia 28.
28. Sin embargo, no por eso se va a dormir la disciplina de la Iglesia y dejar de corregir a los turbulentos. No separamos del pueblo de Dios a los que mediante la degradación y la excomunión relegamos al lugar inferior de los penitentes. Y cuando mirando a la paz y tranquilidad de la Iglesia no podemos hacer esto, no despreciamos por ello la disciplina de la Iglesia, sino que toleramos lo que no queremos para llegar adonde queremos, y así nos precavemos como nos mandó el Señor para no arrancar el trigo al querer recoger la cizaña antes de tiempo; así seguimos también el ejemplo y el mandato del bienaventurado Cipriano, que soportó con vistas a la paz a semejantes colegas suyos, usureros, tramposos, salteadores, y no se hizo semejante a ellos con su contagio.
Nosotros, si somos trigo, tenemos que repetir con toda confianza las palabras de este bienaventurado mártir: "Aunque parece que hay cizaña en la iglesia, no debe ser obstáculo a nuestra fe y nuestra caridad, de suerte que, por ver que hay cizaña en la Iglesia, nos apartemos nosotros de ella". Estas palabras las repetirían con toda justicia y piedad nuestros antepasados, aunque tuvieran por malos a Ceciliano y algunos obispos suyos, a quienes, sin embargo, no podían separar de la Iglesia precisamente por aquellos ante quienes no se podía demostrar esa malicia y que los tenían por inocentes. Estas palabras, ni más ni menos, dirían, éstos serían sus sentimientos, para no arrancar a la vez el trigo al tratar de separar irreflexivamente la cizaña.
29. Cierto profeta recibió la orden de no comer ni beber agua en Samaría, adonde había sido enviado para corregir a los que habían señalado las vacas que habían de ser adoradas según el rito de los ídolos de los egipcios; él debió cumplir sin falta esto porque lo había mandado el Señor, que tuvo entonces a bien corregirlos de este modo, absteniéndose el profeta, a quien había enviado, de tocar allí alimento alguno. Ni más ni menos lo que sucede a diario en la Iglesia, cuando al encontrarnos en la casa de algunos a quienes queremos corregir duramente, no tomamos alimento alguno con ellos, a fin de que se den cuenta de cómo nos duelen sus pecados. ¿Se debe acaso llevar a cabo también una escisión del pueblo hasta el punto de que como hierba suave sean arrancados indiscriminadamente los débiles, que no pueden juzgar sobre los corazones de los hombres y sus hechos que no conocen aunque nos sean conocidos a nosotros? En la misma Samaria estaban Elías y Eliseo, aunque vivían en la soledad, no precisamente por evitar la participación en los misterios, sino porque sufrían persecución de parte de los reyes impíos. Pues allí había, no ciertamente separados de los demás, ignorados por el mismo Elías, siete mil varones que no doblaron sus rodillas ante Baal. Finalmente, entre los principales fue tenido como santo Samuel, que reprendió severamente a Saúl, y, sin embargo, partió sin excusa a ofrecer con él el sacrificio al Señor, sin que le contaminaran sus pecados, antes permaneció plenamente limpio conservando sus propios méritos.
30. Pero, aunque esta cuestión ha quedado evidentemente resuelta en la Conferencia y ahora mismo, que nos la resuelva con mayor evidencia Ageo, cuyo testimonio leyeron con preferencia a los demás, hasta el punto de presentarlo aun como síntesis de todos. Censura el Señor por el profeta Ageo al pueblo que había regresado de Babilonia, donde estaba como cautivo, porque descuidaban la casa del Señor y cuidaban con esmero las suyas, y dice que por ello había herido su región con la plaga de la esterilidad. Entonces Zorobabel, hijo de Salatiel, y Jesús, hijo de Josedec, gran Sacerdote, y todo aquel pueblo inspirado por Dios, comenzaron a trabajar en la casa del Señor su Dios. Así lo dice la misma Escritura: Y despertó el Señor el espíritu de Zorobabel, hijo de Salatiel, de la tribu de Judá; el espíritu de Jesús, hijo de Josedec, sumo sacerdote, y el espíritu de todo el resto del pueblo. Y vinieron y emprendieron la obra en la casa del Señor todopoderoso su Dios. Era el día veinticuatro del sexto mes, el año segundo del rey Darío 29. He aquí cómo se señala hasta el día en que comenzaron a trabajar en la casa de Dios.
Pienso que ni aquellos varones ni aquel pueblo eran inmundos cuando trabajaban en la casa de Dios, sobre todo porque les había dicho el Señor: Yo estoy con vosotros, y había excitado el Señor su espíritu para trabajar bien en su casa. Finalmente, ved lo que sigue. Lo enlaza la misma Escritura y dice: El día veintiuno del séptimo mes fue dirigida la palabra del Señor, por medio del profeta Ageo, en estos términos: Habla ahora a Zorobabel, hijo de Salatiel, de la tribu de Judá; a Jesús, hijo de Josedec, sumo sacerdote, y al resto del pueblo, y di: ¿Quién queda entre vosotros que haya visto esta casa en su primer esplendor? Y ¿qué es lo que veis ahora? ¿No es como nada a vuestros ojos? ¡Mas ahora ten ánimo, Zorobabel, dice el Señor; ánimo, Jesús, hijo de Josedec, sumo sacerdote; ánimo, pueblo todo de la tierra! Dice el Señor: y mi espíritu preside en medio de vosotros. ¡No temáis! Porque así dice el Todopoderoso: dentro de muy poco tiempo sacudiré yo los cielos y la tierra, el mar y el suelo firme, sacudiré a todas las naciones, para que vengan los tesoros de todas las naciones, y llenaré de gloria a esta Casa, dice el Señor todopoderoso 30; y todo lo restante que añade profetizando los acontecimientos futuros. Esto suele aplicarse con mayor justeza a los tiempos de nuestro Señor Jesucristo, cuyo pueblo es el templo más auténtico y más santo de Dios, que no está precisamente en los que se toleran por hallarse mezclados, sino sólo en aquellos que al presente están separados de los demás por su vida santa, y después han de estarlo también corporalmente.
Sin embargo, está a la vista cómo ha exhortado y recomendado el Señor a aquel pueblo, a quien se anunció esto y que trabajaba entonces en la casa del Señor, donde estaban también aquellos dos, Zorobabel, hijo de Salatiel, y Jesús, hijo de Josedec, en estas palabras del profeta que hemos citado sin cambiar nada. ¿Podemos acaso decir que es impuro este pueblo y que quien se llegue a él quedará manchado, pueblo al que se dice: Ahora ten ánimo, Zorobabel, dice el Señor; ánimo, Jesús, hijo de Josedec, sumo sacerdote; ánimo, pueblo todo de la tierra, dice el Señor, y mi espíritu preside en medio de vosotros? 31 ¿Hay alguien tan demente que diga que éste es un pueblo tal que quien se acerque a él quedará manchado?
31. Atended ahora, pues, qué es lo que añade a continuación la Escritura después de la profecía que se dirigió a este pueblo sobre los tiempos de Cristo: El día veinticuatro del noveno mes, el año segundo de Darío, fue dirigida la palabra del Señor al profeta Ageo en estos términos: Así dice el Señor todopoderoso: Pregunta a los sacerdotes sobre la Ley. Di: "Si alguien lleva carne sagrada en la halda de su vestido, y toca con su halda pan, guiso, vino, aceite o cualquier otra comida, ¿quedará santificada?" Respondieron los sacerdotes y dijeron: "No". Continuó Ageo: "Si alguien manchado por el contacto de un cadáver toca alguna de esas cosas, ¿queda ella impura?" Respondieron los sacerdotes y dijeron: "Sí, queda impura". Entonces Ageo tomó la palabra y dijo: "Así es este pueblo, así esta nación delante de mí, dice el Señor, así toda la labor de sus manos. Y cualquiera que se acerca allí quedará manchado por su precoz presunción a la vista de sus trabajos; y vosotros aborrecíais a los que reprobaban en las puertas" 32.
¿Qué pueblo es éste tan inmundo que mancha a quien se acerque a él? ¿Es acaso aquel a quien se dijo: Ten buen ánimo, en medio de vosotros preside mi espíritu? 33 No puede ser aquél. Por consiguiente, había dos, uno inmundo y otro al que se prohíbe acercarse al inmundo, al que se exhortaba a tener buen ánimo, porque el Espíritu del Señor estaba en medio de ellos. Por tanto, si eran dos, que se nos muestren también los dos templos, uno en el que entraba éste y otro en el que entraba el otro; que se nos muestren también dos altares, uno en el que ofrecía víctimas uno y otro en el que las ofrecía el otro; que se nos muestren también los sacerdotes, unos del uno y otros del otro, que sacrificaban separadamente cada uno por su pueblo.
