CAPÍTULO XIX
LA LIBERTAD CRISTIANA
1. Importancia de esta doctrina; su lazo de unión con la justificación
Hemos de tratar ahora de la libertad cristiana, cosa que no ha de olvidar el que se propone recopilar en un breve compendio el conjunto de la doctrina evangélica. Porque es un punto muy necesario, y sin su conocimiento difícilmente se atreven las conciencias a emprender nada sino entre dudas; muchas cosas les hacen detenerse y volverse atrás, andar siempre con’ vacilaciones y temores. Además, esta doctrina de la libertad es a modo de apéndice o accesorio de la justificación, y nos sirve de mucho para comprender su virtud. Y aún digo más: todos los que de veras temen a Dios sentirán con esto que es inestimable el fruto de aquella doctrina de la que los impíos, los escépticos, los ateos y gente sin Dios y sin religión alguna se ríen con sus burlas; porque en aquella su embriaguez espiritual, en la que pierden el sentido, cualquier desvergüenza y descaro les parece licito. Este, pues, es el lugar oportuno para tratar de esta materia.
Si bien ya anteriormente he tocado el tema de paso, ha sido muy oportuno reservarlo de propósito para este lugar. En efecto, tan pronto como se menciona la libertad cristiana, al momento unos dan rienda suelta a sus apetitos, y otros promueven grandes alborotos, si oportunamente no se pone freno a estos espíritus ligeros, que corrompen y echan por completo a perder cuanto se les pone delante por excelente que sea. Pues los unos, so pretexto de libertad, dejan a un lado toda obediencia a Dios y se entregan a una licencia desenfrenada; otros se indignan y no quieren oír hablar de esta libertad, creyendo que con ella se confunde y suprime toda moderación, orden y discreción.
¿Qué hacer en tal situación, viéndonos cercados por todas partes y colocados en tal apuro? ¿Será quizá lo mejor no hacer mención de la libertad cristiana ni tenerla en cuenta, para evitar así estos peligros? Pero ya hemos dicho que sin su conocimiento, ni Cristo, ni la verdad de su Espíritu, ni el reposo y la paz del alma pueden ser conocidos de veras. Siendo, pues, así, debemos por el contrario poner toda nuestra diligencia para que una doctrina tan necesaria como ésta no sea sepultada y arrinconada, y que a la vez, queden refutadas todas las absurdas objeciones que tocante a esta materia se suelen suscitar.
2. 1º. La libertad cristiana nos libera de la servidumbre de la Ley
La libertad cristiana, a mi entender, consta de tres partes. La primera es que la conciencia de los fieles, cuando tratan de buscar confianza de su justificación delante de Dios, se levante por encima de la Ley y se olvide de toda justicia legal. Porque como quiera que la Ley, según queda ya probado, no deja a nadie justo, o debemos ser excluidos de toda esperanza de ser justificados, o es necesario que nos veamos libres de ella de tal manera que no tengamos nada que ver con nuestras obras. Porque todo el que piensa que para conseguir la justicia debe poner de su parte siquiera un mínimo de obras, no podrá determinar su fin ni su medida, sino que se constituye deudor de toda la Ley. Así que cuando se trata de nuestra justificación es preciso que sin hacer mención alguna de la Ley y dejando a un lado toda idea sobre las obras, abracemos la sola misericordia de Dios, y que, apartando los ojos de nosotros mismos, los pongamos y fijemos solamente en Jesucristo. Porque aquí no se pregunta de qué manera somos justos, Lo que se pregunta es de qué manera nosotros, siendo injustos e indignos, somos tenidos por justos. Ahora bien, si nuestra conciencia quiere tener alguna certeza acerca de ello, no debe dar entrada ninguna a la Ley,
Tampoco debe nadie deducir de aquí que la Ley es superflua y no sirve de nada a los fieles; pues no deja de enseñarlos exhortarlos e incitarlos al bien aunque por lo que se refiere al tribunal de Dios no tenga lugar en su conciencia. Porque siendo estas dos cosas muy diversas en sí, también nosotros las debemos distinguir muy bien y con toda diligencia. Toda la vida del cristiano debe ser una meditación y un ejercicio de piedad porque estamos llamados a la santificación (Ef. 1,4; 1 Tes.4, 3.7). El oficio de la Ley consiste en advertirnos de nuestro deber e incitarnos a vivir en santidad e inocencia. Pero cuando las conciencias se inquietan sin saber cómo pueden. hacer a Dios propicio y tenerlo de su parte; cómo podrán levantar sus ojos cuando deban comparecer delante de su tribunal, entonces no deben preocuparse de la Ley, ni pensar qué es lo que ella exige; sino que deben tener ante sus ojos como única justicia suya sólo a Jesucristo, que sobrepasa y excede toda la perfección de la Ley.
