El Concepto e Importancia de la Canonicidad
Por Greg Bahnsen
La Escritura como Autoridad Final
La fe Cristiana está basada en la propia auto-revelación de Dios, no en las opiniones
conflictivas o en las especulaciones nada confiables de los hombres. Como escribió el
Apóstol Pablo: “para que vuestra fe no esté fundada en la sabiduría de los hombres, sino en
el poder de Dios” (I Cor. 2:5).
El mundo en su propia sabiduría nunca entendería ni buscaría a Dios (Rom. 3:11) sino que
siempre reprime o distorsiona la verdad con la injusticia (Rom. 1:18, 21). Así que Pablo
concluyó que “el mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría” (I Cor. 1:21), y puso en
agudo contraste las “palabras enseñadas por sabiduría humana” con aquellas que “Dios nos
las reveló a nosotros por el Espíritu” (I Cor. 2:10, 13). A la luz de ese contraste necesitamos
ver que el mensaje apostólico no se originó en las palabras persuasivas de la sabiduría o el
entendimiento humano (I Cor. 2:4). La luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz
de Jesucristo era, como ellos decían, “de Dios, y no de nosotros” (II Cor. 4:6-7). Pablo
agradeció a Dios que los Tesalonicenses recibieron su mensaje “no como palabra de
hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios” (I Tes. 2:13). Como Pedro escribió,
“nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios
hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (II Ped. 1:21). Pablo dijo de los escritos
sagrados que nos hacen sabios para salvación que todos ellos son “soplados por Dios,”
inspirados por Dios (II Tim. 3:15-17).
Es por esta razón que las Escrituras son útiles para nuestra doctrina, corrección e
instrucción. Debemos poner atención al mensaje, el cual es divino – y a su totalidad, como
Jesús dijo: “El hombre vivirá de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mat. 4:4). Pero
el pueblo de Dios no debe someterse a las palabras no inspiradas de los hombres. “Así ha
dicho Jehová de los ejércitos: No escuchéis las palabras de los profetas que os profetizan...
hablan visión de su propio corazón, no de la boca de Jehová” (Jer. 23:16). Ni debiese el
pueblo de Dios permitir que su fe sea comprometida por cualquier filosofía que es “según
las tradiciones de los hombres... y no según Cristo” (Col. 2:8). Cristo mismo condenó a
aquellos que “han invalidado el mandamiento de Dios por [vuestras] tradiciones” (Mat.
15:6). La filosofía humana y las tradiciones humanas no tienen lugar en el proceso de
definir la fe Cristiana.
1
Por lo tanto, el mensaje de la fe Cristiana se halla arraigado, y está circunscrito, por la
propia palabra revelada de Dios – no las palabras autoritativas de los hombres. ¿Dónde se
encuentra la Palabra de Dios? “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas
maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado
por el Hijo” (Heb. 1:1-2). Dios se reveló verbalmente de muchas maneras: desde Su
alocución personal a Adán o Abraham, hasta la predicación inspirada de Jonás, Amós o
Ezequiel. También envió Su palabra por escrito a Su pueblo: desde las tablas de la ley
Mosaica hasta el mensaje escrito de Isaías o Jeremías. Incluso la palabra de Dios que fue
originalmente entregada de manera oral necesitaba ser pasada a escritura con el propósito
que conociéramos de ella y para que funcionara como un estándar objetivo para la fe y la
obediencia. La palabra de los falsos maestros iba a ser expuesta por la ley antes inscrita
(Deut. 13:1-5) o por el testimonio escrito (Isa. 8:20).
La expresión más grandiosa de la Palabra de Dios se encuentra en la misma persona de
Jesucristo, quien es llamado “la Palabra de Dios” (Juan 1:1; Apoc. 19:13). Una vez más, lo
que sabemos de Cristo depende de la palabra escrita de los evangelios por hombres como
Mateo y Lucas. Cristo comisionó a ciertos hombres para actuar como Sus representantes
autorizados, Sus apóstoles. Les inspiró con Su palabra (Juan 14:26), de manera que
hablaron a nombre de Él (Mat. 10:40). Sin embargo, es digno de notarse que la predicación
y la enseñanza oral de los apóstoles iban a ser probadas por las Escrituras, como vemos por
el elogio que Pablo hace de los Bereanos (Hechos 17:11). Lo que los mismos apóstoles
escribieron iba a ser considerado como la misma palabra del Señor (I Cor. 14:37). Sus
epístolas escritas llegaron a tener para la iglesia la misma autoridad de “las otras escrituras”
(II Ped. 3:16).
Una obra clave de los apóstoles fue precisamente la de la revelación: su confesión de
Cristo, su testimonio de Él, interpretar y aplicar Su persona y obra para la iglesia (Mat.
