PT153
Escrito para el Concilio de la Iglesia Protestante Norteamericana (1993) © Covenant Media
Foundation, 800/553-3938

La Naturaleza Judicial y Substitutiva de la Salvación

Por el Dr. Greg Bahnsen

El Mensaje Indispensable de la Salvación
Los documentos fundacionales de la iglesia no dejan duda de que el Cristianismo es una fe
soteriológica, una religión de salvación. El corazón del mensaje Cristiano es la promesa de
salvación por parte de Dios a través de la obra de Su Hijo, Jesucristo; sustraiga este
distintivo, y ya no tiene “Cristianismo” – no el Cristianismo presentado con claridad en el
Antiguo y Nuevo Testamentos. El Cristianismo bíblico es más que una perspectiva
metafísica, más que un estilo ético de vida, más que un fenómeno social y un movimiento.
En su médula, es un mensaje de salvación, enfocándose en el individuo histórico, Jesús. En
Él, declaró Pablo, todas las promesas de Dios fueron afirmadas y confirmadas (2 Cor. 1:20).
En consecuencia, la Biblia llama a Jesús nuestro Salvador. Pablo habla de Él como “Dios
nuestro Salvador” (1 Tim. 1:1; 2:3; Tito 1:3; 3:4); Pedro se refiere a Él como “nuestro
Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11; 2:20). Tal terminología tiene un amplio
trasfondo y una amplia justificación el Nuevo Testamento. La misma razón por la cual Dios
el Padre envió a Su Hijo al mundo es “para que el mundo fuese salvo por Él” (Juan 3:17).
En Su nacimiento se anunció: “Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador, que es
Cristo el Señor” (Lucas 2:11). Sus contemporáneos testificaron: “Este es en verdad el
Cristo, el Salvador del mundo” (Juan 4:42). Y Sus discípulos, aquellos que le conocían
mejor que todos, ofrecieron la misma valoración: “Hemos visto y testificamos que el Padre
envió al Hijo para ser el Salvador del mundo” (1 Juan 4:14).
En la naturaleza del caso, entonces, el Cristianismo es la proclamación de las buenas
nuevas de salvación. Pero, ¿exactamente qué tipo de salvación abarca esto? Sin embargo,
es evidente, a partir de la epístola a los Gálatas, que los individuos pueden hablar y
proponer un “evangelio” que no es verdaderamente las buenas nuevas de la gracia salvadora
de Dios en Cristo, sino una perversión de él (cf. Gál. 1:6-7). A lo largo de su historia, a
medida que la iglesia se ha encontrado con el mundo y ha llevado el evangelio a las culturas
no conversas, ha aprendido una y otra vez que hay muchas concepciones diferentes de
“salvación” sostenidas por los hombres no regenerados que deben ser corregidas, no vaya a
ser que socaven y redefinan la intención de Dios en el mensaje del evangelio. En verdad,
dentro de la misma iglesia el pueblo de Dios siempre ha hallado necesario estar vigilante
contra las interpretaciones falsificadas y engañosas de las preciosas palabras “Jesús salva” –
desde las corrupciones de Roma en la Reforma Protestante hasta las descaradas
falsificaciones del tele-evangelismo a fines de este milenio.
Por consiguiente necesitamos preguntar: ¿De qué nos salva Jesús, y de qué manera Él ha
hecho esto?

Pecado, Culpa e Ira
La respuesta Bíblica es llana y abundante. Jesús nos salva del pecado y sus consecuencias.
Dios le envió el mensaje angelical a María: “Le pondrás por nombre ‘Jesús’, porque él
salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat. 1:21). Aquí encontramos nada menos que una
premisa fundamental del Cristianismo: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que
Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores” (1 Tim. 1:15). El Apóstol Juan fue
igualmente categórico: “Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados” (1 Juan 3:5;
cf. Juan 1:29). El Cristianismo, tal y como se presenta en las páginas de la Escritura,
proclama que Jesucristo es el Salvador, y aquello de lo cual nos salva es el pecado.
Naturalmente entonces, es un prerrequisito para comprender correctamente la salvación el
que entendamos qué es lo que Biblia quiere decir cuando habla de pecado. Al obtener ese
entendimiento llegamos a estar conscientes del carácter judicial de la salvación, pues
entramos a la esfera conceptual de la ley, la culpa y la condenación – el escenario de la
corte judicial, la convicción, el juicio y la penalidad.
Pablo le explicó a los Romanos que “donde no hay Ley, no se inculpa de pecado” (5:13).
