CAPÍTULO II
DE LA FE. DEFINICIÓN DE LA MISMA Y EXPOSICIÓN DE SUS PROPIEDADES
primera parte
I. INTRODUCCIÓN
l. Resumen del Libro Segundo
Todas estas cosas serán muy fáciles de entender cuando demos una clara definición de la fe, para mostrar a los lectores cuál es su fuerza y naturaleza.
Mas antes es preciso recordar lo que ya hemos enseñado: que Dios al ordenarnos en su Ley lo que debemos hacer, nos amenaza, si faltamos en lo más mínimo, con el castigo de la muerte eterna, que caerá sobre nosotros.
Hay que notar asimismo que, como no solamente es difícil, sino que supera nuestras fuerzas y facultades cumplir la Ley como se debe, si nos fijamos únicamente en nosotros mismos y consideramos el galardón debido a nuestros méritos, tenemos perdida toda esperanza, y, rechazados por Dios, seremos sepultados en condenación eterna.
Hemos expuesto, en tercer lugar, que solamente hay un medio y un camino para libramos de tan grande calamidad; a saber, el haber aparecido Jesucristo como Redentor nuestro, por cuya mano el Padre celestial, apiadándose de nosotros conforme a su inmensa bondad y clemencia, nos quiso socorrer; y ello, siempre que nosotros abracemos esta su misericordia con una fe sólida y firme, y descansemos en ella con una esperanza constante.
El fin único de toda fe verdadera es Jesucristo. Queda ahora por considerar con toda atención cómo ha de ser esta fe, por medio de la cual todos los que son adoptados por Dios como hijos entran en posesión del reino celestial. Claramente se comprende que no es suficiente en un asunto de tanta importancia una opinión o convicción cualquiera. Además, tanto mayor cuidado y diligencia hemos de poner en investigar la naturaleza propia y verdadera de la fe, cuanto que muchos hoy en día con gran daño andan como a tientas en el problema de la fe. En efecto, la mayoría de los hombres, al oír hablar de fe no entienden por ella más que dar crédito a la narración del Evangelio; e incluso cuando se disputa sobre la fe en las escuelas de teología, los escolásticos, al poner a Dios simplemente como objeto de fe, extravían las conciencias con su vana especulación, en vez de dirigirlas al fin verdadero. Porque, como quiera que Dios habita en una luz inaccesible, es necesario que Cristo se nos ponga delante y nos muestre el camino. Por eso Él se llama a sí mismo "luz del mundo"; y en otro lugar "camino, verdad y vida"; porque nadie va al Padre, que es la fuente de la vida, sino por Él; porque Él solo conoce al Padre, y después de Él, los fieles a quienes lo ha querido revelar (l Tim.6,16; Jn.8,12; 14,6; Lc.10,22).
Conforme a esto afirma san Pablo que se propuso no saber cosa alguna
sino a Jesucristo (1 Cor. 2,2); y en el capítulo veinte del libro de los Hechos se gloría únicamente de haber predicado la fe en Jesucristo; y en otro lugar del mismo libro presenta a Cristo hablando de esta manera:
“los gentiles, a quienes ahora te envío, para que reciban, por la fe que es en mi, perdón de los pecados y herencia entre los santificados” (Hch. 26,18). Y en otra parte afirma que la gloria de Dios se nos hace visible en la Persona de Cristo, y que la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios resplandece en su rostro (2 Cor. 4, 6).
Es cierto que la fe pone sus ojos solamente en Dios; pero hay que añadir también que ella nos da a conocer a Aquel a quien el Padre envió, Jesucristo. Porque Dios permanecería muy escondido a nuestras miradas, si Jesucristo no nos iluminase con sus rayos. Con este fin, el Padre deposité cuanto tenía en su Hijo, para manifestarse en y, mediante esta comunicación de bienes, representar al vivo la verdadera imagen de su gloria. Porque según hemos dicho que es preciso que seamos atraídos por el Espíritu para sentirnos incitados a buscar a Jesucristo, igualmente hemos de advertir que no hay que buscar al Padre invisible más que en esta su imagen.
De esto trata admirablemente san Agustín, diciendo que para dirigir rectamente nuestra fe nos es necesario saber a dónde debemos ir y por dónde; y luego concluye que el camino más seguro de todos para no caer en errores es conocer al que es Dios y hombre. Porque Dios es Aquel a quien vamos, y hombre Aquel por quien vamos. Y lo uno y lo otro se encuentra únicamente en Jesucristo.
Y san Pablo, al hacer mención de la fe que tenemos en Dios, no intenta en modo alguno rebatir lo que tantas veces inculca y repite de la fe; a saber, que tiene toda su firmeza en Cristo. E igualmente san Pedro une perfectamente ambas cosas, diciendo que por Cristo creemos en Dios (1 Pe. 1,21).
2. La fe no puede ser implícita, sino que requiere el conocimiento de la bondad de Dios
Hemos, pues, de imputar este mal, como tantos otros, a los teólogos de la Sorbona, que, en cuanto les ha sido posible, han cubierto con un velo a Jesucristo; siendo así que si no lo contemplamos fijamente, no podremos hacer otra cosa que andar errantes por interminables laberintos. Y, aparte de que con su tenebrosa definición rebajan la virtud de la fe y casi la aniquilan, se han imaginado una especie de fe, que llaman “implícita” , o supuesta; y designando con este nombre la más crasa ignorancia que se pueda concebir, engañan al pobre pueblo con gran detrimento del mismo. Más aún; para decir abiertamente las cosas como son:
esta fantasía no sólo echa por tierra la verdadera fe, sino que la destruye totalmente. ¿Puede ser creer no comprender nada, con tal que uno someta su entendimiento a la Iglesia? La fe no consiste en la ignorancia, sino en el conocimiento; y este conocimiento ha de ser no solamente de Dios, sino también de su divina voluntad. Porque nosotros no conseguimos la salvación por estar dispuestos a aceptar como verdad todo cuanto la Iglesia hubiere determinado, ni por dejar a su cuidado la tarea de investigar y conocer, sino por conocer que Dios es nuestro benévolo Padre en virtud de la reconciliación llevada a cabo por Jesucristo, y que Jesucristo nos es dado como justicia, santificación y vida nuestra.
Por tanto, en virtud de este conocimiento, y no por someter nuestro entendimiento, alcanzamos entrar en el reino de los cielos. Pues cuando dice el Apóstol: “con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Rom. 10, 10), no quiere decir que basta que un hombre crea implícitamente lo que no entiende, ni siquiera procura entender, sino que exige un conocimiento explícito y claro de la bondad de Dios, en la cual se apoya nuestra justicia.
3. La autoridad y el juicio de la Iglesia no pueden reemplazar la verdadera fe del creyente
Evidentemente yo no niego que, según es de grande nuestra ignorancia, muchas cosas nos resultan al presente implícitas y oscuras, y que lo seguirán siendo mientras que, despojados de este cuerpo mortal, no estemos mucho más cerca de Dios. En tales cosas confieso que lo mejor y más conveniente es suspender nuestro juicio, determinando a la vez que nuestra voluntad permanezca unida a la Iglesia. Pero no pasa de ser una farsa dar con este pretexto el titulo de fe a una pura ignorancia, envuelta en cierta humildad; porque la fe consiste en el conocimiento de Dios y de Cristo (Jn. 17,3), y no en la reverencia de la Iglesia.
De hecho bien vemos el laberinto que han formado con esta su “implicación” o “inclusión”; pues los ignorantes aceptan cuanto les es propuesto en nombre de la Iglesia y sin discernimiento alguno, incluso los errores más monstruosos. Esta inconsiderada facilidad, aunque es la ruina del hombre, sin embargo ellos la excusan, dando como razón que ella no cree nada de modo categórico, sino con esta condición: si tal es la fe de la Iglesia, si la Iglesia lo cree así, De esta manera fingen que tienen la verdad en el error, la luz en Pas tinieblas, la ciencia en la ignorancia.
En fin, para no perder mucho tiempo en refutar estos despropósitos, exhortamos a los lectores nada más a que se tomen la molestia de comparar y cotejar estas cosas con nuestra doctrina. La misma claridad de la verdad brindará pruebas más que suficientes para confundirlos. Porque no se trata de saber si la fe está envuelta en grandes tinieblas de ignorancia; sino que afirman que creen rectamente y como deben aquellos que se dan por satisfechos con su ignorancia, y no pretenden ni siquiera salir de ella ni saber más, con tal que acepten la autoridad y el juicio de la Iglesia. ¡Como si la Escritura no enseñara a cada paso que la inteligencia está unida a la fe!
4. En qué sentido nuestra fe puede ser “implícita”; es decir, imperfecta, incompleta o incipiente
Nosotros admitimos que la fe, mientras andamos peregrinando por este mundo, es implícita; no solamente porque ignoramos muchísimas cosas,
sino también porque estando rodeados de las tinieblas de numerosos errores, no podemos entender cuanto deberíamos saber. Porque la suprema sabiduría de los más perfectos es aprovechar lo más posible, y cada día con mayor docilidad procurar pasar adelante y esforzarse por saber más.
Por esta razón san Pablo exhortaba a los fieles a que si diferían el uno del otro, esperasen una mayor revelación de Dios (Flp. 3, 15). Y la misma experiencia nos enseña que, mientras no estemos despojados de la carne, no podremos entender cuanto desearíamos saber. Cada día, al leer la Escritura, encontramos muchos pasajes oscuros, que nos convencen de nuestra ignorancia. Con este freno nos mantiene Dios en la modestia, asignando a cada uno una determinada medida y porción de fe, a fin de que incluso los más doctos entre los doctores estén siempre prontos a aprender.
Numerosos y notables ejemplos de esta fe implícita podemos verlos en los discípulos de Cristo, antes de que fueran plenamente iluminados. Sabemos de sobra cuán difícil les resultó saborear los primeros rudimentos, las dudas que tuvieron, los escrúpulos que sentían ante lo más insignificante, y cómo, aunque estaban pendientes de la boca de su Maestro, aprovechaban bien poco. Más aún: cuando avisados por las mujeres corren al sepulcro, la resurrección de su Maestro, de la que tantas veces le habían oído hablar, les parece un sueño. Mas como quiera que Jesucristo mismo había antes dado testimonio de que creían y tenían fe, no se puede afirmar que estuviesen del todo desprovistos de ella; y si no hubieran estado persuadidos de que Cristo habla de resucitar, hubieran perdido todo el afecto que les llevaba a seguirle; ni tampoco las mujeres se sentían movidas por la superstición a ungir con ungüentos aromáticos un cuerpo muerto, sin esperanza alguna de que había de resucitar. Mas, aunque daban crédito a las palabras de Cristo, y sabían que decía la verdad, sin embargo la ignorancia que aún reinaba en su espíritu envolvía su fe en tinieblas de tal manera que estaban casi atónitos. Por eso se dice que por fin creyeron, cuando vieron con sus propios ojos lo que Cristo les había dicho. No que entonces comenzaran a creer, sino que la semilla de la fe, que estaba como muerta en sus corazones, volvió a vigorizarse hasta fructificar. Por tanto, ellos tenían verdadera fe, aunque implícita y sin desarrollar, puesto que con reverencia habían abrazado a Cristo como único Doctor y Maestro. Además, adoctrinados por El, lo tenían como autor de su salvación. Y, en fin, creían que había descendido del cielo y que, con la gracia del Padre, reuniría para el reino de los cielos a los que habían de ser sus discípulos.
5. Asimismo podemos llamar fe implícita a la que propiamente hablando no es más que una preparación a la fe.
Cuentan los evangelistas, que fueron muchos los que creyeron, únicamente transportados de admiración por los milagros, pero no pasaron de ahí hasta creer que Cristo era el Mesías prometido, bien que no habían sido nada o apenas iniciados en la doctrina del Evangelio. Esta reverencia, que les llevó a someterse de corazón a Cristo, es alabada con el nombre de fe, aunque no fue más que un insignificante comienzo de la misma. De esta manera aquel cortesano que creyó, según Cristo se lo prometía, que su hijo seria sano, al llegar a su casa, conforme lo refiere el evangelista, tomó de nuevo a creer, sin duda porque al principio tuvo como un oráculo del cielo lo que habla oído de la boca de Cristo, y luego se sometió a su autoridad para recibir su doctrina (Jn. 4, 53). Sin embargo, hemos de comprender que tuvo tal docilidad y prontitud para creer, que este término “creer” en el primer sitio denota cierta fe particular; en cambio, en el segundo se extiende más, hasta poner a este hombre en el número de los discípulos de Cristo.
San Juan nos propone un ejemplo muy semejante a éste en los samaritanos, que creyeron lo que la mujer samaritana les había dicho, y fueron con gran entusiasmo a Cristo (lo cual es un principio de fe); sin embargo, después de haber oído u. Cristo, dicen: “Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (Jn.4,42).
De estos testimonios se deduce claramente que, aun aquellos que no han sido instruidos en los primeros rudimentos de la fe, con tal que se sientan inclinados y movidos a obedecer a Dios, son llamados fieles; pero no en sentido propio, sino en cuanto Dios por su liberalidad tiene a bien honrar con este título el piadoso afecto de ellos.
Por lo demás, semejante docilidad junto con el deseo de aprender es una cosa muy distinta de la crasa ignorancia en que yacen los que se dan por satisfechos con una fe implícita cual se la imaginan los papistas. Porque si san Pablo condena rigurosamente a los que aprendiendo de continuo no llegan sin embargo a la ciencia de la verdad, ¿cuánto más no son dignos de censura los que a sabiendas y de propósito no se preocupan de saber nada (2 Tim.3,7)?
