CAPITULO VII
CUALES SON LOS TESTIMONIOS CON QUE SE HA DE PROBAR LA ESCRITURA PARA QUE TENGAMOS SU AUTORIDAD POR AUTENTICA, A SABER DEL Espíritu SANTO; Y QUE ES UNA MALDITA IMPIEDAD DECIR QUE LA AUTORIDAD DE LA ESCRITURA DEPENDE DEL JUICIO DE LA IGLESIA
1. Autoridad de la Escritura
Pero antes de pasar adelante es menester que hilvanemos aquí alguna cosa sobre la autoridad de la Escritura, no solo para preparar el corazón a reverenciarla, sino también para quitar toda duda y escrúpulo. Pues cuando se tiene como fuera de duda que lo que se propone es Palabra de Dios, no hay ninguno tan atrevido, a no ser que sea del todo insensato y se haya olvidado de toda humanidad, que se atreva a desecharla como cosa a la que no se debe dar crédito alguno. Pero puesto que Dios no habla cada día desde el cielo, y que no hay mas que las solas Escrituras en las que El ha querido que su verdad fuese publicada y conocida hasta el fin, ellas no pueden lograr entera certidumbre entre los fieles por otro titulo que porque ellos tienen por cierto e inconcluso que han descendido del cielo, como si oyesen en ellas a Dios mismo hablar por su propia boca. Es ciertamente cosa muy digna de ser tratada por extenso y considerarla con mayor diligencia. Pero me perdonaran los lectores si prefiero seguir el hilo de lo que me he propuesto tratar, en vez de exponer esta materia en particular con la dignidad que requiere.
2. La autoridad de la Escritura no procede de la autoridad de la Iglesia
Ha crecido entre muchos un error muy perjudicial, y es pensar que la Escritura no tiene mas autoridad que la que la Iglesia de común acuerdo le concediere; como si la eterna e inviolable verdad de Dios estribase en la fantasía de los hombres. Porque he aquí la cuestión que suscitan, no sin gran escarnio del Espíritu Santo: ¿Quién nos podrá hacer creer que esta .doctrina ha procedido del Espíritu Santo? ¿Quién nos atestiguará que ha permanecido sana y completa hasta nuestro tiempo? ¿Quién nos persuadirá de que este libro debe ser admitido con toda reverencia, y que otro debe ser rechazado, si la Iglesia no da una regla cierta sobre esto? Concluyen, pues, diciendo que de la determinación de la Iglesia depende que reverencia se deba alas Escrituras, y que ella tiene autoridad para discernir entre los libros canónicos y apócrifos. De esta manera estos hombres abominables, no teniendo en cuenta mas que erigir una tiranía desenfrenada a titulo de la Iglesia, no hacen caso de los absurdos en que se enredan a si mismos y a los demás con tal de poder hacer creer a la gente sencilla que la Iglesia lo puede todo. Y si esto es así, ¿qué será de las pobres conciencias que buscan una firme certidumbre de la vida eterna, si todas cuantas promesas nos son hechas se apoyan en el solo capricho de los hombres? Cuando oyeren que basta que la Iglesia lo haya determinado así, ¿podrán. por ventura, tranquilizarse con tal respuesta? Por otra parte, ¡qué ocasión damos a los infieles de hacer burla y escarnio de nuestra fe, y cuantos la tendrán por sospechosa si se creyese que tiene su autoridad como prestada por el favor de los hombres!
3. La lglesia misma se funda en el testimonio de los Profetas y de los Apóstoles
Pero estos charlatanes se van bien embarazados con una sola palabra del Apóstol. El dice (Ef. 2, 20) que la Iglesia es "edificada sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas". Si el fundamento de la Iglesia es la doctrina que los profetas y los apóstoles enseñaron, es necesario que esta doctrina tenga su entera certidumbre antes de que la Iglesia comience a existir. Y no hay porque andar cavilando que, aunque la Iglesia tenga su principio y origen en la Palabra de Dios, no obstante todavía queda en duda que doctrina, debe ser admitida como profética y apostólica, hasta tanto que la Iglesia intervenga y lo determine. Porque si la Iglesia cristiana fue desde e1.principio fundada sobre 10 que los profetas escribieron, y sobre lo que los apóstoles predicaron, necesariamente se requiere que la aprobación de tal doctrina preceda y sea antes que la Iglesia, la cual ha sido fundada sobre dicha doctrina; puesto que el fundamento siempre es antes que e1 edificio. Así que es un gran desvarío decir que la Iglesia tiene" autoridad para juzgar de la Escritura, de tal suerte que lo que los hombres hayan determinado se deba tener por Palabra de Dios o no. Y así, cuando la Iglesia recibe y admite la Santa Escritura: con su testimonio la aprueba, no la hace autentica, como si antes fuese dudosa y sin crédito; sino que porque reconoce que ella es la misma verdad de su Dios, sin contradicción alguna la honra y reverencia conforme al deber de piedad. En cuanto a lo que preguntan, que como nos convenceremos de que la Escritura procede de Dios si no nos atenemos a 10 que la Iglesia ha determinado, esto es como si uno preguntase como sabríamos establecer diferencia entre la luz y las tinieblas, lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo. Porque la Escritura no se hace conocer menos que las casas blancas y negras que muestran su color, y las dulces y amargas que muestran su sabor.