Dios se revela a Sí mismo tanto a través del orden creado (incluyendo la conciencia del
hombre) y a través de las palabras de Su portavoz – registradas para nosotros en la Escritura
– como el Señor, Gobernador y Rey del universo. En esta posición de autoridad Dios
promulga la ley al hombre como un reflejo de Su carácter santo y como la norma por la cual
el hombre ha de guiar y dirigir su vida. De este modo, esta ley es el estándar o criterio por el
cual el pecado es definido y conocido. Como Pablo escribió: “por medio de la Ley es el
conocimiento del pecado” (Rom. 3:20), y “no conocí el pecado sino por la Ley” (7:7). Juan
lo dice de manera sucinta: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la Ley, pues el
pecado es infracción de la Ley” (1 Juan 3:4). Decir que todos los hombres han pecado es
decir que todos los hombres han transgredido las prohibiciones de Dios y han dejado de
conformarse a Sus demandas. Son quebrantadores de la ley. Debido a que la ley revela el
carácter glorioso y santo de Dios (cf. Rom. 7:12), aquellos que quebrantan la ley pecan “y
están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23).
Como el Juez justo de toda la tierra (cf. Gén. 18:25), quien no puede tolerar el mal (Hab.
1:13), Dios debe ser fiel a Su propio carácter e imponer una penalidad sobre aquellos que
son culpables de violar Sus mandamientos. Al estar bajo la jurisdicción moral de la ley de
Dios, “que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios” (Rom. 3:19).
Estamos, por así decir, en un tribunal judicial ante un Juez infinitamente puro y
omnisciente. El Salmista dijo de Él, “Dios, tú conoces mi insensatez, y mis pecados no te
son ocultos” (Sal. 69:5). Si Él fuese a considerar nuestro registro de pecados, ninguno de
nosotros podría permanecer (Sal. 130:3). Incluso si hemos tropezado en solo un punto de la
ley somos “culpables de quebrantar su totalidad” (Santiago 2:10). Por consiguiente, nos
hallamos bajo la condenación de Dios.
El pecado requiere el castigo divino, pues es una afrenta a la justicia y pureza de Dios. El
Señor “de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éxo. 34:7; cf. Nahum 1:3).
Aquellos que violan la ley de Dios deben enfrentar la justa consecuencia de sus actitudes y
hechos, pues el pecado traerá un pago retributivo personal de parte de Dios. Y la penalidad
no puede ser arbitraria o variable (cf. el principio de “ojo por ojo,” e.g., Éxo. 21:23-25);
debe reflejar la justicia inmutable y no-negociable de Dios mismo. La penalidad debe ser
exactamente lo que el pecado merece; ni más ni menos. “La paga del pecado [en contraste
con el don gratuito discrecional de Dios] es muerte” (Rom. 6:23; cf. Gén. 2:17). “El
malvado obra con falsedad... como la justicia conduce a la vida, así el que sigue el mal lo
hace para su muerte” (Prov. 11:18-19). “El alma que peque esa morirá... de cierto, morirá:
su sangre caerá sobre él” (Eze. 18:4, 23). Esto no puede ser de otra manera porque Dios es
el origen y principio de la vida (cf. Juan 1:4), y volverse en Su contra, entonces, es
necesariamente volverse contra la vida. “Pero el que peca contra mí, se defrauda a sí
mismo, pues todos los que me aborrecen aman a muerte” (Prov. 8:36). Las penalidades de
Dios nunca son caprichosas o circunstanciales (i.e., toda transgresión recibe su justa
recompensa o retribución. (Cf. Heb. 2:2).
Y la justicia de Dios debe ser satisfecha. “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor”
(Rom. 12:19; cf. Deut. 32:35). De una manera u otra Dios extenderá su recompensa. No es
Su naturaleza, a diferencia de los veleidosos e inconsistentes humanos, declarar una
enmienda punitiva y luego escoger ignorarla o relajarla: e.g., “No se apartará el furor de
Jehová hasta que lo haya hecho y hasta que haya cumplido los pensamientos de su corazón”
(Jer. 23:20). La intención declarada de Dios es retribuir a todos los que pecan con la
sanción penal de la muerte. Esa es la razón por la cual la Escritura afirma con énfasis
categórico que la penalidad por el pecado no puede ser mitigada o hecha a un lado para
poder salvar al culpable. La justicia inmutable de Dios requiere la exactitud del castigo que
se debe al pecado: “sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Heb. 9:22, lo que el
autor indica que es verdad bajo la ley lo mismo que bajo el evangelio). El principio Bíblico
de que no es posible la remisión sin satisfacer la demanda de la muerte por el pecado
contradice diametralmente la presuposición de las teorías “gubernamentales” de la
expiación. Según ellas, se piensa que Dios es simplemente libre para perdonar el pecado y
cancelar las demandas de Su ley sin que su sanción (o penalidad) sea satisfecha – si no
fuese por las consecuencias, en el hecho que esto promovería la relajación moral. (Así,
Dios confirma Su gobierno moral del mundo presentando un ejemplo público de
sufrimiento, mostrando de esa manera cuán malo es el pecado e impidiéndolo en otros.) Sin
embargo, la justicia de Dios que es relevante a la doctrina Bíblica de la salvación y la
expiación es retributiva en carácter, no simplemente utilitaria.