3. Tal es la demostración de la epístola a los Gálatas
Casi todo el argumento de la epístola a los Gálatas versa sobre este tema. Es muy fácil probar, por el modo de argumentar de san Pablo, la necedad de los intérpretes, según los cuales el Apóstol no combate en esta carta más que la libertad de las ceremonias; como cuando dice:
“Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, hecho por nosotros maldición” (Gál. 3, 13). Y: “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de la esclavitud. He aquí, yo Pablo os digo que si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo. Y otra vez testifico que todo hombre que se circuncida está obligado a guardar toda la ley. De Cristo os desligasteis los que por la ley os justificáis; de la gracia habéis caído” (Gál. 5, 1-6). En estos razonamientos del Apóstol sin duda se contiene otra cosa de mucha mayor importancia que la libertad de las ceremonias.
Confieso de buen grado que san Pablo trata en esta epístola de las ceremonias; en erecto, en ella combate a los falsos apóstoles que intentaban meter a la Iglesia en las viejas sombras de la Ley, que con la venida de Cristo habían quedado anuladas y destruidas. Pero para explicar bien esta cuestión sería preciso subir mucho más alto; o sea, a la fuente de donde brota toda esta cuestión.
Primeramente, como la claridad del Evangelio era oscurecida con estas sombras y figuras judaicas, demuestra que en Jesucristo tenemos una plena y firme manifestación de todas aquellas cosas figuradas en las ceremonias mosaicas.
En segundo lugar, como aquellos falsarios sembraban en el corazón de los fieles la perniciosa opinión de que la obediencia en el cumplimiento de las ceremonias de la Ley valía para merecer la gracia de Dios, insiste principalmente sobre este punto: que no crean los fieles alcanzar justicia delante de Dios por ninguna obra de la Ley, y mucho menos por las menudencias de las ceremonias exteriores. Y a la vez enseña que por la muerte de Jesucristo estamos libres de la condenación de la Ley (Gál. 4,5), la cual pesa de otra manera sobre todo el linaje humano, a fin de que tengan completa tranquilidad de conciencia; argumento que viene muy a propósito para lo que aquí tratamos.
En conclusión; él defiende la libertad de las conciencias, declarando que no están obligadas a guardar cosas innecesarias.
4. 2°. Liberados del yugo de la Ley, obedecemos libremente a la voluntad de Dios
La otra parte de la libertad cristiana, que depende de la primera, es que las conciencias obedezcan a la Ley, no como forzadas por la necesidad de la misma; sino que, libres del yugo de la Ley, espontáneamente y de buena gana obedezcan y se sujeten a la voluntad de Dios. Porque como quiera que se ven perpetuamente atormentadas por el miedo y la congoja mientras están bajo el imperio de la Ley, jamás se decidirán a obedecer alegremente y con prontitud al Señor, si primeramente no han logrado esta libertad. Con un ejemplo podremos entender mucho más clara y brevemente el fin que pretendo con esto.
Es un mandamiento de la ley que amemos a nuestro Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas (Dt. 6,5). Para que esto pueda realizarse es preciso que nuestra alma se vacíe primero de todo otro sentimiento y pensamiento; que el corazón esté limpio de todo deseo distinto; y que todas nuestras energías se apliquen y entreguen solamente a esto. Ahora bien, los que en comparación de los demás van muy por delante en el camino del Señor, están muy lejos de esta meta; porque aunque amen a Dios con hondo afecto y corazón sincero, a pesar de ello no dejan de tener buena parte de su alma y de su corazón enredada en afectos carnales, que les detienen e impiden acogerse libre y plenamente a Dios. Es verdad que se esfuerzan cuanto pueden por ir adelante; pero la carne en parte debilita sus fuerzas, y en parte las aplica a si misma. ¿Qué harán, pues, viendo que nada hacen menos que cumplir la Ley? Ellos quieren, procuran, intentan; pero nada con la perfección requerida. Si ponen sus ojos en la Ley, todo cuanto intentan y pretenden hacer ven que está maldito. Y nadie puede engañarse pensando que su obra no es del todo mala, a pesar de ser imperfecta, y que, por tanto, cuanto en ella hay de bueno es acepto a Dios; porque la Ley, al exigir un amor perfecto condena toda imperfección, a menos que de antemano su rigor sea mitigado. Considere, pues, cada uno sus obras, y verá que lo que a él le parecía bueno es transgresión de la Ley, en cuanto que no es perfecto.
5. Nosotros servimos a Dios gozosamente porque nos tiene por hijos suyos
He aquí de qué manera todas nuestras obras están bajo la maldición de la Ley, si fuesen examinadas con el rigor que ella pide. ¿Cómo las pobres almas se sentirían con ánimo para hacer aquello con lo que estaban seguras de no conseguir sino maldición? Por el contrario, si libres de tan severa disposición de la Ley, o más bien de todo su rigor, oyen que Dios con dulzura paternal las llama, responderán con grande alegría y gozo a este llamamiento y lo seguirán a donde quiera que las lleve.
