El Peregrino
Capítulos 16-20
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CAPITULO XVI

Los peregrinos son hospedados por los Pastores de las Montañas de Delicias.

Caminando nuestros peregrinos, llegaron por fin a las Montañas de Delicias, propiedad del Señor del Collado, de que nos hemos ocupado ya. Subieron a ellas para contemplar los jardines, viñedos y fuentes de agua; allí también bebieron, se lavaron y comieron libremente del fruto de las viñas. En lo alto de estas montañas había Pastores apacentando sus rebaños; y precisamente estaban entonces a poca distancia del camino. Acercáronse a ellos los peregrinos, y apoyados en sus báculos (como suelen hacer los viajeros cansados, cuando se detienen a hablar con alguien en el camino), les preguntaron de quién eran aquellas Montañas de Delicias y los ganados que en ellas pastaban.
PASTORES. — Estas montañas son del país de Emmanuel, y desde ellas se distingue la Ciudad Celestial; también son suyas las ovejas, por las cuales él puso su vida.
CRISTIANO. — ¿Es este el camino para la Ciudad Celestial?
PAST. — Estáis precisamente en él.
CRIST. — ¿Cuánta distancia hay aún hasta allá?
PAST. —Demasiada para los que nunca han de llegar; pero muy poca para los que son perseverantes.
CRIST. — ¿Es el camino peligroso o seguro?
PAST. — Seguro para los que debe serlo; pero los transgresores caerán en él.
CRIST. — ¿Hay aquí algún alivio para los peregrinos que llegan cansados y desfallecidos del camino?
PAST. — El Señor de estas montañas nos ha encarecido siempre la hospitalidad; por tanto, cuanto bueno hay aquí está a vuestra disposición.
Entonces vi en mi sueño que enterados los Pastores de que aquellos eran peregrinos, les hicieron algunas preguntas sobre su país natal, su entrada en el buen camino, su perseverancia en seguirlo, porque son muy pocos los que llegan en su viaje a estas montañas, y cuando oyeron las satisfactorias respuestas de aquéllos, los agasajaron mucho y les dieron la más cordial bienvenida.
Los pastores se llamaban Ciencia, Experiencia, Vigilancia y Sinceridad. Tomaron, pues, de la mano a los peregrinos y los introdujeron en sus tiendas.
—Aquí permaneceréis con nosotros un poco de tiempo —les dijeron—para que nos conozcamos bien y os regocijéis con las delicias de estas montañas.
—Con muchísimo placer lo haremos—contestaron, y tomaron alojamiento por aquella noche, porque era ya tarde y el día ya había declinado.
A la mañana siguiente invitaron a Cristiano y Esperanza a dar un paseo por las montañas. La perspectiva que a los ojos de los peregrinos se presentó era sobremanera maravillosa. Mas no pararon aquí los agasajos de los Pastores.
—Vamos a enseñarles—deliberaron y acordaron entre —algunas maravillas—; y los llevaron primeramente a la cima de una montaña llamada Error, cuya bajada era muy perpendicular por el lado opuesto, y les hicieron mirar hacia el fondo, donde pudieron ver a muchos que, al caer de aquella altura, habían quedado completamente despedazados. Dijo entonces:
CRIST. — ¿Qué significa esto?
PAST. — ¿No habéis oído hablar de aquellos que se extraviaron por haber prestado oído a lo que decían Himeneo y Fileto acerca de la resurrección del cuerpo?, pues esos que veis son los mismos, y siguen hasta el día e hoy sin sepultura, como estáis viendo, para ejemplo de los demás, para que cuiden de no subir demasiado alto acercarse mucho al borde de esta montaña.
Después los condujeron a la cima de otra montaña, cuyo nombre era Cautela, y les hicieron mirar a lo lejos, señalándoles a algunos hombres que estaban dando vueltas arriba y abajo entre los sepulcros que allí había. Aquellos hombres eran ciegos, porque tropezaban en los sepulcros no podían salir de entre ellos.
CRIST. — Y esto, ¿qué quiere decir?
PAST. — ¿No veis un poco más abajo, al pie de estas montañas, unos escalones que dan a una pradera, a la izquierda del camino? Desde aquellos escalones va una senda directamente al Castillo de la Duda, cuyo dueño es el Gigante Desesperación, y estos hombres (señalando los de entre las tumbas) vinieron una vez en peregrinación, como vosotros lo hacéis ahora, hasta llegar a esos escalones, y porque el camino recto les parecía áspero en aquel sitio, determinaron salirse de él y tomar por esa pradera, donde los cogió el Gigante Desesperación y los metió en el castillo de la Duda; y después de tenerlos en el calabozo por algunos días, les sacó los ojos y los condujo a estos sepulcros, donde los ha dejado vagar hasta el día de hoy, para que se cumpliese el dicho del sabio: "El hombre que se extravía del camino de la sabiduría, vendrá a parar a la compañía de los muertos". Entonces se miraron el uno al otro, Cristiano y Esperanza, con ojos llenos de lágrimas, pero nada dijeron a los Pastores.
En seguida los llevaron a otro sitio, al fondo de un valle. Había allí una puerta, en la falda del collado, la cual abrieron. "Mirad adentro", les dijeron; miraron y vieron que todo el interior estaba muy oscuro y lleno de humo; les pareció también que oían un ruido atronador como de fuego, y gritos como de quien está sufriendo tormentos; también sentía el olor de azufre.
CRIST. — Explicadme esto.
PAST. — Este es un postigo del Infierno, por el cual entran los hipócritas, como los que, como Esaú, venden su primogenitura; los que venden a su Maestro, como Judas; los que blasfeman del Evangelio, como Alejandro; los que mienten y fingen, como Ananías y su mujer.
ESPER. — Por lo que veo éstos han tenido todos señales de peregrinos como nosotros, ¿no es verdad?
PAST. — Sí, y algunos de ellos por mucho tiempo.
ESPER. — ¿Hasta qué punto habían llegado en su peregrinación, puesto que al fin se han perdido tan miserablemente?
PAST. — Unos habían llegado más allá, y otros más acá de estas montañas.
Entonces dijéronse los peregrinos entre sí: Preciso nos es llamar a Aquél que es poderoso para pedirle fuerzas.
PAST. — Sí, y preciso os será también emplearlas una vez recibidas.
En esto manifestaron los peregrinos deseo de proseguir su camino, y los pastores convinieron en ello, y así anduvieron juntos hasta salir de las montañas. Entonces dijeron los Pastores unos a otros: "Vamos a mostrar a estos peregrinos la puerta de la Ciudad Celestial, si es que tienen habilidad para mirar por nuestro anteojo." Cristiano y Esperanza aceptaron la invitación, y llevados a la cima de le otra montaña llamada Clara, recibieron el anteojo.
Procuraban mirar, en efecto, pero el recuerdo de lo que habían visto últimamente hacía temblar su mano de tal manera, que no podían ajustar el anteojo a su vista; sin embargo, creyeron divisar algo que parecía ser la puerta, también algo de la gloria del lugar. Con esto se despidieron e iban cantando por su camino:
"Secretos nos revelan los Pastores Que están, para otros hombres, bajo velo; A ellos venid, pues son reveladores De “bellas cosas que nos guarda el cielo.”
Al despedirse, uno de los Pastores les dio una indicación del camino; otro les intimó que estuviesen prevenidos contra el Adulador; el tercero les aconsejó que se guardasen de dormir en el terreno Encantado, y el cuarto les deseó buen viaje en compañía del Señor. Entonces yo desperté de mi sueño.

***

CAPITULO XVII

Conversación con Ignorancia; situación terrible de Vuelve-atrás; robo de Poca-Fe; Cristiano y Esperanza, por no consultar la nota del camino que se les ha dado,
caen en la red de Adulador.

