CAPÍTULO VIII

EXPOSICIÓN DE LA LEY MORAL,
O LOS MANDAMIENTOS


1. Razones por las cuales nos ha dado Dios su Ley escrita
   Paréceme que no estará fuera de propósito introducir aquí, una breve exposición de los mandamientos de la Ley. De esta manera se entenderá mucho más c1aramente lo que vengo exponiendo; a saber, que el servicio y culto que Dios estableció en otro tiempo permanece aún en su fuerza y vigor. Y asimismo quedará confirmado el segundo punto que hemos mencionado: que no solamente se ha enseñado a los judíos la legítima manera de servir a Dios, sino además, por el horror del juicio, viendo que no tenían fuerza suficiente para cumplir la Ley, han sido llevados como a la fuerza hasta el Mediador..
   Al exponer las cosas que se requieren para conocer verdaderamente a Dios, dijimos que nosotros no podemos comprenderle conforme a su verdadera grandeza sin sentirnos al momento sobrecogidos por su majestad que nos obliga a servirle. Y respecto al conocimiento de nosotros mismos hemos dicho que el punto principal consiste en que, vaciándonos nosotros de toda opinión de nuestra propia virtud y despojándonos de toda confianza en nuestra propia justicia, humillados con el sentimiento de nuestra necesidad y miseria, aprendamos la verdadera humildad y el conocimiento de lo que realmente somos.
   Ambas cosas nos las muestra el Señor en su Ley. En ella, atribuyéndose en primer lugar la autoridad de mandar, nos enseña el temor y la reverencia que debemos a su divina majestad, y nos enseña en qué consiste esta reverencia. Luego, al promulgar la regla de su justicia (a la cual nuestra mala y corrompida naturaleza es perpetuamente contraria y siente repugnancia de la misma, no pudiendo corresponder a ella con la perfección que exige, por ser nuestra posibilidad de hacer el bien muy débil) nos convence de nuestra impotencia y de la injusticia que existe en nosotros.
   Ahora bien, todo cuanto hay que saber de las dos Tablas, en cierta manera nos lo dicta y enseña esa ley interior, que antes hemos dicho está escrita y como impresa en los corazones de todos los hombres. Porque nuestra conciencia no nos permite dormir en un sueño perpetuo sin experimentar dentro el sentimiento de su presencia para advertirnos de nuestras obligaciones para con Dios, y de mostrarnos sin lugar a dudas la diferencia que existe entre el bien y el mal, así acusarnos cuando no cumplimos con nuestro deber.
   Sin embargo, el hombre está de tal manera sumido en la ignorancia de sus errores, que le resulta difícil mediante esta ley natural gustar, siquiera sea un poco, cuál es el servicio y culto que a Dios le agrada; evidentemente se halla muy lejos de él. Además, está tan lleno de arrogancia y de ambición, y tan ciego por el amor de sí mismo, que ni siquiera es capaz de mirarse para aprender a someterse, humillarse y confesar su miseria. Por ello, por sernos necesario en virtud de la torpeza y contumacia de nuestro entendimiento, el Señor nos dio su Ley escrita, para que nos testificase más clara y evidentemente la que en la ley natural estaba más oscuro, y para avivar nuestro entendimiento y nuestra memoria, librándonos de nuestra dejadez.

2. El Dios creador, nuestro Señor y Padre, tiene el derecho de ser glorificado
   Resulta ahora fácil entender qué es la que debemos aprender de la Ley; a saber, que siendo Dios nuestra Creador, con todo título hace con nosotros de Padre y de Señor; y que par esta razón nosotros debemos glorificarle, amarle, reverenciarle y temerle. Asimismo, que nosotros no somas libres para hacer todo aquello a que nuestros apetitos nos inclinan, sino que estando pendientes de Su voluntad, solamente hemos de insistir en la que a Él le place. Que Él ama la justicia y la rectitud; y, por el contrario, aborrece la maldad. Por lo tanto, si no queremos apartarnos de nuestra Creador mediante una perversa ingratitud, es necesaria que todos las días de nuestra vida amemos la justicia y vivamos de acuerdo con ella. Porque si precisamente le damos la reverencia que le es debida, cuando anteponemos su voluntad a la muestra, se sigue que el único culto verdadero can que le debemos servir es vivir conforme a la justicia, la santidad y la pureza. Y es inútil que el hambre pretenda excusarse con que no le es posible pagar sus deudas, par ser un deudor pobre, ya que no hemos de medir la gloria de Dios conforme a nuestra pasibilidad. Seamos nosotros como fuéremos, Él siempre es semejante a sí misma; siempre es amigo de la justicia y enemigo de la maldad. Todo cuanto nos pide - pues no puede pedirnos más que la que es justo - por natural obligación estamos obligados a hacerlo; y la culpa de que no podamos hacerlo es enteramente nuestra. Porque si nos encontramos enredados en nuestros propios apetitos, en las cuales reina el pecado, de tal manera que no nos sintamos libres para hacer la que nuestra Padre nos ordena, es inútil que aleguemos en defensa propia esta necesidad, cuyo mal está dentro de nosotras mismos, y a nosotros mismos únicamente debe ser imputada.

3. La Ley nos obliga a recurrir a la misericordia de Dios
   Si nosotros nos hubiéremos aprovechado de la doctrina de la Ley hasta este punto, entonces ella misma nos dirigirá, y haciéndanos descender hasta nosotros mismos, nos dará a conocer la que somos; de la cual sacaremos un doble fruto. En primer lugar, que cotejando la justicia de la Ley can nuestra vida veamos cuán lejos estamos de poder cumplir la voluntad de Dios, y que por ello somos indignos de ser contados entre sus criaturas, cuanto más entre sus hijos. En segunda lugar, que con la consideración de nuestras fuerzas nos demos cuenta de que no solamente no pueden cumplir lo que Dios nos manda, sino que carecen en absoluto de todo valor.
   De ahí se sigue necesariamente la desconfianza de nuestras propias fuerzas, y una angustia y aflicción de espíritu. Porque la conciencia no puede tolerar el peso del pecado, sin que al momento se presente a sus ojos el juicio de Dios. Y no puede pensar en el juicio de Dios sin echarse a temblar can un horror de muerte. Asimismo la conciencia, convencida de su impotencia por experiencia, necesariamente tendrá que desesperar de sus fuerzas propias. Ambas sentimientos engendran depresión de espíritu y abatimiento.
   Como resultado de todo esto, el hombre, atemorizado por el sentimiento de la muerte eterna, que ve amenazarle en virtud de sus injusticias, se acoge a la misericordia de Dios como único puerto de salvación; y sintiéndose impotente para saldar lo que debe a la Ley, desesperando de sí mismo, se anima a esperar y pedir socorro en otra parte.

4. Por esto precisamente la Ley contiene promesas de vida y amenazas de muerte
Mas el Señor, no contento can mostrar el respeto y obediencia que debemos tener a su justicia, para inducir nuestros corazones a amarla y aborrecer la maldad, añade además promesas y amenazas. Porque coma nuestro entendimiento de tal manera se ciega, que es incapaz de conmoverse por la sola hermosura de la virtud, quiso este Padre clementísimo, conforme a su benignidad, atraernos can la dulzura y el galardón que nos ha propuesto,  para que la amemos y deseemos.
   Por eso el Señor declara que quiere remunerar la virtud, y que el que obedezca a sus mandamientos no perderá su recompensa. Y, al contrario, afirma que no solamente detesta la injusticia, sino que no la dejará pasar sin castigo, pues ha determinado vengar las ultrajes a su majestad. Y para estimularnos par todos los medios posibles, promete las bendiciones de la vida presente y la eterna bienaventuranza a los que guardaren sus mandamientos; y, al contrario, amenaza a los transgresores con las calamidades de esta, vida y con la muerte eterna. Porque aquella promesa: "Las cuales (estatutos) hacienda el hombre, vivirá en ellos" (Lv. 18,5), . .. y la amenaza correspondiente: "El alma que pecare, esa morirá” (Ez. 18,4.20), sin duda alguna se entienden de la muerte a inmortalidad futura que jamás tendrá fin. Par la demás, en todos los lugares en los que se hace mención de la buena voluntad de Dios a de su ira, bajo la primera se contiene la eternidad de vida, y baja la segunda, la eterna condenación.
   En la Ley se recita un gran catálogo de maldiciones y bendiciones de esta vida presente. Por las primeras se ve cuánta es la pureza de Dios, que no puede tolerar la maldad. Par otra parte, en las promesas se muestra, además de aquel infinito amor que tiene a la justicia - que no permite que quede sin remuneración -, su admirable benignidad. Pues, como nosotros estamos obligados a su majestad con todo cuanto tenemos, can todo derecho, cuando nos pide una cosa, lo hace como algo que le debemos y sin que merezcamos premio por pagar una deuda. Por tanto Él cede de su derecho, al proponer un premio a nuestros servicios, como si fuera una casa que no le debiéramos.
   En cuando al provecho que podemos sacar de las promesas en sí mismas, ya se ha expuesta en otra parte, y se verá can mayor claridad en el lugar oportuno. Baste aquí saber que en las promesas de la Ley se contiene una singular exaltación de la justicia, a fin de que se vea más claramente lo que agrada a Dios la observancia de la misma; y por otra parte, que los castigos se ordenan para que se deteste la injusticia más y más, y para que el pecador seducido por los halagos del pecado, no se olvide del juicio del legislador, que le está preparado.

5. La Ley contiene la regla de la justicia perfecta y suficiente, a la cual
hemos de someternos
El que el Señor, queriendo dar una regla de justicia perfecta, haya reducido todas sus partes, a su voluntad, demuestra evidentemente que nada le agrada más que la obediencia. Lo cual es tanto más de notar cuanto que el entendimiento humano está muy propenso a inventar nuevos c1dtos y modos de servicio, para obligar a Dios. Pues a través de todos los tiempos ha florecido esta afectación de, religión sin religión; y aun, al presente florece, por lo arraigada que está en, el entendimiento humano; y consiste en el deseo y tendencia de los hombres de inventar un modo de conseguir la justicia independientemente de la Palabra de Dios. De ahí viene que entre las que comúnmente se llaman buenas obras, los mandamientos de Dios ocupan el último lugar, mientras que se da la preferencia a una infinidad de preceptos meramente humanos.
Precisamente este deseo es lo que con más tesón procuró Moisés refrenar, cuando después de haber promulgado la Ley, habló al pueblo de esta manera “Guarda y escucha todas estas palabras que yo te mando, para que haciendo lo bueno y lo recto ante los ojos de Jehová tu Dios, te vaya bien a ti y a tus hijos después de ti para siempre." "Cuidarás de hacer todo lo que yo te mando; no añadirás a ello, ni de ello quitarás." (Dt, 12,28 . 32). Y antes, después de haber declarado que la sabiduría e inteligencia del pueblo de Israel delante de todas las naciones era haber recibido del Señor juicios y ceremonias; añade a continuación: "Por tanto, guárdate, y guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida" (Dt. 4, 9,).
Viendo Dios que los israelitas no habían de obedecer, sino que después de recibir la Ley habían de inventar nuevas maneras de servirle, de no retenerlos fuertemente, declara que en su Palabra se contiene toda justicia, lo cual debería refrenarlos y detenerlos; y sin embargo, ellos no desistieron de su atrevimiento, a pesar de habérselo tan insistentemente prohibido.
¿Y nosotros? También nos vemos frenados por la misma Palabra; pues no hay duda de que la doctrina de perfecta justicia que el Señor quiso atribuir a su Ley ha conservado siempre su valor. Sin embargo, no satisfechos con ella, nos esforzamos a porfía en inventar y forjar de continuo nuevas clases de buenas obras.
Para corregir este defecto, el mejor remedio será grabar bien en nuestro corazón la consideración de que el Señor nos dio la Ley para enseñarnos la perfecta justicia, y que en ella no se enseña más doctrina que la que está conforme con la voluntad de Dios; y, por tanto, que es vano nuestro intento de hallar nuevas formas de culto a Dios, pues el único verdadero consiste en obedecerle; y que, por el contrario, el ejercicio de buenas obras que están fuera de lo que prescribe la Ley de Dios, es una intolerable profanación de la divina y verdadera justicia. Y por esto se expresa muy bien san Agustín, cuando llama a la obediencia que se da a Dios, unas veces madre y guarda de todas las virtudes, y otras, fuente y manantial de las mismas.

