CAPITULO XIV
CUAL ES EL PRINCIPIO DE LA JUSTIFICACION
Y
CUALES SON SUS CONTINUOS PROGRESOS
1. Cuál puede ser la justicia del hombre
Para mejor explicar esto, consideremos cuál puede ser la justicia del hombre durante todo el curso de su vida.
Para ello establezcamos cuatro grados. Porque los hombres, o privados de todo conocimiento de Dios están anegados en la idolatría; o profesando ser cristianos y admitidos a los sacramentos, viven sin embargo disolutamente, negando con sus obras al Dios que con su boca confiesan, con lo cual solo de nombre lo son; o son hipócritas, que encubren la maldad de su corazón con vanos pretextos; o bien, regenerados por el Espíritu de Dios, se ejercitan de corazón en la verdadera santidad e inocencia.
1º . El hombre, privado del conocimiento de Dios, no produce obra alguna buena.
En los primeros — que hemos de considerarlos conforme a sus dotes naturales — no se puede hallar, mirándolos de pies a cabeza, ni un destello de bien; a no ser que queramos acusar de mentirosa a la Escritura, cuando afirma de todos los hijos de Adán, que tienen un corazón perverso y endurecido (Jer. 17,9); que todo lo que pueden concebir desde su infancia no es otra cosa sino malicia (Gn. 8,21); que todos sus pensamientos son vanos (Sal. 94,11); que no tienen el temor de Dios ante sus ojos (Sal. 36,1); que no tienen entendimiento y no buscan a Dios (Sal. 14,2); en resumen, que son carne (Gn. 6,3); terminó bajo el cual se comprenden todas las obras que cita san Pablo: “adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, discusiones, herejías” (Gál. 5,19-21). He ahí la famosa dignidad, en la cual confiados pueden enorgullecerse. Y si hay algunos entre ellos dotados de honestas costumbres y con una cierta apariencia de santidad entre los hombres, como sabemos que Dios no hace caso de la pompa exterior y de lo que se ye por fuera, conviene que penetremos hasta la fuente misma y el manantial de las obras, Si queremos que nos valgan para alcanzar justicia. Debemos, digo, mirar de cerca de qué afecto proceden estas obras. Mas, si bien se me ofrece aquí amplia materia y ocasión para hablar, como este tema se puede tratar en muy pocas palabras, procuraré ser todo lo breve posible.
2. Las virtudes de los infieles se deben a la gracia común
En primer lugar no niego que sean dones de Dios todas las virtudes y excelentes cualidades que se yen en los infieles. No estoy tan privado de sentido común, que intente afirmar que no existe diferencia alguna entre la justicia, la moderación y la equidad de Tito y Trajano, que fueron óptimos emperadores de Roma, y la rabia, la furia y crueldad de Calígula, de Nerón y de Domiciano, que reinaron come bestias furiosas; entre las pestilentes suciedades de Tiberio, y la continencia de Vespasiano; ni — para no detenernos mas en cada una de las virtudes y de los vicios en particular — entre la observancia de las leyes y el menosprecio de las mismas. Porque tanta diferencia hay entre el bien y el mal, que se ve incluso en una imagen de muerte. Pues, ¿qué orden habría en el mundo si confundiésemos tales cosas? Y así el Señor, no solamente ha imprimido en el corazón de cada uno esta distinción entre las cosas honestas y las deshonestas, sino que además la ha confirmado muchas veces con la dispensación de su providencia. Vemos cómo Él bendice con numerosas bendiciones terrenas a los hombres que se entregan a la virtud. No que esta apariencia exterior de virtud merezca siquiera el menor de los beneficios que Él les otorga; pero a Él le place mostrar cuánto ama la verdadera justicia de esta manera, no dejando sin remuneración temporal aquella que no es más que exterior y fingida. De donde se sigue lo que poco antes hemos declarado; que son dones de Dios estas virtudes, o por mejor decir, estas sombras de virtudes; pues no existe cosa alguna digna de ser loada, que no proceda de Él.
3. Esas virtudes no proceden de intenciones puras
A pesar de todo es verdad lo que escribe san Agustín, que todos los que están alejados de la religión de un solo Dios, por más que sean estimados en virtud de la opinión que se tiene de ellos por su virtud, no sólo no son dignos de ser remunerados, sino más bien lo son de ser castigados, porque contaminan los dones purísimos de Dios con la suciedad de su corazón. Porque, aunque son instrumentos de Dios para conservar y mantener la sociedad en la justicia, la continencia, la amistad, la templanza, la fortaleza y la prudencia, con todo hacen muy mal uso de estas buenas obras de Dios, porque no se refrenan de obrar mal por un sincero afecto a lo bueno y honesto, sino por sola ambición, o por amor propio, o cualquier otro afecto. Comoquiera, pues, que sus obras están corrompidas por la suciedad misma del corazón, que es su fuente y origen, no deben ser tenidas por virtudes más que lo han de ser los vicios, que por la afinidad y semejanza que con ellos guardan suelen engañamos. Y para explicarlo en breves palabras: comoquiera que nosotros sabemos que el único y perpetuo fin de la justicia es que sirvamos a Dios, cualquier cosa que pretenda otro fin, por lo mismo, con todo derecho deja de ser justa. Así que, como esa gente no tiene en vista el fin que la sabiduría de Dios ha establecido, aunque lo que hacen parezca bueno, no obstante es pecado, por el mal al que va encaminado. Concluye, pues, san Agustín que todos los Fabricios, Escipiones y Catones, y todos cuantos entre los gentiles gozaron de alta estimación, han pecado en estos sus admirables y heroicos hechos; porque al estar privados de la luz de la fe, no han dirigido sus obras al fin que debían. Por lo cual dice que ellos no han tenido verdadera justicia, pues el deber de cada uno se considera, no por lo que hace, sino por el fin por el que se hace.
4. Para ser buena, una obra debe ser hecha con fe en Cristo y en comunión con El
Además de esto, si es verdad lo que dice san Juan1 que fuera del Hijo de Dios no hay vida (1 Jn. 5, 12), todos los que no tienen parte con Cristo, sean quienes fueren, hagan o intenten hacer durante todo el curso de su vida todo lo que se quiera, van a dar consigo en la ruina, la perdición y el juicio de la muerte eterna.
En virtud de esto, san Agustín dice en cierto lugar: “Nuestra religión no establece diferencia entre los justos y los impíos por la ley de las obras, sino por la ley de la fe, sin la cual las que parecen buenas obras se convierten en pecado”.’ Por lo cual el mismo san Agustín en otro lugar hace muy bien en comparar la vida de tales gentes a uno que va corriendo fuera de camino. Porque cuanto más deprisa el tal corre, tanto más se va apartando del lugar adonde había determinado ir, y por esta causa es más desventurado. Por eso concluye, que es mejor ir cojeando por el camino debido, que no ir corriendo fuera de camino.
