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INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO SEGUNDO

CAPÍTULO III

TODO CUANTO PRODUCE LA NATURALEZA CORROMPIDA, DEL HOMBRE MERECE CONDENACIÓN

1. Según la Escritura, el hombre natural es corrompido y carnal
   Pero ninguna manera mejor de conocer al hombre respecto a ambas facultades, que atribuirle los títulos con que le pinta la Escritura. Si todo hombre queda descrito con estas palabras de Cristo: "Lo que es nacido de la carne, carne es" (Jn. 3,6), bien se ve que es una criatura harto miserable. Porque como dice el Apóstol, todo afecto de la carne es muerte, puesto que es enemistad contra Dios; y por eso no se sujeta a la Ley de Dios, ni se puede sujetar (Rom.8,6-7). ¿Es tanta la perversidad de la carne que osa disputar con Dios, que no puede someterse a la justicia de Su Ley, y que, finalmente, no es capaz de producir por sí misma más que la muerte? Supongamos que no hay en la naturaleza del hombre más que carne: decidme si podréis sacar de allí algo bueno.
   Pero alguno, puede que diga que este término "carne" tiene relación únicamente con la parte sensual, y no con la superior del alma. Respondo que eso se puede refutar fácilmente por las palabras de Cristo y del Apóstol. El argumento del Señor es que es necesario que el hombre vuelva a nacer otra vez, porque es carne (Jn. 3,6). No dice que vuelva a nacer según el cuerpo. Y en cuanto al alma, no se dice que renace si sólo es renovada en cuanto a alguna facultad, y no completamente. Y se confirma por la comparación que tanto Cristo como san Pablo establecen; pues el espíritu se compara con la carne de tal manera, que no queda nada en lo que convengan entre sí. Luego, cuanto hay en el hombre, si no es espiritual, por el mismo hecho tiene que ser carnal. Ahora bien, no tenemos nada espiritual que no proceda  de la regeneración; por tanto, todo cuanto tenemos en virtud de nuestra naturaleza no es sino carne. Y si alguna duda nos queda sobre este punto, nos la quita el Apóstol, cuando, después de describir y pintar al viejo hombre, del que dice que está viciado por sus desatinadas concupiscencias, manda que nos renovemos en el espíritu de nuestra mente (Ef.4,23). No pone los deseos ilícitos y malvados solamente en la parte sensual, sino también en el mismo entendimiento; y, por eso manda que sea renovado. Y poco antes hace una descripción de la naturaleza humana, que demuestra que estamos corrompidos y pervertidos en todas nuestras facultades. Pues cuando dice que los gentiles "andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido, ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de su corazón" (Ef.4,17-18), no hay duda de que se refiere a todos aquellos que Dios no ha reformado aún conforme a la rectitud de su sabiduría y justicia. Y más claramente se puede ver por la comparación que luego pone, en la cual recuerda a los fieles que no han aprendido así a Cristo. Porque de estas palabras podemos concluir que la gracia de Jesucristo es el único remedio para librarnos de tal ceguera y de los males subsiguientes.
   Lo mismo afirma Isaías, que había profetizado acerca del reino de Cristo diciendo: "He aquí que las tinieblas cubrirán la tierra, y oscuridad las naciones; más sobre ti amanecerá Jehová, y sobre ti será vista su gloria" (Is. 60,2).
   No citaré todos los textos que hablan de la vanidad del hombre, especialmente los de David y los profetas. Pero viene muy a propósito lo que dice David, que pesando al hombre-ya la vanidad, se vería que él es más vano que ella misma (Sal. 62,9). Es éste un buen golpe a su entendimiento, pues todos los pensamientos que de él proceden son tenidos por locos, frívolos, desatinados y perversos.

2. El corazón del hombre es vicioso y está vacío de todo bien
   Y no es menos grave la condenación proferida contra su corazón, cuando se dice que. todo él es engañoso y perverso más que todas las cosas (Jer.17,9). Mas, como quiero ser breve, me contentaré con una sola cita, que sea como un espejo muy claro en el cual podremos contemplar la imagen total de nuestra naturaleza.
   Queriendo el Apóstol abatir la arrogancia de los hombres, afirma: "No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno. Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan; veneno de áspides hay debajo de sus labios. Su boca está llena de maldición y de amargura; sus pies se apresuran para derramar sangre; quebranto y desventura hay en sus caminos; y no conocieron camino de paz. No hay temor de Dios delante de sus ojos" (Rom. 3,10-18; Sal. 14,1-3). El Apóstol fulmina con estas graves palabras, no a cierta clase de personas, sino a todos los .descendientes de Adán. No reprende las malas costumbres de éste o del otro siglo, sino que acusa a la perpetua corrupción de nuestra naturaleza. Pues su intención en este lugar no es simplemente reprender a los hombres para que se enmienden, sino enseñarles a todos, desde el primero al último, que se encuentran oprimidos por tal calamidad, que jamás podrán librarse de ella si la misericordia de Dios no lo hace. Y como no se podía probar esto sin poner de manifiesto que nuestra naturaleza se halla hundida en esta miseria y perdición, alega estos testimonios con los que claramente se ve que nuestra naturaleza está más que perdida. Queda pues bien establecido que los hombres son como el Apóstol los ha descrito, no simplemente en virtud de alguna mala costumbre, sino por perversión natural. Pues de otra manera el argumento que usa no serviría para nada. Muestra el Apóstol que nuestra única salvación está en la misericordia de Dios; pues todo hombre está por sí mismo sin esperanza y perdido. No me detengo aquí a aplicar estos testimonios a la intención de san Pablo, pues los acepto ahora como si el Apóstol hubiera sido el primero en proponerlos, sin tomarlos de los Profetas.
  En primer lugar, despoja al hombre de la justicia, es decir, de la integridad y pureza. Luego le priva de inteligencia dando como prueba el haberse apartado el hombre de Dios, que es el primer grado de la sabiduría. A continuación afirma que todos se han extraviado, y están cómo podridos, de suerte que no hacen bien alguno. Cuenta luego las abominaciones con que han contaminado su cuerpo los que se han entregado a la maldad. Finalmente, declara que todos están privados del temor de Dios, el cual debiera ser la regla a la que conformáramos toda nuestra vida.
   Si tales son las riquezas que los hombres reciben en herencia, en vano se busca en nuestra naturaleza cosa alguna que sea buena. Convengo en que no aparecen en cada hombre todas estas abominaciones, pero nadie podrá negar que todos llevamos en nuestro pecho esta semilla del mal. Porque igual que un cuerpo cúando tiene en sí la causa de su enfermedad no se dice ya que esté sano, aunque aún no haya hecho su aparición la enfermedad ni experimente dolor alguno, del mismo modo el alma no podrá ser tenida por sana encerrando en sí misma tanta inmundicia. Y aun esta semejanza no tiene plena aplicación; porque en el cuerpo, por muy enfermo que esté, siempre queda alguna fuerza vital; pero el alma, hundida en este cieno mortal, no solamente esta cargada de vicios, sino además vacía de todo bien.