6. La fe llega a Cristo por el Evangelio
Por tanto, el verdadero conocimiento de Cristo es que lo recibamos tal como el Padre nos lo ofrece; a saber, revestido de su Evangelio. Porque así como nos es propuesto cual blanco de nuestra fe, así también jamás llegaremos a Él más que guiados por el Evangelio. De hecho, en él se nos abren los tesoros de la gracia, que si permanecieran cerrados, de muy poco nos aprovecharía Cristo. Por esto san Pablo pone la fe como compañera inseparable de la doctrina, diciendo: “Vosotros no habéis aprendido así a Cristo, si en verdad le habéis oído, y habéis sido por él enseñados conforme a la verdad que está en Jesús” (Ef. 4, 20-21).
Sin embargo, no limito la fe al Evangelio hasta el punto de negar que lo que Moisés y los Profetas enseñaron fuese suficiente por entonces para edificada debidamente. Mas como en el Evangelio hay una manifestación mucho más plena de Cristo, con toda razón san Pablo lo llama “doctrina de fe” (1 Tim. 4,6). Y por la misma razón afirma en otro lugar que “el fin de la ley es Cristo” (Rom. 10,4), queriendo dar a entender con ello la nueva manera de enseñar que el Hijo de Dios empleó desde que comenzó a ser nuestro Maestro, haciéndonos conocer mucho mejor la misericordia del Padre, y dándonos mucha mayor seguridad de nuestra salvación.
Sin embargo, nos resultará mucho más fácil de comprender el procedimiento, si de lo general descendemos gradualmente a lo particular.
Sin la Palabra no hay fe. En primer lugar hemos de advertir que hay una perpetua correspondencia entre la fe y la Palabra o doctrina; y que no se puede separar de ella, como no se pueden separar los rayos del sol que los produce. Por esto el Señor exclama por Isaías: “Oíd, y vivirá vuestra alma” (Is. 55,3). También san Juan muestra que tal es la fuente de la fe, al decir: “Estas (cosas) se han escrito para que creáis” (Jn. 20,31). Y el Profeta, queriendo exhortar al pueblo a creer, dice: “Si oyereis hoy su voz” (Sal. 95,8). En conclusión: esta palabra “oír” se toma a cada paso en la Escritura por “creer”. Y no en vano Dios por Isaías distingue a los hijos de la Iglesia de los extraños a ella; precisamente por esta nota: “Y todos tus hijos serán enseñados por Jehová” (Is. 54, 13). (Porque si este beneficio fuese general, ¿con qué propósito dirigir tal razonamiento a unos pocos?)’.
Está de acuerdo con ello el hecho de que los evangelistas pongan corrientemente estos dos términos, “fieles” y “discípulos”, como sinónimos, principalmente Lucas en los Hechos de los Apóstoles; e incluso en el capitulo noveno lo aplica a una mujer (Hch. 6,1-2.7; 9,1.10.19.25-26.36.38; 11,26.29; 13,52; 14,20.22.28; 20,1).
Por ello, si la fe se aparta por poco que sea de este blanco al que debe tender, pierde su naturaleza, y en vez de fe, se reduce a una confusa credulidad, a un error vacilante del entendimiento. Esta misma Palabra es el fundamento y la base en que se asienta la fe; si se aparta de ella, se destruye a si misma. Quitemos, pues, la Palabra, y nos quedaremos al momento sin fe.
La fe es un conocimiento de la voluntad de Dios. No trato ahora de si es necesario el ministerio del hombre para sembrar la Palabra que produce la fe; de ello se tratará en otra parte. Lo que afirmamos es que la Palabra, venga de donde viniere, es como un espejo en el cual se contempla a Dios. Sea, pues, que Dios se sirva de la ayuda y el ministerio del hombre, o sea que Él solo actúe en virtud de su potencia, siempre es verdad que se representa por su Palabra a aquellos que quiere atraer a sí. Por esto san Pablo dice que la fe es una obediencia que se da al Evangelio (Rom. 1,5); y en otro lugar alaba el servicio y la prontitud de fe de los filipenses (Flp.2, 17). Porque en la inteligencia de la fe, no se trata solamente de que sepamos que hay un solo Dios, sino, y más aún, que comprendamos cuál es su voluntad respecto a nosotros. Porque no solamente hemos de saber qué es El en sí mismo, sino también cómo quiere ser para con nosotros.
Tenemos, pues, ya que la fe es un conocimiento de la voluntad de Dios para con nosotros tomado de su Palabra. Su fundamento es la persuasión que se concibe de la verdad de Dios. Mientras el entendimiento anda vacilando respecto a la certeza de esta verdad, la Palabra tendrá muy poca, por no decir ninguna, autoridad. Ni basta tampoco creer que Dios es veraz, que no puede engañar ni mentir, si no aceptamos como indubitable que todo cuanto procede de Él es la verdad sacrosanta e inviolable.
7. Para buscar a Dios, (a fe debe conocer su misericordia, su gracia y su verdad por el Espíritu Santo
Mas como el corazón del hombre no es confirmado en la fe por cualquier palabra de Dios, hemos de investigar aún qué es lo que la fe considera propiamente en la Palabra. Fue la voz de Dios la que dijo a Adán: “ciertamente morirás” (Gn. 2, 17). Y fue también la voz de Dios, la que dijo a Caín: “la voz de la sangre de tu hermano dama a mi desde la tierra” (Gn. 4,10). Pero todas estas palabras no podían más que hacer vacilar la fe; ¡cuanto menos podrían confirmarla!
Con todo esto no negamos que el oficio de la fe sea dar crédito a la verdad de Dios siempre que hable, diga lo que diga. Lo que buscarnos al presente es qué encuentra la fe en la Palabra de Dios, para apoyarse en ella. Puesto que nuestra conciencia no ve más que indignación y amenaza de castigo, ¿cómo no va a huir de Él? Sin embargo, la fe debe buscar a Dios, no huir de Él. Se ve, pues, claramente que aún no tenemos una definición perfecta de la fe, pues no debemos tener por fe, conocer sin más la voluntad de Dios.
¿Qué sucederá si en vez de voluntad, cuyo mensaje es a veces triste y espantoso, ponernos benevolencia o misericordia? Ciertamente que así nos vamos acercando mucho más a la naturaleza de la fe. Pues mucho más nos sentimos inducidos amorosamente a buscar a Dios, cuando comprendemos que nuestra salvación descansa en Él, lo cual Él nos manifiesta asegurándonos que se cuida de nosotros. Por lo tanto, es necesario que tengamos la promesa de su gracia, mediante la cual nos atestigüe que es para nosotros un Padre propicio; pues de ninguna otra manera podemos acercarnos a Él, y sólo así puede el corazón del hombre reposar en ella.
Por esta razón se ponen juntos corrientemente en los salmos estos dos términos, “misericordia” y “verdad”, como dos cosas que guardan estrecha relación entre sí. Pues de nada nos serviría saber que Dios es veraz, si con su clemencia no nos atrajese a sí; ni podríamos conocer su misericordia, si no nos la ofreciese con su propia voz. He aquí algunos ejemplos: “He publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad. Tu misericordia y tu verdad me guarden” (Sal.40, 10—11). Y: “Hasta los cielos llega tu misericordia, y tu fidelidad alcanza hasta las nubes” (Sal. 36,5). Y también: “Todas las sendas de Jehová son misericordia y verdad” (Sal. 25,10). Asimismo: “Sobre nosotros su misericordia, y la fidelidad de Jehová es para siempre” (Sal. 117,2). En fin: “Alabaré tu nombre por tu misericordia y tu fidelidad” (Sal. 138,2).
Omito lo que a este propósito se lee en los Profetas: que Dios es misericordioso y fiel a sus promesas. Porque seria gran temeridad por parte nuestra imaginarnos que Dios nos es propicio, sin que Él nos lo atestiguara y nos previniera, invitándonos y acariciándonos, para que no nos queden dudas acerca de su voluntad. Y ya hemos visto que Cristo es la única prenda de su amor; pues sin Él, ni arriba ni abajo, ni en el cielo ni en la tierra, vemos señales sino de odio y de cólera.
Asimismo, puesto que el conocimiento de la bondad de Dios nos sirve de muy poco si no consigue que descansemos confiados en Él, conviene excluir toda inteligencia mezclada de duda y que no se mantenga firme, sino que ande oscilando y como luchando consigo misma. Ahora bien, el entendimiento humano, según es de ciego y tenebroso, está muy lejos de poder penetrar y llegar al conocimiento de la voluntad de Dios; e igualmente el corazón, acostumbrado a vacilar en una duda incesante, difícilmente consigue seguridad y reposo en tal persuasión. De ahí que es muy necesario que el entendimiento sea iluminado y el corazón confirmado de otra manera, para que la Palabra de Dios consiga que le demos enteramente crédito.
Definición de la fe. Por tanto, podemos obtener una definición perfecta de la fe, si decimos que es un conocimiento firme y cierto de la voluntad de Dios respecto a nosotros, fundado sobre la verdad de la promesa gratuita hecha en Jesucristo, revelada a nuestro entendimiento y sellada en nuestro corazón por el Espíritu Santo.
8. Significados diversos de la palabra fe
Pero antes de pasar adelante es necesario una especie de preámbulo para deshacer los nudos, que de otra manera podrían ser obstáculo a los lectores.
a. La fe “formada” e “informe” de los católicos romanos
En primer lugar hemos de refutar la yana distinción tan común en las escuelas de teología, según la cual hay dos clases de fe, una formada y otro informe. Porque ellos se imaginan que los que no se conmueven por ningún temor de Dios, ni tienen sentimiento alguno de piedad, no por eso dejan de creer todo cuanto es necesario para conseguir la salvación. ¡Como si el Espíritu Santo, al iluminar nuestro corazón para que crea, no nos fuera testigo de nuestra adopción! Sin embargo ellos, contra la autoridad de toda (a Escritura, muy orgullosos dan el nombre de fe a esta persuasión vacía de todo temor de Dios. No hay por qué disputar más sobre su definición de fe: basta simplemente definirla tal cual nos es presentada en la Palabra de Dios. Con ello se verá con toda claridad cuán neciamente, más que hablar gruñen al tratar de la fe.
Ya he tratado una parte; el resto lo expondré en su lugar oportuno. De momento sólo afirmo que no se puede imaginar mayor disparate que
éste su desvarío. Ellos pretenden que se tenga por fe un consentimiento por el cual se admita como verdad cuanto se contiene en la Escritura, sin hacer para nada caso de Dios. Ahora bien, primeramente se debería considerar si la alcanza cada uno por su propio esfuerzo y diligencia, o si es el Espíritu Santo el que nos da testimonio de nuestra adopción. Y así ellos no hacen más que balbucir como niños, cuando preguntan si la fe informada por la caridad que se le añade, es una misma fe o una fe diferente y nueva. Por aquí se ve que ellos al hablar de esta manera, nunca han considerado debidamente el singular don del Espíritu Santo, por el cual la fe nos es inspirada. Porque el principio del creer ya contiene en sí la reconciliación con la que el hombre se acerca a Dios. Si ellos considerasen bien lo que dice san Pablo: “con el corazón se cree para justicia” (Rom. 10, 10), dejarían de fantasear con esa yana cualidad que, según ellos, compone la fe. Aunque no tuviésemos otras razones, sería suficiente para poner fin a esta distinción, saber que el asentimiento que damos a Dios radica en el corazón más que en el cerebro; más en el afecto que en el entendimiento. Por eso es tan alabada la obediencia de La fe, que Dios no antepone a ella ningún otro servicio. Y con toda razón, pues no hay cosa que El estime más que su verdad, que es sellada por los creyentes, según dice Juan Bautista, como cuando se pone el sello propio a una carta (Jn. 3,33). Y como sobre esto no es posible duda alguna, concluyo en resumen, que los que afirman que la fe es formada cuando le sobreviene cualquier buen afecto, no hacen más que decir desatinos, puesto que semejante asentimiento no puede darse sin buena disposición afectiva; por lo menos como la Escritura lo muestra.
Pero existe aún otro argumento más claro. Corno quiera que la fe llega a Jesucristo, según el Padre nos lo presenta, y El no nos es presentado únicamente para justicia, remisión de los pecados y reconciliación, sino también para santificación y fuente de agua viva, nadie podrá jamás conocerlo y creer en Él como debe, sin que alcance a la vez la santificación del Espíritu. O bien, de una manera más clara: La fe se funda en el conocimiento de Cristo, y Cristo no puede ser conocido sin la santificación de su Espíritu; por tanto se sigue que de ninguna manera se puede separar la fe de la buena disposición afectiva.
9. Los que suelen alegar las palabras de san Pablo: “si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada
soy” (1 Cor. 13,2), queriendo ver en estas palabras una fe informe, sin caridad, no comprenden lo que entiende el Apóstol en este lugar por fe. Habiendo tratado, en efecto, en el capítulo precedente de los diversos dones del Espíritu, entre los cuales enumeró la diversidad de lenguas, las virtudes y la profecía, y después de exhortar a los corintios a que se aplicasen a cosas más excelentes y provechosas que éstas; a saber, a aquellas de las que puede seguirse mayor utilidad y provecho para toda la Iglesia, añade: “mas yo os muestro un camino aún más excelente” (1 Cor. 12, 10.31); a saber, que todos estos dones, por más excelentes que sean en sí mismos, han de ser tenidos en nada si no sirven a la caridad, ya que ellos son dados para edificación de la Iglesia, y si no son empleados en servicio de ella pierden su gracia y su valor.
Para probar esto emplea una división, repitiendo los mismos dones que antes había nombrado, pero con nombres diferentes. Así, a lo que antes había llamado virtudes lo llama luego fe, entendiendo por ambos términos el don de hacer milagros. Como quiera pues, que esta facultad sea llamada virtud o fe, y sea un don particular de Dios que cualquier hombre, por impío que sea, puede tener y abusar de él, como por ejemplo el don de lenguas, de profecía, u otros dones, no es de extrañar que esté separada de la caridad.
