CAPITULO IX
Entra Cristiano en el valle de Humillación, en donde es asaltado con fiereza
por Apollyón; mas le vence con la espada del espíritu
y la fe en la Palabra de Dios.
Entonces se decidió ya la marcha, y consintieron en ello los habitantes del Palacio; pero antes lo llevaron otra vez a la Armería, y allí le armaron de pies a cabeza con armas a toda prueba para defenderse en el camino, caso de ser asaltado. Después le acompañaron hasta la puerta, en donde preguntó al Portero si, durante su estancia en el palacio, había pasado algún peregrino, a lo cual le respondió afirmativamente.
CRIST. — ¿Le conocéis, por ventura?
PORTERO. — No; más pregunté su nombre y me dijo que se llamaba Fiel.
CRIST. — ¡Oh! Yo sí le conozco; es paisano y vecino mío; viene del lugar donde yo nací; ¿cuánto te parece que se habrá adelantado?
PORT. — Pues ya habrá bajado todo el collado.
CRIST. — Bien, buen Portero; el Señor sea contigo, y te aumente sus bendiciones por la bondad que has mostrado conmigo.
Y emprendió su marcha; pero quisieron acompañarlo hasta el pie del collado Discreción, Piedad, Caridad y Prudencia, con quienes continuó por el camino los discursos que antes habían tenido.
Llegados a la cuesta, dijo:
CRIST. — Difícil me pareció la subida; pero no debe ser menos peligrosa la bajada.
PRUD. — Así es; peligroso es, sin duda, para un hombre ascender al valle de Humillación, que es adonde vas ahora, y no tener algún tropiezo; por eso hemos salido para acompañarte.
Luego comenzó a descender Cristiano con mucho cuidado, pero no sin tropezar más de una vez. Cuando hubieron llegado al fin de la cuesta, los amigos se despidieron de él, y le dieron una hogaza de pan, una botella de vino y un racimo de pasas.
Ya en el valle, empezó muy pronto Cristiano a sentir apuros; pocos pasos había dado, cuando vio venir hacia sí un demonio abominable, cuyo nombre era Apollyón. Empezó, pues, Cristiano a tener miedo y a pensar si sería mejor volver o mantenerse firme en su puesto. Mas se acordó que no tenía ninguna armadura en sus espaldas, y, por tanto, volverlas al enemigo sería darle grande ventaja, pues con facilidad le podría herir con sus saetas. Por esto se decidió a tener valor y mantenerse firme, porque éste, sin duda, era el único recurso que le quedaba para salvar su vida.
Prosiguiendo, pues, su marcha, se encontró muy pronto con el enemigo. El aspecto de este monstruo era horrible: estaba vestido de escamas como de pez, de lo cual se gloriaba; tenía alas como de dragón y pies como de oso; de su vientre salía fuego y humo, y su boca era como la boca del león. Cuando llegó a Cristiano lanzó sobre él una mirada de desdén, y le interpeló de esta manera:
APOLLYÓN. — ¿De dónde vienes y adonde vas?
CRIST. — Vengo de la ciudad de Destrucción, que es el albergue de todo mal, y me voy a la ciudad de Sión.
APOLL. — Lo cual quiere decir que eres uno de mis súbditos, porque todo aquel país me pertenece y soy el príncipe y el dios de él; ¿cómo así te has sustraído del dominio de tu rey? Si no confiara en que me has de servir todavía mucho, de un golpe te aplastaría hasta el polvo.
CRIST. — Es verdad que nací dentro de tus dominios; pero tu servicio era tan pesado y tu paga tan miserable, que no me bastaba para vivir, porque la paga del pecado es la muerte. Así es que, cuando llegué al uso de la razón, actué como las personas de juicio: pensé en mejorar de suerte.
APOLL. — No hay príncipe alguno que así tan ligeramente quiera perder súbditos; yo, por mi parte, no quiero perderte a ti; mas puesto que te quejas del servicio y de la paga, vuélvete de buena voluntad, pues te prometo darte lo que nuestro país puede dar de sí.
CRIST. — Estoy ya al servicio de otro, a saber, el Rey de los reyes, y sin faltar a la justicia, ya no puedo volver contigo.
APOLL. — Has obrado, como dice el adagio, cambiando un mal por otro peor; pero sucede de ordinario que los que han profesado ser tus siervos, se emancipan al poco tiempo de él, y con mejor acuerdo vuelven a mí; hazlo tú así, y todo te irá bien.
CRIST. — Le he dado mi palabra y le he jurado fidelidad; si ahora me vuelvo atrás, ¿no debo esperar el ser ahorcado por traidor?
APOLL. — Lo misino hiciste conmigo, y, no obstante, estoy dispuesto a pasar por todo si ahora quieres volver.
CRIST. — Lo que te prometí fue antes de que llegara la adolescencia, y por esta razón no tiene valor alguno; además, cuento con que el príncipe bajo cuyas banderas ahora estoy podrá absolverme y perdonar todo lo que hice por darte gusto. Y, sobre todo, quiero decirte la verdad: su servicio, su paga, sus siervos, su gobierno, su compañía y su país me gustan muchísimo más que los tuyos; no pierdas, pues, el tiempo intentando persuadirme; soy su siervo y estoy resuelto a seguirle.
APOLL. — Piensa bien, ya que conservas todavía tu serenidad y sangre fría, lo que muy probablemente encontrarás en el camino por donde vas. Te consta que en su mayor parte sus siervos tienen un fin desgraciado, porque son transgresores contra mí y contra mis caminos; cuántos de ellos no han sido víctimas de una muerte vergonzosa! Y además, si su servicio es mejor que el mío, ¿por qué nunca hasta el día de hoy ha salido de donde está para librar a los que le sirven? Yo, por el contrario, ¡cuántas veces, según puede atestiguar el mundo entero, he librado, sea por poder, sea por fraude, a los que me servían fielmente, de las manos de él y de los suyos, aun teniéndolos debajo de su poder! Y te prometo que te libraré a ti.
CRIST. — El porqué, al parecer, retardar el librarnos, es en verdad para probar su amor y ver si le permanecen fieles hasta el fin; y en cuanto al fin desgraciado que, según dices, tuvieron, precisamente ha sido para ellos lo más glorioso. Porque la salvación presente no la esperan; saben que hay que dar treguas para llegar a su gloria, y ésta la tendrán cuando su Príncipe venga en la suya y en la de los santos ángeles.
APOLL. — Habiendo ya una vez sido infiel en su servicio, ¿cómo puedes pensar que recibirás de él salario?
CRIST. — Pues, ¿en qué he sido infiel?
APOLL. — Por de pronto, en el mismo momento de salir desfalleciste, al verte casi ahogado en el Pantano del Desaliento; después pretendiste por diferentes caminos buscar el sacudir la carga que te abrumaba, debiendo haber esperado hasta que tu Príncipe te la hubiera quitado. Luego te dormiste culpablemente, perdiendo allí tu mejor prenda; también casi te resolviste a volver por miedo de los leones, y, sobre todo, cuando hablas de tu viaje y de lo que has visto y oído, interiormente te domina el espíritu de vanagloria en todo lo que dices y haces.
CRIST. — Tienes mucha razón en todo lo que dices, y has dejado mucho más que pudieras decir; pero el Príncipe a quien sirvo y honro es misericordioso y perdonador. Además, te olvidas de que estas flaquezas se habían apoderado de mí mientras estaba en tu país; allí se me infiltraron, y me han costado muchos gemidos y pesares; pero me he arrepentido de ellas, y el Príncipe me las ha perdonado.
Entonces Apollyón no pudo contener su rabia, y prorrumpió en estos improperios: —Yo soy enemigo de ese Príncipe; aborrezco su persona, sus leyes y su pueblo, y he salido con el propósito de impedirte el paso.
CRIST. — Mira bien lo que haces, ¡oh Apollyón!, porque estoy en el camino real, en el camino de santidad, y, por consiguiente, considera bien lo que intentas hacer.
Entonces Apollyón extendió sus piernas hasta ocupar todo lo ancho del camino, y dijo: —No creas que te temo en esta materia; prepárate para morir, porque te juro por mi infernal caverna que no has de pasar; aquí derramo tu alma. —Y en el acto arrojó con gran furia un dardo encendido a su pecho; pero teniendo un escudo en su mano, Cristiano lo recibió en él, y evitó ese peligro.
Cristiano desenvainó después su espada, porque vio que ya era tiempo de acometer, y Apollyón se lanzó sobre él arrojando dardos tan espesos como el granizo, en términos que, a pesar de los esfuerzos de Cristiano, salió herido en su cabeza, manos y pies, lo cual le hizo ceder algún tanto. Apollyón aprovechó esta circunstancia y acometió con nuevos bríos; pero Cristiano, recobrándose, resistió tan denodadamente como pudo.
Este combate furioso duró cerca de medio día, hasta que casi se agotaron las fuerzas de Cristiano, porque, a causa de sus heridas, iba estando cada vez más débil.
Apollyón no desaprovechó esta ventaja, y ya no con dardos, sino cuerpo a cuerpo, le acometió, siendo tan terrible la embestida, que Cristiano perdió la espada.
—Ahora ya eres mío— dijo Apollyón, oprimiéndole tan fuertemente al decir esto, que casi le ahogó, en términos que Cristiano ya empezaba a desesperar de su vida; pero quiso Dios que, en el momento de dar el golpe de gracia, Cristiano, con sorprendente ligereza, asió la espada del suelo, y exclamó: —(No te huelgues de mí, enemigo mío, porque aunque caigo he de levantarme —y le dio una estocada mortal que le hizo ceder, como quien ha recibido el último golpe. Al verlo Cristiano, cobra nuevos bríos, acomete de nuevo, diciendo: —Antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de Aquél que nos amó. —Apollyón abrió entonces sus alas de dragón, huyó apresuradamente, y Cristiano no le volvió a ver más por algún tiempo.
Durante este combate, nadie que no lo haya visto u oído, como yo, puede formar idea de cuan espantosos y horribles eran los gritos y bramidos de Apollyón, cuyo hablar era como el de un dragón y, por otra parte, cuan lastimeros eran los suspiros y gemidos que lanzaba Cristiano salidos del corazón. Larga fue la pelea, y, sin embargo, ni una sola vez vi en sus ojos una mirada agradable, hasta que hubo herido a Apollyón con su espada de dos filos; entonces sí, miró hacia arriba y se sonrió. ¡Ay! Fue éste el espectáculo más terrible que yo he visto jamás.
Concluida la pelea, Cristiano pensó en dar gracias a Aquél que le había librado de la boca del león, a Aquél que le auxilió contra Apollyón. Y puesto de rodillas, dijo:
Beelzebub se propuso mi ruina, Mandando contra mí su mensajero A combatirme con furiosa inquina, Y me hubiera vencido en trance fiero; Mas me ayudó quien todo lo domina, Y así pude ahuyentarle con mi acero: A mi Señor le debo la victoria, Y gracias le tributo, loor y gloria.
Entonces una mano misteriosa le alargó algunas hojas del árbol de la vida; Cristiano las aplicó a las heridas que había recibido en la batalla, y quedó curado al instante. Después se sentó en aquel sitio para comer pan y beber de la botella que se le había dado poco antes. Así refrigerado, prosiguió su camino, con la espada desnuda en su mano, por si algún otro enemigo le salía al paso. Pero no encontró ya oposición alguna en todo este valle.
Mas sus pruebas no terminaron; ya había vencido el valle Humillación, y se encontró en otro que se llamaba valle de la Sombra-de-muerte, y era preciso pasar por él, porque el camino de la Ciudad Celestial le atravesaba. Este valle es un sitio muy solitario, como lo describe el profeta Jeremías: "Un desierto, una tierra desierta y despoblada, tierra seca y de sombra de muerte, una tierra por la cual no pasó varón, sí no era un cristiano, ni allí habitó hombre" (2).
Si terrible había sido la lucha de Cristiano con Apollyón, no lo fue menos la que aquí tuvo que sostener.
***
CAPITULO X
Cristiano sufre muchas aflicciones en el valle de Sombra-de-muerte; pero habiéndole enseñado la experiencia a ser vigilante, anda siempre con la espada desnuda en la mano, ejercitándose en la práctica de la oración, y de esta manera pasa con seguridad y sin experimentar daño alguno.
Cuando apenas se había acercado al borde de la Sombra-de-muerte, se encontró con dos hombres que volvían a toda prisa; eran hijos de aquéllos que trajeron malos informes de la buena tierra, con quienes Cristiano trabó la siguiente conversación:
CRIST. — ¿Adonde van?
HOMB. — Atrás, atrás; y si estimas en algo tu vida y tu paz, te aconsejamos que hagas lo mismo.
CRIST. — 'Pues, ¿por qué? ¿Qué hay?
HOMB. — ¿Qué? Nos dirigíamos por este mismo camino que tú llevas; habíamos avanzado ya hasta donde nos atrevimos; pero apenas hemos podido volver, porque si hubiéramos dado unos cuantos pasos más no estaríamos ahora aquí para darte estas noticias.
CRIST. — Pero, ¿qué es lo que habéis encontrado?
HOMB. — Casi estábamos ya en el valle de Sombra-de-muerte, cuando felizmente extendimos nuestra vista delante de nosotros y descubrimos el peligro antes de llegar.
CRIST. — Pero, ¿qué habéis visto?
HOMB. — ¡Ah! Hemos visto el valle mismo, que es tan negro como la pez (Sustancia resinosa, ólida, que se obtiene echando en agua fría el residuo que deja la trementina después de sacarle el aguarrás); hemos visto allí los fantasmas, sátiros y dragones del abismo; hemos oído también en ese valle un continuo aullar y gritar como de gentes sumidas en miseria indecible, que allí sufren agobiadas bajo el peso de aflicciones y cadenas. Sobre este valle también se extienden las horrendas nubes de la confusión; la muerte también cierne sus alas constantemente sobre él. En una palabra: allí todo es horrible y todo está en espantoso desorden.
CRIST. — Lo que decís no me demuestra sino que éste es el camino que debo seguir hacia el deseado puerto.
HOMB. — Sea enhorabuena; nosotros no queremos seguir éste.
Y con esto se separaron, y Cristiano siguió su camino; pero siempre con la espada desnuda en su mano por temor de ser acometido.
Entonces medí con mi vista todo lo largo de este valle, y vi a la derecha del camino un foso profundísimo, que es adonde unos ciegos han guiado a otros ciegos durante todos los siglos, habiendo todos perecido en él miserablemente. Por la izquierda vi un charco peligrosísimo, en el cual, aun siendo bueno el que tiene la desgracia de caer, no halla fondo para sus pies; en él cayó el rey David una vez, e indudablemente se hubiera ahogado si no le hubiera sacado el que es poderoso para hacerlo.
La senda era también excesivamente estrecha, viéndose por lo mismo el bueno de Cristiano en muy grande apuro, porque en la oscuridad, si procuraba apartarse del foso por un lado, se exponía a caer en el charco por el otro; si trataba de evitar el charco, a no tener sumo cuidado, estaba a punto de caer en el foso. De esta manera marchaba, lanzando amargos suspiros, porque sobre los peligros ya mencionados, el camino por aquí estaba tan oscuro, que muchas veces, al levantar su pie para dar un paso, no sabía dónde ni sobre qué iba a sentarle.
Como a la mitad de este valle, vi que se encontraba la boca del infierno a orillas del camino.