16:18; Juan 15:27; 16:13; Hch. 1:8, 22; 4:33; 10:39-41; 13:31). No hablaron por carne y
sangre o de acuerdo a la instrucción humana, sino más bien por revelación del Padre y el
Hijo (Mat. 16:17; Gál. 1:11-12), siendo enseñada por el Espíritu (Juan 14:26). En virtud de
su obra reveladora Cristo edifica Su iglesia sobre el fundamento de los apóstoles (Mat.
16:18; Efe. 2:20; cf. 3:5).
La enseñanza de los apóstoles fue recibida como un cuerpo de verdad que era un criterio
para la doctrina y la vida en la iglesia; debido a que esta enseñanza fue pasada a la iglesia y
por medio de la iglesia, fue llamada la “tradición” (lo que había sido “entregado”) o el
“depósito” (la que había de distinguirse de las tradiciones no inspiradas de los hombres las
que la Biblia condena en otras partes (e.g. Col. 2:8; Mat. 15:3). El depósito o tradición
apostólica conformaba un “patrón de sanas palabras” para la iglesia (II Tim. 1:13-14) el que
había de ser guardado (I Tim. 6:20-21) como el estándar para la vida Cristiana (II Tes. 3:6;
II Ped. 2:21) y para toda la enseñanza futura en la iglesia (II Tim. 2:2). Esta tradición
apostólica se hallaba tanto en la instrucción oral como en las epístolas escritas (II Tes.
2:15); obviamente sólo las últimas están disponibles para nosotros hoy.
Por la misma naturaleza del caso, la revelación apostólica no se extendió más allá de la
generación apostólica, los “días fundacionales” de la iglesia.1 De modo que Judas en su día
1 El error teológico de creer que la revelación o cuasi-revelación especial y verbal continuó más allá del
podía hablar de “la fe” – dando a entender el contenido o enseñanza de la fe Cristiana – que
ahora “ha sido dada una vez por todas a los santos” (v. 3). Con respecto a este versículo, F.
F. Bruce comenta: “Por lo tanto, todas las afirmaciones en el sentido de transmitir una
revelación adicional... son afirmaciones falsas... sea que estas afirmaciones estén
encarnadas en libros cuyo propósito sea el de reemplazar o suplantar la Biblia, o tomen la
forma de tradiciones extra-Bíblicas que sean promulgadas como dogmas por la autoridad
eclesiástica.”2
La Cuestión del Canon
Como hemos visto a partir de las Escrituras, “la fe que ha sido una vez dada a los santos”
debe ser definida y circunscrita por la revelación de Dios tal y como se encuentra
particularmente en la Palabra escrita, desde la ley de Moisés hasta el depósito apostólico. La
fe Cristiana se define por toda la Escritura, pero solamente por la Escritura. De las
Escrituras no podemos añadir o sustraer nada (Deut. 4:2; e.g. Apoc. 22:18-19), no vaya a
ser que nuestra doctrina y conducta sean gobernadas por un estándar defectuoso. Esto nos
trae a la cuestión de cuáles obras literarias debiesen ser reconocidas como la palabra de
Dios – la cuestión del “canon.” La palabra “canon” denotaba una vara o caña usada para
medir (definir) cosas. En el contexto de la discusión teológica, “el canon” es el término
usado para nombrar aquella lista establecida de escritos autoritativos que son la norma de fe
y vida para el pueblo de Dios.
La idea de un canon – un conjunto de escritos que portan una autoridad única, divina para el
pueblo de Dios – nos lleva de regreso al mismo principio de la historia de Israel. Un
documento pactal que definía el entendimiento de Dios, de la redención y de la vida fue
colocado en el arca del pacto en el Lugar Santísimo del Tabernáculo, poniéndolo de esa
manera separado de las palabras y opiniones de los hombres. Además, la noción de un
canon se halla en el fundamento teológico de la fe Cristiana. Sin palabras reveladas
disponibles para el pueblo de Dios no habría ejercicio de parte de Dios de Su Señorío sobre
nosotros como siervos, y no habría una promesa segura de parte de Dios el Salvador para
salvarnos como pecadores.