Volví de nuevo a dormir y a soñar, y vi a los dos peregrinos bajando la montaña por el camino que llevaba a la ciudad.
Pero más abajo de las montañas hay un país que se llama de las Ideas fantásticas, del cual sale al camino por donde iban los peregrinos, una sendita tortuosa. Aquí, pues, encontraron a un joven atolondrado que venía del dicho país; se llamaba Ignorancia. Preguntado por Cristiano de qué parte venia y adonde se dirigía, respondió:
IGNORANCIA. — Nací en aquel país de la izquierda, y voy a la Ciudad Celestial.
CRIST. — Pero, ¿cómo cree usted que va a entrar? Por que es posible que a la puerta encuentre usted alguna dificultad.
IGNOR. — Como entran otras buenas gentes.
CRIST. — Pero, ¿qué puede usted presentar para que le franqueen la entrada?
IGNOR. — Conozco bien la voluntad de mi Señor, y he vivido bien; doy a cada uno lo suyo, oro, ayuno, pago diezmos y doy limosnas, y he abandonado mi propio país para dirigirme a otro.
CRIST. — Pero no has entrado por la portezuela que está al principio de este camino; te has colado por esa senda tortuosa, y así me temo que por más que pienses bien de ti mismo, en el día de la cuenta encontrarás que, en vez de darte entrada a la ciudad, te acusarán de ser ladrón y robador.
IGNOR. — Caballeros, sois enteramente extraños para mi; no os conozco; seguid en buena hora vosotros la religión de vuestro país, yo seguiré la del mío, y espero que todo saldrá bien. En cuanto a la puerta de que me habláis, todo el mundo sabe que está muy distante de nuestro país, no creo haya uno siquiera en todo él país que conozca el camino de ella, ni eso debe importarnos tampoco, pues tenemos, como veis, una agradable y fresca vereda que nos trae a este camino.
Al ver Cristiano a este hombre, que así se tenia por sabio en su propia opinión, dijo en voz baja a Esperanza: Más esperanza hay del necio que de él.— Y añadió: Mientras va el necio por su camino, fáltale la cordura, dice a todos, Necio es. ¿Qué te parece, seguiremos hablando con él, o nos adelantamos por de pronto y le dejamos para que medite sobre lo que acaba de oír, y luego le podremos aguardar, para ver si poco a poco es posible hacerle algún bien?—Contestóle Esperanza: — Soy de tu mismo parecer: no es bueno decírselo todo de una vez; dejémosle solo por ahora, y luego volveremos a hablarle, según nos brinde la ocasión.
Adelantáronse, pues, e Ignorancia siguió un poco más atrás. No estaban aún muy delante, cuando entraron en un paso muy estrecho y oscuro, donde encontraron a un hombre a quien habían atado siete demonios con siete fuertes cuerdas, y le volvían otra vez al postigo que los peregrinos habían visto en la falda del collado.
Un gran temblor se apoderó de nuestros peregrinos al oír esto. Sin embargo, según los demonios iban llevando al hombre, Cristiano le miró con atención para ver si le conocía, porque se le ocurrió que podía ser un tal Vuelve-atrás, que vivía en la ciudad Apostasía; pero no pudo ver su cara, porque la llevaba baja como un ladrón que acaba de ser sorprendido; pero cuando hubo pasado mirando hacia atrás, Esperanza distinguió un papel en sus espaldas con este letrero: "Cristiano licencioso y maldito apóstata." Entonces Cristiano dijo a su compañero: Ahora quiero recordar una cosa que me contaron de un buen hombre en estos sitios. Se llamaba Poca-Fe, pero era hombre muy respetable y vivía en la ciudad llamada Sinceridad, y le sucedió lo siguiente: Cerca de la entrada de este paso estrecho, bajo de la puerta del camino ancho, hay una senda llamada Vereda-de-los-muertos, y se llama así por los muchos asesinatos que en ella ocurren. Ahora bien; este Poca-Fe, estando en su peregrinación, como nosotros ahora, se sentó casualmente aquí y se echó a dormir. Sucedió entonces que venían vereda abajo desde la puerta del camino ancho tres villanos de brío: Cobardía, Desconfianza y Culpa, todos tres hermanos, y descubriendo a Poca-Fe donde yacía dormido, se acercaron a él a todo correr. Entonces ya había despertado de su sueño y se estaba preparando para continuar su viaje.
Habiendo, pues, llegado los tres, con lenguaje amenazador le mandaron detenerse. Poca-Fe se puso en extremo pálido, y no tuvo fuerzas ni para luchar ni para huir. En esto dijo Cobardía: —Entrega tu bolsa— y no dándose prisa a hacerlo (porque le dolía perder su dinero), corrió hacia él Desconfianza, y metiendo la mano en su 'bolsillo, sacó de él una bolsita llena de plata. Poca-Fe gritó a toda voz: — ¡Que me roban, que me roban!— En este momento, Culpa, que tenía un formidable garrote en su mano, descargó tal golpe en su cabeza que le tendió en el suelo, donde yacía echando sangre a torrentes. Entretanto los ladrones estaban alrededor de él; pero oyendo de repente pasos que se acercaban, y temiendo que fuese un tal Gran Gracia, que vive en la ciudad de Buena-Esperanza, huyeron a toda prisa y dejaron a este buen hombre abandonado a sí mismo. Al poco rato volvió en sí Poca-Fe, y levantándose como pudo, siguió su camino; esto es lo que me han contado.
ESPER. — ¿Pero le quitaron todo lo que tenía?
CRIST. — No; precisamente se les escapó registrar el lugar donde tenía escondidas sus alhajas, pero según me contaron, el buen hombre sintió mucho su pérdida, porque los ladrones le llevaron casi todo el dinero que tenía para sus gastos ordinarios. Aún le quedaban, es verdad, algunas monedas sueltas; pero apenas le alcanzaban para llegar al fin de su viaje. Más me contaron, si no estoy mal informado: que se vio obligado a mendigar, según viajaba, para poder vivir, porque no le era permitido vender sus alhajas. Pero mendigando y todo, adelantaba en su camino, si bien casi la mayor parte con el vientre vacío.
ESPER. — Pero es extraño que no le arrebataron su pergamino, con el cual debía tener entrada por la puerta Celestial.
CRIST. — Extraño es, en verdad, pero no se lo quitaron, aunque no fue esto debido a su habilidad, porque el pobre, atemorizado al verlos sobre sí, ni tenía poder ni habilidad para ocultar cosa alguna; fue más bien por la buena providencia que por sus propios esfuerzos el que se les escapase esa gran prenda.
ESPER. — Gran consuelo debió ser para él el que no le arrancasen esa joya.
CRIST. — Pudiera haberle sido gran consuelo si se hubiera aprovechado de ella como debía; pero los que me contaron la historia dijeron que había hecho muy poco uso de ella en todo lo que le quedaba de camino, a causa del gran susto que recibió cuando le quitaron su dinero. Se olvidó de ella durante la mayor parte de su viaje, y si alguna vez volvía a su memoria y empezaba a consolarse con ella, entonces nuevos recuerdos de su pérdida le abrumaban, quitándole toda su paz.
ESPER. — ¡Pobre! Debió ser muy grande su aflicción.
CRIST. — ¿Aflicción? Ya lo creo. ¿No lo hubiera sido también para cualquiera de nosotros el haber sido tratado como él, robado y además herido, y todo en un lugar extraño? Lo raro es que el pobre no muriera. Me contaron que iba sembrando todo su camino con amargas y dolorosas quejas, contando a todos los que le alcanzaban, o a quienes él alcanzaba, el cómo había sido robado y dónde; quiénes habían sido los que lo hirieron y cuánto había perdido, cómo había sido herido y cómo a duras penas había escapado con vida.
ESPER. — Pero me extraña una cosa: que no le ocurriese la idea de empeñar alguna de sus alhajas para tener con qué aliviarse en su camino.
CRIST. — Hablas como quien ha salido apenas del cascarón ¿por cuánto y a quién había de empeñarlas o venderlas? En el país donde fue robado no se apreciaban en nada sus joyas, ni tampoco le hubiera venido bien cualquier alivio que pudiera haber encontrado en aquel país. Sobre todo, si le hubieran faltado sus joyas a la puerta de la Ciudad Celestial, hubiera sido excluido (y eso lo sabía muy bien) de la herencia que allí hay, y eso le hubiera sido peor que la villanía de millares de ladrones.
ESPER. — Vamos, que contestas con mucha aspereza a mis observaciones. No seas conmigo tan agrio, y óyeme: Esaú vendió su primogenitura, y eso por una vianda, y esa primogenitura era su joya más preciosa, y si él lo hizo, ¿por qué no lo podía hacer también Poca-Fe?
CRIST. — Efectivamente, Esaú vendió su primogenitura, y a semejanza de él lo han hecho muchos otros, que por hacerlo han perdido la bendición mayor, como le pasó a aquel miserable; pero has de hacer diferencia entre Esaú y Poca-Fe, como también entre las circunstancias de uno y otro. La primogenitura de Esaú era típica, pero no así las joyas de Poca-Fe; Esaú no tenía más Dios que su vientre, pero no sucedió así con Poca-Fe; la necesidad de Esaú estaba en su apetito carnal; la de Poca-Fe no era de este género. Además, Esaú no pudo ver más allá que el satisfacer su apetito: "He aquí—dijo—yo me voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?". Pero Poca-Fe, aunque era su suerte tener tan poca fe, precisamente por ese poquito fue por lo que se detuvo de tales extravagancias, y ¡pudo ver y apreciar sus joyas mejor que venderlas, como hizo Esaú con su primogenitura. En ninguna parte leerás que Esaú tuviera fe, ni siquiera un poquito; por lo mismo, no hay que extrañar que donde impera solamente la carne (y esto pasa siempre en el hombre que no tiene fe para resistir), venda su primogenitura y su alma y su todo al mismo demonio, porque sucede con los tales como con el asno montes a quien "en su ocasión nadie podía detener". Cuando sus corazones están puestos en sus concupiscencias, las han de satisfacer, cueste lo que cueste; pero Poca-Fe era de un temperamento muy diferente: su corazón estaba puesto en las cosas divinas, su alimento era de cosas espirituales y de arriba; por tanto, ¿a qué vender sus joyas, dado caso que hubiera habido quien las comprase, para llenar su corazón con cosas vanas? ¿Dará un hombre dinero para poder llenar su vientre de paja, o se podrá persuadir a la tórtola a que se alimente de carne podrida como el cuervo? Aunque los infieles, para servir a sus concupiscencias carnales, hipotequen o empeñen o vendan lo que tienen, y a sí mismos por añadidura, sin embargo, los que tienen fe, la fe que salva, aunque sólo un poquito, no pueden hacer esto. Aquí, pues, hermano mío, tienes tu equivocación.
