SEXTA PARTE
DEL ORDEN EN LA IGLESIA Y EN LA SOCIEDAD
1. LOS PASTORES DE LA IGLESIA Y SU AUTORIDAD
Como el Señor ha querido que su Palabra y sus Sacramentos nos fuesen administrados por ministerio de hombres, es necesario que haya pastores ordenados en las iglesias, para enseñar al pueblo, en público y en privado, la pura doctrina; para administrar los Sacramentos; y para dar a todos buen ejemplo con una vida pura y santa.
Quienes desprecian esta disciplina y este orden, ofenden no sólo a los hombres sino a Dios. Como sectarios se apartan de la sociedad de la Iglesia, que no puede subsistir sin este ministerio. Tiene mucha importancia lo que testificó una vez el Señor: quien recibe a los pastores que Él envía, le recibe a Él mismo; e igualmente quien los desecha, le desecha a Él . Y para que su ministerio fuese inconcuso, los pastores han recibido el mandamiento singular de atar y desatar, con la siguiente promesa: "Todo lo que ligareis en la tierra, será ligado en el cielo; y todo lo que desatareis en la tierra, será desatado en el cielo" . Cristo precisa en otro lugar que ligar es retener los pecados, y que desatar es remitirlos . Y el Apóstol declara cómo se desata, cuando enseña que el Evangelio es "potencia de Dios para salud a todo aquel que cree" ; Y cómo se liga, cuando enseña que los Apóstoles están "prestos para castigar toda desobediencia" , La suma del Evangelio es que somos esclavos del pecado y de la muerte, que hemos sido librados y desligados de él por la redención que hay en Jesucristo, y que quienes no le reciben como Redentor, están como sujetos de nuevo a los lazos de una más severa condenación.
Recordemos sin embargo que la autoridad que la Escritura atribuye a los pastores está contenida toda ella en los límites del ministerio de la Palabra; pues Cristo, a decir verdad, no ha dado esta autoridad a los hombres, sino a la Palabra de la 'cual ha' hecho servidores a estos hombres.
Atrévanse, pues, los ministros de la Palabra a todo con osadía por esta Palabra de la cual han sido nombrados dispensadores. Obliguen a todos los poderes, glorias y dignidades del mundo a humillarse para obedecer a la majestad de esta Palabra; gobiernen a todos en virtud de esta Palabra, desde los más grandes hasta los más pequeños; edifiquen la casa de Cristo, destruyan el reino de Satán, apacienten las ovejas, aparten los lobos, instruyan y exhorten a los dóciles, acusen, reprendan y convenzan a los rebeldes; pero todo a través de la Palabra de Dios.
Si alguna vez se apartan de esta Palabra para seguir los sueños y las invenciones de su mente, entonces no debemos recibirlos por más tiempo como pastores; son más bien lobos rapaces que hay que expulsar. Pues Cristo nos ha mandado escuchar solamente a quienes nos enseñan lo que han sacado de su Palabra.
2. LAS TRADICIONES HUMANAS
San Pablo nos ha dado esta regla general para la vida de las iglesias: "Hágase todo decentemente y con orden" .
No debemos, pues, considerar como tradiciones humanas las disposiciones que sirven de vínculo para la conservación de la paz y la concordia, y para el mantenimiento del orden y la honestidad en la asamblea cristiana. Estas disposiciones están de acuerdo con la regla del Apóstol, con tal de que no se las considere como necesarias para la salvación, ni liguen las conciencias por religión, ni se incluyan en el servicio de Dios, ni sean objeto de cualquier clase de piedad.
Por el contrario, debemos rechazar enérgicamente las disposiciones consideradas como necesarias para el servicio y honor de Dios que, con el nombre de leyes espirituales, se establezcan para obligar las conciencias. Este tipo de disposiciones, no sólo destruyen la libertad que Cristo nos consiguió, sino que oscurecen la verdadera religión y violan la Majestad de Dios, quien quiere reinar Él solo, por su Palabra, en nuestras conciencias.
Que quede, pues, bien claro y bien establecido que todo es nuestro, pero que nosotros somos de Cristo , Y que se sirve a Dios en vano cuando se enseñan doctrinas que son únicamente de los hombres .
3. DE LA EXCOMUNIÓN
Por medio de la excomunión se aparta de la compañía de los fieles, según el mandato de Dios, a quienes son abiertamente libertinos, adúlteros, glotones, borrachos, sediciosos o derrochadores, si no se corrigen después de haber sido amonestados.
