CAPTULO XXII
CONFIRMACION DE ESTA DOCTRINA POR LOS TESTIMONIOS DE LA ESCRITURA
1. Confirmación de la elección gratuita; tanto respecto a los que la hacen depender de la presciencia, como de los que se rebelan contra la elección de Dios
No todos admiten lo que hemos dicho; hay muchos que se oponen, y principalmente a la elección gratuita de los fieles.
Comúnmente se piensa que Dios escoge de entre los hombres a uno u otro, conforme ha previsto que habían de ser los méritos de cada uno; y así adopta por hijos a los que ha previsto que no serán indignos de su gracia; mas a los que sabe que han de inclinarse a la malicia e impiedad, los deja en su condenación.
Esta gente hace de la presciencia de Dios como un velo con el que no solamente oscurecen su elección, sino incluso hacen creer que su origen lo tiene en otra parte. Y esta opinión no solo es común entre el vulgo, sino que en todo tiempo ha habido gente docta que la ha mantenido, lo cual confieso voluntariamente, para que nadie piense que con citar sus nombres ya han conseguido gran cosa contra la verdad; porque la verdad de Dios es tan cierta por lo que se refiere a esta materia, que no puede ser derribada; y tan clara, que no puede quedar oscurecida por ninguna autoridad de hombres.
Hay otros que no estando ejercitados en la Escritura — por lo que no son dignos de crédito ni reputación alguna —, sin embargo son muy atrevidos y temerarios para infamar la doctrina que no entienden, y por esto es muy razonable que no se soporte su arrogancia. Acusan ellos a Dios de que conforme a Su voluntad elige a unos y deja a otros. Pero siendo evidente que es así,1 de qué les aprovechará murmurar contra Dios? No decimos nada que no lo prueba la experiencia, al afirmar que Dios siempre fue libre para repartir su gracia y hacer misericordia a quien bien le pareciere.
No quiero preguntarles cuál ha sido la causa de que la raza de Abraham haya sido preferida a las demás naciones; aunque es evidente que se debe a un particular privilegio cuya razón no se puede hallar más que en Dios. Pero que me respondan cuál es la causa de que ellos sean hombres y no bestias, ni bueyes o asnos; pues siendo así que Dios podía haberlos hecho perros, sin embargo los creó a semejanza suya. Permitirán ellos que los animales brutos se quejen de Dios como injusto y tirano, porque pudiendo haberlos hecho hombres, los hizo bestias? Ciertamente no es más justo que ellos gocen de la prerrogativa que tienen de ser hombres, no conseguida por mérito alguno suyo, que el que Dios distribuya sus beneficios y mercedes conforme a su juicio.
Si descienden a las personas, en las cuales la desigualdad les resulta más odiosa, por lo menos debían temblar a! considerar el ejemplo de Jesucristo, y no hablar tan a la ligera de un misterio tan profundo. He aquí a un hombre mortal, concebido de la sernilla de David. ¿Con qué virtudes se podrá decir que mereció ya en el seno mismo de la Virgen ser hecho cabeza de los ángeles, Hijo unigénito de Dios, imagen y gloria del Padre, luz, justicia y salvación del mundo? San Agustín2 considera muy sabiamente que tenemos en la misma Cabeza de la Iglesia un espejo clarísimo de la elección gratuita, para que no nos espantemos cuando veamos que lo mismo pasa en sus miembros; y es que el Señor no fue hecho Hijo de Dios por vivir rectamente, sino que gratuitamente se le ha dado esta honra y dignidad, a fin de que El hiciese partícipes de estas mercedes a los demás.
Si alguno pregunta por qué los demás no son lo que Jesucristo, o por qué hay tanta diferencia entre El y nosotros; por qué todos nosotros estamos corrompidos, y El es la pureza misma, éste tal no sólo dejarla ver su error, sino también su desvergüenza. Y si todavía porfía en querer quitar a Dios la libertad de elegir y reprobar a aquellos que Él tiene a bien, que primeramente despojen a Jesucristo de lo que le ha sido dado.
Enseñanza de la Escritura sobre la elección individual. Es preciso considerar ahora lo que la Escritura declara en cuanto a lo uno y a lo otro.
San Pablo cuando enseña que fuimos escogidos en Cristo antes de la fundación del mundo (Ef. 1,4), ciertamente prescinde de toda consideración de nuestra dignidad. Porque es lo mismo que si dijera que como el Padre celestial no halló en toda la descendencia de Adán quien mereciese su elección, puso sus ojos en Cristo, a fin de elegir como miembros del cuerpo de Cristo a aquellos a quienes había de dar vida. Estén, pues, los fieles convencidos de que Dios nos ha adoptado a nosotros en Cristo para ser sus herederos, porque no éramos por nosotros mismos capaces de tan gran dignidad y excelencia. Lo cual el Apóstol mismo nota también en otro lugar, cuando exhorta a los colosenses a dar gracias al Padre que nos hizo aptos para participar de la herencia de los santos (Col. 1,12). Si la elección de Dios precede a esta gracia por la que nos hizo idóneos para alcanzar la gloria de la vida futura, qué podrá hallar en nosotros que le mueva a elegirnos? Lo que yo pretendo se vera más claramente aún por otro pasaje del mismo Apóstol: “Nos escogió”, dice, “antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1,4): donde expone la buena voluntad de Dios en todos nuestros méritos.