ESPER. — La reconozco, pero tu severa reflexión casi le había enfadado.
CRIST. — ¿Por qué? No hice más que compararte a una de esas avecillas más briosas que echan a correr por sus caminos, conocidos o sin conocer, llevando todavía el cascarón; pero vaya, pasa por alto aquello, y vamos a considerar el asunto que estamos discutiendo, y todo estará bien.
ESPER. — Yo, Cristiano mío, estoy persuadido en mi corazón que esos tres bribones fueron muy cobardes; de otro modo, ¿hubieran huido al ruido de uno que se aceraba? ¿Por qué no se armó de más valor Poca-Fe? Me parece que debiera haber arriesgado un combate con ellos, y sólo haber cedido cuando ya no hubiese otro remedio.
CRIST. — Que sean cobardes, muchos lo han afirmado; pero que lo sean de veras, pocos lo han encontrado así en la hora de la prueba. En cuanto a corazón, no lo tenía “Poca-Fe”; y por lo que dices, entiendo que tú arriesgarías sólo un ligero combate, y muy luego cederías. Y en verdad, si ahora que están distantes de nosotros es ese tu ánimo, en el caso de que se te presentasen como a él, me temo que serían muy otros tus pensamientos.
Pero considera también que éstos no eran sino ladrones subalternos, que sirven al rey del abismo insondable, el cual, a ser necesario, vendría en su ayuda, y la voz de éste es como la de un león rugiente. Yo mismo he sido acometido como Poca-Fe, y probé por mí mismo cuan terrible es. Los tres bribones me acometieron, y habiendo empezado yo a resistir, como buen cristiano, dieron una pequeña voz, y al instante su amo se personó. Y como dice el refrán, no hubiera dado dos cuartos por mi vida, si no hubiera sido porque me veía vestido, según Dios quería, de armadura de prueba; y aun vestido así, apenas puede salirse airoso. Nadie puede decir lo que le pasará en tal combate, sino el que ha pasado por él.
ESPER. — Es verdad, pero echaron a correr, a la simple suposición de que Gran-Gracia se acercaba.
CRIST. — Cierto, tanto ellos como su dueño han huido muchas veces con sólo que Gran-Gracia se haya presentado, y no debe extrañarse, porque él es campeón real; pero me parece que debes admitir alguna diferencia entre Poca-Fe y el campeón del rey; no son campeones todos los súbditos del rey, y, por tanto, no todos pueden en la prueba hacer hazañas como él. ¿Es dable pensar que un niñito venciese a Goliat como lo hizo David, o que haya en una avecilla la fuerza de un toro? Unos son fuertes, otros son débiles; unos tienen mucha fe, otros poca; este buen hombre era de los débiles, y por eso cedió.
ESPER. — Ojalá hubiera sido Gran-Gracia, para bien de ellos.
CRIST. — Voy a decirte una cosa: el mismo Gran-Gracia hubiera tenido bastante que hacer; porque has de saber que aunque maneja muy bien las armas, y los tiene a raya cuando le atacan a cierta distancia, sin embargo, si lo hacen de cerca, es decir, si Cobardía, Desconfianza o el otro logran entrar en él, poco han de poder para no echarle a tierra. Y una vez en tierra un hombre, sabes bien cuan poco puede.
Cualquiera que mire el rostro de Gran-Gracia verá en él cicatrices y heridas que se encargan de demostrar lo que digo. Aún más. He oído decir que en un combate llegó hasta decir: "Desesperamos aun de la vida." ¡Cuánto hicieron gemir, lamentar y aun gritar a David estos bribones! También Hemán y Exequias, aunque campeones en su tiempo, necesitaron grandes esfuerzos al ser asaltados por ellos, y pasaron muy malos ratos. Una vez Pedro quiso probar lo que podía, y aunque algunos dicen el es príncipe de los Apóstoles, le subyugaron de tal manera, que le hizo temer una pobre muchacha.
Además, el rey de ellos está siempre a la mano, donde pueda oírlos, y si alguna vez les va mal, y le es posible, viene al instante en su ayuda. De él se ha dicho: "Cuando alguno lo alcanzare, ni espada, ni lanza, ni dardo, ni coselete durará contra él. El hierro estima por paja y el acero por leño podrido. Saeta no le hace huir; las piedras de honda se le tornan aristas. Tiene toda arma por hojarascas, y del blandir de la pica se burla". ¿Qué puede hacer un hombre en tal caso? Verdad es que si pudiera un hombre tener en todas ocasiones el caballo de Job, y habilidad y valor para manejarle, haría cosas estupendas, porque "su cerviz está vestida de relincho, no se intimará como alguna langosta; el resoplido de su nariz es formidable; escarba la tierra, alégrase en su fuerza, sale al encuentro de las armas, hace burla al espanto y no teme ni vuelve el rostro delante de la espada; contra él suena la aljaba, el hierro de la lanza y de la pica, y él, con ímpetu y furor, escarba la tierra, sin importarle el sonido de la bocina; antes, como que dice entre los clarines, ¡ea!, y desde lejos huele la batalla, el grito de los capitanes y el vocerío".
Pero peones corno tú y yo nunca debemos desear el encontrarnos con tal enemigo, ni gloriarnos de que podamos hacerlo mejor, cuando oímos hablar de otros que han sido vencidos, ni engañarnos con la ilusión de nuestra propia fuerza; porque los que así hacen, por lo regular, salen peores de la prueba; testigo, Pedro, de quien he hablado antes. Quería vanagloriarse, sí; quería, según le movía a decir su vano corazón, hacer más y defender más a su Maestro que todos los otros; pero, ¿quién tan humillado y corrido por estos bribones, como él? Cuando, pues, oímos de la ocurrencia de tales latrocinios en el camino real, nos conviene hacer dos cosas:
Salir armados y no olvidar el escudo, porque, por falta de éste, aquél que atacó tan impávidamente al Leviathan, no (pudo rendirle, porque, cuando nos ve sin escudo, no nos tiene ningún miedo. El que tenía más habilidad que todos ha dicho: "Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos los dardos de fuego del maligno".
Bueno es también que pidamos al Rey una guardia; más aún: que él mismo nos acompañe. Eso hizo a David estar tan alegre, aun cuando se encontraba en el valle de la Sombra-de-muerte. Y Moisés prefería morir antes que dar un paso más sin su Dios. ¡Oh, hermano mío! Con sólo que nos acompañe, ¿qué hemos de temer de diez mil que se opongan contra nosotros?. Pero sin él los soberbios caerán entre los muertos.
Yo, por mi parte, he estado en la pelea antes de ahora; y aunque por la bondad de Aquél que es el sumo bien, todavía, como ves, estoy vivo; sin embargo, no puedo vanagloriarme de mi valor. Me alegraré mucho de no tener que pasar por tales encuentros, aunque me temo que todavía no estamos fuera de todo peligro. Sin embargo, puesto que ni el león ni el oso me han devorado hasta ahora, espero en Dios que nos libre de cualquier filisteo incircunciso que venga detrás.
En estas pláticas pasaban su camino, e Ignorancia detrás de ellos, hasta que llegaron a un punto adonde confluía otro camino que parecía continuar tan directo como el que ellos llevaban, y no sabían cuál de ambos elegir, que los dos les parecían igualmente derechos. Por tanto se detuvieron para pensar lo que habían de hacer, a tiempo que se reunió con ellos un hombre que tenía su carne muy negra, pero cubierta de un vestido muy claro, les preguntó por qué se detenían allí. —Buscamos—respondieron—la Ciudad Celestial; pero no sabemos cuál de dos caminos escoger. —Seguidme—dijo el hombre—; allá me dirijo yo también—. Siguiéronle, pues, por el camino nuevo, pero éste, gradualmente, se iba torciendo, y hacía volver las espaldas a la ciudad a que deseaban llegar, de tal modo, que pronto vieron que se alejaban de ella sin embargo continuaron andando.
No había pasado mucho tiempo cuando, sin apercibirlo ellos, el hombre los enredó en una red tal, que no sabían cómo salir; al mismo tiempo, caía la ropa blanca de espaldas del hombre negro. Entonces se apercibieron de en dónde estaban, y dieron a llorar por algún rato, que no podían librarse.
CRIST. — Ahora veo que hemos caído en un error. ¿No nos aconsejaron los Pastores que nos guardáramos del adulador? Según el dicho del Sabio, hemos experimentado hoy que el hombre que lisonjea a su prójimo red tiende delante de sus pasos.
ESPER. — También nos dieron una nota de las direcciones del camino, para que pudiéramos estar seguros de estar seguros de acertar con él; pero también nos hemos olvidado de leerla, y por eso no nos hemos preservado de las vías del Destructor. Así estaban los pobres presos en la red, cuando, por fin descubrieron a uno de los Resplandecientes, que venía a ellos con un látigo de pequeñas cuerdas en su mano. Cuando hubo llegado a ellos, les preguntó de dónde venían y qué hacían allí. Dijéronle que eran unos pobres peregrinos que iban caminando hacia Sión, pero que habían sido extraviados por un hombre negro vestido de blanco que los mandó seguirle, porque él también se dirigía allá. Entonces contestó el del látigo: —Ese era Adulador, falso apóstol, transformado en ángel de luz.
En esto rompió la red y dio libertad a los hombres, y les dijo: —Seguidme a mí, yo os pondré otra vez en vuestro camino—. Y de esta manera los volvió al camino que habían abandonado por seguir a Adulador. Contáronle entonces que la noche anterior habían estado en las montañas de las Delicias; que habían recibido de los Pastores una guía para el camino; pero que no la habían sacado ni leído por olvido; y, por último, que aunque habían sido prevenidos contra Adulador, no creyeron que fuese el que habían encontrado.
Entonces vi en mi sueño que les mandó echarse al suelo, y los castigó con severidad para enseñarles el buen camino, que nunca debían haber dejado; y mientras los castigaba les decía: —Yo reprendo y castigo a todos los que amo. Sed, pues, celosos y arrepentíos—. Hecho esto, les mandó proseguir su camino y tener mucho cuidado de obedecer a las demás direcciones de los Pastores, con lo cual ellos le dieron las gracias por tanta bondad, y emprendieron de nuevo su marcha por el camino recto, procurando no olvidar la severa lección que habían recibido, y dando bendiciones al Señor, que había usado con ellos tanta misericordia.