Todo el error de éstos consiste en que, teniendo el vocablo “fe” tan diversos significados, omiten esta diversidad y discuten acerca de él como si no tuviera más que un único sentido. El texto de Santiago que alegan en defensa de su error, será explicado en otro lugar.
Aunque concedemos, por razón de enseñanza, que hay muchas clases de fe cuando queremos demostrar el conocimiento que de Dios tienen los impíos, no obstante reconocemos y admitimos con la Escritura una sola fe para los hijos de Dios.
b. La fe histórica
Es verdad que hay muchos que creen en un solo Dios y piensan que lo que se refiere en el Evangelio y en el resto de la Escritura es verdad, según el mismo criterio con que se suele juzgar la verdad de las historias que refieren cosas pasadas, o lo que se contempla con los propios ojos.
c. Fe temporal
Algunos van aún más allá, pues teniendo la Palabra de Dios por oráculo indubitable, no menosprecian en absoluto sus mandamientos, y hasta cierto punto se sienten movidos por sus amenazas y promesas. Se dice que esta clase de personas no están absolutamente desprovistas de fe, pero hablando impropiamente; sólo en cuanto que no impugnan con manifiesta impiedad la Palabra de Dios, ni la rechazan
o menosprecian, sino que más bien muestran una cierta apariencia de obediencia.
10. Sin embargo, como esta sombra o semejanza de fe carece en absoluto de importancia, no merece ser llamada fe. Y aunque luego veremos más por extenso cuán lejos está de ser verdaderamente fe, sin embargo no vendrá mal que de paso tratemos de ella aquí.
De Simón Mago se dice que creyó, bien que en seguida dejó ver su incredulidad (Hch. 8,l3,18). El testimonio que se nos da de su fe no lo entendemos, como algunos, en el sentido de que simplemente fingió creer de palabra, sin que tuviera fe alguna en su corazón; más bien afirmamos que Simón, conmovido por la majestad del Evangelio, hasta cierto punto le dio crédito, y de tal manera reconoció a Cristo como autor de la vida y la salvación, que voluntariamente lo aceptó como tal.
Asimismo se dice en el evangelio de san Lucas que por algún tiempo creyeron aquellos en los cuales la semilla de la Palabra fue sofocada antes de que llegase a dar fruto, o bien, que se secó y se echó a perder antes de haber echado raíces (Lc. 8,7. 13.14). No dudamos que éstos, movidos por un cierto gusto de la Palabra, la desearon, y sintieron su divina virtud; de tal manera que no solamente engañan a los demás con su hipocresía, sino también a su propio corazón. Porque ellos están convencidos de que la reverencia que otorgan a la Palabra de Dios es igual que la piedad, pues creen que la única impiedad consiste en vituperar o menospreciar abiertamente la Palabra.
Ahora bien, esta recepción del Evangelio, sea cual sea, no penetra hasta el corazón ni permanece fija en él. Y aunque algunas veces parezca que ha echado raíces, sin embargo no se trata de raíces vivas. Tiene el corazón del hombre tantos resquicios de vanidad, tantos escondrijos de mentira, está cubierto de tan yana hipocresía, que muchísimas veces se engaña a si mismo. Comprendan, pues, los que se glorían de tales apariencias y simulacros de fe, que respecto a esto no aventajan en nada al diablo (Sant. 2, 19). Cierto que los primeros de quienes hablamos son muy inferiores a éstos, pues permanecen como insensibles oyendo cosas que hacen temblar a los mismos diablos; los otros en esto son iguales a ellos, pues el sentimiento que tienen, en definitiva se convierte en terror y espanto.
11. La verdadera certidumbre de la fe solamente pertenece a los elegidos
Sé muy bien que a algunos les parece cosa muy dura afirmar que
los réprobos tienen fe, puesto que san Pablo la pone como fruto de nuestra elección (1 Tes. 1,3-4). Pero esta dificultad es fácil de resolver, porque aunque no son iluminados con la fe, ni sienten de veras la virtud y eficacia del Evangelio como los que están predestinados a conseguir la salvación, sin embargo la experiencia nos muestra que a veces los réprobos se sienten tocados por un sentimiento semejante al de los elegidos, de suerte que en su opinión no difieren gran cosa de los creyentes. Por ello no hay absurdo alguno en el aserto del Apóstol: que “una vez gustaron del don celestial” (Heb. 6,4); ni en lo que afirma Jesucristo:
que “tuvieron fe por algún tiempo” (Lc. 8, 13). No que comprendan sólidamente la fuerza de la gracia espiritual, ni que reciban de verdad la iluminación de la fe; sino que el Señor, para mantenerlos más convencidos y hacerlos más inexcusables, se insinúa en sus entendimientos cuanto su bondad puede ser gustada sin el Espíritu de adopción.
Si alguno objeta que no les queda a los fieles cosa alguna con que estar seguros y tener certidumbre de su adopción, respondo a esto: aunque hay gran semejanza y afinidad entre los elegidos y los que poseen una fe pasajera, sin embargo la confianza de que habla san Pablo de atreverse a invocar a Dios como Padre a boca llena (Gál. 4, 6), no existe más que en los elegidos. Y así como Dios regenera para siempre con la semilla incorruptible únicamente a los elegidos, y no permite que este germen de vida que El ha sembrado en sus corazones perezca jamás, de igual modo sella tan firmemente en ellos la gracia de su adopción, que permanece inconmovible. Pero esto no impide en modo alguno que el Espíritu Santo emplee otro modo inferior de obrar en los réprobos. Sin embargo, hay que advertir a los fieles que se examinen a si mismos con diligencia y humildad para que, en lugar de la certidumbre que deben poseer, no penetre en su corazón un sentimiento de seguridad carnal.
Los réprobos sólo tienen un sentimiento confuso y temporal de la gracia. Hay además otra cosa, y es que los réprobos jamás experimentan más que un sentimiento confuso de la gracia de Dios, de suerte que más bien perciben la sombra que el cuerpo o sustancia de la cosa. Porque el Espíritu Santo no sella propiamente más que en los elegidos la remisión de los pecados, a fin de que tengan una particular certidumbre y se aprovechen de ello. No obstante, se puede decir con toda razón que los réprobos creen que Dios les es propicio, porque eLlos aceptan el don de la reconciliación, aunque de una manera confusa y sin una recta resolución. No que sean partícipes de la misma fe y regeneración que los hijos de Dios, sino que bajo el manto de la hipocresía parece que tienen el mismo principio de fe que ellos. No niego que Dios ilumine su entendimiento hasta el punto de hacerles conocer la gracia; sin embargo distingue este sentimiento que les da del testimonio que imprime en el corazón de los fieles, de tal manera que aquéllos nunca llegan a disfrutar de la firmeza y verdadera eficacia de que éstos gozan. De hecho no se muestra por ello propicio a los réprobos, como silos hubiera librado de la muerte tomándolos bajo su protección, sino que únicamente les muestra al presente su misericordia. Pero solamente a los elegidos otorga la merced de plantar la fe viva en su corazón para que perseveren hasta el fin.
De esta manera se responde a la objeción que se podría formular a este propósito: que si Dios les muestra su gracia debería permanecer para siempre en ellos. Porque nada impide que Dios a algunos los ilumine por algún tiempo con el sentimiento de su gracia, que poco después se desvanecerá.
12. La fe de los réprobos no está sellada por el Espíritu Santo
Asimismo, aunque la fe es un conocimiento de la benevolencia de Dios para con nosotros, y una inequívoca persuasión de su verdad, no es de extrañar que se desvanezca el sentimiento del amor de Dios que tienen los inconstantes: pues aunque parezca muy semejante a la fe, es realmente muy diferente de ella. Convengo en que la voluntad de Dios es inmutable, y que su verdad es siempre la misma; pero niego que los réprobos lleguen nunca a penetrar hasta aquella secreta revelación de su salvación que la Escritura no atribuye más que a los fieles. Niego, pues, que comprendan la voluntad de Dios en cuanto inmutable, o que abracen de veras y de una manera inquebrantable su verdad. Y la razón es porque se fundan en un sentimiento vano e inestable; como el árbol que no es plantado con suficiente profundidad para que pueda echar raíces vivas: por algún tiempo no solamente echará hojas y flores, sino incluso producirá fruto; sin embargo con el tiempo se va secando hasta que muere.
En suma, si la imagen de Dios puede ser arrojada y borrada del entendimiento y del alma del primer hombre a causa de su rebeldía, no es de extrañar que Dios ilumine a los réprobos con ciertos destellos de su gracia, y luego permita que se apaguen. Ni hay tampoco obstáculo alguno para que conceda a algunos una cierta noticia de su Evangelio, y luego desaparezca; y en cambio la imprima en otros de tal manera, que nunca jamás se vean privados de ella.
De cualquier manera, debemos tener por incontrovertible que, por pequeña y débil que sea la fe en los elegidos, como el Espíritu Santo les sirve de arras y prenda infalible de su adopción, jamás se podrá borrar de sus corazones lo que El ha grabado en ellos. En cuanto a la claridad de los réprobos, finalmente se disipa y perece, sin que podamos decir por ello que el Espíritu Santo engaña a ninguno, puesto que no vivifica la simiente que deja caer en sus corazones para preservarla incorruptible, como en los elegidos.
Los réprobos están animados de un amor mercenario; los verdaderos creyentes, de un amor gratuito. Y aún afirmo más, dado que la Escritura y la experiencia de cada día nos enseñan que los réprobos se sienten a veces tocados por un sentimiento de la gracia divina, y que es imposible que no se sientan incitados en sus corazones a un cierto deseo de amar a Dios. Así Saúl durante algún tiempo experimentó cierto piadoso afecto de amor a Dios, pues viéndose tratado paternalmente por Él, se sentía atraído por la dulzura de su bondad. Mas como la convicción que tienen los réprobos del amor paternal de Dios no está bien arraigada en lo profundo de su corazón, no lo aman plenamente como hijos, sino movidos por una especie de amor mercenario. Porque solamente a Cristo le ha sido dado este Espíritu de amor, con la condición de que lo comunique a sus miembros. Y ciertamente que lo que afirma sari Pablo no comprende más que a los fieles: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom. 5, 5). El se refiere a la caridad que engendra la confianza, antes mencionada, de invocar a Dios.
Por el contrario, vemos que Dios se encoleriza de manera extraña con sus hijos, a los que sin embargo no deja de amar; mas no que los aborrezca, sino que quiere intimidarlos, dejándoles sentir su enojo, para humillar en ellos el orgullo y la soberbia de la carne, y para sacudir su pereza e invitarlos a la penitencia. Por eso ellos, al mismo tiempo sienten que está enojado contra ellos, o mejor dicho, contra sus pecados, y a la vez que les es propicio y favorable; porque ellos sin ficción alguna le suplican que tenga a bien aplacar su ira, y al mismo tiempo con toda confianza y seguridad libremente se acogen a Él.
Conclusión sobre la fe temporal. Está, pues, claro, por todas estas razones, que hay muchísimos que no tienen fe verdaderamente arraigada en sus corazones, y sin embargo, poseen una cierta apariencia de fe; no que ellos lo finjan así delante de los hombres, sino que, impulsados por un celo repentino, se engañan a sí mismos con una falsa opinión. Y no hay duda que son mantenidos en esa pereza y torpeza a fin de que no examinen su corazón como deben. Es probable que pertenecieran a este número aquellos de quienes habla san Juan, cuando dice que Jesús mismo no se fiaba de ellos, aunque creían en Él, porque conocía a todos, y sabía lo que había en el hombre (Jn. 2,24-25).
Si muchos no decayesen de la fe común — la llamo común por la afinidad y semejanza que existe entre la fe temporal, yana y caduca, y la fe viva y permanente —, Jesucristo no hubiera dicho a sus discípulos: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Sn. 8,31). Él se dirige a los que habían abrazado su doctrina, y les exhorta a que vayan adelante en la fe, a fin de no extinguir con su negligencia la luz que se les había dado. Por eso san Pablo reserva la fe a los escogidos (Tit. 1, 1), como un tesoro particular de los mismos, dando a entender que muchos la abandonan por no estar bien arraigada en sus corazones. Pues, como dice Cristo en san Mateo; “Toda planta que no plantó mi Padre celestial, será desarraigada” (Mt. 15,13).
d. La fe de los hipócritas
Hay otros, con errores mucho peores y mayores, que no se avergüenzan de burlarse de Dios y de los hombres. Contra esta clase de hombres, que impiamente profanan la fe con falsos pretextos, habla ásperamente Santiago (Sant. 2, 14). Ni tampoco san Pablo pedirla a los hijos de Dios una fe sin ficción, de no ser porque muchos osadamente se arrogan lo que no tienen, y con vanas apariencias engañan al mundo, y a veces incluso a sí mismos. Por eso compara la buena conciencia a un cofre en el cual se guarda la fe, asegurando que muchos naufragaron en la fe, porque no la guardaron en el cofre de la buena conciencia (1 Tim. 1,5. 19).
13. e. Otros significados de la palabra “fe”
Debemos también notar que el significado de la palabra “fe” es diverso.
Muchas veces es equivalente a doctrina sana y pura en cuanto a la religión; así en el lugar poco antes citado, y cuando san Pablo manda que los diáconos “guarden el misterio de la fe con limpia conciencia” (1 Tim. 3,9), y también cuando se queja de que algunos han hecho naufragio en la fe. Y al revés, cuando afirma que Timoteo ha sido alimentado en la doctrina de la fe (1 Tim. 4, 1 .6), y cuando advierte que “las profanas y vanas palabrerías” y la oposición de la falsamente llamada ciencia son la causa de que muchos se aparten de la fe; a los cuales en otra parte los llama “réprobos en cuanto a la fe” (2 Tim. 2, 16; 3,8). Del mismo modo cuando amonesta a Tito, que los que están a su cuidado sean “sanos en la fe” (Tit. 2,2), queriendo significar con este término simplemente la pureza de la doctrina, que con mucha facilidad degenera y se corrompe a causa de la ligereza de los hombres. Y como quiera que en Cristo, a quien se posee por la fe, “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento” (Col. 2,3), no sin razón se aplica este término al conjunto de la doctrina celestial, de la cual no puede ser separada en modo alguno.
