CAPITULO X
COMO HAY QUE USAR DE LA VIDA PRESENTE
Y DE SUS MEDIOS
1. Para evitar la austeridad o la intemperancia, se requiere una doctrina acerca del uso de los bienes terrenos
Con esta misma lección la Escritura nos instruye muy bien acerca del recto uso de los bienes temporales; cosa que ciertamente no se ha de tener en poco cuando se trata de ordenar debidamente nuestra manera de vivir. Porque si hemos de vivir, es también necesario que nos sirvamos de los medios necesarios para ello. Y ni siquiera podemos abstenernos de aquellas cosas que parecen más bien aptas para proporcionar satisfacción, que para remediar una necesidad. Hemos, pues, de tener una medida, a fin de usar de ellas con pura y sana conciencia, ya sea por necesidad, ya por deleite.
Esta medida nos la dicta el Señor al enseñarnos que la vida presente es una especie de peregrinación para los suyos mediante la cual se encaminan al reino de los cielos. Si es preciso que pasemos por la tierra, no hay duda que debemos usar de los bienes de la tierra en la medida en que nos ayudan a avanzar en nuestra carrera y no le sirven de obstáculo. Por ello, no sin motivo advierte san Pablo que usemos de este mundo, como si no usáramos de él; que adquiramos posesiones, con el mismo ánimo con que se venden (1 Cor.7,31). Mas, como esta materia puede degenerar en escrúpulos, y hay peligro de caer en un extremo u otro, procuremos asegurar bien el pie para no correr riesgos.
Ha habido algunos, por otra parte buenos y santos, que viendo que la intemperancia de los hombres se desata como a rienda suelta si no se la refrena con severidad, y deseando poner remedio a tamaño mal, no permitieron a los hombres el uso de los bienes temporales sino en cuanto lo exigía la necesidad, lo cual decidieron porque no velan otra solución. Evidentemente este consejo procedía de un buen deseo; pero pecaron de excesivamente rigurosos. Su determinación era muy peligrosa, ya que ligaban la conciencia mucho más estrechamente de lo que requería la Palabra de Dios. En efecto, afirman que obramos conforme a la necesidad cuando nos abstenemos de todas aquellas cosas sin las cuales podemos pasar. Según esto, apenas nos seria lícito mantenernos más que de pan y agua. En algunos, la austeridad ha llegado aún más adelante, según se cuenta de Crates de Tebas, quien arrojó sus riquezas al mar, pensando que si no las destruía, ellas hablan de destruirlo a él.
Por el contrario, son muchos los que en el día de hoy, buscando cualquier pretexto para excusar su intemperancia y demasía en el uso de estas cosas externas, y poder dejar que la carne se explaye a su placer, afirman como cosa cierta, que de ningún modo les concedo, que la libertad no se debe limitar por reglas de ninguna clase, y que hay que permitir que cada uno use de las cosas según su conciencia y conforme a él le pareciere licito.
Admito que no debemos, ni podemos, poner reglas fijas a la conciencia respecto a esto. Sin embargo, como la Escritura nos da reglas generales sobre su uso legítimo, ¿por qué éste no va a regularse por ellas?
2. Debemos usar de todas las cosas según el fin para el cual Dios las ha creado
El primer punto que hay que sostener en cuanto a esto es que el uso de los dones de Dios no es desarreglado cuando se atiene al fin para el cual Dios los creó y ordenó, ya que El los ha creado para bien, y no para nuestro daño. Por tanto nadie caminará más rectamente que quien con diligencia se atiene a este fin.
Ahora bien, si consideramos el fin para el cual Dios creó los alimentos, veremos que no solamente quiso proveer a nuestro mantenimiento, 5mb que también tuvo en cuenta nuestro placer y satisfacción. Así, en los vestidos, además de la necesidad, pensó en el decoro y la honestidad. En las hierbas, los árboles y las frutas, además de la utilidad que nos proporcionan, quiso alegrar nuestros ojos con su hermosura, añadiendo también la suavidad de su olor. De no ser esto así, el Profeta no cantarla entre los beneficios de Dios, que “el vino alegra el corazón del hombre”, y “el aceite hace brillar el rostro” (Sal. 104, 14). Ni la Escritura, para engrandecer su benignidad, mencionarla a cada paso que El dio todas estas cosas a los hombres. Las mismas propiedades naturales de las cosas muestran claramente la manera como hemos de usar de ellas, el fin y la medida.
¿Pensamos que el Señor ha dado tal hermosura a las flores, que espontáneamente se ofrecen a la vista; y un olor tan suave que penetra los sentidos, y que sin embargo no nos es lícito recrearnos con su belleza y perfume? ¿No ha diferenciado los colores unos de otros de modo que unos nos procurasen mayor placer que otros? ¿No ha dado él una gracia particular al oro, la plata, el marfil y el mármol, con la que los ha hecho más preciosos y de mayor estima que el resto de los metales y las piedras? ¿No nos ha dado, finalmente, innumerables cosas, que hemos de tener en gran estima, sin que nos sean necesarias?