6. Regla primera: para Dios, que es Espíritu, nuestros pensamientos son actos. La Ley exige también la obediencia del Espíritu y del corazón
Cuando se exponga la Ley del Señor, quedará mejor confirmado cuanto he dicho respecto a su función. Mas antes de comenzar a tratar en particular cada uno de sus puntos, es preciso comprender lo que se refiere a ella en general.
En primer lugar, hay que tener por cierto que la vida del hombre debe estar regulada por la Ley, no sólo por lo que se refiere a su honestidad externa, sino también en su justicia interna y espiritual. Lo cual, aunque nadie lo puede negar, sin embargo muy pocos son los que lo consideran como se debe. Y ello sucede así, porque no tienen en cuenta al Legislador, por cuya naturaleza hay que juzgar también de la misma Ley.
Si un rey diese un edicto prohibiendo fornicar, matar o hurtar, admito que el que hubiese deseado solamente en su corazón verificar algún acto contrario a tales prescripciones sin llevado a efecto ni intentarlo, ése tal estaría libre de la pena dispuesta para los transgresores. La causa de ello es que las disposiciones de un legislador mortal solamente comprenden la honestidad exterior; sus edictos son violados solamente cuando el mal se lleva a efecto. Mas Dios, cuyos ojos todo lo ven sin que nada se les pase, y que no se fija tanto en las apariencias externas cuanto en la pureza del corazón, al prohibir la fornicación, el hurto o el homicidio, prohíbe toda clase de concupiscencia, de ira, de odio, de deseo de lo ajeno, de engaño, y cuanto es semejante a ello. Porque siendo un Legislador espiritual, no habla menos al alma que al cuerpo. Ahora bien, la ira y el odio son un homicidio del alma; la avaricia es un hurto; la concupiscencia desordenada es fornicación.
También las leyes humanas, dirá alguno, tienen en cuenta las intenciones y la voluntad de los hombres, y no solamente los acontecimientos fortuitos. Admito que es verdad; pero únicamente las intenciones que salen a luz y llegan a efecto. Consideran la intención con que un delito se ha cometido; pero no escudriñan los pensamientos ocultos. Por lo tanto, cualquiera que se abstuviere del acto externo habrá cumplido las leyes; en cambio, como la Ley de Dios mira a la conciencia, si la queremos guardar bien, es necesario que reprimamos precisamente nuestra alma.
Pero la mayoría de los hombres, aunque, desean pasar por muy observantes de ella y que no la menosprecian, y adoptan actitudes exteriores de acuerdo con lo que ella prescribe, sin embargo, su corazón permanece mientras tanto del todo ajeno a su obediencia, y piensan que han cumplido perfectamente con su deber si han logrado ocultar a los hombres las transgresiones en que incurren ante la majestad divina. Oyen decir: No matarás, no fornicarás, no hurtarás. Por ella, no desenvainan la espada para matar, no van con mujeres públicas, ni tocan la hacienda ajena; pero en sus corazones están ansiosos de muertes, se abrasan en concupiscencias carnales, no pueden ver con buenos ojos el bien del prójimo, sino que todo lo querrían para ellos. Con esto falta lo que en la Ley es lo principal. ¿De dónde, os pregunto, procede tal necedad, sino de que haciendo caso omiso del Legislador acomodan la justicia a sus caprichos?
Contra todos éstos habla expresamente san Pablo al decir que la Ley es espiritual (Rom.,7, 14), con lo cual da entender, que no solamente exige la obediencia del alma, del entendimiento y de la voluntad, sino incluso una pureza angélica, que limpie de todas las inmundicias de la carne y sepa únicamente a espíritu.

7. Cristo nos ha dado el sentido verdadero y puro de la Ley
Al decir nosotros que es éste el sentido de la Ley, no inventamos una exposición nueva a nuestro capricho, sino que seguimos a Cristo, perfecto intérprete de la Ley. Pues, habiendo sembrado los fariseos entre el pueblo la perversa opinión de que, todo aquel que no transgredía externamente la Ley, ese tal la cumplía y guardaba, Él refuta este error perniciosísimo, y afirma que mirar deshonestamente a una mujer es fornicación (Mt.5,28); y que todo el que tiene odio a su hermano es homicida (Mt. 5,21-22.44).Porque, Él hace reos de juicio a aquellos que hubieren concebido ira aunque sólo sea en su corazón; hace reos de ser sometidos al tribunal a los que con murmuraciones dieran alguna muestra de enojo o rencor; hace reos del fuego del infierno a los que con injurias o afrentas hubiesen abiertamente manifestado su malquerer.
Los que no comprendieron esto se imaginaron que Cristo era otro Moisés, qué había promulgado la Ley evangélica para suplir los defectos de la Ley mosaica. Y de ahí nació la sentencia tan difundida de la perfección de la Ley evangélica, como mucho más ventajosa que la antigua; doctrina que es en gran manera perjudicial. Pues claramente se verá por el mismo Moisés, cuándo expongamos en resumen,  los mandamientos, cuán gran injuria se hace a la Ley de Dios al decir esto. E igualmente se sigue de semejante opinión que la santidad de los padres del Antiguo Testamento no difería mucho de una hipocresía. Y, en fin, esto sería apartarnos de aquella verdadera y eterna reglase justicia.
Cosa muy fácil es refutar este error. Pensaron los que admitieron esta opinión que Cristo añadía algo a la Ley, siendo así que solamente la restituyó a su perfección, purificando la de las mentiras con que los fariseos la habían oscurecido y mancillado.

8. Segunda regla: Cuando Dios manda una cosa, prohíbe la contraria:  e inversamente
Lo segundo que debemos notar es que los mandamientos y prohibiciones que Dios promulga contienen en sí mismos; mucho más de lo que suenan las palabras. Lo cual, sin embargo, hay que moderado de tal manera, que no lo convirtamos en una regla lesbia, como suele decirse, retorciéndolo a nuestro capricho como y cuando quisiéremos, y dándole el sentido que se nos antojare. Porque hay algunos que con su excesiva licencia hacen que la autoridad de la Ley sea menospreciada, como si fuera incierta; o que se pierda la esperanza de poderla entender. Es, pues, necesario, en cuanto sea posible, hallar un camino, que derecha y seguramente nos lleve a la voluntad de Dios. Quiero decir que es necesario considerar hasta dónde deba extenderse la exposición más allá de lo que suenan las palabras, para que se vea que la exposición presentada no es una añadidura o una corrección tomada de los comentarios de los hombres e incorporada a la Ley de Dios, sino que es el puro sentido natural del Legislador fielmente expuesto.
Ciertamente es cosa notoria que en casi todos los mandamientos se toma muchas veces la parte por el todo; de tal manera, que el que se empeña en restringir el sentido estrictamente a lo que suenan las palabras, con toda razón merece que se rían de él. Así pues, es evidente que la exposición de la Ley, por más sobria que sea, va más allá de las meras palabras; pero hasta dónde, no se puede saber si no se propone alguna norma y se señala un limite. Ahora bien, yo creo que una norma excelente será que la exposición se haga conforme a la razón y la causa por la cual el mandamiento ha sido instituido; por lo cual es conveniente1 que en la exposición de cada uno de los mandamientos se considere la causa por la que Dios lo ha dado. Un ejemplo: todo mandamiento es afirmativo o negativo; manda o prohíbe. Llegaremos a la verdadera inteligencia de lo uno y de lo otro, si consideramos la razón o el fin que persigue. Como el fin del quinto precepto es que debemos honrar a aquellos que Dios quiere que sean honrados, este mandamiento se resume en que es agradable a Dios que honremos a aquellos a quienes Él ha concedido alguna prominencia: y que aborrece a aquellos que los menosprecian y se muestran contumaces con ellos. El fin y la razón del primer mandamiento es que solo Dios sea adorado; la suma, pues, de este mandamiento será que a Dios le agrade la verdadera, piedad; es decir, el culto que se da a su majestad; y, al contrario, que aborrece la impiedad. E igualmente, en el resto de los mandamientos hay que considerar aquello de que se trata. Luego hay que buscar el fin, hasta encontrar qué es lo que el Legislador afirma propiamente en aquel mandamiento que le agrada o disgusta. Después hay que formular un argumento contrario, de esta manera: Si esto agrada a Dios, lo contrario le desagradará; si esto disgusta a Dios, lo contrario le gustará. Si manda esto, prohíbe lo contrario; si prohibe tal cosa, manda la opuesta.

9. La Ley es positiva
Lo que al presente es oscuro por tocado de paso, quedará mucho más aclarado con la experiencia en la exposición de los mandamientos que luego hacemos. Por esto baste haberlo tocado; y pasemos a exponer el último punto que dijimos, pues de otra manera no podría ser entendido, o parecería irrazonable..
Lo que hemos dicho, que siempre que se manda el bien, queda prohibido el mal que le es contrarío, no necesita ser probado, pues no hay quien no lo conceda. Asimismo, el común sentir de los hombres admitirá de buen grado que cuando se prohíbe el mal, se manda el bien que le es contrario, pues es cosa corriente decir que cuando los vicios son condenados, son alabadas las virtudes contrarias.
Pero nosotros preguntamos algo más de lo que los hombres comúnmente entienden al decir esto. Porque ellos por virtud contraria al vicio suelen normalmente entender abstenerse del vicio; pero nosotros vamos mas allá y decimos que la virtud es hacer lo contrario del vicie. Y así, en el mandamiento: No matarás, el común sentir de los hombres no considerará sino que nos debernos abstener de todo ultraje y todo deseo de hacer mal. Mas ye digo que se entiende aún algo más; a saber, que ayudemos a conservar la vida de nuestro prójimo por todos los medies que nos fueren posibles. Y para que no parezca que hablo infundadamente, lo probare de esta manera: Dios prohíbe que injuriemos o maltratemos a nuestro prójimo, porque quiere que estimemos y amemos grandemente su vida; por lo tanto, nos pide todos los servicios de caridad con los cuales puede ser conservada. De esta manera se podrá entender cómo el fin del precepto nos enseña siempre todo cuanto en él se nos manda a prohíbe.

10. No existen faltas laves. Cado pecado queda comprendido baja un genera particular
Si se pregunta la razón de por qué Dios ha manifestado su voluntad a medias y no la ha expuesto claramente, muchas son las respuestas que se le suelen dar a ella; pete sobre todas, la que a mi más me agrada es que, come quiera que la carne se esfuerza continuamente en disminuir o dorar con falsos pretextes la suciedad y hediondez del pecado, a no ser que sea tan palpable que se pueda tocar con la mano, Él quiso poner como ejemplo lo más repugnante y abominable de cada uno de los géneros de pecadas, de suerte que incluso los mismos sentidos lo aborreciesen; y ella para imprimir en nuestros corazones el mayor horror a toda clase de pecado. Muchas veces, al juzgar los vicios, nos engaña el que si de alguna manera son ocultos nosotros disminuimos su gravedad. Pero el Señor deshace este engaño, acostumbrándonos a reducir la multitud de los mismos a ciertos géneros que representan muy a lo viva la abominación que cada uno de ellos encierra.
Ejemplo de ella: la ira y el odio cuando son llamados par sus nombres no nos parecen vicios tan execrables; pero cuando el Señor los prohíbe, llamándolos homicidio, entonces entendemos mucho mejor hasta qué punto los abomina, puesto que con su propia boca les pone el nombre de un crimen tan horrible. Así, advertidos par el juicio de Dios, aprendemos mejor a ponderar la gravedad de los delitos que antes nos parecían leves.

11. Tercera regla: La justicia y la religión van juntas. Mutua dependencia de las dos Tablas
La tercero que debemos considerar es el sentido de dividir la Ley en dos Tablas, de las cuales toda persona sensata puede juzgar que no sin motivo se hace en la Escritura algunas veces mención tan solemne. Al alcance de la mane tenemos la respuesta, que nos librará de teda duda. Porque el Señor queriendo enseñar en su Ley la justicia perfecta, la ha dividido en des partes, dedicando in primera a los ejercicios de religión, los cuales pertenecen más particularmente al culto que se debe a su majestad, y la segunda, a los ejercicios de caridad, que debemos practicar con los hombres.
Evidentemente el primer fundamento de la justicia es el culto divino; destruido el cual, quedan destruidas todas tas partes de la justicia, como lo son las partes de un edificio en ruinas. Porque ¿qué justicia será que no hagas daño al prójimo hurtándole o robándole lo que le pertenece, si mientras tanto con un abominable sacrilegio robas su gloria a la majestad de Dios; e igualmente que no manches tu cuerpo con la fornicación, si con tus blasfemias profanas el sacrosanto nombre de Dios; que no mates a tu prójimo, si procuras matar y apagar el recuerdo de Dios? Así que en vano se habla de justicia sin religión; sería ni más ni menos que si uno quisiera exponer una bella muestra de un cuerpo, sin cabeza. Y no solamente es la religión la parte principal de la justicia, sino que es incluso su misma alma, por la que vive y tiene energías. Porque los hombres no pueden sin el temor de Dios guardar equidad y amor.
Así que, llamamos al culto divino principio y fundamento de la justicia. Y la causa es que suprimido este culto, toda la justicia, continencia y templanza con que los hombres se esfuerzan por vivir, es cosa varia y frívola ante Dios,
Lo llamo fuente y espíritu de justicia, porque de él aprenden los hombres a vivir moderadamente y sin hacerse mal los unos a los otros, temiendo a Dios, como juez que es de lo bueno y de lo malo.
Así pues, el Señor nos instruye en la primera Tabla en la piedad y la religión con la que debemos honrar a su majestad; y en la segunda nos ordena de qué manera, a causa del temor y la reverencia que le tenemos, nos debemos conducir los unos con los otros. Y por esto nuestro Señor, como cuentan los evangelistas, resumió toda la Ley en dos artículos: que amemos a Dios con lodo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; y que amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt.22, 37; Lc. 10,27). Vemos cómo de las dos partes en las que se comprende toda la Ley, ti señala una para Dios y la otra para los hombres.