4. Explicación del dicho de san Agustín: No creería en el Evangelio si la Iglesia no me moviera a ello
Sé muy bien que se acostumbra a citar el dicho de san Agustín: que no creería en el Evangelio si la autoridad de la Iglesia no le moviese a ello. Pero por el contexto se entenderá fácilmente cuan fuera de propósito y calumniosamente alegan este lugar a este propósito. San Agustín combatía contra los maniqueos, los cuales querían que se diese crédito sin contradicción ninguna a todo cuanto dijesen, porque ellos pretendían decir la verdad, aunque no la mostraban. Y porque, queriendo levantar y poner sobre las nubes a su maestro Maniqueo, blasonaban del nombre del Evangelio, san Agustín les pregunta que harían si por ventura se encontrasen con un hombre que no diese crédito al Evangelio. Les pregunta que genero de persuasión usarían para atraerlo a su opinión. Luego dice: "En cuanto a mí, no creería en el Evangelio, si no fuese incitado por la autoridad de la Iglesia". Con lo cual da a entender que él, mientras fue pagano y estuvo sin fe, no pudo ser inducido a creer que el Evangelio es la verdad de Dios por otro medio, sino convencido por la autoridad de la Iglesia. ¿es de maravillar el que un hombre, antes de que conozca a Cristo tenga en cuenta y haga caso de lo que los hombres determinan? No afirma, pues, san Agustín en este lugar, que la fe de los fieles se funda en la autoridad de la Iglesia, ni entiende que la certidumbre del Evangelio depende de ella; solamente quiere decir, que los infieles no tienen certidumbre alguna del Evangelio para por ella ser ganados a Jesucristo, si el consentimiento de la Iglesia no les impulsa e incita a ello. Y esto lo confirma poco antes de esta manera: “Cuando hubiere alabado lo que yo creo y me hubiese burlado de lo que tú crees, oh Maniqueo, ¿qué piensas que debemos juzgar o hacer sino dejar a aquellos que nos convidan a conocer cosas ciertas y después nos mandan que creamos lo incierto, y más bien seguir a aquellos que nos exhortan a que ante todo creamos lo que no podemos comprender ni entender, para que fortificados por la fe al fin entendamos lo que creemos; y esto no por medio de los hombres, sino porque el mismo Dios confirma y alumbra interiormente nuestras almas?” Éstas son las propias palabras de san Agustín, de las cuales muy fácilmente cada uno puede concluir que nunca este santo doctor fue del parecer que el crédito y la fe que damos a la Escritura había de estar pendiente del arbitrio y la voluntad de la Iglesia, sino que sólo quiso mostrar que aquellos que aún no están iluminados por el Espíritu Santo son inducidos por la reverencia y respeto a la Iglesia a una cierta docilidad para dejar que se les enseñe la fe en Jesucristo por el Evangelio; y que de este modo la autoridad de la Iglesia es como una entrada para encaminar a los ignorantes y prepararlos a la fe del Evangelio. Todo esto, nosotros confesamos que es verdad. Y realmente vemos muy bien que san Agustín quiere que la fe de los fieles se funde en una base muy diferente de la determinación de la Iglesia. Tampoco niego que muchas veces objeta a los maniqueos la autoridad y común consentimiento de la Iglesia, queriendo probar la verdad de la Escritura que ellos repudiaban. A esto viene el reproche que hizo a Fausto, uno de aquella secta, porque no se sujetaba a la verdad del Evangelio, tan bien fundada y establecida, tan segura y admitida por perfecta sucesión desde el tiempo de los apóstoles. Mas de ninguna manera pretende enseñar que la. reverencia y autoridad que damos a la Escritura dependa de la determinación y parecer de los hombres; tan sólo (lo cual venía muy bien a su propósito) alega el parecer universal de la Iglesia (en lo cual llevaba gran ventaja a sus adversarios) para mostrar la autoridad que ha tenido siempre la Palabra de Dios. Si alguno desea más amplia confirmación de esto, lea el tratado que el mismo san Agustín compuso y que tituló: "De utilitate credenti" - De la utilidad de creer -, en el cual hallará que no nos recomienda ser crédulos, o fáciles en creer lo que nos han enseñado los hombres, más que por darnos cierta entrada que nos su, como el díce, un conveniente principio. Por lo demás, no quiere que nos atengamos a la opinión que comúnmente se tiene, sino que debemos apoyarnos en un conocimiento firme y sólido de la verdad.