Terrible fue entonces la situación de Cristiano, que no sabía qué hacer, pues veía salir llamas y humo con tanta abundancia, juntamente con chispas y ruidos infernales, que, viendo Cristiano que de nada le servía la espada que tanto le había valido contra Apollyón, determinó envainarla y echar mano de otra arma, a saber: de TODA ORACIÓN. Y así le oía exclamar: "Libra ahora, oh Jehová, mi alma". Así siguió por mucho tiempo, viéndose de vez en cuando envuelto por las llamas; también oía voces tristes y gente como corriendo de una a otra parte; de manera que a lo mejor creía iba a ser desgarrado o pisoteado como el lodo en las calles. Este espectáculo horroroso y estos ruidos terribles le siguieron por algunas leguas.
Por fin llegó a un lugar donde le pareció oír que venía hacia él una legión de enemigos; esto le hizo detenerse y pensar seriamente qué le convendría hacer. Por una parte le parecía mejor volver; pero por otra pensaba que tal vez habría pasado ya más de la mitad del valle. También se acordó de cómo había vencido ya muchos peligros, y discurrió que el peligro de volver podría ser mías y mayor que el de avanzar y se decidió a seguir. Pero como los enemigos parecían acercarse más y más, hasta llegar casi a tocarle, gritó entonces con una voz vehementísima: "Andaré en la fuerza de Jehová." A cuyo grito huyeron y no volvieron a molestarle más.
Una cosa me llamó mucho la atención, y no lo quisiera pasar por alto. Advertí que el pobre Cristiano estaba tan aturdido, que no conocía su propia voz, y lo advertí de la manera siguiente: Cuando hubo llegado frente a la boca del abismo encendido, uno de los malignos se deslizó suavemente detrás de él y silbó a su oído muchas y muy terribles blasfemias, que el pobre creía salían de su propio corazón. Esto apuró a Cristiano más que todo cuanto hasta entonces había sucedido; ¡pensar siquiera que pudiera blasfemar de Aquél a quien antes había amado tanto! Si hubiera podido remediarlo no lo hubiera hecho; pero no tuvo la discreción de taparse los oídos, ni la de averiguar de dónde venían estas blasfemias.
Ya llevaba Cristiano bastante tiempo en tan desconsolada situación, cuando le pareció oír la voz de un hombre que iba delante de él diciendo: "Aunque ande por el valle de Sombra-de-muerte no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo". Esto le puso gozoso por muchas razones:
1.a Porque infería de aquí que algunos otros que temían a Dios estaban también en este valle.
2.a Porque percibía que Dios estaba con ellos, aunque su estado era tan oscuro y triste. "¿Y por qué no también conmigo—pensó en su interior—, aunque por razón del impedimento propio de este lugar no puedo percibirlo?".
3.a Porque esperaba (si lograba alcanzarlos) tener luego compañía. Se animó, pues, a seguir su marcha, y dio voces al que iba delante; pero éste, creyéndose también solo, no sabía qué contestar. Muy pronto empezó a rayar el alba, y Cristiano dijo: "El vuelve en mañana las tinieblas". Luego amaneció el día, y dijo Cristiano: "En mañana vuelve la sombra."
Venida la mañana, volvió la vista hacia atrás, no porque desease volver, sino para ver con la luz del día los peligros que había pasado durante la noche. Vio, pues, más claramente el foso por una parte y el charco por otra, y cuan estrecha había sido la senda que pasaba por entre los dos; vio también los fantasmas, los sátiros y dragones del abismo, pero todos muy lejos; porque con la luz del día nunca se acercaban, pero le eran descubiertos, según está escrito: "El descubre las profundidades de las tinieblas y saca a luz la sombra de muerte". Grande impresión sintió Cristiano al verse libre de los peligros de aquel solitario valle; pues aunque los había temido mucho, ahora que los miraba a la luz del día conocía mejor su gravedad. En esto se levantó el sol, y no fue pequeña merced, pues si peligrosísima había sido la primera parte del valle, la segunda, que aún le restaba que andar, prometía, a ser posible, muchos más peligros, porque desde el punto que se encontraba hasta el mismo fin del valle el camino estaba tan lleno de lazos, trampas, cepos y redes por una parte, y tan sembrado de abismos, precipicios, cavidades y barrancos por otra, que si entonces hubiese sido noche, como en la primera parte del camino, mil almas que tuviera las hubiera perdido todas sin remedio; mas, por fortuna, acababa de levantarse el sol. Entonces dijo él: "Hace resplandecer su candela sobre mi cabeza, a la luz de la cual yo camino en la oscuridad".
Con esta luz, pues, llegó Cristiano al fin del valle, donde vi en mi sueño sangre, huesos, cenizas y cuerpos de hombres hechos pedazos, que eran cuerpos de peregrinos que en tiempos atrás habían andado este camino. Pensaba yo sobre lo que podía haber sido causa de esto, cuando descubrí más adelante una caverna, donde anteriormente vivían dos gigantes, Papa y Pagano, cuyo poder y tiranía habían causado tamaños horrores.
Cristiano pasó por allí sin gran peligro, lo cual excitó mi admiración; mas después me lo he explicado fácilmente, sabiendo que Pagano ha muerto hace mucho tiempo y en cuanto al otro, aunque vive todavía, su mucha edad y los vigorosos ataques que ha sufrido en su juventud le han puesto tan decrépito y sus coyunturas tan rígidas, que ahora no puede hacer más que estar a la boca de su caverna, dirigiendo amenazas a los peregrinos cuando pasan y desesperándose porque no puede alcanzarlos.
Cristiano prosiguió su viaje, y la vista del anciano sentado a la boca de la caverna le dio mucho que pensar, especialmente al oír que, no pudiendo moverse, le gritaba: —No os enmendaréis hasta que muchos más de vosotros .seáis entregados a las llamas—. Pero nada respondió, y pasando sin inquietud y sin recibir daño alguno, cantó:
¡Oh, mundo de sorpresas! (Bien lo digo.)
¡Qué maravilla verme preservado
De tanto mal! Con gratitud bendigo
La mano que ha mostrado
Su poder y 'bondad así conmigo.
¡Cuántos peligros, cuántos me cercaban
Al cruzar este valle tenebroso!
Demonios mi camino rodeaban
Con lazos, redes y profundo foso.
¡Cuan fácil puede ser una caída!
Mas Jesús, que los suyos no abandona,
Ha guardado mi vida.
¡El merece del triunfo la corona!
***
CAPITULO XI
Cristiano encuentra en Fiel un compañero excelente; pero el temor recomendable de juntarse con él le enseña y nos enseña a ser muy cautos en elegir los compañeros de religión. Juntos, por fin, tienen conversaciones muy provechosas.
Después de todo esto, nuestro peregrino llegó a una altura que de intento había sido allí levantada para que los peregrinos pudiesen desde ella descubrir más camino. Habiéndola subido, vio muy delante a Fiel, y dándole voces, le dijo: — ¡Eh, eh! Espera y andaremos juntos el camino.
Fiel miró hacia atrás, oyó un nuevo llamamiento de Cristiano, y contestó: —No, no; está en peligro mi vida, pues viene detrás de mí el vengador de sangre—. Esto molestó algo a Cristiano; pero haciendo un gran esfuerzo, pronto alcanzó a Fiel y aun le pasó, y así el último llegó a ser el primero. Entonces se sonrió, vanagloriándose por haberse adelantado a su hermano; pero no mirando bien dónde pisaba, de repente tropezó y cayó, y no pudo levantarse hasta que Fiel llegó a socorrerle. Entonces vi en mi sueño que siguieron juntos en la mayor armonía, discurriendo dulcemente sobre todo lo que les había pasado en su viaje. Cristiano abrió la conversación, diciendo:
CRIST. — Muy honrado y querido hermano Fiel: me alegro de haberte alcanzado, y de que Dios haya templado de tal suerte nuestros espíritus que podamos andar como compañeros en este tan agradable camino.
FIEL. — Mi pensamiento había sido venir contigo desde nuestra ciudad; pero tú te adelantaste y me he visto precisado a venir solo.
CRIST. — ¿Cuánto tiempo permaneciste aún en la ciudad antes de ponerte en camino detrás de mí?
FIEL. — Hasta que ya no pude sufrir más; porque se habló mucho, así que saliste, de que en breve iba a ser reducida a cenizas por fuego del cielo.
CRIST. — ¿Cómo? ¿Hablaban nuestros vecinos de esta manera?
FIEL. — Sí por cierto; por algún tiempo no se hablaba de otra cosa.
CRIST. — ¿Y a pesar de eso sólo tú quisiste ponerte a salvo?
FIEL. — Aunque, como he dicho, se hablaba mucho de ello, me parece que no lo creían firmemente, porque en el calor de la discusión oí que algunos hacían burla de ti y tu viaje, calificándolo de desesperado. Pero yo creí, y todavía creo, que al fin nuestra ciudad será abrasada con fuego y azufre de lo alto: por lo mismo me he escapado.
CRIST. — ¿No oíste hablar del vecino Flexible?
FIEL. — Sí; oí que te había seguido hasta llegar al pantano del Desaliento, en donde se dijo que había caído, pues él no quería se supiese lo que le había sucedido: pero una cosa vimos todos: que llegó a su casa bien encenagado.
CRIST. — ¿Y qué le dijeron los vecinos?
FIEL. — Desde su vuelta ha sido objeto de irrisión y desprecio entre toda clase de gente, y casi nadie quiere emplearle. Está ahora mucho peor que si nunca hubiera salido de la ciudad.
CRIST. — Pero, ¿cómo se explica que en tan mala opinión le tengan, cuando ellos desprecian el camino que él abandonó?
FIEL. — Le llaman renegado, pues no ha sido fiel a su profesión. Yo creo que Dios ha excitado hasta sus enemigos para que se le mofen y sea hecho el oprobio de todos porque ha abandonado su camino.
CRIST. — ¿Hablaste con él antes de emprender tu viaje?
FIEL. — Un día le encontré en la calle; pero volvió la vista al otro lado, como avergonzándose de lo que había hecho; así es que nada hablamos.
CRIST. — A la verdad, cuando empecé mi viaje, tenía alguna esperanza sobre él; pero ahora me temo que perecerá en la ruina de la ciudad, porque le ha sucedido lo de aquel verdadero proverbio: "El perro volvió a su vómito y la puerca lavada a revolcarse en el cieno".
FIEL. — Esos mismos temores tengo; pero, ¿quién puede impedir lo que ha de venir?
CRIST. — Es verdad. No hablemos más de él; ocupémonos de cosas que tocan más inmediatamente a nosotros mismos. Dime ahora: ¿qué es lo que has pasado en el camino que has andado? Porque seguro estoy que has encontrado algunas cosas que merecen escribirse.
FIEL. — Me libré del Pantano en el que, según veo, caíste tú, y llegué a la portezuela sin ese peligro; pero encontré a una tal Sensualidad, de quien estuve a punto de recibir gran daño.
CRIST. — Dichoso tú que te escapaste de sus lazos; por ella se vio José en grande apuro, y de ella se libró, como tú lo has hecho, pero no sin gran peligro de su vida. Y ¿qué fue lo que te hizo?
FIEL. — A no haberla oído uno mismo, no puede figurarse cuan lisonjera es su lengua; me estrechó mucho para desviarme del camino, prometiéndome toda clase de placeres.
CRIST. — De seguro que no te prometió el placer y la paz de una buena conciencia.
FIEL. — Ya sabes que hablo de placeres carnales.
CRIST. — Da gracias a Dios que te ha librado de ella; aquel contra quien Jehová estuviere airado caerá en su sima.
FIEL. — A la verdad no sé si del todo me libré.
CRIST. — Pero, ¿seguramente no consentiste a sus deseos?
FIEL. — No, hasta contaminarme, porque tuve presente un antiguo escrito que había visto: "sus pies descienden la muerte". Así, cerré mis ojos para no ser hechizado con sus miradas. Entonces me injurió con sus palabras, y seguí mi camino.
CRIST. — ¿No encontraste alguna otra oposición?
FIEL. — Cuando llegué al pie del collado Dificultad me encontré con un hombre muy anciano, que me preguntó: nombre y mi dirección, y cuando se lo hube dicho me añadió: "Me pareces un joven honrado; ¿quieres quedarte a mi servicio, en la seguridad de que has de ser bien pagado? Entonces le pregunté su nombre y dónde vivía, me dijo que su nombre era Adán primero, y que moraba en la ciudad de Engaño. Le pregunté cuál era su trabajo y cuál el salario que me había de dar, y me respondió: "Mi trabajo es muchas delicias, y tu salario ser, al fin, mi heredero." Le pregunté de nuevo sobre el mantenimiento que daba y qué otros servidores tenía, a lo que me contestó, que en su casa había toda especie de regalos de este mundo, y que sus siervos eran los que él mismo engendraba.
Volví entonces a preguntarle cuántos hijos tenía: "Sólo tengo tres hijas" —me dijo.—"Concupiscencia de la carne, Concupiscencia de los ojos y Soberbia de la vida", y que me casaría con ellas, si yo así lo deseaba. Por fin le pregunté cuánto tiempo quería tenerme a su servicio, y él dijo que todo cuanto él viviera.
CRIST. — Bien; ¿y en qué quedasteis por fin?
FIEL. — Al principio no dejé de sentirme algo dispuesto a ir con él, porque me pareció que hablaba bastante en; pero, fijándome en su frente, según hablábamos, vi este letrero: "Despojaos del viejo hombre con sus obras."
CRIST. — ¿Y entonces?
FIEL. — ¡Ah! Entonces se clavó en mi mente como con hierro de fuego el pensamiento de que, por más que me lisonjeaba, cuando me tuviese ya en su poder me vendería como esclavo. "No os molestéis más —le dije—, porque ni aun acercarme quiero a la puerta de vuestra casa." Entonces me injurió mucho, y me aseguró que enviarla tras de mí a uno que haría muy amargo el camino a mi alma. Le volví, pues, las espaldas para seguir mi camino; pero en ese mismo instante sentí que me había cogido y tirado tan fuertemente de mi carne, que creí que se había llevado parte de mí mismo, lo cual me hizo exclamar: "Miserable hombre de mí". Y seguí mi camino por el collado arriba.
Ya había subido hasta la mitad, cuando mirando atrás vi a uno que me seguía más ligero que el viento, y me alcanzó precisamente donde está el cobertizo.
CRIST. — Tristes recuerdos tiene aquel cobertizo para mí. Allí justamente me senté yo para descansar, y habiéndome vencido el sueño, se cayó de mi seno este pergamino.
FIEL. — Déjame continuar, buen hermano; al instante que este hombre me alcanzó me dio tan fuerte golpe, eme me arrojó al suelo, dejándome por muerto.
Le pregunté la causa de este mal tratamiento, y me respondió: "Porque secretamente te inclinaste al Adán primero"; y al decir esto me dio otro golpe mortal en el pecho que me hizo caer de espaldas, dejándome medio muerto a sus pies. Cuando volví en mí, le pedí misericordia; más su contestación fue: "Yo no sé mostrar misericordia"; y de nuevo me arrojó al suelo, y seguramente hubiera acabado conmigo a no haber pasado por allí Uno, que le mandó detenerse.
CRIST. — ¿Y quién era ese?
FIEL. — No le conocí al principio; pero al pasar me apercibí de las heridas de sus manos y costado, y por ahí comprendí que era el Señor. Gracias a El, pude seguir mi camino collado arriba.
CRIST. — El hombre que te alcanzó era Moisés; no perdona a nadie, ni sabe compadecerse de los que quebrantan su ley.