En resumen: todos los que están bajo el yugo de la Ley son semejantes a los siervos, a los cuales sus amos cada día les imponen tareas que cumplir. Estos no piensan haber hecho nada, ni se atreven a comparecer delante de sus amos sin haber primero realizado plenamente la tarea que les han asignado. En cambio los hijos, que son tratados mas benigna y liberalmente por los padres, no temen presentar ante ellos sus obras imperfectas y a medio hacer, e incluso con algunas faltas, confiados en que su obediencia y buena voluntad les serán agradables, supuesto que no hayan realizado su obra con tanta perfección como quisieran. Así conviene que seamos nosotros, y que nos convenzamos de que nuestros servicios son gratos a Dios nuestro Padre misericordioso, aunque sean imperfectos. Así nos lo confirma Él mismo por el profeta: “Y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve” (Mal. 3:17), donde claramente se ve que perdonar se toma por soportar benignamente y pasar por alto las faltas, puesto que hace mención de servicio.
No es poca la necesidad que tenemos de esta confianza, sin la cual en vano emprenderíamos cosa alguna. Porque Dios con ninguna obra nuestra so siente honrado, sino con aquellas con que de verdad intentamos honrarlo. ¿Y cómo se puede lograr esto, cuando el alma so siente presa del temor y de la duda de si Dios con nuestra obra so dar por ofendido en vez do honrado?
6. Tal es el testimonio del Nuevo Testamento
Esta es la causa do que el autor de la epístola a los Hebreos atribuya a la fe todas las buenas obras que los patriarcas antiguos, según so lee, realizaron; y las pesa y valora solamente según la fe (Heb. 11,2.17, etc.).
Tocante a esta libertad hay una excelente sentencia en la epístola a los Romanos, en la pie san Pablo concluye que el pecado no debe enseñorearse de nosotros, porque no estarnos bajo la Ley, sino bajo la gracia (Rom. 6, 12-14). Después de exhortar a los fieles a que el pecado no reine en su cuerpo mortal y que no ofrezcan sus miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino quo se ofrezcan a Dios como resucitados de entre los muertos, y sus miembros como instrumentos do justicia; como ellos podían objetar que aún llevaban sobre si su carne llena de apetitos, y que el pecado habitaba en ellos, propone luego, corno motivo de consuelo, que estaban libres de la Ley; como si dijera que aunque el pecado no estuviera muerto en ellos y sintieran que la justicia no vivía plenamente en su vida, no obstante no tenían por qué temer ni desconfiar, como si tuviesen a Dios siempre ofendido por las reliquias del pecado que en ellos quedaba; puesto que por la gracia estaban libertados de la Ley, a fin de que sus obras no fueran examinadas según la regla do la Ley.
En cuanto a los que concluyen que podernos tranquilamente pecar, puesto que no estamos bajo la Ley, entiendan quo esta libertad nada tiene que ver con ellos, ya quo el fin de la misma es inducirnos y animarnos al bien.
7. 3º. Poseemos el libre uso de las cosas indiferentes
La tercera parte de la libertad cristiana es que delante de Dios no nos preocupemos por las cosas externas, que en si mismas son indiferentes; por lo que las podemos realizar u omitirlas indiferentemente. De cierto nos es muy necesario el conocimiento de tal libertad, pues mientras no la tengamos no conseguiremos tranquilidad de conciencia, ni tendrán fin nuestras supersticiones.
Hay muchos que nos tienen por necios por defender que es lícito comer carne, y porque afirmamos que es libre observar ciertos días y el uso de los vestidos, y otras cosas semejantes; pero esto encierra mayor importancia de lo que el vulgo comúnmente piensa. Porque una vez que las conciencias han caído en tales lazos, se meten en un largo laberinto del que no es fácil salir luego. Si uno comienza a dudar de si le es lícito usar lino en su traje, sus camisas, pañuelos y servilletas, después no estará seguro ni siquiera de si puede usar cáñamo; y, al fin, comenzará incluso a dudar de si le es licito usar estopa. Si a uno le parece que no le es licito tomar alimentos un tanto delicados, este tal al fin no osará comer con tranquilidad de conciencia ni siquiera pan negro, ni alimentos vulgares, porque le pasará por la mente la idea de que podría sustentar su cuerpo con alimentos aún más inferiores. Si tiene escrúpulo de beber vino un tanto fino, luego no beberá con la conciencia tranquila ni las heces; y finalmente no se atreverá ni a tocar el agua que fuere más suave y clara que otra. En una palabra: llegará tan allá en sus locuras, que tendrá por gravísimo pecado pasar sobre una paja atravesada. Porque aquí no se trata de un ligero conflicto de conciencia, sino que la duda está en si Dios quiere que usemos de una cosa o no, pues su voluntad debe preceder cuanto pensáremos o hiciéremos. Por eso necesariamente desesperados se arrojan al abismo; y otros, haciendo caso omiso de Dios y de su temor, no se arredran por cuanto se les pone delante, sino que arremeten contra todo, sin saber cuál es el camino que han de tomar. Porque cuantos se encuentran enredados en tales dudas, a dondequiera que se vuelvan no verán otra cosa sino escrúpulos de conciencia.
8. Esto es lo que enseña el apóstol son Pablo
“Yo sé, “dice san Pablo,” que nada es inmundo en si mismo; mas para el que piensa que algo es inmundo, para él lo es” (Rom. 14, 14). Con estas palabras coloca bajo nuestra libertad todas las cosas exteriores, con tal de que nuestra conciencia esté segura ante Dios de esta libertad. Mas si alguna opinión supersticiosa nos suscita escrúpulos, las cosas que por si mismas y por su naturaleza eran puras, están manchadas para nosotros. Por eso añade: “Bienaventurado el que no se condena a sí mismo en lo que aprueba. Pero el que duda en lo que come, es condenado, porque no lo hace con fe: y todo lo que no proviene de fe es pecado.” (Rom. 14, 22-23).