12. La primera Tabla contiene cuatro mandamientos; la segunda seis
Mas aunque toda la Ley se comprende en estos dos puntos, Dios, para quitar todo pretexto de excusa, ha querido exponer más amplia y claramente en diez mandamientos, tanto lo que se refiere a su honra, temor y amor, como lo que toca a la caridad que nos manda tener con los hombres por amor a Él. Y no se pierde el tiempo por conocer la división de los mandamientos, con tal que tengamos presente que se trata de una cosa en la cual cada uno puede tener su opinión, y por la que no hemos de disputar, si alguno no está conforme con nuestro parecer. Digo esto, para que nadie se extrañe ni se burle de la división de los mandamientos que aquí propondré, como si se tratara de algo nuevo y nunca oído.
Nadie tiene duda alguna de que la Ley se divide en diez mandamientos por haberlo así declarado el Señor. No se trata, por tanto, del número de los mandamientos, sino de la manera de dividirlos. Los que los dividen de tal manera que ponen tres mandamientos en la primera Tabla, y los otros siete en la segunda, excluyen de los mandamientos el precepto de las imágenes, o a lo más lo incluyen en el primero; siendo así que el Señor lo ha puesto como un mandamiento especial y distinto. Asimismo es infundado dividir en dos el décimo mandamiento, en el que se nos manda no desear los bienes ajenos. Además hay otra razón para refutar esta división: a saber, que esa manera de dividir los mandamientos no fue usada antiguamente cuando florecía la Iglesia, como luego veremos.
Hay otros que ponen, como nosotros, cuatro puntos principales en la primera Tabla; pero opinan que el primero es una simple promesa, y no un mandamiento.
Por mi parte, no puedo, si no me convencen con razones evidentes, dejar de entender por los diez mandamientos de que hace mención Moisés, sino diez mandamientos; y me parece que están muy bien divididos de esta manera en diez. Dejándoles, pues, libertad de dividirlos como quieran, yo seguiré la división que me parece más probable; a saber, que lo que ellos ponen por primer mandamiento es como una introducción a toda la Ley; que luego vienen los cuatro mandamientos de la primera Tabla; y a continuación los seis de la segunda, según el orden en que serán expuestos.
Esta división la pone Orígenes, como admitida sin controversia alguna en su tiempo, San Agustín, escribiendo a Bonifacio, la aprueba.
Es verdad que en otro lugar le agrada más la primera división; pero, ciertamente la razón por la que la aprueba es de muy poco peso; a saber, porque poner solamente tres mandamientos en la primera Tabla representaría mucho mejor el misterio de la Trinidad. Pero, incluso en ese mismo lugar, da a entender que nuestra división le agrada más.
Hay también otro Padre antiguo, que es de nuestra misma opinión; es el que escribió los Comentarios Imperfectos sobre San Maleo.
Josefo, conforme a la división que se usaba en su tiempo, pone cinco mandamientos en cada Tabla. Pero, además de ir contra la razón por confundir el culto divino y la caridad al prójimo, se refuta también esta división por la autoridad del Señor, el cual en san Mateo pone el mandamiento de honrar al padre y a la madre en la segunda Tabla (Mt. 19, 19).
Pero escuchemos a Dios sus mismas palabras.

EXPLICACIÓN DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS (Éx. 20,2-17)

EL PRIMER MANDAMIENTO
Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la
casa de servidumbre; no tendrás dioses ajenos delante de mí.


13. Jehová es el Señor todopoderoso
Poco hace al caso que pongamos la primera cláusula como parte del primer mandamiento, o que la consideremos aparte, con tal que la entendamos como una introducción a toda la Ley.
Lo primero que se debe procurar al promulgar leyes es disponer que no sean abolidas al poco tiempo por menosprecio. Por esta causa el Señor ante todo provee para que la majestad de la Ley que va a dar no sea menospreciada; y lo hace fundándola en tres razones. Primero se atribuye la autoridad y el derecho de mandar, con lo cual obliga al pueblo que se había escogido, a que le obedezca. Luego promete su gracia para atraer su voluntad mediante Su dulzura. Finalmente, les recuerda el beneficio que les habla hecho, para convencerlos de ingratitud, si no le corresponden con su liberalidad.
Bajo el nombre de “Jehová” se entiende su imperio y el legítimo señorío que tiene sobre nosotros. Porque si “de él, y por él, y para él, son todas las cosas” (Rom. 11,36), es razonable que todas se refieran a Él, corno lo dice san Pablo. Por tanto, con el solo nombre de “Jehová” se nos da suficientemente a entender que debemos sujetamos al yugo de su divina majestad, pues sería cosa monstruosa querer apartarnos del gobierno de aquél fuera del cual no podemos existir

14. Gracia y bondad del Padre, el Dios de su Iglesia
Después de haber mostrado que Él es quien tiene derecho a mandar y que se le debe obedecer, a fin de que no parezca que quiere forzamos solamente por necesidad, nos atrae también con su dulzura, declarando que Él es el Dios de su Iglesia. Porque en esta manera de expresarse hay una relación y correspondencia mutua, contenida en esta promesa; “Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer. 31,33). De la cual Jesucristo prueba que Abraham, Isaac y Jacob han conseguido la vida eterna, y que no están muertos, porque Dios les habla prometido que Él sería su Dios (Mt. 22,32). Por tanto, esto es como si dijera: Yo os he escogido por pueblo mío, al cual no solamente doy bienes en la vida presente, sino que también os hago partícipes de la esperanza de la vida eterna.
A qué fin tiende todo esto, se advierte en diversos lugares de la Ley. Porque cuando el Señor nos concede el favor de admitimos a formar parte de su pueblo, nos elige, como dice Moisés, para “serle un pueblo especial”, para serle un “pueblo santo”, y para guardar “todos sus mandamientos” (Dt. 7,6; 14,2; 26,18). Y de ahí aquella exhortación del Señor a su pueblo: “Santos seréis, porque santo soy yo” (Lv. 19,2). Y de estas dos se deduce lo que el Señor dice por su profeta: “El hijo honra al padre; y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?; y si soy señor, ¿dónde está mi temor?” (Mal. 1,6).

15. Sigue luego la conmemoración de su favor, que tanto más debe movernos, cuanto más detestable es el vicio de la ingratitud aun entre los hombres. Es verdad que Dios recuerda al pueblo de Israel un beneficio bien reciente; pero tal y tan admirable, que merecía ser conservado siempre en la memoria. Además era aptísimo para el fin que se perseguía. Por él el Señor declara que los había liberado de aquella mísera cautividad a fin de que le reconociesen como autor de su libertad, rindiéndole el honor y la obediencia debidos.
Suele también el Señor, para mantenemos en su culto, adornarse con ciertos títulos mediante los cuales se diferencia de todos los ídolos y los dioses de los gentiles. Porque, como ya he dicho, somos tan inclinados a la vanidad, y a la vez tan atrevidos, que apenas se nos habla de Dios, nuestro entendimiento no es capaz de reprimirse para no ir tras alguna yana fantasía. Por eso, queriendo el Señor poner remedio a ello, Él mismo reviste su divinidad de ciertos títulos, para de esta manera mantenernos dentro de ciertos límites, y que no andemos vagando de un lado para otro, y temerariamente inventemos algún nuevo dios, abandonándole a El, único verdadero Dios, cuyo reino permanece sin fin.
Por esto los profetas, siempre que lo quieren describir y mostrar convenientemente, lo revisten de todas aquellas notas con las que Él se había dado a conocer al pueblo de Israel. Porque cuando es llamado “Dios de Abraham” o “Dios de Israel” (Éx. 3,6), y cuando lo colocan “en el templo de Jerusalem en medio de los querubines” (Am.1,2; Sal.80,2; 99,1; Is. 37, 16), todas estas maneras de hablar, y otras semejantes, no lo ligan a un lugar ni a un pueblo, estableció con los israelitas, de tal manera se presentó ante ellos, que no era lícito en modo alguno poner el sino que únicamente se expone para que el pensamiento de los fieles se fije en aquel Dios que, mediante el pacto que pensamiento en otra parte para buscarle. Y tengamos presente que se hace especialmente mención de la redención, para que los judíos se aplicaran con mayor alegría a servir al Dios que, habiéndoles adquirido, con todo derecho se los apropia.
En cuanto a nosotros, no sea que nos creamos que esto no va con nosotros, debemos considerar que aquella cautividad y servidumbre de Egipto eran figura del cautiverio espiritual, en el que todos nos encontramos metidos y encerrados, hasta que el Señor, librándonos con la fuerza de su brazo, nos traslade a la libertad de su Reino celestial. Como antiguamente, queriendo Él reunir a los israelitas, que estaban dispersos, para que juntos le honrasen, los libré del cruel dominio de Faraón; igualmente hoy en día, a todos aquellos para los que quiere ser su Dios, los aparta de la miserable servidumbre del Diablo, que ha sido figurada por la cautividad corporal de los israelitas.
Así pues, no debe haber hombre alguno, cuyo corazón no se sienta inflamado al escuchar la Ley, promulgada por aquel que es Rey de reyes y sumo Monarca, de quien todas las cosas proceden, y hacia el cual justamente deben ordenarse y dirigirse como a su fin. No debe de existir hombre alguno, digo, que no se sienta incitado a recibir a un Legislador, por quien es especialmente elegido para obedecer sus preceptos; de cuya liberalidad espera, no solamente la abundancia de los bienes temporales, sino incluso la gloria de la vida eterna; y por cuya virtud y misericordia sabe que al fin se verá libertado de las garras del infierno.

16. Sólo Dios debe ser honrado y glorificado
Después de haber fundamentado y establecido la autoridad de su Ley, da el primer mandamiento; a saber, que no tengamos dioses ajenos delante de El. 
El fin de este mandamiento es que Dios quiere tener Él solo preeminencia en su pueblo y desea gozar por completo de su privilegio. Para conseguirlo, quiere que cualquier impiedad o superstición que pueda oscurecer o menoscabar la gloria de su divinidad esté muy lejos de nosotros; y por la misma causa manda que le adoremos y honremos con el verdadero afecto de la religión, que es lo que significan casi las simples palabras. Porque no podemos tenerle por Dios sin que a la vez le atribuyamos las cosas que le pertenecen y son propias de El. Así que al prohibirnos que no tengamos dioses ajenos, quiere darnos a entender que no atribuyamos a otro lo que le pertenece a Él como derecho exclusivo.

La adoración, confianza, invocación, acción de gracias, a Él solo deben dirigirse. Aunque las cosas que debemos a Dios son innumerables, sin embargo se pueden muy bien reducir a cuatro puntos principales; a saber: adoración — la cual lleva consigo el servicio espiritual de la conciencia —, confianza, invocación y acción de gracias.
Entiendo por adoración, la veneración y culto que cada uno de nosotros le da cuando se somete a su grandeza; y por ello, no sin razón, pongo como una parte de la misma someter nuestras conciencias a su Ley.
Confianza es una seguridad de corazón que tenemos en Él, al darnos cuenta de las virtudes que posee, cuando, atribuyéndole toda sabiduría, justicia, potencia, verdad y bondad nos tenemos por bienaventurados simplemente con poder comunicar y participar de El.
Invocación es el recurso que en El encuentra nuestra alma, como su única esperanza, siempre que se ve oprimida por alguna necesidad.
Acción de gracias es la gratitud por la cual se le tributa la debida alabanza por todos los bienes que nos ha dado.
Como Dios no puede consentir que ninguna de estas cosas sea atribuida a nadie más que a Él, quiere igualmente que todo íntegramente le sea a ti dado. Porque no basta abstenemos de todo dios extraño, si no nos contentamos con ti solo; como lo hacen los ateos, quienes para desentenderse de polémicas, piensan que lo mejor es burlarse de cuantas religiones existen. Pero, por el contrario, para observar bien este mandamiento, conviene que vaya por delante la verdadera religión, por la cual nuestras almas se aplican a conocer al Dios omnipotente, y con este conocimiento nos sentimos inducidos a admitir, temer, venerar su majestad, a aceptar la comunicación de sus bienes, a implorar y pedir su favor en todas partes, a reconocer y ensalzar la magnificencia de sus obras; y finalmente a poner en Él nuestros ojos en todo cuanto hiciéremos, como única meta y blanco de nuestras aspiraciones.
Después, hemos de guardarnos de la nefasta superstición, por la cual nuestras almas alejadas de Dios andan de acá para allá buscando nuevos dioses. Por tanto, si admitimos un solo Dios acordémonos, según se ha dicho, que debemos echar muy lejos de nosotros los dioses inventados por los hombres, y que no nos es licito hacer de menos el culto y honra que Dios se reserva para sí solo, pues no se puede privarle ni de un adarme de su gloria, sino que es necesario que permanezca en Él cuanto es suyo y le pertenece.
Lo que luego añade: “delante de mí”, es para poner más de relieve la gravedad del crimen. Porque, cada vez que en lugar de Dios introducinios nuestras invenciones, le provocamos a mayores celos; igual que si una mujer sin pudor para más provocar el despecho de su marido, se muestra complaciente con su amante en presencia de su propio marido. Habiendo, pues, Dios atestiguado con la presencia de su gracia, y de su virtud, que miraba con predilección al pueblo que se habla elegido, para apartarlo más y más de todo error y que no abandonase a su Dios, afirma que no es posible admitir nuevos dioses sin que Él vea tal impiedad y sea testigo de ella. Porque la impiedad cobra mayor osadía, pensando que puede engañar a Dios con sus subterfugios y excusas. Mas el Señor, por el contrario, asegura que todo cuanto nos imaginamos, intentamos y hacemos, lo ve Él con perfecta claridad.
Por tanto, si queremos que Dios apruebe nuestra religión, nuestra conciencia debe estar pura y limpia aun de los más secretos pensamientos de inclinarse a la superstición y la idolatría. Porque el Señor exige que su gloria se le reserve por completo mediante la confesión externa; y, sobre todo, en su presencia, ya que sus ojos ven los secretos más recónditos del corazón.