Si alguien intenta sostener esto, no está en su sano juicio: estos pueblos estaban en un solo pueblo, bajo un sumo sacerdote, entrando en un solo templo, al igual que bajo un solo Moisés había unos que ofendían a Dios y otros que le eran gratos, de los cuales dice el Apóstol: No todos ellos fueron del agrado de Dios. No dijo: "En su totalidad no fueron del agrado de Dios", como si todos hubieran desagradado a Dios, sino: No todos ellos fueron del agrado de Dios 34, es decir, que se complació en algunos, no en todos.
Y, no obstante, todos estaban bajo los mismos sacerdotes, en uno y el mismo tabernáculo, en uno y el mismo altar ofrecían sus víctimas, y, sin embargo, se distinguían, pero por las obras, no por los lugares; por el espíritu, no por el templo; por sus costumbres, no por sus altares. Así evitaban unos acercarse a los otros para no ser contaminados por ellos, es decir, no consentían en sus malas obras para no ser igualmente condenados. No desconocía un profeta de la categoría de Moisés a aquellos malos, cuyas impías murmuraciones y horrendas amarguras tenía que soportar cada día. Pero admitamos que éste los ignorase: ¿Acaso ignoraba también Samuel a Saúl, a quien por su boca le había condenado Dios con sentencia eterna? Sin embargo, veía a él y al santo David entrar en el único tabernáculo de Dios durante los mismos sacrificios, pero a buen seguro que los veía de muy diferente manera, ya que los veía bien diferentes, y amaba al uno para la eternidad y al otro lo toleraba temporalmente.
De la misma manera conocía Ageo en un solo pueblo dos pueblos que entraban en un solo templo, que vivían bajo un mismo sacerdote, y señalaba a uno como inmundo y prohibía al otro acercarse a él, y, sin embargo, ni se separaba él mismo ni separaba a los demás del mismo templo y de los mismos altares. Luego lo que prohibía era la aproximación espiritual y el consentimiento a los hechos, como lo proclaman las mismas palabras, si hay oído que no cierre furiosos apasionamientos o el estrépito de vana emulación no lo impida. Dice, en efecto, el profeta: Todo el que se acerque a él se mancillará 35. Señaló el vicio al que prohibió acercarse, no apartó a los hombres de los hombres con separación corporal. Y el acceso al vicio de la corrupción tiene lugar mediante el vicio del consentimiento.
32. Alguien podría afirmar que el pueblo a quien se dijo: Ten ánimo, en medio de vosotros preside mi espíritu 36, se había cambiado a peor en pocos días, de suerte que mereciera oír: Así es este pueblo, así esta nación: quien se le acerque quedará manchado 37, pues se encuentran casi noventa días entre las palabras de alabanza dirigidas al pueblo estas otras en que se ordena evitar su inmundicia. Pues bien, para que nadie pudiera afirmar que aquel pueblo se había hecho tan malo en este pequeño intervalo de tiempo, mirad lo que sigue, atended a lo que se dice en este mismo día, o sea, en el vigésimo cuarto del mes noveno, en el que se dijo: Así es este pueblo, así esta nación: quien se le acerque quedará manchado 38. Después de decir esto y conmemorar sus maldades, por las cuales se demostraba que eran inmundos, añadiendo aún y diciendo: Vosotros aborrecíais a los que reprobaban en las puertas, prosiguió inmediatamente: Y ahora aplicad vuestro corazón, desde este día en adelante: antes de poner piedra sobre piedra en el templo del Señor, ¿qué era de vosotros? Metíais en el cofre veinte medidas y no había más que diez; se venía a la cava para sacar cincuenta cántaros, y no había más que veinte. Yo os herí con la infecundidad, con añublo, con granizo en toda labor de vuestras manos, y ninguno de vosotros se volvió a mí, dice el Señor. Aplicad, pues, vuestro corazón, desde este día en adelante (desde el día veinticuatro del noveno mes, día en que se echaron los cimientos del Templo del Señor, aplicad vuestro corazón): ¿hay ahora grano en el granero? Pues si ni la vid ni la higuera ni el granado ni el olivo producían fruto, desde este día yo daré mi bendición 39.
He aquí que este mismo día merecieron ser bendecidos. Claro, pienso que esta bendición no se refiere a aquellos individuos a cuya inmundicia prohíbe que se acerquen, sino a aquellos buenos a quienes se intima la prohibición de acercarse. Estuvieron, pues, en un solo pueblo reunidos y separados, mezclados ciertamente con el contacto corporal y separados por el alejamiento de la voluntad. Pero la Escritura habla según su costumbre, y reprueba a los malos como si todos lo fueran en aquel pueblo, y consuela a los buenos como si allí fueran buenos todos.
Vuestros obispos adujeron en favor nuestro la profecía de Ageo en aquel escrito que se dice escribieron después de la Conferencia y su derrota; con lo cual nos recordaban que quedaba probado con más evidencia lo que decimos, ya que si viven hombres en un mismo pueblo, en un mismo templo, bajo los mismos sacerdotes, participando de los mismos misterios, aunque con voluntad opuesta y discrepando por la diferencia de sus costumbres, ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
Enseñanza de Pablo a los corintios
XXI. 33. También nos citan ahora en sus escritos el texto de la carta del Apóstol: No os juntéis con los infieles. Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? 40, y lo demás, que hemos citado antes, demostrando cómo había que entenderlo rectamente. ¿Qué hace con esto sino recordarnos a quiénes escribió esto el Apóstol? Efectivamente demostramos que se daba en el mismo pueblo de Corinto lo que decimos, a fin de que no piensen que el reprochar a los dignos de reprensión, como si fueran todos reprobados en este pueblo, es propio sólo de la costumbre de los profetas y que no es costumbre del Nuevo Testamento, sino del Antiguo, e igualmente es propio del Antiguo Testamento el animar a los dignos de alabanza como si fueran todos merecedores de ella. Veamos cómo se dirige el Apóstol a los corintios: Pablo, llamado a ser apóstol de Cristo Jesús por la voluntad de Dios, y Sóstenes, su hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto: a los santificados en Cristo Jesús, llamados santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos, gracia a vosotros y paz de parte de Dios Padre nuestro, y del Señor Jesucristo. Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo. Así, ya no os falta ningún don de gracia 41.
¿Quién al oír estas palabras puede creer que existe réprobo alguno en la Iglesia de Corinto, pues que resuenan como si esa alabanza alcanzara a todos? Y, sin embargo, poco después dice: Os conjuro, hermanos, a que tengáis todos un mismo sentir, y no haya entre vosotros disensiones 42. De nuevo, como reprochándolos e increpándolos en este horrendo vicio, a todos dice: ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en nombre de Pablo? 43
Pienso que los que decían en aquel pueblo: Yo soy de Cristo, no llevaron el yugo con los que decían: Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas 44; y, sin embargo, todos se acercaban a un mismo altar, participaban en los mismos misterios quienes no participaban de los mismos vicios. A estos mismos corintios dijo también aquello: Quien come y bebe indignamente, come y bebe para sí su condenación 45. ¿En qué pensaba el Apóstol sino en estos charlatanes para no contentarse con decir: come y bebe su condenación 46, sino añadir para sí, para que se entendiera que esto no se refería a los que ciertamente comían junto con ellos, pero no comían su condenación?
34. Había también entre los mismos corintios quienes no creían en la resurrección de los muertos, un dogma característico de los cristianos, que el Apóstol les propone con estas palabras: Si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo andan diciendo algunos de entre vosotros que no hay resurrección de muertos? 47 No dijo: "en esta tierra" o "en este mundo", sino entre vosotros. No podría proponer esa enseñanza sobre la resurrección de Cristo sino a los ya cristianos, a los cuales dice sobre la misma resurrección de Cristo: Esto es lo que predicamos; esto es lo que habéis creído 48.
Paremos ahora nuestra atención en aquellas palabras con que al principio de su carta ensalza a la Iglesia de los corintios hasta decir: Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, por la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo, en toda palabra y en todo conocimiento, en la medida en que ha sido consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo. Así, ya no os falta ningún don de la gracia 49.