Los que encerrados en tales estrecheces se atreven, no obstante, a hacer cualquier cosa contra su conciencia, ¿no se alejan por lo mismo de Dios? Por otra parte, los que sienten algún temor de Dios, aunque forzados a hacer muchas cosas contra su conciencia, se ven oprimidos por el temor, y al fin caen por tierra. Todas estas gentes ningún don ni beneficio reciben de Dios con gratitud, único modo, según san Pablo, de que todas las cosas queden santificadas para nuestro uso y servicio (1 Tim. 4,4-5) Me refiero a una acción de gracias que salga del corazón, que reconozca la bondad y la liberalidad de Dios en sus dones. Porque muchos de ellos comprenden que son beneficios de Dios aquello de que gozan y alaban a Dios en sus obras; mas como no están convencidos de haberlos recibido de Él, ¿cómo pueden agradecérselo, come silo hubieran recibido?
Conclusión. Vemos, pues, en resumen, cuál es el fin de esta libertad; a saber, que usemos de los dones de Dios sin escrúpulo alguno de conciencia y sin turbación de nuestra alma, para el fin con que Dios nos los dio; y con esta confianza nuestra alma tenga paz y reconozca su liberalidad para con nosotros. Y aquí se comprenden todas las ceremonias cuya observancia es libre, para que las conciencias no se vean forzadas a guardarlas por necesidad de ninguna clase, sino más bien entiendan que su uso, por beneficio gratuito de Dios, queda sometido a su discreción, según pareciere conveniente para edificación de los demás.
9. Naturaleza y eficacia de la libertad cristiana
Hay, pues, que considerar que la libertad cristiana, con todas sus partes, es una realidad espiritual cuya firmeza consiste totalmente en aquietar ante Dios las conciencias atemorizadas; sea que estén inquietas y dudosas del perdón de sus pecados, o acongojadas por si las obras imperfectas y llenas de los vicios de la carne agradan a Dios, o bien atormentadas respecto al uso de las cosas indiferentes.
Por tanto, la interpretan perversamente aquellos que quieren dorar con ella sus apetitos para de este modo abusar de los dones de Dios para sus deleites carnales, o que piensan que no hay libertad en absoluto si no la usurpan ante los hombres, y por ello, en su uso no tienen en cuenta para nada la flaqueza de sus hermanos.
a. Ella modera todos los abusos. Del primer modo se peca mucho actualmente. Porque casi no hay, si tiene posibilidades, quien no viva entregado a los placeres de la comida, al lujo en el vestir, a la suntuosidad de los edificios; quien no desee exceder a los demás y superarlos en delicadezas y no se sienta muy satisfecho de su magnificencia. Y todas estas cosas se defienden bajo pretexto de libertad cristiana. Dicen que son cosas indiferentes. También yo lo confieso, si el hombre usa de ellas con indiferencia. Pero como se apetecen en demasía, cuando los hombres se jactan de ellas con arrogancia, cuando desordenadamente se desperdician, es claro que las cosas que en sí mismas eran indiferentes quedan mancilladas por todos estos vicios.
San Pablo distingue muy bien entre las cosas indiferentes. “Todas las cosas”, dice, “son puras para los puros, mas para los corrompidos e incrédulos nada Les es puro; pues hasta su mente y su conciencia están corrompidas” (Tit. 1,15). ¿Por qué se maldice a los ricos que ya tienen su consuelo, que están ya saciados, que ahora ríen, que duermen en camas de marfil, que añaden heredad a heredad, y en sus banquetes hay arpas, vihuelas, tamboriles, flautas y vino (Lc. 6,24-25; Am. 6,1-6; Is. 5,8)? Ciertamente el marfil, el oro y las riquezas son buenas criaturas de Dios, permitidas para que el hombre se sirva de ellas, e incluso ordenadas por la providencia divina a este fin; reírse, saciar el apetito, añadir nuevas posesiones a las antiguas recibidas de nuestros antepasados, deleitarse con la armonía de la música, y el beber vino, en ningún sitio está prohibido; todo esto es verdad. Pero cuando uno tiene riquezas en abundancia, el revolcarse entre deleites, embriagar su entendimiento y su corazón con los pasatiempos presentes y andar siempre en busca de otros nuevos, todo esto está muy lejos del uso legítimo de los dones de Dios.
Quiten, pues, lo desmedido del deseo, quiten la vanidad y la arrogancia, y con pura conciencia usen puramente de los dones de Dios. Cuando sus corazones estuvieren preparados de esta manera, entonces estarán en posesión de la regla para usar legítimamente de los dones divinos. Mas si falta esta moderación y templanza, el modo mismo corriente de vivir pasará la medida. Pues es muy verdadero el refrán: “Debajo de mala capa suele haber buen bebedor”; debajo de la ropa pobre suele haber afán de púrpura; y, al contrario, debajo de la púrpura y la seda se esconde a veces un corazón humilde.