La Naturaleza de la Canonicidad Diferenciada de Su Reconocimiento
¿Cuáles libros conforman apropiadamente el canon para la iglesia? Al contestar esta
pregunta es imperativo que no confundamos la naturaleza del canon con el reconocimiento
de ciertos escritos como canónicos. La autoridad legítima de los libros canónicos existe
tiempo de los apóstoles es cometido igualmente por los Católicos Romanos (imputándole una autoridad inspirada a las “interpretaciones” papales y a la tradición no escrita) y los Carismáticos (enseñando las lenguas y la profecía como dones que deben esperarse a lo largo de la vida de la iglesia). Tanto el oficio de Apóstol como los dones que acompañaban al ministerio de los apóstoles (cf. II Cor. 12:12; Heb. 2:3-4) tenían el propósito de ser temporales, confinados a la fundación de la iglesia. Para ser un Apóstol, se requería ser un testigo del Cristo resucitado (Hch. 1:22; e.g. I Cor. 9:1) y ser comisionado directamente por Él (Gál. 1:1), restringiendo de este modo el oficio apostólico a la primera generación de la iglesia. Pablo indicó que él era el último de los apóstoles (I Cor. 15:7-9); a su sucesor, Timoteo, nunca se le da ese título. Para las últimas epístolas del Nuevo Testamento no tenemos mención o discusión adicional de dones reveladores como las lenguas y la profecía, pues con la conclusión (traer a su fin o “perfección”) de lo que era “parcial” – a saber, el proceso de la revelación, los dones reveladores temporales de las lenguas y la profecía tenían que “cesar” (I Cor. 13:8-10).
2 Bruce, F. F., La Defensa del Evangelio en el Nuevo Testamento, (Grand Rapids: Eerdmans, 1959), p. 80.
independientemente del hecho de ser personalmente reconocidos como autoritativos por
cualquier individuo o grupo. Así pues, la naturaleza (o razones) de la canonicidad es
lógicamente distinta de la historia (o reconocimiento) de la canonicidad.
Es la inspiración de un libro lo que lo hace autoritativo, no la aceptación o el
reconocimiento humano del libro. Si Dios ha hablado, lo que dice es divino en sí mismo, a
pesar de la respuesta humana a ello. No “llega a ser divino” por el acuerdo humano con
ello.
Por consiguiente el canon no es producto de la iglesia Cristiana. La iglesia no tiene
autoridad para controlar, crear o definir la Palabra de Dios. Antes bien el canon controla,
crea y define a la iglesia de Cristo: “...siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre... Y ésta es la
palabra que por el evangelio os ha sido anunciada” (I Pedro 1:23-25).
Cuando entendemos esto podemos ver cuán erróneo es suponer que la iglesia corporativa,
en algún concilio de sus líderes, votara con respecto a ciertos documentos y les constituyera
como el canon. La iglesia no puede, consiguientemente, atribuirle autoridad a ciertos
escritos. Simplemente puede recibirles como la palabra revelada de Dios que, como tal,
siempre ha sido el canon de la iglesia. La autoridad es inherente en esos escritos desde el
comienzo, y la iglesia simplemente confiesa que este es el caso.
El Canon no es Idéntico a la Revelación Especial
Para que un libro sea considerado canónico es necesario que sea inspirado. Sin embargo,
mientras que la inspiración es una condición necesaria de la canonicidad, no es una que sea
suficiente. De otra manera toda la revelación especial (verbal) de Dios se constituiría en el
canon de la iglesia; no obstante este no es el caso, como podemos ver por un par de razones.
Primero, recuerde que no toda la revelación especial fue dada en forma escrita o
posteriormente puesta en forma escrita (e.g., muchos de los discursos de Jesús mientras
estuvo en la tierra, Juan 21:25; las revelaciones privadas a los apóstoles, II Cor. 12:4, 7;
Apoc. 10:4; mensajes no publicados de parte de profetas del Nuevo Testamento, I Cor.
12:28).
Segundo, debemos notar que no todos esos mensajes inspirados que fueron puestos por
escrito han sido preservados por la providencia de Dios para el uso de Su pueblo a lo largo
de la historia, tales como “El Libro de las Batallas de Jehová,” “El Libro de Jaser,” las
cartas previas de Pablo a los Corintios, etc. (cf., Núm. 21:14; Jos. 10:13; II Crón. 9:29;
12:15; I Cor. 5:9; II Cor. 2:4; 7:8). Por lo tanto, debiésemos decir con más precisión que el
canon de la iglesia Cristiana está constituido por aquellos escritos inspirados que Dios ha
preservado para Su pueblo en todas las edades subsiguientes.
La Inspiración es Auto-Probatoria y Auto-Consistente
La Escritura nos enseña que solamente Dios es adecuado para dar testimonio de Sí mismo.
No hay persona o poder creados que se halle en posición de juzgar o verificar la palabra de
Dios. De modo que: “cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro
mayor, juró por sí mismo...” (Heb. 6:13).