3. Los paganos no tienen virtud alguna sino es por la gracia de Dios
   Surge aquí de nuevo la misma disputa de que antes hemos tratado. Porque siempre ha habido algunos que, tomando la naturaleza por guía, han procurado durante toda su vida seguir el sendero de la, virtud. Y no considero el que se puedan hallar muchas faltas en sus costumbres; pues lo cierto es que con su honestidad demostraron que en su naturaleza hubo ciertos grados de pureza. Aunque luego explicaremos más ampliamente en qué estima son tenidas estas virtudes delante de Dios, al tratar del valor de las obras, es necesario decir ahora lo que hace al propósito que tenemos entre manos.
   Estos ejemplos parece que nos invitan a pensar que la naturaleza humana no es del todo viciosa, pues vemos que algunos por inclinación natural, no solamente hicieron obras heroicas, sino que se condujeron honestísimamente toda su vida. Pero hemos de advertir, que en la corrupción universal de que aquí hablamos aún queda lugar para la gracia de Dios; no para enmendar la perversión natural, sino para reprimirla y contenerla dentro. Porque si el Señor permitiera a cada uno seguir sus apetitos a rienda suelta, no habría nadie que no demostrase con su personal experiencia que todos los vicios con que san Pablo condena a la naturaleza humana estaban en él. Pues, ¿quién podrá eximirse de no ser del número de aquéllos cuyos pies son ligeros para derramar sangre, cuyas manos están manchadas por hurtos y homicidios, sus gargantas semejantes a sepulcros abiertos, sus lenguas engañosas, sus labios emponzoñados, sus obras inútiles, malas, podridas y mortales; cuyo corazón está sin Dios, sus entrañas llenas de malicia, sus ojos al acecho para causar mal, su ánimo engreído para mofarse; en fin, todas sus facultades prestas para hacer mal (Rom.3, l0)? Si toda alma está sujeta a estos monstruosos vicios, como muy abiertamente lo atestigua el Apóstol, bien se ve lo que sucedería si el Señor soltase las riendas a la concupiscencia del hombre, para que hiciese cuanto se le antojase. No hay fiera tan enfurecida, que a tanto desatino llegara; no hay río, por enfurecido y violento que sea, capaz de desbordarse con tal ímpetu.
   El Señor cura estas enfermedades en sus escogidos del modo que luego diremos, y a los réprobos solamente los reprime tirándoles del freno para que no se desmanden, según lo que Dios sabe que conviene para la conservación del mundo. De aquí procede el que unos por vergüenza, y otros por temor de las leyes, se sientan frenados para no cometer muchos géneros de torpezas, aunque en parte no pueden disimular su inmundicia y sus perversas inclinaciones. Otros, pensando que el vivir honestamente les resulta-muy provechoso, procuran como pueden llevar este género de vida. Otros, no contentos con esto quieren ir más allá, esforzándose con cierta majestad en tener a los demás en sujeción. De esta manera Dios, con su providencia refrena la perversidad de nuestra naturaleza para que no se desmande, pero no la purifica por dentro.

4. Sin el deseo de glorificar a Dios, todas sus gracias son mancilladas
Quizá diga alguno que la cuestión no está aún resuelta. Porque, o hacemos a Camilo semejante a Catilina, o tendremos que ver por fuerza en Camilo, que si la naturaleza se encamina bien, no está totalmente vacía de bondad.
   Confieso que las excelentes virtudes de Camilo fueron dones de Dios, y que con toda justicia, consideradas en sí mismas, son dignas de alabanza. Pero ¿de qué manera prueban que él tenía una bondad natural? Para demostrar esto hay que volver a reflexionar sobre el corazón y argumetar así: Si un hombre natural fue dotado de tal integridad en su manera de vivir, nuestra naturaleza evidentemente no carece de cierta facultad para apetecer el bien. Pero, ¿qué sucederá si el corazón fuere perverso y malo, que nada desea menos que seguir el bien? Ahora bien, si concedemos que él fue un hombre natural, no hay duda alguna de-que su corazón fue así. Entonces, ¿ qué facultad respecto al bien pondremos en la naturaleza humana, si en la mayor manifestación de integridad que conocemos resulta que siempre tiende a la corrupción? En consecuencia, así como no debemos alabar a un hombre de virtuoso, si sus vicios están encubiertos bajo capa de virtud, igualmente no hemos de atribuir a la voluntad del hombre la facultad de apetecer lo bueno, mientras permanezca estancada en su maldad.
   Por lo demás, la solución más fácil y evidente de esta cuestión es decir que estas virtudes no son comunes a la naturaleza, sino gracias particulares del Señor, que las distribuye incluso a los infieles del modo y en la medida que lo tiene por conveniente. Por eso en nuestro modo corriente de hablar no dudamos en decir que uno es bien nacido, y el otro no; que éste es de buen natural, y el otro de malo. Sin embargo, no por ello excluímos a ninguno de la universal condición de la corrupción humana, sino que damos a entender la gracia particular que Dios ha concedido a uno, y de la que ha privado al otro. Queriendo Dios hacer rey a Saúl lo formó como a un hombre nuevo (1 Sm. 10, 6). Por esto Platón, siguiendo la fábula de Homero, dice que los hijos de los reyes son formados de una masa preciosa, para diferenciarlos del vulgo, porque Dios, queriendo mirar por el linaje humano, dota de virtudes singulares a los que constituye en dignidad; y ciertamente que de este taller han salido los excelentes gobernantes de los que las historias nos hablan. Y lo mismo se ha de decir de los que no desempeñan oficios públicos.
    Mas, como quiera que cada uno, cuanto mayor era su excelencia, más se ha dejado llevar de la ambición, todas sus virtudes quedaron mancilladas y perdieron su valor ante Dios, y todo cuanto parecía digno de alabanza en los hombres profanos ha de ser tenido en nada. Además, cuando no hay deseo alguno de que Dios sea glorificado, falta lo principal de la rectitud. Es evidente que cuantos no han sido regenerados están vacíos y bien lejos de poseer este bien. No en vano se dice en Isaías, que el espíritu de temor de Dios reposará sobre Cristo (1s. 11,2). Con lo cual se quiere dar a entender, que cuantos son ajenos a Cristo están también privados de este temor, que es principio de sabiduría.
    En cuanto a las virtudes que nos engañan con su vana apariencia, serán muy ensalzadas ante la sociedad y entre los hombres en general, pero ante el juicio de Dios no valdrán lo más mínimo para obtener con ellas justicia.