1 Es que en realidad se trata de “hechos” patentes como lo ha demostrado Calvino en el capitulo precedente por la enseñanza de la Escritura, y no de una “teoría” abstracta, inventada no sabría decirse con qué fin, o de una extorsión de los textos de la Escritura.
2 Sermón CLXXIV, 2.
2. Ef. 1,4—6 enseña quién es elegido, cuándo, en quién, en vista de qué, por qué razón
Para que la prueba sea más cierta debemos notar detalladamente todas las partes de este pasaje, las cuales, todas juntas, quitan cualquier ocasión de dudar.
Cuando él habla de los “elegidos” no hay duda que entiende los fieles, como luego lo explica. Por tanto, indebidamente tuercen este nombre los que lo aplican al tiempo en que fue publicado el Evangelio.
Al decir san Pablo que los fieles fueron elegidos antes de la fundación del mundo suprime toda consideración de dignidad. Porque ¿qué diferencia podría existir entre aquellos que aún no habían nacido, y que luego habían de ser iguales a Adán?
En cuanto a lo que añade, que fueron elegidos en Cristo, se sigue no solamente que cada uno fue elegido fuera de si mismo, sino también que los unos fueron distinguidos de los otros, pues vemos que no todos los hombres son miembros de Cristo.
En lo que sigue, que fueron elegidos para ser santos, claramente refuta el error de aquellos que dicen que la elección procede de la pureza, puesto que claramente les contradice san Pablo diciendo que todo el bien y virtud que hay en los hombres, es efecto y fruto de la elección.
Y si se busca una causa más profunda, responde san Pablo que Dios así lo ha predestinado; y esto según el puro afecto de su voluntad; palabras con las que echa por tierra todos los medios que los hombres han inventado para ser elegidos. Porque él afirma que todos los beneficios que Dios nos hace para vivir espiritualmente proceden y nacen de esta fuente; a saber, que ha elegido a quienes ha querido, y que antes de haber nacido les había preparado y reservado la gracia que les quería comunicar.
3. Somos elegidos por gracia, sin consideraci[on de obra alguna presente o futura, para glorf1car a Dios con nuestras obras
Doquiera que reina esta decisión de Dios no se hace caso alguno de las obras. Es verdad que el Apóstol no lleva adelante aquí la antítesis existente entre estas dos cosas; pero la debemos entender tal cual él mismo la supone en otro lugar: “Nos salvo y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo antes de los tiempos de los siglos” (2 Tim. 1,9). Ya hemos demostrado que lo que sigue a continuación:
para que fuésemos santos y sin mancha delante de El, nos libra de todo escrúpulo; pues decir, que porque Dios ha previsto que seríamos santos, por eso nos ha escogido, es trastornar el orden que guarda san Pablo.
Podemos, pues, concluir con toda seguridad: Si Dios nos ha escogido para que fuésemos santos, entonces no nos ha escogido por haber previsto que lo seríamos; pues son dos cosas contrarias, que los fieles tengan su santidad por la elección, y que por esta santidad de sus obras hayan sido elegidos.
Y de nada valen los sofismas a los que corrientemente se acogen sosteniendo que es verdad que Dios comunica la gracia de su elección no por los méritos que hayan podido preceder, sino por los que habían de venir. Porque cuando dice el Apóstol que los fieles fueron escogidos para que fuesen santos, a la vez da a entender que la santidad que habían de tener trae su origen y principio de la elección. Mas, ¿cómo concordar que lo que es el efecto de la elección haya sido causa de la misma? Además el Apóstol confirma aún más claramente lo que había dicho, añadiendo que Dios nos ha escogido según el puro afecto de su voluntad, que en si mismo había decretado. Porque esto vale tanto como decir, que ninguna cosa consideró fuera de Si mismo al hacer esta deliberación. Por esta razón prosigue luego que toda la suma de nuestra elección se debe referir al fin de ser “para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef. 1,6). Ciertamente la gracia de Dios no merecería ser ella sola glorificada en nuestra elección, Si ésta no fuera gratuita; y no seria gratuita, si Dios al elegir a los suyos, tuviese en cuenta cuáles hablan de ser las obras de cada uno.
Así pues, lo que decía Jesucristo a sus discípulos vemos que es muy gran verdad en todos los fieles: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros” (Jn. 15,16). Con lo cual Jesucristo no solamente excluye los méritos pasados, sino que además da a entender a sus discípulos que nada tenían por lo que merecieran ser elegidos, si Su misericordia no se les hubiera adelantado. De esta manera se ha de entender lo que dice san Pablo: “¿Quién be dio a él primero para que le fuese recompensado?” (Rom. 11,35). Porque él quiere probar que la bondad de Dios de tal manera previene a los hombres, que no halla cosa alguna en lo pasado ni en el futuro por la cual poder reconciliarse con ellos.
4. Rom. 9,6-8 afirma la elección particular gratuita
Asimismo en la carta a los Romanos, en la cual trata más de propósito y más por extenso esta materia, niega que sean israelitas todos los que descienden de Israel (Rom. 9,6-8); porque Si bien ellos a causa del derecho de la herencia eran todos benditos, sin embargo no todos llegaron igualmente a la sucesión.