Por el contrario, algunas veces se restringe a un objeto particular; como cuando Mateo dice que Cristo vio la fe de los que habían bajado al paralítico por el techo (Mt. 9,2); y Él mismo proclamó que no había hallado en Israel una fe semejante a la del centurión (Mt. 8, 10). Porque es verosímil que él estuviera por completo obsesionado por la curación de su hijo (como lo deja ver por sus palabras). Mas como satisfecho con la sola respuesta de Cristo, no exige su presencia corporal, mas pide que Él lo diga de palabra, y en atención a esta circunstancia su fe es tan magníficamente ensalzada.
Ya hemos advertido2, que san Pablo designa con el nombre de fe el don de hacer milagros (1 Cor. 13,2), que a veces es comunicado a los que ni están regenerados por el Espíritu de Dios, ni le honran con la debida sinceridad y rectitud.
En otro lugar usa este nombre para designar la doctrina por la que somos instruidos en la fe. Porque cuando dice que la fe cesará (1 Cor. 13, 10), no hay duda que se refiere al ministerio de la Iglesia, que ahora es útil y provechoso para nuestra debilidad,
En todas estas maneras de expresarse se ve claramente la analogía y conveniencia que existe. Mas cuando el nombre de fe se aplica a una falsa profesión o a un título ficticio, ello no debe parecer más duro y extraño que cuando se toma el temor de Dios por un servido confuso y malo que se le hace. Así, en la Historia Sagrada se refiere que las gentes que fueron trasladadas a Samaria y los lugares vecinos habían temido a los dioses falsos y al Dios de Israel; lo cual es como mezclar el cielo con la tierra (2 Re. 17,41).
Pero lo que ahora preguntamos es en qué consiste la fe que diferencia a los hijos de Dios de los incrédulos; por la cual invocamos a Dios llamándole Padre; por la cual pasamos de la muerte a la vida, y por cuya virtud Cristo, nuestra salvación eterna y nuestra vida, habita en nosotros. Respecto a esto, me parece que breve y claramente he expuesto su naturaleza y propiedad.
II. EXPLICACIÓN DETALLADA DE LA DEFINICIÓN DE LA FE
14. 1º. La fe es un conocimiento
Queda ahora explicar por separado cada una de las partes de la definición, con lo cual, a mi parecer, no quedará duda alguna.
Cuando decimos que es un conocimiento, no entendemos con ello una aprehensión semejante a la que el hombre tiene al poseer las cosas en el juicio. Porque de tal manera trasciende los sentidos humanos, que es preciso que el entendimiento se levante sobre sí mismo para llegar a ella. E incluso, al llegar, no comprende lo que siente; pero teniendo por cierto y persuadido por completo de lo que no comprende, entiende mucho más con la certidumbre de esta persuasión, que si comprendiera alguna cosa humana conforme a su capacidad. Por eso se expresa admirablemente san Pablo, al decir que necesitamos “comprender cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” (Ef. 3,18-19). Pues ha querido decir que es sobremanera inmenso lo que nuestro entendimiento comprende, y que este género de fe consiste más en una certidumbre, que en una aprehensión.
15. 2º. El conocimiento de taje es firme y cierto
Añadimos que este conocimiento es firme y estable, para expresar cuán sólida es la constancia de la persuasión. Porque como la fe no se contenta con una opinión dudosa y mudable, tampoco se satisface con una idea oscura y perpleja, sino que requiere una certeza plena y firme, cual se suele tener de las cosas evidentes y bien fundadas. Pues la incredulidad está tan hondamente arraigada en nuestros corazones, y tan inclinados nos sentimos a ella que, aunque todos confiesan que Dios es veraz, ninguno se convence de ello sin gran dificultad y grandes luchas. Principalmente cuando llega el momento de la prueba y cuando las tentaciones nos oprimen, las dudas y vacilaciones descubren el vicio que permanecía oculto.
Por eso, no sin motivo el Espíritu Santo ensalza con tan ilustres títulos la autoridad de la Palabra de Dios, a fin de poner remedio a esta enfermedad y que demos enteramente crédito a Dios en sus promesas. Y por esto dice David: “Las palabras de Jehová son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces” (Sal. 12,6). Y: “acrisolada (es) la palabra de Jehová; escudo es a todos los que en él esperan” (Sal. 18,30). Salomón confirma esto mismo casi con idénticas palabras: “Toda palabra de Dios es limpia” (Prov. 30,5). Mas como el Salmo 119 casi todo él trata de este tema, seria superfluo citar más lugares.
Por lo demás, cuantas veces Dios ensalza de esta manera su Palabra, indirectamente nos echa en cara nuestra incredulidad, pues Él no pretende sino desarraigar de nuestro corazón toda desconfianza y cualquier duda nociva.
3°. La fe está segura de la buena voluntad de Dios hacia nosotros
Son también muchos los que se imaginan la misericordia de Dios de tal suerte, que reciben muy poco consuelo de ella. Porque a la vez se sienten oprimidos por una miserable congoja y dudan de si Dios será misericordioso con ellos, pues ellos mismos limitan excesivamente la misma clemencia de la que creen estar muy persuadidos. Piensan consigo mismo de esta manera: es verdad que su clemencia es grande, abundante, y que se derrama sobre muchos, y está dispuesta a darse a todos; pero dudan que les llegue a ellos; o más bien, que ellos puedan llegar a ella. Como este pensamiento se queda a medio camino, no es más que un pensamiento a medias; en consecuencia, lejos de llevar al espíritu tranquilidad y seguridad, lo perturba aún ‘más con dudas y preocupaciones.
Muy distinto es el sentimiento de la certidumbre que en la Escritura va siempre unida a la fe, puesto que pone fuera de toda duda la bondad de Dios, cual nos es propuesta. Pero esto no se puede conseguir sin que sintamos verdaderamente su dulzura y suavidad, y la experimentemos en nosotros mismos. Por lo cual el Apóstol deduce de la fe la confianza, y de la confianza la osadía, diciendo que por Cristo “tenemos seguridad y acceso con confianza por medio de la fe en él” (Ef.3, 12). Con estas palabras prueba que no hay verdadera Fe en el hombre, más que cuando libremente y con un corazón pletórico de seguridad osa presentarse ante el acatamiento divino; osadia que no puede nacer más que de una absoluta confianza en nuestra salvación y en la benevolencia divina. Lo cual es tan cierto, que muchas veces el nombre de fe se toma como sinónimo de confianza.
16. La fe se apropia las promesas de misericordia, y se asegura de la salvación
Lo esencial de la fe consiste en que no pensemos que las promesas de misericordia que el Señor nos ofrece son verdaderas solamente fuera de nosotros, y no en nosotros; sino más bien que al recibirlas en nuestro corazón las hagamos nuestras. De esta admisión se deriva aquella confianza que san Pablo llama “paz” (Rom. 5,1); a menos que alguno prefiera deducir esta paz de la misma confianza.
Ahora bien, esta paz consiste en una seguridad que tranquiliza y aquieta la conciencia ante el juicio de Dios, sin la cual por fuerza se sentiría atormentada y como despedazada con esta perpetua duda y temor, excepto cuando se olvidara de Dios como adormecida por un momento. En efecto, no goza mucho de este infeliz olvido, pues en seguida se siente punzada y herida en lo vivo por el recuerdo del juicio de Dios, que a cada paso se le presenta ante los ojos del alma.
En conclusión, no hay nadie verdaderamente creyente, sino aquel que, absolutamente persuadido de que Dios es su Padre propicio y benévolo, se promete de la liberalidad de este su Dios todas las cosas; y aquel que, confiando en las promesas de la benevolencia de Dios para con él, concibe una indubitable esperanza de su salvación, como lo prueba el Apóstol con estas palabras: Con tal que retengamos firme hasta el fin nuestra confianza del principio (Heb. 3, 14). Porque al expresarse de este modo declara que nadie espera como debe en el Señor, más que el que confiadamente se gloría de ser heredero del reino de los cielos. Afirmo, pues, que solamente es creyente el que confiado en la seguridad de su salvación no se preocupa en absoluto del Diablo y de la muerte, sino que osadamente se burla de ellos; como lo enseña san Pablo con estas palabras:
“estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni lo presente, ni lo por venir, ... nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rom. 8,38-.39). Vemos, pues, que el mismo Apóstol juzga que solamente están bien iluminados los ojos de nuestro entendimiento, cuando vemos cuál es la esperanza de la eterna herencia a que somos llamados. Y ésta es la doctrina que enseña a cada paso: que solamente comprendemos de verdad la bondad de Dios cuando estamos plenamente seguros de ella.
17. Primera objeción, deducida de la experiencia, contra la certidumbre de la salvación
Mas dirá alguno, que es muy distinto lo que los fieles experimentan. No solamente se sienten muchísimas veces tentados por la duda para reconocer la gracia de Dios, sino que con frecuencia se quedan atónitos y aterrados por la vehemencia de las tentaciones que sacuden su entendimiento. Esto no parece estar muy de acuerdo con la certidumbre de la fe antes expuesta. Es menester, por lo tanto, solucionar esta dificultad, si queremos que la doctrina propuesta conserve su fuerza y valor.
La batalla victoriosa de la fe. Cuando nosotros enseñamos que la fe ha de ser cierta y segura, no nos imaginarnos una certidumbre tal que no sea tentada por ninguna duda, ni concebimos una especie de seguridad al abrigo de toda inquietud; antes bien, afirmamos que los fieles han de sostener una ininterrumpida lucha contra la desconfianza que sienten en si mismos. ¡Tan lejos estamos de suponer a su conciencia en una perfecta tranquilidad nunca perturbada por tempestades de ninguna clase! Sin embargo negamos que, de cualquier manera que sean asaltados por la tentación, puedan decaer de aquella confianza que concibieron de la misericordia del Señor,
No hay ejemplo en la Escritura más ilustre y memorable que el de David; especialmente si consideramos todo el curso de su vida; y sin embargo 61 mismo se queja con frecuencia de cuán lejos ha estado de gozar siempre de la paz del espíritu. Bastará citar algunos de sus numerosos testimonios. Cuando reprocha a su alma el exceso de turbación que sentía, ¿qué otra cosa hace sino enojarse con su propia incredulidad? “¿Por qué te abates, oh alma mía, y te turbas dentro de mi? Espera en Dios” (Sal. 42,4-5). Realmente aquel espanto fue una evidente señal de desconfianza, como si hubiera pensado que Dios Le desamparaba. En otro lugar se lee una confesión más clara: “Decía yo en mi premura; Cortado (arrojado) soy de delante de tus ojos” (Sal. 31,22). Y en otro lugar disputa consigo mismo con tal angustia y perplejidad, que llega incluso a referirse a la naturaleza de Dios; “¿Ha olvidado Dios el tener misericordia? ¿Ha encerrado con ira sus piedades?” (Sal. 77,9). Y más duro aún es lo que sigue: “Yo dije: lo que me hace sufrir es que la diestra del Altísimo no es la misma”. Porque, como desesperado, se condena a si mismo a muerte. Y no solamente admite que se ve acosado de dudas, sino incluso, como si ya hubiera sido vencido en la batalla, pierde toda esperanza, y da como razón que Dios le ha desamparado y ha cambiado para ruina suya la mano con que antes solía librarlo. Por ello no sin causa exhorta a su alma a que vuelva a su reposo (Sal. 116,7), pues se vela arrojado de un lado para otro en medio de las tempestuosas olas de las tentaciones.
No obstante, es cosa que maravilla ver cómo en medio de estas sacudidas la fe sostiene los corazones de los fieles. Cono la palma, que resiste todo el peso que le ponen encima y se yergue hacia lo alto, así David, cuando parecía que iba a hundirse, reaccionando con enojo contra su propia debilidad no desiste de levantarse hasta Dios. El que luchando contra su propia flaqueza se esfuerza en sus penalidades por perseverar en la fe e ir siempre adelante, éste tiene conseguido lo mas importante y ha obtenido la mayor parte de la victoria. Es lo que se deduce de este pasaje de David: “Aguarda a Jehová; esfuérzate, y aliéntese tu corazón; sí, espera a Jehová” (Sal.27, 14). Se acusa a sí mismo de timidez, y al repetir una misma cosa des veces confiesa que está sometido a numerosas perturbaciones. Sin embargo, no solamente se siente descontento de sus vicios, sino que se anima y esfuerza en corregirlos.
Si se compara, por ejemplo, con el rey Acaz, se verá perfectamente la diferencia entre ambos. El profeta Isaías es enviado para poner remedio al terror que se había apoderado de aquel rey hipócrita e impío, y le habla de esta manera: “Guarda, y repósate; no temas” (Is. 7,4). Mas, ¿qué hace Acaz? Como su corazón, según se ha dicho, estaba alborotado, cual suelen ser agitados de un lado para otro los árboles del monte, él, aunque recibe la promesa, no deja de temblar. Es, pues, el salario propio y el castigo cíe la infidelidad temblar de tal manera que, en la tentación, el que no busca la puerta de la fe, se aparta de Dios. Al contrario, los fieles, aunque se ven agobiados y casi oprimidos por las tentaciones, cobran ánimo y se esfuerzan en vencerlas, bien que no lo consigan sin gran trabajo y dificultad. Y como conocen su propia flaqueza, oran con el Profeta: “No quites de mi boca en ningún tiempo la palabra de verdad” (Sal. 119,43), con lo cual se nos enseña que los fieles a veces se quedan mudos, como si su fe fuera destruida, pero que a pesar de ello, no desmayan ni vuelven las espaldas como gentes derrotadas, sino que prosiguen y van adelante en el combate y orando recuerdan su torpeza, por lo menos para no caer en la locura de vanagloriarse.