Vemos aquí cómo estaban ellos tan enriquecidos en Cristo en toda palabra y en toda ciencia, cómo nada les faltaba en todo género de gracia, y, sin embargo, había entre ellos quienes no creían aún en la resurrección de los muertos. Pienso que esos a quienes nada faltaba en todo género de gracia no llevaban el yugo con aquellos que no creían que los muertos habían de resucitar. He aquí cómo los fieles no llevan el yugo con los infieles, aunque estén mezclados en el mismo pueblo y sean instruidos bajo los mismos sacerdotes en los mismos misterios.
35. En definitiva, el mismo Apóstol, para que no consintieran en esta increencia los que tenían fe en la resurrección de los muertos, no les ordenó una separación corporal; eran muchos en verdad, no como aquel único que tomó la mujer de su padre, a quien sí juzga digno de una corrección y excomunión más clara. De una manera bien diferente debe ser llevado éste y de otra la viciosa multitud, no sea que si se separa una parte del pueblo de la otra se arranque también el trigo con la impiedad del cisma.
Por ello no separa el Apóstol corporalmente a los que ya creían en la resurrección de los muertos de los que en el mismo pueblo no creían en ella; y, sin embargo, no cesa de separarlos espiritualmente al decir: No os engañéis: las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres 50. No teme él el trato, sino el asentir a ellos, no sea que vayan a acomodar su fe a las malas compañías, que corrompen las buenas costumbres; los exhorta, pues, a separarse de las costumbres, no de los altares.
Finalmente, antes que el Apóstol les escribiera esto, había en la misma Iglesia quienes no creían en la resurrección de los muertos y quienes abundaban en todo género de gracia; y no les manchaban aquéllos a éstos en su increencia. He aquí la manera no de acercarse a aquel a quien acercarse es mancharse; he aquí cómo no comulga en modo alguno la luz con las tinieblas; he aquí cómo, aunque ambas clases de peces naden dentro de las mismas redes, ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
36. Si esto es así, esta necedad tan ruda, este sueño tan pesado del espíritu, ¿no debe ser desechado para poder sentir de una vez que la causa de Ceciliano no puede prejuzgar al orbe católico, con el cual no está en comunión el partido de Donato, si no prejuzga al partido de Donato la causa de Maximiano, o mejor, la causa de Feliciano y de Primiano, tan unidas al presente como condenándose mutuamente ambas? Basta, en verdad, para hablar como hablan ellos, con que los peces malos, ocultos entre las olas, no manchen a los pescadores, que los desconocen, aunque no se trata aquí precisamente de los pescadores, en quienes quizá quiso el Señor significar a los ángeles; en efecto, a lo que se debe prestar más atención es a que dentro de las redes los peces buenos no pueden ser manchados por los malos. Porque no dejan de verse mutuamente, como en cambio nadando bajo el agua no son ellos vistos por los pescadores. Pero, como dije, basta para nuestra cuestión que no manchan los malos cuyas obras malas no son conocidas.
La causa de Ceciliano no afecta a la Iglesia
XXII. 37. Hubo en tiempo de Ceciliano algunos pacíficos dichosos que, conociéndole, aunque no fuera inocente, lo hubiesen tolerado conscientemente en bien de la unidad católica; al verle unido por la participación común en los sacramentos a tantos pueblos desconocidos, en los que se extiende la misma unidad, y ver que no podían probar que era tal cual ellos le conocían, se defenderían contra semejantes calumnias con las palabras del bienaventurado y pacífico Cipriano y clamaban con toda confianza diciendo: "No abandonamos la unidad por causa de Ceciliano, ya que 'aunque parece que existe cizaña en la Iglesia, no debe hallar impedimento nuestra fe y nuestra caridad, hasta el punto de apartarnos nosotros de la Iglesia por constatar que en ella hay cizaña'". Qué bien se aplicaría a la pacífica paciencia de éstos aquella tan ilustre alabanza con que ensalza al ángel de la Iglesia de Éfeso, que nadie, si juzga rectamente, puede dudar personifica a esa misma Iglesia; a él le dice el Espíritu en el Apocalipsis: Conozco tu conducta: tus fatiga y tu paciencia, y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste su engaño. Tienes paciencia en el sufrimiento: has sufrido por mi nombre sin desfallecer 51.
Esta misma alabanza debe tributarse a quienes fueron contemporáneos de Ceciliano, y que por el nombre del Señor, que como ungüento derramado dependía su perfume en todo el universo a través de innumerables pueblos, no desfallecerían en mantener con toda paciencia al que conocían como malo, si ese malo se hallaba en tales circunstancias que a su juicio no podía ser descubierto a los demás ni ser arrancado ni apartado de ellos.
Nuestra situación es diferente; no debemos arrogarnos la gloria de esta paciencia. No podemos, en efecto, decir que hemos tolerado por la paz lo que no ha podido llegar cabalmente a nuestro conocimiento. Para nosotros, la causa de Ceciliano estuvo bajo las olas. Nuestra voz es la del resto de los pueblos cristianos, contra quienes éstos no han encontrado nada que decir. No obstante, aunque sea desconocida la causa de Ceciliano, nosotros la tenemos por buena, ya que leemos de él que fue condenado una vez por la facción de sus enemigos, pero luego, teniéndolos a ellos por acusadores, fue absuelto por tercera vez. O crean éstos a casi cien obispos del partido de Donato sobre las acusaciones de que fue objeto Primiano, y entonces traten de forzarnos a creer a los setenta antepasados suyos sobre las acusaciones vertidas sobre Ceciliano. Respecto a lo que dicen de Ceciliano, que estando ausente firmó con su silencio las acusaciones que se le hicieron en aquel concilio, podemos afirmarlo también de las acusaciones a Primiano, que le fueron hechas por cien obispos, y ni aun después se demuestra que fueran desmentidas.
38. Por supuesto que una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a la otra, si se trata de evitar que disminuya el partido de Donato, y prejuzga en cambio si se trata de dividir a la herencia de Cristo. ¿Acaso no prejuzga la causa de Ceciliano a la unidad católica, que mantenemos y de cuya sociedad nos alegramos, ya que Ceciliano fue obispo de Cartago, y la prejuzga la causa de Novelo de Tizica, de Faustino de Tuburbo, a quienes ni pensaron acusar después, como a Ceciliano y Félix, cuyos nombres y aun los nombres de las ciudades en que estuvieron ni fueron conocidos para toda África, y quizá ni para toda la provincia proconsular?
He aquí cómo pretenden que la causa de esta ralea de pececillos, aunque malos, ocultos en las profundidades, perjudique a la causa de una pesca de tal categoría, cuyas redes bien repletas se han extendido por todo el orbe, ralea esa de pececillos que apenas pudieron ser conocidos de los peces que nadan a su lado. ¿Por qué no hemos de creer que también éstos fueron inocentes, puesto que ni se les juzgó dignos de acusación, como dije, por parte de aquéllos, y en cambio pudo justificarse aquel a quien vuestros antepasados llamaron fuente de todos los males en aquella conspiración hostil?
Los católicos, acusados de haber sobornado al juez
XXIII. 39. Pero hayan sido éstos como hayan sido, ¿qué nos importa a nosotros? En realidad, no pueden negarnos que la persona y la causa de no sé qué individuos no perjudica a la causa y la persona de la Iglesia católica, si una causa no prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
Sin embargo, para seduciros aún, nos echan en cara que hemos sobornado al juez a fin de que pronunciara la sentencia contra vosotros en favor nuestro. Decid vosotros, si podéis cuánto tuvimos que dar a vuestros obispos elegidos como defensores para que declararan o presentaran contra ellos mismos, en favor nuestro, pruebas de tal categoría que así defendieran nuestra causa y echaran a perder la suya. ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que después de las palabras de Primiano: "Es indigno que se reúnan juntos los hijos de los mártires y la descendencia de los traditores, vinieran, sin embargo, y se reunieran con nosotros, cosa que habían dicho era indigna? ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que, a la manera de los abogados del foro, intentaran intimarnos órdenes acerca de los tiempos y de los días y de las personas, y demostrar con ello claramente a todos, aun a los que no podían entender nuestras discusiones, qué desafortunada era la causa que defendían, la cual tanto temían presentar y defender ante aquel juez, cuya benignidad y justicia para con ellos tanto habían ensalzado, y en la cual no habían observado aún algún movimiento contra ellos? ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que luego exigiera que no debía tratarse con ellos con formas jurídicas, sino más bien con testimonios divinos, y prometieran que responderían igualmente según los testimonios de las Escrituras, y cuando se leyó el mandato del concilio católico, que habíamos presentado, en el que había quedado claro, según su propia confesión, que nosotros habíamos querido resolver la cuestión de la Iglesia católica desde los testimonios de las santas Escrituras, después de todo esto ellos, como olvidándose de lo que manifestaron que les parecía bien, retornaron con sus debates embrollados y enojosos a las mismas prescripciones forenses?
40. ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que, conmovidos por el gran número de nuestras firmas, que se veían en el mismo mandato, exigieran la presencia de todo nuestro concilio, del cual sólo asistíamos según la orden del juez dieciocho, e introdujeran la cuestión sobre la falsedad de que pudieron firmar unos por otros? Así se llegó hasta llevarse a cabo también el censo de ellos, y fueron sorprendidos en la falsedad, cuya sospecha pretendieron hacer recaer sobre nosotros, de suerte que no sólo se leía en su mandato que algunos habían firmado por los ausentes, que ni habían venido a Cartago, sino que se dio el caso de citar a uno, y al no responder, dijeron que había muerto en el camino. Se les preguntó entonces cómo había firmado en Cartago quien había muerto ya en el camino; tras grandes perplejidades de perturbación de inconstantes y variadas respuestas, afirmaron que no había muerto al venir, sino al retornar a su domicilio, después ya de haber firmado. Luego, preguntados bajo juramento divino si constaba que había estado en Cartago, en el colmo de la perturbación contestaron: "¿Qué importa si ha firmado otro por él?" Así, con sus propias palabras confirmaron que aparecía y quedaba claramente demostrada en su mandato la falsedad que nos habían reprochado a nosotros.
Los donatistas exageraron el número de sus obispos
XXIV. 41. ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que, al querer gloriarse de su gran número, pusieran de manifiesto aun en esto sus mentiras? En efecto, el número de los nuestros era un poco mayor y habíamos dicho que casi otros cien obispos católicos no habían acudido a Cartago, unos por su ancianidad, otros por el estado de su salud y otros por diversas obligaciones. Al oír ellos esto dijeron que eran muchos más los suyos que no habían venido. Lo mismo que al presente hacían ostentación de ser más de cuatrocientos en todo el África y se olvidaron de que en su relación pusieron que habían venido todos a Cartago, hasta el punto de que, exceptuados solamente los que retuvo en sus propias sedes o en el camino la enfermedad del cuerpo, ni la vejez ni la fatiga de un largo camino pudo impedir a los ancianos más débiles. Se leyeron en su mandato, según el cómputo oficial, hasta doscientas setenta y nueve firmas, contados incluso los sorprendidos en falsedad y los de los que firmaron por los ausentes, porque retenidos por la enfermedad no habían podido venir a Cartago.
¿Cómo, pues, puede ser verdad que ellos eran más de cuatrocientos, si dijeron que sólo habían dejado de venir a Cartago los impedidos por la debilidad del cuerpo, aunque por algunos de ellos firmaron otros, para no decir que se hizo esto por todos los enfermos? ¿Acaso les había invadido una peste tal que había postrado de repente a una tercera parte de ellos? La claridad de requerimiento con que los llamaba su primado, a fin de que dejando todas sus ocupaciones se apresurasen a reunirse en Cartago, estaba concebida en tales términos que hacía comprender que si alguno rehusase acudir anulaba el argumento de más peso en favor de su causa. Y el argumento de más peso en favor de su causa consistía en que se presentara un gran número de ellos, como si la posibilidad de encontrar algo más fácilmente fuera tanto más grande cuanto mayor fuera la multitud de buscadores ciegos.
42. ¿A qué precio tuvimos que comprarlos para que, habiendo diferido la audiencia con el consentimiento suyo y nuestro para el día siguiente, pidieran la víspera que se les mostrase oficialmente nuestro mandato, a fin de poder asistir documentados con él, pretextando que en tan poco tiempo no podía la oficina enfrentarse con la redacción de las actas? Sucedió, en efecto, que en la audiencia del día siguiente pedían y conseguían esa justa dilación. Pero los que consideraban la causa -contenida íntegramente en nuestro mandato- sufrían varias perplejidades, y se convencían de que esa dilación les salía al revés de lo que ellos habían pensado. ¿Qué cosa más justa que solicitar una dilación quienes estaban desconcertados por una solidez tan fundamentada de la verdad? ¡Lástima que el examinar nuestro mandato, al que no pudieron en absoluto responder, les hubiera servido para tratar más bien de corregir su perversidad en lugar de acrecentarla!
Justamente, pues, solicitaban la dilación, pero nunca debieron decir el día antes, en su requerimiento, que se les debía leer nuestro mandato para acudir preparados en el día señalado, ya que los secretarios no podían tener lista la redacción de las actas, y luego el mismo día del proceso pretender quejarse de los mismos secretarios porque no las habían terminado. ¿Qué fue lo que les obligó a esto sino una grave perturbación al ver que en la redacción de nuestro mandato nosotros habíamos tratado la causa de tal suerte que no podían encontrar respuesta? En efecto, ¿a qué precio tuvimos que comprar el que pidieran esa demora y que la consiguieran de seis días, hasta que nadie pudiera decir que la escasez de tiempo les impidió contestar a nuestro mandato?
Maniobras de despiste
XXV. 43. Pero en el tercer día de nuestro debate, ¿a qué precio tuvimos que comprar la demostración bien clara de que no querían llegar a la causa, interponiendo vacíos e inútiles retrasos? En su mismo temor manifestaban claramente qué mala era la causa que sostenían, aunque ese su temor llegó a estallar con un testimonio oral bien manifiesto de la voz cuando dijeron: "Poco a poco somos llevados a la causa", y en otro lugar dijeron: "Tu fuerza poco a poco nos va llevando al fondo de la cuestión".
¡Oh fuerza de la verdad, más fuerte para arrancar una conclusión que cualquier aguijón y que cualesquiera garfios para arrancar una confesión!
Se reúnen de toda el África tantos obispos; entran en Cartago con la impresionante pompa de un pintoresco ejército, con la intención de atraer hacia sí los ojos de ciudad tan importante; se eligen oradores por todos para que hablen en nombre de todos; se encuentra un lugar digno de tal acontecimiento en el centro de la ciudad; se reúnen ambas partes; el juez está dispuesto; se ponen a disposición los registros; están a la expectativa suspensos los corazones de todos sobre el resultado de asamblea tan importante. Y entonces sucede que personajes bien escogidos y elocuentes emplean los poderosísimos recursos, con que debía llevarse a cabo un proceso, en procurar que no se lleve a cabo.
Solicitan que se discuta sobre las personas según la norma forense, cuestión interminable en la que acostumbraron los litigantes a consumir tiempo y más tiempo. En esta audiencia tuvieron ellos que reconocer que los católicos habían redactado su mandato apoyándose en testimonios divinos más que en fórmulas forenses, y prometieron que ellos igualmente darían su respuesta apoyándose en las Escrituras. Y como por un admirable socorro hizo Dios que al cuestionar la personalidad del demandante, a fin de no llegar a la causa, fue la misma averiguación del demandante la que la puso delante; gritan los ilustres personajes, que al parecer habían sido elegidos para discutir, y atestiguan que han sido elegidos más bien para no intervenir, y se quejan maliciosamente al juez de que poco a poco han sido llevados al fondo de la cuestión; como si pasando por alto lo demás, debiera llevarse a cabo algo muy diferente de lo que con tal empeño rechazaban se realizara después o más tarde, ya que no querían se tratara en absoluto aquello en que temían ser vencidos. ¿Quién podría extirpar de su corazón cerrado la voz tan evidente del temor, no digo si les obsequiáramos con prodigalidad sin límites, sino incluso si los atormentáramos con cruelísimos tormentos?
44. Con palabrería quisquillosa presentaron la cuestión de la persona de los demandantes, para poder así discutir jurídicamente nuestras personas y encontrar retrasos incluso de años; leyeron un escrito que habíamos hecho al cónsul tiempo hacía ya, en el cual solicitábamos un encuentro común, con el fin de que tuviera lugar entre nosotros esta conferencia que al presente conseguimos del emperador se llevara a cabo, y por esta petición intentaban demostrar que éramos nosotros los demandantes.
Respondimos nosotros que siempre habíamos querido se celebrara la asamblea, no para echarles en cara sus crímenes, sino para justificarnos de los que ellos nos reprochaban: por esto, en efecto, han llegado a ser herejes y a separarse de la unidad de la Iglesia: porque nos achacan crímenes que no pueden probar.