El origen de esta disputa del Apóstol procedía del orgullo, soberbia y vanagloria del pueblo judío; porque atribuyéndose a si mismos el nombre de Iglesia, querían ser ellos solos los señores y que no se diese más crédito al Evangelio del que ellos quisieran. Del mismo modo que actualmente los papistas de muy buena gana se colocarían en lugar de Dios bajo el nombre de Iglesia que se atribuyen.
San Pablo, aunque concede que la posteridad de Abraham es santa a causa del pacto, no obstante muestra que muchos de ellos le eran extraños y nada tenían que ver con esta posteridad, y ello no solamente por haber degenerado de manera que de legítimos se convirtieron en bastardos; sino porque la especial elección de Dios está por encima de todo, y solo ella ratifica la adopción divina. Si los unos fuesen confirmados por su piedad en la esperanza de la salvación, y los otros por su sola defección y alejamiento fuesen desechados, ciertamente san Pablo hablaría muy necia y absurdamente transportando a los lectores a la elección secreta. Mas si es la voluntad de Dios — cuya causa ni se muestra ni se debe buscar — la que diferencia a los unos de los otros, de tal manera que no todos los hijos de Israel son israelitas, es en vano querer imaginarse que la condición y estado de cada uno tiene su principio en lo que tienen en si.
San Pablo pasa más adelante, aduciendo el ejemplo de Jacob y Esaú (Rom.9, 10-13). Pues, siendo así que ambos eran hijos de Abraham, y estando ambos encerrados juntamente en el seno de su madre, el que el honor de la primogenitura fuese traspasado a Jacob, fue como una mutación prodigiosa, por la cual sin embargo san Pablo mantiene que la elección de uno fue atestiguada, lo mismo que la reprobación del otro.
Cuando se pregunta por el origen y causa de esto, los doctores de la presciencia la ponen en las virtudes de uno y en los vicios del otro. Les parece que con dos palabras resuelven la cuestión, y afirman que Dios ha mostrado en la persona de Jacob, que elige a aquellos que ha previsto que son dignos de su gracia; y en la de Esaú, que reprueba a los que ha previsto que serán indignos de ella. Esto es lo que osadamente se atreve a sostener esta gente.
Mas, ¿qué dice san Pablo? “No habían aún nacido, ni habían hecho aún ni bien ni mal para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese, no por las obras, sino por el que llama — se le dijo: El mayor servirá al menor; como está escrito: A Jacob amé, mas a Esaú aborrecí” (Rom. 9, 11-13). Si la presciencia valiera de algo para establecer diferencia entre estos dos hermanos, ¿a qué hacer mención del tiempo? Supongamos que Jacob fue elegido por haber merecido esta dignidad por las virtudes que había de tener en el futuro; ¿por qué iba a decir san Pablo que aún Jacob no había nacido? Además hubiera añadido inconsideradamente que no habla hecho bien alguno; porque era fácil replicar que nada le está oculto a Dios, y por tanto, la piedad de Jacob estuvo siempre presente a Dios. Silas obras merecen la gracia, es del todo cierto que respecto a Dios era igual que hubiesen sido valoradas antes de nacer Jacob, que cuando era ya viejo.
Mas el Apóstol, prosiguiendo con esta materia, resuelve la duda y enseña que la adopción de Jacob no se debió a las, obras, sino a la vocación de Dios. Para las obras el Apóstol no pone tiempo pasado ni venidero, y al oponer expresamente las obras a la vocación de Dios, destruye a propósito lo uno con lo otro; como Si dijera: debemos considerar cuál ha sido la buena voluntad de Dios, y no lo que los hombres han aportado por si mismos. Finalmente, es evidente que por estas palabras de elección y propósito, el Apóstol ha querido desechar en esta materia todas las causas que los hombres se imaginan al margen del secreto designio de Dios.
5. ¿Con qué podrán oscurecer estas palabras los que en la elección atribuyen algo
a las obras, precedentes o futuras? Ello sería destruir totalmente lo que pretende probar el Apóstol, que la diferencia entre estos dos hermanos no depende de ninguna consideración de las obras, sino de la pura vocación de Dios, puesto que El estableció esta diferencia entre ellos aun antes de nacer. Y ciertamente san Pablo no hubiera ignorado esta sutileza que usan los sofistas, si tuviera algún fundamento; pero como sabía perfectamente que nada bueno puede prever Dios en el hombre, sino lo que hubiere determinado darle por la gracia de la elección, no tiene en cuenta este orden perverso de preferir las buenas obras a la causa y origen de las mismas.
Vemos, pues, por las palabras del Apóstol que la salvación de los files se funda sobre la sola benevolencia de Dios, y que este favor y gracia no se alcanza con ninguna obra, sino que proviene de su gratuita vocación. Tenemos también una especie de espejo o cuadro en que se nos representa esto mismo. Hermanos son Jacob y Esaú; engendrados .de un mismo padre y una misma madre, e incluso enclaustrados en el mismo seno materno antes de nacer. Todas estas cosas son iguales entre ellos; sin embargo el juicio de Dios hizo gran diferencia entre ellos; porque al uno lo escoge, y al otro lo rechaza. No existía otra razón para que el uno pudiese ser preferido al otro, que la sola primogenitura; pero ni eso se tuvo en cuenta, y se da al menor lo que se niega al mayor. Más aún; en muchos otros parece que Dios a propósito ha menospreciado la primogenitura, a fin de quitar a la carne toda materia y ocasión de gloriarse; rechazando a Ismael, pone Dios su corazón en Isaac; rebajando a Manasés, prefiere a Efraín.