FIEL. — Lo sé perfectamente, pues no era la primera vez que me había encontrado; él fue el que, cuando estaba quieto en mi casa, vino y me aseguró que la quemaría y que haría que se desplomase sobre mi cabeza si permanecía allí por más tiempo.
CRIST. — Pero, ¿no viste la casa que estaba en la cima del collado en que te encontró Moisés?
FIEL. — Sí, por cierto, y vi también los leones que había antes de llegar a ella; pero creo que estaban dormidos, porque pasé cerca de las doce del día; y como me quedaban aún tantas horas de sol, no me detuve a hablar con el portero, y tomé la cuesta abajo del collado.
CRIST. — Es verdad. Ahora recuerdo que me dijo que te había visto pasar; pero me hubiera alegrado que te hubieses detenido en la casa, porque hubieras visto muchas cosas tan raras, que difícilmente las hubieras olvidado en los días de tu vida. Pero dime, ¿no encontraste a nadie en el valle Humillación?
FIEL. — Me encontré a Descontento, que trató de persuadirme a que retrocediera con él; pues, según él creía, ese valle estaba completamente sin honor. Me dijo, además que el andar en él sería desagradar a todos mis amigos -Soberbia, Arrogancia, Amor propio, Gloria mundana y otros que él sabía seguramente se darían por muy ofendidos si yo era tan necio que me empeñaba en pasar ese valle.
CRIST. — Bueno, ¿y qué le contestaste?
FIEL. — Le dije que, aunque todos los que acababa de nombrar pudieran alegar parentesco conmigo, porque lo tienen según la carne, sin embargo, desde que empecé este camino renunciaron a tal parentesco, y yo, por mi parte les correspondí en la misma moneda; de suerte que ahora no eran para mí más que como si nunca hubiésemos sido parientes. Le añadí que en cuanto al valle, estaba completamente equivocado, porque delante de la honra está la humildad, y antes de la caída, la altivez de espíritu; por lo cual —le dije—: más bien prefiero pasar por este valle a la honra que tienen por tal los más sabios, que escoger lo que tú estimas más digno de nuestros afectos.
CRIST. — ¿No encontraste a nadie más?
FIEL — Sí: me encontré con un tal Vergüenza; pero entre cuantos he encontrado en mi peregrinación, éste me pareció al que menos le cuadra su nombre. Otros aceptan un no, después de alguna argumentación; pero este descarado nunca se decide a dejarnos.
CRIST. — Pues, ¿qué te dijo?
FIEL. — ¿Qué me dijo? Ponía objeciones a la misma Religión; decía que era una cosa vergonzosa, baja y mezquina en un hombre ocuparse de Religión; que una conciencia sensible era una cosa afeminada, y que rebajarse el hombre hasta el punto de velar sobre sus palabras, y desprenderse de esta libertad altiva que se permiten los espíritus fuertes de estos tiempos le haría la irrisión de todos. Objetó también que sólo un corto número de los poderosos, ricos o sabios, habían sido jamás de mi opinión, y que ninguno de ellos lo fue hasta que se decidió a ser necio, y arriesgar voluntariamente la pérdida de todo por un algo que nadie sabe lo que es. "Mirad, si no —añadió—, el estado y condición bajos y serviles de los peregrinos de cada época, y veréis su ignorancia y falta de civilización y conocimiento de las ciencias". Sobre esto argumentó largo rato y sobre otros muchos puntos por el estilo que podría contar, como, por ejemplo, que era vergonzoso estar gimiendo y llorando al oír un sermón, volver a su casa con la cara compungida, pedir al prójimo perdón por faltas leves y restituir lo hurtado; añadió también que la Religión hace al hombre renunciar a los grandes y poderosos por algunos pequeños vicios que en ellos haya (cuyos vicios calificó con nombres mucho más suaves) y le hace reconocer y respetar a los miserables como hermanos en religión. "¿No es esto —exclamó—una vergüenza?"
CRIST. — Y ¿qué le contestaste?
FIEL. — ¿Qué? Al principio no sabía qué decir, pues tanto me apuró que se agolpó la sangre a mi rostro. La misma Vergüenza vino a mi cara y casi me venció. Pero por fin empecé a considerar que lo que los hombres tienen por sublime, delante de Dios es abominación. Que este Vergüenza me dice lo que son los hombres; pero nada de lo que es Dios ni su Palabra y pensamientos; que en el día el juicio no se nos ha de sentenciar a muerte o vida según los espíritus orgullosos del mundo, sino según la sabiduría y la ley del Altísimo. Por tanto—añadí—, es seguramente lo mejor lo que Dios dice ser mejor, aunque a ello se opongan todos los hombres del mundo. Visto, pues, que Dios prefiere su propia religión; visto que prefiere una conciencia delicada; visto que son los más cuerdos los que se hacen necios por el reino de los cielos, y un pobre que ama a Cristo es más rico que el más poderoso del mundo, si éste no le ama, fuera, pues, de mí, ¡Vergüenza! Eres un enemigo de mi salvación; ¿te he de atender a ti con menoscabo de mi Señor y Soberano? Si eso hago, ¿cómo podré mirarle cara a cara el día de su venida?. Si ahora me avergonzare de sus caminos y de sus siervos, ¿cómo podré esperar la bendición?
En verdad que este Vergüenza era un villano atrevido. Con mucha dificultad lo pude echar de mi compañía, y aun después me estuvo molestando con sus visitas e insinuándome al oído ya una, ya otra de las flaquezas de los que siguen la Religión; pero por fin le hice comprender que perdía miserablemente el tiempo en este negocio, porque las cosas que él desdeñaba, precisamente en ellas veía yo más gloria; sólo así pude verme libre de sus importunidades, y entonces, desahogando mi corazón, en alta voz, comencé a cantar:
Los que obedecen a la voz del cielo
Muchas pruebas tendrán
Gratas para la carne, seductoras,
Que no sólo una vez les tentarán.
En ellas puede el débil peregrino
Ser tomado," vencido y perecer.
¡Alerta, viador! Pórtate en ellas
Como quien eres y podrás vencer.
CRIST. — Me alegro, hermano, que con tanta valentía hicieras frente a ese bribón, porque él, entre todos, como dices, es a quien cuadra menos el nombre que lleva. Es un osado que nos sigue hasta en las calles, procura avergonzarnos delante de todos; es decir: que nos avergoncemos de lo bueno. Si no fuera tanto su atrevimiento, ¿cómo había de hacer lo que hace? Pero resistámosle, porque a pesar de todas sus bravatas sólo consigue su objeto con los necios, y con nadie más. Dijo Salomón: "Los sabios heredarán honra, pero los necios sostendrán ignominia".
FIEL. — Me parece que nos es muy necesario pedir a Aquél que quiere que seamos valientes para la verdad en la tierra, que nos dispense su ayuda contra Vergüenza.
CRIST. — Dices verdad. ¿Pero no encontraste a nadie más en ese valle?
FIEL. — No; porque tuve la luz del sol todo lo restante del camino de ese valle, y también en el de Sombra-de-muerte.
CRIST. — Buena suerte fue la tuya; no la tuve yo tan dichosa. Tan pronto como entré en ese valle, tuve que sostener un largo y terrible combate con aquel maligno llamado Apollyón; yo temí quedar entre sus manos; sobre todo cuando me tuvo debajo de sus pies; me aplastaba como si quisiera despedazarme; en el acto de arrojarme al suelo, mi espada se cayó de mi mano, y entonces le oí gritar: "Ya te tengo seguro." Pero clamé al Señor, y El me oyó y me libró de todas mis angustias. Después entré en el valle do Sombra-de-muerte, y casi la mitad del camino tuve que andarlo a oscuras; me figuré muchas veces que iba a perecer; pero por fin amaneció el día, se levantó el sol, y ya pude andar lo restante del camino con mucha más tranquilidad y sosiego.
***
CAPITULO XII
Verdadero retrato en Locuacidad de tantos falsos profesores de religión,
que hacen consistir ésta en hablar mucho y no obrar nada.
En tan importante conversación marchaban, cuando vi en mi sueño que volviendo Fiel los ojos a un lado, vio un hombre que se llamaba Locuacidad, que iba, aunque un poco distante de ellos, a su derecha, porque allí ya el camino era ancho y había bastante lugar para todos. Era un hombre alto y mejor parecido a alguna distancia que de cerca, y dirigiéndose a él, le dijo:
FIEL. — ¡Eh! ¡Amigo! ¿Adonde va usted? ¿Al país celestial?
LOCUACIDAD. — Sí, señor, allá me encamino.
FIEL. — Allá vamos todos. ¿Por qué no viene usted con nosotros y gozaremos de su amable compañía?
LOC. — Con mucho gusto les acompañaré.
FIEL. — Vamos, pues, juntos, y pasemos nuestro tiempo hablando de cosas provechosas.
LOC. — Muy grato me es hablar de cosas buenas con ustedes o con otro cualesquiera, mucho me alegro de haberme encontrado con los que tienen afición a tan buena obra, porque, a la verdad, son pocos los que así emplean el tiempo de sus viajes; la mayor parte prefieren hablar de cosas fútiles, lo cual siempre me ha afligido mucho.
FIEL. — Es en verdad muy lamentable, porque nada hay más digno de ocupar nuestra lengua y nuestros labios como con las cosas del Dios de los cielos.
LOC. — ¡Cuánto me agrada oír a usted hablar de esta manera! Porque su lenguaje revela una profunda convicción. Es verdad; ¿hay nada comparable con el placer y provecho que se saca de hablar de las cosas de Dios? Si el hombre gusta de las cosas maravillosas, por ejemplo, de historia, de los misterios, milagros, prodigios y señales, ¿dónde podrá hallar lectura tan deliciosa y tan dulcemente escrita como en las Sagradas Escrituras?
FIEL. — Es mucha verdad; pero debemos siempre procurar sacar provecho de nuestra conversación.
LOC. — Eso mismo digo yo: hablar de esas cosas es muy provechoso, porque por ahí puede un hombre llegar al conocimiento de otras muchas, como son la vanidad de las cosas mundanas y el provecho de las celestiales. Esto en general; y descendiendo a particularidades, puede un hombre aprender la necesidad del nuevo nacimiento, la insuficiencia de sus obras, su necesidad de la justicia de Cristo, etcétera. Además, puede aprender en esta conversación lo que es arrepentirse, creer, orar, sufrir, y cosas por el estilo. Puede también enterarse de cuáles son las grandes promesas y consuelos del Evangelio para su propio solaz, y, por fin, puede llegar a conocer cómo se han de refutar las falsas opiniones, defender la verdad e instruir a los ignorantes.
FIEL. — Mucha verdad es todo esto y mucho me gusta oír de usted tales cosas.
LOC. — ¡Ay! La falta de esto es causa de que tan pocos entiendan la necesidad de la fe y de la obra de la gracia en su alma para alcanzar la vida eterna, y que vivan por ignorancia en las obras de la ley por las cuales en manera alguna puede el hombre llegar al reino de los cielos.
FIEL. — Pero voy a decir, con permiso de usted, que el conocimiento espiritual de estas cosas es don de Dios. Ningún hombre las alcanza por sólo los esfuerzos humanos o por hablar de ellas.
LOC. — Lo sé muy bien, porque nada podemos obtener que no sea dado de arriba. Todo es de gracia, no por obras; centenares de textos hay para confirmación de esto.
FIEL. — Bueno; vamos ahora a girar nuestra conversación sobre un tema particular.
LOC. — Sobre lo que usted quiera; hablaré de cosas celestiales o de cosas terrenales, de cosas morales o cosas evangélicas, de cosas sagradas o profanas, de cosas pasadas o venideras, de cosas extranjeras o del país, de cosas más esenciales o más accidentales. Y siempre con la condición de que todo se haga para provecho.
FIEL. — (Maravillándose y acercándose a Cristiano, porque todo este tiempo había andado un poco retirado de ellos.) —¡Qué buen compañero hemos encontrado; de seguro este hombre será un excelente peregrino!
CRIST. — (Sonriéndose modestamente.) — Este hombre de quien estás tan agradado es capaz de engañar con esa lengua a una veintena de los que no le conozcan.
FIEL. — ¿Es que le conoces?
CRIST. — Sí; le conozco, y mejor que él se conoce a sí mismo.
FIEL. — Pues, ¿quién es?
CRIST. — Se llama Locuacidad, y vive en nuestra ciudad; extraño que no le hayas conocido; supongo que es ir ser tan grande la ciudad.
FIEL. — ¿De quién es hijo, y hacia, dónde vive?
CRIST. — Es hijo de un tal Bien-Hablado, y tenía su casa en el callejón Parlería, y sus amigos le conocen con nombre de Locuacidad; pero, a pesar de su agraciada lengua, es persona de poco más o menos.
FIEL. — ¡Pues parece hombre bastante decente!
CRIST. — Sí, para los que no le conocen; porque parece mejor cuando está de viaje; en casa es otra cosa muy diferente. Cuando has dicho que parecía muy decente, he recordado lo que pasa con la obra de algunos pintores, cuyas pinturas tienen más vista a cierta distancia; pero que de cerca son muy poco agradables.
FIEL. — No sé si tomar a chanza todo lo que estás diciendo, porque te veo sonreírte.
CRIST. — No quiera Dios que yo me agrade en este asunto, aunque me has visto sonreírme, ni permita Dios que yo acuse falsamente a nadie. Te voy a decir más todavía sobre él. Este hombre se acomoda a cualquier compañía y a cualquier modo de hablar: lo mismo que está hablando ahora contigo, hablará cuando esté en una taberna. Cuanto más licor tiene en la cabeza, tanto más charla estas cosas. La verdadera religión no existe ni en su razón, ni en su casa, ni en su vida; todo lo que tiene está en la punta de su lengua, y su religión consiste en hacer ruido con ella.
FIEL. — ¿Lo dices de veras? Entonces estoy muy engañado con este hombre.
CRIST. — Sí; créeme con toda seguridad; estás muy equivocado; acuérdate del adagio "Dicen y no hacen", "porque el reino de Dios no consiste en palabras, sino en virtud". Habla de la oración, del arrepentimiento, de la fe y del nuevo nacimiento; pero nada de ello siente, no hace más que hablar; yo le tengo bien estudiado y observado, tanto en su casa como fuera de ella, y sé que lo que digo de él es la verdad. Su casa es tan falta de religión, como lo está de sabor la clara del huevo. Allí no hay oración ni señal alguna de arrepentimiento del pecado, y los irracionales, en su manera, sirven a Dios mucho mejor que él. El es la misma mancha, oprobio y vergüenza de la religión para todos los que le conocen. Apenas se puede oír por culpa de él una palabra buena en favor de la religión en todo el barrio donde vive; es ya un dicho común allí: "un santo fuera y un demonio en casa". Su pobre familia lo conoce muy bien, pues le ve tan grosero y tan iracundo para con todos, que ni saben qué hacer para agradarle, ni cómo hablarle. Los que tienen con él algún negocio, dicen, sin esconderse, que desearían más habérselas con un turco que con él, pues hallarían más honradez en un sectario de Mahoma. Si puede, no se escaparán de él sin engañarlos, defraudarlos y abusar de ellos. Lo peor del caso es que está educando a sus hijos a seguir sus pasos, y si huele en alguno de ellos algún necio temor (pues así llama a la primera señal de sensibilidad en la conciencia), los pone de torpes, necios y estúpidos hasta más no poder; se niega a ocuparlos en nada, y hasta resiste recomendarlos a nadie. Por mi parte creo firmemente que, por su vida malvada, ha sido causa de que muchos tropiecen y caigan; y si Dios no lo impide, será la ruina de muchos más.