5. El hombre natural está despojado de toda sana voluntad
Así que la voluntad estando ligada y cautiva del pecado, no pueden modo alguno moverse al bien, ¡cuánto menos aplicarse al mismo!; pues semejante movimiento es el principio de la conversión a Dios,lo cual la Escritura lo atribuye totalmente a la gracia de Dios. Y así Jeremías pide al Señor que le convierta, si quiere que sea convertido (Jer 31,18). Y por esta razón en el mismo capítulo, el profeta dice, describiendo la redención espiritual de los fieles, que son rescatados de la mano de otro más fuerte; dando a entender con tales palabras, cuán fuerte son los lazos que aprisionan al pecador mientras, alejado de Dios, vive bajo la tiranía del Diablo. Sin embargo, el hombre cuenta siempre con su voluntad, la cual por su misma afición está muy inclinada a pecar, ) busca cuantas ocasiones puede para ello. Porque cuando el hombre se vio envuelto en esta necesidad, no por ello fue despojado de su voluntad sino de su sana voluntad. Por esto no se expresa mal san Bernardo, a decir que en todos los hombres existe el querer; mas querer el bien e bendición, y querer lo malo, es pérdida. Así que al hombre le queda simplemente el querer; el querer el mal viene de nuestra naturaleza corrompida, y querer el bien, de la gracia. Y en cuanto a lo que digo, que la voluntad se halla despojada de su libertad y necesariamente atraída hacia el mal, es de maravillar que haya quien tenga por dura tal manera de hablar, pues ningún absurdo encierra en sí misma, y ha sido usada por los doctores antiguos.

Distinción entre necesidad y violencia. Puede que se ofendan los que no saben distinguir entre necesidad y violencia. Pero si alguien les preguntare a estos tales si Dios es necesariamente bueno y el Diablo es malo por necesidad, ¿qué responderán? Evidentemente la bondad de Dios está de tal manera unida a su divinidad, que tan necesario es que sea bueno, como que sea Dios. Y el Diablo por su caída de tal manera está alejado del bien, que no puede hacer cosa alguna, sino el mal. Y si alguno afirma con blasfemia que Dios no merece que se le alabe grandemente por su bondad, pues la tiene por necesidad, ¿quién no tendrá en seguida a mano la respuesta, que a su inmensa bondad se debe el que no pueda obrar mal, y no por violencia y a la fuerza? Luego, si no impide que la voluntad de Dios sea libre para obrar bien el que por necesidad haga el bien; y si el Diablo, que no es capaz de hacer más que el mal, sin embargo peca voluntariamente, ¿quién osará decir que el hombre no peca voluntariamente porque se ve forzado a pecar?
    San Agustín enseña de continuo esta necesidad; y, aun cuando Celestio le acusaba calumniosamente de hacer odiosa esta doctrina, no por eso dejó de insistir en ella, diciendo que por la libertad del hombre ha acontecido que pecase; pero ahora, la corrupción que ha seguido al castigo del pecado ha trocado la libertad en necesidad. Y siempre que toca este punto habla abiertamente de la necesaria servidumbre de pecar en que estamos. Así que debemos tener en cuenta esta distinción: que el hombre, después de su corrupción por su caída, peca voluntariamente, no forzado ni violentado; en virtud de una inclinación muy acentuada a pecar, y no por fuerza; por un movimiento de su misma concupiscencia, no porque otro le impulse a ello; y, sin embargo, que su naturaleza es tan perversa que no puede ser inducido ni encaminado más que al mal. Si esto es verdad, evidentemente está sometido a la necesidad de pecar.
    San Bernardo, teniendo presente la doctrina de san Agustín, habla de esta manera: "Sólo el hombre entre todos los animales es libre; y, sin embargo, después del pecado, padece una cierta violencia; pero de la voluntad, no de naturaleza, de suerte que ni aun así queda privado de su libertad natural", porque lo que es voluntario es también libre. Y poco después añade: “La voluntad cambiada hacia el mal por el pecado, por no sé qué extraña y nunca vista manera, se impone una necesidad tal, que ni la necesidad, siendo voluntaria, puede excusar la voluntad, ni la voluntad de continuo solicitada, puede desentenderse de la necesidad; porque esta necesidad en cierta manera es voluntaria". Y añade luego que estamos oprimidos por un yugo que no es otro que el de la sujeción voluntaria; y que por razón de tal servidumbre somos miserables, y por razón de la voluntad somos inexcusables; pues la voluntad siendo libre se hizo esclava del pecado. Finalmente concluye: "El alma, pues, queda encadenada como sierva de esta necesidad voluntaria y de una libertad perjudicial; y queda libre de modo extraño y harto nocivo; sierva por necesidad, y libre por voluntad. Y lo que es aún más sorprendente y doloroso: es culpable, por ser libre; y es esclava, porque es culpable; y de esta manera es esclava precisamente en cuanto es libre".
     Claramente se ve por estos testimonios que no estoy yo diciendo nada nuevo, sino que me limito a repetir lo que san Agustín ha dicho ya, con el común consentimiento de los antiguos, y lo que casi mil años después se ha conservado en los monasterios de los monjes. Pero el Maestro de las Sentencias, no habiendo sabido distinguir entre necesidad y violencia, ha abierto la puerta a un error muy pernicioso, diciendo que el hombre podría evitar el pecado, puesto que peca libremente'.