Después le pareció al juez seguir el orden cronológico, y antepuso a las actas que nosotros habíamos presentado, según las cuales también ellos habían solicitado de los prefectos la conferencia; antepuso, digo, nuestro escrito, presentado por ellos precisamente porque era anterior cronológicamente a aquellas actas prefectoriales. Presentada esta oportunidad, obtuvimos del juez con toda facilidad y justicia que, si se daba preferencia a lo que constaba era anterior cronológicamente, ordenase que se leyesen más bien las actas en que por medio del procónsul Anulino acusaron ante el emperador Constatino a Ceciliano, cuyos crímenes achacan a nuestra comunión, de los cuales queríamos justificarnos en aquella conferencia.
Así, pues, cuando comenzó la lectura, como allí se veían clarísimamente vencidos en toda línea, comenzaron a gritar: "Poco a poco nos introducen en la causa", y también: "Bien ve tu fuerza que poco a poco nos llevan al fondo de la cuestión". ¡Qué confusión tan grande, aunque nada sorprendente! ¿Cuándo podría el demonio temer a un exorcista como temieron éstos que se diera lectura a aquellos procesos en que aparecía Ceciliano acusado por sus antecesores ante el emperador y absuelto, no sólo por tantos jueces episcopales, sino hasta por los imperiales?
45. ¿Cuándo y a qué precio hubiéramos podido comprar el que, turbados por el mismo temor, se atrevieran a retornar aun a su prescripción del tiempo, según la cual dijeron que la causa ya había prescrito y que ya no podía en absoluto tratarse pasados los cuatro meses? ¿Qué es esto? ¿Qué indicio del estado de un espíritu se puede encontrar tan a propósito como este temor tan manifiesto, tan claro, pues soliendo el temor quitar la libertad, éstos han temido tan libremente, que lejos de cubrir con el silencio el juicio de su mala causa lo manifiestan con palabras tan claras? ¡Qué temor tan vehemente que llega a arrancar la confesión! Salió de su boca el temor con tal fuerza que con su ímpetu huyó de su rostro el pudor. Si no se hubiesen leído los documentos que demostraban que Ceciliano había sido condenado y justificado, se había buscado a los demandantes del proceso, se hubiesen discutido las personas, y se habrían levantado, tergiversándolas, ridículas trampas de demora para que no se llegase a la causa en sí; sin embargo, parecían solicitarse con justo derecho aun estos extremos relacionados con la causa a tratar. Cuando se presentó para su lectura la causa tan excelente de Ceciliano, se acude de nuevo a la prescripción rechazada ya y refutada, se vocifera que ya pasó la fecha de resolver la causa.
Los donatistas, jueces de sí mismos
XXVI. 46. ¿Por qué esperáis aún la sentencia pronunciada por el juez en nuestro favor, si estáis viendo qué es lo que ha pronunciado contra ellos mismos el temor de vuestros obispos? El mismo juez les había otorgado ciertamente la facultad de elegir al otro juez, elegido por ellos, juntamente con él, y ellos lo rehusaron, porque si hubieran elegido a alguno, no podrían mentiros a vosotros de que también él había sido sobornado por nosotros. Pero hicieron lo que rehusaban: eligieron con él a otro juez, no un extraño cualquiera, sino un íntimo suyo.
He aquí que el mismo temor de ellos fue otro juez. Sin duda que no recibió nada de nosotros, y juzgó libremente en nuestro favor; no favoreció en nada a la persona de aquellos con quienes tan unido estaba, de cuya intimidad procedía; antes que se pronunciase la causa fue el primero en juzgar, porque la conoció el primero en el corazón de los mismos. Finalmente subió al tribunal el otro juez para conocer la causa, subió éste que ya la conocía; juzgó aquél manteniéndose en pie, escuchando, hablando; éste la juzgó con sólo salir al medio. Pienso que ellos decían que no se tratase ya la causa; ¡cuánto más pronto la concluyó el temor de los litigantes que el trabajo del juez! Aquél buscaba qué era lo que se sacaba en limpio de sus informes, y este otro, en cambio, señaló qué era lo que sucedía en los corazones de aquéllos.
Cuestiones de procedimiento
XXVII. 47. Como ellos, aterrados por los documentos que se habían presentado para su lectura, habían llegado a decir que la causa ya había prescrito y que no se podía tratar, nos propusieron lo que ya antes se había convenido: que si usábamos testimonios de las santas Escrituras, no se leyeran aquellos documentos; pero si nos decidíamos por esa lectura, tenían ellos una prescripción poderosa para no permitir se tratara una causa ya caducada en el tiempo. Ellos, en cambio, no cumplieron lo que habían prometido antes, es decir, que responderían igualmente con testimonios de las Escrituras a nuestro mandato, en el que confesaron que nosotros habíamos defendido la causa de la Iglesia con testimonios de las Escrituras, que ellos se esforzaban por defender que no se deben discutir las personas de los demandantes como si se tratase de una discusión, sino de un proceso civil.
Nosotros les respondimos que si no querían tratar más que de saber cuál era la Iglesia católica y dónde se encontraba, nosotros no podíamos defender su causa más que con los testimonios divinos que la anunciaron; pero que si ellos ponían delante los crímenes de algunos hombres, como ellos no podían probarlo con testimonios divinos, sino con algunos otros como los que han aducido, que nosotros trataríamos también de justificarnos con testimonios de esa naturaleza.
Así están repitiendo asiduamente sus vaciedades, y nosotros los repetimos constantemente los mismos razonamientos; así les ha vencido la verdad y les ha forzado, refutado y superado a escuchar los que hemos propuesto. Veían, en efecto, que si no se achacaban a nuestra comunión los crímenes de Ceciliano, no les quedaba ningún recurso que justificara en modo alguno su separación de la unidad; y si ponían por delante los crímenes de Ceciliano, ni ellos podrían afirmarlo sino con semejantes documentos, ni nosotros defenderlo de otra manera.
Concesión donatista: las Iglesias de ultramar, causa aparte
XXVIII. 48. Ahora bien, ¿a qué precio hubo de comprarse lo que entre sus estrepitosos debates nos respondieron? Les propusimos, en efecto, que probaran si podían los crímenes que suelen achacar a nuestra comunión extendida por todos los pueblos, para que de este modo se conociera si había sido justa su separación. Contestaron que nosotros queríamos tratar de una causa ajena, es decir, la de las Iglesias transmarinas, a las que no reprochaban esto, ya que esta discusión tenía lugar entre africanos, y aquellas Iglesias debían esperar, más bien, unir a sí a los que salieran vencedores en esta Conferencia y tuvieran así con ellas el nombre católico.
¿Por qué, pues, indagáis aún? ¿Por qué dudáis sobre qué Iglesia debéis tener? Aquí está aquélla, contra la cual confesaron vuestros obispos que no tenían queja alguna, a la cual está unida nuestra comunión y de la cual se separó la de ellos. Si en verdad dijeron que ella debía esperar a ver cuál de las dos partes vencía y así unirse a ella y conservar con ella el nombre católico, ya nuestros antepasados vencieron a los suyos; por ello, unidos a aquella Iglesia, conservaron el nombre católico en su unidad. Vuestros obispos, en cambio, si ya fueron vencidos sus antepasados por nuestros antepasados, ¿por qué todavía polemizan con nosotros? Y si no fueron vencidos, ¿por qué no están en comunión con aquella Iglesia, contra la cual, al no poder negarle el nombre de católica, confesaron no tener queja alguna?
Así tenemos a la Iglesia católica de allende el mar extendida en tantos pueblos, la cual dijeron debía esperar para unir a sí a los que salieran vencedores; ¿cómo debe esperar unir a sí a los vencedores si no estuviera ajena a los crímenes que entre nosotros se ventilan? Pues si no estuviera ajena a ellos, siendo ella rea vencida con los vencidos, ¿cómo puede unir a sí a los vencedores? Por otra parte, si, como confiesan ellos, es ajena a estos crímenes, también lo estamos nosotros que estamos unidos a ella por la comunión. Porque si por esa comunión nos contamina a nosotros el crimen ajeno, también nuestro crimen debe contaminar a aquella con la cual estamos en comunión.
Ahora bien: ellos confesaron que no está mancillada con el crimen de los africanos, aunque se asocien a ella por la comunión de los sacramentos; luego en ello quedan convictos de que tampoco nosotros hemos podido mancharnos con el crimen de aquellos a los cuales nos asociamos en la comunión de los sacramentos, ya que no nos vincula en modo alguno el consentimiento con ellos.