Finalmente, es del todo cierto que estos tales son árboles malos, pues no hay santificación posible sino en la comunicación con Cristo. Puede que produzcan frutos hermosos y de muy suave sabor; pero, no obstante, tales frutos jamás serán buenos. Por aquí vemos que todo cuanto piensa, pretende hacer, o realmente hace el hombre antes de ser reconciliado con Dios por la fe, es maldito; y no solamente no vale nada para conseguir la justicia, sino que más bien merece condenación cierta.
Mas, ¿para qué discutimos de esto como si fuera cosa dudosa, cuando ya se ha demostrado con el testimonio deL Apóstol que “sin fe es imposible agradar a Dios?” (Heb. 11,6).
5. Para producir buenas obras, el hombre, espiritualmente muerto, debe ser regenerado
Todo esto quedará mucho más claro si de una parte consideramos la gracia de Dios, y de otra la condición natural del hombre.
La Escritura dice a cada paso bien claramente, que Dios no halla en el hombre cosa alguna que le mueva a hacerle bien, sino que Él por su pura y gratuita bondad le sale al encuentro. Porque, ¿qué puede hacer un muerto para volver a vivir? Ahora bien, es verdad que cuando Dios nos alumbra con su conocimiento, nos resucita de entre los muertos y nos convierte en nuevas criaturas. Efectivamente, vemos que muchas veces la benevolencia que Dios nos profesa se nos anuncia con esta metáfora; principalmente el Apóstol cuando dice: “Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amé, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo” (Ef. 2,4-5). Y en otro lugar, tratando bajo la figura de Abraham de la vocación general de los fieles, dice: “(Dios) da vida a los muertos, y llama las cosas que no son, como si fuesen” (Rom. 4, 17). Si nada somos, pregunto yo, ¿qué podemos? Por esta causa el Señor muy justamente confunde nuestra arrogancia en la historia de Job, hablando de esta manera: “¿Quién me ha dado a mi primero, para que yo restituya? Todo lo que hay debajo del cielo es mío” (Job 41,11); sentencia que San Pablo explica en el sentido de que no creamos que podemos presentar cosa alguna delante de Dios, sino la confusión y la afrenta de nuestra pobreza y desnudez (Rom. 11,35). Por lo cual, en el lugar antes citado, para probar que Él nos ha venido primero con su gracia a fin de que concibiéramos la esperanza de la salvación, y no por nuestras obras, dice que “somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras; las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2, 10). Como si dijera: ¿Quién de nosotros se jactará de haber ido primero a Dios con su justicia, siendo así que nuestra primera virtud y facultad de obrar bien procede de la regeneración? Porque según nuestra propia naturaleza, más fácilmente sacaremos aceite de una piedra, que una buena obra de nosotros. Es en verdad sorprendente que el hombre, condenado por tanta ignominia, se atreva aún a decir que le queda algo bueno.
Confesemos, pues, juntamente con ese excelente instrumento de Dios que es san Pablo, que el Señor “nos llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús” (1 Tim. 1,9); y asimismo, que “cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvé no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia,.. para que justificados por su gracia, viniésemos a ser herederos conforme a la esperanza de la vida eterna” (Tit. 3,4-5.7). Con esta confesión despojamos al hombre de toda justicia hasta en su mínima parte, hasta que por la sola misericordia de Dios sea regenerado en la esperanza de la vida eterna; porque si la justicia de las obras vale de algo para nuestra justificación, no se podría decir ya con verdad que somos justificados por gracia. Ciertamente el Apóstol no era tan olvidadizo, que después de afirmar en un lugar que la justificación es gratuita, no se acordase perfectamente de que en otro había probado que la gracia ya no es gracia, si las obras fuesen de algún valor (Rom. 11,6). ¿Y qué otra cosa quiere decir el Señor al afirmar que no ha venido a llamar a justos, sino a pecadores? (Mt. 9, 13). Si sólo los pecadores son admitidos, ¿por qué buscamos la entrada por nuestra falsa justicia?
6. Para ser agradable a Dios hay que estar justificado por su gracia
Mucha veces me viene a la mente este pensamiento: temo hacer una injuria a la misericordia de Dios esforzándome con tanta solicitud en defenderla y mantenerla, como si fuese algo dudoso u oscuro. Mas, como nuestra malicia es tal que jamás concede a Dios lo que le pertenece, si no se ve forzada por necesidad, me veo obligado a detenerme aquí algo más de lo que quisiera. Sin embargo, como la Escritura es suficientemente clara a este propósito, combatiré de mejor gana con sus palabras que con las mías propias.
Isaías, después de haber descrito la ruina universa! del género humano, expuso muy bien el orden de su restitución. “Lo vio Jehová”, dice, “y desagradó a sus ojos, porque pereció el derecho. Y vio que no había hombre, y se maravillé que no hubiese quien se interpusiese; y lo salvé con su brazo, y le afirmó su misma justicia” (Is. 59, 15-17). ¿Dónde está nuestra justicia, si es verdad lo que dice el profeta, que no hay nadie que ayude al Señor para recobrar su salvación?
Del mismo modo lo dice otro profeta, presentando al Señor, que expone cómo ha de reconciliar a los pecadores consigo: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia, juicio, benignidad y misericordia. Diré a Lo-ammi; Tú eres pueblo mío” (Os. 2, 19.23). Si tal pacto, que es la primera unión de Dios con nosotros, se apoya en la misericordia de Dios) no queda ningún otro fundamento a nuestra justicia.
Ciertamente me gustaría que me dijeran, los que quieren hacer creer que el hombre se presenta delante de Dios con algún mérito y la justicia de sus obras, si piensan que existe justicia alguna que no sea agradable a Dios. Ahora bien, si es una locura pensar esto, ¿qué cosa podrá proceder de los enemigos de Dios que le sea grata, cuando a todos los detesta juntamente con sus obras? La verdad atestigua que todos somos enemigos declarados y mortales de Dios, hasta que por la justificación somos recibidos en su gracia y amistad (Rom. 5,6; Col. 1,21-22). Si el principio del amor que Dios nos tiene es la justificación, ¿qué justicia de obras le podrá preceder? Por lo cual san Juan, para apartarnos de esta perniciosa arrogancia nos advierte que nosotros no fuimos los primeros en amarle (1 Jn. 4, 10). Esto mismo lo había enseñado mucho tiempo antes el Señor por su profeta: “los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos” (Os. 14,4). Ciertamente, si El por su benevolencia no se inclina a amarnos, nuestras obras no pueden lograrlo.