***

CAPITULO XVIII

Los peregrinos se encuentran con Ateo, a quien resisten con las enseñanzas de la Biblia. Pasan por Tierra-encantada, figura de la corrupción de este mundo en tiempos de sosiego y prosperidad. Medios con que se libraron de ella: vigilancia, meditación y oración.

Poco trecho habían andado en su camino, cuando percibieron a uno que avanzaba solo, con paso suave y al encuentro de ellos. Dijo entonces:
CRIST. — Ahí veo uno que viene a encontrarnos con sus espaldas vueltas a la ciudad de Sión.
ESPER. — Sí, le veo. Estemos apercibidos por si es otro adulador.
Habiendo llegado ya a ellos Ateo (tal era su nombre), preguntó adonde se dirigían.
CRIST. — Al monte Sión.
Entonces Ateo soltó una carcajada estrepitosa.
CRIST. — ¿Por qué se ríe usted?
ATEO. — Me río al ver lo ignorantes que sois en emprender un viaje tan molesto, cuando la única recompensa segura con que podéis contar es vuestro trabajo y molestia en el viaje.
CRIST. — Pero, ¿le parece a usted que no nos recibirán allí?
ATEO. — ¿Recibir...? ¿Dónde? ¿Hay en este mundo; lugar que soñáis?
CRIST. — Pero lo hay en el mundo venidero.
ATEO. — Cuando yo estaba en casa, en mi propio país, oí algo de eso que decís, y salí en su busca, y hace veinte años que lo vengo buscando, sin haberlo encontrado jamás.
CRIST. — Nosotros hemos oído y creemos que lo hay y se puede hallar.
ATEO. — Si yo no lo hubiese creído cuando estaba en casa, no hubiera ido tan lejos a buscarlo; pero no hallándolo (y a existir tal lugar, seguramente lo hubiera encontrado, porque lo he buscado más que vosotros), me vuelvo a mi casa, y trataré de consolarme con las cosas que en aquel entonces rechacé por la esperanza de lo que ahora creo que no existe.
CRIST. — (Dirigiéndose a Esperanza.)— ¿Será verdad lo que este hombre dice?
ESPER. — Mucho cuidado; este es otro adulador; acuérdate de lo que ya una vez nos ha costado el prestar oído a tal clase de hombres. Pues que, ¿no hay ningún monte Sión? ¿No hemos visto desde las montañas de Delicias la puerta de la ciudad? Además, ¿no hemos de andar por la fe?. Vamos, vamos, no sea que nos venga otra vez el del látigo. No olvidemos aquella importante lección, que tú debieras recordar: "Cesa, hijo mío, de oír la enseñanza que induce a divagar de las razones de sabiduría". Deja de escucharla, y creamos para la salvación de nuestras almas.
CRIST. — Hermano mío, no te propuse la cuestión porque dudara de la verdad de nuestra creencia, sino para probarte y sacar de ti una prenda de la sinceridad de tu corazón. En cuanto a este hombre, bien sé yo que está cegado por el dios de este siglo. Sigamos tú y yo, sabiendo que tenemos la creencia de la verdad, en la cual ninguna mentira tiene parte.
ESPER. — Ahora me regocijo en la esperanza de la gloria de Dios.
Y se retiraron de aquel hombre, y él, riéndose de ellos, prosiguió su camino.
Entonces vi en mi sueño que siguieron hasta llegar a cierto país, cuyo ambiente naturalmente hace soñolientos a los extranjeros. Esperanza empezó, en efecto, a ponerse muy pesado y con mucho sueño, por lo cual dijo:
ESPER. — Voy teniendo tanto sueño que apenas puedo tener abiertos más los ojos; echémonos aquí un poco, y durmamos.
CRIST. — De ninguna manera; no sea que si nos dormimos no volvamos a despertar.
ESPER. — ¿Y por qué? Hermano mío, el sueño es dulce al trabajador; si dormimos un poco nos levantaremos descansados.
CRIST. — ¿No te acuerdas que uno de los Pastores nos mandó cuidarnos de Tierra-encantada? Con eso quiso decirnos que nos guardásemos de dormir. Por tanto, no durmamos como los demás; antes velemos y seamos sobrios.
ESPER. — Reconozco mi error, y si hubiera estado aquí o, hubiera corrido peligro de muerte, y veo que es verdad lo que dice el Sabio: "Mejores son dos que uno". Hasta aquí tu compañía ha sido un bien para mí, y ya tendrás una buena recompensa por tu trabajo.
CRIST. — Para guardarnos, pues, de dormitar en este lugar, empecemos un buen discurso. ESPER. — Con todo mi corazón.
CRIST. — ¿Por dónde empezaremos?
ESPER. — Por donde empezó Dios con nosotros; pero ten tú la bondad de dar principio.
CRIST. — Voy, pues, a hacerte una pregunta: ¿Cómo pasaste a pensar en hacer lo que estás haciendo ahora?
ESPER. — ¿Quieres decir que cómo llegué a pensar en ocuparme del bien de mi alma? CRIST. — Sí, ese es mi sentido.
ESPER. — Hacía ya mucho tiempo que yo me deleitaba del goce de las cosas que se veían y vendían en nuestra en nuestra feria. Cosas que, según creo ahora, me hubieran sumido en la perdición y destrucción a haber seguido practicándolas.
CRIST. — ¿Qué cosas eran?
ESPER. — Pues eran los tesoros y riquezas de este mundo. También me gozaba mucho en el bullicio, la embriaguez, la maledicencia, la mentira, la lujuria, la infracción del día del Señor y qué sé yo cuántas cosas más, que todas tendían a la destrucción de mi alma. Pero, por fin, oyendo y considerando las cosas divinas que oí de tu boca y de nuestro querido Fiel, muerto por su fe y buena vida en la feria de Vanidad, hallé que el fin de estas cosas es muerte. Y que por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia.
CRIST. — ¿Y caíste desde luego bajo el poder de esa convicción?
ESPER. — No, no quise desde luego reconocer la maldad del pecado ni la condenación que le sigue; antes procuré, cuando mi mente empezaba a estar conmovida con la palabra, cerrar mis ojos a su luz.
CRIST. — ¿Pero por qué así resistías a los primeros esfuerzos del Espíritu bendito de Dios?
ESPER. — Las causas fueron: 1°, no sabía que aquella era la obra de Dios en mí. Nunca pensé que era la convicción de pecado por donde Dios empieza la conversión de un pecador; 2°, todavía era muy dulce el pecado a mi carne, y sentía mucho tener que abandonarlo; 3°, no acerté a despedirme de mis antiguos compañeros, cuya presencia y acciones me eran tan gustosas; 4°, eran tan molestas y terroríficas las horas en que sufría por estas convicciones, que mi corazón no podía soportar ni aun su recuerdo.
CRIST. — ¿Es decir, que algunas veces te pudiste desembarazar de tu molestia?
ESPER. — Ciertamente, pero nunca no del todo; así que volvía otra vez a estar tan mal y peor que antes.
CRIST. — ¿Qué era lo que te traía una y otra vez los pecados a la memoria?
ESPER. — Muchas cosas: por ejemplo, el encontrar simplemente a un hombre bueno en la calle; el oír alguna lectura de la Biblia; el simple tener un dolor de cabeza; el que algún vecino estaba enfermo o el oír tocar la campana a muerto; el mismo pensamiento de la muerte; el oír referir o presenciar una muerte repentina; pero, sobre todo, el pensar en mi propio estado y que muy pronto iba a comparecer a juicio.
CRIST. — ¿Y pudiste alguna vez sentir alivio del peso de tu pecado, cuando de alguno de estos modos se te hacía presente?
ESPER. — Al contrario, entonces tomaba más firme posesión de mi conciencia, y el solo pensar en volver al pecado (aunque mi corazón estaba vuelto contra él) era doble tormento para mí.
CRIST. — ¿Y cómo te arreglabas para ello?
ESPER. — Pensaba en que debía hacer esfuerzos para enmendar mi vida, porque de otra manera era segura mi condenación.
CRIST. — ¿Y lo hiciste?
ESPER. — Sí, y rehuía no sólo de  mis pecados,  sino también de mis compañeros de pecado, y me ocupaba en pláticas religiosas, como orar,  leer, llorar por mis pecados, hablar la verdad a mis vecinos, etc. Tales cosas hacía y muchas más que sería prolijo y difícil enumerar.
CRIST. — ¿Y te creías ya bueno con eso?
ESPER. — Sí,  por  un  poco de tiempo; más muy pronto volvía a abrumarme mi aflicción, y eso a pesar de todas las reformas.
CRIST. — Pero ¿cómo así, estando reformado?
ESPER. — Varias eran las causas para ello. Yo recordaba palabras como estas: "todas nuestras justicias son y trapo de inmundicia"; "por las obras de la ley, ninguna una carne será justificada"; "cuando hubiereis hecho todas estas cosas decid: siervos inútiles somos", otras muchas por este estilo. Tales palabras me hacían andar así: Si todas mis justicias son trapos de inmundicia; si por las obras de la ley nadie puede ser justificado y si cuando lo hayamos hecho todo aún somos inútiles es necedad pensar en llegar al cielo por la ley. Además, anduve así: Si un hombre adquirió una deuda de mil pesos con un comerciante, aunque después pague al contado todo lo que lleve, sin embargo, su antigua deuda queda en pie y sin borrar en el libro, y cualquier día el comerciante podrá perseguirle por ella y echarle a la cárcel hasta que la pague.
CRIST. — ¿Y cómo aplicaste esto a tu propio caso?
ESPER. — Pensé de la manera siguiente: Por mis pecados he adquirido una gran deuda con Dios, y mi reforma presente no podrá liquidar aquella deuda; así que, aun en medio de todas mis enmiendas, tengo que pensar en el cómo me he de librar de esa condenación en que incurrí por mis transgresiones anteriores.
CRIST. — Es mucha verdad. Sigue, sigue.
ESPER. — Otra de las cosas que más me sigue molestando desde mi reciente reforma es la siguiente: que si me pongo a examinar minuciosamente aun mis mejores acciones, siempre puedo ver en ellas pecado, nuevo pecado mezclándose con todo lo mejor que pueda hacer; de manera que me veo obligado a suponer que, a pesar dé mis anteriores vanas ideas de mí mismo y de mis deberes, cometo en un día pecado bastante para hundirme en el infierno, aunque mi vida anterior hubiese sido intachable.
CRIST. — ¿Y qué hiciste después de estos pensamientos?
ESPER. — ¿Qué hice? Yo no sabía qué hacer hasta que abrí mi corazón a Fiel, porque él y yo nos conocíamos mucho, y me dijo que sólo con la justicia de un hombre que nunca hubiese pecado, yo podía salvarme; ni mi propia ni la de todo el mundo era bastante para ello.
CRIST. — ¿Y te pareció eso verdad?
ESPER. — Si me lo hubiera dicho cuando estaba tan contento y satisfecho de mis propias reformas, le hubiera llamado necio; pero ahora que veo mi propia debilidad y el pecado mezclado en mis mejores acciones, me he visto obligado a ser de su opinión.
CRIST. — Pero cuando él te hizo por primera vez esta indicación, ¿te parecía posible encontrar un hombre tal, de quien se pudiera decir que nunca había pecado?
ESPER. — Tengo que confesar que sus palabras en un principio me parecieron muy extrañas; pero después de más conversación y más trato con él, me convencí realmente de ello.
CRIST. — ¿Y le preguntaste quién era ese hombre, y como habías de ser justificado por él?
ESPER. — Ah, sí; y me dijo: "es el Señor Jesús que está a la diestra del Altísimo." Y añadió: "has de ser justificado por El de esta manera, confiándote en lo que El por sí mismo hizo en los días de su carne y lo que sufrió cuando fue colgado en el madero". Le pregunté, además, cómo podía ser que la justicia de aquel hombre pudiese tener tal eficacia que justificase a otro delante de Dios, y me dijo que aquel era el Dios poderoso, y que lo que hizo y la muerte que padeció no eran para sí mismo, sino para mí, a quien serían imputados sus hechos y todo su valor al creer en él.
CRIST. — ¿Y qué hiciste entonces?
ESPER. — Hice objeciones contra la fe de esto, porque parecía que el Señor no estaba dispuesto a salvarme.
CRIST. — ¿Y qué te dijo Fiel entonces?
ESPER. — Me dijo que fuera a él y viera; yo le objeté esto sería en mí, presunción; él me contestó que no, que había sido invitado a ir. En esto me dio un libro que Jesús había dictado, para animarme a acudir con más libertad, añadiendo que cada jota y tilde en él estaba más firmes que el cielo y la tierra. Entonces le pregunté qué era lo que debía hacer para acercarme a El; y me enseñó que debía invocarle de rodillas, debía implorar con todo mi corazón y mi alma al Padre a que revelase a su Hijo en mí. Volví a preguntar acerca del cómo debía hacerle mis plegarias, y me dijo: Vete y le hallarás sentado sobre un propiciatorio, donde permanece siempre para dar perdón y remisión a los que se le acercan". Le manifesté que no sabría qué decir cuando me presentaste a El, y me recomendó que le dijese palabras como éstas: "Dios, sé propicio a mí pecador", y "Hazme conocer y creer en Jesucristo, porque reconozco que si no hubiera existido su justicia o si no tuviera yo fe en ella, estaría del todo perdido". "Señor, he oído que eres un Dios misericordioso, y que has puesto a tu Hijo Jesucristo como Salvador del mundo, y que estás dispuesto a concedérselo a un pobrecito pecador como yo, y en verdad que soy pecador. Señor, manifiéstate en esta ocasión y ensalza tu gracia en la salvación de mi alma mediante tu Hijo Jesucristo. Amén."
CRIST. — ¿Y lo hiciste así?
ESPER. — Sí; una y mil veces.
CRIST. — ¿Y el Padre te reveló a su Hijo?
ESPER. — No; ni la primera, ni la segunda, ni la tercera, ni la cuarta, ni la quinta, ni aun la sexta vez.
CRIST. — ¿Y qué hiciste al ver esto?
ESPER. — No sabía qué hacer.
CRIST. — ¿No estuviste tentado a abandonar la oración?
ESPER. — Sí; doscientas veces.
CRIST. — ¿Y cómo es que no lo hiciste?
ESPER. — Porque creía que era verdad lo que me había dicho, a saber: que sin la justicia de este Cristo, ni todo el mundo sería poderoso para salvarme, y, por tanto, discurría así conmigo mismo: Si lo dejo, me muero, y de todos modos quiero más morir al pie del trono de la gracia. Además, me vinieron a la memoria estas palabras: "Aunque se tardare, espéralo, que sin duda vendrá; no tardará". Así, seguí orando hasta que el Padre me revelase a su Hijo.
CRIST. — ¿Y cómo te fue revelado?
ESPER. — No le vi con los ojos del cuerpo, sino con los del entendimiento. Y fue de esta manera: Un día estaba tristísimo, más triste, según me parece, que jamás había estado en mi vida, siendo causada esta tristeza por una nueva revelación de la magnitud y vileza de mis pecados, y cuando yo no esperaba otra cosa que el infierno, la eterna condenación de mi alma, de repente me pareció ver al Señor Jesús mirándome desde el cielo, y diciéndome: “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo”.
Pero —contesté—, Señor, soy un pecador grande, muy grande". Y me respondió: "Bástate mi gracia". Volví a decirle: "Pero, Señor, ¿qué cosa es creer?" Y vi por aquel dicho: "El que a mí viene nunca tendrá hambre y el que en mí cree, no tendrá sed jamás, que el creer  y el venir era todo una misma cosa, y que aquél que; es decir, que corre en su corazón y afectos tras la salvación por Cristo, aquél, en realidad, cree en Cristo. Entonces vinieron las lágrimas a mis ojos y seguí preguntando. "Pero, Señor, ¿puede, en verdad, un pecador tan grande como yo ser aceptado de ti y salvo por ti?" Y le oí decir: "Al que a mí viene no le echo fuera". Y dije "Pero, Señor, ¿cómo he de pensar de ti, al venir a ti para que mi fe esté bien puesta en ti?" Y me dijo: "Jesucristo vino al mundo por salvar a los pecadores". El es el fin de la ley para justicia a todo aquel que. "El fue entregado por nuestros delitos y resucitado para nuestra justificación". "Nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre". "El es el mediador entre Dios y nosotros". "El vive siempre para interceder por nosotros". De todo lo cual colegí que buscar mi justificación en su persona, y la satisfacción de mis pecados en su sangre; que lo que hacía El, obedeciendo a la ley de su Padre y sometiéndose a la pena de ella, no era para sí mismo, sino para aquel que lo quiere aceptar para su salvación y que es agradecido; y entonces mi corazón se llenó de gozo, mis ojos de lágrimas y mis afectos rebosando de amor al nombre, al pueblo y a los caminos de Jesucristo.