Viva, pues, cada uno conforme a su estado y condición, en la pobreza, pasablemente, o con abundancia, con tal de que comprenda que Dios a todos mantiene y sustenta para que puedan vivir, no para encenagarse en deleites. Y piensen que en esto consiste la libertad cristiana: si han aprendido con san Pablo a contentarse con cualquier situación; si saben vivir humildemente y tener abundancia; si en todo y por todo están enseñados, así para tener abundancia como para padecer necesidad (Flp. 4, 11-12).
10. b. Se ejerce en el amor, teniendo en cuenta a los débiles
Son muchos también los que se engañan en la segunda falta que hemos señalado. Como si su libertad no pudiera ser verdadera y perfecta silos hombres no son testigos de ella, hacen uso de la misma imprudentemente y sin discernimiento, escandalizando muchas veces con su proceder inconsiderado a sus hermanos más débiles.
Se puede ver actualmente muchos hombres a quienes parece que no gozan bien de su libertad si no usan de ella para comer carne los viernes. Yo no los condeno porque la coman; pero es necesario quitar de su mente la falsa opinión de que no tienen verdadera libertad si no van haciendo ostentación de ella por todas partes; pues deberían considerar que con nuestra libertad no adquirimos cosa alguna ante los hombres, sino ante Dios; y que tanto existe en comer carne como en abstenerse de ella. Si ellos creen que ante Dios es indiferente comer carne o comer huevos, vestirse de color o de negro, es suficiente; ya está libre la conciencia, que es a quien pertenece el fruto de esta libertad. Por tanto, aunque después se abstengan durante toda su vida de comer carne y usen siempre el mismo color en sus vestidos, no por eso tendrán menos libertad; porque son libres, por eso se abstienen con libertad de conciencia. Pero esta clase de personas corre mucho peligro de no tener en cuenta la flaqueza de los hombres, que debe ser de tal manera ayudada, que no hagamos temerariamente nada de que se puedan escandalizar.
Mas dirá alguno, que alguna vez conviene que mostremos nuestra libertad. También yo lo confieso así. Pero es preciso tener gran diligencia para no pasar la raya, menospreciando el cuidado que se ha de tener con los más débiles, que el Señor tan encarecidamente nos ha recomendado.
11. Diversas clases de escándalo; escándalo dado y escándalo tomado
Trataré, pues, aquí algo acerca de los escándalos: qué cuidado hay que tener de ellos, cuáles son aquellos de los que hemos de guardarnos y aquellos de los que no hemos de preocuparnos. Con ello todos podrán comprender cuál es la libertad que pueden permitirse los hombres.
Me agrada la distinción corriente de dos clases de escándalos, el uno dado y el otro tomado, ya que tal distinción se confirma con el testimonio evidente de la Escritura, y porque expone con toda propiedad lo que se quiere decir.
Si tú, por importunidad, ligereza, intemperancia o temeridad, y no ordenadamente y en su tiempo y lugar oportunos haces algo con que los ignorantes o débiles puedan quedar escandalizados, a esto se le llamará escándalo que tú has dado, ya que por culpa tuya ha tenido lugar dicho escándalo. Y en general, se dice que se ha dado escándalo en alguna cosa cuando la falta procede del autor de la misma.
El escándalo se llama tomado cuando la cosa que ni en si misma es mala ni se ha hecho indiscretamente, se toma con mala voluntad y cierta malicia como ocasión de escándalo. Porque en este caso el escándalo no fue dado, sino que sin motivo ninguno indebidamente lo interpretan como tal.
Con la primera clase de escándalo no se ofende más que a los débiles; con esta segunda se ofende la gente descontentadiza y los espíritus farisaicos. Por tanto, al primero lo llamaremos “escándalo de los débiles”, y al segundo, “escándalo farisaico”; y moderaremos el uso de nuestra libertad de modo que ceda ante la ignorancia de los hombres que son débiles, pero no al rigor de los fariseos.
Cuánto debemos preocuparnos de los hermanos que son más débiles, lo demuestra ampliamente san Pablo en muchos pasajes. Así; “Recibid al débil en la fe”; “ya no nos juzguemos más los unos a los otros, sino más bien decidid no poner tropiezo y ocasión de caer al hermano” (Rom. 14,1-13); y muchas otras cosas a este propósito, que es mejor leerlas en el texto que citarlas aquí. El resumen de todo ello es que “los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos; cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación” (Rom. 15,1-2). Y en otro Lugar; “Pero mirad que esta libertad vuestra no venga a ser tropezadero para los débiles” (1 Cor. 8,9). “De todo lo que se vende en la carnicería, comed, sin preguntar nada por motivos de conciencia. La conciencia, digo, no la tuya, sino la del otro. No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles, ni a la iglesia de Dios” (1 Cor. 10,25.29.32). Asimismo en otro pasaje: “A libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servios por amor los unos a los otros” (Gál. 5, 13).