FIEL. — Bien, hermano, debo creerte, no sólo porque me has asegurado que le conoces, sino también porque, como Cristiano, darás verdadero testimonio de los hombres, porque no puedo pensar que digas estas cosas por odio o mala noluntad.
CRIST. — De no haberlo yo conocido, tal vez desde el principio hubiera tenido el mismo concepto de él que tú; si hubiera oído tal noticia solamente de los que son enemigos de la religión, todo lo hubiera tenido por calumnia, pues eso es lo que ordinariamente sucede en las bocas de los malos contra los nombres y profesión de los buenos.
Pero cuanto he dicho, y mucho más, puedo probártelo a ciencia cierta. Además, se avergüenzan de él los buenos; no le quieren ni por hermano, ni por amigo, y el sólo nombrarle entre ellos, si le conocen, los hace sonrojarse.
FIEL. — Bueno. Ahora conozco que el decir y el hacer son dos cosas muy distintas, y de aquí en adelante tendré más presente esta distinción.
CRIST. — En efecto; son cosas tan distintas como el alma y el cuerpo; porque como el cuerpo sin el alma no es más que un cadáver, así el decir, si está sólo, no es tampoco sino un cadáver; el alma de la religión es la parte práctica; "la religión pura y sin mácula delante de Dios y Padre, es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha de este mundo". Locuacidad no lo entiende así; piensa que el oír el hablar hace al buen cristiano, y así tiene engañada a su propia alma. El oír no es más que la siembra de la palabra, y el hablar no es bastante para demostrar que hay fruto realmente en el corazón y en la vida. Y debemos estar bien seguros que en el día del juicio serán juzgados los hombres según sus frutos. No se les preguntará: creísteis?, sino ¿practicasteis?, y según esto habrá de ser su juicio. Por eso el fin del mundo es comparado a la siega. Y sabes muy bien que los hombres en la siega no consideran más que los frutos. Esto no quiere decir que se pueda aceptar algo que no sea de fe; pero digo esto para mostrarte cuan poco valdrán en aquel día las profesiones y protestas de Locuacidad.
FIEL. — Esto me hace recordar el dicho de Moisés cuando describe la bestia limpia. Es aquella que tiene las pezuñas hendidas y rumia; ha de reunir las dos circunstancias: tener hendida la pezuña y rumiar; no basta lo uno sin lo otro. La liebre rumia, pero es inmunda, porque no tiene las pezuñas hendidas, y esto es lo que pasa a Locuacidad: rumia, busca conocimientos, rumia sobre la palabra; pero no tiene las pezuñas hendidas, no se aparta del camino de los pecadores, sino a semejanza de la liebre: tiene el pie de perro o de oso, y, por tanto, es inmundo.
CRIST. — Has expuesto, en cuanto se me alcanza, el verdadero sentido evangélico de estos textos, y añadiré otro pensamiento. Pablo llama a los que son grandes habladores "metal que resuena y címbalo que retiñe". Es decir, como lo explica en otra parte: "cosas inanimadas que hacen sonidos". Cosas sin vida; es decir: sin la fe y la gracia verdaderas del Evangelio, y, por consecuencia, cosas que nunca podrán ser puestas en el reino de los cielos entre los que son hijos de la vida, aunque el sonido que hacen hablando sea como la de la lengua o la voz de un ángel.
FIEL. — Por eso, al principio no me agradó mucho su compañía; pero ahora estoy hastiado de ella. ¿Cómo haremos para deshacernos de él?
CRIST. — Sigue mi consejo y haz lo que te digo, y pronto se fastidiará él también de estar a tu lado, a no ser que Dios toque su corazón y lo convierta.
FIEL. — ¿Qué quieres que haga?
CRIST. — Oye, acércate a él y entra en algún discurso serio sobre el poder de la religión; y cuando lo haya aprobado, porque así lo hará, pregúntale indirectamente si es eso lo que él practica en su corazón, en su casa y en su vida.
Entonces Fiel, acercándose otra vez a Locuacidad, le dijo:
FIEL. — Vamos, ¿qué tal va ahora?
LOC. — Gracias, bien; aunque yo esperaba que hubiésemos hablado mucho más.
FIEL. — Si usted quiere, nos dedicaremos a ello ahora, puesto que usted dejaba a mi elección proponer el asunto, propongo éste: ¿Cómo se manifiesta la gracia salvadora de Dios cuando existe en el corazón del hombre?
LOC. — Es decir, que vamos a hablar sobre el poder de la gracia. Excelente cuestión, y estoy muy dispuesto a responder a usted; he aquí en breve mi respuesta: 1º Cuando existe la gracia de Dios en el corazón, causa en él un gran clamor contra el pecado. 2.°...
FIEL. — Vamos despacio: consideremos cada cosa por sí sola. Me parece que debe usted decir más bien que se muestra inclinando al alma a aborrecer el pecado.
LOC. — '¿Y qué? ¿Qué diferencia hay entre clamor contra el pecado y odiarlo?
FIEL. — ¡Oh! Muchísima; puede un hombre, por política, clamar contra el pecado; pero no puede odiarlo sino en virtud de una piadosa antipatía contra él. A muchos he ido declamar grandemente contra el pecado desde el púlpito, y, sin embargo, han podido tolerarlo bastante bien en el corazón, en la casa y en la vida. Cuánto y con qué energía no clamó el ama de José como si hubiera sido muy casta, y, sin embargo, fue ella la que solicitó y de buena voluntad hubiera cometido el pecado. Los clamores de algunos contra el pecado son como los de una madre contra la niña que tiene sobre la falda: la llama sucia, y acto continuo la abraza y besa.
LOC. — Parece que quiere usted cogerme por mis palabras.
FIEL. — ¡No, yo no; quiero solamente poner las cosas claras. ¿Y cuál es lo segundo por lo que demostraría a usted la existencia de la obra de la gracia en el corazón?
LOC. — Un gran conocimiento de los misterios evangélicos.
FIEL. — Esta señal debía usted ponerla la primera; pero, primera o última, también es falsa, porque pueden muy bien obtenerse conocimientos, y muchos, de los misterios del Evangelio, y con todo no tener ninguna obra de la gracia en el alma. Aún más: puede un hombre tener toda ciencia, y, sin embargo, no ser nada, y, por consecuencia, ni hijo de Dios. Cuando Cristo dijo: "¿Sabéis todas estas cosas?", y los discípulos contestaron afirmativamente, les añadió: "Bienaventurados sois si las hacéis." No pone la bienaventuranza en saberlas, sino en hacerlas; porque hay un conocimiento que no va acompañado de acción u obra: "el que conoce la voluntad de su amo y no la hace..." Puede, por tanto, un hombre saber tanto como un ángel, y, sin embargo, no ser cristiano; así que la señal que usted ha dado no es verdadera. En verdad, el conocer es lo que agrada a los habladores y jactanciosos; pero lo que agrada a Dios es el hacer. Esto no quiere decir que el corazón puede ser bueno sin conocimiento, porque sin él no vale nada el corazón. Hay, pues, conocimiento y conocimiento: conocimiento que se queda en la mera especulación de las cosas, y conocimiento que va acompañado de la gracia, de la fe y amor, y que hace al hombre practicar de corazón la voluntad de Dios. El primero de éstos satisface al hablador; mas el verdadero cristiano sólo se satisface con el otro. "Dame entendimiento y guardaré tu ley, y la observaré de todo corazón".
LOC. — Veo a usted otra vez acechando mis palabras nada más; esto no creo que sea para edificación.
FIEL. — Bueno, dejemos eso, y propongo a usted otra señal de cómo esta obra de la gracia se descubre donde existe.
LOC. — ¡No, no; es exento, porque veo que nos es imposible ponernos de acuerdo.
FIEL. — Vaya, si usted no quiere, yo lo haré.
LOC. — Puede usted hacer lo que guste.
FIEL. — ¡Una obra de la gracia en el alma se descubre o al que la tiene o a los demás; al que la tiene, de la manera siguiente: le da convicción de pecado, especialmente de la corrupción de su naturaleza y del pecado de incredulidad, por el cual es segura su condenación si no halla misericordia de parte de Dios por la fe en Cristo Jesús. La vista y el sentimiento de estas cosas obran en él dolor y vergüenza por su pecado. Encuentra, además, revelado en sí al Salvador del mundo, y ve la absoluta necesidad de unirse a El por toda su vida; con lo que principia el hambre y la sed de El, a las cuales está hecha la promesa. Ahora bien; según la fuerza o debilidad de la fe en su Salvador, así es su gozo y paz, así es su amor a la santidad, así son sus deseos de conocerle más y también de servirle en este mundo. Pero aunque, como he dicho, así se descubre, sin embargo, pocas veces puede conocerse que es la obra de la gracia, porque, ya su corrupción, ya su razón torcida, hacen que su mente vaya descaminada en esta materia; por tanto, aquél que tiene esta obra necesita un juicio muy sano antes de que pueda con certeza inferir que es obra de gracia.
A los demás se descubre de la manera siguiente: 1º, por medio de una confesión práctica de su fe en Cristo; 2.°, por una vida conforme con esa confesión, es a saber: una vida de santidad: santidad en el corazón, santidad en la familia (si la tiene) y santidad en su vida y trato con los demás. Esta santidad, por lo general, le enseña a aborrecer en su interior su pecado, y aborrecerse también a sí mismo en secreto por causa de él; a suprimirlo en su familia, y promover la santidad en el mundo, no sólo por su hablar, como puede hacerlo un hipócrita o charlatán, sino por una sujeción práctica en fe y amor al poder de la palabra. Ahora bien, señor mío; si tiene usted algo que objetar a esa breve descripción de la obra de la gracia, o a las maneras de manifestarse, puede usted hacerlo; si no, pasaré a proponer a usted otra segunda pregunta.
LOC. — No, señor; no me toca al presente objetar, sino oír; exponga usted su segunda pregunta.
FIEL. — Es ésta: ¿Ha experimentado usted en sí mismo esta primera parte de mi descripción? ¿Dan testimonio de ello su vida y su conversación, o consiste su religión en la palabra o en la lengua y no en el hecho y verdad? Le suplico, si está usted dispuesto a contestarme sobre esto, que no diga usted más que aquello a que Dios desde el cielo pueda dar un Amén y su conciencia pueda justificar. "Porque no el que se alaba a sí mismo el tal es aprobado, más aquél a quien Dios alaba." Además, es grande iniquidad el decir "yo soy de esta o de la otra manera", cuando su conversación y su vida y el testimonio de los vecinos lo desmienten.
LOC. (Empezando a sonrojarse, pero recobrándose muy pronto.) —Ahora apela usted a la experiencia, a la conciencia y a Dios para justificar lo que ha dicho; no esperaba yo esta manera de discurrir. Por mi parte no estoy dispuesto a contestar a tales preguntas, porque no me considero obligado a ello, a no ser que usted se tome el oficio de catequizador, y aun entonces me reservo el derecho de no aceptarle a usted por juez. ¿Pero querrá usted decirme con qué objeto me hace tales preguntas?
FIEL. — Porque le he visto muy dispuesto a hablar, y me temo que en usted no haya más que ideas sin obras; y además, para decirle toda la verdad, he oído decir de usted que es un hombre cuya religión consiste en palabras, desmentidas por su vida. Se dice que es usted un borrón entre los cristianos, y deja usted muy mal parada la religión por su impía conversación y vida; que ya ha sido usted causa de que hayan tropezado algunos, y que muchos más corren, peligro de ser arruinados ¡por los malos caminos de usted. En usted la religión y la taberna, la avaricia, la impureza, la maledicencia, la mentira y las malas compañías, todo está fatalmente amalgamado. A usted se le puede aplicar lo que se dice de las rameras: que "son la vergüenza de su sexo"; así, es usted la vergüenza de todos los que profesan la religión.
LOC. — Veo a usted propenso a prestar oídos a chismes, y que forma sus juicios con sobrada precipitación; por consiguiente, debe ser usted algún melancólico regañón, y así me despido de usted. Pasarlo bien.
En esto, llegándose Cristiano a su compañero, le dijo: —Ya te dije lo que iba a suceder; no podían armonizarse tus palabras y las concupiscencias de ése; prefiere abandonar tu compañía a reformar su vida. Váyase enhorabuena; él es el que pierde más; nos ha ahorrado la molestia de despedirlo. Además, haber continuado así con nosotros, hubiera sido para nosotros un borrón, y el apóstol dice: "Apártate de los tales."
FIEL. — Sin embargo, me alegro de haber tenido con él este pequeño discurso, tal vez en alguna ocasión vuelva a pensar en ello; yo le he hablado con toda sinceridad, y así estoy limpio de su sangre, si perece.
CRIST. — Hiciste bien en hablar con tanta claridad. Desgraciadamente, hay en estos días muy poca sinceridad en el trato de los hombres, y esto hace que la religión sea tan repulsiva a muchos. Estos necios charlatanes, cuya religión es sólo la palabra, pues son corrompidos y vanos en su conversación (al ser también admitidos en la compañía de los piadosos), ponen perplejo al mundo, manchan el cristianismo y causan dolor a los sinceros. Ojalá que todos los trataran como tú lo has hecho: entonces buscarían el estar más en armonía con la religión, o se verían obligados a retirarse de la compañía de los santos.
¡Qué jactancia tenía Locuacidad! ¡Con qué orgullo y soberbia se inflaba como un pavo! ¡Qué presunción tan necia la suya de arrollarlo todo ante sí! Mas apenas Fiel empezó a hablar de la sinceridad de la religión, de su necesaria influencia en la vida, cuando, como la luna menguante, fue poco a poco declinando. Esto mismo sucederá al que no sea sincero en la religión y que no sienta su influencia en el alma.
Así caminaban hablando de los que habían visto en su viaje, y de esta manera se les hacía más fácil su camino, que de otro modo les hubiera sido muy penoso, porque entonces precisamente pasaban a través de un desierto.
***
CAPITULO XIII
Evangelista sale otra vez al encuentro de los peregrinos y los prepara para nuevos trabajos. Entran en la feria Vanidad, y la gente se burla de su vestido, de su lenguaje y de su conducta. Son perseguidos, y Fiel es entregado a muerte por aquellas gentes.
Apenas nuestros peregrinos hubieron salido de este desierto, Fiel, volviendo sus ojos atrás, vio venir a uno, a quien reconoció pronto, y dijo a su compañero: —Mira quién viene allí—. Miró Cristiano, y dijo: —¡Es mi buen amigo Evangelista! —Sí—dijo Fiel—, y mío también, porque él fue quien me encaminó a la puerta—. En esto llegó a ellos Evangelista, y los saludó diciendo:
EVANGELISTA. — Paz sea con vosotros, amadísimos, y paz con los que les ayuden.
CRIST. — «Bienvenido, bienvenido, mi buen Evangelista; la vista de tu rostro me recuerda tu antigua bondad y tus incansables esfuerzos por mi bien eterno.
FIEL. — Sí, mil veces bienvenido, ¡oh dulce Evangelista! ¡Cuan deseable es tu compañía para estos pobres peregrinos!
EVANG. — ¿Cómo lo habéis pasado, amigos míos, desde nuestra última separación? ¿Qué habéis encontrado y cómo os habéis portado?
Entonces le contaron Cristiano y Fiel cuanto les había sucedido en el camino, y cómo y con cuánta dificultad habían llegado adonde estaban.