3. Cuatro reglas simples
Prescindamos, pues, de aquella inhumana filosofía que no concede al hombre más uso de las criaturas de Dios que el estrictamente necesario, y nos priva sin razón del lícito fruto de la liberalidad divina, y que solamente puede tener aplicación despojando al hombre de sus sentidos y reduciéndolo a un pedazo de madera.
Mas, por otra parte, con no menos diligencia debemos salir al paso de la concupiscencia de la carne, a la cual, si no se le hace entrar en razón, se desborda sin medida, y que, según hemos expuesto, también tiene sus defensores, quienes so pretexto de libertad, le permiten cuanto desea.
1º . En todo, debemos contemplar al Creador, y darle gracias
La primera regla para refrenarla será: todos los bienes que tenemos los creó Dios a fin de que le reconociésemos como autor de ellos, y le demos gracias por su benignidad hacia nosotros. Pero, ¿dónde estará esta acción de gracias, si tomas tanto alimento o bebes vino en tal cantidad, que te atonteces y te inutilizas para servir a Dios y cumplir con los deberes de tu vocación? ¿Cómo vas a demostrar tu reconocimiento a Dios, si la carne, incitada por la excesiva abundancia a cometer torpezas abominables, infecta el entendimiento con su suciedad, hasta cegarlo e impedirle ver lo que es honesto y recto? ¿Cómo vamos a dar gracias a Dios por habernos dado los vestidos que tenemos, si usamos de ellos con tal suntuosidad, que nos llenamos de arrogancia y despreciamos a los demás; si hay en ellos tal coquetería, que los convierte en instrumento de pecado? ¿Cómo, digo yo, vamos a reconocer a Dios, si nuestro entendimiento está absorto en contemplar la magnificencia de nuestros vestidos? Porque hay muchos que de tal manera emplean sus sentidos en los deleites, que su entendimiento está enterrado. Muchos se deleitan tanto con el mármol, el oro y las pinturas, que parecen trasformados en piedras, convertidos en oro, o semejantes a las imágenes pintadas. A otros de tal modo les arrebata el aroma de la cocina y la suavidad de otros perfumes, que son incapaces de percibir cualquier olor espiritual. Y lo mismo se puede decir de las demás cosas.
Es, por tanto, evidente, que esta consideración refrena hasta cierto punto la excesiva licencia y el abuso de los dones de Dios, confirmando la regla de Pablo de no hacer caso de los deseos de la carne (Rom. 13,14); los cuales, si se les muestra indulgencia, se excitan sin medida alguna.
4. 2º. Segunda regla
Pero no hay camino más seguro ni más corto que el desprecio de la vida presente y la asidua meditación de la inmortalidad celestial. Porque de ahí nacen dos reglas.
La primera es que quienes disfrutan de este mundo, lo hagan como si no disfrutasen; los que se casan, como si no se casasen; los que compran, como si no comprasen, como dice san Pablo (1 Cor. 7,29-31).
La segunda, que aprendamos a sobrellevar la pobreza con no menor paz y paciencia que si gozásemos de una moderada abundancia.
a. Usemos de este mundo como si no usáramos de él. El que manda que usemos de este mundo como si no usáramos, no solamente corta y suprime toda intemperancia en el comer y en el beber, todo afeminamiento, ambición, soberbia, fausto y descontrol, tanto en la mesa como en los edificios y vestidos; sino que corrige también toda solicitud o afecto que pueda apartarnos de contemplar la vida celestial y de adornar nuestra alma con sus verdaderos atavíos. Admirable es el dicho de Catón, que donde hay excesiva preocupación en el vestir hay gran descuido en la virtud; como también era antiguamente proverbio común, que quienes se ocupan excesivamente del adorno de su cuerpo apenas se preocupan de su alma.
Por tanto, aunque la libertad de los fieles respecto a las cosas externas no debe ser limitada por reglas o preceptos, sin embargo debe regularse por el principio de que hay que regalarse lo menos posible; y, al contrario, que hay que estar muy atentos para cortar toda superfluidad, toda yana ostentación de abundancia — ¡tan lejos deben estar de la intemperancia! —, y guardarse diligentemente de convertir en impedimentos las cosas que se les han dado para que les sirvan de ayuda.
5. b. Soportemos la pobreza; usemos moderadamente de la abundancia
La otra regla será que aquellos que tienen pocos recursos económicos, sepan sobrellevar con paciencia su pobreza, para que no se vean atormentados por la envidia. Los que sepan moderarse de esta manera, no han aprovechado poco en la escuela del Señor. Por el contrario, el que en este punto no haya aprovechado nada, difícilmente podrá probar que es discípulo de Cristo. Porque, aparte de que el apetito y el deseo de las cosas terrenas va acompañado de otros vicios numerosos, suele ordinariamente acontecer que quien sufre la pobreza con impaciencia, muestra el vicio contrario en la abundancia. Quiero decir con esto que quien se avergüenza de ir pobremente vestido, se vanagloriará de verse ricamente ataviado; que quien no se contenta con una mesa frugal, se atormentará con el deseo de otra más opípara y abundante; no se sabrá contener ni usar sobriamente de alimentos más exquisitos, si alguna vez tiene que asistir a un banquete; que quien con gran dificultad y desasosiego vive en una condición humilde sin oficio ni cargo alguno público, éste, si llega a verse constituido en dignidad y rodeado de honores, no podrá abstenerse de dejar ver su arrogancia y orgullo.