6.El único remedio es que Dios regenere nuestros corazones y nuestro
espíritu
Es menester considerar, por el contrario, cuál es el remedio que nos aporta la gracia de Dios, por la cual nuestra natural perversión queda corregida y subsanada. Pues, como el Señor, al darnos su ayuda, nos concede lo que nos falta, cuando entendamos qué es lo que obra en nosotros, veremos en seguida por contraposición cuál es nuestra pobreza.
    Cuando el Apóstol dice a los filipenses que él confía en que quien comenzó la buena obra en ellos, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo (Flp. 1, 6), no hay duda de que por principio de buena obra entiende el origen mismo y el principio de la conversión, lo cual tiene lugar cuando Dios convierte la voluntad. Así que Dios comienza su obra en nosotros inspirando en nuestro corazón el amor y el deseo de la justicia; o, para hablar con mayor propiedad, inclinando, formando y enderezando nuestro corazón hacia la justicia; pero perfecciona y acaba su obra confirmándonos, para que perseveremos. Así pues, para que nadie se imagine que Dios comienza el bien en nosotros cuando nuestra voluntad, que por sí sola es débil, recibe ayuda de Dios, el Espíritu Santo en otro lugar expone de qué vale nuestra voluntad por sí sola. "Os daré" dice Dios, "corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré en vosotros mi espíritu, y haré que andéis en mis estatutos” (Ez.36,26﷓27). ¿Quién dirá ahora que simplemente la debilidad de nuestra voluntad es fortalecida para que pueda aspirar eficazmente a escoger el bien, puesto que vemos que es totalmente reformada y renovada? Si la piedra fuera tan suave que simplemente con tocarla se le pudiera dar la forma que nos agradare, no negaré que el corazón del hombre posea cierta aptitud para obedecer a Dios, con tal de que su gracia supla la imperfección que tiene. Pero si con esta semejanza el Señor ha querido demostrarnos que era imposible extraer de nuestro corazón una sola gota de bien, si no es del todo transformado, entonces no dividamos entre Él y nosotros la gloria y alabanza que Él se apropia y atribuye como exclusivamente suya.

    Dios cambia nuestra voluntad de mala en buena. Así que, si cuando el Señor nos convierte al bien, es como si una piedra fuese convertida en carne, evidentemente cuanto hay en nuestra voluntad desaparece del todo, y lo que se introduce en su lugar es todo de Dios. Digo que la voluntad es suprimida, no en cuanto voluntad, porque en la conversión del hombre permanece íntegro lo que es propio de su primera naturaleza. Digo también que la voluntad es hecha nueva, no porque comience a existir de nuevo, sino porque de mala es convertida en buena. Y digo que esto lo hace totalmente Dios, porque, según el testimonio del Apóstol, no somos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos (2 Cor. 3,5). Por esta causa en otro lugar dice, que Dios no solamente ayuda a nuestra débil voluntad y corrige su malicia, sino que produce el querer en nosotros (Flp. 2,13). De donde se deduce fácilmente lo que antes he dicho: que todo el bien que hay en la voluntad es solamente obra de la gracia. Y en este sentido el Apóstol dice en otra parte, que Dios es quien obra "todas las cosas en todos” (1 Cor. 12,6). En este lugar no se trata del gobierno universal, sino que atribuye a Dios exclusivamente la gloria de todos los bienes de que están los fieles adornados. Y al decir "todas las cosas", evidentemente hace a Dios autor de la vida espiritual desde su principio a su término. Esto mismo lo había enseñado antes con otras palabras, diciendo que los fieles son de Dios en Cristo (1 Cor. 8,6). Con lo cual bien claramente afirma una nueva creación, por la cual queda destruido todo lo que es de la naturaleza común.
A esto viene también la oposición entre Adán y Cristo, que en otro lugar propone más claramente, donde dice que nosotros ﷓somos hechura suya, creados en Cristo, para buena ' s obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas" (Ef. 2, 10). Pues con esta razón quiere probar que nuestra salvación es gratuita, en cuanto que el principio de todo bien proviene de la segunda creación, que obtenemos en Cristo. Ahora bien, si hubiese en nosotros la menor facultad del mundo, también tendríamos alguna parte de mérito. Pero, a fin de disipar esta fantasía de un mérito de nuestra parte, argumenta de esta manera: "por que en Cristo fuimos creados para las buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano"; con las cuales palabras quiere decir que todas las buenas obras en su totalidad, desde el primer momento hasta la perseverancia final, pertenecen a Dios.
    Por la misma razón el Profeta, después de haber dicho que somos hechura de Dios, para que no se establezca división alguna añade que nosotros no nos hicimos (Sal. 100, 3); y que se refiere a la regeneración, principio de la vida espiritual, está claro por el contexto; pues luego sigue: "pueblo suyo somos, y ovejas de su prado" (Ibid.). Vemos, pues, que el Profeta no se dio por satisfecho con haber atribuido a Dios simplemente la gloria de nuestra salvación, sino que nos excluye totalmente de su compañía, como si dijera que ni tanto así le queda al hombre de que poderse gloriar, porque todo es de Dios.

7. La voluntad, preparada por la gracia, ¿desempeña algún papel independientemente de ésta?
Mas, quizás haya alguno que se muestre de acuerdo en que la voluntad por sí misma está alejada del bien y que por la sola potencia de Dios s convierte a la justicia, pero que, a pesar de todo, una vez preparada, obra también en ella por su parte, como escribe san Agustín: "La gracia precede a toda buena obra, y en el bien obrar la voluntad es conducida por la gracia, y no la guía; la voluntad sigue, y no precede"'. Esta sentencia no contiene mal alguno en sí, pero ha sido pervertida y mal aplicada a est( propósito por el Maestro de las Sentencias . Ahora bien, digo que tanto en las palabras que he citado del Profeta como en otros lugares semejantes hay que notar dos cosas: que el Señor corrige, o por mejor decir, destruyó nuestra perversa voluntad, y que luego nos da El mismo otra buena. En cuanto nuestra voluntad es prevenida por la gracia, admito que se la llame sierva; pero en cuanto al ser reformada es obra de Dios, no se puede atribuir al hombre que él por su voluntad obedezca a la gracia preveniente.