—Mucho me alegro—dijo Evangelista—, no de que os hayáis encontrado con pruebas, sino de que hayáis salido vencedores, y de que, a pesar de vuestras muchas flaqueras, hayáis seguido en el camino hasta el día de hoy. Y me alegro de esto tanto por vosotros como por mí: yo he sembrado y vosotros habéis recogido, y viene el día cuando "el que siembra y el que siega gozarán juntos"; esto es, si os mantenéis firmes, "porque a su tiempo segaréis si no hubiereis desmayado". Delante de vosotros está la corona, y es incorruptible: "corred de tal manera que la obtengáis". Algunos hay que se ponen en camino para alcanzar esta corona, y después de haber adelantado mucho en él, otro se interpone y se la arrebata. Retened, pues, lo que ya tenéis para que ninguno os quite vuestra corona; todavía no estáis fuera del alcance de Satanás; "todavía no habéis resistido hasta la sangre combatiendo contra el pecado". Tened siempre el reino delante de vuestros ojos, y creed firmemente en las cosas invisibles. No dejéis que invada vuestro corazón nada del lado acá del mundo; y, sobre todo, velad bien sobre vuestros corazones y sus concupiscencias, porque son "engañosos sobre todas las cosas y desesperadamente malos"; poned vuestros rostros como un pedernal; tenéis a vuestro lado todo poder en el cielo y en la tierra.
Cristiano entonces le dio las gracias por su exhortación, y le rogó que les enseñase todavía más para ayudarles en lo que les quedaba de su camino, y tanto más cuanto que sabían que era profeta, y podía decirles algunas de las cosas que les habían de suceder, y cómo podrían resistirlas y vencerlas. Lo mismo rogó también Fiel, y entonces Evangelista prosiguió:
EVANG. — Hijos míos, habéis oído en la palabra de verdad del Evangelio, que "por muchas tribulaciones es menester que entremos en el reino del cielo"; y otra vez, que "en cada ciudad os esperan prisiones y persecuciones", y, por tanto, debéis esperar que muy pronto en vuestro camino las encontréis en una o en otra forma. La verdad de estos testimonios, en parte ya la habéis encontrado, y lo demás no tardará en venir, porque, según podéis ver, casi estáis fuera de este desierto y, por tanto, llegaréis pronto a una ciudad, que está muy próxima, en la cual los enemigos os acometerán y se esforzarán por mataros. Tened, además, por cierto que uno o los dos tendréis que sellar vuestro testimonio con sangre; pero sed fieles hasta la muerte, y el rey os dará una corona de vida. El que allí muera, aunque su muerte será penosísima y sus padecimientos tal vez muy grandes, tendrá, sin embargo, mejor suerte que su compañero, no sólo porque habrá llegado antes a la ciudad celestial, sino porque así se librará de muchas miserias, que aún encontrará el otro en el resto de su jornada. Pero cuando hayáis llegado a la ciudad y encontréis cumplido lo que aquí os anuncio, acordaos entonces de vuestro amigo: Portaos varonilmente, y "encomendad vuestras almas a Dios como a fiel Creador haciendo bien".
Entonces vi en mi sueño que apenas hubieron salido «el desierto, cuando vieron delante de sí una población, cuyo nombre es Vanidad, y en la cual se celebra una feria, llamada la feria de Vanidad, que dura todo el año. Lleva este nombre porque la ciudad donde se celebra es más liviana que la Vanidad, y también porque todo lo que allí concurre y allí se vende es vanidad, según el dicho del sabio: todo es vanidad.
Esta feria no es nueva, sino muy antigua. Voy a declararos cuál fue su principio: Hace casi cinco mil años había ya peregrinos que se dirigían a la ciudad celestial, cual lo hacen ahora estos dos: apercibido entonces Beelzebub, Apollyón y Legión con sus compañeros por la dirección que estos peregrinos llevaban, que les era forzoso pasar por medio de esta ciudad de Vanidad, se convinieron en establecer esta feria, en la cual se vendería toda especie de vanidad, y duraría todo el año. Por eso en esta feria se encuentran toda clase de mercancías: casas, tierras, negocios, colocaciones, honores, ascensos, títulos, países, reinos, concupiscencias y placeres, y toda clase de delicias, como son rameras, esposas, maridos, hijos, amos, criados, vidas, sangre, cuerpos, almas, plata, oro, perlas, piedras preciosas y muchas cosas más.
En ella se encuentran también constantemente truhanerías, engaños, juegos, diversiones, arlequines, bufones, bribones y estafadores de toda especie.
No para en esto sólo: allí se ven, y eso de balde, robos, muertes, adulterios, falsos juramentos; pero no como quiera sino hasta los de color más subido.
Como en otras ferias de no tanta importancia, aquí se encuentran también varias calles y travesías destinadas a mercancías especiales. Algunas de estas calles y pasadizos llevan el nombre de reinos y países especiales, donde están expuestos géneros peculiares de ellos; calle de España, Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, etc. Pero como en todas las ferias hay siempre un género que prevalece más, así en ésta también el de Roma priva mucho, sólo que en la nación inglesa y en algunas otras se han disgustado bastante con él, y tratan de hacerle competencia.
Pues bien; el camino de la ciudad celestial pasa precisamente por medio de esta población, y el que quisiere ir a la ciudad celestial sin pasar por ella le sería necesario salir del mundo.
El mismo Príncipe de los príncipes, cuando estuvo en el mundo, tuvo que pasar por esta población para llegar a su propio país; tuvo también que hallarse en la feria; y, según creo, el mismo Beelzebub era entonces señor de ella, y le invitó en persona a comprar de sus vanidades, y aun más, le hubiera hecho dueño de ella con sólo que le hubiese hecho una reverencia al pasar por la población. Como era persona de tanta categoría, Beelzebub le condujo de una en otra calle y le mostró todos los reinos del mundo en un instante de tiempo por si podía seducir a aquel Bendito a comprar algunas de sus vanidades; pero a ninguna de ellas tuvo apego, y salió de la ciudad sin gastar siquiera un céntimo en sus vanidades. Esta feria, pues, es muy antigua y de mucha consideración.
Por esta feria era menester que los peregrinos pasasen, y, efectivamente, así lo hicieron; pero apenas se apercibieron de ello, toda la gente y la población misma se conmovió y hubo un alboroto por su causa. Voy a contar las razones de esto:
1. Siendo el vestido de los peregrinos muy diferente del de los que comerciaban en aquella feria, la gente no se cansaba de mirarlos; unos decían que eran tontos, otros que estaban locos, otros que eran extranjeros.
2 Y si mucho se maravillaban de sus vestidos, no menos se asombraban de su hablar, porque eran pocos los que podían entenderlo. Naturalmente, hablaban el idioma de Canaán, y la gente de la feria hablaba el de este mundo; así que de un lado a otro de la feria parecían bárbaros los unos a los otros.
3. Pero lo que más asombró a los traficantes era que estos peregrinos hacían muy poco caso de sus mercancías; ni aun se tomaban siquiera la molestia de mirarlas, y si se les llamaba a comprar, tapándose los oídos, exclamaban: —Aparta mis ojos para que no vean la vanidad. Y miraban hacia arriba, como dando a entender que sus dependencias estaban en el cielo.
Uno, queriendo mofarse de estos hombres, les dijo burlándose: —¿Qué queréis comprar?— Y ellos, mirándole con ojos serios, le dijeron: —Compramos la verdad.
Esta respuesta fue motivo de nuevos desprecios; unos se burlaban de ellos, otros los insultaban, otros terceros los escarnecían, y no faltó quien propusiese el apalearlos. Por fin llegaron las cosas a tal extremo, y hubo tan gran tumulto en la feria, que se alteró el orden por completo. Entonces se dio parte de ello al principal de la feria, el cual, personándose en el sitio de la ocurrencia, encargó a algunos de sus amigos de confianza que examinasen a los que habían puesto en confusión a la ciudad.
Fueron llevados, pues, para ser interrogados, los que los juzgaban les preguntaron de dónde venían, adonde iban y qué hacían allí en traje tan extraño. —Somos peregrinos en el mundo—contestaron—, y nos dirigimos a nuestra patria, que es la Jerusalén celestial. No hemos dado ocasión a los habitantes de la ciudad, ni tampoco a los feriantes, para abusar de nosotros de tal manera y detenernos en nuestro viaje, como no sea porque hemos contestado a lo que nos pedían que compráramos, que nosotros sólo quisiéramos comprar la verdad. —Mas el tribunal de los jueces declaró que estaban locos y habían venido solamente a perturbar el orden de la fiesta. Por lo tanto, los prendieron, los hirieron con golpes, y, llenándolos de inmundicia, los encerraron en una jaula para servir de espectáculo a todos los hombres de la feria; allí, pues, quedaron por gran tiempo, y fueron hechos el blanco de la diversión, malicia o venganza de cualquiera. El principal de la feria se reía de todo esto, al mismo tiempo que, siendo ellos inocentes y "no volviendo maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciones", dando buenas palabras por malas y favores por injurias, algunos hombres de la feria, que eran más observadores y más despreocupados que los demás, empezaron a contener al vulgo y reprenderlo por sus injustificados abusos y atropellos. Mas éste, irritado, se volvió contra ellos, llamándolos tan malos como los de la jaula, e indicando sus sospechas de que eran aliados, amenazándoles con las mismas penas. La réplica de aquéllos fue enérgica: —Nuestros peregrinos —dijeron—son pacíficos y sobrios, a lo que hemos podido ver, y no intentan hacer mal a nadie; muchos de los feriantes merecían ser puestos en la jaula y en el cepo mejor que esos pobrecitos, de quien se ha abusado tanto.
Así continuaron largo rato en contestaciones, mientras los pobres presos se conducían con toda sabiduría y templanza, hasta que aquéllos llegaron a las manos y se herían unos a otros. Entonces los dos presos fueron llevados de nuevo delante de sus interrogadores, y allí acusados de haber promovido la reciente confusión en la feria. En consecuencia, los apalearon lastimosamente, les pusieron las cadenas, y así encadenados, los pasearon por toda la feria, para escarmiento y terror de los demás, a fin de que nadie tomase su defensa o se juntase con ellos. Pero Cristiano y Fiel se portaron con gran sabiduría, y recibían la ignominia y la vergüenza a que se les exponía, con tanta mansedumbre y paciencia, que ganaron en su favor unos cuantos de los hombres de la feria (aunque por cierto fueron muy pocos relativamente). Esto exasperó mucho más a los de la otra parte, así que resolvieron la muerte de estos dos hombres. Por cuya razón los amenazaron con que, no bastando jaulas ni cadenas, deberían morir, por el abuso que habían cometido y por haber engañado a los hombres de la feria. Así que los encerraron otra vez en la jaula y los metieron en el cepo, hasta que se determinase lo que se había de hacer con ellos.
Entonces se acordaron estos dos de lo que Evangelista les había dicho, y este recuerdo los confirmó tanto más en sus caminos y sufrimientos, cuanto que ya se les había anunciado. También se consolaban mutuamente con el pensamiento de que el que más sufriese llevaría la mejor suerte, por lo cual ambos deseaban en secreto tener la preferencia; mas siempre poniéndose en manos de Aquel que dispone todas las cosas con sabiduría y acierto altísimos. Así continuaron hasta que se resolviese otra cosa.
Entonces se concedió tiempo para el proceso y consiguiente condenación. Llegado el día, fueron presentados en público y acusados. El nombre del juez era el excelentísimo señor Odio-a-lo-bueno. Su acusación fue la misma en sustancia, aunque algo variada en la forma; los cargos que contenía eran como siguen; "Que eran enemigos y perturbadores del comercio; que habían producido conmociones y bandos en la ciudad, y se habían ganado un partido a sus opiniones peligrosísimas en desacato de la ley de su Príncipe."
Pidió Fiel la palabra para defenderse, y dijo: —Sólo me he opuesto al que se había levantado primero en contra de Aquél que es más superior al ¡más alto!. En cuanto a los disturbios, yo no los he promovido, soy un hombre de paz; los que tomaron nuestra defensa lo hicieron al ver nuestra verdad e inocencia, y no han hecho más que pasar de un estado peor a otro mejor. Y por lo que atañe al rey de quien habláis, que es Beelzebub, el enemigo de nuestro Señor, yo le desafío a él y a todos sus secuaces.
Entonces se hizo un pregón para que los que tuviesen algo que decir en pro de su Señor el rey, y en contra de los reos, compareciesen desde luego y diesen su testimonio. Presentáronse tres testigos, a saber: Envidia, Superstición y Adulación. Preguntados si conocían al reo, y sobre lo que tenían que decir contra él y en pro de su Señor el rey, se adelantó Envidia, y habló como sigue:
ENVID. — Excelentísimo señor: He conocido a este hombre por mucho tiempo, y atestiguaré, bajo juramento, delante de este tribunal, que es...
JUEZ. — Esperad. Prestad primero el juramento.
Hecho esto, prosiguió:
—Señor: Este hombre, a pesar de su buen nombre, es de los más viles de nuestro país, pues no tiene respeto a Príncipe ni pueblo, a ley ni costumbre, sino que hace lo posible para infundir en todos sus pérfidas ideas, por lo general, llama principios de fe y santidad. Concretando más, yo mismo lo he oído decir que son diametralmente opuestos el Cristianismo y las costumbres de nuestra ciudad de Vanidad, y que no podían, en manera alguna, reconciliarse; por lo cual, excelentísimo señor, no solo condena nuestros procederes laudables, sino también los que los seguimos.
JUEZ. — ¿Tenéis algo más que añadir?
ENVID. — Mucho más podría decir si no temiese ser molesto. Sin embargo, si es preciso, cuando los otros señores hayan dado testimonio, a fin de que nada falte para condenarle, ampliaré mi declaración.
JUEZ. — Podéis retiraros.
Llamaron luego a Superstición y le mandaron que mirase al reo y que dijese lo que supiera contra él y a favor del rey. Tomáronle entonces el juramento, y empezó así:
SUPERSTICIÓN. — Excelentísimo señor: No conozco mucho a este hombre, ni tampoco lo deseo. Sin embargo, esto es lo que sé, por una conversación que tuve con él en esta ciudad: que es muy pernicioso. Le oí decir que era vana nuestra religión, y tal que con ella nadie podía agradar a Dios, de cuyo dicho sabéis muy bien lo que necesariamente se desprende, a saber: que todavía ofrecemos culto en vano; que estamos todavía en nuestros pecados y que, por fin, hemos de ser condenados. Esto es lo que tengo que decir.
Entonces se tomó el juramento a Adulación y se le mandó decir lo que supiera contra el reo.
ADULACIÓN. — Excelentísimo señor, y vosotros señores que formáis parte del tribunal: Conozco ya de mucho tiempo a este acusado, y le he oído decir cosas que nunca deben decirse, porque ha injuriado a nuestro noble Príncipe Beelzebub, y ha hablado con desprecio de sus ilustres amigos el señor Hombre-Viejo, el señor Deleite-Carnal, el señor Comodidad, el señor Deseo-de-Vanagloria, el anciano señor Lujuria, el caballero Gula, con todos los demás de nuestra nobleza. Ha dicho además que si todos los hombres pensasen como él, a ser posible, no quedaría ni uno de estos nobles en la ciudad. Más aún. No ha reparado en injuriar a su señoría, que ha sido nombrado su juez, llamándole bribón, impío, con cuyos términos y otros igualmente injuriosos y despreciativos, ha vilipendiado a la mayor parte de los personajes ilustres de nuestra ciudad.