La principal verdad teológica con la que Pablo comienza su elaboración extendida de la
gracia salvadora de Dios en Cristo es precisamente esta: “La ira de Dios se revela desde el
cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la
verdad” (Rom. 1:18). Tarde o temprano llegará el día cuando todos los hombres serán
finalmente reunidos ante el trono de Dios como su Juez. Dios “ha establecido un día en el
cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó,” Jesucristo (Hch.
17:31). Entonces serán abiertos los libros, y cada hombre será “juzgado por las cosas que
estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apoc. 20:12). Será evidente que todos los
hombres han estado atesorando “ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de
Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Rom. 2:5-6). Cristo declarará
“Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mat.
25:41). Pablo explica que “sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del
Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes. 1:9). Juan añade las terribles palabras “serán
atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Apoc. 20:10).
A la luz de este trasfondo definitorio acerca de la ley, la transgresión, la culpa, la ira y el
juicio, podemos sostener confiadamente que la “salvación” en la concepción Bíblica
conlleva el escape del hombre de la condenación judicial de Dios. Nótese como Juan ofrece
claridad para el entendimiento de lo que es la salvación por medio de su escogencia de un
término contrastante: “Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo,
sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado” (Juan 3:17-18).
Necesitamos ser “salvados,” puede usted ver, de la condenación judicial de Dios por
nuestros pecados. Esa es la razón por la cual las gloriosas buenas nuevas de la obra
salvadora de Dios en Cristo resulta específicamente en la declaración “ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Rom. 8:1). Sobre aquellos que son
culpables de pecado y sujetos a la condenación Dios pronuncia de manera ineludible que
necesitan “un Abogado,” uno que sea (a diferencia de ellos) justo y que pueda interceder,
mitigar y hacer girar la ira judicial de Dios – llegando a ser, como lo dice Juan, “la
propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:1-2; cf. 4:10; Heb. 2:17).
Rescatados de la Condenación a través de un Sustituto
Pero, ¿cómo puede un pecador culpable evitar la justa condenación y la ira de Dios? ¿Cómo
puede ser liberado de la penalidad que merece? Pablo escribió: “Pero cuando vino el
cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gál.
4:4). Con el propósito de cumplir todas las promesas de Dios y llevar a cabo Su plan
salvador para los hombres, Cristo vino para realizar una obra de “redención.” Y en la
concepción de Pablo, teológicamente autoritativa de esta redención, conllevaba un carácter
inequívocamente judicial y substitutivo. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley,
hecho por nosotros maldición” (Gál. 3:13). La redención o liberación es ser hecho libre de
una espantosa realidad judicial: “la maldición de la ley.” Y este acto de hacernos libres fue
llevado a cabo por un Substituto quien asumió la condenación judicial en nuestro lugar:
“hecho por nosotros maldición.” La muerte de Cristo en la cruz no fue simplemente algún
“evento equivalentemente terrible” que suplanta la imposición de la penalidad judicial de la
ley (como sostienen las teorías “gubernamentales”), sino más bien el llevar sobre sí la
maldición misma.
Según algunas versiones de teologías no-judiciales, el carácter de la tarea redentora de
Cristo, en lo que se refiere a portar la maldición, es rechazado a favor de ver la obra
salvadora de Jesús como un acto de mediación, un “esfuerzo por restaurar la comunicación
entre dos partes alienadas.” Para facilitar esa restauración Cristo se ofreció a sí mismo
como un sacrificio, no para portar sobre sí la condenación, sino como pago del precio para
reconciliar a las partes alienadas – es decir, como un gesto convincente de buena voluntad.