Y aun la causa de Ceciliano queda demostrada fácilmente como vencedora por las mismas palabras de aquellos. En efecto, si la Iglesia transmarina, ajena a estos crímenes, debe mantenerse a la expectativa durante nuestras luchas para unir a sí misma y al nombre católico a los que resultaran vencedores, ya estaba también a la expectativa cuando los antepasados de éstos luchaban duramente con Ceciliano. Por consiguiente, salió vencedor aquel a quien la que estaba a la expectativa agregó a sí misma tras el conflicto. O si pudo agregar a sí misma en la comunión de los sacramentos al manchado y, como confesaron, continuar limpia de estos crímenes, mayor es entonces nuestra victoria, demostrando por esto que cada cual lleva su carga y ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona.
No respondieron al "mandato" católico
XXIX. 49. Ahora bien, ¿a qué precio hubo que comprar el que pensaran habían de responder, no con palabras improvisadas, sino con documentos escritos, a nuestro mandato en que habíamos abarcado la causa entera? Quedó en efecto bien claro que no pudieron responder a todas las cuestiones propuestas en nuestro mandato y ni trataron siquiera de rozar su contenido en sus escritos. Ni puede nadie decir que ellos no pudieron retener de memoria nuestra argumentación, y que por eso procuraron responder no a todas las cuestiones, sino a las esenciales. Se les dio una referencia oficial de nuestro mandato según solicitaban, alegando que ilustrados con ella podían responder a todo.
Eligieron todos a siete de ellos para que trataran todas las cuestiones en nombre de todos; sin embargo, presentaron en nombre de su concilio entero esa carta con que intentaron responder a nuestros mandatos, como una carta dirigida por todos ellos al juez. Si no queríamos admitirla, estábamos en nuestro pleno derecho; pues estaba fuera de orden que, una vez encomendada la causa a siete personas, se tratara cuestión alguna a no ser por los que habían sido elegidos. Pero para no dar la impresión con nuestro escrito de que temíamos su carta, aceptamos sin la menor vacilación que se leyeran sus alegaciones.
Era de desear, en efecto, y había que comparar, como dije, que, tras la demora de tantos días que les habíamos otorgado accediendo a su petición, presentaran un trabajo elaborado en tantas vigilias, en el cual apareciera bien claro a los lectores de ambas partes que no habían respondido a nuestro mandato, y constara, en cambio, que nosotros habíamos contestado luego sin demora alguna a su misma carta. Si hay personas de ingenio tan lento que piensen que ellos han dicho algo en los pasajes de nuestro mandato, que no quisieron pasar por alto, no imagino alguien tan necio que piense haber ellos respondido algo en esos pasajes, sobre los cuales en absoluto hablaron. Y no son esas cuestiones sin importancia o como despreciables, ya que en ellas está más bien el meollo de la cuestión.
50. Así, abrumados por el peso de la autoridad divina, pasaron por alto, como si no hubieran sido aducidos, los testimonios de las Escrituras, mediante los cuales afirmamos que la Iglesia, en cuya comunión estábamos, comenzando por Jerusalén, se difundía por el orbe de la tierra. Asimismo tampoco se atrevieron a rozar siquiera lo que se ponía en nuestro mandato acerca del bienaventurado Cipriano, quien ordenó con sus palabras y confirmó con su ejemplo que había que tolerar en la Iglesia a los malos antes que abandonar la Iglesia por su causa. Pienso que hicieron esto siendo conscientes de que si pretendieran menoscabar la autoridad de Cipriano en alguno de sus escritos, se verían forzados a confesar que con razón nosotros no reconocíamos su autoridad en lo que suelen presentar sobre sus afirmaciones o mandatos acerca de la reiteración del bautismo, sabiendo que también ahí, si lo hicieran, se exponían al fracaso, ya que Cipriano no abandonó la unidad, antes bien permaneció en ella con los que pensaban de diferente manera sobre la cuestión; de donde se sigue que o hay que decir que entonces desapareció la Iglesia y no existió más, y, por tanto, no puede proceder de ella el Donato de éstos, o si -como es verdad- permaneció la Iglesia, no contaminan en ella los malos a los buenos, como juzgó también Cipriano, que permaneció en ella en la misma comunión con los que pensaban de diferente manera que él; y por ello esos se echaron encima el detestable sacrilegio del cisma, puesto que, por no sé qué crímenes no demostrados, aunque fuesen verdaderos, no debieron separarse en modo alguno de la unidad extendida por todo el orbe. Esto, a lo que se puede entender, lo previeron ellos por aquel testimonio de Cipriano que se recordó en nuestro mandato, y por eso lo pasaron en completo silencio.
51. Otro argumento más. En la causa de los maximianistas declararon ellos también, según su juicio, que no se debía abandonar la unidad a causa de los malos, pues dijeron que los socios de Maximiano no habían sido manchados por él, y por eso aceptaron con todos sus honores a los que habían condenado, y mostraron que había que reconocer más que destruir el bautismo de Cristo que había sido dado fuera de la Iglesia, cuando no se atrevieron a bautizar de nuevo a los ya bautizados por Feliciano en el cisma y recibidos después con él. Al leer esto también en nuestro mandato, juzgaron más oportuno callar y pasarlo por alto que tratar de rechazarlo con la menor contradicción. Tampoco tocaron en absoluto en su respuesta la causa de Ceciliano, nítidamente separada en nuestro mandato de la causa de la Iglesia, aunque defendida también ella misma en todos sus extremos.
¿Quién, pues, puede juzgar que han respondido a aquel nuestro mandato, cuando ni siquiera han intentado decir una palabra contra todos esos extremos, al menos no con una mínima apariencia de respuesta? En cuanto a lo que tiene apariencia de respuesta, léalo quien quisiere y júzguelo confrontando su carta con ese mandato nuestro, aparte de la respuesta que inmediatamente les dimos y que desbarató todas las maquinaciones de su vaciedad.
Concesión donatista: una causa no prejuzga a otra causa
XXX. 52. Aún más: aunque ofreciéramos montañas de oro, ¿podríamos comprar esta otra confesión? Les hemos presentado la causa de Maximiano a fin de que se dieran cuenta de que no perjudicó a Ceciliano el concilio en el que lanzaron contra él, ausente, setenta obispos lo que se les antojó, al igual que no perjudicó a Primiano que le condenaran, también en ausencia, casi ciento veinte obispos en favor de Maximiano. Extraordinariamente perturbados y puestos en gravísima dificultad, respondieron que ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona, confirmando con estas cuatro palabras que quedaba plenamente invencible nuestra causa, sobre la cual contendíamos con ellos. En efecto, ¿qué otra cosa pretendíamos al demostrar con tantos testimonios de los divinos oráculos, con tan grande autoridad de los profetas, de los apóstoles, de los obispos, de los mismos adversarios; qué otra cosa pretendíamos sino que los buenos no son manchados por los malos en la comunión de los sacramentos si en su corazón, en su voluntad, en sus costumbres, en sus obras tienen diversidad de motivos y se conducen de otra manera? ¿Por qué otro motivo trabajábamos sino para que aparezca que ni una causa prejuzga a otra causa ni una persona a otra persona? Esto es lo que, forzados por necesidad extrema, dijeron brevemente ellos: que no habían querido dar paso a la verdad cuando tanto tiempo se la estuvimos diciendo nosotros.
Falsedades contra Ceciliano
XXXI. 53. Nos queda todavía otro extremo: ¿Con qué tesoros, con qué riquezas, con qué montones de piedras preciosas tuvimos que comprar lo que sigue? No tuvieron el menor reparo no sólo en confesar, sino hasta en proclamar y vanagloriarse de que sus antepasados persiguieron a Ceciliano ante el emperador Constantino, e intentaron afirmar con toda seriedad y mentira que había sido condenado por el emperador. ¿Qué fue de aquella cantilena con que acostumbraron engañarnos, tratando de provocar la animosidad contra nosotros, atribuyéndonos el tratar de ventilar la causa de la Iglesia ante el emperador? ¿Dónde quedan las palabras de Primiano expresadas en las actas del magistrado de Cartago: "Ellos llevan las cartas de muchos emperadores, nosotros presentamos sólo los Evangelios"? ¿Dónde está aquel ilustre elogio en que ensalzan su separación, diciendo que la Iglesia de la verdad es la que sufre la persecución, no la que la causa? Ahí está deshecha, ahí está derrumbada. Se pueden leer sus actuaciones; no las pueden negar, porque también se leen sus firmas. Es un hecho irrebatible que confiesan, proclaman, se glorían de que sus antepasados persiguieron incansablemente a Ceciliano ante el emperador; más aún, que Ceciliano, bajo la persecución de aquéllos, fue condenado por el emperador.