Cuando Adulación hubo concluido su deposición, el juez se dirigió al reo, diciendo:
— Vamos, renegado, hereje, traidor: ¿has oído lo que estos respetables señores han testificado contra ti?
FIEL. — ¿Se me permite decir unas cuantas palabras en mi descargo?
JUEZ. — ¡Ah, malvado! No mereces vivir ni un momento más; mereces sólo morir en el acto; sin embargo, para que todos vean nuestra suavidad para contigo, ¿qué es lo que puedes decir?
FIEL. — Primero. Digo, en contestación a lo que el señor Envidia ha testificado, que yo no he dicho nunca otra cosa más que lo siguiente: Que cualquier regla, cualesquiera leyes o costumbres, o personas que estén directamente en contra de la Palabra de Dios, son diametralmente opuestas al Cristianismo. Si esto no es verdad, convénzaseme del error, y pronto estoy aquí mismo, delante de vosotros, a hacer mi retractación.
Segundo. En cuanto al segundo, el señor Superstición y su acusación, más dicho es el siguiente: En el culto de Dios es necesaria una fe divina, y ésta no puede existir sin la revelación divina de la voluntad de Dios; por tanto, todo lo que se infiera en el culto de Dios que no esté conforme con la revelación divina no puede tener otra procedencia que de una fe humana, y esta fe no será valedera para la vida eterna.
Tercero. En cuanto al señor Adulación (haciendo caso omiso de lo que ha dicho sobre injurias y cosas parecidas), digo que el Príncipe de esta ciudad, con toda la gentecilla de su séquito, que él mismo nos ha descrito, tienen mejor cabida y pertenecen más al infierno que a esta ciudad y a este país. Y no digo más, sino que el Señor tenga misericordia de mí.
Entonces, volviéndose el juez al Jurado (que durante todo este tiempo había estado en su sitio, observando y cuchando), dijo: "Señores jurados, ya veis a este hombre que ha provocado un gran tumulto en nuestra ciudad; acabáis de oír lo que estos dignos caballeros han testifica contra él; también habéis escuchado su réplica y confesión. Ahora a vosotros corresponde condenarle o salvarle; mas antes juzgo conveniente instruiros en nuestra ley.
"En los días de Faraón el Grande, siervo de nuestro Príncipe, y para prevenir que se multiplicasen los de una religión contraria a la nuestra y se hiciesen demasiado fuertes, se publicó contra ellos un decreto mandando que todos sus niños varones fuesen arrojados al río. En los días de Nabucodonosor el Grande, también siervo suyo, se publicó otro decreto ordenando que todos los que no quisiesen doblar la rodilla y adorar su imagen de oro fuesen arrojados a un horno de fuego. En los días de Darío se publicó también otro edicto prescribiendo que cualquiera persona que dentro de cierto tiempo invocase a otro dios que a él, fuese arrojado a la cueva de los leones. Ahora en la esencia de estas leyes ha sido quebrantada por este rebelde, no sólo en pensamiento (que ni aún esto debe permitirse), sino también por palabra y obra; ¿y puede esto tolerarse?
"Porque hablando del decreto de Faraón, fue hecha aquella ley sobre una suposición; es decir, a fin de prevenir un mal, pues hasta entonces no se había cometido ningún crimen; pero aquí tenemos una abierta infracción de la ley.
"En los casos segundo y tercero, como veis, arguye contra nuestra religión, y ya que él mismo ha confesado su traición, es reo de muerte."
Entonces se retiraron los del Jurado, cuyos nombres eran, respectivamente, Ceguedad, Injusticia, Malicia, Lascivia, Libertinaje, Temeridad, Altanería, Malevolencia, Mentira, Crueldad, Odio-a-la-luz e Implacable. Cada uno de estos dio individualmente su opinión en contra de él, y después acordaron, por unanimidad, declararle culpable ante el juez. Primeramente dijo Ceguedad, que era presidente del Jurado: —Veo claramente que este hombre es un hereje. —Fuera del mundo semejante bribón—dijo Injusticia. —Sí—añadió el señor Malicia—, porque aborrezco su mismo aspecto. —Por mi parte, nunca le he podido sufrir—dijo el señor Lascivia. —Ni yo—confirmó el señor Libertinaje—, porque siempre se empeñaba en condenar mi modo de vivir. —A la horca, a la horca con él—dijo el señor Temeridad. —Es un miserable—añadió el señor Altanería. —Mi corazón se subleva contra él— dijo el señor Malevolencia. —Es un pillo—dijo el señor Mentira. —Se le hace demasiado favor con ahorcarle— dijo el señor Crueldad. —Despachémosle cuanto antes— dijo el señor Odio-a-la-luz. Y para concluir dijo el señor Implacable: —Aunque se me diera todo el mundo, no podría reconciliarme con él; declarémosle, pues, en el acto, digno de muerte.
Y así lo hicieron. Sin pérdida de tiempo se le condenó a ser llevado al lugar donde había estado en un principio, y allí ser ajusticiado con la muerte más cruel que se pudiera inventar.
Le sacaron, pues, para hacer con él según la ley de ellos; y primero le azotaron, luego le abofetearon, le cortaron la carne con cuchillos, después le apedrearon y le hirieron con sus espadas, y por fin le redujeron a cenizas en una hoguera. Tal fue el fin de Fiel.
Mas detrás de la multitud vi un carro con dos caballos, que le esperaba, y tan pronto como le despacharon sus adversarios fue arrebatado en él por las nubes, al son de trompeta, camino derecho a la puerta celestial. En cuanto a Cristiano, dilataron su castigo y le volvieron a su cárcel, en donde permaneció todavía algún tiempo. Pero Aquél que todo lo dispone y tiene en su mano el poder sobre la rabia de ellos, dispuso que Cristiano escapase otra vez. Entonces él continuó su camino, cantando:
"¡Con qué valor, oh Fiel, has profesado Tu fe en Jesús, con quien serás bendito, Mientras sufra el incrédulo obstinado La pena que merece su delito!
Tu nombre, por morir cual buen soldado, Con letras indelebles queda escrito; Y si en el mundo y para el mundo mueres, Gozas eterna vida de placeres."
***
CAPITULO XIV
Cristiano encuentra un excelente compañero en Esperanza, y ambos, inflamados del amor de Dios, resisten a los sofismas sutiles de varios sujetos que encuentran en su camino.
Entonces vi en mi sueño que Cristiano no había salido solo, sino que iba acompañado de Esperanza, que había llegado a ser tal al ver la conducta de Cristiano y Fiel, al oír sus palabras y presenciar sus sufrimientos en la feria. Este se juntó a Cristiano, y entrando con él en pacto fraternal, prometió que sería su compañero. Así sucedió que por uno que murió por dar testimonio de la verdad, se levantó otro de sus cenizas para ser compañero de Cristiano en su viaje; y añadió Esperanza que había otros muchos en la feria que a la primera oportunidad le seguirían.
Vi luego que no habían andado aún mucho camino, cuando alcanzaron a uno, que se llamaba Interés-privado, a quien preguntaron de dónde venía y adonde iba. —Vengo—les contestó—de la ciudad Buenas-palabras y me dirijo a la ciudad celestial. Más no les dijo su nombre.
CRIST. — ¿De Buenas-palabras? ¿Vive alguien bueno allí?
INT.-PRIV. — Pues claro; ¿quién duda eso?
CRIST. — ¿Tiene usted la bondad de decirme su nombre?
INT.-PRIV. — (Caballero, yo soy un extraño para usted, y usted lo es para mí; si usted va por ese camino, me alegraré tener su compañía, y si no, me pasaré sin ella.
CRIST. — He oído alguna vez hablar de esa ciudad de Buenas-palabras, y, según dicen, es un lugar de muchas riquezas.
INT.-PRIV. — Sí, por cierto; le puedo asegurar que las hay, y tengo allí muchos parientes muy ricos.
CRIST. — ¿Me permite usted que le pregunte quiénes son esos parientes?
INT.-PRIV. — Casi todos los de la ciudad; {pero en particular el señor Voluble, el señor Contemporizador, el señor Buenas-palabras, de cuyos ascendientes tomó primero su nombre la ciudad. También los señores Halago, Dos-caras, Cualquier-cosa, el Vicario de nuestra parroquia señor Dos-lenguas, que era hermano de mi madre por parte de padre, y para decir toda la verdad, soy un caballero de muy buena sangre, y, sin embargo, mi bisabuelo no era más que un barquero que miraba en una dirección y remaba hacia la opuesta, en cuya ocupación he adquirido yo casi toda mi hacienda.
CRIST. — ¿Es usted casado?
INT.-PRIV. — Sí, y mi mujer es una señora muy virtuosa, hija de otra señora también virtuosísima, la excelentísima señora doña Astucia, y por eso viene de una familia muy respetable, y ha llegado a tal grado de cultura, que sabe perfectamente cómo llevar los aires lo mismo a un príncipe que a un campesino. Verdad es que diferimos algo de los más estrechos en materia de religión; pero es solamente en dos pequeños puntos: primero, nunca peleamos contra viento y marea; segundo, somos más celosos por la religión cuando se nos presenta con sandalias de plata, y nos gusta mucho acompañarla en público cuando es a la luz del sol, y la gente lo ve y lo aplaude.
Entonces Cristiano se volvió hacia su compañero Esperanza, y le dijo aparte: —Si no me equivoco, éste es un tal Interés-privado, natural de Buenas-palabras; y si así es, llevamos en nuestra compañía el pillo más consumado de estos contornos.
—De seguro que no tendrá vergüenza en confesarlo -dijo Esperanza.
Se le acercó, pues, Cristiano otra vez, y le dijo: —Caballero, usted habla como un gran conocedor del mundo, y si no estoy mal informado, me parece que ya adivino quién es usted. ¿No se llama usted el Sr. Interés-privado de buenas-palabras?
INT.-PRIV. — No, señor; mi nombre no es ése, aunque en verdad ése me han dado algunos que no pueden sufrirle, y tengo que llevarlo resignadamente como un baldón, como lo han hecho otros buenos hombres antes que yo.
CRIST. — ¿Pero no ha dado usted motivos para que le pongan ese mote?
INT.-PRIV. — Nunca, jamás; lo único que alguna vez he echo que pudiera darles motivo ha sido que siempre he tenido la suerte de que mis juicios hayan coincidido con los del tiempo presente, cualquiera que fuese, y siempre me han salido bien. Pero esto debo mirarlo como una gran bendición, y no es justo que por ello los malévolos me llenen de reproches.
CRIST. — Yo había conjeturado que era usted aquel de quien había oído hablar, y si he de decir lo que pienso, le temo mucho que efectivamente ese nombre le pertenece usted con más justicia de lo que usted quiere que nosotros creamos.
INT.-PRIV. — Bueno; si así le place a usted, yo no lo puedo remediar; con todo, verán ustedes en mí un compañero decente si se deciden a admitirme a su lado.
CRIST. — Si usted quiere venir con nosotros tendrá usted que remar contra viento y marea, y, según parece, esto no entra en su credo. Tendrá usted que reconocer a la religión lo mismo en sus andrajos que en su esplendor, y acompañarla lo mismo cuando sufra persecuciones que cuando pasee por las calles con aplauso.
INT.-PRIV. — No quiera usted imponerse ni enseñorearse de mi fe; déjeme a mi libertad, y con esta condición le acompañaré.
CRIST. — Ni un paso más si no se conforma usted con lo que nosotros hagamos.
INT.-PRIV. — Yo nunca abandonaré mis antiguos principios, puesto que son inocentes y provechosos. Si usted no me permite acompañarle, haré lo que antes de alcanzar a usted: andar sólito hasta que encuentre alguien que guste de mi compañía.
Entonces vi en mi sueño que le abandonaron Cristiano y Esperanza, y se conservaron a cierta distancia delante de él. Pero volviendo uno de ellos los ojos, vio a tres hombres que seguían al señor Interés-privado, y cuando le hubieron dado alcance, él les hizo una profunda reverencia, recibiendo de ellos un cariñoso saludo. Los nombres de estos sujetos eran el señor Apego-al-mundo, el señor Amor-al-dinero y el señor Avaricia, a los cuales Interés-privado había conocido antes, porque se habían educado juntos en la misma escuela del señor Codicioso de la ciudad de Amor-a-las-ganancias.
Este maestro les había enseñado el arte de adquirir, fuese por violencia, fraude, adulación, mentira o so pretexto de religión, y todos cuatro habían salido tan aventajados que por sí mismos podían ponerse al frente de dicha escuela.
Después que, como he dicho, se saludaron recíprocamente, Amor-al-dinero preguntó a Interés-privado quiénes eran los que iban delante, porque todavía se veía a lo lejos a Cristiano y Esperanza.
INT.-PRIV. — Son dos hombres de un país lejano que van de peregrinación, la cual hacen a su modo.
AMOR-AL-DINERO. — ¡Qué lástima que no se hayan détenido para que gozáramos de su buena compañía, porque ellos y usted y nosotros todos somos peregrinos!
INT.-PRIV. — Es verdad; pero los hombres que van delante son tan rígidos, aman tanto sus propias ideas y tienen en tan poca estima las opiniones de los demás, que, por piadoso que sea un hombre, si no piensa en todo como ellos le despiden de su compañía.
AVARICIA. — Eso es malo; pero leemos de algunos que son demasiado justos, y su rigidez les hace juzgar y condenar a todos menos a sí mismos. Dígame usted: ¿cuáles y cuántos eran, los puntos sobre que se diferenciaban ustedes?
INT.-PRIV. — Pues ellos, en su inflexibilidad, concluyen que es su deber proseguir su camino en todos los tiempos, mientras yo quiero esperar al viento y a la marea; ellos están por arriesgarlo todo por Dios, y yo por aprovecharme de todas las ocasiones para asegurar mi vida y hacienda ; ellos se empeñan en mantener sus ideas, aunque vayan en contra de todos, y yo sigo la religión en cuanto y hasta donde lo permitan los tiempos y mi propia seguridad; ellos quieren a la religión aunque esté pobre y desgraciada, y yo cuando anda en esplendor y con aplauso.
APEGO-AL-MUNDO. — Sí, y tiene usted muchísima razón. Yo, por mi parte, considero muy tonto al que, pudiendo guardar lo que tiene, es tan necio que lo pierde; seamos sabios como serpientes y seguemos la hierba cuando esté en sazón. La abeja se está quieta todo el invierno, y solamente se mueve cuando puede unir el provecho con el placer. Dios envía unas veces la lluvia y otras veces el sol; si ellos son tan tontos que quieren andar aún con lluvia, contentémonos nosotros con andar en el buen tiempo. Por mi parte, me gusta más la religión que sea compatible con la posesión y goce de las dádivas de Dios. Porque ya que Dios nos ha otorgado las cosas buenas de esta vida, ¿quién será tan irracional que pueda imaginarse que el Señor no quiere que las guardemos y gocemos por su causa? Abraham y Salomón se enriquecieron en su religión. Job dice que un hombre bueno atesorará oro como el polvo; pero de seguro no sería como esos hombres que van delante de nosotros, si son como usted los ha descrito.
AVARICIA. — Me parece que estamos todos de acuerdo sobre este punto; no hace falta, pues, que nos ocupemos más de ello.
AMOR-AL-DINERO. — No; está ya de sobra toda palabra sobre esto, y el que no cree ni en la Escritura ni en la razón (y vea usted que arriba están de nuestra parte), ni conoce su propia libertad ni busca su propia seguridad.