Esto le gana credibilidad y se gana el derecho a ser escuchado de manera que otros harán
sacrificios por la causa de mejores relaciones. Dicho brevemente, el sacrificio expiatorio de
Cristo es valorado por su influencia armonizadora – su habilidad para disipar la
desconfianza y de provocar en los corazones de las partes alienadas (Dios y el hombre) un
renovado sentido de los intereses comunes, abriendo de esta manera el camino hacia una
mejor comunicación. Cristo establece el ejemplo moral para la auto-entrega, estimulando
una mejor actitud hacia Dios y mostrándonos el camino para remover la alineación en
nuestros asuntos personales.
Este entendimiento de la obra salvadora de Cristo tiene un poder seductor que suena hasta
Bíblico pero que ha empujado a muchas personas hacia el modernismo teológico y la neoortodoxia
(e.g., la Confesión de 1967 en la Iglesia Presbiteriana de los Estados Unidos). No
hay duda, claro está, que el mensaje del evangelio puede ser resumido muy bien en estos
términos: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo” (2 Cor. 5:19; cf. Rom.
5:8-11). Sin embargo, la Biblia nunca presenta el problema que aliena a Dios y al hombre
como un mero asunto de desconfianza y de comunicaciones rotas. La alineación existe
debido al pecado y su culpa. “Vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y
vuestro Dios” (Isa. 59:2). El pecado crea una culpa objetiva y legal ante el Todopoderoso
que debe ser penalizada con la muerte; resulta en condenación.
Por esta razón no podemos escapar o minimizar la base judicial para reconciliación tal y
como el Nuevo Testamento la presenta. Cuando Pablo dice en 2 Corintios 5:19 que “Dios
estaba en Cristo reconciliando consigo mismo al mundo,” inmediatamente añade a manera
de explicación: “no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados.” La salvación trata
con nuestra culpa legal, nuestras transgresiones. Pablo sigue diciendo que la enemistad de
Dios hacia nosotros no puede ser puesta de lado, logrando así la reconciliación, sin resolver
el problema de nuestros pecados y su condenación – es decir, sin hacer volver la ira judicial
de Dios y haciéndonos que permanezcamos justos ante Su juicio. Cristo, el que no conoció
pecado debe ser “hecho pecado por nosotros” para que podamos “ser hechos justicia de
Dios en Él” (2 Cor. 5:21).
La obra redentora de Cristo fue claramente más que un acto de representación o mediación,
aún cuando la Escritura sí considera a Jesucristo como el representante federal de Su pueblo
y como el único Mediador entre Dios y los hombres. En las transacciones humanas, un
mediador o negociador entre las partes adversas puede facilitar un acuerdo, pero no necesita
ser también – como un sustituto de una de las partes (o ambas) –quien realice el servicio o
los pagos del precio involucrado en el contrato o resolución eventuales. Un abogado puede
representar a su cliente en una corte judicial, alegando frente al tribunal, sin llegar a ser
también un sustituto por ese cliente, llegando a ser quien pase por el castigo impuesto por el
juez. Cristo nuestro Salvador hizo más que representar o mediar para nosotros ante Dios. A
Isaías el profeta Dios le otorgó una visión clara y conmovedora de esta verdad: “Mas él
herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados... mas Jehová cargó en él
el pecado de todos nosotros” (53:5-6). ¿Cómo es que el Siervo Justo de Dios “justificará a
muchos”? Isaías escribió: “Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento,”
haciendo de su vida (o alma) una “expiación por el pecado... llevará las iniquidades de
ellos” (vv. 10-11).
A esto las palabras del Nuevo Testamento añaden una confirmación decisiva. Cristo fue
manifestado en la consumación de las edades, dice el autor a los Hebreos, “para quitar de en
medio el pecado por el sacrificio de sí mismo,” siendo “ofrecido una sola vez para llevar
los pecados de muchos” (9:26, 28). Al tomar sobre Sí mismo los pecados de Su pueblo,
Cristo llevó la penalidad de la muerte que el pecado merece. Jesús mismo lo dijo cuando se
refirió a Su próxima muerte y la interpretó como “mi sangre del nuevo pacto, que por
muchos es derramada para remisión de los pecados” (Mat. 26:28). Pedro escribe que esta
“sangre preciosa de Cristo” fue el medio de nuestra “redención” (1 Pedro 1:18-19). La
redención requirió que Él muriera como nuestro sustituto. De este modo Pablo describe al
Mediador como quien “se dio a sí mismo en rescate por todos” (1 Tim. 2:5-6), usando una
palabra Griega para “rescate” cuyo prefijo le da el sentido literal de “pago sustitutivo.” Esto
refleja de manera llamativa lo dicho por Jesús con respecto a Sí mismo de que vino “para
dar su vida en rescate [precio de liberación] por muchos” (Marcos 10:45).