En consecuencia, los hombres no están calificados o autorizados para decir lo que se espera
que Dios revele o lo que pueda considerarse como Su comunicación. Esta es la razón por la
cual la Escritura traza una distinción tan aguda entre “las palabras que enseña la sabiduría
del hombre” y aquellas “que el Espíritu enseña” (I Cor. 2:13). No se puede confiar en la
sabiduría del hombre para juzgar la sabiduría de Dios (I Cor. 1:20-25). De hecho, en su
condición natural, la mente del hombre siempre dejará de recibir las palabras del Espíritu de
Dios: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque
para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (I
Cor. 2:14).
Solamente Dios puede identificar Su propia palabra. De modo que la palabra de Dios debe
dar fe de sí misma – debe dar testimonio de su propio carácter y origen divinos. “ni tenéis
su palabra morando en vosotros; porque a quien él envió, vosotros no creéis. Escudriñad las
Escrituras... y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:38-39).
A lo largo de la historia de la redención Dios ha dirigido a Su pueblo a encontrar Su
mensaje y palabras en forma escrita. De hecho, Dios mismo proveyó el prototipo de la
revelación escrita cuando entregó las tablas de la ley en el Monte Sinaí. Y cuando Dios
habló posteriormente por Su Espíritu a través de mensajes escogidos (II Pedro 1:21), sus
palabras estuvieron caracterizadas por una autoridad que se auto-vindica. Es decir, era
evidente a partir de su mensaje que estaban hablando a nombre de Dios – ya sea que la
afirmación fuera explícita (e.g., “Así dijo el Señor...”) o implícita (el poder cautivante o la
demanda de su mensaje como una palabra del Señor del pacto: e.g., Mat. 7:28-29).
Además, su mensaje era necesariamente coherente entre unos y otros. Una afirmación
genuina de inspiración por parte de una obra literaria conllevaba de manera mínima una
consistencia con cualquier otro libro revelado por Dios, pues Dios no miente (“... es
imposible que Dios mienta,” Heb. 6:18) y no se contradice a Sí mismo (“Mas, como Dios
es fiel, nuestra palabra a vosotros no es Sí y No” (II Cor 1:18). Entonces, siempre podría
contarse con que una palabra genuina de Dios concuerde con la revelación dada
previamente – como se requiere en Deut. 13:1-5, “Cuando se levantare en medio de ti
profeta... diciendo ‘Vamos en pos de dioses ajenos...’, no darás oído a las palabras de tal
profeta... En pos de Jehová vuestro Dios andaréis; a él temeréis, guardaréis sus
mandamientos y escucharéis su voz...”
Los Judíos del Antiguo Testamento debían tener cuidado de los falsos profetas, y la
precaución era de igual manera necesaria en los primeros días de la iglesia del Nuevo
Testamento debido a los mensajes erróneos de parte de falsos maestros – palabras que no
habían sido reveladas por Dios. Por ejemplo, Pablo dice “Si alguno os predica diferente
evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gál. 1:9). Algunas veces circulaban cartas
“apostólicas” espurias y causaban problemas a la iglesia primitiva, como vemos por las
palabras de Pablo: “... no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar, ni os
conturbéis, ni por espíritu, ni por palabra, ni por carta como si fuera nuestra” (II Tes. 2:2).
Era necesario instruir a la iglesia a no “creer a todo espíritu, sino probad los espíritus si son
de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (I Juan 4:1). Y el criterio
para juzgar era la consistencia con la revelación previa – ya fuese el Antiguo Testamento
(e.g., “Y éstos eran más nobles que los que estaban en Tesalónica, pues recibieron la
palabra [de Pablo] con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras [del Antiguo
Testamento] para ver si estas cosas eran así,” (Hechos 17:11) o la enseñanza de los
apóstoles (e.g., I Juan 4:2-3; Gál. 1:9).
La Persuasión del Espíritu
El auto-testimonio de la Escritura como la Palabra de Dios la hace objetivamente
autoritativa en sí misma, pero tal autoridad no será recibida subjetivamente sin un cambio
espiritual interno en el hombre. El Espíritu Santo debe abrir nuestros ojos pecaminosos y
dar convicción personal con respecto al auto-testimonio de la Escritura: “Y nosotros no
hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que
sepamos lo que Dios nos ha concedido” (I Cor. 2:12).
Debemos ser especialmente cuidadosos de no confundir esto con el subjetivismo, que es
relativista en última instancia. El testimonio interno del Espíritu Santo no se yergue de
manera independiente, no opera en un vacío; a de ser conjuntado con el auto-testimonio
objetivo de las mismas Escrituras.
Es más, esta obra del Espíritu no es un asunto individual o idiosincrásico, como si el
testimonio interno operara sobre una persona de manera única e independiente. De modo
que es la iglesia corporativa, no los religiosos místicos y disidentes, la que reconoce – a
través del ministerio lleno de gracia e interno del Espíritu – que el auto-testimonio objetivo
de las Escrituras es genuino.