6. En ese pasaje el Apóstol no fuerza de ningún modo los textos del Antiguo Testamento y está de acuerdo con san Pedro
Y si alguno replica que no se puede en virtud de estos detalles sin
importancia pronunciarse en lo que se refiere a la vida eterna, y que es pura burla querer concluir que el que fue exaltado al honor de la primogenitura, ése fuese adoptado para ser heredero del reino de Dios — pues hay muchos que no perdonan ni al mismo san Pablo, acusándole de haber retorcido el sentido de la Escritura para aplicarlo a esta materia — respondo, como ya lo he hecho, que el Apóstol no habló inconsideradamente, ni ha retorcido el sentido de la Escritura, sino que vela — lo cual esta gente no puede considerar — que Dios quiso declarar con una marca y señal corporal la elección espiritual de Jacob, la cual de otra manera permanecía secreta en su oculto consejo. Porque si no referimos la primogenitura dada a Jacob a la vida futura, la bendición que recibió sería vana y ridícula, puesto que de ella no obtuvo más que muchas miserias y desventuras, un triste destierro y grandes congojas y angustias. Viendo, pues, san Pablo que con esta bendición externa había testimoniado una bendición espiritual y no caduca, la cual había preparado en su reino a su siervo Jacob, no dudó en tomar como argumento y prueba la primogenitura que había recibido, para probar que había sido elegido por Dios.
Debemos también recordar que la tierra de Canaan fue una prenda de la herencia del reino de los cielos; de manera, que no debemos dudar que Jacob fue incorporado a Jesucristo para ser compañero de los ángeles en la vida celestial. Es, pues, elegido Jacob y rechazado Esaú; y son diferenciados por la predestinación de Dios aquellos entre los cuales no existía diferencia alguna en cuanto a los méritos.
Si se quiere saber la causa, es la que da el Apóstol: que fue dicho a Moisés: Tendré misericordia del que yo tenga misericordia, y me compadeceré del que yo me compadezca (Rom. 9,15). Pregunto yo: ¿qué quiere decir esto? Sin duda el Señor clarísimamente asegura que no existe entre los hombres ningún otro motivo para que les otorgue beneficios que su sola y pura misericordia. Por tanto, si Dios solo establece y ordena en sí mismo tu salvación, ¿a qué desciendes a ti mismo? ¿Por qué te lo aplicarás a ti mismo? Puesto que El te señala como causa total su sola misericordia, ¿por qué te vas a apoyar en tus propios méritos? Si El quiere que pongas todos tuS pensamientos en su sola misericordia, ¿por qué vas a aplicar tú una parte a la consideración de las obras?
Es, pues, necesario volver a aquel reducido número del que dice san Pablo en otro lugar que desde antes lo conoció (Rom. 11,2); no como éstos se lo imaginan, que El prevé todas las cosas permaneciendo ocioso y sin preocuparse de nada, sino en el sentido en que esta palabra se toma muchas veces en la Escritura. Porque cuando san Pedro dice en los Hechos, que Jesucristo “(fue) entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios” (Hch. 2,23), no presenta a Dios como un simple espectador, sino como autor de nuestra salvación. El mismo san Pedro al decir que los fieles, a los que él escribía, “(eran) elegidos según la presciencia de Dios” (1 Pe. 1,2), con estas palabras declara propiamente aquella arcana y secreta predestinación, con la que Dios señaló como hijos suyos a los que El quiso.
Al añadir la palabra “propósito” como sinónimo, siendo así que significa una firme determinación, nos enseña que Dios no sale de si mismo para buscar la causa de nuestra salvación. Y en ese sentido dice en el mismo capítulo que Cristo fue el cordero ya destinado desde antes de la fundación del mundo (1 Pe. 1,19—20); porque, ¿qué cosa habría más fría que decir que Dios habla estado mirando desde arriba, de donde venía la salvación a los hombres? Así pues, vale tanto en san Pedro “pueblo preconocido”, como en san Pablo un “remanente” sacado de una ingente multitud que falsamente se jacta del nombre de Dios.
También en otro lugar san Pablo, para abatir el orgullo y la jactancia de aquellos que cubriéndose meramente con el titulo externo, como con una mascara, se asignan el primer lugar en la Iglesia como columnas de la misma, dice: “Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Tim.2, 19).
Finalmente, san Pablo con estas palabras señala dos pueblos; uno es toda la descendencia de Abraham; el otro, la parte que de él fue sacada y que Dios se reserva para Si corno un tesoro, de tal manera, que los hombres no saben dónde está. Y no hay duda que él lo ha tornado de Moisés, el cual afirma que Dios será misericordioso con quienes quiera — aunque hable del pueblo escogido, cuya condición en apariencia era igual —; como si dijera que no obstante ser común y general la adopción, sin embargo El se había reservado una gracia aparte, corno un singular tesoro, para aquellos a quienes tuviese a bien comunicarla; y que el pacto general no impedía que El se escogiera y apartara un número reducido de entre aquella multitud. Y queriendo mostrarse corno Señor absoluto y que libremente puede dispensar esto, expresamente niega que haya de ser misericordioso con uno más que con el otro, sino porque así le place; pues si la misericordia no se presenta sino a aquellos que la buscan, es cierto que no son rechazados; pero ellos previenen y adquieren en parte este favor, cuya alabanza Dios se atribuye y guarda para si mismo.