Por consiguiente, dejen ya de proclamar que su secta es la Iglesia de la verdad, porque no suscita la persecución, sino que la padece, o confiesen que no fue la Iglesia de la verdad cuando Ceciliano sufría la persecución a manos de los antepasados de ellos. Si son buenos por el solo hecho de que sufren persecución, bueno era Ceciliano cuando la soportaba; pero si puede suceder que los malos sufran persecución, pero no pueden ser los buenos los que la promueven, no eran buenos los antepasados de éstos cuando perseguían a Ceciliano. A su vez, si puede ocurrir que sean los buenos los que suscitan la persecución y los malos quienes la soportan, no por eso hemos de ser culpados nosotros, ni éstos alabados, si soportan algo semejante a lo que se glorían que tuvo que soportar Ceciliano bajo la persecución de sus antepasados.
Y, sin embargo, no consta en absoluto que Ceciliano haya sido condenado por el emperador; en cambio, en su absolución y justificación, realizada por determinación episcopal e imperial, no pudo probarse luego que se hubiera alterado algo. Con lo cual sucedió que, dejando a un lado la condenación de Ceciliano, que ellos se inventaron, queda en pie la persecución que confesaron haber llevado a cabo sus antepasados.
54. Fue poco que se atrevieran a gloriarse con su mentira de que Ceciliano había sido condenado por el emperador y que al afirmar esto no pudieran probarlo. Además, demostraron y revalorizaron más nuestras pruebas sobre este asunto, es decir, que la absolución de Ceciliano había quedado plenamente firme sin que hubiera cambiado, como habían mentido, el juicio posterior del emperador en sentido contrario. Pues primeramente solicitaron que se leyera un escrito de Optato, obispo católico de la Iglesia de Milevi, prometiendo que por él probarían la condenación de Ceciliano por parte del emperador. Hecha esta lectura, que iba más bien contra ellos, nadie pudo contener la risa. Esta risa no se hubiera podido añadir a la redacción de los hechos, y hubiera quedado completamente oculta si no lo hubieran impedido ellos al decir: "Escuchen los que se rieron". Esto quedó ciertamente escrito y firmado.
Lo que ellos quisieron que se leyera en favor de su causa fue bien ambiguo. Por eso al mandar el juez con toda justicia que se leyera lo de un poco antes, para que por ahí quedaran, si era posible, más claras aquellas palabras, se leyó precisamente lo que no querían, es decir, que Ceciliano había sido justificado no condenado como ellos se jactaban de presentar en su informe, sino retenido en Brescia en bien de la paz.
Dijeron entonces que con aquellas palabras había pretendido Optato suavizar la condenación de Ceciliano; se les contestó que mostraran en otra parte una clara condenación del mismo, a fin de que se pudiera demostrar que había sido suavizada por Optato, quien había escrito con toda claridad que Ceciliano había sido justificado.
No pudiendo en absoluto hacer esto, interpuestos y terminados los superfluos rodeos de toda clase de retrasos, comenzaron a ayudarnos con toda claridad: como si nosotros los hubiéramos aleccionado o como si hubieran sido elegidos para defender y declarar con nosotros la inocencia de Ceciliano. Se les requirió que mostrasen, si podían, lo que decían, o sea, que Ceciliano había sido condenado en juicio posterior por el emperador, cuya carta habíamos leído y en la cual se mostraba que había sido absuelto. Presentaron un memorial de sus antepasados entregado al mismo emperador Constantino, en el cual demostraban con toda claridad que habían sido ellos más bien los condenados por sentencia de aquel. Les sucedió a ellos, ni más ni menos, ante el poder imperial, lo que a los enemigos del santo Daniel, que sufrieron de parte de los leones lo que habían intentado sufriera el inocente.
Les hicimos notar brevemente que habían leído aquel memorial que nos daba la razón a nosotros; presentaron entonces otro mencionando la carta del mismo emperador al vicario Verino, en la cual les muestra una tremenda aversión, los abandona al juicio de Dios, que ya había comenzado a tomar venganza de ellos, y con afrentosísima ignominia les levanta el destierro.
Con todo ello quedó francamente en claro que no solamente no había recaído después condenación alguna sobre Ceciliano, sino también que su absolución y justificación se confirmó con el castigo de aquéllos y con la afrentosísima indulgencia con los mismos.
Documentos de tanto valor, tenemos que reconocerlo, no estaban a nuestro alcance; pero si por alguna casualidad supiéramos que se hallaban en alguna parte, de donde no se nos pudieran dar gratis, a cualquier precio llegaríamos a conseguir una copia. Y ¿qué cantidad no daríamos, si estuviera a nuestro alcance comprar el que los mismos adversarios los leyeran, favoreciendo así nuestra causa?
Ayudan a probar la inocencia de Félix de Aptonga
XXXII. 55. ¿Qué más podía añadirse para colmar la ayuda que nos prestaban? Pues todavía hicieron más. Recordaron la causa de Félix de Aptonga, que había ordenado a Ceciliano y al cual había achacado el crimen de la entrega. Tras la absolución de Ceciliano, al tratar de llevar a cabo la unidad, habían suscitado la cuestión de este Félix, juzgando que de esta manera podía Ceciliano, ya justificado, quedar envuelto en nuevos crímenes ajenos. Se discutió también esta causa en el tribunal proconsular, y apareció a plena luz la inocencia de Félix.
Pero surgió entonces cierto Ingencio, que confesó al mismo tribunal que él había dicho algo falso contra Félix. No debió ser castigado a la ligera, porque se trataba la causa de un obispo; pero tampoco el procónsul pudo fácilmente declarar libre a un reo de crimen de tal categoría sin consultar al emperador, a instancia del cual llevaba a cabo todo este proceso. Como tal, el procónsul informó entonces al emperador, y ordenó éste que enviaran a su corte al tal Ingencio, con la intención de que quedaran refutados en su presencia los antepasados de éstos, que estaban interpelando de continuo, no dudando, en cambio, sobre la justificación, antes bien, confirmándola con sus palabras, como lo demostró su propio rescripto.
Todos estos documentos sobre la causa de Félix estaban en nuestras manos y habíamos propuesto entregarlos para su lectura. En esto se adelantaron ellos y fueron los primeros en presentar y leer esa carta del emperador en que ordenaba que se le enviara a Ingencio; con ello quizá nos abstuviéramos nosotros de leerla, porque pensábamos que con eso bastaba para que aún la causa de Ceciliano quedara tan completa que no parecía pudiera exigirse más. Pero como nuestros enemigos estaban tratando de poner de manifiesto, por una parte, la persecución que sus antepasados promovieron ante el emperador contra los nuestros, y por otra apareciera el fracaso total de sus calumnias, ¿qué podíamos hacer sino aceptar de buen grado la oportunidad y dar gracias al Señor por todo?
Presentaron ellos, pues, la carta de Constantino, y ellos la leyeron. Parece increíble lo que voy a decir, pero lo atestiguan las actas: se consignaron por escrito sus actuaciones, se conservan las firmas. Ellos, repito, leyeron que Constantino había suscrito que el procónsul Eliano había concedido audiencia competente en la causa de Félix, y que constaba que Félix había salido inocente de la acusación de entrega, pero que había ordenado fuera llevado a su presencia Ingencio precisamente "para que a ellos, que llevan el proceso al presente y no dejan de interpelar a lo largo del día, se les pudiera hacer ver e intimar estando presentes y delante que en vano había acumulado animosidad contra Ceciliano y habían pretendido levantarse violentamente contra él".
Ellos mismos lo leyeron. ¿Quién de nosotros osaría desear que a quienes la iniquidad había hecho nuestros acusadores, los convirtiera la verdad en defensores nuestros? De la misma manera, ni más ni menos, el célebre Balaán, a quien la iniquidad había llevado en los tiempos antiguos a maldecir al pueblo de Dios, se vio forzado por la verdad a bendecirlo.