El Canon, Históricamente Fijado Bajo la Providencia de Dios
Aquellas obras que Dios le dio a Su pueblo para que fueran su canon recibieron siempre un
reconocimiento inmediato como inspiradas, al menos por una porción de la iglesia (e.g.,
Deut. 31:24-26; Jos. 24:25; I Sam. 10:25; Dan. 9:2; I Cor. 14:37; I Tes. 2:13; 5:27; II Tes.
3:14; II Ped. 3:15-16), y Dios tenía como propósito que esos escritos recibieran
reconocimiento por parte de la iglesia como un todo (e.g., Col. 4:16; Apoc. 1:4). Claro que
el discernimiento espiritual de los escritos inspirados por Dios, por parte de la iglesia
corporativa fue, algunas veces, un proceso de lucha y batalla. Esto se debe al hecho de que
el mundo antiguo tenía medios de comunicación y de transportación muy lentos (de modo
que se requería algún tiempo para que las epístolas circularan), asociado con la entendible
precaución de la iglesia ante la amenaza de los falsos maestros (produciendo de este modo
diálogo y debate a lo largo del proceso para alcanzar un consenso).
La evidencia histórica indica que, aún con las dificultades antes mencionadas, los cánones
del Antiguo y Nuevo Testamento fueron sustancialmente reconocidos y ya establecidos en
la iglesia Cristiana para fines del segundo siglo.3 Sin embargo, hay una adecuada razón
3 Para una buena discusión de la evidencia, vea Bruce Metzger, El Canon del Nuevo Testamento, (Nueva York: Oxford University Press, 1987).
Bíblica y teológica para creer que el canon de la Escritura fue esencialmente fijado incluso
en los primeros días de la iglesia.
Para el tiempo de Jesús existía un cuerpo bien definido de literatura pactal que, bajo la
influencia de los profetas del Antiguo Testamento, era reconocido como el que definía y
controlaba la fe genuina. Cuando Jesús o los apóstoles simplemente apelaban a “las
Escrituras” en contra de sus oponentes Judíos, no hay sugerencia de ninguna clase de que la
identidad y los límites de tales escritos fueran vagos o que estuviesen en disputa. La
confirmación del contenido del canon Judío se encuentra hacia fines del primer siglo en los
escritos de Josefo (el historiador Judío) y entre los Rabinos de Jamnia.
La iglesia Novo Testamentaria reconoció la autoridad canónica de este corpus del Antiguo
Testamento, señalando que “...ni una jota ni una tilde” (Mat. 5:18) de “la ley de Moisés, en
los profetas y en los salmos” (Lucas 24:44) estaba siendo desafiada o repudiada por nuestro
Señor. Su plena sumisión a ese canon fue evidente por el hecho que declaró “la Escritura no
puede ser quebrantada” (Juan 10:35). Como Pablo dijo más tarde: “Porque las cosas que se
escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron” (Rom. 15:4).
El canon Judío tradicional estaba dividido en tres secciones (la Ley, los Profetas y los
Escritos), y un rasgo inusual de la última sección era la enumeración de Crónicas fuera del
orden histórico, colocándolo después de Esdras-Nehemías haciéndolo así el último libro del
canon. A la luz de esto, las palabras de Jesús en Lucas 11:50-51 reflejan el carácter estable
del canon Judío (con su peculiar orden) ya en su tiempo. Cristo usa la expresión “desde la
sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías,” que parece problemática puesto que Zacarías
no fue, cronológicamente, el último mártir mencionado en la Biblia (cf. Jer. 26:20-23). Sin
embargo, Zacarías es el último mártir del cual leemos en el Antiguo Testamento según el
orden canónico Judío (cf. II Crón 24:20-22), lo que fue aparentemente reconocido por Jesús
y sus oyentes.
En cuanto al Nuevo Testamento, las palabras pactales de Cristo – las cuales determinan
nuestras vidas y destinos (e.g., Juan 5:38-40; 8:31; 12:48-50; 14:15, 23-24) – nos han sido
entregadas fielmente, por el poder del Espíritu Santo, por parte de los apóstoles de Cristo:
“Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os
enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Juan 14:26; cf. 15:26-
27; 14:16-17; 16:13-15).
El mismo concepto de un “apóstol” en la jurisprudencia Judía era el de un hombre quien, en
el nombre de otro, podía comparecer con autoridad y hablar por ese otro hombre (e.g., “el
apóstol por una persona es como esa misma persona,” se decía). Por consiguiente, Jesús les
dijo a Sus apóstoles, “El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí,
recibe al que me envió” (Mat. 10:40). Y a través de estos apóstoles Él prometió “edificaré
Mi iglesia” (Mat. 16:18).