Así es, en verdad, Nuestra libertad no se nos ha dado contra nuestros prójimos débiles, de los cuales la caridad nos hace ser servidores del todo; sino para que, teniendo tranquilidad de conciencia ante Dios, vivamos también en paz entre los hombres.
Respecto al caso que hemos de hacer del escándalo de los fariseos, lo sabemos por las palabras del Señor, en las cuales ordena que los dejemos sin preocuparnos de ellos; porque “son ciegos guías de ciegos” (Mt. 15,14). Los discípulos le habían advertido de que los fariseos se habían escandalizado con sus palabras; el Señor les responde que no hagan caso de ellos, ni se preocupen por su escándalo.
12. Los débiles y los fariseos
A pesar de todo, este tema queda oscuro si no comprendemos quiénes son los que hemos de tener por débiles, y quiénes por fariseos. Sin esta diferencia no veo cómo se pueda usar de nuestra libertad cuando se trata de escándalo, ya que su uso sería muy peligroso.
Me parece que san Pablo ha determinado con toda claridad, así en su doctrina como en sus ejemplos, cuándo debemos moderar nuestra libertad, y cuándo debemos hacer uso de ella. Cuando tomó por compañero a Timoteo lo circuncidó; pero jamás le pudieron convencer para que circuncidase a Tito (Hch. 16,3; Gál. 2,3). Su proceder fue diverso; sin embargo no hubo cambio alguno en su mente ni en su voluntad. Porque en la circuncisión de Timoteo, siendo libre de todos, se hizo siervo de todos para ganar a mayor número. Se hizo a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la Ley — aunque él no estaba sujeto a ella — como sujeto a la Ley, para ganar a los que están sujetos a la Ley; a todos se hizo de todo, para de todos modos salvar a algunos, como él mismo lo dice (1 Cor. 9,19-22). He aquí la justa moderación de la voluntad; a saber, cuando indiferentemente podemos abstenemos con algún fruto.
Cuál fue su intención al rehusar tan obstinadamente circuncidar a Tito, lo declara él mismo con estas palabras: “Mas ni aun Tito, que estaba conmigo, con todo y ser griego, fue obligado a circuncidarse; y esto a pesar de los falsos hermanos introducidos a escondidas, que entraban para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducirnos a esclavitud, a los cuales ni por un momento accedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permaneciese con vosotros” (Gál. (2,3-5). Tenemos aquí asimismo un caso en que es necesario guardar nuestra libertad, si por la inicua coacción de los falsos apóstoles hubiese de sufrir detrimento en la conciencia de los débiles.
Siempre debemos servir a la caridad; siempre hemos de procurar edificar a nuestro prójimo. “Todo, dice en otra parte, me es lícito, pero no todo conviene; todo me es lícito, pero no todo edifica. Ninguno busque su propio bien, sino el del otro” (1 Cor. 10, 23-24). No puede haber cosa más clara que esta regla: que usemos de nuestra libertad, si de ello resulta provecho para el prójimo; pero que nos abstengamos de la misma, si es perjudicial para él.
Hay algunos que simulan imitar la prudencia de san Pablo en el abstenerse de su libertad, cuando lo que menos buscan es servir a la caridad; porque preocupados por su tranquilidad y reposo, desearían que fuese sepultado hasta el recuerdo de la libertad, siendo así que no menos conviene usar de ella para bien y edificación de nuestros prójimos, que abstenemos a su debido tiempo por los motivos expuestos. Por tanto, la obligación y el deber de un cristiano piadoso es considerar que se le ha concedido la libre potestad de las cosas exteriores para que así esté más pronto a realizar todas las exigencias de la caridad.
13. Nuestra libertad debe someterse al amor al prójimo, y o la pureza de la fe
Todo cuanto he enseñado respecto a evitar los escándalos debe referirse a las cosas indiferentes, que de suyo no son ni buenas ni malas. Porque las que son obligatorias no se pueden dejar de hacer por más peligro de escándalo que haya. Porque así como debemos someter nuestra libertad a la caridad, del mismo modo la caridad debe someterse a la pureza de la fe. Es verdad que hay que tener en cuenta la caridad; pero de tal manera que por amor del prójimo no se ofenda a Dios.
No se debe aprobar el desenfreno de los que nada hacen sino con tumultos y alborotos, y prefieren desgarrar a descoser. Ni tampoco se puede admitir a los que, induciendo a los otros con el ejemplo a infinidad de blasfemias, fingen que les es necesario obrar así para no escandalizar a sus hermanos. Como si no estuviesen ya dando mal ejemplo a la conciencia de sus prójimos; especialmente cuando permanecen encenagados sin esperanza alguna de salir de él. Si se trata de instruir al prójimo con doctrina e con el ejemplo de la vida, dicen que es necesario alimentarlo con leche; y a este fin lo mantienen en impías y perniciosas opiniones. San Pablo refiere que alimentó a los corintios con leche (1 Cor. 3,2); mas si en aquel tiempo hubiera existido entre ellos la misa papista, ¿la hubiera él celebrado para ellos, a fin de darles a beber leche? No; porque la leche no es veneno. Mienten, pues, fingiendo alimentar a los que cruelmente matan con la apariencia de tal dulzor. Y aunque concediendo que semejante disimulo se puede admitir por algún tiempo, sin embargo, ¿hasta cuándo van a estar dando esta leche a sus niños? Porque si nunca crecen lo suficiente para soportar algún alimento ligero, claramente se ve que jamás han sido mantenidos con leche.