El vulgo ignorante no entiende con esto otra cosa sino que ninguno hubiera merecido que Jesucristo fuera nuestro Redentor; pero que para gozar de la posesión de esta redención nos ayudan nuestras obras. Sin embargo, muy al contrario, por más que seamos redimidos por Cristo, seguimos siendo hijos de tinieblas, enemigos de Dios y heredero de su ira, hasta que por la vocación del Padre somos incorporados a la comunión con Cristo. Porque san Pablo dice que somos purificados y lavados de nues1ra suciedad por la sangre de Cristo, cuando el Espíritu Santo verifica esta purificación en nosotros (1 Cor. 6,11). Y san Pedro, queriendo decir lo mismo, afirma que la santificación del Espíritu nos vale para obedecer S’ ser rociados con la sangre de Jesucristo (1 Pe. 1,2). Si somos rociados por el Espíritu con la sangre de Cristo para ser purificados, no pensemos que antes de esta aspersión somos otra cosa sino lo que es un pecador sin Cristo.
Tengamos, pues, como cierto que el principio de nuestra salvación es como una especie de resurrección de la muerte a la vida; porque cuando por Cristo se nos concede que creamos en El, entonces, y no antes, comenzamos a pasar de la muerte a la vida.
7. 2°. El cristiano de nombre y el hipócrita no pueden producir ninguna obra buena
En esta línea quedan comprendidos el segundo y el tercer género de hombres que indicamos en la división propuesta. Porque la suciedad de la conciencia que existe tanto en los unos como en los otros denota que todos ellos no han sido aún regenerados por el Espíritu de Dios. Asimismo, el no estar regenerados prueba que no tienen fe. Por lo cual se ve claramente que aún no han sido reconciliados con Dios, ni justificados delante de su juicio, puesto que nadie puede gozar de estos beneficios sino por la fe. ¿Qué podrán producir por sí mismos los pecadores, sino acciones execrables ante su juicio?
Es verdad que todos los impíos, y principalmente los hipócritas, están henchidos de esta yana confianza: que, si bien comprenden que todo su corazón rezuma suciedad y malicia, no obstante, si hacen algunas obras con cierta apariencia de bondad, las estiman hasta el punto de creerlas dignas de que el Señor no las rechace. De aquí nace aquel maldito error, en virtud del cual, convencidos de que su corazón es malvado y perverso, sin embargo no se deciden a admitir que están vacíos de toda justicia, sino que reconociéndose injustos — porque no lo pueden negar —, se atribuyen a sí mismos cierta justicia. El Señor refuta admirablemente esta vanidad por el profeta: “Pregunta ahora”, dice, “a los sacerdotes acerca de la ley, diciendo: Si alguno llevare carne santificada en la falda de su ropa, y con el vuelo de ella tocare pan, o vianda, o vino, o aceite, o cualquier otra comida, ¿será santificada? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: No. Y dijo Hageo: Si un inmundo a causa de un cuerpo muerto tocare alguna cosa de éstas, ¿será inmunda? Y respondieron los sacerdotes y dijeron: Inmunda será. Y respondió Hageo y dijo: Así es este pueblo y esta gente delante de mí, dice Jehová; y asimismo toda obra de sus manos; y todo lo que aquí ofrecen es inmundo” (Hag. 2,11-14). Ojalá que esta sentencia tuviese valor entre nosotros y se grabase bien en nuestra memoria. Porque no hay nadie, por mala y perversa que sea su manera de vivir, capaz de convencerse de que lo que aquí dice el Señor no es así. Tan pronto como el hombre más perverso del mundo cumple con su deber en alguna cosa, no duda lo más mínimo de que eso se le ha de contar por justicia. Mas el Señor dice por el contrario, que ninguna santificación se adquiere con esto, si primero no está bien limpio el corazón. Y no contento con esto afirma que toda obra que procede de los pecadores está contaminada con la suciedad de su corazón.
Guardémonos, pues, de dar el nombre de justicia a las obras que por la boca misma del Señor son condenadas como injustas. ¡Con qué admirable semejanza lo demuestra Él! Porque se podría objetar que es inviolablemente santa cualquier cosa que el Señor ordena. Mas Él, por el contrario, prueba que no hay motivo para admirarse cíe que las obras que Dios ha santificado en su Ley sean contaminadas con la inmundicia de los malvados, ya que la mano inmunda profana lo que era sagrado.
8. Igualmente en Isaías trata admirablemente la misma materia. “No me traigáis más”, dice, “yana ofrenda; el incienso me es abominación; luna nueva y día de reposo, el convocar asambleas, no lo puedo sufrir; son iniquidad vuestras fiestas solemnes. Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración yo no oiré; llenas están de sangre vuestras manos. Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos” (Is. 1,13-16; 58,5-7). ¿Qué quiere decir que el Señor siente tal fastidio con la observancia de su Ley? En realidad Él no desecha cosa alguna de la verdadera y pura observancia de la Ley, cuyo principio es — cómo a cada paso lo enseña — el sincero temor de su Nombre. Pero si prescindimos de este temor, todo cuanto se le ofreciere no solamente será vanidad, sino también suciedad, hediondez y abominación.
Vengan, pues, ahora los hipócritas y, reteniendo oculta en el corazón su maldad, esfuércense por merecer la gracia de Dios con sus buenas obras. Evidentemente al hacerlo así, le irritarán muchísimo más; porque “el sacrificio de los impíos es abominable a Jehová; mas la oración de los rectos es su gozo” (Prov. 15,8).
Concluimos, pues, como algo inconcuso — lo cual debe resultar evidente a todos los que estuvieren medianamente familiarizados con la Escritura — que todas las obras que proceden de los hombres que aún no estuvieren santificados de veras por el Espíritu de Dios, por más excelentes que en apariencia sean, están lejos de ser tenidas por justas ante el acatamiento divino, ante el cual son reputadas como pecados.
Por tanto, los que han enseñado que las obras no otorgan gracia y favor a la persona, sino que, por el contrario, las obras son agradables a Dios cuando la persona halla gracia delante de su majestad, han hablado muy bien y conforme a la verdad.’ Y es preciso que con toda diligencia guardemos este orden, al cual la Escritura nos lleva como de la mano. Cuenta Moisés que “Jehová miró con agrado a Abel y a su ofrenda” (Gn. 4,4). He aquí, pues, cómo Moisés demuestra que Dios ha sido propicio a los hombres antes de mirar a sus obras.