18. La lucha entre la carne y el espíritu
Para mejor entender esto es necesario recurrir a la distinción entre la carne y el espíritu, de que ya hemos hecho mención, y que claramente se comprueba en este punto. En efecto, el corazón de los fieles siente en sí mismo esta división, según la cual en parte está lleno de alegría por el conocimiento que tiene de la bondad divina, y en parte experimenta gran congoja por el sentimiento de su propia calamidad; en parte descansa en la promesa del Evangelio, y en parte tiembla con el testimonio de su propia maldad; en parte triunfa con la posesión de la vida, y en parle tiene horror de la muerte. Esta oscilación proviene de la imperfección de la fe, pues jamás en esta vida presente llegaremos a la felicidad de estar libres de toda desconfianza y de poseer la plenitud de la fe. De ahí esta continua batalla, cuando la desconfianza que habita en la carne y en ella está arraigada, se levanta contra la fe del espíritu para atacarla y destruirla.
Mas podrá decir alguno: si en el corazón del fiel la certidumbre está mezclada con la duda, ¿no volvemos de nueve a que la fe no es un conocimiento cierto y claro de la voluntad de Dios, sino únicamente una noticia oscura y confusa? A esto respondo negativamente en absoluto. Porque aunque andemos distraídos con diversos pensamientos, no se sigue por eso que permanezcamos apartados de la fe. Ni tampoco se sigue de que nos veamos acosados por los ataques de la infidelidad, que por eso vayamos a perecer en ella. Porque el resultado final de esta batalla es que la fe supera estas dificultades, que al asediarla parecen ponerla en peligro.
19. La certidumbre de la fe va siempre en aumento
En resumen, tan pronto como el menor destello de fe llega a nuestra alma, al punto comenzamos a contemplar el rostro de Dios misericordioso y propicio para con nosotros. Es cierto que esto es desde lejos; pero con una mirada tan indubitable, que sabemos perfectamente que no nos engañamos. Además, cuanto más adelantamos — como debemos hacerlo de continuo —, cual si ganáramos terreno, más nos vamos acercando para poder verlo con mayor certeza; y este adelantamiento hace que el conocimiento nos resulte más familiar.
Y así vemos que el entendimiento iluminado con el conocimiento de Dios, al principio está rodeado de mucha ignorancia, que poco a poco va cediendo. Sin embargo, el ignorar algunas cosas, o ver oscuramente lo que ve, no impide que dé un conocimiento evidente de la voluntad de Dios, lo cual es el punto primero y fundamental en la fe. Porque, así como si uno encerrado en una cárcel no pudiese ver sino indirectamente los rayos del sol a través de una estrecha ventana, no obstante, aunque no viese el sol, no dejaría de contemplar su claridad y de valerse de ella; del mismo modo nosotros, aunque encerrados en la prisión de este cuerpo terreno estemos rodeados por todas partes de gran oscuridad, sin embargo el mínimo destello de la claridad de Dios que nos descubra su misericordia nos ilumina lo bastante para tener firme y sólida seguridad.
20. Testimonios del apóstol san Pablo y de la experiencia
Lo uno y lo otro nos lo enseña admirablemente el Apóstol en diversos lugares. Al decir que “en parte conocemos, y en parte profetizamos” y que “vemos por espejo, oscuramente” (1 Cor. 13,9. 12), nos advierte cuán pequeña es la parte de la verdadera sabiduría de Dios que se nos comunica en la vida presente. Pues aunque estas palabras propiamente no significan que la fe es imperfecta mientras andamos cargados con el peso de la carne, sino que tenemos necesidad a causa de nuestra imperfección de ejercitamos de continuo en la doctrina, no obstante dan a entender que no podemos comprender con nuestra humana capacidad y pequeñez las cosas que son infinitas. Y san Pablo afirma esto de toda la Iglesia, puesto que no hay ninguno entre nosotros, que no encuentre en su ignorancia un gran obstáculo e impedimento para avanzar tanto como sería de desear, Con todo, él mismo prueba en otro lugar cuán grande es la certidumbre que nos procura este pequeño destello, al atestiguar que por el Evangelio, “mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Cor. 3, 18).
En medio de tal ignorancia es inevitable que nos veamos envueltos en grandes dudas y temores, principalmente dado que nuestro corazón por un cierto instinto natural se siente inclinado a la incredulidad. A lo cual hay que añadir las tentaciones, infinitas en número, y de toda clase, que a cada instante nos acometen. Y por encima de todo la conciencia oprimida por el peso de los propios pecados, unas veces se queja y gime en sí misma; otras se acusa; una veces secretamente se irrita; otras abiertamente se alborota. Así que, bien porque la adversidad nos deje ver cierta manifestación de la ira de Dios, bien porque la conciencia encuentre ocasión o motivo en sí misma, la incredulidad se sirve de Lodo ello para combatir con la fe, dirigiendo siempre sus armas al mismo fin de hacernos creer que Dios es nuestro enemigo y está enojado con nosotros, para que no esperemos de Él bien alguno, y que lo temamos como a enemigo mortal.
21. Armada con la Palabra de Dios, la fe no deja lugar a la incredulidad
Para resistir a tales golpes, la fe se arma con la Palabra de Dios. Cuando le acomete la tentación de que Dios es su enemigo puesto que la aflige, ella se defiende pensando que Dios, incluso al afligirla, es misericordioso, porque el castigo proviene del amor, no de ira. Cuando se siente atacada por el pensamiento de que Dios es justo juez que castiga la maldad, se defiende oponiendo a modo de escudo, que la misericordia está preparada para perdonar todos los pecados, siempre que el pecador se acoja a la clemencia del Señor.
De esta manera el alma fiel, por mucho que se vea afligida y atormentada, al fin supera todas las dificultades, y no consiente en manera alguna que le sea quitada la confianza que tiene puesta en la misericordia de Dios. Al contrario, todas las dudas que la afligen y atormentan se convierten en una mayor garantía de esta confianza.
La prueba de esto es que los santos, cuando más se ven oprimidos por la ira y el castigo de Dios, entonces es cuando más claman a El; y aunque parece que no han de ser oídos, sin embargo lo invocan. Ahora bien, ¿qué sentido tendría quejarse, si no esperaran remedio alguno? ¿Cómo podrían determinarse a invocarlo, si no creyesen que habían de recibir ayuda de Él? De esta manera los discípulos a los cuales Cristo echa en cara su poca fe, gritaban que perecían; y sin embargo, imploraban su ayuda (Mt. 8,25). Ciertamente que al reprenderlos por su poca fe no los rechaza del número de los suyos, ni los cuenta entre los incrédulos, sino que los incita a que se desprendan de tal vicio.
De nuevo, pues, afirmamos que jamás puede ser arrancada del corazón de los fieles la raíz de la re, sin que en lo profundo del corazón quede algo adherido, algo inconmovible, por más que parezca que al ser agitado va a ser arrancado; que su luz jamás será extinguida de tal manera que no quede al menos algún rescoldo entre las cenizas; y que por esto se puede juzgar que la Palabra, que es simiente incorruptible, produce fruto semejante a si, cuyo renuevo jamás se seca ni se pierde del todo.
Y esto es tan cierto, que los santos jamás encuentran mayor motivo y ocasión de desesperar que cuando sienten, al juzgar por los acontecimientos, que la mano de Dios se alza para destruirlos. Sin embargo, Job afirma: “aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13, 15).
Ciertamente todo sucede así. La incredulidad no reina dentro del corazón de los fieles, sino que los acomete desde fuera; ni los hiere con sus dardos mortalmente, sino que únicamente los molesta, o de tal manera los hiere que la herida admite curación. Porque la fe, como dice san Pablo, nos sirve de “escudo” (Ef. 6,16). Poniéndola, pues, de escudo recibe los golpes, evitando que nos hieran totalmente, o al menos los quebranta de modo que no penetren en el corazón. Por tanto, cuando la fe es sacudida, es como si un esforzado y valiente soldado se viese obligado, al recibir un fuerte golpe, a retirarse un poco; y cuando la fe misma es herida, es como cuando del escudo del soldado, por el gran golpe recibido, salta algún trozo, sin que sea por completo roto y traspasado. Porque el alma fiel siempre podrá decir con David; “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo” (Sal. 23,4). Ciertamente es cosa que aterra andar por oscuridades de muerte; y por muy fuertes que sean los fieles, no podrán por menos de temerlas; mas como se impone en su espíritu el pensamiento de que tienen a Dios presente y que se cuida de su salvación, esta seguridad vence al temor. Porque, como dice san Agustín’, por muy grandes que sean las maquinaciones y asaltos que el Diablo dirija contra nosotros, mientras no se apodere de nuestro corazón en el cual reina la fe, es expulsado fuera.
Asimismo, a juzgar por la experiencia, no solamente salen los fieles victoriosos de todos los asaltos, de tal manera que, apenas recobrados, ya están de nuevo preparados para renovar la batalla, sino que también se cumple en ellos lo que afirma san Juan: “ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Jn. 5,4). No afirma que saldrá victoriosa solamente en una batalla, ni en tres o cuatro, sino que triunfará frente a todo el mundo, todas y cuantas veces fuere atacada por él.
22. El temor de Dios no altero la certidumbre de la fe
Hay otro género de temor y temblor, el cual tan lejos está de disminuir la certidumbre de la fe, que más bien queda confirmada con ello. Tiene lugar esto cuando los fieles, o bien consideran que los ejemplos del castigo con que Dios aflige a los malvados deben servirles para que se guarden con toda diligencia de no provocar la ira de Dios con semejantes abominaciones, o bien, reconociendo su miseria, aprenden a estar por completo pendientes del Señor, sin el cual comprenden que son más inseguros y vacilantes que un golpe de viento.
Cuando el Apóstol trata de los castigos con que en el pasado afligió Dios al pueblo de Israel, infunde terror a los corintios, para que no se hagan reos de semejantes pecados; con lo cual de ningún modo deja de confiar en ellos, sino que únicamente los sacude de su pereza, la cual suele destruir la fe, en vez de confirmarla (1 Cor. 10,5 y ss). Ni tampoco, cuando toma el ejemplo de la calda de los judíos para exhortar a que “el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10,12), nos manda que andemos vacilando, como si no estuviésemos seguros de nuestra firmeza; únicamente quita la arrogancia, la confianza temeraria y la presunción de nuestra propia virtud y de nuestras fuerzas, a fin de que, por ser rechazados los judíos, los gentiles, que eran admitidos en su lugar, no se ensoberbecieran y los escarneciesen. Aunque no se refiere solamente a los fieles, sino también a los hipócritas, que se gloriaban de las solas apariencias exteriores. Puesto que no amonesta a cada hombre en particular, sino que, después de establecer la comparación entre los judíos y los gentiles, y de mostrar que la expulsión de los primeros era justo castigo de su incredulidad e ingratitud, exhorta a la vez a los gentiles a que no se enorgullezcan y se gloríen de sí mismos, no sea que pierdan la gracia de la adopción a que acababan de ser admitidos. Y así como en la general repulsa de los judíos habían quedado algunos que no hablan perdido el pacto de la adopción, del mismo modo podría haber algunos gentiles que, careciendo de la verdadera fe, se gloriasen con la loca confianza de la carne, y abusasen así de la bondad de Dios, para su condenación. Sin embargo, aunque lo que dice san Pablo se refiriese solamente a los fieles y a los elegidos, no se seguiría de ello ningún inconveniente. Porque una cosa es reprobar la temeridad, por la que a veces los santos se ven solicitados según la carne, a fin de que no se regocijen con yana presunción, y otra, aterrar la conciencia de modo que no encuentre reposo ni seguridad en la misericordia de Dios.
23. La fe se siente llena de estupefacción y de temor ante el poder y la gracia de Dios
Asimismo, cuando Pablo nos enseña que nos ocupemos de nuestra salvación con temor y temblor (Flp. 2,12), no pide sino que nos acostumbremos a poner nuestros ojos y apoyarnos en el poder del Señor con gran desprecio de nosotros mismos. Y ciertamente que ninguna cosa puede movernos tan eficazmente a poner en el Señor la confianza y la certidumbre de nuestro corazón, como la desconfianza de nosotros mismos y la pena que nos produce reconocer nuestra calamidad.
En este sentido ha de entenderse lo que dice el Profeta: “Por la abundancia de tu misericordia entraré en tu casa, adoraré en tu temor” (Sal. 5, 7); donde muy atinadamente une el atrevimiento de la fe cuando se apoya en La misericordia de Dios, con un santo y religioso temor, que necesariamente ha de apoderarse de nosotros cada vez que, compareciendo ante el acatamiento de la divina majestad, comprendemos por su claridad cuán grande es nuestra suciedad e impureza. También Salomón dice con toda verdad: “Bienaventurado el hombre que siempre teme a Dios” (Prov.28, 14), porque con el endurecimiento se termina mal. Pero él se refiere a un cierto género de temor que nos hace más cuidadosos y prudentes, sin que nos aflija hasta la desesperación; a saber, cuando nuestro ánimo confuso en si mismo, se reconforta en Dios; abatido en sí mismo, se Levanta desconfiando de sí, se apoya en la esperanza que tiene puesta en Él.
Por tanto, nada impide que los fieles tengan temor, y juntamente gocen del consuelo de la plena seguridad, puesto que unas veces consideran su vanidad, y otras elevan su mente a Dios.