Dos razones hay que me impiden combatir al presente a tales gentes de una manera más a propósito. La primera, que sus desatinos no merecen respuesta ni ser refutados, pues ningún hombre de sano entendimiento hace caso de ellos. La segunda, por no repetir la misma cosa, pues ya he tratado de propósito este tema en otros libros,1 Simplemente, que los lectores tengan por indubitable que con cualquier clase de escándalos que Satanás y el mundo procuren apartarnos de lo que Dios nos manda, o de deternernos para que no sigamos la norma de su Palabra, a pesar de todo hemos de emplear toda nuestra diligencia en seguir adelante. Asimismo, que cualquiera que sea el peligro, no nos es lícito apartarnos de los mandamientos de Dios ni en un tilde, ni bajo ningún pretexto hemos de intentar cosa alguna que él no permita.
1 Además de la Disculpa a los Srs. Nicomeditas, dr. De fugiendis tmpiorum illicitis
sacris; De papisticisacerdotiis vel administrandis vel obiiciendis (1537); De vitandis
superstitionibus (1545), y Tratado de los escándalos (1550).
14. En las cosas indiferentes el cristiano está libre del poder de los hombres
Dado, pues, que la conciencia de los fieles, por el privilegio de la libertad que tienen de Jesucristo están libres de los lazos y observancias de las cosas que el Señor ha querido que fuesen indiferentes, concluimos de aquí que están libres de toda autoridad y poder de los hombres. Porque no está bien que la alabanza que Jesucristo debe recibir por semejante beneficio sea oscurecida, ni que las conciencias pierdan su fruto y provecho. Y no debemos estimar como de poca importancia lo que sabemos que tanto ha costado a Cristo; pues lo adquirió no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con su sangre preciosa (1 Pe. 1,18-19); de modo que san Pablo no duda en decir que la muerte del Señor no conseguiría efecto alguno si nos ponemos bajo la sujeción de los hombres. Porque no se trata de otra cosa en los últimos capítulos de la epístola a los Gálatas, sino de que Cristo queda para nosotros oscurecido, e incluso del todo desaparece, si nuestra conciencia no permanece en libertad; de la cual sin duda alguna ha caído, si puede ser enredada en los lazos de las leyes y constituciones conforme al capricho de los hombres (Gál. 5,1.4).
Mas como esto es cosa muy digna de ser comprendida, será preciso exponerlo más por extenso y con mayor claridad. Porque tan pronto como se dice una sola palabra respecto a abolir las constituciones humanas, se suscita infinidad de revueltas, una parte por gentes sediciosas, y otra por calumniadores; como si toda obediencia a los hombres quedase de un plumazo abolida y desterrada.
15. Hay que distinguir dos jurisdicciones: la espiritual y la temporal
Para no tropezar en esta piedra, advirtamos en primer lugar que hay un doble régimen del hombre: uno espiritual, mediante el cual se instruye la conciencia en la piedad y el culto de Dios; el otro político, por el cual el hombre es instruido en sus obligaciones y deberes de humanidad y educación que deben presidir las relaciones humanas. Corrientemente se suelen llamar jurisdicción espiritual y jurisdicción temporal; nombres muy apropiados, con los que se da a entender que la primera clase de régimen se refiere a la vida del alma, y la otra se aplica a las cosas de este mundo; no solamente para mantener y vestir a los hombres, sino que además prescribe leyes mediante las cuales puedan vivir con sus semejantes santa, honesta y modestamente. Porque la primera tiene su asiento en el alma; en cambio la otra solamente se preocupa de las costumbres exteriores. A lo primero lo podemos llamar reino espiritual; a lo otro, reino político o civil.
Hemos de considerar cada una de estas cosas en si mismas, según las hemos distinguido: con independencia cada una de la otra. Porque en el hombre hay, por así decido, dos mundos, en los cuales puede haber diversos reyes y leyes distintas. Esta distinción servirá para advertirnos de que lo que el Evangelio nos enseña sobre la libertad espiritual no hemos de aplicado sin más al orden político; como si los cristianos no debieran estar sujetos a las leyes humanas según el régimen político, por el hecho de que su conciencia es libre delante de Dios; como si estuviesen, exentos de todo servicio según la carne por ser libres según el espíritu.
Además, como incluso en las mismas constituciones que parecen pertenecer al reino espiritual se puede engañar el hombre, conviene también
que aun en éstas se distinga cuáles deben ser tenidas por legítimas por estar conformes a la Palabra de Dios, y cuáles, por el contrario, no deban en modo alguno ser admitidas por los fieles.
Respecto al régimen político hablaremos en otro lugar. Tampoco hablare aquí de las leyes eclesiásticas, porque su discusión cae mejor en el libro cuarto, donde trataremos de la autoridad de la Iglesia. Demos, pues, aquí, por concluida esta materia.