Es, por tanto, preciso que preceda la purificación de corazón, para que Dios reciba con amor las obras que de nosotros proceden; porque siempre será verdad lo que dijo Jeremías: que los ojos del Señor miran la verdad (Jer. 5,3). Y que solamente la fe sea lo que purifica los corazones de los hombres, lo declara el Espíritu Santo por boca de san Pedro (Hch. 15,9). Así pues, de aquí se sigue que el primer fundamento consiste en la fe verdadera y viva.
9. 3°. Las obras del cristiano regenerado no son ni puras ni perfectas
Consideremos ahora cuál es la justicia de aquellos que hemos colocado en cuarto lugar.
Admitimos que cuando Dios nos reconcilia consigo por medio de la justicia de Cristo y, habiéndonos concedido la remisión gratuita de nuestros pecados, nos reputa por justos, juntamente con esta misericordia está este otro beneficio, de que por el Espíritu Santo habita en nosotros; en virtud del cual, la concupiscencia de nuestra carne es de día en día más mortificada; y que nosotros somos santificados; es decir, somos consagrados al Señor para verdadera pureza de nuestra vida, reformado nuestro corazón para que obedezca a la Ley de Dios, a fin de que nuestra voluntad y principal intento sea servirle y resignarnos a su beneplácito, y ensalzar únicamente de todas las maneras posibles su gloria. Sin embargo, aun cuando guiados por el Espíritu Santo caminamos por la senda del Señor, permanecen, no obstante, en nosotros ciertas reliquias de imperfección, a fin de que olvidándonos a nosotros mismos, no nos ensoberbezcamos; sirviéndonos estas reliquias de ocasión para que nos humillemos. No hay justo, dice la Escritura, que obre bien y no peque (1 Re. 8,46).
¿Qué justicia, pues, tendrán los fieles por sus obras? En primer lugar afirmo que la. obra más excelente que puedan proponer, está manchada y corrompida con alguna suciedad de la carne, como si estuviera envuelta en heces- Que cualquiera que sea verdadero siervo de Dios escoja la obra mejor y más excelente que le parezca haber ejecutado en toda su vida. Cuando la hubiere examinado en todos sus detalles, sin duda hallará en ella algo que huela a la podredumbre y hediondez de la carne; puesto que jamás existe en nosotras aquella alegría que deberla haber para obrar bien; por el contrario, hay en nosotros gran debilidad, que nos detiene y hace que no vayamos adelante. Mas aunque vemos que las manchas con que las obras de los santos están mancilladas no son ocultas, supongamos sin embargo, que son faltas muy leves y ligeras. Mas yo pregunto:
¿no ofenderán los ojos del Señor, ante el cual ni aun las mismas estrellas son limpias?
La conclusión de todo esto es que ningún santo hace obra alguna que en si misma considerada no merezca justamente el salario del oprobio.
10. Además, aunque fuera posible que hiciésemos algunas obras enteramente perfectas, sin embargo un solo pecado basta para destruir y
olvidar todas nuestras justicias precedentes; como lo afirma el profeta (Ez.18,24); con lo cual está de acuerdo Santiago: Cualquiera que ofendiere en un punto la ley, se hace culpable de todos (Sant. 2, 10). Y como esta vida mortal jamás es pura ni está limpia de pecado, toda cuanta justicia hubiésemos adquirido, quedaría corrompida, oprimida y perdida con los pecados que a cada paso cometeriamos de nuevo; y de esta manera no sería tenida en cuenta ante la consideración divina, ni nos sería imputada a justicia.
Finalmente, cuando se trata de la justicia de las obras no debemos considerar una sola obra de la Ley, sino la Ley misma y cuanto ella manda. Por tanto, si buscamos justicia por la Ley, en vano presentaremos una o dos obras: es necesario que haya en nosotros una obediencia perpetua a la Ley! Por eso no una sola vez — como muchos neciamente piensan — nos imputa el Señor a justicia aquella remisión de los pecados, de la cual hemos ya hablado, de tal manera que, habiendo alcanzado el perdón de los pecados de nuestra vida pasada, en adelante busquemos la justicia en la Ley; puesto que, si así fuera, no haría otra cosa sino burlarse de nosotros, engañándonos con una yana esperanza. Porque como nosotros, mientras vivimos en esta carne corruptible, no podemos conseguir perfección alguna, y por otra parte, la Ley anuncia muerte y condenación a todos aquellos que no hubieren hecho sus obras con entera y perfecta justicia, siempre tendría de qué acusarnos y podría convencernos de culpabilidad, si por otra parte la misericordia del Señor no saliese al encuentro para absolvemos con un perdón perpetuo de nuestros pecados.
Por tanto, permanece en pie lo que al principio dijimos: que si se nos juzga de acuerdo con nuestra dignidad natural, en todo ello seremos dignos de muerte y de perdición, juntamente con todos nuestros intentos y deseos.
11. Debemos insistir firmemente y hacer mucho hincapié en dos puntos.
El primero, que jamás se ha hallado obra ninguna, por más santo que fuera el que la realizó, que examinada con el rigor del juicio divino, no resultase digna de condenación. El segundo, que si por casualidad se encontrara tal obra — lo cual es imposible de hallar en un hombre —, sin embargo, al estar manchada y sucia con todos los pecados de la persona que la ha hecho, perdería su gracia y su estima.
En qué diferimos de los católico-romanos. Éste es el punto principal de controversia y el fundamento de la disputa que mantenemos con los papistas. Porque respecto al principio de la justificación, ninguna contienda ni debate existe entre nosotros y los doctores escolásticos que tienen algo de juicio y razón.
Es muy cierto que la gente infeliz se ha dejado seducir, hasta llegar a pensar que el hombre se preparaba por si mismo para ser justificado por Dios; y esta blasfemia ha reinado comúnmente tanto en la predicación como en las escuelas; aun hoy día es sostenida por quienes quieren mantener todas las abominaciones del papado. Pero los que tienen algo de sentido, siempre han estado de acuerdo con nosotros, como lo acabo de decir, en este punto:’ que el pecador gratuitamente liberado de la condenación es justificado en cuanto alcanza el perdón.
Pero en esto otro no convienen con nosotros. Primeramente ellos bajo el nombre de justificación comprenden la renovación o regeneración con la que por el Espíritu de Dios somos reformados para que obedezcamos a su Ley. En segundo lugar, ellos piensan que cuando un hombre ha sido una vez regenerado y reconciliado con Dios por la fe de Jesucristo, este tal es agradable a Dios y tenido por justo por medio del mérito de sus buenas obras.