CRIST. — Esta era, en verdad, revelación de Cristo a tu alma, pero especifícame los efectos que produjo en tu espíritu.
ESPER. — Me hizo ver que todo el mundo, a pesar de toda su propia justicia, está en estado de condenación; que Dios el Padre, aunque es justo, puede con justicia justificar al pecador que viene a El; me hizo ponerme grandemente avergonzado de mi vida anterior, y me humilló, haciéndome conocer y sentir mi propia ignorancia, porque hasta entonces no había venido un solo pensamiento a mi corazón que de tal manera me hubiese revelado la hermosura de Jesucristo; me hizo desear una vida santa, y anhelar el hacer algo para la honra y gloria del nombre del Señor Jesús; hasta me pareció que si tuviera ahora mil vidas, estaría dispuesto a perderlas todas por la causa del Señor Jesús.

***

CAPITULO XIX

Hablan de nuevo los peregrinos con Ignorancia, y ven en sus palabras el lenguaje
de un cristiano, sólo de nombre, que no ha conocido su estado de condenación,
ni, por consiguiente, su necesidad de ser perdonado y justificado por gracia.
Conversación que después tuvieron acerca de Temporario, la cual es un aviso terrible y saludable para el lector.

Cuando Esperanza concluyó su razonamiento, que acabamos de referir, volvió los ojos atrás y vio a Ignorancia que los seguía, y dijo a Cristiano:
ESPER. — Poca pena se da ese joven por alcanzarnos.
CRIST. — Ya, ya lo creo; no le gusta sin duda nuestra compañía.
ESPER. — Pues creo que no le hubiera venido mal el habernos acompañado hasta ahora.
CRIST. — Esta es la verdad; pero apuesto a que él piensa de muy diferente manera.
ESPER. — Sí, lo creo; sin embargo, esperémosle. (Así hicieron.)
Luego que ya estuvo con ellos, dijo:
CRIST. — Vamos, hombre; ¿por qué te detuviste tanto?
IGNOR. — Me gusta mucho andar a solas, mucho más que ir acompañado, a no ser que la compañía sea de grado —  Dijo entonces Cristiano a Esperanza al oído no te dije que no le gustaba nuestra compañía?"
CRIST. —  Pero, vamos, acércate, y empleemos nuestro tiempo en este lugar solitario con una buena conversación. Di, ¿cómo te va? ¿Cómo están las relaciones entre tú y tu alma?
IGNOR. —  Confío que bien; estoy siempre lleno de buenos movimientos que vienen a mi mente para consolarme en mi camino.
CRIST. — ¿Qué buenos movimientos son esos?
IGNOR. — Pienso en Dios y en el cielo.
CRIST. — Esto hacen también los demonios y las almas condenadas.
IGNOR. — Pero yo medito en ellos y los deseo.
CRIST. — Así hacen también muchos que no tienen habilidad alguna de llegar a ellos jamás; desea y nada alcaza el alma del perezoso.
IGNOR. — Pero yo pienso en ellos, y lo abandono todo por ellos.
CRIST. — Mucho lo dudo, porque eso de abandonarlo es cosa muy difícil. Sí, más difícil de lo que piensan muchos. Pero ¿en qué te apoyas para pensar que lo has abandonado todo por Dios y el cielo?
IGNOR. — Mi corazón me lo dicta.
CRIST. — Dice el Sabio que "el que confía en su corazón es necio".
IGNOR. — Eso es cuando el corazón es malo; el mío es bueno.
CRIST. — ¿Y cómo lo pruebas?
IGNOR. — Me consuelo con las esperanzas del cielo.
CRIST. — Eso bien puede ser un engaño; porque el corazón de un hombre puede suministrarle consuelo con la esperanza de aquella misma cosa que no tiene fundamento alguno para esperar.
IGNOR. — Pero mi corazón y mi vida se armonizan perfectamente, y, por lo mismo, mi esperanza está bien fundada.
CRIST. — ¿Quién te ha dicho que tu corazón y tu vida están en armonía?
IGNOR. — Me lo dice mi corazón.
CRIST. — Pregunta a mi compañero si soy yo ladrón. ¡Tu corazón te lo dice! Si la palabra de Dios no da testimonio en este asunto, otro testimonio es de ningún valor.
IGNOR. — Pero ¿no es bueno el corazón que tiene buenos pensamientos? ¿Y no es buena la vida que está en armonía con los mandamientos de Dios?
CRIST. — Sí; es verdad. Es corazón bueno el que tiene buenos pensamientos, y vida buena la que está en armonía con los mandamientos de Dios; pero, en verdad, una cosa es tenerlos y otra cosa es pensar sólo que se tienen.
IGNOR. — Dime, pues, ¿qué entiendes tú por buenos pensamientos y por conformidad de vida con los mandamientos de Dios?
CRIST. — Hay buenos pensamientos de diversas clases: unos, acerca de nosotros mismos; otros, acerca de Dios y Cristo, y otros, acerca de otras cosas.
IGNOR. — ¿Cuáles son los pensamientos buenos acerca de nosotros mismos?
CRIST. — Los que estén en conformidad con la palabra de Dios.
IGNOR. — ¿Cuándo están conformes nuestros pensamientos acerca de nosotros mismos con la palabra de Dios?
CRIST. — Cuando hacemos de nosotros los mismos juicios que hace la palabra. Me explicaré. Dice la palabra de Dios de los que se encuentran en un estado natural, que "no hay justo, que no hay quien haga el bien". Dice también que "todo designio de los pensamientos del corazón del hombre es, de continuo, solamente el mal"; y añade: "el instinto del corazón del hombre es malo desde su juventud". Ahora bien; cuando pensamos de nosotros mismos de esta manera y lo sentimos verdaderamente, entonces son buenos nuestros pensamientos, porque están en armonía con la palabra de Dios.
IGNOR. — Nunca creeré que mi corazón es tan malo.
CRIST. — Por lo mismo, nunca has tenido en toda tu vida un solo buen pensamiento de ti; pero déjame seguir, como la palabra pronuncia sentencia sobre nuestros corazones, la pronuncia también sobre nuestros caminos; y cuando nuestros juicios acerca de nuestros corazones y nuestros caminos concuerdan con el juicio que de ellos hace la palabra, entonces ambos son buenos, porque están conformidad unos con otros.
IGNOR. — Explica el sentido de esas palabras.
CRIST. — Dice la palabra de Dios que "los caminos del hombre son torcidos", que "no son buenos, sino pervertidos; dice que "los hombres, por naturaleza, se han extraviado del camino, que no lo han conocido siquiera".
Ahora bien; cuando un hombre piensa así de sus caminos es decir, cuando piensa con sentimiento y humillación de corazón, entonces es cuando tiene buenos pensamientos de sus propios caminos, porque sus juicios concuerdan entonces con el juicio de la palabra de Dios.
IGNOR. — ¿Qué son buenos pensamientos acerca de Dios?
CRIST. — Lo mismo que he dicho acerca de nosotros mismos: Cuando nuestros pensamientos sobre Dios concuerdan con lo que dice de El la Palabra, y esto es cuando pensamos en su ser y atributos, como la Palabra enseña; pero de esto no puedo ocuparme ahora extensamente. Hablando solamente de Dios en sus relaciones con nosotros, tenemos pensamientos buenos y rectos El, cuando pensamos que nos conoce mejor que nosotros a nosotros mismos, y puede ver el pecado en nosotros, cuando nosotros no lo veamos en manera alguna en nosotros mismos; cuando pensamos que conoce nuestros pensamientos más íntimos, y que nuestro corazón, con todas sus profundidades, está siempre descubierto a sus ojos; cuando pensamos que todas nuestras justicias hieden ante El, y, por tanto, no puede sufrir que estemos en su presencia con confianza alguna en nuestras obras, aun las mejores.
IGNOR. — ¿Te parece que soy tan necio que crea que Dios no ve más que lo que yo veo, o que me atrevería a presentarme a Dios aun con la mejor de mis obras?
CRIST. — Pues entonces, ¿cómo piensas en este asunto?
IGNOR. — Pues, para decirlo en pocas palabras, creo que es necesario tener fe en Cristo para ser justificado.
CRIST. — ¿Cómo piensas que puedes tener fe en Cristo, cuando no ves tú necesidad de El, ni conoces tus debilidades, ni originales ni actuales; antes bien, tienes de ti mismo y de lo que haces una opinión tal, que prueba muy claramente que nunca has visto la necesidad de la justicia personal de Cristo para justificarte delante de Dios? ¿Cómo, siendo esto así, puedes decir: Yo creo en Cristo?
IGNOR. — Creo bastante bien, a pesar de todo eso.
CRIST. — ¿Y cómo crees?
IGNOR. — Creo que Cristo murió por los pecadores, y que seré justificado delante de Dios y libre de la maldición, mediante que El acepta graciosamente mi obediencia a su ley; o, para decirlo de otra manera: Cristo hace que mis deberes religiosos sean aceptables a su Padre, en virtud de sus méritos, y de este modo, yo soy justificado.
CRIST. — Permíteme que conteste a esta tu confesión de fe:
1°, Crees con una fe fantástica, porque tal fe no la encuentro así escrita en ninguna parte de la Palabra.
2°, Crees con una fe falsa, porque quita la justificación de la justicia personal de Cristo y la aplica a la tuya propia.
3°, Esa fe hace que Cristo sea el que justifica, no tu persona, sino tus acciones, y luego tu persona por causa de tus acciones, y esto es falso.
4º, Por tanto, esta fe es engañosa, y tal que te dejará bajo la ira en el día del Dios Altísimo, porque la verdadera fe justificante hace que el alma, convencida de su condición por la ley, acuda por refugio a la justicia de Cristo (cuya justicia no es un acto de gracia, en el cual; que tu obediencia sea aceptada por parte de Dios y la justificación, sino su obediencia personal a la ley en hacer y sufrir por nosotros lo que aquélla exigió de nosotros). Esta justificación, digo, la verdadera fe la acepta, y bajo su manto el alma está abrigada, y por ello se presenta sin mancha delante de Dios, y es aceptada y absuelta de la condenación.
IGNOR. — Pero qué, ¿quieres que nos confiemos en lo que Cristo ha hecho en su propia persona sin nuestra participación? Esta fantasía daría rienda suelta a nuestras concupiscencias, y nos permitiría vivir según nuestro propio antojo; porque, ¿qué nos importaría el cómo viviésemos, si podemos ser justificados de todo por la justicia personal de Cristo con sólo tener fe en ella?
CRIST. — Ignorancia te llamas, y es mucha verdad; eso eres, y esa tu última contestación lo pone en evidencia, ignorante estás de lo que es la justicia que justifica, y también ignorante de cómo has de asegurar tu alma por fe de la terrible ira de Dios. También ignoras los verdaderos efectos de esta fe salvadora en la justicia de Cristo, que son: inclinar y ganar el corazón a Dios en Cristo, que ame su nombre, su palabra, sus caminos y su pueblo, y no como tú, en tu ignorancia, te lo imaginas.
ESPER. — Pregúntale si alguna vez se le ha revelado Cristo desde el cielo.