Sabemos que de esta manera llegó a existir un cuerpo de literatura Novo Testamentaria que
la iglesia, “edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal
piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efe. 2:20), llegó a reconocer como la propia palabra
de Dios, siendo el canon de su relación pactal con Él. Este reconocimiento se traza desde
los días de los mismos apóstoles, quienes identificaron sus propias obras como canónicas
(e.g., Gál. 1:11-12; I Cor. 14:37), o verificaron la autoridad canónica de las obras de otros
apóstoles (e.g., II Pedro 3:16) y escritores (e.g., I Tim. 5:18, citando Lucas 10:7).
Pero, ya sea o no, que a cada uno se le haya dado una particular atención escrita por parte de
un apóstol, los libros individuales del Nuevo Testamento llegaron a ser vistos por lo que
eran: la revelación de Jesucristo a través de Sus mensajes escogidos. Es en este cuerpo de
literatura que el pueblo de Dios discierne la palabra autoritativa de su Señor – como Jesús
dijo: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen” (Juan 10:27).
Para recapitular: sabemos por la Palabra de Dios (1) que la iglesia del Nuevo Pacto
reconoció el canon ya establecido del Antiguo Testamento, y (2) que el Señor tenía el
propósito de que la iglesia del Nuevo Pacto fuese edificada sobre la palabra de los
apóstoles, llegando así a reconocer la literatura canónica del Nuevo Testamento. A estas
premisas le podemos añadir la convicción (3) de que toda la historia es gobernada por la
providencia de Dios (“En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados
conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad,” Efe.
1:11). De manera que, confiando en la promesa de Cristo de que Él ciertamente edificaría
Su iglesia, y confiados en la soberanía guiadora de Dios, podemos estar seguros de que el
reconocimiento del canon, ordenado por Dios, sería providencialmente cumplido – lo que,
en retrospectiva, es ahora un asunto de registro histórico.
Pensar de otra manera sería, en realidad, privar a la iglesia Cristiana de la segura palabra de
Dios. Y eso, a su vez, (a) minaría la confianza en el evangelio, contrario a la promesa de
Dios y a nuestra necesidad espiritual, lo mismo que (b) nos privaría de la precondición
filosófica de cualquier tipo de conocimiento, consignándonos así (en principio) al
escepticismo total.
La Aplicación de la Canonicidad
Entonces, en términos de la discusión anterior, ¿qué debiésemos hacer con la decisión
Católico Romana de 1546 (el Concilio de Trento) de aceptar como canónicos los libros
apócrifos de “Tobías,” “Judit,” “Sabiduría,” “Eclesiástico,” “Baruc,” y “I y II Macabeos”?
Tales libros no reclaman para sí autoridad divina última. Considere la fuerza de los escritos
de Pablo (“Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son
mandamientos del Señor” – I Cor. 14:37-38; si alguno “anunciare otro evangelio diferente
del que os hemos anunciado, sea anatema” – Gál. 1:18). Luego compare el tono inseguro
del autor de II Macabeos: “si se ha hecho de manera pobre o mediocre, eso fue lo mejor que
pude” (15:38). Además, cuando el autor relata que Judas animó con confianza a sus tropas,
aquella audacia provino “de la ley y los profetas” (15:9), como si este ya fuera un cuerpo
reconocido y autoritativo de literatura para él y sus lectores. (Esto también se refleja en el
prólogo de Eclesiástico.) I Macabeos 9:27 reconoce el tiempo en el pasado cuando “los
profetas dejaron de aparecer entre” los Judíos.
Los antiguos Judíos, a quienes les fueron confiados los “oráculos de Dios” (Rom. 3:2),
nunca aceptaron estos libros apócrifos como parte del canon inspirado – y todavía no lo
hacen hasta el día de hoy.4 Josefo habla del número de libros Judíos que son divinamente
fidedignos, no dejando lugar para los libros apócrifos. Josefo expresó la perspectiva Judía
común cuando dijo que los profetas escribieron desde el tiempo de Moisés hasta el de
Artajerjes, y que desde entonces ningún escrito tuvo la misma autoridad. El Talmud Judío
enseña que el Espíritu Santo se apartó de Israel después del tiempo de Malaquías. Ahora,
Artajerjes y Malaquías vivieron ambos cuatro siglos antes de Cristo, mientras que los libros
de la Apócrifa fueron compuestos alrededor de dos siglos antes de Cristo.