Ahora bien, el Señor dice por el contrario, que El imputé a Abraham la fe a justicia, no en el tiempo en que Abraham aún servía a los ídolos, sino mucho después de que comenzara a vivir santamente (Rom. 4,3. 13). Así que hacía ya mucho tiempo que Abraham venía sirviendo a Dios con un corazón limpio y puro, y había cumplido los mandamientos de Dios tanto cuanto pueden ser cumplidos por un hombre; y, sin embargo, su justicia la consigue por la fe. De aquí concluimos con san Pablo, que no es por las obras. Asimismo cuando el profeta dice: “El justo por su fe vivirá” (Hab.2,4), no trata en este lugar de los impíos ni de gentes profanas, a los que el Señor justifica convirtiéndolos a la fe, sino que dirige su razonamiento a los fieles, y a ellos les promete la vida por la fe.
También san Pablo quita toda ocasión y motivo de duda cuando para confirmar la justicia gratuita cita el pasaje de David: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada” (Rom. 4,7; Sal. 32, 1). Es del todo indiscutible que David no habla aquí de los infieles e impíos, sino de los fieles: de si mismo y otros semejantes; pues él hablaba conforme a lo que senda en su conciencia. Por tanto, esta bienaventuranza no es para tenerla una sola vez, sino durante toda la vida.
Finalmente, la embajada de reconciliación de la que habla san Pablo (2 Cor. 5,18-19), la cual nos asegura que tenemos nuestra justicia en la misericordia de Dios, no nos es dada por uno o dos días, sino que es perpetua en la Iglesia de Cristo. Por tanto, los fieles no tienen otra justicia posible hasta el fin de su vida, sino aquella de la que allí se trata. Porque Cristo permanece para siempre como Mediador para reconciliarnos con el Padre, y la eficacia y virtud de su muerte es perpetua; a saber, la ablución, satisfacción, expiación y obediencia perfecta que Él tuvo, en virtud de la cual todas nuestras iniquidades quedan ocultas. Y san Pablo, escribiendo a los efesios, no dice que tenemos el principio de nuestra salvación por gracia, sino que por gracia somos salvos...; no por obras; para que nadie se gloríe (Ef. 2,8-9).
12. Refutación de la “gracia aceptante”
Los subterfugios que aquí buscan los escolásticos para poder escabullirse, de nada les sirven.
Dicen que el que las buenas obras tengan algún valor para justificar al hombre no les viene de su propia dignidad — que ellos llaman intrínseca —, sino de la gracia de Dios, que las acepta.
En segundo lugar, como se ven obligados a admitir que la justicia de las obras es siempre imperfecta mientras vivimos en este mundo, conceden que durante toda nuestra vida tenemos necesidad de que Dios nos perdone nuestros pecados, para suplir de esta manera las deficiencias que hay en nuestras obras; pero afirman que este perdón se obtiene en cuanto que las faltas que cometemos son recompensadas por las obras que ellos llaman supererrogatorias.
A esto respondo que la gracia que ellos llaman “aceptante” no es otra cosa que la graciosa bondad del Padre celestial mediante la cual nos abraza y recibe en Cristo, cuando nos reviste de la inocencia de Cristo, y la pone en nuestra cuenta, para con el beneficio de la misma tenernos y reputamos por santos, limpios e inocentes. Porque es necesario que la justicia de Cristo — la única justicia perfecta y, por tanto, la única que puede comparecer libremente ante la presencia divina — se presente por nosotros y comparezca en juicio a modo de fiador nuestro. Al ser nosotros revestidos de esta justicia, conseguimos un perdón continuo de los pecados, por la fe. Al ser cubiertos con su limpieza, nuestras faltas y la suciedad de nuestras imperfecciones no nos son ya imputadas, sino que quedan como sepultadas, para que no aparezcan ante el juicio de Dios hasta que llegue la hora en que totalmente destruido y muerto en nosotros el hombre viejo, la divina bondad nos lleve con Jesucristo, el nuevo Adán, a una paz bienaventurada, donde esperar el día del Señor; en el cual, después de recibir nuestros cuerpos incorruptibles, seamos transportados a la gloria celestial.
13. Refutación de la justicia parcial y de las obras supererrogatorias
Si esto es verdad, ciertamente no existe en nosotros obra alguna que por sí misma nos pueda hacer aceptos y agradables a Dios. Más aún:
estas mismas obras no le pueden ser agradables, sino en cuanto el hombre, cubierto con la justicia de Cristo, es grato a Dios y alcanza el perdón de sus pecados. Porque el Señor no ha prometido la recompensa de la vida a ciertas obras particulares, sino simplemente declara que cualquiera que haga lo contenido en la Ley vivirá (Lv. 18,5); pronunciando, por el contrario, aquella horrible maldición contra los que faltaren en algo & todo cuanto la Ley ha mandado (Dt. 27,26). Con lo cual queda suficientemente refutado el error de la justicia parcial, ya que Dios no admite otra justicia que la perfecta observancia de la Ley.
Ni es más sólido lo que algunos sugieren; a saber, compensar a Dios con obras de supererrogación. Pues, ¿qué? ¿No vuelven siempre a lo mismo que se les niega: que cualquiera que guardare la Ley en parte es por ello justo en virtud de sus obras? Al hacerlo así dan gratuitamente por supuesto algo que nadie de buen sentido les concederá. El Señor afirma muchas veces que no reconoce más justicia de obras, sino la que consiste en la perfecta observancia de su Ley. ¿Qué atrevimiento es que, estando nosotros privados de ella, a fin de que no parezca que estamos despojados de toda gloria — quiero decir, que la hayamos cedido plenamente a Dios — nos jactemos de no sé qué retazos de algunas obras, y procuremos redimir y recompensar lo que falta con otras satisfacciones? Las satisfacciones han quedado antes de tal manera destruidas, que ni aun en sueños, según suele decirse, debemos acordarnos de ellas. Solamente afirmo ahora que quienes tan neciamente hablan, no consideran cuán execrable cosa es delante de Dios el pecado. Porque silo considerasen, verían sin duda que toda la justicia de los hombres, colocada en un montón, no es suficiente para compensar un solo pecado. Pues vemos cómo el hombre por un solo pecado que cometió fue de tal manera rechazado por Dios, que perdió todo medio de recobrar la salvación (Gn. 3,11). Y si esto es asÍ, se nos ha quitado toda posibilidad de satisfacer; y por ello, cuantos se lisonjean de la misma, ciertamente jamás satisfarán a Dios, a quien ninguna cosa que proceda de sus enemigos le es agradable ni acepta. Ahora bien, todos aquellos a quienes ha determinado imputarles los pecados son sus enemigos. Por tanto, es necesario que nuestros pecados nos sean cubiertos y perdonados antes que el Señor tenga en consideración alguna obra nuestra. De lo cual se sigue que la remisión de los pecados es gratuita y que impíamente blasfeman contra ella todos los que entrometen cualquier satisfacción.