7. La enseñanza de Cristo en el evangelio de San Juan
Oigamos ahora qué es lo que sobre toda esta materia nos dice el supremo Juez y Señor, que todo lo sabe y entiende.
Viendo tanta dureza en sus oyentes, que casi no sacaba provecho de ninguno, para remediar este escándalo que podrían recibir los débiles, exclama: Todo lo que el Padre me da vendrá a mí; porque ésta es la voluntad del Padre que me envió, que de todo lo que me diere no pierda yo nada (Jn. 6, 37,39). Notad bien que el principio para ser admitidos bajo la protección y amparo de nuestro Señor Jesucristo proviene de la donación del Padre.
Alguno puede que dé la vuelta al círculo y replique que Dios reconoce en el número de los suyos solamente a aquellos que de buen grado se entregan a El por la fe. Pero Jesucristo solamente insiste en que, suponiendo que todo el mundo anduviese trastornado y hubiese en él infinitos cambios, no obstante el consejo de Dios permanecerá más firme que el mismo ciclo, de forma que su elección subsista firme e íntegra.
Se dice que los elegidos pertenecían al Padre celestial antes de darlos a su Hijo Jesucristo. La cuestión es si esto se hace así por naturaleza, o, por el contrario, El somete a si mismo a los que le eran extraños y estaban apartados de El, atrayéndolos a sí. Las palabras de Jesucristo son tan claras, que por más vueltas que den los hombres, jamás las podrán oscurecer. “Ninguno”, dice, “puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Jn.6, 44,65); mas “todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de él, viene a mí” ((Jn. 6,45). Si todos indistintamente se postrasen delante de Jesucristo, la elección sería común; pero, por el contrario, en el pequeño número de los creyentes aparece esta grandísima distinción. Por eso, el mismo Jesucristo después de decir que los discípulos que le habían sido dados eran la posesión de su Padre, poco después añade: “No ruego por el mundo, sino por éstos que me diste; porque tuyos son” (Jn. 17,9). De donde se sigue que no todo el mundo pertenece a su Creador, sino en cuanto que la gracia de Dios retira a unos pocos de la maldición y la ira de Dios y de la muerte eterna; los cuales de otra manera se perderían; en cambio el mundo es dejado en la ruina y perdición a la que fue destinado.
Por lo demás, aunque Cristo media entre el Padre y los hombres, con todo no deja de atribuirse el derecho de elegir que juntamente con el Padre le compete: “No hablo”, dice, “de todos vosotros; yo sé a quiénes he elegido” (Jn. 13,18). Si alguno pregunta de dónde los ha elegido, El mismo responde en otro lugar: “del mundo” (Jn. 15,19), al cual excluye de sus oraciones cuando encomienda sus discípulos al Padre. Notemos, sin embargo, que al decir que El sabe a quiénes ha escogido, indica y entiende una cierta parte de los hombres, a la cual no diferencia de los demás por razón de las virtudes de que puedan estar adornados, sino a causa de que están separados por decreto divino. De lo cual se sigue que todos aquellos que pertenecen a la elección de la que Jesucristo es autor, no exceden a los otros por su propia industria y diligencia.
En cuanto a que en otro lugar cuenta a Judas en el número de los elegidos (Jn. 6,70), aunque era un diablo, esto ha de entenderse con respecto al cargo de apóstol, el cual, aunque es como un espejo excelente del favor divino — como san Pablo muchas veces lo reconoce en su propia persona — no por eso lleva consigo la esperanza de la vida eterna. Puede, pues, Judas usando impiamente de su oficio de apóstol, ser peor que un demonio; pero aquellos que Cristo incorporó una vez a sí mismo, no permitirá que ninguno de ellos perezca (Jn. 10,28), ya que para conservarlos en vida hará cuanto ha prometido; es decir, desplegara la potencia de Dios, que supera a cuanto existe.
Respecto a lo que en otro lugar dice Cristo: De los que me diste, ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición (Jn. 17, 12), aunque es una manera difícil de hablar, sin embargo no contiene ambigüedad alguna.
En resumen: que Dios por una adopción gratuita crea a aquellos que quiere tener por hijos, y que la causa de la elección, que llaman intrínseca, radica en El mismo, pues no tiene en cuenta más que Su benevolencia.
8. Refutación de las objeciones fundadas sobre los Padres. Testimonio de san
Agustín
Mas alguno dirá que san Ambrosio, Jerónimo y Orígenes han escrito que Dios distribuye su gracia entre los hombres según El sabe que cada uno ha de usar bien de ella.1 Yo voy aún más allá, y afirmo que san
1 Pseudo-Ambrosio — Ambrosiaster —, Comentario a Romanos 8, 29; pseudo-Jerónimo — Juan Diácono —, Exposición de Romanos 7, 8.