5. Testimonio interno del Espíritu Santo
Debemos pues retener lo que poco anos he dicho, que jamás tendremos por verdadera la doctrina hasta que nos conste que su autor es el mismo Dios. Por eso la prueba perfecta de la Escritura, comúnmente se toma de la persona de Dios que habla en ella. Ni los profetas ni los apóstoles blasonaban de viveza de entendimiento, ni de ninguna de aquellas cosas que suden dar crédito a los que hablan, ni insisten en las razones naturales, sino que para someter a todos los hombres y hacerlos dóciles, ponen delante el sacrosanto nombre de Dios. Resta, pues, ahora ver cómo se podrá discernir, y no por una opinión aparente, sino de verdad, que el nombre de Dios no es usurpado temerariamente, ni con astucia y engaño. Si queremos, pues, velar por las conciencias, a fin de que no sean de continuo llevadas de acá para allá cargadas de dudas y que no vacilen ni se estanquen y detengan en cualquier escrúpulo, es necesario que esta persuasión proceda de más arriba que de razones, juicios o conjeturas humanas, a saber, del testimonio secreto del Espíritu Santo. Es verdad que si yo quisiera tratar de esta materia con argumentos y pruebas, podría aducir muchas cosas, las cuales fácilmente probarían que si hay un Dios en el cielo, ese Dios es el autor de la Ley, de los Profetas y del Evangelio. Y aún más, que aunque los más doctos y sabios del mundo se levantasen en contra y pusiesen todo su entendimiento en esta controversia, por fuerza se les hará confesar, con tal que no estén del todo endurecidos y obstinados, que se ve por señales manifiestas y evidentes que es Dios el que habla en la Escritura, y por consiguiente que la doctrina que en ella se contiene es del cielo. Luego veremos que todos los libros de la Sagrada Escritura son sin comparación mucho más excelentes y que se debe hacer de ellos mucho más caso que de cuantos libros hay escritos. Y aún más, si tenemos los ojos limpios y los sentidos íntegros, pronto se pondrá ante nosotros la majestad de Dios, que ahuyentando la osadía de contradecir, nos forzará a obedecerle. Con todo, van fuera de camino y pervierten el orden los que pretenden y se esfuerzan en mantener la autoridad y crédito de la Escritura con argumentos y disputas. En cuanto a mí, aunque no estoy dotado de mucha gracia ni soy orador, sin embargo, si tuviese que disputar sobre esta materia con los más astutos denigradores de Dios que se puede hallar en todo el mundo, los cuales procuran ser tenidos por muy hábiles en debilitar y hacer perder su fuerza a la Escritura, confío en que no me sería muy difícil rebatir su charlatanería, y que si el trabajo de refutar todas sus falsedades y cavilaciones fuese útil, ciertamente sin gran dificultad mostraría que todas sus fanfarronerías, que llevan de un lado a otro a escondidas, no son más que humo y vanidad. Pero aunque hayamos defendido la Palabra de Dios de las detracciones y murmuraciones de los impíos, eso no quiere decir que por ello logremos imprimir en el corazón de los hombres una certidumbre tal cual lo exige la piedad. Como los profanos piensan que la religión consiste solamente en una opinión, por no creer ninguna cosa temeraria y ligeramente quieren y exigen que se les pruebe con razones que Moisés y los profetas han hablado inspirados por el Espíritu Santo. A lo cual respondo que el testimonio que da el Espíritu Santo es mucho más excelente que cualquier otra razón. Porque, aunque Dios solo es testigo suficiente de si mismo en su Palabra, con todo a esta Palabra nunca se le dará crédito en el corazón de los hombres mientras no sea sellada con el testimonio interior del Espíritu. Así que es menester que el mismo Espíritu que habló por boca de los profetas, penetre dentro de nuestros corazones y los toque eficazmente para persuadirles de que los profetas han dicho fielmente lo que les era mandado por el Espíritu Santo. Esta conexión la expone muy bien el profeta Isaías hablando as! (Is. 9,2 1): "El Espíritu mío que está en ti y las palabras que Yo puse en tu boca y en la boca de tu posteridad nunca faltarán jamás”. Hay personas buenas que, viendo a los incrédulos y a los enemigos de Dios murmurar contra la Palabra de Dios sin ser por ello castigados, se afligen por no tener a mano una prueba clara y evidente para cerrarles la boca. Pero se engañan no considerando que el Espíritu Santo expresamente es llamado sello y arras para confirmar la fe de los piadosos, porque mientras que Él no ilumine nuestro espíritu, no hacemos más que titubear y vacilar.