Por eso nosotros, a ejemplo del Apóstol, olvidando lo que queda atrás y tendiendo a lo que está delante, prosigamos nuestra carrera para conseguir el premio de la vocación soberana (Flp. 3, 13).
14. Somos servidores inútiles
Jactarse, pues, de las obras de supererrogación, ¿cómo puede estar de acuerdo con lo que está escrito, que cuando hubiéremos hecho todo lo que está mandado, nos tengamos por siervos inútiles que no han hecho sino lo que debían (Lc. 17, 10)? Y confesarlo delante de Dios no es fingir o mentir, sino declarar lo que la persona tiene en su conciencia por cierto. Nos manda, pues, el Señor que juzguemos sinceramente y que consideremos que no le hacemos servicio alguno que no se lo debamos. Y con toda razón; porque somos sus siervos, obligados a servirle por tantas razones, que nos es imposible cumplir con nuestro deber, aunque todos nuestros pensamientos y todos nuestros miembros no se empleen en otra cosa. Por tanto, cuando dice; “cuando hubiereis hecho todo lo que os he mandado” (Lc. 17,10), es como si dijera; Suponed que todas las justicias del mundo, y aun muchas más, estén en un solo hombre. Entonces, nosotros entre los cuales no hay uno solo que no esté muy lejos de semejante perfección, ¿cómo nos atreveremos a gloriamos de haber colmado la justa medida?
Y no se puede alegar que no hay inconveniente alguno en que aquel que no cumple su deber en algo haga más de lo que está obligado a hacer por necesidad. Porque debemos tener por cierto, que no podemos concebir cosa alguna, sea respecto al honor y culto de Dios, sea en cuanto a la caridad con el prójimo, que no esté comprendida bajo la Ley de Dios. Y si es parte de la Ley, no nos jactemos de liberalidad voluntaria, cuando estamos obligados a ello por necesidad.
15. Falsa interpretación de 1 Cor. 9
Muy fuera de propósito alegan para probar esto la sentencia de san Pablo, cuando se gloría de que entre los corintios, por su propia voluntad, había cedido de su derecho, aunque le era lícito usar de él de haberlo querido; y que no solamente había cumplido con su deber para con ellos, sino que había llegado más allá de su deber, predicando gratuitamente el Evangelio (1 Cor. 9,6.11-12.18). Evidentemente debían haber considerado la razón que él aduce en este pasaje; a saber, que esto lo había hecho a fin de no servir de escándalo a los débiles. Porque los malos apóstoles que entonces turbaban la Iglesia se ufanaban de que no aceptaban cosa alguna a cambio de su trabajo y sus fatigas; y ello para que su perversa doctrina fuese más estimada y así suscitara el odio contra el Evangelio; de tal manera que san Pablo se vio obligado, o a poner en peligro la doctrina de Cristo, o a buscar un remedio a tales estratagemas. Por tanto, si es indiferente para el cristiano dar ocasión de escándalo cuando lo puede evitar, confieso que el Apóstol dio algo más de lo que debía; pero si está obligado a esto un prudente ministro del Evangelio, afirmo que él hizo lo que debía.
Finalmente, aunque esto no se demostrase, siempre será una gran verdad lo que dice san Juan Crisóstomo, que todo cuanto procede de nosotros es de la misma condición y calidad que lo que un siervo posee; es decir, que todo ello es de su amo, por ser él su siervo.1 Y Cristo no disimuló esto en la parábola. Pregunta qué gratitud mostraremos a nuestro siervo cuando después de haber trabajado todo el día con todo ahinco vuelve de noche a casa (Lc. 17,7-10). Y puede que haya trabajado mucho más de lo que nos hubiéramos atrevido a pedirle. Sin embargo no ha hecho otra cosa sino lo que debía por ser siervo; porque todo cuanto él es y puede, es nuestro.
La supererrogación se opone al mandato de Dios. No expongo aquí cuáles son las obras supererrogatorias de que éstos quieren gloriarse ante Dios. Realmente no son sino trivialidades, que Él jamás ha aprobado y que, cuando llegue la hora de las cuentas, no admitirá. En este sentido concedemos muy a gusto que son obras supererrogatorias; como aquellas de las que Dios dice por el profeta: “¿Quién demanda esto de vuestras manos?” (Is. 1,12) Pero recuerden lo que en otro sitio se ha dicho de ellas: “Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan, y vuestro trabajo en lo que no sacia” (Is. 55,2). Estos nuestros maestros pueden disputar enhorabuena acerca de estas materias sentados en sus cátedras; mas cuando aparezca aquel supremo Juez desde el cielo en su trono, todas estas determinaciones suyas de nada valdrán y se convertirán en humo. Ahora bien, lo que deberíamos procurarnos es la confianza que podremos llevar para responder por nosotros cuando comparezcamos delante de su tribunal; y no qué se puede discutir o mentir en los rincones de las escuelas de teología.
16. No debemos tener confianza en nuestras obras, ni sentirnos orgullosos de ellas
Por lo que se refiere a esta materia debemos arrojar de nuestro corazón principalmente dos funestos errores. El primero es poner alguna confianza en nuestras obras; el segundo atribuirles alguna gloria.
La Escritura a cada paso nos priva de toda confianza en ellas, al decir que todas nuestras justicias hieden ante la presencia divina, si no toman su buen olor de la inocencia de Cristo; y no pueden conseguir otra cosa que provocar el castigo de Dios, si no se apoyan en el perdón de su misericordia. De esta manera la Escritura no nos deja otra cosa sino implorar la clemencia de nuestro Juez para alcanzar misericordia, confesando con David que no se justificará delante de Él ningún ser humano, si entra en juicio con sus siervos (Sal. 143,2). Y cuando Job dice: “Si fuere malo, ¡ay de mi! Y si fuere justo, no levantaré mi cabeza” (Job 10,15), aunque habla aquí de aquella suprema justicia de Dios, a la cual ni los mismos ángeles pueden satisfacer, sin embargo a la vez prueba con ello que cuando los hombres comparezcan delante del trono de Dios no les quedará otra alternativa que cerrar la boca y no rechistar. Porque no quiere decir que prefiere ceder a Dios por su propia voluntad en vez de exponerse al riesgo de combatir contra su rigor, sino que no reconoce en sí mismo una justicia capaz de no derrumbarse tan pronto como comparezca delante del juicio de Dios. Al desaparecer la confianza, es necesario también que todo motivo de gloria perezca. Porque, ¿quién será el que atribuya la alabanza de la justicia a las obras, cuando al considerarlas temblaría delante del tribunal de Dios?