Agustín también tuvo la misma opinión;1pero después de haber aprovechado más en la Escritura, no solamente la retractó como evidentemente falsa, sino incluso 1a refutó con todo su poder y fuerza.2 Y todavía después de haberla retractado, viendo que los pelagianos persistían en este error, emplea estas palabras: “Quién no se maravillará de que el Apóstol no haya caldo en la cuenta de esta gran sutileza? Porque después de exponer un caso bien extraño tocante a Esaú y Jacob, considerándolos antes de que hubiesen nacido, y habiéndose formulado a si mismo la pregunta: ‘¿Que, pues, diremos? ¿Que hay injusticia en Dios?’ (Rom. 9, 14), lo propio seria responder que Dios había previsto los méritos del uno y del otro; sin embargo no dice eso, antes se acoge a los juicios de Dios y a su misericordia”.3 Y en otro lugar, después de haber demostrado que el hombre no tiene mérito alguno antes de su elección, dice: “Ciertamente, aquí no tiene lugar el vano argumento de aquellos que defienden la presciencia de Dios contra su gracia, asegurando que hemos sido elegidos antes de la creación del mundo porque Dios supo que seríamos buenos, y no porque El nos hacia tales. No habla de esta manera el que dice: ‘No me elegisteis vosotros a mi, sino que yo os elegí a vosotros’ (Jn. 15, 16). Porque si El nos hubiera elegido porque sabia que seríamos buenos, juntamente hubiera sabido que nosotros lo habíamos de elegir.”4
Valga este testimonio de san Agustín entre aquellos que dan mucho crédito a lo que dicen los Padres. Por más que san Agustín no consiente ser separado de los otros Doctores antiguos, sino que prueba con claros testimonios que los pelagianos le calumniaban al acusarle de que él solo mantenía aquella opinión. Cita, pues, en su libro De la Predestinación de los Santos, el dicho de san Ambrosio, que Jesucristo llama a aquellos a quienes El quiere hacer misericordia.5 Y: “Si Dios hubiera querido, a los que no lo eran los hubiera hecho devotos; pero Dios llama a aquellos a quienes tiene a bien llamar, y convierte a quienes le place” (Ibid.). Si quisiera llenar un libro con los dichos notables de san Agustín tocantes a esta materia, me seria fácil hacer ver a los lectores, que no tengo necesidad de usar otras palabras que las del mismo san Agustín; pero no quiero series molesto con mi prolijidad.
Mas supongamos que ni san Agustín ni san Ambrosio hablaran de esta materia, y considerémosla en si misma. San Pablo suscitó una cuestión bien difícil, a saber, si Dios obra justamente al no conceder la gracia más que a quien le parece. La hubiera podido solucionar con una sola palabra, diciendo que Dios considera las obras. Pero, ¿cuál es la razón de que no lo haga así, antes bien continúa con su argumento, que sigue envuelto en la misma dificultad? Por qué, sino ¿porque no debía hacerlo así? Pues el Espíritu Santo, que habló por boca de su Apóstol, no estaba expuesto a olvidarse de lo que había de responder. Responde, pues,
claramente y sin lugar a tergiversaciones, que Dios admite en su gracia a los elegidos, porque así le place; que les hace misericordia, porque así le parece. Porque el testimonio de Moisés que él alega: “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Ex. 33, 19), vale tanto como si dijera que Dios se mueve a misericordia, no por otra razón, sino porque quiere hacer misericordia. Por eso permanece verdadero lo que san Agustín dice en
1 Exposición de la proposición 60 sacada de la carta a los Romanos.
2 Retractaciones, lib. I, cap. xxiii, 205, etc.
3 Carta CXCIV, CVII, 35.
4 Tratado sobre san Juan, tr. LXXXVI, 2.
5 Se trata aquí del segundo libro sobre La predestinación de los Santos, cuyo titulo más corriente es Del don de la perseverancia, cap. XIX, 49. Cfr. Ambrosio, Exposición del evangelio de Lucas, 1, 10.
otro lugar,1 que la gracia de Dios no halla a nadie al que deba elegir, sino que ella hace a los hombres aptos para que sean elegidos.
9. Una sutileza de Santo Tomás de Aquino
No hago caso de la sutileza de Santo Tomás de Aquino, el cual dice que, aunque la presciencia de los méritos no pueda ser llamada causa de la predestinación por lo que se refiere a Dios, que predestina, sin embargo si se puede por lo que a nosotros respecta, como cuando afirma que Dios ha predestinado a sus elegidos para que con sus méritos alcancen la gloria; porque ha determinado darles su gracia para que con ella merezcan la gloria.2 Mas como el Señor no quiere que consideremos otra cosa en su elección que su pura bondad, si alguno quiere ver alguna otra cosa, evidentemente se propasa excesivamente.
Si quisiéramos oponer a una otra sutileza, no nos faltaría el modo de abatir lo de Santo Tomás. El pretende probar que la gloria es en cierta manera predestinada a los elegidos por sus méritos, porque Dios les predestina la gracia con la que merezcan la gloria. Pero yo replico que por el contrario, la gracia que el Señor da a los suyos sirve para su elección y más bien le sigue que no la precede; puesto que se da a aquellos a quienes la herencia de la vida había sido ya asignada. Porque el orden que Dios sigue consiste en justificar después de haber elegido. De donde se sigue que la predestinación de Dios con la que delibera llamar a los suyos a su gloria es precisamente la causa de la deliberación que tiene de justificarlos, y no al contrario.