Por tanto, todos aquellos que sin hipocresía y de veras desean servir a Dios, aprendan, a ejemplo del Apóstol, a estar saciados como a tener hambre (Flp. 4, 12); aprendan a conducirse en la necesidad y en la abundancia.
3°. Somos administradores de tos bienes de Dios
Además presenta la Escritura una tercera regla, con la que modera el uso de las cosas terrenas. Algo hablamos de ella al tratar de los preceptos de la caridad.’ Nos enseña que todas las cosas nos son dadas por la benignidad de Dios y son destinadas a nuestro bien y provecho, de forma que constituyen como un depósito del que un día hemos de dar cuenta. Hemos, pues, de administrarlas como si de continuo resonara en nuestros oídos aquella sentencia: “Da cuenta de tu mayordomía” (Lc. 16,2). Y a la vez hemos de recordar quién ha de ser el que nos pida tales cuentas; a saber, Aquel que tanto nos encargó la abstinencia, la sobriedad, la frugalidad y la modestia, y que detesta todo exceso, soberbia, ostentación y vanidad; que no aprueba otra dispensación de bienes y hacienda, que la regulada por la caridad; el que por su propia boca ha condenado ya todos los regalos y deleites que apartan el corazón del hombre de la castidad y la pureza, o que entontecen el entendimiento.
6. 4°. En todos los actos de la vida debemos considerar nuestra vocación
Debemos finalmente observar con todo cuidado, que Dios manda
que cada uno de nosotros en todo cuanto intentare tenga presente su vocación. Él sabe muy bien cuánta inquietud agita el corazón del hombre, que la ligereza lo lleva de un lado a otro, y cuán ardiente es su ambición de abrazar a la vez cosas diversas.
Por temor de que nosotros con nuestra temeridad y locura revolvamos cuanto hay en el mundo, ha ordenado a cada uno lo que debía hacer. Y para que ninguno pase temerariamente sus límites, ha llamado a tales maneras de vivir, vocaciones. Cada uno, pues, debe atenerse a su manera de vivir, como si fuera una estancia en la que el Señor lo ha colocado, para que no ande vagando de un lado para otro sin propósito toda su vida.
Esta distinción es tan necesaria, que todas nuestras obras son estimadas delante de Dios por ella; y con frecuencia de una manera muy distinta de lo que opinaría la razón humana y filosófica. El acto que aun los filósofos reputan como el más noble y el más excelente de todos cuantos se podrían emprender, es libertar al mundo de la tiranía; en cambio, toda persona particular que atente contra el tirano es abiertamente condenada por Dios. Sin embargo, no quiero detenerme en relatar todos los ejemplos que se podrían aducir referentes a esto. Baste con entender que la vocación a la que el Señor nos ha llamado es como un principio y fundamento para gobernarnos bien en todas las cosas, y que quien no se someta a ella jamás atinará con el recto camino para cumplir con su deber como debe. Podrá hacer alguna vez algún acto digno de alabanza en apariencia; pero ese acto, sea cual sea, y piensen de él los hombres lo que quieran, delante del trono de la majestad divina no encontrará aceptación y será tenido en nada.
En fin, si no tenemos presente nuestra vocación como una regla permanente, no podrá existir concordia y correspondencia alguna entre las diversas partes de nuestra vida. Por consiguiente, irá muy ordenada y dirigida la vida de aquel que no se aparta de esta meta, porque nadie se atreverá, movido de su temeridad, a intentar más de lo que su vocación le permite, sabiendo perfectamente que no le es lícito ir más allá de sus propios límites. El de condición humilde se contentará con su sencillez, y no se saldrá de la vocación y modo de vivir que Dios le ha asignado. A la vez, será un alivio, y no pequeño, en sus preocupaciones, trabajos y penalidades, saber que Dios es su guía y su conductor en todas las cosas. El magistrado se dedicará al desempeño de su cargo con mejor voluntad. El padre de familia se esforzará por cumplir sus deberes. En resumen, cada uno dentro de su modo de vivir, soportará las incomodidades, las angustias, los pesares, si comprende que nadie Lleva más carga que la que Dios pone sobre sus espaldas.
De ahí brotará un maravilloso consuelo: que no hay obra alguna tan humilde y tan baja, que no resplandezca ante Dios, y sea muy preciosa en su presencia, con tal que con ella sirvamos a nuestra vocación.