    La gracia sola produce la voluntad. Por tanto, no se expresó bien san Crisóstomo cuando dijo: “Ni la gracia sin la voluntad, ni la voluntad sin la gracia, pueden obrar cosa alguna"'. Como si la voluntad misma no fuera hecha y formada por la gracia según lo hemos probado poco antes por san Pablo.
En cuanto a san Agustín, su intención, al llamar a la voluntad sierva de la gracia, no fue atribuirle papel alguno en el bien obrar, sino que únicamente pretendía refutar la falsa doctrina de Pelagio, el cual ponía  como causa primera de la salvación los méritos del hombre. Así que san Agustín insistía en lo que hacía a su propósito, a saber, que la gracia precede a todo mérito; dejando aparte la cuestión del perpetuo efecto de la gracia en nosotros, de lo cual trata admirablemente en otro lugar. Porque, cuando dice repetidas veces que el Señor previene al que no quiere, para que quiera, y que asiste al que quiere, para que no quiera en vano, pone al Señor como autor absoluto de las buenas obras. Por lo demás, sobre este tema hay en sus escritos muchas sentencias harto claras: "Los hombres," dice, "se esfuerzan por hallar en nuestra voluntad lo que nos pertenece a nosotros, y no a Dios; mas yo no sé cómo lo podrán encontrar". Y en el libro primero contra Pelagio y Celestio, interpretando aquel dicho de Cristo: "Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn. 6,45), dice: "La voluntad del hombre es ayudada de tal manera que no solamente sepa lo que ha de hacer, sino que, sabiéndolo, lo ponga también por obra; y así, cuando Dios enseña, no por la letra de la ley, sino por la gracia del espíritu, de tal manera enseña que lo que cada uno ha aprendido, no solamente lo vea conociéndolo, sino que también, queriéndolo lo apetezca, y obrando lo lleve a cabo".

8. Testimonio de la Escritura
    Y como quiera que nos encontramos en el punto central de esta materia, resumamos en pocas palabras este tema, y confirmémoslo con testimonios evidentes de la Escritura. Y luego, para que nadie nos acuse de que alteramos la Escritura, mostremos que la verdad que enseñamos, también la enseñó san Agustín. No creo que sea conveniente citar todos los testimonios que se pueden hallar en la Escritura para confirmación de nuestra doctrina; bastará que escojamos algunos que sirvan para comprender los demás, que por doquier aparecen en la Escritura. Por otra parte me parece que no estará de más mostrar con toda evidencia que estoy lejos de disentir del parecer de este gran santo, al que la Iglesia tiene en tanta veneración'.
    Ante todo, se verá con razones claras y evidentes que el principio del bien no viene de nadie más que de Dios. Pues nunca se verá que la voluntad Se incline al bien si no es en los elegidos. Ahora bien, la causa de la elección hay que buscarla fuera de los hombres; de donde se sigue que el hombre no tiene la buena voluntad por sí mismo, sino que proviene del mismo gratuito favor con que fuimos elegidos antes de la creación del mundo.
    Hay también otra razón no muy diferente a ésta: perteneciendo a la fe el principio del bien querer y del bien obrar, hay que ver de dónde proviene la fe misma. Ahora bien, como la Escritura repite de continuo que la fe es un don gratuito de Dios, se sigue que es una pura gracia suya el que comencemos a querer el bien, estando naturalmente inclinados al mal con todo el corazón.
    Por tanto, cuando el Señor en la conversión de los suyos pone estas dos cosas: quitarles el corazón de piedra, y dárselo de carne, claramente atestigua la necesidad de que desaparezca lo que es nuestro, para que podamos ser convertidos a la justicia; y, por otra parte, que todo cuanto pone en su lugar, viene de su gracia. Y esto no lo dice en un solo pasaje. Porque también leemos en Jeremías: "Y les daré un corazón, y un camino, para que me teman perpetuamente" (Jer. 32,39). Y un poco después: "Y pondré mi temor en el corazón de ellos, para que no se aparten de mí" (Jer. 32,40). Igualmente en Ezequiel: "Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne" (Ez. 11, 19). Más claramente no podría Dios privarnos a nosotros y atribuirse a sí mismo la gloria de todo el bien y rectitud de nuestra voluntad, que llamando a nuestra conversión creación de un nuevo espíritu y un nuevo corazón. Pues de ahí se sigue que ninguna cosa buena puede proceder de nuestra voluntad mientras no sea reformada; y que después de haberlo sido, en cuanto es buena es de Dios, y no de nosotros mismos.

9. La experiencia de los santos
Y así vemos que los santos han orado, como cuando Salomón decía: “Incline" -el Señor - "nuestro corazón hacia él, para que andemos en todos sus caminos, y guardemos todos sus mandamientos..." (1 Re. 8,58). Con ello demuestra la rebeldía de nuestro corazón al decir que es naturalmente rebelde contra Dios y su Ley, si Dios no lo convierte. Lo mismo se dice en el Salmo: "Inclina mi corazón a tus testimonios" (Sal. 119,36). Pues hay que notar siempre la oposición entre la perversidad que nos induce a ser rebeldes a Dios, y el cambio por el que somos sometidos a su servicio. Y cuando David, viendo que durante algún tiempo había sido privado de la gracia de Dios, pide al Señor que cree en él un corazón limpio y renueve en sus entrañas el espíritu de rectitud (Sal. 5 1, 10), ¿no reconoce con ello que todo su corazón está lleno de suciedad, y que su espíritu se halla encenagado en la maldad? Además, al llamar a la limpieza que pide, "obra de Dios", ¿no le atribuye por ventura toda la gloria?
    Si alguno replica que esta oración es mera señal de un afecto bueno y santo, la respuesta la tenemos a mano; pues, aunque David ya estaba en parte en el buen camino, no obstante él compara el estado en que primeramente se encontraba con el horrible estrago y miseria en que había caído, de lo cual tenía buena experiencia. Y así, considerándose como apartado de Dios, con toda razón pide que se le dé todo lo que Dios otorga a sus elegidos en la regeneración. Y por eso, sintiéndose semejante a.un muerto, deseó ser formado de nuevo, a fin de que, de esclavo de Satanás, sea convertido en instrumento del Espíritu Santo.