EL SEGUNDO MANDAMIENTO
No harás imagen de talla, ni semejanza alguna de las cosas que están arriba en
el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No las adores, ni
las honres. Porque yo soy Jehová, tu Dios, Dios celoso, que visita la iniquidad
de los padres en los hijos, en la tercera y la cuarta generación de los que me
odian, y que se muestra misericordioso por miles de generaciones con los que
me aman y guardan mis mandatos.

17. Ninguna idolatría es permitida
Igual que en el mandamiento anterior el Señor atestiguó que solamente Él es Dios, y fuera de Él no se deben imaginar más dioses, así ahora afirma con toda claridad quién es Él y con qué clase de culto ha de ser honrado, para que no nos atrevamos a imaginárnoslo como algo carnal.
Por tanto, el fin de este mandamiento es que Dios no quiere que el culto legítimo a Él debido sea profanado con ritos supersticiosos. Y por eso se puede resumir diciendo que quiere apartarnos totalmente de todas las clases de servicios carnales, que nuestro necio entendimiento inventa después de imaginarse a Dios conforme a su rudeza; y, en consecuencia, nos mantiene dentro del culto legítimo que se le debe; a saber, un culto espiritual, cual a Él le pertenece. Al mismo tiempo pone de relieve el vicio más palpable de esta transgresión, que es la idolatría exterior.
Sin embargo, el mandamiento tiene dos partes; la primera reprime nuestra temeridad, para que no nos atrevamos a acomodar a nuestros sentidos a Dios, que es incomprensible, ni a representarlo mediante forma o imagen alguna. La segunda, prohíbe que adoremos ninguna imagen como objeto de religión. Y, brevemente, resume los modos como los gentiles solían representarlo. Por “las cosas que están en el cielo” entiende el sol, la luna, y las demás estrellas, y puede que incluso las aves; pues de hecho en el capitulo cuarto del Deuteronomio (vers. 15-19), exponiendo su intención nombra las aves y las estrellas. No me hubiera detenido en esto, si no fuera por corregir la mala interpretación de algunos, que refieren este texto a los ángeles.
Lo que sigue, como es claro por sí mismo, no lo explico. Además, hemos demostrado con suficiente claridad en el libro primero’, que cuantas formas visibles de Dios inventa el hombre repugnan absolutamente a Su naturaleza; y que tan pronto como aparece algún ídolo se corrompe y falsea la verdadera religión.

18. El matrimonio espiritual de Dios con la Iglesia requiere lealtad mutua
La amenaza que luego añade ha de servirnos de mucho para remediar nuestra torpeza. Dice que ti es Jehová nuestro Dios, Dios fuerte y celoso, que visita la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación en aquellos que aborrecen su nombre, y hace misericordia en mil generaciones a aquellos que le aman y guardan sus mandamientos.
Lo cual es como si dijese que Él es el único en quien debemos poner nuestra confianza. Para inducirnos a ello ensalza su potencia, que no permite que sea menospreciada ni menoscabada. Es verdad que en hebreo se pone el nombre “El”, que significa Dios; pero como este nombre viene de “fortaleza”, para mejor exponer su sentido no he dudado en traducirlo por “fuerte”, o bien lo he añadido en segundo lugar.
Luego se llama así mismo “celoso”; dando a entender que no puede admitir terceros.
Asegura después que vengará su majestad y su gloria, si alguno la atribuye a las criaturas o a los Ídolos; y no con una venganza cualquiera, sino tal, que llegue a los hijos, nietos y viznietos que imitaren la maldad de sus padres. Como, por otra parte, promete su misericordia y liberalidad por mil generaciones a cuantos amen y guarden su Ley.
Es cosa muy corriente que Dios se presente ante nosotros bajo la forma de marido; porque la unión con la que se ha juntado a nosotros al recibirnos en el seno de su Iglesia, es como un matrimonio espiritual, que requiere por una y otra parte fidelidad. Y como Él en todo cumple el deber de un marido fiel y leal, por eso exige de nuestra parte el amor y la castidad debidas al marido; es decir, que no entreguemos nuestra alma a Satanás, ni al deleite y los sucios deseos de la carne, lo cual es una especie de adulterio. Y por eso, cuando reprende la apostasía y el abandono de los judíos, se queja de que con sus adulterios han violado la ley del matrimonio (Ser. 3; Os. 2). Como un buen marido, cuanto más fiel y más leal es, tanto más se indigna, si ve que su mujer muestra afición a otro, de la misma manera el Señor, que verdaderamente se desposé con nosotros, afirma que siente celos grandísimos siempre que, menospreciando la limpieza de su santo matrimonio, nos manchamos con los sucios apetitos de la carne; pero, principalmente, cuando privándole del culto que por encima de todo se le debe, lo tributamos a otro, o lo
manchamos con alguna superstición. Porque, al obrar así, no solamente violamos la fe que le dimos en el matrimonio, sino también nos hacemos reos de adulterio.

19. ¿Cómo castiga Dios la iniquidad de los padres en su descendencia?
Debemos de considerar ahora qué es lo que Dios quiere decir, al amenazar con que castigará la maldad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Porque, a parte de que no corresponde a la equidad de la divina justicia castigar al inocente por la falta que otro cometió, Dios mismo afirma también que no consentirá que el hijo lleve sobre sí la maldad de su padre (Ez. 18, 14—17.20). Sin embargo muchas veces se repite en la Escritura esta sentencia: que los padres serán castigados en sus hijos. Porque Moisés con frecuencia se expresa así; “Jehová, que visitas la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Nm. 14, 18). E igualmente Jeremías: ‘“¡Oh Señor Jehová!...que haces misericordia a millares, y castigas la maldad de los padres en sus hijos después de ellos” (Jer.32, 18).
Algunos no pudiendo resolver esta dificultad, piensan que hay que entenderlo solamente de las penas temporales, las cuales no hay inconveniente en admitir que las sufran los hijos por los padres, pues muchas veces castiga Dios con ellas para un bien mayor. Y esto es, desde luego, cierto. Porque Isaías anuncié al rey Ezequías que sus hijos serían privados del reino y deportados a tierra extraña, a causa del pecado que él había cometido (Es. 39,7). Así mismo las familias de Faraón y del rey Abimelec fueron castigadas a causa de la injuria que sus amos habían hecho a Abraham (Gn. 12, 17; 20,3). Mas citar tales cosas para resolver esta duda es servirse de subterfugios más bien que presentar una interpretación verdadera. Porque el Señor anuncia en este lugar y en otros semejantes un castigo mucho más grave que el que pueda afectar únicamente a esta vida presente. Hay, pues, que interpretar que la justa maldición de Dios no cae solamente sobre la cabeza del impío, sino además sobre toda su familia. Y, siendo esto así, ¿qué se puede esperar sino que el padre, privado del Espíritu de Dios, viva abominablemente? ¿Y que el hijo asimismo, dejado de la mano del Señor a causa de la maldad de su padre, siga el mismo camino de perdición? ¿Y, finalmente, que los nietos y demás sucesores, semilla de hombres detestables, den consigo en el mismo abismo?

20. La posteridad del culpable será castigada por sus propias culpas
Veamos en primer lugar, si tal venganza repugna a la justicia de Dios.
Si toda la especie humana merece ser condenada, es del todo evidente, que todos aquellos a quienes el Señor no tiene a bien comunicar su gracia, perecerán irremisiblemente. Sin embargo, ellos se pierden por su propia maldad, y no porque Dios les tenga odio; ni pueden quejarse de que Dios no les haya ayudado a que se salven, como lo ha hecho con otros. Pues cuando a los impíos y los malvados les viene como castigo de sus pecados que sus familias sean por mucho tiempo privadas de la gracia de Dios ¿quién podrá vituperar a Dios por tan justo castigo?
Pero, dirá alguno, el Señor dice lo contrario, al asegurar que el castigo
del pecado del padre no pasará al hijo (Ez. 18,20). Hay que fijarse bien de qué se trata en esta sentencia de Ezequiel. Los israelitas siendo de continuo y por tanto tiempo afligidos por innumerables calamidades tenían ya como proverbio el decir que sus padres habían comido las uvas y los hijos sufrían la dentera; dando con ello a entender, que los padres habían cometido los pecados, y ellos injustamente eran castigados por ellos; y ello debido al riguroso enfado de Dios más bien que a una justa severidad. A éstos el profeta les dice que no es así, sino que son castigados por las culpas que ellos mismos han cometido, y que no es propio de la justicia divina que el hijo inocente pague por el pecado que su padre cometió; lo cual tampoco se afirma en el pasaje del mandamiento que estamos explicando. Porque si la visitación de que hablamos se cumple cuando el Señor retira de la familia de los impíos su gracia, la luz de su verdad, y todos los demás medios de salvación, en el sentido de que los hijos sienten sobre si la maldición de Dios por los pecados de sus padres, en cuanto que, abandonados por Dios en su ceguera, siguen las huellas de sus padres; y que luego sean castigados, tanto con penas temporales, como con la condenación eterna, no es más que el justo juicio de Dios, en virtud no de pecados ajenos, sino de su propia maldad.

21. Dios extiende su misericordia sobre la posteridad de los que le aman
Por otra parte tenemos la promesa de que Dios extenderá su misericordia a miles de generaciones: y se introduce en el pacto solemne que Dios hace con su Iglesia: “seré tu Dios, y el de tu descendencia después de ti” (Gn. 17,7). Considerando lo cual Salomón dice que los hijos de los justos después de la muerte de sus padres serán dichosos (Prov. 20,7); no solamente a causa de su buena educación e instrucción, que evidentemente tiene gran importancia para ello, sino también por esta bendición que Dios prometió en su pacto, de que su gracia residiría para siempre en las familias de los piadosos.
Esto sirve de admirable consuelo a los fieles y de gran terror a los malvados. Porque si, aun después de la muerte, tienen tanta importancia a los ojos de Dios la justicia, y la iniquidad, que su bendición o maldición correspondiente alcanza a la posteridad, con mayor razón será bendecido el que haya vivido bien, y será maldecido el que haya vivido mal.
A esto no se opone el que algunas veces los descendientes de los malvados se conviertan y cumplan su deber; y viceversa, que entre la raza de los fieles haya quien degenere y se dé a un mal vivir; porque el Legislador celestial no ha querido aquí establecer una regla perpetua que pudiera derogar su elección. De hecho, basta para consuelo del justo y terror del pecador que esta ordenación y decreto no sean vanos e ineficaces aunque a veces no tengan lugar. Porque, así como las penas temporales con que son castigados algunos pecadores son testimonio de la ira de Dios contra el pecado, y del juicio venidero contra los pecadores, aunque muchos de ellos vivan sin recibir el castigo hasta el día de su muerte. de la misma manera, el Señor al dar un ejemplo de la bendición mediante la cual prolonga su gracia y favor en los hijos de los fieles a causa de los padres, da con ellos testimonio de que su misericordia permanece firme para siempre con todos aquellos que guardan sus manda
mientos. Y, al contrario, cuando persigue una vez la maldad del padre en el hijo, muestra qué castigo está preparado para los réprobos por los propios pecados que cometieron. Y esto es lo que principalmente tuvo en vista en este lugar. Y asimismo quiso, como de paso, ensalzarnos la grandeza de su misericordia al extenderla a mil generaciones, mientras que no señaló más que cuatro para su venganza.

EL TERCER MANDAMIENTO
No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano,
porque Jehová no tendrá por inocente al que toma su nombre en vano.

22. El nombre de Dios no debe ser profanado, sino honrado
El fin de este mandamiento es que el Señor quiere que la majestad de su nombre sea para nosotros sagrada y la tengamos en gran veneración. Por tanto, el resumen será, que no ha de ser profanada por menosprecio o, por falta de reverenda; correspondiendo a esta prohibición el mandamiento afirmativo de que hemos de poner suma atención y cuidado en honrarla con toda la veneración posible. Nos enseña, pues, que tanto de corazón como oralmente cuidemos de no pensar ni hablar de Dios y de sus misterios sino con gran reverencia y sobriedad; y que al considerar sus obras no concibamos nada que no sea para honra y gloria suya.
Por tanto, hay que considerar con diligencia estos tres puntos: primero, que todo cuanto conciba nuestro entendimiento, y cuanto expresen nuestros labios reflejen su excelencia, responda a la grandeza sacrosanta de su nombre, y vaya dirigido a ensalzar su magnificencia. En segundo lugar, que no abusemos temerariamente de su santa Palabra, ni de sus misterios dignos de adoración, para provecho de nuestra avaricia, ambición o locura; sino que conforme a la dignidad de su nombre impresa en su Palabra y en sus misterios, los tengamos siempre en el aprecio y reputación debidos. El tercero y último es que no hablemos mal ni murmuremos de sus obras, como lo suelen hacer ignominiosamente algunos miserables; sino que ensalcemos todo cuanto SI ha hecho, como efecto de su suprema sabiduría, justicia y bondad.
En esto consiste santificar ti nombre de Dios. Y cuando se procede de otra manera se le profana, porque se le saca de su uso legítimo, al cual únicamente está dedicado. Y aunque no se siguiese ningún otro mal, por lo menos se le despoja de su dignidad, y así poco a poco viene a ser menospreciado.
Y si tan grave es usar en vano el nombre de Dios por temeridad, mucho mayor pecado será servirse de él para actos nefandos, como la nigromancia, supersticiones, hechizos, exorcismos ilícitos y otras clases abominables de encantamientos.
Pero este mandamiento se refiere principalmente al juramento, en el cual el abuso perverso del nombre de Dios es particularmente detestable; y es para apartarnos más eficazmente de profanarlo. Y que aquí Dios tiene más en vista el honor y el servicio que le debemos y la reverenda que su nombre se merece, y no la justicia que debemos ejercitar los unos
con los otros, se ve claro, porque luego en la segunda Tabla condena los perjurios y los falsos testimonios con que los hombres se engañan y perjudican los unos a los otros. Ahora bien, sería una repetición superflua, si este mandamiento tratase de las obligaciones y deberes de la caridad. Y esto mismo lo exige la distinción; porque no en vano Dios divide su Ley en dos Tablas, según hemos dicho. De donde se sigue que en este lugar mantiene su derecho, y defiende la santidad de su nombre; y no enseña las obligaciones y deberes que los hombres tienen los unos respecto a los otros.