Dirá alguno: ¿pueden habitar en la misma alma el temor y la fe? Respondo que lo mismo que, contrariamente, la inquietud y la pereza se encuentran muchas veces juntas. Porque aunque los impíos se armen de toda la insensibilidad posible para no sentirse impresionados en absoluto por el temor de Dios, sin embargo el juicio de Dios los persigue de tal manera que nunca alcanzan lo que desean y pretenden. Por tanto, no hay inconveniente alguno en que Dios ejercite a los suyos en la humildad, a fin de que luchando valerosamente, sin vacilar se mantengan dentro de los limites de la modestia, cual si fuera un freno.
Que ésta ha sido la intención del Apóstol se ve claramente por el contexto, al señalar como causa del temor y del temblor la benevolencia de Dios, por la cual da la gracia a los suyos para que apetezcan lo bueno, y diligentemente lo pongan por obra. En este sentido se debe tomar lo que dice el profeta: “temerán (los hijos de Israel) a Jehová y a su bondad” (Os.3.5); porque la piedad no solamente engendra reverencia y temor de Dios, sino que la misma suavidad y dulzura de la gracia hace que el hombre abatido en sí mismo tema y a la vez se maraville, para que dependa enteramente de Dios, y se sujete humildemente a su poder.
24. Segunda objeción, fundada en nuestra indignidad, contraía certidumbre de la salvación. Respuesta
Al afirmar esto, no es mi propósito aprobar la perniciosa filosofía o fantasía que mantienen hoy algunos papistas. Como no les es posible sostener aquel error tan burdo enseñado en las escuelas de teología, según el cual la fe es solamente una opinión dudosa, se acogen a otra invención, y enseñan que la fe está mezclada con la incredulidad. Admiten desde luego, que mientras tenemos los ojos puestos en Cristo encontramos en Él materia plena para esperar; mas como siempre somos indignos de todos los bienes que nos son propuestos en Jesucristo, afirman que al considerar nuestra indignidad vacilamos, andamos indecisos y dudamos. En suma, de tal manera ponen la conciencia entre la esperanza y el miedo, que ora se inclina a una parte, ora a otra, y asimismo de tal manera entrelazan la esperanza con el miedo, que al imponerse la esperanza, cae por tierra el temor; y viceversa, en volviendo a ser dueño el temor, ahuyenta de nuevo la esperanza, cae aquí de qué manera Satanás, al ver descubiertos los artificios con los que antes solía destruir la certidumbre de la fe, procura secretamente y como minando el terreno, quitarle su fuerza.
Mas yo pregunto: ¿qué clase de confianza sería ésta, que a cada paso resultara vencida por la desesperación? Si consideramos a Cristo, dicen, la salvación nos parece cierta; mas si ponemos los ojos en nosotros, estamos seguros de nuestra condenación. De aquí concluyen que es necesario que la desconfianza y la esperanza reinen alternativamente en nuestros corazones. ¡Como si debiéramos considerar a Cristo lejano de nosotros, y no más bien habitando en nosotros! Precisamente la causa por la que esperamos de El la salvación es que no se nos muestra lejano, sino que, incorporados nosotros a su cuerpo, nos hace partícipes, no solamente de sus bienes, sino incluso de sí mismo.
Por lo tanto, vuelvo contra ellos su propio argumento de esta manera:
Si nos consideramos a nosotros mismos, es cierta nuestra condenación; mas como Cristo se nos ha comunicado con todos sus bienes para que cuanto Él tiene sea nuestro y para que seamos sus miembros y una misma sustancia con Él, por esta razón su justicia sepulta nuestros pecados, su salvación destruye nuestra condenación, y Él mismo con su dignidad intercede para que nuestra indignidad no aparezca ante la consideración de Dios. Y ello es tan cierto, que en modo alguno debemos apartar a Jesucristo de nosotros, ni a nosotros de Él, sino mantener firmemente la unión con la que nos ha juntado consigo mismo. Esto nos enseña el Apóstol que hagamos, cuando dice que “(nuestro) cuerpo está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia” (Rom. 8, 10). Según el error de éstos, el Apóstol debiera decir: Es verdad que Jesucristo tiene vida en si; mas nosotros, en cuanto somos pecadores, permanecemos sujetos a muerte y a condenación. Sin embargo, él se expresa de modo muy distinto, pues enseña que la condenación que por nosotros mismos merecemos queda suprimida por la salvación de Cristo; y para probarlo da la razón que antes he aducido: que Jesucristo no está fuera de nosotros, sino que habita en nosotros; y no solamente está unido a nosotros por un lazo indisoluble, sino que, merced a una unión admirable que supera nuestro entendimiento, se hace cada día más un mismo cuerpo con nosotros, hasta que esté completamente unido a nosotros.
Con todo no niego, como lo acabo de indicar, que a veces hay ciertas interrupciones de la fe, porque su debilidad entre tan rudos combates la hace oscilar de un lado a otro. Y así la claridad de la fe se ve sofocada por la espesa oscuridad de las tentaciones; pero en cualquier coyuntura, no deja de tender siempre a Dios.
25. Testimonio de san Bernardo
Está de acuerdo con esto san Bernardo cuando en la homilía quinta, De la Dedicación del Templo, trata ex professo este tema. “Pensando a veces”, dice, “en el alma, hallo en ella dos cosas contrarias. Si la considero como es en si misma y por sí misma, lo mejor que puedo decir es que se reduce a nada. ¿Es preciso referir detalladamente todas sus miserias: cuán cargada está de pecados, cercada de tinieblas, enredada en halagos, hirviendo en concupiscencias, sujeta a pasiones, llena de vanas ilusiones, inclinada siempre al mal, propensa a todos los vicios, en fin, llena de ignominia y de confusión? Si incluso nuestras mismas justicias puestas a la luz de la verdad, son como polución y suciedad, ¿cómo serán según esto, nuestras injusticias (Is. 64,6)? Si la luz que hay en nosotros es tinieblas, las mismas tinieblas, ¿cuán grandes no serán? (Mt. 6,23). ¿Qué diremos, pues? Sin duda alguna, que el hombre no es más que vanidad, que se encuentra reducido a nada, que no es otra cosa sino nada. Mas, ¿cómo es que el hombre no es absolutamente nada, si Dios tanto se preocupa de él? ¿Cómo puede ser nada aquel en quien Dios tiene puesto su corazón? Cobremos ánimo, hermanos míos. Aunque no somos nada en nuestros corazones, puede ser que en el corazón de Dios esté oculta alguna cosa nuestra. ¡Oh Padre de misericordia! ¡Oh Padre de los miserables! ¿Cómo pones tu corazón en nosotros? Porque tu corazón está donde está tu tesoro. Y ¿cómo somos nosotros tu tesoro, si no somos más que nada? Todas las gentes son ante ti como si no fuesen; son tenidas por nada; cierto, están así ante tu acatamiento, pero no dentro de ti. En cuanto al juicio de tu verdad, son nada; mas no en cuanto al afecto de tu piedad y bondad. Porque Tú llamas a las cosas que no son, como si fuesen. Y así, las cosas que Tú llamas, no son; y sin embargo, tienen ser en cuanto tú las llamas. Porque, aun cuando no sean en cuanto a sí mismas, sin embargo son en ti, conforme a lo que dice san Pablo:
No por obras de justicia, sino por el que llama (Rom. 9, 12).”
Después de haber hablado san Bernardo de esta manera, muestra que es admirable la relación que entre si tienen estas dos consideraciones, como sigue: “Ciertamente, las cosas que están unidas entre si, no se destruyen las unas a las otras”. Y esto lo dice aún más claramente en la conclusión con estas palabras: “Si con ambas consideraciones reflexionamos diligentemente en lo que somos; o por mejor decir, consideramos en una cuán nada somos, y en la otra cuán ensalzados estamos, creo que nuestra gloria quedará debidamente equilibrada; y no es posible que se aumente atribuyéndola a uno solo, para que nos gloriemos no en nosotros, sino en el Señor. Si pensamos que Dios quiere salvarnos, al momento nos sentiremos libres; esto ya nos permite en cierta manera respirar. Pero hemos de subir más alto, buscar su casa, buscar su esposa. No olvido lo uno por lo otro, pero con temor y reverencia afirmo que somos algo en el corazón de Dios; que somos algo, mas por su misericordia, no por nuestra dignidad.”
26. La fe reverencia a Dios como a dueño, y lo ama como a Padre
En cuanto al temor del Señor que la Escritura atribuye a todos los fieles, y que unas veces es llamado “principio de la sabiduría” (Prov. 1,7; 9,10; Sal. 111,10), y otras, “la sabiduría misma” (Job 28,28), aunque es uno solo, procede sin embargo de un doble afecto. Porque Dios tiene en si la reverencia tanto de Padre como de Señor. Por tanto, quien quiera honrarlo como es debido ha de procurar mostrarse hijo obediente y siervo dispuesto a hacer lo que dispusiere.
El Señor, por el profeta, llama a la obediencia que se le debe: en cuanto Padre, honor; y al servicio que se le debe: como Señor, temor. “El hijo”, dice, “honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, yo soy padre, ¿dónde esta mi honra?; y si soy señor, ¿dónde está mi temor?” (Mal. 1,6). Sin embargo vemos que, por más que los diferencie, los mezcla el uno con el otro, comprendiéndolos a ambos bajo el término de “honrar”. Por tanto, el temor del Señor debe ser una reverencia, mezcla de honra y de temor.
No ha de sorprendernos que un mismo corazón admita a la vez estos dos afectos. Es cierto que quien considera qué Padre es Dios para nosotros, tiene motivo más que suficiente, aunque no hubiese infierno alguno, para sentir mayor horror de ofenderle que de sufrir la muerte más espantosa del mundo; mas, por otra parte, según lo inclinada que está nuestra carne a ceder al pecado, es necesario para dominarla considerar que el Señor, bajo cuyo dominio estamos, abomina y detesta todo género de maldad, y que no escapará a su castigo ninguno de los que viviendo mal hubieran provocado su ira contra si mismos.
27. El testimonio de san Juan: “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor” (1 Jn. 4,18), no se opone a lo
que decimos, dado que él se refiere al temor de la incredulidad, muy distinto del temor de los fieles. Porque los impíos no temen a Dios por no ofenderle, silo pudieran hacer sin ser castigados; sólo porque saben que es poderoso para vengarse sienten horror cada vez que oyen hablar de su cólera; y temen su ira, porque saben que les está inminente y amenaza con destruirlos.
Por el contrario, los fieles, según hemos dicho, temen mucho más ofender a Dios, que el castigo que han de padecer por ello; y la amenaza de la pena no los aterra, como si ya estuviera próximo el castigo, sino que los mueve para no incurrir de nuevo en él. Por eso el Apóstol, hablando a los fieles, dice: “Nadie se engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios” (Ef. 4,6). No los amenaza con que la ira de Dios vendrá sobre ellos, sino que los exhorta a considerar que la ira de Dios está preparada para destruir a los impíos a causa de los enormes pecados que antes expone. para que no les toque experimentarla en sí mismos.
Rara vez suele acontecer que los réprobos se despierten y se sientan movidos por simples amenazas; más bien, endurecidos en su negligencia, aunque Dios haga caer rayos del cielo, con tal que no sean más que palabras, se endurecen más en su contumacia. Pero cuando sienten los golpes de su mano, se ven forzados, mal de su grado, a temer. A este temor comúnmente se le llama servil, para diferenciarlo del temor voluntario y libre, cual debe ser el de los hijos para con sus padres.
Otros sutilmente introducen una tercera especie de temor, en cuanto que el temor servil y la fuerza, a veces preparan el corazón para que voluntariamente lleguemos a temer a Dios.
28. Sólo la benevolencia de Dios hace plenamente felices a los creyentes
Además de esto, en la benevolencia de Dios, a la cual decimos que mira la fe, hay que entender que logramos la posesión de la salvación y de la vida eterna. Porque si no puede faltarnos bien alguno cuando Dios nos acoge bajo su protección, es suficiente para la seguridad de nuestra salvación que nos testimonie el amor que nos tiene: “Haz resplandecer tu rostro” (Sal. 80, 3. 7. 19).
Por esto la Escritura pone la culminación de nuestra salvación en que el Señor, aboliendo las enemistades, nos ha recibido en su gracia (Ef. 2,15) Con lo cual sin duda nos da a entender que, habiéndose Dios reconciliado con nosotros, no hay motivo para temer que no nos haya de ir todo bien. Por eso la fe, al conseguir el amor de Dios, tiene las promesas de la vida presente y futura, y la firme seguridad de todos los bienes tal como se puede tener por la palabra del Evangelio. Porque con la fe no se promete evidentemente ni una larga vida en este mundo, ni honra, ni hacienda y riquezas — puesto que el Señor no ha querido ofrecernos ninguna de estas cosas —, sino que se da por satisfecha con la certeza de que, por grande que sea la necesidad que tengamos de las cosas precisas para vivir en este mundo, Dios no nos faltará jamás. De todas formas, la principal seguridad de la fe se refiere a la esperanza de la vida futura, que se nos propone en la Palabra de Dios de manera indubitable.
Sin embargo, todas cuantas miserias y calamidades pueden acontecer en esta vida presente a los que Dios ha unido a sí con el lazo de su amor, no pueden ser obstáculo a que su benevolencia les sea felicidad perfecta y plena. Por eso, cuando quisimos exponer en qué consiste la suma de la felicidad, pusimos la gracia de Dios como manantial del que proviene todo género de bienes. Y esto se puede ver a cada paso en la Escritura, pues siempre nos remite al amor que Dios nos tiene, no solamente cuando se refiere a la salvación, sino cuando se trata de cualquier bien nuestro. Por esta razón David asegura que cuando el hombre siente en su corazón la bondad divina, es más dulce y deseable que la misma vida (Sal. 63,3).