Pero dejemos a un lado estas disputas que son superfluas para los que creen que tienen suficiente sabiduría en la Palabra de Dios. Porque muy bien dijo un doctor antiguo que los que atribuyen la causa de la elección a los méritos, quieren saber más de lo que les conviene.3
1 Carta CL XXXVI, cap. v, 15.
2 Sobre las Sentencias, lib. I, dist. 41, cu. 1, art. 3.
3 Las antiguas ediciones de la Institución ponen aquí en nota: “Ambrosius, De vocatione Gentium, lib. I, cap. ii”. La referencia no se encuentra en ninguno de los dos libros del Pseudo-Ambrosio sobre la vocación de los gentiles.
10. La vocación universal no contradice la elección particular?
Objetan algunos que Dios se contradiría a si mismo, si llama sea todos en general, y no admitiese más que a unos pocos, a los que El hubiera elegido; y que de esta manera, a su parecer, la generalidad de las promesas anula y destruye la gracia especial.
Admito que algunas personas doctas y modestas hablan de esta manera, no tanto por oprimir la verdad, cuanto por resolver ciertas cuestiones intrincadas y poner freno a la curiosidad de no pocos. Su voluntad es buena, pero su consejo no se puede aprobar, porque jamás es bueno andar con rodeos y tergiversaciones.
En cuanto a aquellos que se desmandan desvergonzadamente, su sutileza ya citada es muy frívola, y cometen un grave error del que deberían avergonzarse en gran manera.
Cómo concuerdan estas dos cosas: que todos por la predicación exterior sean llamados a la penitencia y la fe, y sin embargo, que el espíritu de penitencia y de fe no se dé a todos, ya lo he expuesto; será necesario repetir aquí algo de lo que ya hemos dicho.
Yo les niego lo que ellos pretenden, porque así se debe hacer; y ello por dos razones: porque Dios, que amenaza con hacer llover sobre una ciudad y envía la sequía sobre otra; que anuncia que habrá hambre de su doctrina y Palabra (Am. 4, 7.8. 11), no se obliga a una ley determinada de llamar a todos del mismo modo. Al prohibir asan Pablo que predicase en Asia, y al retirarlo de Bitinia llevándolo a Macedonia, demuestra que es libre para distribuir el tesoro de vida a quien le agrada (Hch. 16,6—10). Sin embargo, demuestra más claramente aún de qué modo particular ordena sus promesas para sus elegidos; porque solo de ellos, y no indistintamente de todo el género humano, afirma que serán sus discípulos (Is. 8, 16). Por donde se ye claro que los que quieren que la doctrina de vida se proponga a todos, para que todos se aprovechen eficazmente, se engañan sobremanera, puesto que solamente se propone a los hijos de la Iglesia.
Baste, pues, por el momento que aunque la voz del Evangelio llame a todos en general, sin embargo el don de la fe es muy raro. La causa la da Isaías: que no a todos es manifestado el brazo de Dios (Is. 53, 1). Si dijera que el Evangelio es maliciosamente menospreciado, porque muchos con gran contumacia lo rehúsan oír, puede que esto ofreciera alguna apariencia para probar la vocación general. Y no. es la intención del profeta disminuir la culpa de los hombres, diciendo que la fuente de su ceguera es que Dios no ha tenido a bien manifestarles su brazo, su virtud y potencia. Solamente advierte que como la fe es un don singular de Dios, en vano se hieren los oídos con la sola predicación externa de la Palabra.
Mas yo querría que estos doctores me dijeran si la mera predicación nos hace hijos de Dios, o bien la fe. Sin duda, cuando en el capitulo primero de san Juan se dice: “A los que creen en su nombre les dio potestad de ser hechos hijos de Dios” (Jn. 1, 12), no se propone una mezcla y confusión de todos los oyentes, sino que se mantiene un orden especial con los fieles, los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
El consentimiento mutuo entre la Palabra y la fe. Si replican que hay un consentimiento recíproco entre la fe y ha Palabra, respondo que es verdad cuando hay fe. Pero no es cosa nueva ni nunca vista, que la semilla caiga entre espinas y en lugares pedregosos; no solamente porque la mayor parte de los hombres se muestra rebelde y contumaz contra Dios, sino porque no todos tienen ojos para ver, ni oídos para escuchar.