Definición de la conciencia. Esta no se refiere a los hombres, sino a Dios. No habría dificultad alguna respecto a esta materia, como ya he dicho, si no fuera porque muchos se sienten embarazados por no distinguir bien entre orden civil y conciencia; entre jurisdicción externa o política y jurisdicción espiritual, que tiene su sede en la conciencia. Además, la dificultad se aumenta con lo que dice san Pablo al ordenarnos que nos sometamos a las autoridades superiores, no solamente por razón del castigo, sino también por causa de la conciencia (Rom. 13,1.5). De donde se sigue que las conciencias están sujetas incluso a las leyes políticas. Lo cual, de ser así, echaría por tierra todo cuanto poco antes hemos dicho del régimen espiritual, y lo que ahora vamos a decir.
Para resolver esta dificultad, primeramente hemos de comprender qué es la conciencia, cuya definición ha de tomarse de la etimología misma y de la derivación del término mismo. Porque así como decimos que los hombres saben aquello que su espíritu y entendimiento han comprendido, de donde procede el nombre de ciencia; de la misma manera, cuando tienen el sentimiento del juicio de Dios, que les sirve como de un segundo testimonio ante el cual no se pueden ocultar las culpas, sino que les cita ante su sede de Juez supremo y allí los tiene como encarcelados, a este sentimiento se llama conciencia. Porque es a modo de medio entre Dios y los hombres, en cuanto que los hombres con esa impresión en su corazón no pueden destruir por olvido la idea que tienen del bien y del mal; sino que los persigue hasta hacerles reconocer su falta.
Esto es lo que quiere dar a entender san Pablo cuando dice que la conciencia da testimonio a los hombres, acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos (Rom. 2,15). Un simple conocimiento podía estar en el hombre como sofocado. Por eso este sentimiento que coloca al hombre ante el juicio de Dios, es como una salvaguarda que se le ha dado para sorprender y espiar todos sus secretos, a fin de que nada quede oculto, sino que todo salga a luz. De lo cual nació aquel antiguo proverbio: La conciencia es como mil testigos.1 Por esta misma razón san Pedro pone el testimonio de la buena conciencia para reposo y tranquilidad de espíritu, cuando apoyados en la gracia de Cristo nos atrevemos a presentarnos ante el acatamiento divino (1 Pe. 3,21). Y el autor de la epístola a los Hebreos, al afirmar que los fieles no tienen ya más conciencia de pecado (Heb. 10,2), quiere decir que están libres y absueltos para que el pecado no tenga ya de qué acusarlos.
1 Cfr. Quintiliano, Instituciones oratorios, V, 11, 41.
16. La conciencia dice relación a Dios en las cosas de suyo buenas o malas
Así como las obras tienen por objeto a los hombres, la conciencia se refiere a Dios; de suerte que la conciencia no es otra cosa que la interior integridad del corazón. De acuerdo con esto dice san Pablo: el cumplimiento de la ley “es el amor nacido de corazón limpio y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Tim. 1,5). Y después en el mismo capítulo prueba la diferencia que existe entre ella y un simple conocimiento, diciendo que algunos por desechar la buena conciencia naufragaron en la fe (1 Tim. 1,19), declarando con estas palabras que la buena conciencia es un vivo afecto de honrar a Dios y Un sincero celo de vivir piadosamente.
Algunas veces la conciencia se refiere también a los hombres; como cuando el mismo san Pablo — según refiere san Lucas — afirma que ha procurado “tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres” (Hch.24, 16); pero esto se entiende en cuanto que los frutos de la buena conciencia llegan hasta los hombres. Pero propiamente hablando, solamente tiene por objeto y se dirige a Dios. De aquí que se diga que una ley liga la conciencia, cuando simplemente obliga al hombre, sin tener en cuenta al prójimo, como si solamente tuviese que ver con Dios. Por ejemplo: no solo nos manda Dios que conservemos nuestro corazón casto y limpio de toda mancha, sino también prohíbe toda palabra obscena y disoluta que sepa a incontinencia. Aunque nadie más viviese en el mundo, yo en mi conciencia estoy obligado a guardar esta ley. Por tanto, cualquiera que se conduce desordenadamente, no solo peca por dar mal ejemplo a sus hermanos, sino también se hace culpable delante de Dios por haber transgredido lo que El había prohibido.
La conciencia es libre en las cosas indiferentes, incluso cuando se abstiene por consideración hacia el prójimo. Otra cosa es lo que en sí es indiferente. Debemos abstenernos, si de ello proviene algún escándalo; pero con libertad de conciencia. Así lo demuestra san Pablo hablando de La carne sacrificada a los ídolos: “Si alguien os dijere: Esto fue sacrificado a los ídolos; no lo comáis...por motivos de conciencia. La conciencia, digo, no la tuya, sino La del otro” (1 Cor. 10, 28-29). Pecarla el fiel que, avisado de esto, comiese tal carne. Mas aunque Dios le mande abstenerse de tal alimento a causa de su prójimo y esté obligado a someterse a ello, no por esto su conciencia deja de ser libre. Vernos, pues, cómo esta ley sólo impone sujeción a la obra exterior, y que, sin embargo, deja libre la conciencia.