La doctrina de la substitución penal podría ser suprimida del testimonio Bíblico solo por un
mal tratamiento perverso y criminal del texto sagrado, o por una distorsión tendenciosa de
su significado. ¿Qué más podía haber dado a entender Pedro al escribirles a los creyentes en
la iglesia que “Cristo padeció por vosotros”? La preposición Griega (“por”) tiene el sentido
de “a vuestro favor” o “por vuestra causa.” ¿Fue simplemente a causa de un ejemplo moral,
para que aquellos que “sufren injustamente” (v. 19) pudiesen “seguir Sus pisadas” (v. 21)?
¿Es ese el fin del asunto (sufrimiento ejemplar) o no es más bien la aplicación moral del
significado salvífico fundamental del padecimiento de Cristo? Con toda seguridad que la
manera en que Cristo murió puede ser un modelo e incluso un motivador sin asegurar de
ninguna manera el perdón o garantizar la integridad ética; la historia está llena de mártires
paradigmáticos y productores de patetismo, mientras que los hombres familiarizados con
ellos, sin embargo, siguen bajo la esclavitud del pecado y sujetos a la ira de Dios. La
explicación de Pedro del sentido en el que Cristo, el inocente, sufrió “por” nosotros se
extiende a esta preciosa verdad: “quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre
el madero” (v. 24). La sustitución del inocente en lugar del culpable, por causa de rescatar
al culpable de la condenación, surge solo unos pocos versos más tarde cuando Pedro
declara: “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los
injustos, para llevarnos a Dios” (3:18).
Vemos por lo anterior que la muerte expiatoria de Cristo tuvo el propósito de tener un
efecto objetivo sobre un Juez airado (Dios) y no simplemente una resonancia subjetiva en el
corazón de los creyentes. Las teorías de la “influencia moral” minimizan el significado y la
singularidad de la cruz al convertirla nada más en un ejemplo persuasivo del gran amor de
Dios, impulsando emocionalmente a los hombres a vivir de manera auto-sacrificada por
imitación. Otras historias de martirio pueden evocar patetismo, pero la Escritura presenta la
obra de Cristo como una obra de importancia incomparable. Si no fue importante porque
aseguraba el favor de Dios, la crucifixión se ve degradada en un acto sin sentido de
teatralidad. De manera similar, las teorías “gubernamentales” describen el sufrimiento de
Cristo, no como una sustitución penal, sino simplemente como un ejemplo penal de la
naturaleza terrible y trágica del pecado de manera que el perdón divino (“eludiendo” la
demanda del castigo del pecador) no tendrá el efecto de debilitar el honor o el hecho de
hacer cumplir las demandas morales de Dios a la vista del público. La sociedad no tomaría
en serio la necesidad de ser moralmente gobernada por Dios a menos que, en lugar de
castigar a los pecadores como Él amenazó, Dios sustituyese en gran medida lo que fuese
desagradable y lleno de pena. Tal especulación, como la teoría de la influencia moral,
también socava el significado y singularidad de la cruz. Para seguir proveyendo un
elemento disuasivo para que los hombres perdonados no caigan en el pecado, Dios podría
ocasionalmente repetir ejemplos penales como el sufrimiento de Cristo a lo largo de la
historia (mientras más reciente y relevante, mejor) – lo cual es totalmente impensable en la
teología del Nuevo Testamento en la que no hay necesidad en lo absoluto de que “Cristo se
ofrezca otra vez” puesto que Su obra redentora fue realizada “una vez por todas” (Heb.
9:12, 25-28). Por la interpretación disuasiva (“prevención del pecado”) de la expiación, la
crucifixión es rebajada a un acto de manipulación de muy mal gusto.
La perspectiva teológica de los escritores Bíblicos, siendo testigos tanto los profetas como
los apóstoles, es que aquel que era perfectamente justo se puso en el lugar de aquellos que
eran injustos a la vista de Dios, llevando la maldición o penalidad de su pecado al morir en
su lugar, para hacerlos libres de la condenación y asegurar su beneficio eterno. No hay otra
manera, como Pedro lo indica, para que los pecadores sean “traídos a Dios.” Esto hace que
el mantener la pureza y la verdad del evangelio, como las buenas nuevas con respecto a la
expiación judicial y substitutiva, se convierta en un asunto de infinita importancia personal.