INT.-PRIV. — Amigos míos, todos somos, según se ve, peregrinos, y para que mejor nos apartemos de las cosas malas, voy a permitirme proponer esta cuestión.
Pongámonos en el caso de un Pastor de almas o un comerciante a quienes se presentase la ocasión de poseer las cosas buenas de esta vida, pero que no las pudiesen alcanzar en manera alguna sin hacerse, por lo menos en la apariencia, extraordinariamente celosos en algún punto de religión en que hasta entonces no se hubiesen metido; ¿no le será permitido poner los medios adecuados para conseguir su objeto, sin dejar por eso de ser un hombre honrado?
AMOR-AL-DINERO. — Veo el fondo de vuestra cuestión, y con el amable permiso de estos caballeros, voy a darle una contestación, y primero quiero considerarla con relación a un Pastor. Supongamos de esta clase un hombre bueno, que posee un beneficio muy pequeño, y que, en expectativa de otro mucho más lucrativo y cómodo, tiene la oportunidad de procurárselo, y esto con la condición) de ser más estudioso, predicar más y con más celo, y porque lo exija el humor de la gente alterar algunos de sus principios ; por mi parte, no veo razón alguna para que ese hombre no pueda hacer esto, y aun mucho más, con tal que tenga ocasión, sin dejar de ser por esto un hombre honrado; ¿y por qué?
1º Su deseo de un beneficio mejor es lícito, sin que esto pueda admitir contradicción, puesto que es la Providencia la que se lo presenta; así, que puede obtenerlo si está a su alcance y no se mezclan cuestiones de conciencia.
2º Además, su deseo de ese beneficio le hace más estudioso y más celoso predicador, y le obliga a cultivar más su talento; todo lo cual, a no dudarlo, es muy conforme con la voluntad de Dios.
3° En cuanto a acomodarse al carácter de su pueblo, abandonando en sus aras algunos de sus principios, esto supone: 1°, que es de un espíritu lleno de abnegación, 2º de un proceder dulce y atractivo, y 3° por lo mismo más apto para el ministerio pastoral.
4° Deduzco, pues, que un Pastor que cambia un beneficio pequeño por otro mayor no debe ser por ello tratado de avaro, sino muy al contrario: puesto que por ello mejora sus facultades y celo, ha de considerarse que no lace más que seguir su vocación y aprovecharse de la oportunidad, puesta en su mano, de hacer bien.
En cuanto a la segunda parte de la cuestión, es decir, con referencia al negociante, supongamos que tiene un negocio muy reducido en el mundo; pero haciéndose religioso, puede mejorar su suerte, tal vez encontrar una esposa rica u obtener más parroquianos y mejores. Por mi parte, no veo razón alguna para que esto no pueda hacerse muy legítimamente, porque: 1°, hacerse religioso es una virtud, sea cualquiera el camino que el hombre tome para llegar a serlo; 2º, también es lícito buscar una esposa rica, o más y mejores parroquianos; 3°, además, el hombre que alcanza estas cosas haciéndose religioso, obtiene una cosa buena de otros que son también buenos, haciéndose bueno él mismo; así que logra muchas cosas, todas buenas: buena esposa, buenos parroquianos, buenas ganancias, y hacerse a sí mismo bueno. Por lo tanto, el hacerse religioso para obtener todas estas cosas es un designio bueno y provechoso.
Esta contestación del señor Amor-al-dinero fue muy aplaudida por todos, y convinieron unánimes en que era buena y ventajosa.
Y no admitiendo contradicción, según a ellos parecía, y estando aún a su alcance Cristiano y Esperanza, acordaron entre sí sorprenderlos con esta cuestión tan pronto como les diesen alcance, con tanto más empeño, cuanto que ambos se habían apuesto antes al Sr. Interés-privado. Así, pues, dieron voces tras ellos, obligándolos a detenerse y esperarlos. Habían decidido que el que propusiese la cuestión no fuese Interés-privado, sino Apego-al-mundo, porque, en su opinión, la contestación que pudiera éste recibir no sería con el calor que antes había habido entre ellos y el señor Interés-privado, al despedirse. Juntáronse, pues, todos, y después de un corto saludo, Apego-al-mundo propuso la cuestión, pidiéndoles solución si podían darla.
Entonces Cristiano dijo: "No yo, sino un niño en religión, podría contestar a mil preguntas como ésta; porque si es ilícito seguir a Cristo por los panes, como se ve en Juan 6,26, ¡cuánto más abominable será servirse de Cristo y de la religión como medio para conseguir y gozar las cosas del mundo! Y sólo los gentiles, hipócritas, demonios y hechiceros pueden aceptar semejante opinión.
1º Los gentiles: así vemos que cuando Hamor y Sichém quisieron poseer la hija y ganados de Jacob, y veían que no había otro camino para ellos que dejarse circuncidar, dijeron a sus compañeros: "Si se circuncidare en nosotros todo varón, así como ellos son circuncidados, sus "ganados y su hacienda, y todas sus bestias serán nuestros".
"Lo que ellos buscaban eran sus hijas y sus ganados, y la religión no era más que el medio para llegar a tal fin.
2° Los fariseos hipócritas fueron también religiosos por este estilo. Oraciones largas eran su pretexto; el devorar las casas de las viudas, su intento; y por eso, su resultado fue mayor condenación por parte de Dios.
3° Esta fue también la religión de Judas: el dinero. Era religioso por la bolsa y lo que ella contenía; pero se perdió; fue echado fuera como hijo de perdición.
4° A la misma estaba también afiliado Simón el Mago, porque quería tener el Espíritu Santo para ganar dinero por este medio; mas recibió de la boca de Pedro la sentencia merecida.
5° Tampoco puedo dejar de enunciar la idea de que aquél que toma la religión para poseer el mundo, la dejará, lo ve necesario para retenerlo; porque, tan cierto como que Judas tuvo por objeto el mundo cuando se hizo religioso, lo es que por el mismo mundo vendió su religión y su Señor. Así que contestar a la cuestión afirmativamente según parece habéis hecho vosotros, y aceptar tal manifestación como buena, es ser pagano, hipócrita e hijo perdición, y vuestra recompensa será acomodada a vuestras obras."
A tal respuesta, se miraron unos a otros sin hallar qué contestar. Esperanza, por su parte, aprobó también la re-contestación de Cristiano; así que hubo un gran silencio entre ellos.
El señor Interés-privado y compañía se detuvieron para que Cristiano y Esperanza pudieran adelantarse. Entonces Cristiano dijo a su compañero: "Si estos hombres no pueden sostenerse ante la sentencia de un hombre, ¿qué les pasará al presentarse al tribunal de Dios? Y si los hacen callar los vasos de barro, ¿qué harán cuando sean sorprendidos por las llamas de un fuego devorador?"
Adelantáronse, pues, otra vez Cristiano y Esperanza, siguieron su camino hasta llegar a una hermosa llanura llamada Alivio. Muy agradable les fue el tránsito por ella; pero era corta, y así, pronto la atravesaron, encontrando al otro lado una pequeña altura llamada Lucro, y en la cual una mina de plata. Algunos de los que antes han pasado por allí habían dejado el camino para visitarla, porque la hallaban muy rara; pero les sucedió que, acercándose demasiado al borde del hoyo, siendo falso el terreno que pisaban, cedió, cayeron y murieron; otros no murieron, pero se imposibilitaron allí, y hasta el día de su muerte no les fue posible recobrar sus fuerzas.
Vi entonces en mi sueño que a poca distancia del camino y cerca de la entrada de la mina, estaba Demás para llamar cortésmente a los peregrinos a que se acercaran a verla. Este dijo a Cristiano y a su compañero: ¡Eh! Venid acá, y veréis una cosa sorprendente.
CRIST. — ¿Qué puede haber tan digno que merezca detenernos y desviarnos de nuestro camino?
DEMÁS. — Aquí hay una mina de plata, donde se puede cavar y sacar un tesoro; si queréis venir, con un poco de trabajo podréis proveeros abundantemente.
ESPER. — Vamos a verla.
CRIST. — Yo no. He oído hablar de este lugar antes de ahora, y de muchos que han perecido en él; además, ese tesoro es un lazo para los que lo buscan, porque les estorba en su peregrinación.
Entonces gritó Cristiano a Demás, diciendo: — ¿No es verdad que el lugar es peligroso? ¿No ha estorbado a muchos en su peregrinación?
DEMÁS. — Es peligroso solamente para aquellos que se descuidan—; pero esto lo dijo sonrojándose.
CRIST. — Esperanza, no demos un solo paso en esa dirección; sigamos nuestro propio camino.
ESPER. — De seguro que cuando llegue aquí ese señor Interés-privado, si se le hace la misma invitación, se desviará para verlo.
CRIST. — Sin duda, porque sus principios le conducen por ahí, y es casi seguro que ahí morirá.
DEMÁS. — ¿Pero no queréis venir para verlo?
CRIST. (Negándose resueltamente). — Demás, tú eres enemigo de los caminos rectos del Señor, y ya has sido condenado, por haberte desviado tú mismo, por uno de los jueces de S. M. ¿Por qué procuras envolvernos en semejante condenación? Además, si nos desviamos en lo más mínimo, de seguro nuestro Señor el Rey será sabedor de ello y nos avergonzará allí donde menos queremos ser avergonzados; es decir: delante de él.
DEMÁS. — Yo también soy uno como vosotros, y si me esperáis un poco os acompañaré.
CRIST. — ¿Cómo te llamas? ¿No es tu nombre el que te he dado?
DEMÁS. — Sí; mi nombre es Demás, y soy hijo de Abraham.
CRIST. — Ya te conozco; tuviste por bisabuelo a Giezi y por padre a Judas, y has seguido sus huellas. Es una trampa infernal la que nos tiendes; tu padre se ahorcó por traidor, y no mereces mejor tratamiento. Te aseguro que cuando lleguemos a la presencia del Rey le informaremos de esta tu conducta. — Y con esto prosiguieron su camino.
En aquel momento llegaron Interés-privado y sus compañeros, y a la primera indicación se acercaron a Demás, No puedo, con seguridad, decir si cayeron en el hoyo por haberse aproximado mucho a su borde, o si bajaron a él para cavar, o si se ahogaron en el fondo por las exhalaciones que de él suelen desprenderse; pero noté que no volvieron a aparecer en todo el camino. Entonces dijo Cristiano: "El Señor Interés-privado y Demás se entienden mutuamente; llama el uno y responde el otro; su codicia los tiene cegados. ¡Infelices! Así pasa a los que sólo piensan en este mundo, creyendo que no hay uno más allá."
Vi después que cuando llegaron los peregrinos al otro lado de la llanura se encontraron con un antiguo monumento, cuya vista los dejó bastante preocupados por lo extraño de su figura; pues parecía una mujer que hubiese sido transformada en figura de una columna. Aquí se detuvieron admirados, y por algún tiempo no se lo podían explicar. Por fin, descubrió Esperanza un letrero sobre la cabeza de la figura; pero no siendo hombre de letras, llamó la atención de Cristiano para ver si lo descifraba. Cristiano, después de un poco de examen, halló que decía: “Acuérdate de la mujer de Lot.” Ambos concluyeron que debía ser la columna de sal en que fue transformada la mujer de Lot por haber mirado hacia atrás con corazón codicioso, cuando huía de Sodoma. Esta vista repentina sorprendente les dio ocasión para el siguiente diálogo:
CRIST. — ¡Ah, hermano mío! Muy oportuna es esta vista, sobre todo después de la invitación que nos hizo Demás para pasar al collado de Lucro. Si hubiéramos pasado como él quería, y como también tú, hermano, estabas dispuesto a hacer, por lo que vi, hubiéramos sido hechos también un espectáculo para los que vengan detrás.
ESPER. — Mucho me pesa el haber sido tan necio, y extraño no estar ya como la mujer de Lot, porque, ¿qué diferencia hay entre su pecado y el mío? Ella no hizo más que mirar hacia atrás; yo tuve deseo de pasar a verlo. ¡Bendita sea la gracia preventiva! Me avergüenzo de haber abrigado tal deseo en mi corazón.
CRIST. — Notemos bien lo que aquí vemos para nuestra ayuda en lo sucesivo; esta mujer se libró de un castigo, porque no pereció en la destrucción de Sodoma, y, sin embargo, le alcanzó otro castigo, como estamos viendo: quedó hecha una estatua de sal.
ESPER. — Verdad es; séanos esto de aviso para que evitemos su pecado, y ejemplo del juicio que alcanzará a los que no se corrigen con el aviso. De la misma manera fueron también ejemplo, para que otros aprendiesen, Coré, Dathán y Abiram con los doscientos cincuenta hombres que perecieron con ellos en su pecado. Pero más que nada me preocupa una cosa. ¿Cómo pueden Demás y sus compañeros estar allí tan confiadamente en busca de ese tesoro, cuando esta mujer, por sólo haber mirado hacia atrás (pues no leemos que se desviara un solo paso del camino), se volvió estatua de sal? Y más, si se considera que el juicio que la alcanzó la hizo un ejemplo palpable que hasta entra por los ojos, porque, aunque quieran, no pueden dejar de verla siempre que levantan su vista.
CRIST. — Es, en verdad, maravilloso, y esto prueba que sus corazones están ya desahuciados, y con nadie pueden compararse mejor que con los que roban a la misma presencia del juez, o con los que asesinan delante de la misma horca. Se dice de los hombres de Sodoma que eran pecadores en gran manera, porque lo eran "delante de Jehová"; es decir: a sus ojos, y a pesar de las bondades que les había prodigado, porque la tierra de Sodoma era como el antiguo huerto de Edén. Esto, pues, le provocó tanto más a celos e hizo que su plaga fuese tan ardiente como pudiera serlo el fuego del cielo del Señor. Y es muy razonable concluir que hombres como éstos, que se empeñan en pecar a la misma, vista y a despecho de tales ejemplos, que se les ponen delante para escarmiento, se hacen acreedores a los más severos castigos.
ESPER. — Esto es, sin duda, lo cierto. Pero ¡qué misericordia tan grande nos ha sido dispensada de que ni tú, ni especialmente yo, hayamos sido hechos otro ejemplo semejante! Esto nos debe excitar a dar gracias a Dios, vivir siempre en temor delante de él, y no olvidar nunca a la mujer de Lot.
***
CAPITULO XV
Cristiano y Esperanza, viéndose rodeados de consuelos y de paz, caen en negligencia, y tomando una senda extraviada son presa del Gigante Desesperación; pero invocan al Señor, y son librados por la llave de las promesas.
Seguían su camino nuestros peregrinos, cuando los vi llegar a un río agradable, que el Rey David llamó el "río de Dios" y Juan el "río del agua de la vida".
Precisamente tenían que pasar por la ribera de este río. Grande era el placer que esto les hacía sentir, y más cuando, aplicando sus labios al agua del río, la hallaron agradable y refrigerante para sus espíritus fatigados.
Además, en las orillas del río crecían árboles frondosos que llevaban toda clase de frutos, y cuyas hojas servían para prevenir toda clase de indigestiones y otras enfermedades que suelen sobrevenir a los que, con el mucho andar, sienten acalorada su sangre. A uno y otro lado del río había también praderas hermoseadas de lirios, y que se conservaban verdes durante todo el año. En esta pradera, pues, se acostaron y durmieron, porque aquí podían descansar seguros. Cuando despertaron comieron otra vez; la fruta de los árboles y bebieron del agua de la vida, volvieron a echarse a dormir, haciendo esto mismo durante algunos días y noches. Su placer era tanto, que exclamaban cantando:
"¡Oh, cuál fluye este río cristalino,
Para gozo y solaz del peregrino!