Siendo, pues, esto así, debemos llegar a la conclusión de Isaías: que toda la descendencia de Israel se alabe y gloríe en Jehová (Is. 45,25); porque es muy verdad lo que el mismo profeta dice en otro lugar: que somos “plantío de Jehová, para gloria suya” (Is. 61,3).
Por tanto nuestro corazón estará bien purificado cuando no se apoye de ningún modo en la confianza de sus obras, ni se glorie jactanciosamente de ellas. Éste es el error que induce a los hombres necios a la falsa y yana confianza de constituirse causa de su salvación mediante sus propias obras.
17. Todas las causas de nuestra salvación provienen de la gracia, no de los obras.
Mas si consideramos los cuatro géneros de causas que los filósofos ponen en la constitución de las cosas, veremos que ninguno de ellos conviene a las obras, por lo que respecta al asunto de nuestra salvación. Porque a cada paso la Escritura enseña que la causa eficiente de nuestra salvación está en la misericordia del Padre celestial y el gratuito amor que nos profesa. Como causa material de ella nos propone a Cristo con su obediencia, por la cual nos adquirió la justicia. Y ¿cuál diremos que es la causa formal o instrumental, sino la fe? San Juan ha expresado en una sola sentencia estas tres causas al decir: “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en 61 cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3, 16).
En cuanto a la causa final, el Apóstol afirma que es mostrar la justicia divina y glorificar su bondad (Rom. 3,22-26); y al mismo tiempo expone en ese lugar juntamente las otras tres. Porque, he aquí sus palabras:
“Todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia”. Aquí tenemos el principio y la fuente primera: que Dios ha tenido misericordia de nosotros por su gratuita bondad. Sigue después: “mediante la redención que es en Cristo Jesús”. Aquí tenemos la sustancia o materia en la que consiste nuestra justicia. Luego añade: “por medio de la fe en su sangre”. Con estas palabras señala la causa instrumental, mediante la cual la justicia de Cristo nos es aplicada. Y por fin pone la causa final al decir: “para manifestar su Justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús”. E incluso, para significar como de paso que la justicia de que habla consiste en la reconciliación entre Dios y nosotros, dice expresamente que Cristo nos ha sido dado como propiciación.
Igualmente en el capítulo primero de la Carta a los Efesios enseña que Dios nos recibe en su gracia por pura misericordia; que esto se verifica por la intercesión de Cristo; que nosotros recibimos esta gracia por la fe; que todo esto tiende como fin a que la gloria de su bondad sea plenamente conocida (Ef. 1,5-6). Al ver, pues, que todos los elementos de nuestra salvación están fuern de nosotros, ¿cómo confiaremos y nos gloriaremos de nuestras obras?
En cuanto a la causa eficiente y la final, ni aun los mayores enemigos de la gracia de Dios podrán suscitar controversia alguna contra nosotros, a no ser que quieran renegar de toda la Escritura.
Respecto a las cansas material y formal, discuten como si nuestras obras estuviesen entre la fe y la justicia. Mas también en esto les es contraria la Escritura, que simplemente afirma que Cristo es nuestra justicia y nuestra vida, y que poseemos este beneficio de la justicia por la sola fe.
18. La seguridad de los santos no se funda en su propia justicia
En cuanto a que los santos muchas veces se confirman y consuelan trayendo a la memoria su inocencia e integridad, e incluso a veces no se abstienen de ensalzarla y engrandecerla, esto ocurre de una de estas dos maneras: o porque al comparar su buena causa con la mala de los impíos sienten la seguridad de la victoria, no tanto por el valor y estima de su justicia, cuanto porque así lo merece la iniquidad de sus enemigos; o bien, cuando reconociéndose a sí mismos delante de Dios sin compararse a los demás, reciben un cierto consuelo y confianza, que proviene de la buena conciencia que tienen.
Del primer modo trataremos más adelante. Resolvamos ahora brevemente el segundo, exponiendo cómo puede concordar y convenir con lo que anteriormente hemos dicho; a saber, que ante el juicio de Dios no hemos de apoyarnos en la confianza de ninguna clase de obras, y que de ningún modo debemos gloriamos de ellas.
Pues bien; la armonía entre ambas cosas está en que los santos, cuando se trata de establecer y fundar su salvación sin consideración alguna de sus obras, fijan sus ojos exclusivamente en la bondad de Dios. Y no solamente la miran fijamente por encima de todas las cosas como principio de su bienaventuranza, sino que, teniéndola por cumplimiento suyo, en ella reposan y descansan enteramente. Cuando la conciencia queda así fundada, levantada y confirmada, puede también fortalecerse con la consideración de las obras, en cuanto son testimonios de que Dios habita y reina en nosotros.
Por tanto, comoquiera que esta confianza en las obras no tiene lugar basta que hemos puesto toda la confianza de nuestro corazón en la sola misericordia de Dios, esto de nada vale para poder afirmar que las obras justifican, o que por sí mismas pueden dar seguridad al hombre. Por eso cuando excluimos la confianza en las obras no queremos decir otra cosa, sino que el alma cristiana no debe poner sus ojos en el mérito de sus obras, como en un refugio de salvación, sino que debe reposar totalmente en la promesa gratuita de la justicia.
Sin embargo no le prohibimos que establezca y confirme esta fe con todas las señales y testimonios que siente de la benevolencia de Dios hacia ella. Porque si todos los beneficios que Dios nos ha hecho, cuando los repasamos en nuestra memoria, son a modo de destellos que proceden del rostro de Dios, con los que somos alumbrados para contemplar la inmensa luz de su bondad, con mayor razón las buenas obras de que nos ha dotado deben servimos para esto, ya que ellas muestran que el Espíritu de adopción nos ha sido otorgado.
19. Esta seguridad proviene de la certidumbre de Su adopción
Por tanto, cuando los santos confirman su fe con su inocencia y toman de ella motivo para regocijarse, no hacen otra cosa sino comprender por los frutos de su vocación que Dios los ha adoptado por hijos.