IGNOR. — ¿Cómo? ¿Eres tú de los que creen en revelaciones? Vaya, creo que lo que tú y comparsa decís sobre materia no es más que el fruto de un cerebro desordenado.
ESPER. — Pero hombre,  Cristo está tan escondido en Dios de la compresión natural  de  la carne, que nadie puede conocerle de una manera salvadora, si Dios, el Padre, no se lo revela.
IGNOR. — Esa será tu creencia, pero no la mía, y, sin embargo, no dudo de que la mía sea tan buena como la tuya, aunque mi cabeza no esté como la de ustedes.
CRIST. — Permitidme que tercie aquí con una palabra: no se debe hablar tan ligeramente de este asunto, porque yo afirmo rotunda y resueltamente lo mismo que mi buen compañero: que ningún hombre puede conocer a Jesucristo sino por la revelación del Padre. Más aún: Que la fe, por la cual el alma se hace de Cristo para ser una fe recta, ha de ser operada por la supereminente grandeza de su poder. De esta operación de la fe percibo que nada sabes, pobrecito Ignorancia. Despiértate, pues, reconoce tu propia miseria y acude al Señor Jesús, y por su justicia, que es la justicia de Dios (porque él mismo es Dios), serás librado de la condenación.
IGNOR. — Andáis muy de prisa; no puedo andar a vuestro paso; idos delante; tengo que detenerme todavía.
Y se despidió de ellos.
Entonces dijo Cristiano a su compañero:
CRIST. — Vamos, pues, buen Esperanza; está visto que tú y yo hemos de andar otra vez solitos.
Dieron, pues, a caminar a buen paso, mientras Ignorancia los seguía cojeando; y mientras caminaban les oí el siguiente diálogo:
CRIST. — Mucha lástima me da este pobre. Creo que al fin lo va a pasar muy mal.
ESPER. — Desgraciadamente, hay muchísimos en nuestra ciudad que están en la misma condición, familias enteras y aun calles enteras, y eso que son también peregrinos, y si hay tantos entre nosotros, calcula cuántos habrá en el lugar donde él nació.
CRIST. — Sí, dice la verdad la Palabra: "Les ha cerrado los ojos para que no vean..."
Pero ahora que estamos otra vez solitos, dime: ¿qué te parece de tales hombres? ¿Crees tu que alguna que otra vez tengan convicción de pecado y, por consiguiente, temores de que están en estado peligroso?
ESPER. — Esa pregunta nadie mejor que tú misino puede contestarla, pues eres mayor que yo.
CRIST. — Mi respuesta es que, a mi parecer, es posible: las tengan alguna que otra vez; pero siendo por naturaleza ignorantes, no comprenden que esta convicción tiende a su provecho, y buscan de todos modos ahogarla, siguen presuntuosamente adulándose a sí mismos en el camino de sus propios corazones.
ESPER — En efecto, también yo creo como tú que el miedo sirve mucho para bien de los hombres y para hacerles ir derechos al principio de su peregrinación.
CRIST. — De eso no podemos dudar que es bueno, por eso así lo dice la Palabra: "El temor de Jehová es el principio de la sabiduría".
ESPER. — ¿Cómo podrías tú describir el miedo que es bueno?
CRIST. — El miedo bueno se describe por tres cosas:
1º, Por su origen, es causado por las convicciones salvadoras de pecado. 2º, Impele al alma a asirse de Cristo para salvación. 3º, Engendra y conserva en el alma una gran reverencia a Dios y a su Palabra y a sus caminos, manteniéndola tierna y haciéndola temerosa de volverse de ellos a diestra y siniestra, o hacer cosa alguna que pudiera deshonrar a Dios, alterar su paz, contristar al Espíritu Santo, ser causa de que el enemigo hiciese algún reproche.
ESPER. — Estoy conforme; creo que has dicho la verdad. ¿No hemos salido todavía del terreno encantado?
CRIST. — Pues qué, ¿te cansa esta conversación?
ESPER. — No por cierto; pero quisiera saber dónde estamos.
CRIST. — Aún nos falta como una legua que andar para salir de él; pero volvamos a nuestro asunto. Los ignorantes no conocen que tales convicciones que les atemorizan para su bien, y por esto procuran ahogarlas.
ESPER. — ¿Y cómo procuran ahogarlas?
CRIST. — 1°, Creen que esos temores son obra del demonio (aunque en verdad son de Dios), y así los resisten como cosas que tienden directamente a su ruina. 2°, Piensan también que los tales temores tienden a perjudicar su fe, cuando, ¡desgraciados de ellos!, no tienen ninguna, y por esto endurecen su corazón contra ellos. 3°, Suponen que no deben temer, y por esto, a pesar de sus temores, se hacen vanamente confiados. 4°, Opinan que estos temores tienden a rebajar su antigua y miserable propia santidad, y por esto los resisten con toda su fuerza.
ESPER. — Algo de esto he experimentado yo mismo, porque antes de convencerme a mí mismo me pasó lo que acabas de decir.
CRIST. — Bueno, dejaremos ya por ahora a nuestro vecino Ignorancia, y nos ocuparemos de otra cuestión provechosa.
ESPER. — Enhorabuena; pero te suplico que la propongas también tú otra vez.
CRIST. — Pues bien; ¿conociste allá en tu tierra, hace cosa de unos diez años, a un tal Temporario, que era entonces un hombre bastante fervoroso en religión?
ESPER. — ¡Oh! Sí, no lo he olvidado; vivía en Singracia, pueblo que dista cosa de media legua de Honradez, y su casa estaba inmediata a la de un tal Vuelve-atrás.
CRIST. — Tienes razón. Vivía con él bajo el mismo techo. Bueno, pues ese estuvo una vez muy despierto; creo que entonces tenía alguna convicción de sus pecados y de la paga que se les debe.
ESPER. — Así era, efectivamente. Su casa no distaba más que una legua de la mía, y solía muchas veces venir a mí y con muchas lágrimas; en verdad que me daba lástima, y no perdí del todo mis esperanzas sobre él; pero está visto que no son cristianos todos los que dicen: ¡Señor, Señor!
CRIST. — Me dijo una vez que estaba resuelto a ir en peregrinación, como hacemos nosotros ahora; pero de repente tuvo conocimiento con un tal Sálvese-él-mismo, y entonces ya dejó mi amistad.
ESPER. — Pues ya que hablamos de él, inquiramos la razón de su repentina apostasía y de la de otros como él.
CRIST. — Nos podrá servir de mucho provecho; pero ahora empieza tú.
ESPER. — Pues bien; en mi juicio hay cuatro razones a ella:
1ª, Aunque están despiertas las conciencias de tales hombres, sin embargo, sus corazones no se han cambiado; eso, cuando se amortigua la fuerza de la culpa, acaba también lo que les inducía a ser religiosos, y, naturalmente vuelven otra vez a sus antiguos caminos, así como vemos que el perro vuelve a su vómito, y la puerca lavada a volcarse en el cieno. Como he dicho, éstos buscan ávidos el cielo, sólo a causa de su aprensión y temores de tormentos del infierno, y una vez entibiada y resfriada la aprensión del infierno y su temor de la condenación, se entibian y resfrían también sus deseos del cielo y de la salvación, y por esto cuando han pasado su culpa y temor, acaban también sus deseos y vuelven a sus caminos.
2ª, Otra razón es que sus temores son serviles, es decir no son éstos temores de Dios, sino temores de los hombres, y "el temor del hambre pondrá lazo". Así aunque aparecen muy ávidos del cielo, mientras sienten las llamas del infierno alrededor de ellos; sin embargo, cuando ese terror ha pasado un poco, ya les vienen otros pensamientos, como son, que es bueno ser prudente y no arriesgar por lo que no saben la pérdida de todo, o a lo menos, que no es bueno meterse en inevitables e innecesarias aflicciones, y así vuelven a hacer sus paces otra vez con el mundo.
3ª, También suele ser tropezadero en su camino la vergüenza que suele acompañar a la religión; son orgullosos y altivos, y la religión, a sus ojos, es baja y despreciable; por esto, una vez perdido su sentido del infierno y de la ira venidera, vuelven a su antiguo modo de vivir.
4ª, Les parece son muy gravosos la culpa y el pensar con terror en ella; no les gusta contemplar sus miserias antes de tiempo; porque aunque tal vez la primera consideración de esto les haría refugiarse donde se refugian los justos, y donde estuviesen seguros, sin embargo, como rehuyen esos pensamientos de la culpa y del terror, una vez que ya se han hecho insensibles a sus convicciones y al temor de la ira de Dios, endurecen voluntariamente sus corazones, y escogen precisamente los caminos que contribuyen más a este endurecimiento.
CRIST. — Creo que vas bastante acertado, porque el fundamento de todo es la falta de un cambio en su corazón y voluntad, y por eso son semejantes al reo cuando está delante del juez. Se estremece y tiembla, y parece arrepentirse de todo corazón; pero la causa de todo esto es el temor que tiene de la horca y no el odio al delito; dejad si no a tal hombre en libertad, y seguirá siendo un ladrón y un malvado como antes, mientras que si hubiera cambiado su corazón, hubiera cambiado también su conducta.
ESPER. — Ya que yo te he mostrado las razones de la apostasía de éstos, muéstrame tú ahora la manera de ella.
CRIST. — Voy a hacerlo de buena voluntad:
1°, Apartan sus pensamientos todo lo posible de la meditación y el recuerdo de Dios, de la muerte y del juicio venidero.
2°, Abandonan poco a poco, y por grados, sus deberes privados, como la oración secreta, el refrenamiento de sus concupiscencias, la vigilancia sobre si mismos, el dolor de pecados y otros semejantes.
3°, Luego huyen de la compañía de los cristianos fervorosos y entusiastas.
4º, Se van enfriando en cuanto a los deberes públicos, como la lectura y predicación de la palabra, trato piadoso con otros cristianos, etc.
5º, Ya empieza a gustarles cortar sayos, como se dice, (criticar) a las personas piadosas, y esto de una manera infernal, para tener una excusa aparente para echar fuera la religión, con el pretexto de algunas debilidades que han descubierto en los que la profesan.
6º, Después vienen a adherirse y asociarse con hombres carnales, licenciosos y livianos.
7º, Luego se entregan secretamente a conversaciones carnales y livianas, alegrándose de ver cosas semejantes en algunos que son tenidos por honrados, para disfrazarse con ellos y poder hacerlo más atrevidamente.
8°, Por fin empiezan a jugar abiertamente con los pecadillos, llamándolos cosa de poca entidad; y
9º, Endureciéndose  de  esta manera se manifiestan enteramente como son. Así,  habiéndose  lanzado  en  el abismo de la miseria, si un milagro de la gracia no lo previene, perecen para siempre en sus propios engaños.