¡Qué verdes prados y pintadas flores
comunican al aire sus olores!
Quien una vez habrá saboreado
El fruto de estos árboles sabroso,
Venderá cuanto tenga, de buen grado,
Por comprar este sitio delicioso."
Cuando ya tuvieron intención de seguir su camino (porque todavía no habían llegado al término de su viaje), habiendo comido y bebido, partieron.
Entonces vi en mi sueño que a muy corto trecho el río y el camino se separaba, lo que no dejó de afligirlos; sin embargo, no se atrevieron a dejar el camino. Este, al separarse del río, era muy áspero, y los pies de los peregrinos estaban muy delicados por el mucho andar, así que se abatió su ánimo por esta causa. Más, a pesar de esto, prosiguieron su camino, aunque deseando otro mejor. Un poco más adelante había, a la izquierda del camino, una pradera a la cual daban entrada unos escalones de madera; se llamaba el Prado de la Senda-extraviada. Dijo entonces Cristiano a su compañero: —Si este Prado continuase al lado de nuestro camino, podríamos pasar por él—. Y se acercó a los escalones para inspeccionar; y he aquí que había una senda que iba al par del camino al otro lado de la cerca. —Esto es lo que yo quería—dijo Cristiano—; por aquí podremos andar con más facilidad; vamos, buen Esperanza, pasemos al otro lado.
ESPER. — ¿Y si esta senda nos extraviase?
CRIST. — No es probable; mira, ¿no ves que va al lado del camino?
Y Esperanza, persuadido por su compañero, pasó con él al otro lado de la cerca; esta senda era muy suave para sus pies. Descubrieron también un poco más adelante un hombre, que seguía el mismo camino, cuyo nombre era Vana-confianza; diéronle voces y le preguntaron adonde conducía aquella senda. —A la Puerta Celestial—contestó. — ¿Ves? — Dijo Cristiano —¿No te lo dije? Podemos, pues, estar seguros de que vamos bien—. Así prosiguieron su camino, y el otro delante de ellos. Pero he aquí que la noche les sorprendió, y era tan oscura, que no podían distinguir al que iba delante.
Este, por su parte, no distinguiendo bien el camino, cayó en un foso profundo, hecho de intento por el príncipe de aquellos terrenos para coger en él a los tontos presumidos, y se estrelló en su caída.
Habíanle oído caer Cristiano y Esperanza, y le dieron una voz, preguntando qué le pasaba; pero la única contestación fue un profundo gemido. Entonces dijo Esperanza: — ¿Dónde nos encontramos ahora ?—Cristiano no se atrevió a responder, temeroso de haberse extraviado, a la vez que empezó a llover, tronar y relampaguear de una manera atronadora, y el agua a crecer y anegarlos. Gimió entonces Esperanza para sí, diciendo: —¡Ojalá hubiera seguido mi camino!
CRIST. — ¡Quién iba a pensar que esta senda nos hubiera extraviado tanto!
ESPER. — Tenía mis temores de ello desde el principio, por eso te di aquella suave amonestación, y hubiera halado más claramente si no hubiera respetado tu mayor edad.
CRIST. — Mi buen hermano, no te ofendas; siento en el alma haberte extraviado del camino, exponiéndote a peligro tan inminente; perdóname, no lo he hecho con mala intención.
ESPER. — Consuélate, hermano, porque te perdono de buen grado, y creo también que esto nos ha de servir de provecho.
CRIST. — Me alegro caminar con un hermano tan bondadoso; pero no debemos estarnos aquí; probemos a retroceder en busca del camino.
ESPER. — Pero, querido hermano, déjame que vaya delante.
CRIST. — No; quiero ir el primero para que si hay peligro sea yo el que lo sufra antes, ya que por mi causa ambos nos hemos extraviado.
ESPER. — No; no debe ser así; porque estando turbado tu ánimo, tal vez nos extraviemos todavía más.
Entonces, con gran consuelo suyo, oyeron una voz que decía:
—Nota atentamente la calzada, el camino por donde viniste; vuélvete—. Pero he aquí que las aguas habían crecido grandemente, por cuya razón la vuelta era ya muy peligrosa. (Entonces pensé que es más fácil salir del camino cuando estamos dentro, que volver a él una vez fuera.) Sin embargo, se arriesgaron a volver; pero era ya tan oscuro y la avenida estaba tan alta, que por poco se ahogan nueve o diez veces.
Por mucha diligencia que pusieron, no podían dar con los escalones de madera; así que, habiendo hallado un pequeño resguardo, se sentaron allí hasta la venida del día, y la fatiga y cansancio cerraron sus ojos para el sueño.
Pero no lejos de donde estaban había un castillo, que se llamaba Castillo de la Duda, y cuyo propietario era el Gigante Desesperación, a quien pertenecían también los terrenos en donde se habían echado a dormir.
Habiendo madrugado el Gigante, paseándose por sus campos, sorprendió a los dormidos Cristiano y Esperanza. Con voz áspera y amenazadora les despertó, y preguntó de dónde eran y qué querían en sus campos. —Somos peregrinos—dijeron—y hemos perdido el camino. —Miserables—dijo el Gigante—, habéis violado mis terrenos esta noche, pisando y echándoos sobre mi césped, y así sois mis prisioneros— A esta intimación nada tuvieron que hacer más que obedecer, porque podía más que ellos, y se reconocían transgresores. El Gigante, pues, los empujó delante de sí y los metió en un calabozo de su castillo, muy oscuro, hediondo y repugnante a los espíritus de esos pobres hombres. Allí estuvieron desde la mañana del miércoles hasta el sábado por la noche, sin tomar bocado de nada, ni una gota de agua, sin luz y sin que nadie les preguntase cómo les iba. Triste era su situación, y muy lejos de amigos y conocidos, y más triste aún la de Cristiano, porque, a causa de su mal aconsejada prisa, habían caído en tamaño infortunio.
Tenía el Gigante Desesperación una esposa, llamada Desconfianza, a la cual, cuando se hubieron acostado, dio cuenta de cómo había cogido dos prisioneros y los había arrojado en su calabozo por haber violado sus campos, preguntándole después su opinión sobre lo que debería hacerse con ellos. Desconfianza, habiéndose enterado de quiénes eran, de dónde venían y adonde iban, le aconsejó que a la mañana siguiente los apalease sin misericordia.
Luego, pues, que se hubo levantado, se proveyó de un terrible garrote de manzano silvestre y bajó al calabozo. Los injurió primero, tratándolos como a perros, aunque nada malo le contestaron, y luego cayó sobre ellos, apaleándolos de tal manera, que no se podían mover, ni aun volverse en el suelo de un lado a otro. Hecho esto se retiró, dejándolos abandonados en su miseria y llorando su desgracia; así que todo aquel día lo pasaron solos en sollozos y amargas lamentaciones.
La noche siguiente, hablando Desconfianza con su marido sobre ellos, y enterada de que vivían aún, dijo que debía aconsejarles que pusiesen fin a su existencia. Venida, pues, la mañana, entró a ellos de una manera brusca, como el día anterior, y notando que sufrían mucho por los golpes que les había dado, les dijo: —Puesto que no habéis de salir de este lugar, lo mejor que podéis hacer es poner fin a vuestra vida, sea con cuchillo, con una cuerda o con veneno; porque, ¿cómo habéis de elegir una vida tan llena de amargura?— Pero ellos le instaban a que les dejase marchar. Entonces él los miró tan fieramente y con tanto ímpetu cayó sobre ellos, que seguramente los hubiera quitado de en medio, a no haberle acometido uno de los muchos accidentes que le daban en el buen tiempo, y que en aquel entonces le privó del uso de sus manos, obligándole a retirarse y dejarlos solos pensando sobre lo que podrían hacer.
Entonces se pusieron a discurrir si sería mejor seguir el consejo del Gigante, teniendo con este motivo el siguiente diálogo.
CRIST. — Hermano, ¿qué vamos a hacer? La vida que llevamos es miserable; por mi parte, no sé si es mejor vivir así o morir desde luego; mi alma tiene por mejor el ahogamiento que la vida, y el sepulcro me sería más agradable que este calabozo. ¿Vamos a tomar el consejo del Gigante?
ESPER. — Es verdad que nuestra condición actual es terrible, y la muerte me sería mucho más grata si así hemos de estar para siempre; sin embargo, consideremos que el Señor del país adonde nos dirigimos ha dicho "no matarás"; y si se nos hace esta prohibición con respecto a otros, mucho más debe hacérsenos con respecto a nosotros mismos. Además, el que mata a otro no mata más que su cuerpo; pero el que se mata a sí mismo, mata el cuerpo y el alma a una; y sobre todo, hablas de descanso en el sepulcro; ¿pero acaso has olvidado adonde van ciertamente los que matan? Porque "ningún asesino tiene vida eterna". Consideremos, además, que no está toda la ley en manos de este Gigante; hay otros, según entiendo, que, como nosotros, han sido cogidos por él, y, sin embargo, han escapado de sus manos; ¿quién sabe si ese Dios que ha hecho el mundo hará que muera ese Gigante Desesperación, o que un día u otro se olvide echar el cerrojo, o que tenga pronto otro de sus accidentes estando aquí y pierda el uso de sus pies? Si tal aconteciese otra vez, estoy resuelto a obrar con energía y hacer lo posible por escaparme de sus manos; he sido un tonto en no haberlo procurado antes; pero tengamos paciencia y suframos un poco más; vendrá la hora en que se nos dará una feliz libertad; no seamos nuestros propios asesinos— Con tales palabras consiguió Esperanza por entonces moderar el ánimo de su hermano, y así siguieron juntos en las tinieblas todo aquel día, en su triste y dolorosa situación.
Hacia la caída de la tarde volvió a bajar el Gigante al calabozo para ver si sus prisioneros habían tomado su consejo; pero encontró que no habían muerto, aunque tampoco se podía decir que tenían mucha vida, porque ya por falta de alimentación, ya por las heridas que habían recibido en el apaleamiento, apenas podían respirar. Al verlos, pues, vivos, se puso muy furioso, y les dijo que, habiendo desechado su consejo, más les valiera no haber nacido.
Mucho les hicieron temblar estas palabras, y me parecía que Cristiano desmayaba; pero volviendo un poco en sí, pusiéronse de nuevo a discurrir sobre el consejo que les había dado el Gigante.
Cristiano se mostró inclinado a seguirlo; pero Esperanza le dijo de nuevo:
ESPER. — Hermano mío: ¿has olvidado el valor que hasta ahora tuviste en otras ocasiones? No pudo aplastarte Apollyón, ni tampoco todo lo que oíste, viste y sentiste en el valle de la Sombra-de-muerte. ¿Cuántas penalidades, terrores y sustos no has pasado ya? ¿Y ahora no hay en ti más que temores? Me ves a mí en el calabozo contigo, a mí, un hombre por naturaleza mucho más débil que tú. También a mí me ha herido este Gigante cual a ti, y me ha privado del pan y del agua, y como tú vengo lamentando la falta de luz. Pero ejercitemos un poco más la paciencia; acuérdate del valor que mostraste en la feria de Vanidad, y que no te atemorizaron ni las cadenas, ni la cárcel, ni la perspectiva de una muerte sangrienta; por tanto (al menos para evitar la vergüenza que nunca debe caer sobre un cristiano), soportemos esto con paciencia lo mejor que nos sea posible.
Así pasó otro día, y vino de nuevo la noche, y la esposa del Gigante volvió a preguntarle sobre el estado de sus prisioneros, y si habían tomado o no su consejo. El Gigante le contestó: —Son unos villanos de brío, que prefieren sufrir toda clase de penalidades a darse la muerte—. Entonces ella le replicó: —Sácalos, pues, mañana al patio del castillo y enséñales allí los huesos y calaveras de los que ya has despedazado, y hazles creer que antes de una semana los desgarrarás, como has hecho con sus compañeros.
Así lo hizo: a la mañana siguiente los visitó y los sacó al patio del castillo, y les mostró lo que su mujer le había indicado. —Estos—les dijo—eran peregrinos como vosotros; violaron mis terrenos, como vosotros habéis hecho, y cuando tuve por conveniente los despedacé, como haré con vosotros dentro de pocos días. Andad, volveos otra vez a vuestra prisión—. Y fue dándoles azotes hasta la misma puerta. Allí siguieron los infelices todo el día del sábado, en circunstancias tan lastimosas como antes. Vino la noche, y reanudaron su discurso el Gigante y su esposa, extrañándose mucho de que ni por azotes ni por consejos pudiesen acabar con ellos; y dice entonces la mujer: —Me temo que se alientan con la esperanza de que vendrá alguno para librarlos, o que tendrán consigo alguna llave falsa con la cual esperan poder escapar. —Yo los registraré por la mañana—dijo el Gigante.
Ya era cerca de media noche del sábado cuando empezaron nuestros peregrinos a orar, continuando en su oración casi hasta (romper el alba).
Momentos antes de amanecer, el bueno de Cristiano prorrumpió como despavorido en estas fervientes palabras: —¡Qué tonto y necio soy en quedarme en mi calabozo hediondo, cuando tan bien pudiera estar paseándome en libertad! Tengo en mi seno una llave, llamada Promesa, que estoy persuadido podrá abrir todas y cada una de las cerraduras del castillo de la Duda.
— ¿De veras?—dijo Esperanza—. Estas son buenas noticias, hermano; sácala de tu seno y probaremos.
Cristiano sacó su llave, la aplicó a la puerta del calabozo, y a la media vuelta la cerradura cedió, y la puerta se abrió de par en par y con la mayor facilidad, y Cristiano y Esperanza salieron. Llegaron a la puerta exterior que daba al patio del castillo, y ésta cedió con la misma facilidad. Dirigiéronse a la puerta de hierro que cerraba toda la fortaleza, y aunque allí la cerradura era terriblemente fuerte y difícil, con todo, la llave sirvió para abrirla. Empujaron la puerta para escapar a toda prisa; pero esta puerta, al abrirse rechinó tanto, que despertó al Gigante Desesperación, el cual se levantó con toda prisa para perseguir a sus prisioneros; mas en esto le faltaron sus piernas, porque le acometió uno de sus accidentes que le imposibilitó de todo punto para ir en su persecución. Entonas ellos corrieron, llegando otra vez al camino real, libres de todo miedo, pues ya estaban fuera de la jurisdicción del gigante.
Habiendo, pues, rebasado los escalones, principiaron a discurrir entre sí sobre lo que podrían hacer en ellos para prevenir que los que vinieran detrás no cayesen también en manos del Gigante; así acordaron erigir allí una columna y grabar en lo alto de ella estas palabras: "Estos escalones conducen al castillo de la Duda, cuyo dueño es el Gigante Desesperación, que menosprecia al Rey del País Celestial y busca destruir sus santos peregrinos." Con esto, muchos que llegaron a este punto en los tiempos sucesivos, veían el letrero y evitaban el peligro. Hecho esto, cantaron como sigue:
"Por dejar nuestra senda hemos sabido
Lo que es pisar terreno prohibido.
Cuide de no salir de su sendero
El que no quiera verse prisionero
Del Gigante cruel, que vive en guerra
Con Dios, y al peregrino extraviado
En el Castillo de la Duda encierra
Por verle para siempre desgraciado."
***