Hace que el rechazo auto-consciente de este tema Bíblico central se convierta en un asunto
de tremenda consecuencia. “Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el
pago, dice el Señor. ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!” (Heb. 10:30-31).
Nuestra única esperanza es que la muerte salvadora de Cristo es recibida por Dios
precisamente como un “sacrificio por los pecados” (cf. v. 26).

La Justificación: La Declaración Judicial de Justicia por parte de Dios
La muerte judicial (penal) y substitutiva de Cristo para nuestra redención se presenta en la
Biblia como el prerrequisito necesario para que los pecadores obtengan una posición
correcta ante el juicio de Dios. Somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante
la redención que es en Cristo Jesús” (Rom. 3:24). ¿Pero cómo puede un Dios justo
“justificar al impío” (Rom. 4:5)? El veredicto de Dios de que los injustos son juzgados
como justos ante Su vista depende de Su valoración de la persona y obra de Jesucristo en
lugar de ver el propio registro del pecador. Esta es la forma como Él puede seguir siendo
“el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (Rom. 3:26).
El veredicto favorable de Dios sobre nosotros de justificación en lugar de condenación
requiere que Él tome en cuenta primero la obra de Cristo, antes que podamos ser absueltos.
Esto está contenido en la corta pero inolvidable expresión de Pablo, “justificados por Su
sangre,” que es el medio por el cual los creyentes son “salvos de la ira de Dios” (Rom. 5:9).
Sin obtener el perdón por sus ofensas, los pecadores no pueden recibir un juicio favorable
de parte de Dios; de manera que la penalidad del pecado fue cumplida por Cristo
derramando Su sangre en su lugar. La acusación escrita de Dios en nuestra contra ha sido
borrada totalmente; Cristo la ha “quitado de en medio y la ha clavado en la cruz” (Col.
2:14). Pero hay más, el veredicto favorable de justificación por parte de Dios requiere que
Él tome en cuenta a la persona de Cristo, lo mismo que Su obra sacrificial.
La justificación no es simplemente la decisión de Dios de tratar al pecador como inocente
(absuelto) a causa de la obra redentora de Cristo. También abarca el juicio de que somos
considerados positivamente justos ante Su vista – valorados y declarados como justos. Esto
es lo que significa “justificar.” Pero, ¿cómo puede ser ése un juicio que sea acorde con la
verdad, a menos que Cristo haya llegado a ser el objeto del avalúo de Dios como nuestro
sustituto – es decir, a menos que Cristo sea juzgado en nuestro lugar? Pablo explica que
“por él estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios... justificación” (1
Cor. 1:30). A pesar de la falta de justicia de nuestro carácter interno, cuando Dios mira
nuestro registro legal Él descubre la justicia de Cristo la cual es sustituida y tratada como
genuinamente nuestra. Es una mala interpretación muy seria del testimonio Bíblico pensar
de esto como una especie de “ficción legal.” Aunque la justicia por la cual somos
justificados es una “justicia ajena” debido a que es la de Cristo – ciertamente no es nuestro
propio logro y nuestro carácter actual – sin embargo, es constituida como la nuestra propia.
Dios no ve el pecado y lo llama justicia (lo cual sería una mentira), sino que más bien
cuando ve nuestro registro no ve el pecado sino la justicia, siendo esta la justicia imputada
de Jesucristo. El status de nuestro sustituto en realidad ha llegado a ser nuestro propio
status según el juicio de Dios. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para
que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). En esta afirmación la
naturaleza substitutiva de nuestra salvación se destaca visiblemente, hablando de nuestro
pecado como siéndole imputado al Salvador, mientras que Su justicia nos es imputada a
nosotros.
En este versículo, el “llegar a ser hechos justicia” no puede significar, por ningún
despliegue de la imaginación, que nuestra naturaleza interna haya sido reemplazada,
“elevada,” o “infundida” con la pureza real y libre de pecado, con la obediencia confirmada
y la justa disposición de Cristo mismo. La decepcionante experiencia personal de los
creyentes, sin mencionar la infalible palabra de Dios (e.g., Gál. 5:17; 1 Juan 2:1), revela
cuán absurda es esa noción. Aún más, si 2 Corintios 5:21 significa que nuestro carácter
interno ha sido transformado en uno que es justo en verdad, entonces, por paralelismo, el
verso significaría - ¡horror herético! – que Cristo perdió su virtud santa y disposición justa
cuando fue “hecho pecado”; se interpretaría que Él llegó a ser, de manera real y personal,
un pecador (alguien “infundido” con el pecado).