23. Definición y usos del juramento
Ante todo es necesario saber lo que es el juramento. Juramento es una atestación de Dios (poner a Dios como testigo) para confirmar la verdad de lo que decimos; porque las blasfemias públicas que se hacen por desprecio a Dios, no merecen ser llamadas juramento.
Que tales atestaciones, cuando se hacen como se deben, sean una especie de culto y gloria que se da a Dios se demuestra en muchos lugares de la Escritura. Así cuando Isaías profetiza que los asirios y los egipcios serían llamados a formar parte, con los israelitas, de la Iglesia de Dios: “Hablarán”, dice, “la lengua de Canaán, y jurarán en el nombre del Señor” (Is. 19, 18); es decir, que al jurar en el nombre del Señor testificarán que lo tienen por Dios. Y hablando de la propagación del reino de Dios: “El que se bendijere en la tierra, en el Dios de verdad se bendecirá; y el que jurare en la tierra, por el Dios de verdad jurará” (Is. 65,16). Y Jeremías: “Y si cuidadosamente aprendieren...para jurar en mi nombre, diciendo: Vive Jehová, así como enseñaron a mi pueblo a jurar por Baal, ellos serán prosperados en medio de mi pueblo” (Jer. 12,16).
Y con toda razón se dice que siempre que ponemos como testimonio el nombre del Señor, testificamos nuestra religión para con Él, pues de esta manera confesamos que es la verdad eterna e inmutable, ya que no sólo lo invocamos como testigo de la verdad, por encima de cualquier otro, sino además como único mantenedor de la misma, capaz de sacar a luz las cosas secretas, e igualmente como a quien conoce los secretos del corazón. Porque cuando no tenemos testimonios humanos, tomamos a Dios por testigo; y principalmente cuando lo que hemos de atestiguar pertenece a la conciencia.
Y por eso Dios se enoja sobremanera con los que juran por dioses ajenos; y juzga tal modo de jurar como una señal de haberse apartado de Él: “Sus hijos me dejaron y juraron por lo que no es Dios” (Jer. 5,7). Y declara cuánta es la malicia de semejante acto por la gravedad del castigo: “(Exterminaré) a los que se postran jurando por Jehová y jurando por Milcom” (Sof. 1,5).

24. Dios es ofendido:
a. Cuando se comete perjurio en su nombre
Después de haber comprendido que el Señor quiere ser glorificado con nuestros juramentos, debemos evitar el afrentarle, menospreciarle o tenerle en poco, en lugar de honrarle con ellos. Es una afrenta muy grande cometer perjurio en su nombre; la Ley lo llama profanación (Lv. 19,12). Porque ¿qué le queda al Señor si le despojamos de su verdad? Entonces deja de ser Dios. Pues, evidentemente se le despoja cuando se le hace testigo y aprobador de la mentira.
Por esto Josué, queriendo forzar a Acán a que confesase la verdad, le dice: “Hijo mío, da gloria a Jehová, el Dios de Israel” (Jos. 7,19); dando evidentemente a entender, que el Señor es sobre manera deshonrado si se perjura en su nombre. Y no es de extrañar, pues al obrar así lo difamamos de mentiroso. De hecho, por una manera semejante de conjurar que emplean los fariseos en el evangelio de san Juan, se ve que tal manera de hablar era muy corriente entre los judíos, cuando querían oír a alguno con juramento (Jn. 9,24).
Igualmente las fórmulas que usa la Escritura nos enseñan el temor que hemos de tener a jurar mal. Por ejemplo: “Vive Jehová” (1 Sm. 14,39); que el Señor me haga tal cosa y me añada tal otra (2 Sm.3, 9; 2 Re. 6,31); “invoco a Dios por testigo sobre mi alma” (2 Cor. 1,23). Todas ellas muestran que no podemos tomar a Dios por testigo de nuestras palabras, sin que al mismo tiempo le pidamos que castigue nuestro perjurio, si juramos falsamente.

25. b. Cuando se jura sin necesidad
Cuando usamos el nombre de Dios en nuestros juramentos verdaderos pero superfluos, su santo nombre, aunque no del todo, queda, sin embargo, profanado y menospreciado; pues también de esta manera se le toma en vano. Por lo cual, no basta que nos abstengamos de perjurar, sino que es conveniente también que tengamos presente que el juramento ha sido permitido y ordenado, no para capricho y pasatiempo de los hombres, sino para caso de necesidad. De donde se sigue que los que lo usan en cosas sin importancia van contra el uso legitimo del juramento. Y no se puede pretextar más necesidad que el servicio de la religión o de la caridad.
Contra esto se peca hoy en día excesivamente; siendo tanto más intolerable, cuanto que en virtud de la costumbre ha llegado a no ser tenido por pecado; aunque, sin duda, no es de poco valor ante el juicio de Dios. Porque a cada paso, indiferentemente abusan los hombres del nombre de Dios en sus conversaciones vanas y necias, y ni piensan que hacen mal; porque con la excesiva licencia que se toman, y al no verse castigados, han entrado como en posesión de tal práctica. Sin embargo, el mandamiento de Dios permanece firme; la amenaza que añade permanece inviolable, y ha de surtir su efecto en lo porvenir; pues en ella se anuncia una venganza particular de cuantos hayan tomado el nombre de Dios en vano.

c. Cuando se jura por otros distintos de Él
Se peen también, de otra parte, cuando en los juramentos usamos, en lugar del nombre de Dios, el de los santos; lo cual es una evidente impiedad, porque al obrar así les damos la gloria que a solo Dios es debida. Pues no sin causa Dios expresamente manda jurar en su nombre (Dt. 6, 13), prohibiendo especialmente que lo hagamos por dioses ajenos (Dt. 10,20; Éx. 23, 13). Y lo mismo afirma claramente el Apóstol diciendo que los hombres juran por el que es superior a ellos, pero que Dios jura por si mismo, porque no hay nadie que esté por encima de El (Heb.
6,13.16).

26. El error de los anabaptistas. Explicación de Mi. 5,34-37
Los anabaptistas, no satisfechos con esta moderación, condenan, sin excepción alguna, toda clase de juramentos, porque la prohibición que hace Cristo es general, al decir: “Yo os digo: no juréis en ninguna manera...; Sea vuestro hablar: sí, si, no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5,34.37; Sant. 5,12). Mas ellos desconsideradamente injurian a Cristo con esto, haciéndolo contrario a su Padre; como si hubiese Venido Cristo al mundo para abolir sus mandamientos. Porque el Dios eterno, no solamente permite en su Ley el juramento como cosa lícita — lo cual seria suficiente —, sino que incluso manda, que cuando sea necesario, juremos (Ex.22, 11). Ahora bien, Cristo testifica que El y el Padre son uno (Jn. 10.30); que El no trae nada más que lo que el Padre le ha mandado (Sn. 10, 18), que su doctrina no es de si mismo (Jn.7,16) etc. ¿Qué dirán a esto? ¿Van a hacer a Dios contrario a sí mismo, de modo que lo que una vez ha aprobado y mandado que se guarde, luego lo desapruebe y condene?
Mas, como las palabras de Cristo ofrecen alguna dificultad, considerémoslas más de cerca; pues jamás conseguimos entenderlas, si no comprendemos la intención de Cristo, e ignoramos lo que con ellas pretende. Ahora bien, su intento en este pasaje no es ampliar o restringir la Ley, sino reducirla a su sentido verdadero y propio; pues con las interpretaciones falsas de los escribas y los fariseos había sido corrompido. Si admitimos esto, no creeremos que Jesucristo quiso condenar absolutamente toda suerte de juramentos, sino solamente aquellos que van contra la Ley de Dios. Por sus palabras se ve que el pueblo no se abstenía de los perjurios; siendo así que la Ley, no solamente prohibía esto, sino también los juramentos innecesarios. Por eso el Señor, fidelísimo intérprete de la Ley, amonesta que no solamente hace mal el que perjura, sino también el que jura (Mt. 5, 34). ¿De qué modo? Jurando en vano. Pero los juramentos que la Ley aprueba, Él no los condena, sino que los deja en vigor.
Sin embargo, les parece que tienen ellos razón, haciendo hincapié en aquella expresión: “en ninguna manera”. Mas ésta hay que referirla, no a la palabra precedente: Jurar, sino a las formas de juramento que van a continuación. Pues, precisamente uno de sus errores era creer que al jurar por el cielo o por la tierra no tocaban para nada el nombre de Dios. Y el Señor, queriendo corregir el punto principal del error, les priva luego de todo subterfugio, creyendo que por haber jurado por el cielo y por la tierra dejaban intacto el nombre de Dios. Pues es menester notar aquí de paso, que, aunque no se nombre expresamente a Dios, sin embargo los hombres no dejan de jurar por Él indirectamente; como cuando juran por el sol que les alumbra, por el pan que comen, por el bautismo que han recibido, o por otros beneficios de Dios, que son para nosotros como prendas de su bondad. Y ciertamente que Jesucristo en este lugar, al prohibir que se jure por el cielo, por la tierra y por Jerusalem, no corrige la superstición, como algunos falsamente afirman, sino más bien refuta la yana y sofística excusa de los que no daban importancia a tener de continuo en su boca juramentos indirectos y disfrazados, como sí por no nombrarlo no injuriasen el sacrosanto nombre de Dios, siendo así que está impreso en cada uno de sus beneficios.
Otro modo es cuando se jura por algún hombre mortal, o ya difunto, o por un ángel, o como los paganos, que por adulación acostumbraban a jurar por la vida o la buena fortuna del rey, porque entonces, al divinizar a los hombres y darles la misma honra que se debe a Dios, han oscurecido y menoscabado la gloria del único verdadero Dios.
Cuando la intención es simplemente confirmar lo que se dice con el sagrado nombre de Dios, aunque indirectamente, se ofende a su majestad con todos estos juramentos. Jesucristo, al prohibir que se jure en absoluto, quita a los hombres la ‘‘ana excusa con que pretenden justificarse.
Santiago, al pronunciar estas mismas palabras de su Maestro, pretende lo mismo: porque en todo tiempo ha sido muy corriente la licencia de abusar del nombre de Dios, a pesar de que es una profanación de su nombre (Sant. 5,2). Porque, si la expresión: “en ninguna manera” se refiriese a la esencia de la cosa, de tal manera que, sin excepción alguna, se condenasen todos los juramentos, y no fuese lícito ninguno, ¿de qué serviría la explicación que luego se añade: Ni por el cielo, ni por la tierra, etc...? Pues se ve claramente que viene a excluir todos los subterfugios con los cuales los judíos pensaban quedar a salvo.

27. Ejemplos de Cristo y del Apóstol
Por lo tanto, ya no pueden abrigar duda alguna las personas de sano entendimiento, que el Señor en este lugar no condena más juramentos que los que la Ley había prohibido. Porque Él mismo, que fue en su vida un dechado de la perfección que enseñaba, no omitió el jurar siempre que la necesidad lo requería; y el mismo ejemplo siguieron sus discípulos, quienes, como sabemos, en todo obedecieron a su maestro. ¿Quién se atreverá a decir que Pablo hubiera jurado, si el juramento fuera cosa completamente prohibida? Ahora bien, cuando las circunstancias lo exigen, jura sin escrúpulo alguno, e incluso algunas veces añadiendo la imprecación.