Cuando Cristo vino ni Él ni los apóstoles citaron jamás los libros apócrifos como si
tuvieran autoridad. A lo largo de la historia de la iglesia primitiva la aceptación de la
Apócrifa fue algo más bien inconsistente, imprecisa y de ambigua importancia – siendo lo
principal que los libros nunca adquirieron un respeto universal y un reconocimiento claro
como si tuvieran el mismo peso y autoridad de la misma Palabra de Dios.
El primer Cristiano primitivo en abordar explícitamente la cuestión de una lista precisa de
los libros del Antiguo Testamento fue Melito (obispo de Sardis, aprox. 170 d.C.), y no
acepta ninguno de los libros apócrifos. Atanasio rechazó tajantemente Tobías, Judit y
Sabiduría, diciendo de ellos: “por causa de una precisión mayor... hay otros libros fuera de
estos [recién enumerados] que ciertamente no están incluidos en el canon” (carta festiva 39,
367 d.C.).5
El erudito Jerónimo fue el principal traductor de la Vulgata Latina (que más tarde el
Catolicismo Romano decretó como teniendo autoridad última para determinar doctrina).
Alrededor del 395 d.C., Jerónimo enumeró los libros de la Biblia Hebrea diciendo,
“cualquiera que quede fuera de estos debe ser puesto aparte entre la Apócrifa.” Luego
enumera libros ahora aceptados por la iglesia Católica Romana y dice categóricamente que
4 Se hallan fragmentos de tres libros apócrifos entre los textos existentes de Qumrán, sin ninguna evidencia de que fueran considerados canónicos incluso por la secta que los produjo. Filón tampoco da muestras de aceptarlos. Algunas veces se apela a la versión Griega del Antiguo Testamento (la “Septuaginta”) para sugerir que “el canon de los Judíos Alejandrinos era más amplio.” F. F. Bruce sigue diciendo, “No hay evidencia de que esto fuera así: de hecho, no hay evidencia de que los Judíos Alejandrinos hayan promulgado alguna vez un canon de escritura” (Canon, pp. 44-45). De hecho, los manuscritos de la Septuaginta que poseemos fueron producidos por Cristianos mucho después, y los manuscritos existentes difieren entre sí, algunos excluyendo libros de los Apócrifos que Roma ha aceptado, mientras que otros incluían libros apócrifos que incluso Roma negó.
5 Aquellos que estudian la historia de la canonicidad se equivocarán estrepitosamente si no se pone atención al uso variado e inestable de términos en este punto en la historia de la iglesia (finales del siglo cuarto). Por ejemplo, el término “apócrifa” en sí conlleva una importancia distinta entre Atanasio y Jerónimo. Atanasio habló de tres categorías de libros: canónicos, edificantes y “apócrifos” – dando a entender obras heréticas que debían evitarse del todo. Jerónimo, por otro lado, usaba el término “apócrifa” para la segunda categoría de libros, aquellos que son edificantes (y Rufino los catalogaba como “eclesiásticos,” dado que podían leerse en la iglesia). Lo mismo es verdad del uso temprano del término “canon.” Atanasio parece ser el primero en usarlo en el sentido estricto que nosotros usamos hoy, naturalmente, tal uso no fue inmediatamente asimilado
por todos los escritores. Algunas veces “canónico” fue usado con un sentido amplio e indiscriminado para incluir lo que otros autores delineaban más cuidadosamente como los libros de autoridad superior e inspirados (el estándar de la iglesia – el “canon”) lo mismo que los libros edificantes o “eclesiásticos” que podían ser leídos en la iglesia. Vemos esto, por ejemplo, en el Tercer Concilio provincial (no ecuménico) de Cartago en el 397, que identifica explícitamente “los escritos canónicos” con los que “debiesen leerse en la iglesia” e incluya las obras consideradas “edificantes” por Atanasio o “apócrifos” por Jerónimo. Los eruditos Católicos Romanos contemporáneos reconocen el uso variado del término “canónico” al hablar de los libros apócrifos como “deuterocanónicos.” “no están en el canon.” Más tarde escribió que tales libros son leídos “para edificación del pueblo pero no para establecer la autoridad de los dogmas eclesiásticos.” De igual manera, muchos años más tarde (aprox. 1140 d.C.), Hugo de San Víctor enumera los “libros de la sagrada escritura,” añadiendo “Existen también en el Antiguo Testamento ciertos libros que en verdad son leídos [en la iglesia] pero no están inscritos... en el canon de autoridad”; aquí enumera libros de la apócrifa.
Los libros apócrifos fueron algunas veces tenidos en alto o citados por su antigüedad o por
su valor histórico, moral o literario,6 pero la distancia conceptual entre “valioso” y
“divinamente inspirado” es considerable.