En fin, si tuviéramos en grandísima abundancia cuanto deseamos, mas no estuviéramos seguros del amor o del odio de Dios, nuestra felicidad sería maldita, y por tanto desdichada. Mas si Dios nos muestra su rostro de Padre, aun las mismas miserias nos serán motivo de felicidad, pues se convertirán en ayuda para la salvación. Así san Pablo, acumulando todas las adversidades que nos pueden acontecer, con todo se gloria de que ellas no pueden separarnos del amor de Dios (Rom. 8, 35). Y en sus oraciones siempre comienza por la gracia, de la que se deriva toda prosperidad. Asimismo, David opone únicamente el favor y amparo de Dios a todos los terrores que pueden perturbarnos: “Aunque ande en el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Sal. 23,4). Por el contrario, no podemos por menos que sentirnos inquietos y vacilantes a no ser que, satisfechos con la gracia de Dios, busquemos en ella la paz, totalmente persuadidos de lo que dice el Profeta: “Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová, el pueblo que él escogió como heredad para si” (Sal. 33, 12).
29. 4°. La fe se funda en la promesa gratuita de Dios
Ponemos como fundamento de la fe la promesa gratuita de Dios, porque en ella se apoya propiamente la fe. Pues aunque la fe da como cierto que Dios es absolutamente veraz, ya sea que mande algo o lo prohíba, que prometa o amenace, y aunque acepta obedientemente sus mandamientos, tiene en cuenta lo que le prohíbe, y teme sus amenazas, sin embargo siempre comienza en la promesa; en ella se para, y allí acaba. Pues busca en Dios la vida que no se encuentra en los mandamientos, ni en las amenazas, sino únicamente en la promesa de la misericordia, y promesa gratuita; porque las promesas condicionales, en cuanto que nos remiten a nuestras obras, no prometen más vida que la que podemos encontrar en nosotros mismos.
Por tanto, si no queremos que la fe ande oscilando de un lado a otro, debemos apoyarla en la promesa de salvación, que el Señor nos promete en su benevolencia y liberalidad, y más en consideración a nuestra miseria que a nuestra dignidad. Por eso san Pablo atribuye al Evangelio de modo particular el título de “palabra de fe” (Rom. 10,8); título que no concede ni a los mandamientos, ni a las promesas de la Ley. Y la razón es que no hay nada que pueda fundamentar la fe, sino esta munífica embajada de la benignidad de Dios por la cual reconcilia al mundo consigo (2 Cor. 5, 18-20). De ahí la correspondencia que muchas veces pone entre la fe y el Evangelio; como cuando dice que el ministerio del Evangelio le ha sido confiado, para que se obedezca a la fe; y que “es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”; y que “en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe’ (Rom. 1,5.16.17). Y no es de maravillar, porque siendo el Evangelio ministerio de reconciliación de Dios con nosotros, no hay testimonio alguno más suficiente de la benevolencia de Dios hacia nosotros, cuyo conocimiento busca la fe (2 Cor. 5, IX).
Al decir, pues, que la fe ha de apoyarse en la promesa gratuita, no negamos que os fieles admitan y reverencien por completo la Palabra de Dios; únicamente señalamos como fin propio, al que la fe ha de tender siempre, la promesa de la misericordia. Los fieles han de reconocer también a Dios por Juez y castigador de los malhechores; sin embargo han de poner sus ojos especialmente en su clemencia; puesto que les es presentado como benigno y misericordioso, lardo a la ira e inclinado a hacer bien, suave y dulce para todos, y que derrama su misericordia sobre todas sus obras (Sal. 86,5; 103, 8 y ss.; 145,8 y ss.).
30. Refutación de una objeción de Pighio
Poco me preocupa lo que Pighio y otros perros como él ladran, diciendo que la restricción que hemos introducido despedaza la fe, quedándonos únicamente con un trozo. Yo admito, según lo he expuesto, que la verdad de Dios, sea que amenace, o que ofrezca esperanza de misericordia, es el blanco o, como suele decirse, el objeto general de la fe. Por este motivo el Apóstol atribuye a la fe que Noé temiera el diluvio antes de que ocurriera (Heb. 11,7). De aquí deducen los sofistas, que si la fe produce en nosotros el temor a los castigos que están para caer sobre nosotros, en la definición de la fe que nosotros proponemos no debemos excluir las amenazas con las cuales Dios quiere aterrar a los pecadores. Sin embargo nos desacreditan y calumnian falsamente; como si nosotros dijéramos que la fe no tiene en cuenta la totalidad de la Palabra divina. Lo único que pretendemos es hacer comprender estos dos puntos: primero, que jamás la fe será firme y sólida, mientras no se apoye en la promesa gratuita de la salvación; segundo, que únicamente somos reconciliados por ella en cuanto que nos une a Cristo. Ambas cosas son dignas de ser notadas.
Nosotros buscamos una fe que diferencie a los hijos de Dios de los réprobos, a los fieles de los infieles. Porque alguno crea que Dios manda con toda justicia cuanto manda, y que cuando amenaza, amenaza de veras, ¿ha de ser por esto tenido por fiel? De ningún modo. Por tanto no tiene firmeza alguna la fe si no se acoge a la misericordia de Dios.
Además, ¿con qué fin disputamos acerca de la fe? ¿No es para conocer el camino seguro de la salvación? ¿Y cómo nos salva la fe, sino en cuanto nos incorpora a Cristo? No hay, pues, absurdo alguno en que, al intentar definir la fe, insistamos tanto en su efecto principal, y luego añadamos la nota que diferencia a los fieles de los réprobos. Y, en fin, estos calumniadores no tienen cosa alguna que echar en cara a nuestra doctrina, si no quieren a la vez censurar a san Pablo, quien llama al Evangelio “doctrina de fe” (Rom. 10,8), y le atribuye este título especial.
31. Lo propio de la fe es honrar siempre la promesa
De aquí concluimos de nuevo lo que ya antes expusimos’; a saber, que no menos necesita la fe de la Palabra, que el fruto de la raíz viva del árbol. Pues, según lo afirma David, no puede confiar en Dios más que quien ha conocido su nombre (Sal. 9, 10). Y este conocimiento no proviene de la imaginación de cada uno, sino que Dios mismo es testigo de su bondad. Así lo confirma David en otro lugar, diciendo: “Tu salvación (sea) conforme a tu dicho”; y: “En tu palabra he confiado” (Sal. 119,41-42). En lo cual hay que advertir la correspondencia entre la fe y la palabra, de donde luego se sigue la salvación.
Sin embargo, no excluimos la potencia de Dios, sobre la cual ha de apoyarse la fe, si quiere dar a Dios la honra que se merece. Parece que san Pablo refiere a propósito de Abraham una cosa vulgar y sin importancia al decir que creyó que Dios era poderoso para hacer todo lo que había prometido (Rom. 4,21); y en otro lugar, hablando de si mismo, dice: “Yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día” (2 Tim. 1,12). Pero si se considera y pondera debidamente las dudas que respecto a la potencia de Dios se insinúan sin cesar en nuestra mente, veremos muy bien que quienes la ensalzan como se merece no han aprovechado poco en la fe. Todos confesamos que Dios puede todo cuanto quiere. Mas como la menor tentación del mundo nos hace desmayar y nos llena de horror, bien se ve que quitamos mucho a la potencia de Dios, a la cual preferimos las amenazas de Satanás, bien que tengamos las promesas de Dios para protegernos contra ellas.
Esta es la causa de que, queriendo Isaías imprimir en el corazón de los judíos la certeza de la salvación, ensalce tan magníficamente la potencia infinita de Dios. Muchas veces parece que cuando trata de la esperanza del perdón y de la reconciliación, cambia de propósito y anda divagando con largos e innecesarios rodeos, refiriendo cuán maravillosamente gobierna Dios el cielo y la tierra; y sin embargo no hay un solo detalle que no venga a propósito para el fin que él persigue. Porque si no se nos pone ante los ojos la potencia de Dios, difícilmente nuestros oídos admitirán la doctrina, o la estimarán como se debe.
Además hay que advertir que la Escritura habla de una potencia de Dios eficaz, que pone mano a la obra; porque la fe la aplica siempre a su propósito para sacar de ella provecho. Sobre todo considera las obras de Dios en las que Él se ha manifestado como Padre. De ahí que en la Escritura se recuerde con tanta frecuencia la redención, por la que el pueblo judío podía aprender que Dios, que ya una vez había sido el autor de su salvación, sería su defensor para siempre.
También David nos advierte con su ejemplo de que los beneficios que Dios otorga a cada uno en particular, le sirven después para confirmación de su fe. Más aún; que cuando nos parece que nos ha desamparado, entonces precisamente debemos levantar más alto nuestros sentidos y llevar nuestro pensamiento más lejos, para que sus anteriores beneficios nos infundan confianza, según se dice en otro salmo: “Me acordé de los días antiguos; meditaba en todas tus obras” (Sal. 143,5). Y: “Me acordaré de las obras de JAH; sí, haré yo memoria de tus maravillas antiguas” (Sal. 77, 11). Sin embargo, como todo cuanto concibamos e imaginemos de la potencia de Dios y de sus obras es vano y carece de fundamento sin su Palabra, por eso decimos que no hay fe alguna posible hasta que Dios nos ilumina con su gracia.
Pero aquí podría suscitarse una cuestión. ¿Qué hay que pensar de Sara y de Rebeca, las cuales, movidas por un recto celo de fe — por lo que se puede juzgar — pasaron los límites señalados en la Palabra? Sara, por el ardiente deseo que tenía de la descendencia prometida entregó a su marido como mujer su criada (Gn. 16,2. 5). Es indiscutible que ella había pecado de muchas maneras; pero al presente ate refiero solamente a este vicio: que llevada por su celo no se mantuvo dentro de los límites de la Palabra de Dios. No obstante, es cierto que este deseo le vino de la fe.
Rebeca, cerciorada por el oráculo divino de la elección de su hijo Jacob, procura con engaño la bendición para él; engaña a su marido, que era testigo y ministro de la gracia de Dios; obliga a su hijo a mentir; corrompe con sus astucias y engaños la Palabra de Dios; finalmente, en lo que de ella dependía, dio ocasión a que la promesa fuese menospreciada y destruida. Y sin embargo, este acto, por más pecaminoso y digno de reprensión que sea, no careció de fe, porque tuvo que superar grandes dificultades para conseguir una cosa tan llena de molestias y peligros sin esperanza de comodidad terrena de ninguna clase. E igualmente no podemos privar por completo de fe al santo patriarca Isaac que, avisado por el mismo oráculo divino de que el derecho de primogenitura era traspasado al hijo menor, sin embargo siguió más aficionado a su hijo mayor Esaú.
Cierto, tales ejemplos nos enseñan que con frecuencia el error se mezcla con la fe; de tal manera, sin embargo, que la fe, cuando es auténtica fe, se lleva siempre la mejor parte. Pues así como el error particular de Rebeca no frustró ni privé de su valor el efecto de la bendición, así tampoco disminuyó la fe que generalmente dominaba en su corazón, y que fue principio y causa de aquel acto. Sin embargo, Rebeca muestra con ello cuán deleznable es el entendimiento humano y cuánto se aparta del recto camino tan pronto como se permite, por poco que sea, intentar alguna cosa por si mismo. Mas, si bien la falta y flaqueza no sofocan del todo la fe, se nos pone en guardia para que con toda solicitud estemos pendientes de los labios de Dios. Al mismo tiempo se confirma lo que hemos dicho; que la fe, si no se apoya en la Palabra, se desvanece pronto; como se hubiera desvanecido el espíritu de Sara, de Isaac y de Rebeca, de no haber sido retenidos por un secreto freno en la obediencia de la Palabra.
32. 5°. La promesa gratuita, en la cual se funda la fe, nos es dada por Jesucristo
Además, no sin razón incluimos todas las promesas en Cristo, pues el Apóstol hace consistir todo el Evangelio en conocer a Cristo (Rom. 1. 17); y en otro lugar enseña que “todas las promesas de Dios son en él Si, yen él Amén” (2 Cor. 1,20); es decir, ratificadas. La razón es muy clara. Si Dios promete alguna cosa, muestra con ella su benevolencia para con nosotros, por lo que no hay promesa alguna suya que no sea un testimonio y una certificación de su amor.
Nada dice contra esto el que los impíos, cuanto mayores y más continuos beneficios reciben de la mano de Dios, se hagan más culpables y dignos de mayor castigo. Porque, como no comprenden o no reconocen que los bienes que poseen les vienen de la mano de Dios, o silo reconocen no consideran su bondad, no pueden comprender la misericordia de Dios más que los animales brutos, que de acuerdo con su naturaleza gozan del mismo fruto de Su liberalidad sin pensar en ello.
Tampoco se opone a ello, el que muchas veces menosprecien las promesas que se les hacen, acumulando sobre sus cabezas por ello un castigo mucho mayor. Porque, aunque la eficacia de las promesas quedará finalmente patente cuando las creamos y aceptemos por verdaderas, sin embargo su virtud y propiedad jamás se extingue a causa de nuestra incredulidad e ingratitud.
Por tanto el Señor, al convidarnos con sus promesas a que recibamos los frutos de su liberalidad, y los consideremos y ponderemos como es debido, juntamente con ello nos demuestra su amor. Por eso hay que volver sobre este punto: que toda promesa de Dios es una prueba del amor que nos profesa. Ahora bien, es indudable que nadie es amado por Dios sino en Cristo. El es el hijo amado en quien tiene todas sus complacencias (Mt.3, 17; 17,5); y de Él se nos comunican a nosotros, como lo enseña san Pablo; “nos hizo aceptos en el amado” (Ef. 1,6). Es necesario, pues, que por su medio e intercesión llegue su gracia a nosotros. Por eso el Apóstol en otro lugar lo llama “nuestra paz” (Ef.2. 14). y en otro pasaje lo presenta como un vinculo con el cual Dios, por su amor paterno, se une a nosotros (Rom. 8,3). De donde se sigue que debemos poner nuestros ojos en El, siempre que se nos propone alguna promesa, y que san Pablo no se expresa mal cuando dice que todas las promesas de Dios se confirman y cumplen en El (Rom. 15,8).