Juramentos públicos y privados. Sin embargo, aún no está del todo resuelta la cuestión. Algunos piensan que sólo los juramentos públicos quedan exceptuados de esta prohibición, Tales son los juramentos que hacemos por orden del magistrado, los que hacen los príncipes para ratificar sus acuerdos y alianzas, los que hace el pueblo a sus gobernantes, el soldado a sus jefes, y otros semejantes. En éstos incluyen, con razón, todos los juramentos que se leen en san Pablo para confirmar la dignidad del Evangelio, puesto que los apóstoles no son hombres particulares en el desempeño de su misión, sino ministros públicos de Dios.
Ciertamente, no niego que los juramentos públicos sean los más seguros, pues encuentran mayor aprobación en numerosos testimonios de la Escritura. Manda Dios al magistrado que obligue al testigo, cuando el asunto es dudoso, a que jure; y el testigo está obligado a responder en fuerza de su juramento; y el Apóstol dice que las controversias de los hombres se resuelven con este remedio (Heb. 6, 16). Por tanto, uno y otro encuentran firme aprobación de lo que hacen en este mandamiento. Asimismo se puede observar que los antiguos paganos tenían en gran veneración los juramentos solemnes y públicos; pero los privados y los que usaban vulgarmente, o no les daban valor alguno, o los tenían en muy poco, por pensar que Dios no hacía mucho caso de ellos. Sin embargo, querer condenar los juramentos particulares que se hacen en cosas necesarias con sobriedad, santidad y reverenda sería cosa muy perniciosa, pues se fundan en una buena razón y en los ejemplos de la Escritura. Porque si es lícito que las personas particulares en asuntos graves y de importancia pongan a Dios por Juez, con mucha mayor razón será licito invocarle como testigo. Así, si tu prójimo te acusa de deslealtad, tú procurarás justificarte en virtud de la caridad; pero si él no quiere darse por satisfecho con tus razones, entonces, si tu fama peligra a causa de su obstinación, podrás apelar al juicio de Dios, para que Él a su tiempo demuestre tu inocencia. Menos importancia tiene, si consideramos las palabras, llamarle como testigo, que como juez. No veo, pues, por qué se debe reprobar la forma de juramento, en la que se pone a Dios por testigo.
La Escritura nos presenta muchos ejemplos en confirmación de esto. Dicen algunos que cuando Abraham e Isaac juraron con Abimelec, aquellos juramentos fueron públicos (On. 21,24; 26,32). Pero ciertamente Jacob y Labán obraron como personas particulares y, sin embargo, confirmaron su alianza con un juramento (On. 31,53). Persona panicular era Booz, y ratificó con juramento la promesa de matrimonio hecha a Rut (Rut 3, 13). Asimismo, Abdías, varón justo y temeroso de Dios, era un particular, y no obstante, afirma con juramento aquello de que quiere persuadir a Elías (1 Re. 18, 10).
En conclusión; me parece que la norma mejor es que seamos moderados en nuestros juramentos, no haciéndolos temerariamente, ni a la ligera, ni por capricho o frivolidad, sino que procedan de necesidad, es decir, cuando es para gloria de Dios, o para conservar la caridad hacia los hombres. Pues, para este fin únicamente nos ha sido dado este mandamiento.

EL CUARTO MANDAMIENTO
Acuérdate del día del descanso para santificarlo. Seis días trabajarás y en ellos
harás tus obras. El séptimo día es el descanso del Señor tu Dios. No harás en él
obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu
asno, ni el extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días... etc.

28. Las tres razones de este mandamiento
El fin de este mandamiento es que muertos nosotros a nuestros propios afectos y a nuestras obras, meditemos en el Reino de Dios, y como efecto de esta meditación nos ejercitemos en los caminos que Él ha
ordenado. Mas, como este mandamiento encierra una consideración particular y distinta que los otros, exige una disposición un tanto diversa.
Los doctores antiguos suelen llamarlo “umbrátil” — es decir, en sombras — porque contiene las observancias externas de un día, las cuales han sido abolidas con la venida de Cristo, como todas las demás figuras. Esto es muy verdad, pero no tocan el asunto más que a medias. Por ello es necesario exponerlo de raíz, considerando las tres causas que, a mi parecer, se contienen en este mandamiento.
En primer lugar, el Legislador celeste ha querido ilustrar al pueblo de Israel, bajo el reposo del séptimo día, el reposo espiritual con el que los fieles deben cesar en su trabajo para dejar a Dios obrar en ellos.
La segunda causa es que N quiso que hubiese un día determinado, en el cual se reuniesen para oír la Ley y usar sus ceremonias; o por lo menos, lo dedicasen especialmente a meditar en sus obras, para con ese recuerdo ejercitarse en la piedad y en lo que atañe a la gloria de Dios.
En tercer lugar, quiso dar un día de descanso a los siervos y a todos aquellos que viven sometidos a otros, para que tuviesen algún reposo en sus trabajos.

29. Los fieles deben descansar de sus propias obras, a fin de dejar que Dios obre en ellos
Sin embargo, en muchos lugares de la Escritura se nos muestra que esta figura del reposo espiritual es la principal de este mandamiento. Porque el Señor casi nunca exigió tan severamente la guarda de otros mandamientos, como lo hizo con éste. Cuando quiere decir en los profetas que toda la religión está destruida, se queja de que sus sábados son profanados, violados, no observados, ni santificados; como si al no ofrecerle este servicio, no guardase ya nada con que poder hacerlo (Nm. 15, 32-36 ; Ez. 20, 12-13; 22,8; 23, 38 ; Jer. 17, 21-23 . 27).
Por otra parte ensalza grandemente la observancia del sábado. Por esta causa los fieles estimaban como el mayor de todos los beneficios, que Dios les hubiera revelado la guarda del sábado (Is. 56,2). Porque así hablan los levitas en Nehemías: “Y les ordenaste (a nuestros padres) el día del reposo santo para ti, y por mano de Moisés tu siervo les prescribiste mandamientos, estatutos y la ley” (Neh. 9, 14). Vemos, pues, que lo tenían en singular estima por encima de los otros mandamientos de la Ley; todo lo cual viene a propósito para mostrar la dignidad y excelencia de este misterio, que tan admirablemente expone Moisés y Ezequiel. Porque leemos en el Éxodo: “En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mi y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico”; “Guardarán, pues, el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mi y los hijos de Israel” (6. 31, 13. 16). Y aún más ampliamente lo dice Ezequiel; aunque el resumen de sus palabras es que el sábado era una señal pata que Israel conociese que Dios era su santificador (Ez. 20, 12).
Si nuestra santificación consiste en mortificar nuestra propia voluntad, bien se ve la perfecta proporción que hay entre la señal externa y la realidad interior. Debemos dejar absolutamente de obrar para que obre
Dios en nosotros; debemos dejar de hacer nuestra voluntad, dejar a un lado nuestro corazón, renunciar a los deseos de la carne y no hacer caso de ellos. En resumen, debemos dejar cuanto procede de nuestro entendimiento, para que obrando Dios en nosotros, reposemos en El; como también nos lo enseña el Apóstol (Heb. 3, 13; 4,4-11).

30. El séptimo día figura la perfección final, a la cual debemos aspirar
Esto es lo que representaba para los judíos la observancia del descanso del sábado. Y a fin de que se celebrara con mayor religiosidad, el Señor la confirmé con su ejemplo. Porque no es de poco valor para excitar su deseo saber que en lo que el hombre hace imita y sigue a su Creador.
Si alguno busca un significado misterioso y secreto en el número “siete”, es verosímil que, significando este número en la Escritura perfección, no sin causa haya sido escogido en este lugar para denotar perpetuidad. Con lo cual está de acuerdo lo que dice Moisés, quien, después de narrar que el Señor descansé en el séptimo día de todas sus obras, deja ya de contar la sucesión de los días y las noches (Gn. 2,3).
También se puede aducir respecto al número siete otra conjetura probable, y es que el Señor ha querido con este nombre significar que el sábado de los fieles no se cumplirá nunca perfectamente hasta el último día. Porque nosotros comenzamos aquí nuestro bienaventurado reposo y cada Wa avanzamos en él; pero como tenemos que sostener una batalla perpetua contra nuestra carne, este reposo no será perfecto mientras no se cumpla lo que dice Isaías de la continuidad de la festividad de un novilunio con otro, y de un sábado con el siguiente, lo cual tendrá lugar cuando Dios sea todo en todos (Is. 66,23; 1 Cor. 15,28).
Podrá, pues, parecer que con el séptimo día el Señor quiso figurar a su pueblo la perfección del sábado que tendrá lugar el último día, para que con la constante meditación de este sábado, aspirase siempre a esta perfección.

31. También nos enseña el reposo espiritual
Si estas consideraciones sobre el número siete le pareciese a alguno demasiado sutil y, en consecuencia, no las quiere admitir, no me opondré a que se quede con otra más sencilla; y es, que el Señor ha establecido un día determinado en el cual el pueblo se ejercitase, bajo la dirección de la Ley, en meditar en el reposo espiritual que no tendrá fin; y que asignó el séptimo día, bien pensando que bastaba, o bien para mejor iniciar al pueblo en la guarda de esta ceremonia, poniendo ante los ojos del mismo su propio ejemplo, o más bien para mostrarle que el sábado no pretendía más que hacerlo semejante a su Creador. Poco importa las diferencias, con tal que permanezca el sentido del misterio que principalmente se describe aquí, del perpetuo descanso de nuestras obras.
Los profetas muchas veces traían a la memoria de los judíos esta contemplación, para que no pensasen haber cumplido con su deber por abstenerse exteriormente de cosas manuales. Además de los lugares que hemos alegado hay otro en Isaías, que dice: “Si retrajeres del día de reposo tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y llamares delicia,
santo y glorioso de Jehová; y lo venerares, no andando en tus propios caminos, ni buscando tu voluntad, ni hablando tus palabras, entonces te deleitarás en Jehová” (Is. 58,13).

Cristo es el verdadero cumplimiento del sábado. No hay duda de que con la venida de nuestro Señor Jesucristo ha quedado abolido lo que en este mandamiento era ceremonial. Porque Él es la verdad, ante cuya presencia todas las figuras se desvanecen; Él es el cuerpo, con cuya contemplación desaparecen las sombras; Él es el verdadero cumplimiento del sábado. Por el bautismo somos sepultados juntamente con El, somos injertados en su muerte, para que siendo partícipes de su resurrección andemos en vida nueva (Rom. 8,4). Por esta causa el Apóstol dice en otro lugar que el sábado fue una sombra de lo que había de venir, y que el cuerpo es de Cristo (Col. 2, 16-17); quiere decir, la sólida sustancia de la verdad, que él muy bien expuso en este lugar. Ahora bien, esto no se extiende a un solo día, sino que requiere todo el curso de nuestra vida, hasta que enteramente muertos a nosotros mismos, seamos llenos de la vida de Dios. De esto se sigue, pues, que los cristianos deben estar muy lejos de la supersticiosa observancia de los días.

32. Las asambleas eclesiásticas y el descanso de los trabajadores
Sin embargo, como las dos últimas causas no se deben contar en el número de las sombras antiguas, sino que convienen igualmente a todos los tiempos y edades, aunque el sábado ha sido abrogado, no obstante no deja de tener su valor entre nosotros el que tengamos ciertos días señalados en los cuales nos reunamos para oír la Palabra de Dios; para administrar los sacramentos y para las oraciones públicas; y asimismo para que los criados y trabajadores gocen de algún descanso en su trabajo. No hay duda de que el Señor tuvo en cuenta estas dos causas cuando instituyó el sábado.
En cuanto a la primera, la misma costumbre de los judíos lo prueba suficientemente. La segunda, el mismo Moisés la advirtió en el Deuteronomio, al decir: “Para que descanse tu siervo y tu sierva como tú, acuérdate que fuiste siervo en tierra de Egipto (Dt. 5, 14-15). Yen el Éxodo:
“Para que descanse tu buey, y tu asno, y tome refrigerio el hijo de tu siervo” (Éx. 23, 12). ¿Quién negará que ambas cosas tienen que ver con nosotros lo mismo que con los judíos?
Las asambleas eclesiásticas son mandadas por la Palabra de Dios; y la misma experiencia prueba cuán necesarias son. Si no hubiese días señalados, ¿cuándo podríamos servirnos? Todas las cosas se deben hacer entre nosotros “decentemente y con orden”, como manda el Apóstol (1 Cor. 14,40). Tan difícil es que se pueda guardar la conveniencia y el orden sin esta seguridad de unos días determinados, que si no existiesen, pronto veríamos grandes perturbaciones y confusiones en la Iglesia. Y si nosotros tenemos la misma necesidad que tenían los judíos, para cuyo remedio quiso el Señor instituir el sábado, nadie diga que la Ley del descanso sabático no tiene nada que ver con nosotros; pues quiso nuestro próvido y misericordioso Padre tener en cuenta y proveer a nuestra necesidad no menos que a la de los judíos.

¿Por qué no nos reunimos todos los días, dirá alguno, para suprimir así esta diferencia de días? Quisiera Dios que así fuese; ciertamente que la divina y espiritual Sabiduría se merece muy bien que cada día se le dedique un rato. Mas si no se puede conseguir de la debilidad de muchos que se reúnan cada día y la ley de la caridad no permite que se le exija más, ¿por qué no vamos a seguir nosotros la razón que el Señor nos ha mostrado?