6. La certidumbre de la Escritura viene del Espíritu Santo
Tengamos, pues, esto por inconcuso: que no hay hombre alguno, a no ser que el Espíritu Santo le haya instruido interiormente, que descanse de veras en la Escritura; y aunque ella lleva consigo el crédito que se le debe para ser admitida sin objeción alguna y no está sujeta a pruebas ni argumentos, no obstante alcanza la certidumbre que merece por el testimonio del Espíritu Santo. Porque aunque en sí misma lleva una majestad que hace que se la reverencie y respete, sólo, empero, comienza de veras a tocarnos, cuando es sellada por el Espíritu Santo en nuestro corazón. Iluminados, pues, por la virtud del Espíritu Santo, ya no creemos por nuestro juicio ni por el de otros que la Escritura procede de Dios, sino que por encima de todo entendimiento humano con toda certeza concluimos (como si en ella a simple vista viésemos la misma esencia divina) que nos ha sido dada por la boca misma de Dios por ministerio de los hombres. No buscamos argumentos ni probabilidades en los que se apoye nuestro juicio, sino que sometemos nuestro juicio y entendimiento como a una cosa certísima y sobre la que no cabe duda alguna. Y esto no según tienen por costumbre algunos, que admiten a la ligera lo que no conocen, lo cual una vez que saben lo que es, les desagrada, sino porque sabemos muy bien y estamos muy ciertos de que tenemos en ella la verdad invencible. Ni tampoco como los ignorantes acostumbran a esclavizar su entendimiento con las supersticiones, sino porque sentimos que en ella reside y muestra su vigor una expresa virtud y poder de Dios, por el cual somos atraídos e incitados consciente y voluntariamente a obedecerle; sin embargo, con eficacia mucho mayor que la de la voluntad o ciencia humanas. Por eso con toda razón Dios dice claramente por el profeta Isaías que (Is.43, 10) "vosotros sois mis testigos"; porque ellos sabían que la doctrina que les había sido propuesta procedía de Díos y que en esto no habla lugar a dudas ni a réplicas. Se trata, pues, de una persuasión tal que no exige razones; y sin embargo, un conocimiento tal que se apoya en una razón muy poderosa, a saber: que nuestro entendimiento tiene tranquilidad y descanso mayores que en razón alguna. Finalmente, es tal el sentimiento, que no se puede engendrar más que por revelación celestial. No digo otra cosa sino lo que cada uno de los fieles experimenta en sí mismo, sólo que las palabras son, con mucho, inferiores a lo que requiere la dignidad del argumento, y son insuficientes para explicarlo bien.
7. No hay más fe verdadera que la que el Espíritu Santo sella en nuestro corazón
Por ahora no me alargaré más, porque en otro lugar se ofrecerá otra vez ocasión de Caer sobre esta materia. De momento contentémonos con saber que no hay más 1 verdadera que la que el Espíritu Santo imprime en nuestro corazón; todo hombre dócil y modesto se contentará con esto. Isaías promete a todos los hijos de la Iglesia (Is. 54,13) que, después de haber sido ella renovada, serán discípulos de Dios. Este es un privilegio singular que el Señor concede a los suyos para diferenciarlos de todo el género humano. Porque ¿cuál es el principio de la verdadera doctrina, Sino la prontitud y alegría para oír la Palabra de Dios? Él exige por boca de Moisés Ser oído, como está escrito (Dt. 30, 10-14): "No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo, o quién descenderá al abismo? He aquí, la palabra está en tu boca". Si Dios ha querido que este tesoro de inteligencia estuviese escondido para sus hijos, no hay que maravillarse de ver en la gente vulgar tanta ignorancia y necedad. Llamo gente vulgar aun a los más selectos, mientras no sean incorporados a la Iglesia. Y lo que es más, habiendo dicho Isaías (Is. 53, 1) que la doctrina de los profetas sería increíble, no sólo a los gentiles, mas así mismo a los judíos, los cuales querían ser tenidos por domésticos de Dios, da luego la razón, y es, que el brazo de Jehová no será manifestado a todos. Por eso, cuantas veces nos entristeciere el ver cuán pocos son los que creen, recordemos por el contrario que los misterios de Dios no los comprende nadie más que aquél a quien le es concedido.
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