Nada podemos sin Cristo. De cierto, ¡es sorprendente nuestro orgullo! No hay nada que con mayor encarecimiento nos mande el Señor que la religiosa observancia del sábado, es decir, que descansemos de las obras; y no hay nada más difícil de conseguir de nosotros que dejar a un lado nuestras obras para dar el debido lugar a las de Dios. Si no nos lo impidiera nuestro orgullo, el Señor Jesús nos ha dado suficientes testimonios de sus gracias y mercedes, para que no sean arrinconadas maliciosamente. "Yo soy", dice, "la vid verdadera, y mi Padre es el labrador" (Jn. 15, 1). "Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí...; porque separados de mí nada podéis hacer" (Jn. 15,4. 5). Si nosotros no damos más fruto que un sarmiento cortado de su cepa, que está privado de su savia, no hay por qué seguir investigando respecto a la aptitud de nuestra naturaleza para el bien. Ni tampoco ofrece duda alguna la conclusión: Separados de mí nada podéis hacer. No dice que es tal nuestra enfermedad que no podemos valernos; sino que al reducirnos a nada, excluye cualquier suposición de que haya en nosotros ni sombra de poder. Si nosotros, injertados en Cristo, damos fruto como la cepa, que recibe su fuerza de la humedad de la tierra, del rocío del cielo y del calor del sol, me parece evidente que no nos queda parte alguna en las buenas obras, si queremos dar enteramente a Dios lo que es suyo.
    Es una vana sutileza la de algunos, al decir que en el sarmiento está ya el jugo y la fuerza para producir el fruto; y, por tanto, que el sarmiento no lo toma todo de la tierra ni de su principal raíz, pues pone algo por sí mismo. Porque Cristo no quiere decir sino que por nosotros mismos no somos más que un palo seco y sin virtud alguna cuando estamos separados de Él; porque en nosotros mismos no existe facultad alguna para obrar bien, como lo dice en otra parte: "Toda planta que no plantó mi Padre celestial será desarraigada" (Mt. 15,13).

   Dios da el querer y el obrar. Por esto el Apóstol le atribuye toda la gloria: "Dios es el que en nosotros produce así el querer como el hacer" (Flp. 2,13). La primera parte de la buena obra es la voluntad; la otra, el esfuerzo de ponerla en práctica: de lo uno y de lo otro es Dios autor. Por tanto, se sigue que si el hombre se atribuye a sí mismo alguna cosa, sea respecto al querer el bien, o a llevarlo a la práctica, en la misma medida priva de algo a Dios. Si se dijere que Dios ayuda la debilidad de la voluntad, algo nos quedaría a nosotros; pero al decir que hace la voluntad, demuestra que todo el bien que hay en nosotros viene de fuera, y no es nuestro. Y porque aun la misma buena voluntad está oprimida por el peso de la carne, de suerte que no puede conseguir lo que pretende, añade luego que para vencer las dificultades que nos salen al paso, el Señor nos da constancia y esfuerzo a fin de obrar hasta el fin. Pues de otro modo no podría ser verdad lo que dice en otro lugar: "Dios que hace todas las cosas en todos, es el mismo" (1 Cor. 12,6), en lo cual hemos demostrado que se comprende todo el curso de la vida espiritual. Por esta causa David, después de haber pedido al Señor que le mostrase sus caminos, para andar en su verdad, dice luego: "Afirma mi corazón para que tema tu nombre" (Sal. 86, 11). Con lo cual quiere decir que incluso los de buenos sentimientos están tan sujetos a engaños, que fácilmente se desvanecerían, o se irían como eI agua, si no fuesen fortalecidos con la constancia. Y de acuerdo con esto, en otro lugar, después de haber pedido que sus pasos sean encaminados a guardar la Palabra de Dios, suplica luego que se le conceda la fuerza para luchar. "Ninguna iniquidad", dice, "se enseñoree de mí" (Sal. 119,133).
    De esta manera, pues, el Señor comienza y lleva a cabo la buena obra en nosotros: en cuanto con su gracia incita nuestra voluntad a amar lo bueno y aficionarse a ello, a querer buscarlo y entregarse a ello; y, además, que este amor, deseo y esfuerzo no desfallezcan, sino que duren hasta concluir la obra; y, finalmente, que el hombre prosiga constantemente en la búsqueda del bien y persevere en él hasta el fin.

10. Se rechaza el libre arbitrio en la obra de la gracia salvadora
Dios mueve nuestra voluntad, no como durante mucho tiempo se ha enseñado y creído, de tal manera que después esté en nuestra mano desobedecer u oponernos a dicho impulso; sino con tal eficacia, que hay que seguirlo por necesidad. Por esta razón no se puede admitir lo que tantas veces repite san Crisóstomo: "Dios no atrae sino a aquellos que quieren ser atraídos”. Con lo cual quiere dar a entender que Dios extiende su mano hacia nosotros, esperando únicamente que aceptemos ser ayudados por su gracia. Concedemos, desde luego, que mientras el hombre permaneció en su perfección, su estado era tal que podía inclinarse a una u otra parte; pero después de que Adán ha demostrado con su ejemplo cuán pobre cosa es el libre albedrío, si Dios no lo quiere y lo puede todo en nosotros, ¿de qué nos servirá que nos otorgue su gracia de esa manera? Nosotros la destruiremos con nuestra ingratitud. Y el Apóstol no nos enseña que nos sea ofrecida la gracia de querer el bien, de suerte que podamos aceptarla, sino que Dios hace y forma en nosotros el querer; lo cual no significa otra cosa sino que Dios, por su Espíritu, encamina nuestro corazón, lo lleva y lo dirige, y reina en él como cosa suya. Y por Ezequiel no promete Dios dar a sus elegidos un corazón nuevo solamente para que puedan caminar por sus mandamientos, sino para que de hecho caminen (Ez. 11, 19-20; 36,27). Ni es posible entender de otra manera lo que dice Cristo: "Todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí" (Jn. 6,45), si no se entiende que la gracia de Dios es por sí misma eficaz para cumplir y perfeccionar su obra, como lo sostiene san Agustín en su libro De la Predestinación de los Santos (cap.VIII); gracia que Dios no concede a cada uno indistintamente, como dice, si no me engaño, el proverbio de Ockham: "La gracia no es negada a ninguno que hace lo que está en Sí".
    Por supuesto, hay que enseñar a los hombres que la bondad de Dios está a disposición de cuantos la buscan, sin excepción alguna. Pero, como quiera que ninguno comienza a buscarla antes de ser inspirado a ello por el cielo, no hay que disminuir, ni aun en esto, la gracia de Dios. Y es cierto que sólo a los elegidos pertenece el privilegio de, una vez regenerados por el Espíritu de Dios, ser por Él guiados y regidos. Por ello san Agustín, con toda razón, no se burla menos de los que se jactan de tener parte alguna en cuanto a querer el bien, que reprende a los que piensan que la gracia de Dios les es dada a todos indiferentemente. Porque la gracia es el testimonio especial de una gratuita elección. "La naturaleza dice, "es común a todos, mas no la gracia" . Y dice que es una sutileza reluciente y frágil como el vidrio, la de aquellos que extienden a todos en general lo que Dios da a quien le place. Y en otro lugar: ¿Cómo viniste a Cristo? Creyendo. Pues teme que por jactarte de haber encontrado por t mismo el verdadero camino, no lo pierdas. Yo vine, dirás, por mi libre albedrío, por mi propia voluntad. ¿De qué te ufanas tanto? ¿Quieres ver cómo aun esto te ha sido dado? Oye al que llama, diciendo: Ninguno viene a mí, si mi Padre no le trajere". Y sin disputa alguna se saca de las palabras del evangelista san Juan que el corazón de los fieles está gobernado desde arriba con tanta eficacia, que ellos siguen ese impulso con un afecto inflexible. "Todo aquel", dice, "que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él" (1 Jn. 3,9). Vemos, pues, que el movimiento sin eficacia que se imaginan los sofistas, por el cual Dios ofrece su gracia de tal manera que cada uno pueda rehusarla o aceptarla según su beneplácito, queda del todo excluido cuando afirmamos que Dios nos hace de tal manera perseverar, que no corremos peligro de poder apartarnos.