33. Nosotros observamos el domingo sin judaísmo y sin superstición
Es necesario que trate este punto un poco más por extenso, pues ciertos espíritus inquietos se alborotan a causa del día del domingo. Se quejan de que el pueblo cristiano permanece aún dentro del judaísmo, porque retiene aún la observancia de unos días determinados.
A eso respondo que guardamos el domingo sin caer en el judaísmo, ya que hay una grandísima diferencia entre nosotros y los judíos tocante a esto. Porque no lo celebramos con un criterio religioso estrecho, como una ceremonia en la que se figura un misterio espiritual, sino que lo admitimos como un remedio necesario para conservar el orden en la iglesia.
Pero san Pablo, dicen, enseña que los cristianos no deben ser juzgados por la observancia de los días, puesto que esto es una sombra de las cosas que han de venir (Col. 2, 16), y precisamente teme haber trabajado en vano entre los gálatas, porque seguían observando aún los días (Gál. 4, 10-11). Y escribiendo a los romanos dice que es una superstición hacer diferencia entre día y día (Rom. 14,5).
Pero ¿quién, fuera de esta gente no ve de qué observancia habla el Apóstol? Pues ellos no tenían en vista este fin público y de orden en la Iglesia, sino que manteniendo las fiestas como sombras de cosas espirituales, empañaban la gloria de Cristo y la luz de su Evangelio; no se abstenían de las obras manuales porque les impidieran entregarse a la meditación de la Palabra de Dios, sino por una insensata devoción, pues se imaginaban que con el descanso hacían un gran servicio a Dios. Así pues, contra esta perversa distinción de días habla el Apóstol, y no contra el orden legitimo que mantiene la paz en el pueblo cristiano. Porque en las iglesias que él fundó se guardaba el sábado con este fin; y a los corintios les señala ese día para poder recoger la ofrenda en ayuda de los hermanos de Jerusalem (1 Cor. 16,2).
Si tememos la superstición, mucho mayor peligro había ciertamente en las fiestas de los judíos, que en la celebración del domingo por parte de los cristianos. Porque como era conveniente para suprimir la superstición, se ha abandonado el día que guardaban los judíos; y como era necesario para mantener cierto orden y paz en la Iglesia, se ha establecido otro día en su lugar.

34. Aunque los antiguos no han escogido el día del domingo para ponerlo en lugar del sábado sin razón alguna. Porque como el fin y cumplimiento de aquel verdadero reposo que el antiguo sábado figuraba se cumplió en la resurrección del Señor, los cristianos son amonestados por ese mismo día, en que se puso fin a las sombras, a que no se paren en una ceremonia que no era más que una sombra.
Ni tampoco tengo yo tanto interés en insistir en el número siete, que quiera de alguna manera forzar a la Iglesia por ello; y no condenaré a las iglesias que tienen señalados otros días para reunirse siempre que no tenga parte en ello la superstición, como no la tiene cuando se hace por razón de disciplina y de buen orden.
Resumamos así: Como a los judíos se les enseñaba la verdad en figuras, así a nosotros se nos expone sin vetos; y ello, en primer lugar, para que toda nuestra vida meditemos en un sabatismo perpetuo, o descanso de nuestra obras, durante el cual el Señor pueda obrar en nosotros mediante su Espíritu.
En segundo lugar, que cada uno de nosotros se aplique en su espíritu, en cuanto le sea posible, a considerar con diligencia las obras de Dios para glorificarlo en ellas; y asimismo, que cada uno guarde el orden legítimo de la Iglesia, señalado para oír la Palabra de Dios, para la administración de los sacramentos, y para la oración pública.
Lo tercero, que no oprimamos inhumanamente a aquellos sobre los cuales tenemos dominio.
De esta manera se disipan las mentiras de los falsos doctores, que en el pasado han enseñado al pueblo esta opinión judía, sin establecer más diferencia entre el sábado y el domingo que la de que lo ceremonial de este mandamiento queda abrogado, pero que permanece en su aspecto moral; a saber, que hay que guardar un día a la semana. Ahora bien, esto no sería sino cambiar el día por despecho a los judíos, reteniendo, sin embargo, en el corazón la misma superstición de que hay en los días un significado secreto y misterioso, como lo había en el Antiguo Testamento. Bien vemos el provecho que han obtenido de su doctrina; pues los que la siguen dejan muy atrás a los judíos respecto a la crasa superstición del sábado; de suerte que las reprensiones que leemos en Isaías no les corresponden menos ahora de lo que correspondían a aquellos a los cuales se dirigía el profeta (Is. 1,13-15; 58,13).
Por lo demás, debemos ante todo profesar la doctrina general, para que no decaiga y se enfríe la religión entre nosotros; a saber, que debemos ser diligentes en frecuentar los templos y los lugares de reunión de los fieles, y nos apliquemos en lo posible para ayudar con los medios externos a mantener y hacer que progrese el culto y servicio de Dios.

EL QUINTO MANDAMIENTO
Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra que
Jehová tu Dios te da.

35. Debemos honor, obediencia y amor, a todos nuestros superiores, sean dignos o indignos
El fin de este mandamiento es que, como el Señor Dios quiere que sea guardado el orden que Él ha instituido, debemos guardar inviolablemente los grados de preeminencia, como Él los ha establecido. La suma, pues, de todo ello será que, aquellos a quienes el Señor nos ha dado por superiores, les tengamos gran respeto, los honremos, les obedezcamos, y reconozcamos el bien que de ellos hemos recibido. De aquí se sigue la prohibición de que no rebajemos su dignidad ni por menosprecio, ni por contumacia o por ingratitud, pues todo esto quiere decir el Vocablo honrar en la Escritura; por ejemplo, cuando dice el Apóstol: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor” (1 Tim. 5, 17), no solamente entiende que se les debe reverencia, sino también la remuneración que merece su ministerio.
Mas como este mandamiento, en el cual se nos manda someternos a nuestros superiores, es muy contrario a la perversión de nuestra naturaleza — pues naturalmente estamos henchidos de orgullo y de ambición y con gran dificultad aceptamos someternos a nadie —, por esta causa nos es propuesta como ejemplo La superioridad menos odiosa y la más amable de todas, para doblegar y ablandar nuestros corazones, a fin de que se acostumbre a obedecer. Y así el Señor, poco a poco, mediante la sujeción más dulce y fácil de tolerar, nos acostumbra a toda legítima sumisión, ya que la razón es la misma en todos los casos. Porque cuando Él constituye en autoridad a alguno le comunica su nombre en la medida requerida para mantenerla y conservarla. Los títulos de Padre, Dios y Señor, de tal manera le compelen a El sólo, que cuando oímos cualquiera de ellos, nuestro corazón se siente conmovido por el sentimiento de su majestad. Ahora bien, aquellos a quienes ti ha hecho participes de estos títulos les da como un destello de su misma claridad, para ennoblecer a cada uno conforme a su grado. Por esto hemos de pensar que hay una cierta especie de divinidad en aquél a quien llamamos padre, pues no sin motivo lleva un título que compete a Dios. De modo semejante, el que es príncipe o señor participa en cierta medida de Dios.

36. Por lo cual nadie debe dudar que el Señor establece aquí una regla universal; y es, que al reconocer a alguien como superior nuestro por
ordenación de Dios, le profesemos reverencia y obediencia, y le hagamos cuantos servicios nos sea posible. Y no hemos de considerar si aquellos a quienes hacemos este honor son dignos o no. Porque, sean como fueren, solamente por providencia y voluntad de Dios tienen aquella autoridad, por la cual el mismo Legislador quiere que sean honrados.

Nuestros padres. Sin embargo, expresamente nos manda que honremos a nuestros padres, quienes nos engendraron y son la razón de que tengamos el ser que poseemos, lo cual la misma naturaleza nos lo debe enseñar, Porque son monstruos, y no hombres, los que por menosprecio, rebeldía o contumacia quebrantan la autoridad de sus propios padres. Por esto manda el Señor que todos aquellos que son desobedientes a su padre o a su madre mueran por ello, pues son hombres indignos de gozar de esta vida, ya que no reconocen a aquellos por cuyo medio vinieron al mundo,
Por muchos lugares de la Ley se ve que lo que hemos dicho es verdad; a saber, que la honra de que se habla en este mandamiento contiene tres partes: reverencia, obediencia y gratitud.
Manda el Señor la primera, cuando prescribe que el que maldijere a su padre o a su madre muera por ello; porque con ello castiga toda suerte de menosprecio y afrenta (Éx. 2l, 17; Lv. 20,9; Prov. 20, 20).
La segunda, al ordenar que los hijos desobedientes y rebeldes sean castigados con la muerte (Dt. 21, 18).
A la tercera se refiere lo que Cristo dice en el capitulo quince de san Mateo, que es mandamiento de Dios que hagamos bien a nuestros padres (Mt. 15,4—6). Y siempre que san Pablo hace mención de este mandamiento nos exhorta a ser obedientes a nuestros padres; lo cual pertenece a la segunda parte (Ef. 6, 1; Col. 3,20).

37. Promesa de bendición
Sigue luego la promesa para encarecerlo más, a fin de advertirnos cuánto agrada a Dios la sumisión que aquí se nos manda. Porque Pablo nos incita con este estímulo para arrojar de nosotros la pereza, cuando dice que “es el primer mandamiento con promesa” (Ef. 6,2); porque la promesa de la primera Tabla no es especial ni pertenece a un solo mandamiento, sino que se extiende a toda la Ley en general.
En cuanto a la promesa de que tratamos al presente, se ha de entender de esta manera: que el Señor hablaba estrictamente con los israelitas acerca de la tierra que les había prometido como herencia. Si, pues, la posesión de esta tierra era una prenda de la bondad y liberalidad de Dios, no nos maravillemos si el Señor ha querido testimoniar su Favor prometiéndoles larga vida, con la cual pudiesen gozar más largamente del beneficio y la merced que se les hacía. Lo que quiere, pues, decir es: Honra a tu padre y a tu madre, para que vivas mucho tiempo y puedas gozar largamente de la tierra, que ha de servirte como testimonio de mi favor.
Por lo demás, como toda la tierra es bendita para los fieles, con toda justicia ponemos en el número de las bendiciones de Dios la vida presente. Por ello, esta promesa también nos toca a nosotros, en cuanto el Vivir larga vida nos es un testimonio de la buena voluntad que Dios nos tiene, porque la larga vida, ni se nos promete a nosotros, ni les fue prometida a los judíos, como si contuviese en sí misma la bienaventuranza; sino porque suele ser para los piadosos una señal de la benevolencia de Dios.
Y si sucede que un hijo obediente a sus padres, muere en su juventud
— lo cual no raras veces ocurre — no por eso deja el Señor de permanecer firme a su promesa; más aún, al cumplirla procede como el que habiendo prometido a otro una parcela de terreno, en vez de una le da ciento. Todo consiste en que consideremos que la larga vida nos es prometida en cuanto es una bendición de Dios, y que es bendición de Dios en cuanto testimonio de la benevolencia que el Señor nos tiene, la cual Él en realidad de Verdad la manifiesta abundante y ampliamente cuando saca a sus siervos de esta vida efímera.

38. Por otra parte, cuando el Señor promete la bendición de esta vida presente a los que honraren como deben a sus padres, a la vez da a entender con ello que, indudablemente, su maldición caerá sobre todos aquellos que le fueren desobedientes; y para que su juicio se ejecute, decreta en su Ley que los tales son dignos de muerte; y si ellos escapan del modo que fuere, de la mano de los hombres, Él no dejará de castigarlos. De sobra vemos qué gran número de gente de esta clase perece en guerras, en disputas y pendencias; cómo otros se ven atormentados de modo imprevisto; de tal manera, que casi a simple vista se ve que es Dios quien los persigue y les hace morir ignominiosamente. Y si hay algunos que logran llegar a edad muy avanzada, como quiera que en esta vida presente se ven privados de la bendición de Dios, no hacen más que consumirse miserablemente, y son preservados para sufrir tormentos mucho mayores en el futuro. Tan lejos están de participar y gozar de la bendición prometida a los buenos hijos.

Límites de ¡a obediencia. Para concluir esta materia, debemos advertir brevemente, que no se nos manda obedecer a nuestros padres, sino “en el Señor” (Ef. 6, 1), y ello estará claro, si tenemos presente el fundamento que ya hemos establecido. Porque ellos tienen autoridad sobre nosotras en cuanto Dios los ha constituido en ella, comunicándoles una parte de la honra que le es debida. Por tanto, la obediencia que se les debe ha de ser como un escalón, que nos lleve a obedecer a Aquel que es el sumo Padre. Y por eso, si ellos nos incitan a quebrantar la Ley de Dios, con toda justicia no los consideraremos entonces como padres, sino como extraños, puesto que procuran apartarnos de la obediencia que debemos a nuestro verdadero Padre,
Lo mismo se debe entender de los príncipes, señores y toda clase de superiores; pues sería cosa indigna y fuera de razón que su autoridad se ejerciera para rebajar la alteza y majestad de Dios; ya que dependiendo de la divina, debe guiamos y encaminarnos a ella.

EL SEXTO MANDAMIENTO
No matarás.

39. El fin de este mandamiento es que habiendo formado Dios al linaje humano como una unidad, cada uno debe preocuparse del bienestar y
conservación de los demás. En resumen, este mandamiento prohíbe toda violencia, toda injuria, y cualquier daño que se pueda inferir al prójimo en su cuerpo. Y, por tanto, se nos manda que nos sirvamos de nuestras fuerzas en lo posible para conservar la vida del prójimo, procurándole las cosas convenientes y saliendo al paso de las que pueden perjudicarle; y asimismo ayudándole y socorriéndole cuando se encuentre en algún peligro o necesidad.