***

CAPITULO XX

Cristiano y Esperanza pasan por el agradable país de Tierra-habitada,
salvan sin daño el río Muerte y son admitidos
en la gloriosa Ciudad-de-Dios.

Después de las agradables pláticas que acabo del referir, vi en mi sueño que habían pasado ya los peregrinos la Tierra-Encantada y estaban a la entrada del países del Beulah.
Muy dulce y agradable era el aire de este y como quiera que el camino iba por medio de él, se recrearon allí por algún tiempo. Allí se recreaban agradablemente en oír el canto de los pájaros y la voz dulce de la tórtola y en ver las flores que aparecían en la tierra. En este país brilla de día y de noche el sol, por lo cual está ya fuera enteramente del Valle-de-la-Muerte y también del alcance del gigante Desesperación, y del allí no se veía ni la más mínima parte del Castillo-de-la-Duda; allí, además, estaban a la vista de la ciudad adonde iban, y más de una vez encontraron alguno que otro de sus habitantes. Porque por ese país solían pasearse los Resplandecientes, por lo mismo que estaba casi dentro de los límites del cielo; en ese país también se renovó el pacto entre el Esposo y la Esposa, y como éstos se gozan entran en sí, así se goza con ellos el Dios del ellos; allí no faltaba trigo ni vino, porque había abundancia de lo que había buscado en toda su peregrinación. Allí también oían voces fuertes que salían de la ciudad y decían, "Decid a las hijas de Sión, he aquí viene tu Salvador, he aquí su recompensa con El."
Allí por último, los habitantes del país los llamaron “Pueblo santo, redimidos de Jehová ciudad buscada…”
¡Dichosos ellos! Según iban caminando por ese país, tenían mucho más regocijo que en las partes más remotas del reino a que se dirigían, y cuanto más se acercaban a la ciudad, tanto más magnífica y perfecta era la vista que se les presentaba.  Estaba edificada de perlas y  piedras preciosas; sus calles estaban empedradas de oro; así que, a causa del brillo natural de la ciudad y del reflejo de los rayos del sol, se puso enfermo de deseos Cristiano. Esperanza sintió también uno o dos ataques de la misma en enfermedad, por lo cual tuvieron que reclinarse allí un poco, exclamando en medio de su ansiedad: "Si hallareis a mi amado, hacedle saber cómo de amor estoy enfermo." Más, fortalecidos un poco y hechos capaces de sobrellevar su enfermedad,  prosiguieron su camino, acercándose  cada vez más y más hacia donde había viñedos frondosos y deliciosísimos jardines, cuyas puertas daban sobre el camino. Encontraron al jardinero, y dirigiéndose a él, preguntaron ¿De quién son estos viñedos y jardines tan hermosos? Contestóles: —Son del Rey, y se han plantado para su deleite y para solaz de los peregrinos—. Y les hizo entrar en los viñedos; les mandó refrescarse con lo más regalado de sus frutos; les mostró también los paseos y cenadores donde el Rey se deleitaba, y, por último, los invitó a detenerse y a dormir allí, vi que mientras dormían hablaban más que en todo su viaje; y recapacitando yo sobre ello, me dijo el jardinero ¿Por qué recapacitas sobre esto? Es sobre la naturaleza del fruto de estas viñas entrar suavemente y hacer hablar los labios de los que duermen.
Cuando se despertaron se preparaban a acercarse a la ciudad; pero como he dicho, siendo ésta de oro fino, era tal el reflejo del sol sobre ella y tan sumamente glorioso, que no pudieron contemplarla con la faz descubierta sino por medio de su instrumento hecho para ello. Y vi que, según iban andando, les encontraron dos hombres con vestiduras relucientes como el oro, y sus rostros brillaban como la luz, quienes les preguntaron de dónde venían, en dónde se habían hospedado, qué dificultades y peligros, y qué consuelos y placeres habían encontrado en el camino. Y satisfechas estas preguntas, les dijeron: sólo dos dificultades os restan, e inmediatamente entraréis en la ciudad.
Cristiano y su compañero pidieron luego a los hombres que les acompañasen. Estos contestaron que lo harían con gusto; pero que tenían ellos que alcanzarlo con su propia fe; y marcharon juntos hasta llegar a la vista de la puerta.
Ya allí, vi que entre ellos y la puerta había un río; pero no había ningún puente para poder pasarlo, y el río era muy profundo. A la vista de él, los peregrinos se asustaron mucho, pero los hombres que les acompañaban les dijeron: —Habéis de pasarlo o no podréis llegar a la puerta.
—Pero, ¿no hay otro camino?—preguntaron. —Sí—les contestaron—; pero a sólo dos, a saber, Enoch y Elías, se les ha permitido pasar por él desde la fundación del mundo; ni a nadie más se permitirá hasta que suene la trompeta final—. Entonces empezaron los peregrinos, especialmente Cristiano, a desconsolarse en su corazón y mirar a uno y otro lado; pero ningún camino pudo hallar por el cual pudieran evitar el río. Preguntaron entonces a los hombres si el agua estaba en todas partes a la misma profundidad, y se les dijo que no, que el encontrarla más o menos profunda sería según su fe en el Rey del país, no pudiendo ellos ayudarles en tal caso.