Parece que algunos ejemplos impugnan esto. No es verosímil que Naamán, el sirio, cuando preguntó al profeta por el modo de honrar a Dios, fuera adoctrinado respecto al Mediador (2 Re. 5,11—19); sin embargo es alabada su piedad. Tampoco es de creer que Cornelio, pagano y romano, entendiese lo que muy pocos judíos entendían, y aun esos pocos oscuramente; sin embargo, sus limosnas y oraciones fueron agradables a Dios (Hch. 10,31), como los sacrificios de Naamán fueron aprobados por el profeta; lo cual ninguno de los dos hubiera logrado sino por la fe. Semejante a esto es lo que se refiere del eunuco, al que se dirigió Felipe; porque, viviendo tan lejos de Jerusalem, jamás se hubiera tomado la molestia de hacer un viaje tan largo, tan penoso y difícil para ir a adorar a Jerusalem, de no tener alguna fe en su corazón (Hch. 8,27.31); sin embargo vemos cómo preguntado por Felipe respecto al Mediador, confiesa su ignorancia.
Concedo de buen grado que la fe de éstos fue en cierta manera implícita y oscura; no solamente respecto a la persona de Jesucristo, sino también a su virtud y al oficio que el Padre le confió. Sin embargo, es evidente que todos ellos tuvieron ciertos principios que les dieron algún gusto de Cristo. Y no debe mirarse esto como algo nuevo. Ni el eunuco hubiera jamás venido de una tierra tan lejana para adorar en Jerusalem a un Dios al que no conocía; ni Cornelio, habiendo profesado la religión judía, hubiera vivido tanto tiempo en ella sin acostumbrarse a los rudimentos de la pura doctrina. En cuanto a Naamán, seria cosa absurda que Eliseo le instruyese en lo que había de hacer referente a cosas de menos importancia, y se olvidara de lo principal. Por tanto, aunque el conocimiento que tuvieron de Cristo fue oscuro, sin embargo no se puede decir que no tuvieran ninguno, ya que se ejercitaban en los sacrificios de la Ley, que se diferenciaban de los falsos sacrificios de los paganos por su fin, es decir, por Jesucristo.
33. 6°. El conocimiento de la gracia de Dios es revelado a nuestro entendimiento por el Espíritu Santo
Esta sencilla declaración que tenemos en la Palabra de Dios, debería bastar para engendrar en nosotros la fe, de no impedirlo nuestra ceguera y obstinación. Mas como nuestro entendimiento está inclinado a la vanidad, no puede llegar jamás a la verdad de Dios; y como es romo y corto de vista, no puede ver la claridad de Dios; por eso la Palabra sola, sin la iluminación del Espíritu Santo, no nos sirve ni aprovecha de nada. Por lo cual se ve claramente que la fe está por encima de cuanto los hombres pueden entender. Y no basta que sea el entendimiento iluminado por el Espíritu Santo; es preciso también que el corazón sea corroborado y confirmado por su virtud. En lo cual se engañan sobremanera los teólogos de la Sorbona, pensando que la fe es un mero asentimiento a la Palabra de Dios, que consiste en un acto del entendimiento, sin hacer para nada mención de la confianza y la certidumbre del corazón.
Es, pues, la fe un don singular de Dios por doble manera. Primero porque el entendimiento del hombre es iluminado para que tenga algún gusto de la verdad de Dios; y luego, en cuanto que el corazón es fortalecido en ella. Porque el Espíritu Santo, no sólo comienza la fe, sino que la aumenta gradualmente hasta que ella nos lleva al reino de los cielos. Por esto san Pablo amonesta a Timoteo a que guarde el buen depósito que había recibido del Espíritu Santo, que habita en nosotros (2 Tim. 1, 14).
Objeción y respuesta. Si alguno objetare contrariamente que el Espíritu nos es dado por la predicación de la fe (Gál. 3,2), fácil es resolver esta dificultad. Si no hubiese más que un solo don del Espíritu, mal se expresaría el Apóstol al decir que el Espíritu es efecto de la fe, siendo así que es el autor y la causa de la misma; mas como trata de los dones con que Dios adorna a su iglesia y la encamina a la perfección por sucesivos crecimientos, no es de maravillar que los atribuya a la fe, la cual nos prepara y dispone para que los recibamos. Es cierto que resulta cosa extraña y nunca oída decir que nadie puede creer en Cristo, sino a quien le es particularmente concedido. Ello se debe en parte a que los hombres no consideran cuán alta y cuán difícil de conseguir es la sabiduría celestial, y cuánta es la ignorancia humana para comprender los misterios divinos; y, en parte también, debido a que no tienen en cuenta la firme y estable constancia del corazón, que es la parte principal de la fe.
34. Este error es fácil de refutar. Como dice san Pablo, si nadie puede ser testigo de la voluntad del hombre más que el espíritu que está en
él (1 Cor. 2,11), ¿cómo las criaturas podrán estar seguras de la voluntad de Dios? Y si la verdad de Dios nos resulta dudosa aun en aquellas mismas cosas que vemos con los ojos, ¿cómo puede sernos firme e indubitable cuando el Señor nos promete cosas que ni el ojo ve, ni el entendimiento puede comprender? Tan por debajo queda la sabiduría humana en estas cosas, que el primer paso para aprovechar en la escuela de Dios, es renunciar a ella. Porque ella, a modo de un velo, nos impide comprender los misterios de Dios, los cuales sólo a los niños les son revelados (Mt. 11,25; Lc. 10,2l). Porque ni la carne ni la sangre los revela (Mt. 16,17), ni “el hombre natural percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Cor. 2, 14).
Por lo tanto, tenemos necesidad de la ayuda del Espíritu Santo, o por mejor decir, solamente su virtud reina aquí. No hay hombre alguno que conozca la mente de Dios, ni que haya sido su consejero (Rom. 11,34); sólo “el Espíritu lo escudriña todo, aun lo profundo de Dios” (1 Cor. 2,10.16); y por Él entendemos nosotros la voluntad de Cristo. “Ninguno puede venir a mí”, dice el Señor, “si el Padre que me envió no lo trajere”. Así que todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de ti, viene a mí. No que alguno haya visto al Padre, sino aquel que vino de Dios” (Jn.6, 44.46).
Por tanto, así como de no ser atraídos por el Espíritu de Dios, no podemos en manera alguna llegar a Dios, del mismo modo, cuando somos atraídos por Él, somos completamente levantados por encima de nuestra propia inteligencia. Porque el alma, iluminada por Él, es como si adquiriera ojos nuevos para contemplar los misterios celestiales, cuyo resplandor antes la ofuscaba. El entendimiento del hombre, iluminado de esta manera con la luz del Espíritu Santo, comienza a gustar de veras las cosas pertenecientes al reino de Dios, ante las cuales antes no experimentaba sentimiento alguno, ni las podía saborear. Por eso nuestro Señor Jesucristo, a pesar de exponer admirablemente a dos de sus discípulos los misterios de su reino, no consigue nada hasta que abre su entendimiento para que comprendan las Escrituras (Lc. 24, 27; Jn. 16,13). Y así, después de ser instruidos los apóstoles por su boca divina, es preciso aún que se les envíe el Espíritu de verdad, para que haga entrar en su entendimiento la misma doctrina que ya antes habían oído.
La Palabra de Dios es semejante al sol: alumbra a cuantos es predicada, pero los ciegos no reciben de ella provecho alguno. Naturalmente en este punto todos nosotros somos ciegos; por eso no puede penetrar en nuestro entendimiento sin que el Espíritu Santo, que enseña interiormente, le dé entrada con su iluminación.
35. La fe es un don y una obro de Dios
Al tratar de la corrupción de nuestra naturaleza, demostramos por extenso cuán incapaces son los hombres por si mismos para creer; por eso no fatigaré al lector repitiendo aquí de nuevo cuanto queda dicho. Baste ahora saber que cuando san Pablo habla del “Espíritu de fe” (2 Cor. 4, 13), entiende la fe misma que el Espíritu nos otorga, y que nosotros no tenemos naturalmente. Por eso ruega a Dios que “cumpla todo propósito de bondad y toda obra de fe con su poder” entre los tesalonicenses (2 Tes. 1, 11). Llamando a la fe “obra de Dios”, y denominándola como beneplácito o buena voluntad, declara que no procede del movimiento natural del hombre; y no contento con esto, añade que es muestra del poder divino. Escribiendo a los corintios dice que la fe no depende de la sabiduría de los hombres, sino que se funda en la potencia del Espíritu (1 Cor. 2,4-5). Aunque es verdad que aquí habla de los milagros externos, sin embargo, como los réprobos no son capaces de verlos, comprende también aquí aquel sello interior de que hace mención en otro lugar. Y para ensalzar más su liberalidad en un don tan grande, no hace merced de él indiferentemente a todos, sino que lo distribuye como un privilegio especial a quienes lo tiene a bien. Así lo hemos probado por la autoridad de la Escritura. Y san Agustín, fiel intérprete de la misma, dice: “Nuestro Redentor, para enseñarnos que el mismo creer es de don, y no de mérito, dice: Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae, y si no le fuere concedido por mi Padre (Jn. 6,44). Es algo sorprendente que dos oigan algo, y uno de ellos no haga caso, y el otro suba. El que lo menosprecia, impúteselo a sí mismo; el que sube, no se lo atribuya a si mismo”.’ Y en otro lugar: “¿Por qué razón se da a uno, y a otro no? No me avergüenzo de decirlo: es un profundo misterio de la cruz; de un secreto de los juicios de Dios, al que no podemos llegar ni comprender, procede todo cuanto podemos. Veo lo que puedo; de dónde yo pueda, no lo veo, excepto que es de Dios. Mas, ¿por qué llama a éste y no a aquél? Esto es muy profundo para mí; es un abismo, un misterio de la cruz. Puedo quedarme atónito de admiración, pero no lo puedo mostrar con argumentos”.’
En resumen, Cristo, cuando por la virtud de su Espíritu nos alumbra en la fe, a la vez nos une a su cuerpo, para que seamos partícipes de todos los bienes.
36. 7°. Este conocimiento es sellado en nuestro corazón por el mismo Espíritu
Luego, lo que el entendimiento ha recibido, ha de plantarse en el corazón. Porque de que la Palabra de Dios ande dando vueltas en la cabeza no se sigue que sea admitida por la fe; solamente es verdaderamente recibida, cuando ha echado raíces en lo profundo del corazón y se convierte en una fortaleza inexpugnable, capaz de rechazar todos los ataques de las tentaciones. Y si es cierto que la verdadera inteligencia de entendimiento es una iluminación del Espíritu de Dios, su poder se muestra con mucha mayor evidencia en tal confirmación del corazón, en cuanto que es mucho mayor la desconfianza del corazón o de la voluntad, que la ceguera del entendimiento, y resulta mucho más difícil aquietar el corazón, que instruir el entendimiento. Por esto el Espíritu Santo sirve como de un sello para sellar en nuestros corazones las promesas, cuya certidumbre había antes imprimido en nuestro entendimiento, y como de arras, para confirmarlas y ratificarlas. “Habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia” (Ef. 1,13—14), dice el Apóstol. ¿No veis cómo nos enseña que los corazones de los fieles son marcados por el Espíritu como con un sello, y que lo llama Espíritu de promesa, porque l nos hace el Evangelio indubitable? Asimismo, en la Epístola a los Corintios dice: “El que nos ungió es Dios, el cual también nos ha sellado y nos ha dado las arras del Espíritu en nuestros corazones”; y en otro lugar, hablando de la confianza y deL atrevimiento de la esperanza, pone como fundamento de la misma “las arras del Espíritu” (2 Cor. 1,21-22; 5,5).
37. Entonces la fe puede triunfar en todos los combates
No me he olvidado de lo que antes dije, y cuyo recuerdo nos refresca de continuo la experiencia; a saber, que la fe se ve acosada por las tentaciones, de tal manera que las almas de los fieles no permanecen mucho tiempo en reposo, o por lo menos no disfrutan siempre de tranquilidad. Mas, por grandes que sean los combates y violencias que hayan de sostener, consiguen siempre rechazar las tentaciones y permanecen en su fortaleza. Esta sola seguridad alimenta y guarda la fe, cuando estamos bien convencidos de lo que se dice en el salmo: “Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto no temeremos, aunque la tierra sea removida, y se traspasen los montes al corazón del mar” (Sal.46, 1—2). Y el mismo Profeta en otro lugar nos muestra también este dulcísimo reposo: “Yo me acosté y dormí, y desperté, porque Jehová me sustentaba” (Sal. 3,5). No que David haya mantenido siempre en su espíritu la misma disposición de alegría y seguridad, sin experimentar perturbación alguna; sino que como gustaba la gracia de Dios conforme a la medida de la fe, se gloria de despreciar osadamente cuanto podía inquietar la paz de su espíritu. Por esto la Escritura, cuando quiere exhortarnos a la fe, nos manda tranquilizarnos. Así en Isaías: “En quietud y en confianza será vuestra fortaleza” (Is. 30, 15). Y en el salmo: “Guarda silencio ante Jehová, y espera en él” (Sal. 37,7). Con lo cual está de acuerdo el Apóstol en la Epístola a los Hebreos: “Os es necesaria la paciencia”, etc. (Heb. 10,36).