Sentido espiritual de este mandamiento. Si tenemos presente que es Dios el Legislador que así nos habla, debemos considerar que esta regla la da a nuestra alma; porque seria cosa ridícula, que el que lee los pensamientos del corazón, y ante todo se fija en ellos, no instruyese en la verdadera justicia más que nuestro cuerpo. Por tanto, con esta ley se prohíbe también el homicidio de corazón, y se nos manda profesar un afecto interno a la vida del prójimo. Es Verdad que la mano es quien lleva a cabo el homicidio, pero el corazón es el que lo concibe, cuando se siente encendido en odio y en ira. Reflexionad si podéis enojaros con el prójimo sin encendemos en deseos de hacerle daño. Luego si no podéis enojaros sin sentir tal deseo, tampoco podéis aborrecerle; ya que el odio no es más que la ira concentrada. Por más que disimuléis y procuréis excusaros con vanos pretextos y rodeos, es cierto y está bien probado, que donde hay ira u odio, hay deseo de hacer daño. Y por si aún persistís en excusaros, hace mucho que se dijo por boca del Espíritu Santo: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida.” (1 Jn. 3,15). Y también se ha dicho por boca de nuestro Señor Jesucristo: “Cualquiera que se enoje contra su hermano será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mt. 5,22).

40. El hombre es imagen de Dios. Nuestro prójimo es nuestra carne
La Escritura da dos razones sobre las que se funda este mandamiento. La primera es que el hombre es imagen de Dios; y la otra que es carne nuestra. Por tanto, si no queremos violar la imagen de Dios, no debemos ofender en cosa alguna a nuestro prójimo; y si no queremos despojarnos de nuestra humanidad, debemos cuidarlo como a nuestra propia carne.
En otro lugar trataremos de la exhortación que se puede obtener a este respecto del beneficio de la Redención de Jesucristo. El Señor ha querido que consideremos naturalmente estas dos cosas que hemos señalado en el hombre, y que nos llevasen a hacerle bien: quiere que honremos su imagen, la cual Él ha imprimido en el hombre; y que nos cuidemos de nuestra propia carne y la amemos.
Y por ello, no es inocente del crimen de homicidio el que simplemente se abstiene de derramar sangre. Porque cualquiera que cometiere o intentare algo de hecho, o en su voluntad y deseo concibiere dañar en algo al bien del prójimo, ante Dios es ya considerado homicida. Asimismo, si no procuramos según la posibilidad y ocasión se nos ofreciere, hacerle bien, pecamos también contra esta ley con esta falta de humanidad.
Y si el Señor se preocupa tanto de la salud del cuerpo, podemos figurarnos cuánto nos obliga a procurar la del alma, la cual tiene sin comparación en mucha mayor estima.

EL SÉPTIMO MANDAMIENTO
No cometerás adulterio.

41. El fin de este mandamiento es que toda inmundicia e impureza debe estar muy lejos de nosotros, porque Dios ama la pureza y la castidad. Y se resume, en que no nos manchemos con suciedad alguna, ni apetito de lujuria. A lo cual corresponde el mandamiento afirmativo de que regulemos nuestra vida de una manera casta y guardemos continencia.
De una manera más expresa prohíbe la fornicación, a la que tiende toda suerte de lujuria, a fin de que por la impureza y deshonestidad que consigo lleva — que es más manifiesta y palpable en ella, en cuanto que deshonra al mismo cuerpo — nos incite a aborrecer todo género de lujuria.

Fines del matrimonio. Como el hombre ha sido creado de tal manera que no viva solo, sino en compañía de la ayuda semejante que se le dio — tanto más, que por el pecado se encuentra más sometido aún a esta necesidad —. el Señor ha puesto remedio a ello, instituyendo el matrimonio y santificándolo después con su bendición. De donde se deduce que toda otra compañía fuera del matrimonio, es maldita en su presencia; y que la misma compañía del marido y la mujer ha sido ordenada para remedio de nuestra necesidad, a fin de que no aflojemos las riendas a nuestros deseos carnales y nos arrastren en pos de sí. No nos lisonjeemos, pues, cuando oímos decir que el hombre puede juntarse con una mujer fuera del matrimonio sin la maldición de Dios.

42. La vocación de continencia
Por tanto, como quiera que por la naturaleza de nuestra condición y por el ardor que después de la caída se encendió en nosotros, tenemos doble necesidad de este remedio, exceptuando aquellos a quienes Él ha hecho gracia particular, considere bien cada uno lo que se le ha dado.
Confieso que la virginidad es una virtud que ha de tenerse en mucha estima; mas como a unos les es negada, y a otros concedida sólo por algún tiempo, los que se ven atormentados por la incontinencia y no pueden conseguir la victoria, deben acogerse al remedio del matrimonio, para que de esta manera guarde la castidad cada uno según su vocación. Porque, los que no han recibido el don de la continencia, si no salen al encuentro de su intemperancia con el remedio que se les ha propuesto y concedido, resisten a Dios y se enfrentan a sus disposiciones.
Y no tienen razón para contradecir, como lo hacen muchos hoy en día, diciendo que con la ayuda de Dios lo podrán todo; porque la ayuda de Dios solamente se da a los que caminan por la senda que El ha trazado; es decir, según su vocación (Sal. 91, 1, 14), de la cual se apartan cuantos dejando a un lado los remedios que Dios les ofrece, con loca temeridad intentan sobreponerse a sus necesidades.
El Señor afirma que la continencia es un don particular de Dios, que no se concede indiferentemente ni en general a cuantos son miembros de la Iglesia, sino a muy pocos. Porque pone ante nuestra consideración una clase de hombres, que se han castrado por el reino de los cielos; es decir, para entregarse con mayor libertad al servicio de la gloria de Dios (Mt. 19, 12). Y para que nadie piense que está en la mano del hombre poder obrar de esta manera, poco antes dice que no todos son aptos para hacer esto, sino solamente aquellos a quienes les es concedido por el cielo. De donde concluye san Pablo, que “cada uno tiene su propio don de Dios; uno, a la verdad de un modo; y otro de otro” (1 Cor. 7, 7).

43. ¿Cuándo es necesario el matrimonio?
Puesto que tan claramente se nos advierte que no todos pueden guardar castidad fuera del matrimonio por más que lo intenten, sino que es una gracia particular que Dios concede a ciertas personas para tenerlas más prontas y dispuestas a servirle, ¿no será posible que nos opongamos a Dios y a la naturaleza que El creó, si no adaptamos nuestro modo de vida según la medida de las facultades que se nos han concedido? El Señor prohíbe la fornicación; exige, pues, pureza y castidad. La única manera de guardarla es que cada uno considere lo que tiene. Que nadie menosprecie temerariamente el matrimonio como cosa superflua e inútil; que nadie desee permanecer soltero, si no puede prescindir de la mujer; que nadie mire a su tranquilidad y comodidad carnal, sino únicamente estar preparado y pronto para servir a Dios libre de todo lazo que se lo pudiera impedir. Y como muchos no tienen el don de la contimencia más que por algún tiempo, el que se abstiene de casarse, se abstenga mientras pueda prescindir de la mujer. Cuando le faltaren las fuerzas para vencer y dominar sus apetitos carnales, comprenda por ello que Dios le impone el matrimonio. Así lo dice el Apóstol, cuando manda que “a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido”; y; “si no tienen don de continencia, cásense” (1 Cor. 7,2.9). Quiere decir con esto, en primer lugar, que la mayor parte de los hombres está sujeta al vicio de la incontinencia; y lo segundo, que no exceptúa a ninguno de ellos de acogerse a este único remedio que propone, para que no caigan en la impureza. Por tanto, ¡os incontinentes, si no quieren poner remedio de este modo a su flaqueza, por el hecho mismo pecan, ya que no obedecen al precepto del Apóstol.

La verdadera castidad. Y no tiene motivo de gloriarse el que no toca a una mujer, de que realmente no fornica con ella, y por lo mismo, que no es culpable de deshonestidad, si mientras tanto su corazón se abrasa en las llamas de la lujuria. Porque san Pablo define la verdadera castidad como pureza del alma a la vez que castidad del cuerpo. “La doncella”, dice, “tiene cuidado de las cosas del Señor, para ser santa así en cuerpo como en espíritu” (1 Cor. 7,34). Y por ello, cuando añade la razón que confirma esta sentencia: que el que no se puede contener se debe casar, no dice solamente que es mejor tomar mujer que no vivir en la fornicación, sino que es mejor casarse que quemarse.

44. La santidad del matrimonio
En cuanto a los casados, si reconocen que su unión es bendecida por el Señor, ello ha de servirles de aviso para no contaminarla con una intemperancia disoluta. Porque si la honestidad del matrimonio cubre la deshonestidad de la incontinencia, no por eso debe ser una incitación a ella. Por tanto piensen los casados que no todas las cosas les son licitas, sino cada cual condúzcase sobriamente respecto a su mujer, e igualmente la mujer respecto a su marido, regulándose de tal manera que no atenten en nada contra la honestidad y templanza del matrimonio. Porque ha de ser regulado y reducido a tal modestia el matrimonio y la unión en el Señor, que no se dé rienda suelta a toda suerte de disolución. San Ambrosio, reprendiendo a los que abusan del matrimonio con su intemperancia y disolución, usa un lenguaje muy duro, pero del todo conforme a este propósito, diciendo que fornican con sus mujeres los maridos que en las relaciones conyugales no tienen para nada en cuenta la honestidad y la vergüenza.

La verdadera pureza. Finalmente consideremos quién es el Legislador que condena la fornicación. Evidentemente, el que siendo Señor absoluto de nosotros, exige en virtud de su título de Señor, integridad de alma, de espíritu y de cuerpo en nosotros. Por tanto, al prohibir la fornicación prohíbe a la vez que induzcamos a otros al mal, con vestidos lascivos, con gestos obscenos e impuros, o con conversaciones deshonestas. Porque un filósofo, llamado Arquelao, dijo no sin razón a un joven muy galano y excesivamente recompuesto, que poco importaba en qué parte del cuerpo mostrase su deshonestidad. Yo refiero esto a Dios, el cual detesta toda impureza en cualquier parte que sea, ya del cuerpo, bien del alma. Y para que nadie lo dude, acordémonos que Dios en este mandamiento nos prescribe la castidad. Si nos exige que seamos castos, condena por lo mismo, cuanto es contrario y no conviene a esa virtud.
Por lo tanto, si queremos obedecer este mandamiento es necesario que el corazón no se abrase por dentro en malos deseos, que los ojos no miren impúdicamente, que el cuerpo no se componga para atraer y engañar a los otros, que la lengua no induzca con palabras inconvenientes a pensar en tales cosas, ni que el deseo provoque la lujuria; porque todos estos vicios son a modo de manchas que empañan la transparencia de la castidad.

EL OCTAVO MANDAMIENTO
No hurtarás.

45. El fin es: que se dé a cada uno lo que es suyo, pues Dios abomina toda injusticia. El resumen será, por tanto, que nos prohíbe procurarnos los bienes ajenos, y nos manda, consecuentemente, que conservemos fielmente los bienes y la hacienda de nuestros prójimos. Porque debemos considerar que lo que cada uno posee no lo ha conseguido a la Ventura o por casualidad, sino por la distribución del que es supremo Señor de todas las cosas; y por eso, a ninguna persona se le pueden quitar sus bienes con malas artes y engaños, sin que sea violada la distribución divina.

Diferentes clases de hurtos. Ahora bien, son muchos los géneros de hurto. Una manera de hurto se ejerce con la violencia, cuando por fuerza y desenfreno se arrebatan los bienes ajenos. Otra, por malicia y engaño, cuando con mucha cautela se engaña al prójimo y se le quita la posesión de sus bienes. Hay otro modo de hacerlo con una astucia más velada y más fina, cuando so color de derecho y justicia se priva a uno de lo que le pertenece. También se hace con lisonjas, cuando con buenas palabras y a título de donación se consiguen los biches ajenos.
Pero para no perder el tiempo en hacer un catálogo de las clases que hay de hurtos, digamos en resumen que todas las maneras y caminos que usamos para conseguir las posesiones, la hacienda y el dinero del prójimo, cuando se apartan de la sinceridad y de la caridad cristiana o se disfrazan con el deseo de engañar y dañar como fuere, han de ser consideradas como hurtos. Porque, aunque los que usan tales procedimientos ganen la causa a veces ante los jueces, sin embargo ante el tribunal de Dios son tenidos por ladrones. Porque ÉL ve las artimañas con que los hombres astutos enredan desde lejos a los sencillos, y que proceden con una aparente inocencia hasta que los tienen cogidos en sus redes; Él ve los insoportables impuestos y exacciones con que los poderosos oprimen a los pobres; las lisonjas con que los más astutos ceban sus anzuelos para sorprender a los imprudentes y menos avisados. Todo lo cual permanece oculto.

Dar a cada uno lo que le pertenece. Además, la transgresión de este precepto no consiste solamente en que se perjudique a alguno en su dinero, en sus posesiones o heredades, sino también en cualquier deber o derecho que tengamos para con los demás. Porque defraudamos a nuestro prójimo en su hacienda si le negamos los servicios y deberes que le debemos. Así, si un procurador o un mayordomo a causa de su ociosidad y despreocupación destruye la hacienda de su amo y no se cuida de ella; si gasta indebidamente lo que se le ha confiado, o superfluamente lo mal- gasta; si un criado se burla de su amo, si descubre sus secretos, o intenta algo contra su vida o sus bienes; asimismo, si un padre de familia trata cruelmente a los suyos, evidentemente todos éstos cometen latrocinio ante Dios. Porque el que no pone por obra lo que según su vocación está obligado a hacer, retiene o pervierte lo que no es suyo.
para ir a la segunda parte, oprime aquí

www.iglesiareformada.com
Biblioteca
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO SEGUNDO