La palabra de Dios presenta de manera consistente el carácter judicial o forense de la
justificación. El mismo verbo Griego (“justificar”) indica esto. En la literatura secular
Griega toma el sentido de “considerar o contar como justo,” y en el Antiguo Testamento de
la Septuaginta nunca se escoge en aquellos casos raros donde la palabra Hebrea tenía un
significado causativo (antes que declarativo). En la literatura del Nuevo Testamento ningún
verbo que tenga la misma clase de terminación Griega y que denote cualidades morales
conlleva una fuerza causativa (i.e., “hacer” devoto, santo, etc.), sino de manera uniforme el
sentido de “considerar” o “valorar” (como devoto, etc.). “Justificar” quiere decir declarar
un veredicto o demostrar (vindicar) que alguien es justo. A los jueces terrenales se les
requiere que “justifiquen al justo y condenen al culpable” (Deut. 25:1), que a duras penas
significa que el juez “hace” o “causa” que el inocente defendido sea justo. Más bien,
“justificar” se encuentra en agudo contraste con “condenar” – extender un veredicto
negativo. Cuando los jueces “condenan,” ellos no “causan” que el culpable sea hecho
culpable.
De igual manera, cuando Pablo presenta la “condenación” de los pecadores por parte de
Dios en contraposición a la “justificación” (Rom. 5:18; 8:33-34), lo último no puede
significar hacer justos a los pecadores, a menos que para ser consistentes (y blasfemos) se
diga que Dios causa que los condenados sean injustos. La justificación es el juicio legal de
Dios – Su pronunciamiento del veredicto de que alguien es justo según Su estimación. La
bendición de la justificación descansa “sobre aquel a quien Dios le atribuye [imputa]
justicia” (Rom. 4:6). Como se indicó antes, tal pronunciamiento o reconocimiento prevé
una verdadero cambio, aquí específicamente, del status legal objetivo para el pecador (no
un cambio del carácter moral interno o transformación subjetiva). Es por fe que al pecador
le es imputada a su cuenta la justicia de Cristo (fe-justicia) y en lo sucesivo es “reconocido”
como justo (Rom. 4:3; cf. 3:22; 9:30; Fil. 3:9). Este es el “don de la justicia” del que se
habla en Romanos 5:17, que debe denotar, por la naturaleza del caso, el otorgamiento
objetivo y no la renovación interna. Pablo posteriormente se refiere a la misma verdad
teológica cuando afirma: “Por la obediencia de uno [Cristo], los muchos serán constituidos
justos” (Rom. 5:19) – es decir, designados a la posición (status) de justo (cf. el uso de Pablo
de este verbo en Tito 1:5, que tiene numerosos paralelos en el Nuevo Testamento).
De estas consideraciones aprendemos el carácter distorsionado y el peligro mortal de
suprimir la naturaleza judicial o forense de la justificación. Se refiere no a la regeneración
interna o a la renovación santificadora del creyente (la infusión de la justicia), sino a la
declaración por parte de Dios de que el impío se halla ante Él ahora como justo. Este
veredicto comprende tanto la absolución de la culpa del pecador a través de la carga
substitutiva de la condenación debida y la consideración de Dios de la justicia de Cristo
como el propio status legal del creyente. Puesto que la Escritura afirma que “Dios justifica
al impío,” sabemos que la justificación no puede basarse en nada que resida en el pecador
por lo cual podría gloriarse, sea su fe o sus obras (cf. Efe. 2:8-9), siendo ambas imperfectas
y contaminadas en esta vida. La única esperanza que podemos tener es que Dios vea la
justicia de Cristo Jesús nuestro Señor como la base de Su declaración justificadora.
El “irreformable” decreto Católico Romano del Concilio de Trento pronunció un anatema
sobre cualquiera que enseñe que en la justificación la justicia de Dios (como “causa
formal”) considera la justicia vicaria de Cristo, en lugar del carácter internamente justo del
creyente (infundido con gracia santificadora.) La propia palabra de Dios, en contraste,
pronuncia un anatema sobre tal enseñanza – ya sea promulgada por Roma o por un ángel
del cielo – que falsifica de manera tan completa tanto la naturaleza como el fundamento de
la justificación. Es natural que la gracia de Dios y la seguridad del creyente estén tan
totalmente ausentes en la Iglesia Romana dado que ha perdido el carácter judicial y
substitutivo de la salvación. En pocas palabras, ha perdido las buenas nuevas (el evangelio.)