Decidiéronse, pues, a entrar en el agua; mas apenas lo habían hecho, empezó Cristiano a sumergirse, exclamando a su buen amago Esperanza: —Me anego en las aguas profundas, todas son ondas y sus olas pasan sobre mí—. Esperanza contestó: —Ten buen ánimo, hermano; siento fondo y es bueno—. Entonces dijo Cristiano: — ¡Ah!, amigo mío, hanme rodeado los dolores de la muerte, y no veré la tierra que mana leche y miel—. Y en esto cayó sobre Cristiano una grande oscuridad y horror, de tal manera, que no podía ver lo que estaba delante. Perdió también sus sentidos en gran parte, de modo que no podía acordarse ni hablar cuerdamente de ninguno de los dulces refrigerios que había encontrado en su camino. Todas las palabras que pronunciaba daban a entender que tenía horror de corazón y temores de morir en ese río, y nunca tener entrada por la puerta de la ciudad celeste. Los circunstantes observaban también que tenía pensamientos muy molestos de los pecados que había cometido, tanto antes como después de hacerse peregrino. Se observó que estaba molestado, además, por las apariciones y fantasmas y espíritus malos, pues de vez en cuando lo indicaban sus palabras.
Mucho trabajo, pues, costaba a Esperanza conservar la cabeza de su hermano por encima del agua; algunas veces se le sumergía enteramente, después de lo cual salía casi medio muerto; trataba de consolarle, hablándole de la puerta y de los que en ella le estaban esperando; pero la respuesta de Cristiano era: —Es a ti a quien esperan; has sido siempre Esperanza todo el tiempo que te he conocido; ¡ah!, de seguro que si yo fuera acepto a El, ahora se levantaría para ayudarme; pero por mis pecados me ha traído al lazo y me ha abandonado en él. —Nunca—contestó Esperanza—; ¿has olvidado sin duda el texto en que dice de los malos: "No hay ataduras para su muerte; antes su fortaleza está entera; no están ellos en trabajo humano ni son azotados con los otros hombres?". Esas aflicciones y molestias, por las cuales estás pasando en estas aguas, no son señal alguna de que  Dios te haya abandonado, sino que son enviadas para probarte y ver si te acuerdas de lo que anteriormente has recibido de sus bondades, y vives de él en tus aflicciones.
Estas expresiones pusieron a Cristiano muy meditabundo, y por eso añadió Esperanza: —Confía, hermano mío; Jesucristo te hace sano—. Al oír esto Cristiano, prorrumpió en voz alta: —Sí, ya le veo y oigo que me dice: cuando pasares por las aguas yo seré contigo, y cuando por los ríos no te anegarán". Con estas pláticas se animaban mutuamente, y el enemigo nada podía con ellos, en términos que los dejaron, como si estuviera encadenado, hasta que hubieron pasado el río. La profundidad de éste iba disminuyendo; pronto encontraron ya terreno donde hacer pie, y acabaron su paso.
Qué consuelo tan grande experimentaron cuando a la orilla del río vieron de nuevo a los Resplandecientes, saludándolos, les decían: "Somos espíritus administradores, enviados para servicio a favor de los que serán herederos de la salvación." Y así iban acercándose a la puerta.
Es muy de notar que la ciudad estaba colocada sobre una gran montaña; pero los peregrinos la subían con facilidad, porque los Resplandecientes les daban el brazo, y además habían dejado tras de sí en el río sus vestiduras mortales; habían entrado en él con ellas, pero salieron sin ellas; por eso subían con tanta agilidad y prisa, aunque los cimientos sobre los cuales está fundada la ciudad están más altos que las nubes. ¡Con cuánto placer pasaban las regiones de la atmósfera, hablando entre sí dulcemente, y consolados porque habían pasado con seguridad el río y tenían a su servicio tan gloriosos compañeros!
¡Qué agradable les era también la conversación que con Resplandecientes tenían! —Allí—les decían éstos— una gloria y hermosura inefables; allí está el monte Sión, Jerusalén celestial, la compañía de muchos millares de ángeles y los Espíritus de los justos ya perfectos. Ya estáis cerca del Paraíso de Dios, en el cual veréis el árbol de vida y comeréis de su fruta inmarcesible. A la entrada recibiréis vestiduras blancas, y vuestro trato y conversación serán siempre con el Rey hasta todos los días de la eternidad. Allí no volveréis a ver ya más las cosas que veíais y sentíais en la región inferior de la tierra, es decir, dolor, enfermedad, aflicción y muerte, porque todo eso ha pasado ya. Vais a juntaros con Abraham, Isaac y Jacob y los profetas, hombres a quienes Dios ha librado del mal venidero, y que ahora descansan en sus lechos por haber andado en su justicia. Vais a recibir allí consuelo por todos vuestros trabajos, y gozo por toda vuestra tristeza; recogeréis lo que sembrasteis en el camino, a saber: el fruto de todas vuestras oraciones y lágrimas y sufrimientos por el Rey.
Ceñiréis a vuestras sienes coronas de oro, y gozaréis la visión perpetua y la presencia del Santo, porque allí le veréis como El es. Serviréis continuamente con alabanza, con voces de júbilo y con acciones de gracias a Aquel a quien deseabais servir en el mundo, aunque con mucha dificultad, a causa de la debilidad de vuestra carne. Vuestros ojos serán regocijados con fe vista y vuestros oídos con la dulce voz del Altísimo. Recobraréis de nuevo la compañía de los amigos que os han precedido y recibiréis con gozo a todos aquellos que os siguen al lugar santo. Se os darán vestidos de gloria y majestad, y cuando el Rey de la gloria venga en las nubes al son de trompeta como sobre las alas del viento, vendréis vosotros con El; y cuando se siente sobre el trono de juicio, os sentaréis a su lado; y cuando pronuncie sentencia sobre los obradores de iniquidad, sean ángeles u hombres, tendréis también voz en ese juicio, porque fueron sus enemigos y los vuestros; y cuando vuelva a la ciudad, volveréis con El a son de trompeta y estaréis con El para siempre.
Cuando se iban acercando a la puerta, he aquí que una multitud de las huestes celestiales salieron a su encuentro, preguntando: — ¿Quiénes son éstos y de dónde han venido.
—Estos son—dijeron los Resplandecientes—, éstos son hombres que han amado a nuestro Señor cuando estaban en el mundo y que lo han dejado todo por su santo nombre; El nos ha enviado para traerlos aquí, y los hemos acompañado hasta este punto en su deseado viaje, para que entren y contemplen a su Redentor cara a cara con gran gozo—. Entonces las huestes celestiales dieron un grito de júbilo, y dijeron: —Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero. Al oír esto los músicos del Rey rompieron con sus instrumentos en dulces melodías, que hacían resonar a los mismos cielos, y con voces y ademanes de júbilo, cantando y tocando sus trompetas, saludaban una y mil veces a los que venían del mundo. Unos se pusieron a la derecha, otros a la izquierda, delante y detrás, como para acompañarlos y escoltarlos por las regiones superiores, llenando los espacios con sonidos melodiosos en tonos altos, de manera que parecía que el mismo cielo había salido para recibirlos.
Era la marcha triunfal más hermosa que se pudo ver jamás.
Todo indicaba a Cristiano y a su compañero cuan bien venidos eran a la ciudad, y con cuánta alegría se les recibía en ella. Ya la tenían a su vista, ya oían el alegre y bullicioso clamoreo de todas las campanas que les daban la venida. ¡Oh, qué pensamientos tan arrebatadores y alegres tenían al mirar el gozo de la ciudad, la compañía que iban a tener, y eso para siempre! ¿Qué lengua o pluma serán poderosas para expresarlo?
Ya llegaron a las puertas de la Ciudad, encima de la cual vieron grabadas con letras de oro las siguientes palabras:
BIENAVENTURADOS LOS QUE GUARDAN SUS MANDAMIENTOS, PARA QUE SU PODER SEA EN EL ÁRBOL DE LA VIDA Y ENTREN POR LAS PUERTAS DE LA CIUDAD.
Llamaron fuertemente a ellas, y muy pronto aparecieron por encima los rostros de los que moraban dentro...
Enoch, Moisés, Elías..., que preguntaron quién llamaba, y oyeron esta respuesta: "Estos peregrinos han venido de la ciudad de Destrucción por el amor que tienen al Rey de este lugar." Entonces los peregrinos entregaron cada uno el rollo que habían recibido al principio, los cuales, llevados al Rey y leídos por éste, y habiéndosele dicho que los dueños de ellos estaban a la puerta, mandó que se les abriese para que "entrase la gente justa guardadora de verdades". Los vi entonces entrar por la puerta y que cuando hubieron entrado fueron transfigurados y recibieron vestiduras que resplandecían como el oro, y arpas y coronas que les fueron entregadas, para que con las primeras alabasen, y les sirviesen las segundas como señales de honor; oí también que todas las campanas de la ciudad se echaron a vuelo otra vez, en señal de regocijo, al mismo tiempo que los ministros del Rey decían a los peregrinos: "Entrad en el gozo de vuestro Señor". Con cuan efusión y gozo respondieron éstos: "Al que está sentado en el trono y al Cordero sea la bendición y la honra, y la gloria y el poder para siempre jamás".
Aprovechando yo entonces el momento en que se abrieron las puertas para dejarles pasar, miré hacia dentro tras ellos, y he aquí, la ciudad brillaba como el sol; las calles estaban empedradas de oro, y en ellas se paseaba muchedumbre de hombres que tenían en su cabeza coronas, y en su mano palmas y arpas de oro con que cantar las alabanzas.
Vi también a unos que tenían alas y que, sin cesar nunca, estaban cantando: "Santo, santo, santo es el Señor"; y volvieron a cerrar las puertas, y yo, con mucho sentimiento, me quedé fuera, cuando mis ansias eran entrar para gozar de las cosas que había visto.
¡Lástima es que mi sueño no terminase aquí con tan dulces impresiones! Cuando se cerraron las puertas de la Ciudad miré atrás y vi a Ignorancia que llegaba a la orilla del río; lo pasó pronto y sin la mitad de la dificultad que encontraron los otros dos. Porque aconteció que había entonces allí un tal Vana-Esperanza, barquero, que le ayudó pasar en su barca. Subió también la montaña para llegar a la puerta; pero nadie había allí que le ayudase o le hablase una palabra de consuelo y estímulo. Cuando llegó a la puerta, miró al letrero que estaba encima de ella. Empezó a llamar, suponiendo que se le daría inmediata entrada; pero los que se asomaron por encima de la puerta preguntaron de dónde venía y qué era lo que quería. El contestó: "He comido y bebido en la presencia del Rey, ha enseñado en nuestras calles." Entonces le pidieron su rollo para entrarlo y mostrarlo al Rey. Pero habiendo registrado su seno no lo halló; no tenía ninguno. Dijéronle entonces: "¿No tienes ninguno?" Pero el hombre no les contestó palabra. Comunicado esto al Rey, mando a los dos Resplandecientes que, atado de pies y manos, lo arrojasen fuera, y vi que lo llevaron por el aire a la puerta que había visto a la falda del collado y allí lo precipitaron.
Esto me sorprendió; pero me fue de importante enseñanza, pues aprendí que hay camino para el infierno desde la misma puerta del cielo, lo mismo que desde la ciudad  de Destrucción.
En esto me desperté, y vi que todo había sido un sueño.

LA CONCLUSIÓN

Ya, lector, que mi sueño he referido,
Interpretarlo para ti procura,
Y explícale a quien puedas su sentido.
Mas muestra en entenderlo tu cordura,
Pues te daña si es mal interpretado;
Mas si lo entiendes bien es tu ventura.
Lo exterior de mi sueño, ten cuidado
Que no te preocupe en demasía,
Como si fuera cosa de tu agrado.
Ni risa ni furor ni alegría
Te cause cual a niño o a demente,
Mira bien su sustancia y su valía.
Aparta la cortina, y fijamente
Mira lo que se esconde tras mi velo:
Es cosa que te anime y que te aliente.
Al leer este símil, sin recelo,
Tira la escoria, toma el oro puro,
Y colmado verás así tu anhelo.
El oro está con mineral impuro