Así la versión de Wycliffe de la Biblia en Inglés (1395) incluía la Apócrifa y recomienda en
particular el libro de Tobías, aunque también reconoce que Tobías “no es de fiar” – es decir,
no pertenece a la misma clase de libros inspirados que pueden usarse para confirmar
doctrina Cristiana. De igual manera, los Treinta y Nueve Artículos de la Iglesia de
Inglaterra (1562) nombra los libros canónicos de la Escritura en una clase separada, y luego
introduce una lista de libros apócrifos diciendo: “Y los otros libros la Iglesia los lee para
ejemplo de vida... pero no los aplica para establecer doctrina alguna.”7 Esta es igualmente la
actitud de la mayor parte de eruditos Católico-Romanos de hoy, quienes consideran los
libros de la Apócrifa como solamente “deuterocanónicos” (de autoridad secundaria).8
Las iglesias Protestantes nunca han recibido estos escritos como canónicos, aunque han
sido reimpresos algunas veces por su valor histórico. Incluso algunos eruditos Católico-
Romanos durante el período de la Reforma disputaban el status canónico de los libros
apócrifos, el que fueran aceptados (en esa fecha tardía) parece deberse a su utilidad en
oponerse a Lutero y a los reformadores – es decir, con propósitos contemporáneos y
políticos, más bien que teológicos e históricos en nuestra primera discusión.
Finalmente, los libros de la Apócrifa abundan en errores doctrinales, éticos e históricos. Por
ejemplo, Tobías afirma haber estado vivo cuando Jeroboam se sublevó (931 a.C.) y cuando
Asiria conquistó Israel (722 a.C.), ¡a pesar del hecho que su lapso de vida fue de solo 158
años (Tobías 1:3-5; 14:11)! Judit identifica erróneamente a Nabucodonosor como rey de los
Asirios (1:1, 7). ¡Tobías refrenda el uso supersticioso del hígado de pescado para protegerse
de los demonios (6:6, 7)!
Los errores teológicos son igualmente significativos. Sabiduría de Salomón enseña la
6 Los apologistas Católico-Romanos algunas veces saltan a conclusiones canónicas a partir del simple hecho que los libros de la Apócrifa fueron copiados e incluidos entre los manuscritos antiguos o por el hecho que un autor hace uso de ellos. Pero obviamente un escritor puede citar algo de una obra que tome como cierto sin adjudicarle así autoridad divina (por ejemplo, Pablo citando a un escritor pagano en I Cor. 15:33).
7 Los apologistas Católico-Romanos a menudo malinterpretan el rechazo Protestante de la Apócrifa, pensando que no implica respeto o uso alguno para estos libros. Calvino mismo escribió, “Sin embargo, no soy uno de esos que desaprobaría completamente la lectura de esos libros”; su objeción era la de “colocar la Apócrifa en el mismo rango” que la Escritura inspirada (“Antídoto” al Concilio de Trento, pp. 67, 68). Igualmente, Lutero colocó la Apócrifa en un apéndice del Antiguo Testamento en su Biblia Alemana, describiéndolos en el título como “Libros que no han de ser tenidos como iguales a la sagrada escritura, pero que son útiles y buenos de leer.”
8 La historia y las citas anteriores con respecto al canon pueden ser cotejadas en F. F. Bruce, El Canon de la Escritura, passim.
creación del mundo a partir de materia pre-existente (7:17). II Macabeos enseña las
oraciones por los muertos (12:45-46), y Tobías enseña la salvación por la buena obra de dar
limosnas (12:9) – totalmente contrario a la Escritura inspirada (tales como Juan 1:3; II
Samuel 12:19; Hebreos 9:27; Romanos 4:5; Gálatas 3:11).
La conclusión a la cual llegamos es que los libros de la Apócrifa Católico-Romana no
demuestran las marcas características de inspiración y autoridad. No son auto-probatorias,
sino que más bien contradicen la Palabra de Dios en otras partes. No fueron reconocidos
por el pueblo de Dios desde el principio como inspirados y nunca han conseguido la
aceptación de la iglesia universal como si comunicaran la plena autoridad de la propia
Palabra de Dios. Debemos coincidir con la Confesión de Westminster, cuando dice: “Los
libros comúnmente llamados Apócrifos, por no ser de inspiración divina, no forman parte
del Canon de las Santas Escrituras; y por lo tanto no son de autoridad para la iglesia de
Dios, y no deben aceptarse ni usarse excepto de la misma manera que otros escritos
humanos” (I, 3).
Greg. L. Bahnsen, Th. M, Ph. D. (Filosofía; USC) fue Profesor Residente en el Centro de
Estudios Cristianos del Sur de California y anciano docente en la Iglesia Comunidad del
Pacto de la IPO.