La ayuda de la cronología
XXXIII. 56. Lo demuestra la sucesión de los cónsules, sucesión que entonces no dejaba considerar el apremio del tiempo: no había facilidad de consultar entonces las llamadas listas consulares, ni tampoco podía creer nadie que ellos iban a presentar semejante vaciedad, como era querer que nosotros respondiéramos qué había sucedido tras el envío de Ingencio o si Ingencio había sido enviado, ya que, por una parte, la sentencia proconsular había declarado la inocencia de Félix, y la respuesta del emperador, presentada y leída por ellos mismos, había confirmado la misma sentencia, y por otra, ellos hubieran presentado más pruebas si, una vez enviado Ingencio, confiasen que se había decidido algo en favor suyo; la sucesión de los cónsules demuestra que Ceciliano fue absuelto primeramente por el juicio episcopal de Milcíades, y poco tiempo después, por el juicio del procónsul, quedó declarada la inocencia de Félix; de esta manera, después Ceciliano fue justificado también por el emperador, que actuaba entre las dos partes; luego, pasados unos años, sus adversarios fueron aliviados de su destierro con aquella ignominiosa indulgencia.
Milciades, en efecto, dio su sentencia siendo cónsul por tercera vez Constantino y por segunda Licinio, el día dos de octubre. El procónsul Eliano oyó la causa de Félix siendo cónsules Volusiano y Aniano, el día quince de febrero, esto es, casi cuatro meses después. Constantino escribió al vicario Eumalio sobre la justificación de Ceciliano, siendo cónsules Sabino y Rufino, el día diez de noviembre, esto es casi dos años y ocho meses después. Y el mismo emperador envió una carta al vicario Valerio sobre la terminación del destierro de aquéllos y la entrega de su furor a la justicia divina, siendo cónsules Crispo y Constantino por segunda vez, el día cinco de mayo, esto es, después de cuatro años y casi seis meses. De donde consta clarísimamente, sin rodeo alguno, hubiera sido enviado o no Ingencio a la corte, que nada se sentenció después contra Ceciliano; más aún, que él fue declarado después, incluso por sentencia imperial, vencedor de sus adversarios y de sus perseguidores.
Los donatistas, los mejores abogados de los católicos
XXXIV. 57. Que se atreva a presentarse ahora el partido de Donato tantas veces desaprobado, calumniador tantas veces, tantas mentiroso, tantas refutado, vencido y confundido tantas veces: siga proclamando todavía que hemos sobornado al juez. ¡Como si acostumbrara a ser otra la voz de los vencidos! Claro, fue preciso corromper al juez para que su autoridad debilitara lo que ellos habían tratado tan bien...
Pero no diría yo que ellos obraron mal; antes, desempeñaron un papel a las mil maravillas, ellos que dijeron cosas tan estupendas en pro de la verdad contra sus propios errores. En verdad, si se considera su causa, bien claro está que pronunció su sentencia contra ellos; pero si se leen sus dones, más bien sentenció conforme a ellos. ¿Acaso quien estaba entre las dos partes podía sernos contrario en esta causa, en la cual dijeron, presentaron, leyeron cosas tan estupendas en favor nuestro los que estaban en la parte opuesta? ¿Qué deberíamos comprar del juez, cuando no tuvimos que comprar del adversario aquellos argumentos que forzaron al juez de paz, aunque hubiera recibido dinero de ellos, a pronunciar sentencia en nuestro favor?
Aunque si no supiésemos que era un hombre temeroso de Dios, amante de la justicia y ajeno a todas las mezquindades de esta clase, tendríamos que formarnos semejante sospecha de que viéndolos con tal paciencia oprimidos por la verdad y no queriendo aparecer contrario a ellos, soportó con excesiva paciencia a estos hombres fluctuando entre vaciedades, diciendo tal cantidad de cosas superfluas y volviendo a los mismos argumentos tantas veces refutados, que casi todos se sentían molestos en desenvolver actas cargadas de volúmenes tan pesados y conocer por la lectura cómo se había desarrollado la causa. No sé si ellos han llevado a cabo todo esto más por carencia de verdad o por industriosa astucia. De aquí que ellos sólo pudieran en cierto modo favorecer una causa tan pésima, que más bien debieron abandonar.
Finalmente, si los demás obispos dirigen la acusación contra los que actuaron y afirman que más bien fueron sobornados por nosotros, de suerte que en tantas actuaciones o lecturas presentadas por ellos ayudaban tanto a nuestra causa como perjudicaban a la suya, ignoro cómo podrían defenderse y purificarse de esta sospecha, sino quizá diciendo: "Si nos hubiéramos dejado sobornar, acabaríamos pronto con una causa tan mala, refutada por nosotros y por ellos. Ahora bien: estad convencidos de que nosotros pusimos nuestra voluntad y tratamos de ser útiles precisamente porque hemos conseguido con nuestra palabrería que no se leyera fácilmente lo que se trató y se descubriera pronto que habíamos sido superados".
Si ellos no se portaran así, quizá no se les creyera ni a ellos ni a nosotros, aunque lo juráramos, es decir, que ellos nos habían otorgado gratis tantos y tantos documentos como contra sí y en favor nuestro pronunciaron y leyeron. Claro que no es a ellos, sino a Dios más bien, a quien tenemos que mostrar nuestra gratitud por esto. En efecto, fue la verdad la que les obligó y no la caridad la que les impulsó a presentar y publicar, en bien de nuestra santa causa, todos esos documentos ya con sus palabras ya en sus lecturas.
Invitación a la unidad
XXXV. 58. Por lo cual, hermanos, si no os molesta que os llamemos hermanos -porque aquéllos, en efecto, cuando oían esto de nosotros, hicieron constar en acta que se les injuriaba, y ni aun amonestados por nuestro mandato, donde estaba este testimonio tomado del profeta, no pudieron recordar que había ordenado Dios: Decid "hermanos nuestros sois" a los que os aborrecen y os rechazan, a fin de que el nombre del Señor sea santificado y brille entre ellos alegremente, mientras quedan ellos avergonzados- 52; ¡ea!, pues, hermanos, brille para vosotros alegremente el nombre del Señor, que ha sido invocado sobre nosotros y cuyos sacramentos tenemos unos y otros, y por ello justamente nos llamamos hermanos. Amad definitivamente la paz, dejad de una vez, al menos ahora ya evidenciada y confundida, la conducta litigiosa y calumniosa, y no odiéis a vuestros obispos cuando se corrigen y vienen a nosotros, sino cuando permanecen en su nefasto error y continúan seduciéndoos a vosotros.
Que ellos no se tengan por grandes, porque se les conserva en la unidad los mismos honores que han de poseer para liberarse, ya que poseyéndolo fuera de la unidad son por ello más dignos de condenación. El tener las enseñas militares es para los usurpadores más pernicioso que no tenerlas, y, sin embargo, si ellos se corrigen y regresan al campamento del emperador, no se destrozan o se anulan, sino que comienzan a honrar y proteger a los que antes delataban y exponían al castigo.
¿Por qué prestáis aún atención a sus dementes querellas y vacías mentiras? La causa ha terminado de noche precisamente para que terminara la noche del error; de noche se ha dictado la sentencia, pero brillando con el resplandor de la verdad. Ellos se quejan de haber estado encerrados como en una cárcel; también nosotros estábamos allí; o a unos y a otros se nos ha hecho la injuria, o unos y otros hemos sido objeto de la misma solicitud. Aunque, ¿cómo vamos a hablar de injuria si recordamos que hemos estado en un lugar tan amplio, tan claro, tan fresco? O ¿cómo podía haber cárcel donde estaba hasta el juez? En fin, no sabíamos que estuviera cerrado, nosotros que nos encontrábamos dentro con ellos. ¿Por qué lo saben ellos sino porque quizá quisieron huir?
Antes bien, ¿quién no echará de ver que no dirían estas falsedades más dignas de risa que de refutación sobre un juez de tal categoría si pudieran encontrar algo importante que decir en favor de su causa? Sabemos cuántos de vosotros y quizá todos o casi todos soléis decir: "¡Oh, si todos se reunieran en un solo lugar!; ¡oh, si tuvieran al fin una conferencia y apareciera la verdad en sus discusiones!"
He aquí que ya tuvo lugar, he aquí que ya quedó refutada la falsedad, he aquí que ya apareció la verdad. ¿Por qué se huye aún de la unidad? ¿Por qué se desprecia aún la caridad? ¿Qué necesidad tenemos nosotros de dividirnos a causa de los nombres de las personas? Quien nos creó es solo Dios, quien nos redimió es solo Cristo, quien debe unirnos es el único Espíritu.
Sea ya honrado el nombre del Señor y aparezca para vosotros en la alegría, a fin de que reconozcáis a vuestros hermanos en su unidad. Ya en las actuaciones de vuestros obispos ha quedado vencido el error que nos separaba: que quede vencido definitivamente también el diablo en vuestros corazones, y que Cristo, que mandó esto, conceda propicio la unión y la paz a su rebaño.