Al excomulgarles, no pretende la Iglesia arrojarles en una ruina irremediable y en la desesperación, sino que condena su vida y sus costumbres, y les advierte que ciertamente serán condenados si no se corrigen.
Esta disciplina es indispensable entre los fieles, pues la Iglesia es el cuerpo de Cristo y no debe ser manchada y contaminada por estos miembros hediondos y podridos que deshonran a su Jefe. El contacto frecuente con estos malvados no debe corromper y echar a perder a los santos, como ocurre a veces. Por lo demás, el castigo de su maldad aprovecha a los mismos malos, mientras que la tolerancia los volvería más obstinados. Al sentirse confundidos por esta vergüenza, aprenden a corregirse.
Si los malos se enmiendan, la Iglesia los recibe de nuevo con dulzura en su comunión y en la participación de esta unidad de la que habían sido excluidos.
Para que nadie menosprecie obstinadamente el juicio de la Iglesia, ni se muestre indiferente a la condenación dictada por la sentencia de los fieles, el Señor atestigua que el juicio de los fieles no es sino la manifestación de su propia sentencia, y que lo que ellos pronuncian en la tierra es ratificado en los cielos. Es la palabra de Dios que da el poder de condenar a los perversos, del mismo modo que da el de recibir en gracia a los que se corrigen.
4. LOS MAGISTRADOS
El Señor no sólo ha declarado que aprueba el cargo de los magistrados y que le es agradable, sino que además lo elogia calurosamente, y honra la dignidad de los magistrados con hermosos títulos de honor.
El Señor afirma que son obra de su Sabiduría: "Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia. Por mí dominan los príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra" .
En el libro de los Salmos, les llama dioses, pues hacen su obra . En otro lugar se nos dice que ellos ejercen su justicia por delegación de Dios y no de los hombres .
Y San Pablo cita, entre los dones de Dios, a: los superiores . Sin embargo, en el capítulo 13 de la Epístola a los Romanos, San Pablo expone mis claramente que la autoridad de los magistrados viene de Dios, y que son ministros de Dios para aprobar a los que hacen el bien y para ejercer la venganza de Dios sobre aquellos que hacen el mal .
Los príncipes y los magistrados deben, pues, recordar de Quién son servidores cuando cumplen su oficio, y no hacer nada que sea indigno de ministros y lugartenientes de Dios. La primera de sus preocupaciones debe ser la de conservar, en su verdadera pureza, la forma pública de la religión, conducir la vida del pueblo con buenas leyes, y procurar el bien, la tranquilidad pública y doméstica de sus súbditos.
Y todo esto lo podrá conseguir tan solo por los medios que el Profeta recomienda en primer lugar: la justicia y el juicio . La justicia consiste en proteger a los inocentes, mantenerlos, guardarlos y liberarlos.
El juicio consiste en resistir a la audacia de los malos, reprimir la violencia y castigar los crímenes.
En cambio el deber de los súbditos consiste, no sólo en honrar y reverenciar a sus superiores, sino en pedir al Señor, a través de la oración, su salvación y su prosperidad; someterse también de buena gana a su autoridad, obedecer sus leyes y constituciones, y no rehusar las cargas que les impongan: impuestos, derechos, contribuciones, servicios civiles, requisas y demás.
No sólo debemos obediencia a los magistrados que ejercitan su autoridad según derecho y conforme a sus obligaciones, sino que tenemos también que soportar a: quienes abusan tiránicamente que su poder, hasta que hayamos sido librados de su yugo. Pues si un buen príncipe es un testimonio de la bondad divina en orden a la salvaci6n de los hombres, un mal y perverso príncipe es un azote de Dios para castigar los pecados del pueblo. Por lo demás debemos tener como cierto, en general, que Dios da la autoridad a unos y otros, y que no podemos oponemos a ellos sin oponemos al orden de Dios.
Sin embargo hay que hacer siempre una excepción, cuando se habla de la obediencia debida a las autoridades, a saber: que esta obediencia no debe apartamos de la obediencia a Aquel cuyos mandatos deben anteponerse a los de todos los reyes. El Señor es el Rey de reyes y todos deben escucharle a Él sólo, pues Él habló por su santa boca, y a Él se le debe escuchar antes que a nadie.
En fin, tan sólo en Dios estamos sometidos a los hombres que han sido puestos sobre nosotros. Y si nos mandan algo contra el Señor, no debemos hacer ningún caso, sino más bien poner en práctica esta máxima de la Escritura: "Tenemos que obedecer antes a Dios que a los hombres" .