11. La perseverancia nada debe al mérito del hombre
Tampoco se debería dudar absolutamente de que la perseverancia es un don gratuito de Dios, si no hubiera arraigado entre los hombres la falsa opinión de que se le dispensa a cada uno según sus méritos; quiero decir, según que demuestre no ser ingrato a la primera gracia. Mas, como este error procede de los que se imaginaron que está en nuestra mano poder rehusar o aceptar la gracia que Dios nos ofrece, refutada esta opinión, fácilmente también se deshace el error subsiguiente. Aunque en esto hay un doble error. Porque, además de decir que usando bien de la primera gracia merecemos otras nuevas con las que somos premiados por el buen uso de la primera, añaden también que ya no es solamente la gracia quien obra en nosotros, sino que obra juntamente con nosotros cooperando.
    En cuanto a la primera, hay que decir que el Señor, al multiplicar sus gracias en los suyos y concederles cada día otras nuevas, como le es acepta y grata la obra que en ellos comenzó, encuentra en ellos motivo y ocasión de enriquecerlos más aumentando cada día sus gracias. A este propósito hay que aplicar las sentencias siguientes: "Al que tiene se le dará". Y: "Bien, buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré" (Mt. 25,2 1 ; Lc. 19,17. 26). Pero hemos de guardarnos de dos vicios: que el buen uso de la gracia primera no se le atribuya al hombre, como si él con su industria hiciera eficaz la gracia de Dios; y lo segundo, que no se puede decir que las gracias concedidas a los fieles son para premiarles por haber usado bien la primera gracia, como si no les viniese todo de la bondad gratuita de Dios.
Concedo que los fieles han de esperar esta bendición de Dios, que cuanto mejor uso hagan de sus gracias, tanto mayores les serán concedidas. Pero digo además, que este buen uso viene igualmente del Señor, y que esta remuneración procede de su gratuita benevolencia.

    Se rechaza la gracia cooperante de los escolásticos. Los doctores escolásticos distinguen corrientemente la gracia operante y la cooperante; pero abusan de tal distinción echándolo todo a perder. Es cierto que también san Agustín la empleó, pero añadiendo una aclaración para dulcificar lo que parecía tener de áspero. "Dios", dice, "perfecciona cooperando" - quiere decir, obrando juntamente con otro - "lo que comenzó obrando; y esto es una misma gracia, pero se llama con nombres diversos conforme a las diversas maneras que tiene de obrar"'. De donde se sigue que no hace división entre Dios y nosotros, como si hubiese concurrencia simultánea de Dios y nuestra, sino que únicamente demuestra Cómo aumenta la gracia. A este propósito viene bien lo que antes hemos ale gado, que la buena voluntad del hombre precede a muchos dones de Dios, entre los cuales está la misma voluntad. De donde se sigue que no queda nada que pueda atribuirse a sí misma. Lo cual expresamente san Pablo lo ha declarado. Después de decir que Dios es quien produce en nosotros el querer como el obrar (Flp. 2,13), añade que lo uno y lo otro lo hace "por su buena voluntad", queriendo decir con esta expresión su gratuita benignidad.
    En cuanto a lo que dicen, que después de haber aceptado la primera gracia, cooperamos nosotros con Dios, respondo: si quieren decir que una vez que por el poder de Dios somos reducidos a obedecer a la justicia voluntariamente vamos adelante siguiendo la gracia, entonces no me opongo, porque es cosa bien sabida que donde reina la gracia de Dios hay tal prontitud para obedecer. Pero ¿de dónde viene esto, sino de que el Espíritu Santo, que nunca se contradice, alienta y confirma en nosotros la inclinación a obedecer que al principio formó, para que persevere? Mas, si por el contrario, quieren decir que el hombre tiene de su propia virtud el cooperar con la gracia de Dios, afirmo que sostienen un error pernicioso.