Gloria a Dios por “la abundancia de la gracia y el don de la justicia” por los cuales los
creyentes pueden disfrutar de la “justificación de vida” (Rom. 5:17-18). Debido a que la
justificación no está fundada en nuestra fe o en nuestras obras, sino más bien sobre la
perfecta justicia de Cristo aprehendida por fe, podemos tener confianza que “a los que
justificó, a estos también glorificó” (v. 30) – en cuyo caso nadie puede presentar acusación
alguna al elegido de Dios o incluso separarlos del amor de Dios que es en Cristo Jesús
nuestro Señor (v. 33-39).

Más que Justificación
Reconocemos, entonces, que erradicar la naturaleza judicial o forense de la salvación sería
distorsionar y tergiversar la gracia de Dios en el evangelio. El mantener el carácter judicial
de la salvación tiene una importancia de primer orden para la ortodoxia Bíblica.
Gloriosamente, las buenas nuevas proclamadas en la palabra de Dios son nuevas respecto al
perdón judicial, acerca de un sustituto que sufre nuestra condenación, y sobre Dios que
efectúa misericordiosamente un intercambio legal entre el uno justo y los muchos injustos.
Sin embargo, esto no es decir de ninguna manera que la obra “salvadora” de Dios por los
pecadores está limitada a los asuntos judiciales – que el único interés de Dios sea liberar a
Su pueblo de un veredicto de culpa y de condenación eterna. La salvación también trae
renovación, regeneración – una re-creación auténtica.
Como señalamos anteriormente, las riquezas de la misericordia de Dios se ve en el hecho
que Cristo nos salva del pecado y sus consecuencias. El dilema moral del hombre cubre no
solamente la culpa del pecado sino también la contaminación de su carácter, su capricho,
sus malos deseos, su falta de inclinación al bien, la esclavitud al pecado o depravación.
Cuando nuestros primeros padres transgredieron la ley de Dios el pecado entró en el
mundo, trayendo “juicio para condenación” sobre toda su posteridad (Rom. 5:12, 16, 18).
Pero más: con la culpa de este pecado llegó la muerte espiritual a todos los hombres. “como
el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte... por la transgresión
de aquel uno murieron los muchos” (5:12, 15). Nuestro problema objetivo y judicial ante
Dios trae consigo una corrupción subjetiva e interna que no es nada menos que la completa
muerte espiritual. Para usar las palabras de Pablo, antes de la salvación misericordiosa de
Dios, estábamos “muertos en nuestros delitos y pecados” y éramos como el resto de la
humanidad “por naturaleza hijos de ira” (Efe. 2:1-3). En nuestro estado natural somos
esclavos del pecado (Juan 8:34), incapaces de someternos a la ley de Dios (Rom. 8:7-8), e
incapaces de recibir las cosas del Espíritu de Dios (1 Cor. 2:14).
La gracia de Dios en Cristo salva a los pecadores no solo de la culpa objetiva de su pecado,
sino también de la contaminación y el poder internos de su pecado. La discusión de esta
última bendición nos llevaría más allá del campo de nuestro estudio hacia la exploración de
la regeneración, la santificación y la glorificación. Baste decir que cuando la obra salvadora
de Dios finalmente se ha realizado, Su pueblo habrá sido liberado del pecado ¡y de todas
sus consecuencias!
El punto que necesita señalarse es simplemente que, mientras se reconoce (¡Gloria a Dios!)
que la salvación tiene más que un carácter judicial tal y como se presenta en las Escrituras,
somos infieles al evangelio si describimos la salvación como teniendo algo menos que un
carácter judicial o si la tratamos como algo de interés trivial o periférico en la perspectiva
Bíblica. Aquellos que son culpables de quebrantar la santa ley de Dios son, no obstante,
perdonados y declarados justos ante el trono del juicio de Dios por la fe en Jesucristo, quien
llevó en su lugar la condenación que merecían. ¿Cómo puede cualquier creyente verdadero
permanecer inconmovible, indiferente o falto de pasión con respecto a esta asombrosa
verdad?
La naturaleza judicial y substitutiva de la salvación se halla en el corazón mismo del
evangelio Bíblico. Los evangélicos deben unirse alrededor de esta verdad a finales del siglo
veinte si es que vamos a perpetuar la pureza y la gloria de las buenas nuevas de que “Jesús
salva.”
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