Lo que dice Salomón, que “en el temor de Jehová está la fuerte confianza” (Prov. 14,26), y el que los santos, para que Dios los oiga, usen algunas veces la afirmación de que han caminado delante de la presencia del Señor con integridad (Gn. 24,40; 2 Re. 20,3); todas estas cosas no valen para emplearlas como fundamento sobre el cual edificar la conciencia; sólo entonces, y no antes, valen, cuando se toman como indicios y efectos de la vocación de Dios. Porque el temor de Dios no es nunca tal que pueda dar una firme seguridad; y los santos comprenden muy bien que no tienen una plena perfección, sino que está aún mezclada con numerosas imperfecciones y reliquias de la carne. Mas como los frutos de la regeneración que en sí mismos contemplan les sirven de argumento y de prueba de que el Espíritu Santa reside en ellos, con esto se confirman y animan para esperar en todas sus necesidades el favor de Dios, viendo que en una cosa de tanta importancia lo experimentan como Padre. Pues bien, ni siquiera esto pueden hacer sin que primeramente hayan conocido la bondad de Dios, asegurándose de ella exclusivamente por la certidumbre de la promesa. Porque si comienzan a estimarla en virtud de sus propias buenas obras, nada habrá ni más incierto ni más débil; puesto que si las obras son estimadas por si mismas, no menos amenazarán al hombre con la ira de Dios por su imperfección, que le testimoniarán la buena voluntad de Dios por su pureza, aunque sea inicial.
Finalmente, de tal manera ensalzan los beneficios que han recibido de la mano de Dios, que de ninguna manera se apartan de su gratuito favor, en el cual atestigua san Pablo que tenemos toda perfección en anchura, longitud, profundidad y altura (Ef. 3,18-19); como si dijera que dondequiera que pongamos nuestros sentidos y entendimiento, por más alto que con ellos subamos, y por más que se extiendan en longitud y anchura, no debemos pasar del límite que consiste en reconocer el amor que Cristo nos tiene, y que debemos poner todo nuestro entendimiento en su meditación y contemplación, ya que comprende en si toda suerte de medidas. Por esto dice que “el amor de Cristo excede a todo conocimiento”, y que cuando entendemos con qué amor Cristo nos ha amado somos llenos de toda la plenitud de Dios (Ef. 3,19). Como en otro lugar, gloriándose el Apóstol de que los fieles salen victoriosos en todos sus combates, da luego la razón diciendo: “por medio de aquél que nos amé” (Rom. 8,37).
20. Testimonio de san Agustín
Vemos, pues, que los santos no conciben una opinión y confianza de sus obras tal, que atribuyan a las mismas el haber merecido alguna cosa; pues no las consideran sino como dones de Dios, por los cuales reconocen su bondad, y como señales de su vocación, que les sirven para recordar su elección; ni tampoco que quiten lo más mínimo a la gratuita justicia de Dios que conseguimos en Cristo, puesto que de ella depende y no puede sin ella subsistir.
Esto mismo lo da a entender san Agustín en pocas palabras, pero admirablemente dichas, cuando afirma: “Yo no digo al Señor: No menosprecies las obras de mis manos. Yo he buscado al Señor con mis manos, y no he sido engañado. Lo que digo es: Yo no alabo las obras de mis manos, porque me temo que cuando Tú, Señor, las hayas mirado, halles muchos más pecados que méritos. Esto solamente es lo que digo; esto es lo que ruego; esto es lo que deseo: que no menosprecies las obras de tus manos. Mira Señor en mi tu obra, no la mía. Porque si miras mi obra, Tú la condenas; mas si miras la tuya, Tú la condenas. Porque todas cuantas buenas obras yo tengo, son tuyas, de ti proceden.”1
Dos razones aduce él por las que no se atreve a ensalzar sus obras ante Dios. La primera es porque si tiene algunas obras buenas, ve que en ellas no hay nada que sea suyo. La segunda, porque si algo bueno hay en ellas, está como ahogado por la multitud de sus pecados. De aquí que la conciencia, al considerar esto, concibe mucho mayor temor y espanto que seguridad. Por eso este santo varón no quiere que Dios mire las buenas obras que ha hecho, sino para que reconociendo en ellas la gracia de su vocación, perfeccione la obra que ha comenzado.
1 Conversaciones sobre los Salmos, Sal. CXXXVII, 18.
21. En qué sentido había la Escritura de una remuneración de las obras
En cuanto a lo que dice la Escritura, que las buenas obras de los fieles son la causa de que el Señor les haga beneficios, esto se debe entender de tal manera que no se perjudique en nada cuanto hemos dicho; a saber, que el origen y el efecto de nuestra salvación consiste en el amor del Padre celestial; la materia o sustancia, en la obediencia de Cristo, su Hijo; el instrumento, en la iluminación del Espíritu Santo, o sea, la fe; y al fin, que sea glorificada la gran bondad de Dios.
Esto no impide que el Señor reciba y acepte las obras como causas inferiores. Mas, ¿de dónde viene esto? La causa es que aquellos a quienes el Señor por su misericordia ha predestinado a ser herederos de la vida eterna, El conforme a su ordinaria dispensación los introduce en su posesión por las buenas obras. Por tanto, a lo que precede en el orden de su dispensación lo llama causa de lo que viene después.
Por esta misma razón la Escritura da algunas veces a entender que la vida eterna procede de las buenas obras; no porque haya que atribuirles esto, sino porque Dios justifica a aquellos que ha escogido para glorificarlos finalmente (Rom. 8,30). La primera gracia, que es como un escalón para la segunda, es llamada en cierta manera causa suya.
Sin, embargo, cuando es necesario mostrar la verdadera causa, la Escritura no nos manda que nos acojamos a las buenas obras, sino que nos retiene en la meditación de la sola misericordia de Dios. Porque, ¿qué otra cosa quiere decir el Apóstol con estas palabras: “la paga del pecado es la muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna”? (Rom. 6,23). ¿Por qué él no opone la justicia al pecado, como opone la vida a la muerte? ¿Por qué no constituye a la justicia causa de la vida, como constituye al pecado causa de la muerte? Pues de esa manera la oposición caería muy bien, mientras que es un tanto imperfecta según está expuesta. Es que el Apóstol quiso con esta comparación dar a entender cuál es la verdad; a saber, que los méritos de los hombres no merecen otra cosa sino muerte; y que la vida se apoya en la sola misericordia de Dios.
Finalmente, con estas expresiones en las que se hace mención de las buenas obras no se propone la causa de por qué Dios hace bien a los suyos, sino solamente el orden que sigue; o sea, que añadiendo gracias sobre gracias, de las primeras toma ocasión para dispensar las segundas, y ello para no dejar pasar ninguna ocasión de enriquecer a los suyos; y de tal manera prosigue su liberalidad, que quiere que siempre tengamos los ojos puestos en su elección gratuita, la cual es la fuente y manantial de cuantos bienes nos otorga. Porque aunque ama y estima los beneficios que cada día nos hace, en cuanto proceden de este manantial, sin embargo nosotros debemos aferrarnos a esta gratuita aceptación, la única que puede hacer que nuestras almas se mantengan firmes. Conviene sin embargo poner en segundo lugar los dones de su Espíritu con los que incesantemente nos enriquece, de tal manera que no perjudiquen en manera alguna a la causa primera.