Si preguntan a qué fin llama Dios a si a aquellos que El sabe no irán, responde por mí san Agustín: “Quieres”, dice, “disputar conmigo de esta materia? Más bien maravillate conmigo y exclama: Oh alteza! Convengamos ambos en el temor, para que no perezcamos en el error”.1
Además, si ha elección, como lo afirma san Pablo, es madre de la fe, vuelvo el argumento contra ellos, y digo: la fe no es general, porque ha elección de la que ella procede es especial. Pues cuando dice san Pablo. que los fieles están llenos de todas las bendiciones espirituales según que les escogió antes de la fundación del mundo (Ef. 1,3—4), es muy fácil concluir según el orden causa-efecto, que estas riquezas no son comunes a todos, puesto que no ha elegido más que a aquellos que El ha querido. Esta es la razón por la que en otro sitio ensalza expresamente ha fe de los elegidos (Tit. 1,1), a fin de que no parezca que cada uno adquiere la fe por 51 mismo, sino que esa gloria reside en Dios, que El ilumina gratuitamente a aquellos a quienes antes había elegido. Porque muy bien dice san Bernardo, que a los que Dios tiene por amigos los oye aparte, y que a ellos les dice: “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lc. 12,32). Luego pregunta: “¿Quiénes son éstos? Ciertamente los que El antes habla conocido y predestinado para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo. He aquí un grande y secreto consejo, que nos ha sido manifestado: Sabe el Señor quiénes son los suyos; pero lo que El sabia, se ha manifestado a los hombres, y no permite que nadie entienda este misterio, excepto aquellos que El antes supo y predestinó que serian suyos” (Rom. 8,29). Y poco después concluye: “La misericordia de Dios de eternidad en eternidad sobre los que he temen; de eternidad por la predestinación; en eternidad por la bienaventuranza; la una no tiene principio, y la otra jamás tendrá fin”.2
Pero, ¿qué necesidad hay de alegar a san Bernardo como testigo, puesto que de la boca misma de nuestro Maestro oímos que no hay nadie que haya visto al Padre, sino los que son de Dios? (Jn. 6,46).3 Palabras con las que quiere significar que todos aquellos que no son engendrados de Dios quedan deslumbrados y estupefactos con el resplandor de su cara. Ciertamente unen muy bien ha fe con ha elección; con tal que permanezca en segundo lugar. Este orden lo muestran claramente las palabras de Cristo: “Esta es ha voluntad del Padre: que de todo lo que me diere, no pierda yo nada” (Jn. 6,39). Si quisiera que todos se salvasen, les daría a su Hijo para que los guardara y los incorporara a todos a El con el santo nudo de la fe. Pero la fe es una prenda singular de su amor paterno que reserva en secreto para los que El adoptó como hijos. Por esta razón dice Cristo en otro lugar: “Las ovejas siguen al pastor, porque conocen su voz; pero no siguen al extraño, porque no conocen ha voz de los extraños” (Jn. 10,4—5). ¿De dónde les viene este discernimiento, sino de que Cristo ha taladrado sus oídos? Porque nadie se hace a sí mismo oveja, sino que Dios es el que da la forma y lo hace. Y ésta es la razón de por qué nuestro Señor Jesucristo dice que nuestra salvación está bien segura y fuera de todo peligro para siempre, porque es guardada por la potencia invencible de Dios (Jn. 10,29). De donde concluye que los incrédulos no son del número de sus ovejas, porque no son del número de aquellos a quienes Dios ha prometido por medio del profeta Isaías, que serían sus discípulos (Jn. 10,26; Is. 8, 18; 54,13).
Por lo demás, como en los testimonios que he citado, se hace notablemente mención de la perseverancia, esto muestra que la elección es firme y constante sin que se halle sometida a variación alguna.
1 Sermón XXVI, cap. xii, 13.
2 Carta CVII, 4y5.
3 Esta referencia puede parecer extraña, porque no es eso lo que dice el texto citado, que habla del Hijo de Dios, de Aquel que es de Dios. Sin embargo el v. 46 es la conclusión del precedente. En la unión mística, los creyentes reciben de Cristo las gracias que El mismo posee: “Como arriba ha expuesto y enaltecido la gracia de su Padre, así ahora atrae cuidadosamente a si solo a los fieles” (Cfr. Comentario de Calvino a in. 6,46). Ver en el mismo sentido Jn. 3, 3; 8,47; 14,9.
11. Los réprobos
Tratemos ahora de los réprobos, de los cuales habla también el Apóstol en el pasaje ya indicado. Porque así como Jacob sin haber aún merecido cosa alguna con sus obras es recibido en gracia, del mismo modo Esaú sin haber cometido ofensa alguna, es rechazado por Dios (Rom. 9, 13). Si consideramos las obras, haríamos grave injuria al Apóstol, como si no hubiera visto lo que es evidente para nosotros. Ahora bien, que él no lo ha visto se prueba porque insiste particularmente en que antes de que hubiera hecho bien o mal alguno, el uno fue escogido, y el otro rechazado; de donde concluye que el fundamento de la predestinación no consiste en las obras.
Además, después de haber suscitado la cuestión de Si Dios es injusto, no alega que Dios ha pagado a Esaú según su malicia; lo cual seria la más clara y cierta defensa de la justicia de Dios; sino que resuelve la cuestión con una solución bien diversa; a saber, que Dios suscita a los réprobos para exaltar en ellos Su gloria. Y finalmente pone como conclusión, que Dios tiene misericordia de quien quiere, y que endurece a quien le parece (Rom. 9, 18).
¿No vemos cómo el Apóstol entrega lo uno y lo otro a la sola voluntad de Dios? Si nosotros, pues, no podemos asignar otra razón de por qué Dios hace misericordia a los suyos, sino que porque le place, tampoco dispondremos de otra razón, de por qué rechaza y desecha a los otros, que este mismo beneplácito. Porque cuando se dice que Dios endurece, o que hace misericordia a quien be agrada, es para advertirnos que no busquemos causa ninguna fuera de su voluntad.