12. Para confirmación de su error alegan falsamente el dicho del Apóstol:
"He trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo" (1 Cor. 15, 10). Entienden este texto como sigue: como parece que el Apóstol se gloria con mucha arrogancia de haber aventajado a los demás, se corrige atribuyendo la gloria a la gracia de Dios, pero de tal manera que se pone como parte con Dios en su obrar. Es sorprendente que tantos - que bajo otro aspecto no eran malos - hayan tropezado en este obstáculo. Porque el Apóstol no dice que la gracia de Dios trabajó con él, tomándolo como compañero y parte en el trabajo, sino que precisamente con tal corrección atribuye todo el honor de la obra a la gracia exclusivamente. No soy yo, dice, el que ha trabajado, sino la gracia de Dios, que me asistía. Les engañó lo ambiguo de la expresión, y especialmente la deficiente traducción, que pasa por alto la fuerza del artículo griego. Pues si se traduce al pie de la letra el texto del Apóstol, no dice que la gracia de Dios cooperó con él, sino que la gracia que le asistía lo hacía todo. Es lo que san Agustín con toda evidencia y con pocas palabras expone como sigue: "Precede la buena voluntad del hombre a muchos dones de Dios, mas no a todos, porque ella entra en su número". y da luego la razón: "porque está escrito: su misericordia me previene, y su misericordia me seguirá (Sal. 59, 10; 23,6); al que no quiere, Dios le previene para que quiera; al que quiere, le sigue, para que no quiera en vano"'. Con lo cual se muestra de acuerdo san Bernardo al presentar a la Iglesia diciendo: "Oh Dios, atráeme como por fuerza, para hacer que yo quiera; tira de mí, que soy perezosa, para que me hagas correr".

13. Testimonio de san Agustin
Oigamos ahora las palabras mismas de san Agustín, para que los pelagianos de nuestro tiempo, es decir, los sofistas de la Sorbona, no nos echen en cara, como acostumbran, que todos los doctores antiguos nos son contrarios. Con lo cual evidentemente imitan a su padre Pelagio, que empleó la misma calumnia con san Agustin.
    Trata éste por extenso esta materia en el libro que titulé De la Corrección y de la Gracia, del cual citaré brevemente algunos lugares, aunque con sus mismas palabras. Dice él, que la gracia de perseverar en el bien le fue dada a Adán, para que usara de ella si quería; pero que a nosotros se nos da para que queramos, y, queriendo, venzamos la concupiscencia (cap. XI). As! que Adán tuvo el poder, si hubiere querido, mas no tuvo el querer, para poder; a nosotros se nos da el querer y el poder. La primera libertad fue poder no pecar; la nuestra es mucho mayor: no poder pecar (cap. XII). Y a fin de que no pensemos algunos, como lo hizo el Maestro de las Sentencias', que se refería a la perfección de que gozamos en la gloria, más abajo quita la duda, diciendo: "La voluntad de los fieles es de tal manera guiada por el Espíritu Santo, que pueden obrar bien precisamente porque así lo quieren; y quieren, porque Dios hace que quieran (2 Cor. 12,9). Porque si con tan grande debilidad que requiere la intervención de la potencia de Dios para reprimir nuestro orgullo, se quedasen con su voluntad, de suerte que con el favor de Dios pudiesen, si quisieran, y Dios no hiciese que ellos quisieran, en medio de tantas tentaciones su flaca voluntad caería, y con ello no podrían perseverar. Por eso Dios ha socorrido a la flaqueza de la voluntad de los hombres dirigiéndola con su gracia sin que ella pueda irse hacia un lado u otro; y así, por débil que sea, no puede desfallecer". Poco después, en el capítulo catorce, trata también por extenso de cómo nuestros corazones necesariamente siguen el impulso de Dios, cuando Él los toca, diciendo así: "Es verdad que Dios atrae a los hombres de acuerdo con la voluntad de los mismos y no forzándolos, pero es Él quien les ha dado tal voluntad﷓﷓﷓.
    He aquí, confirmado por boca de san Agustín, nuestro principal intento; a saber: que la gracia no Ja ofrece Dios solamente para que pueda ser rehusada o aceptada, según le agrade a cada uno, sino que la gracia, y únicamente ella, es la que inclina nuestros corazones a seguir su impulso, y hace que elijan y quieran, de tal manera que todas las buenas obras que se siguen después son frutos y efecto de la misma; y que no hay voluntad alguna que la obedezca, sino la que ella misma ha formado. Y por ello, el mismo san Agustín dice en otra parte, que no hay cosa alguna, pequeña o grande, que haga obrar bien, más que la gracia.

14. La gracia de la perseverancia es gratuita
En cuanto a lo que dice en otra parte, que la voluntad no es destruida por la gracia, sino simplemente de mala convertida en buena, y que después de volverla buena, es además ayudada, con esto solamente pretende decir que el hombre no es atraído como si fuese un tronco sin movimiento alguno de su corazón, y como a la fuerza; sino que es de tal manera tocado, que obedece de corazón.
    Y que la gracia sea otorgada gratuitamente a los elegidos, lo dice particularmente escribiendo a Paulino: "Sabemos que la gracia de Dios no es dada a todos los hombres; y a los que se les da, no les es dada según el mérito de sus obras, ni los méritos de su voluntad, sino de acuerdo con la gratuita bondad de Dios; y a los que no se les da, sabemos que no se les da por justo juicio de Dios." Y en la misma carta' condena de hecho la opinión de los que piensan que la gracia segunda es dada a los hombres por sus méritos, como si al no rechazar la gracia primera se hubieran hecho dignos de ella. Porque él quiere que Pelagio confiese que la gracia nos es necesaria en toda obra, y que no se da en pago de las obras, para que de veras sea gracia.
    Pero no es posible resumir esta materia más brevemente de lo que él lo expone en el capitulo octavo del libro De la Corrección y de la Gracia. Enseña allí primeramente que la voluntad del hombre no alcanza la gracia por su libertad, sino la libertad por la gracia; en segundo lugar, que en virtud de aquella gracia se conforma al bien, porque se le imprime un deleitable afecto a perseverar en él; lo tercero, que es fortalecida con una fuerza invencible para resistir al mal; en cuarto lugar, que estando regida por ella jamás falta, pero si es abandonada, al punto cae otra vez. Asimismo, que por la gratuita misericordia de Dios la voluntad es convertida al bien, y convertida, persevera en él. Que, cuando la voluntad del hombre es guiada al bien, el que, después de ser a él encaminada, sea constante en él, todo esto depende de la voluntad de Dios únicamente, y no de mérito alguno suyo. De esta manera, no le queda al hombre más albedrío - si así se puede llamar - que el que él describe en otro lugar: “tal que ni puede convertirse a Dios, ni permanecer en Dios, mas que por la sola gracia; y que todo cuanto puede, sólo por la gracia lo puede".

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