CAPITULO XXIV
LA ELECCION SE CONFIRMA CON EL LLAMAMIENTO
DE DIOS; POR EL CONTRARIO, LOS REPROBOS ATRAEN SOBRE ELLOS
LA JUSTA PERDICION A LA QUE ESTAN DESTINADOS
1. El llamamiento eficaz de los elegidos se debe a su elección misericordiosa
Mas, para que se entienda esto mejor, será conveniente tratar aquí tanto del llamamiento de los elegidos, como de la obcecación y endurecimiento de los impíos.
En cuanto a la primera parte, ya he dicho algo cuando refute el error de aquellos que al socaire de la generalidad de las promesas querían igualar a todo el género humano. Pero Dios se atiene a su orden, declarando finalmente por su llamamiento la gracia que de otra manera permanecía escondida en El, a la cual se puede llamar por esta razón su testificación. “Porque, a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”. “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó” (Rom. 8,29-30).
El Señor, al elegir a los suyos, los ha adoptado por hijos; sin embargo, vemos que no entran en posesión de tan grande bien sino cuando los llama; por otra parte, vemos también que, una vez llamados, comienzan a gozar del beneficio de su elección. Por esta causa el apóstol san Pablo llama, al Espíritu que los elegidos de Dios reciben, “espíritu de adopción” (Rom.8, 15-16), y sello y arras de nuestra herencia (Ef. 1,13-14; 2 Cor. 1,22; y otros pasajes); porque El confirma y sella en su corazón, con Su testimonio, la certeza de esta adopción. Pues aunque la predicación del Evangelio mane y proceda de la fuente de la elección, como quiera que aquella es común incluso a los réprobos, no les servirla por si sola de prueba suficiente de la misma. Pero Dios enseña eficazmente a los elegidos para atraerlos a la fe, según lo dice Cristo en las palabras que ya hemos alegado: Nadie ha visto al Padre, sino aquel que vino de Dios (Jn. 6,46); siendo así que en otro lugar dice: “Ninguno puede venir a mí, Si el Padre que me envió no le trajere” (Jn.6,44); palabras que san Agustín considera muy prudentemente como sigue: “Si, como dice la Verdad, todo aquel que ha aprendido, vino; cualquiera que no ha venido, ciertamente no ha aprendido. No se sigue, pues, que el que puede venir venga de hecho, si él no lo quisiere y lo hiciere; en cambio, cualquiera que hubiere sido enseñado por el Padre, no solamente puede venir, sino que viene de hecho. Porque éste ya está adelantado para poder, está aficionado para querer, y tiene el deseo de hacer”.1
Y en otro lugar lo dice aún más claramente: “¿Que quiere decir: Todo aquel que hubiere oído a mi Padre y hubiere aprendido de El viene a mí, sino que no hay nadie que oiga a mi Padre y aprenda de El, que no venga a mí? Porque si cualquiera que ha oído a mi Padre y ha aprendido de El viene, sin duda todo el que no viene, ni ha oído al Padre, ni ha aprendido de El; porque si hubiera oído y aprendido vendría. Muy lejos está de los sentidos de la carne esta escuela, en la cual el Padre enseña y es oído, para que los creyentes vengan al Hijo”.2 Y poco después dice: “Esta gracia que secretamente se da al corazón de los hombres no es recibida por ningún corazón duro; pues la causa por la que se da es para que, ante todo, se quite del corazón esta dureza. Así que cuando el Padre es interiormente oído, quita el corazón de piedra, y da uno de carne. He aquí cómo hace El con los hijos de la promesa y los vasos de misericordia, que ha preparado para gloria. ¿Cuál es, pues, la causa de que no enseñe a todos para que vayan a Cristo, sino que a todos los que enseña les enseña por misericordia, y a todos los que no enseña, no les enseña por juicio? Pues de quien quiere tiene misericordia, y a quien quiere endurece”. 3 Así que Dios señala por hijos suyos y establece ser Padre para ellos, a aquellos que El ha elegido. Mas al llamarlos los introduce en su familia y se une a ellos para que sean una misma cosa. Y así, cuando la Escritura junta el llamamiento con la elección, muestra bien claramente de este modo que en él no se debe buscar ninguna otra cosa sino la gratuita misericordia de Dios. Porque si preguntamos quiénes son aquellos a quienes llama y la razón por la que los llama, El responde que aquellos a quienes El ha elegido. Mas cuando se llega a la elección, entonces la sola, misericordia resplandece por todas partes. Y ciertamente aquí se verifica lo que dice san Pablo: “No depende del que quiere ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Rom. 9,16). Y no se debe entender esto — como comúnmente se entiende —, estableciendo una división entre la gracia de Dios y la voluntad del hombre; porque ellos explican que el deseo y el esfuerzo del hombre no sirven de nada por si mismos si la gracia de Dios no los bendice y hace prosperar; pero además añaden que cuando Dios los bendice y ayuda, ambos hacen también su parte en la obra de adquirir y alcanzar la salvación. Esta sutileza prefiero refutarla con palabras del mismo san Agustín en vez de las mías propias. “Si el Apóstol”, dice él, “no quiso decir otra cosa sino que no estaba solamente en la facultad del que quiere y del que corre, sino que es el Señor quien ayuda con su misericordia, nosotros podríamos retorcer el argumento y decir que no pertenece solo a la misericordia, si no es ayudada por la voluntad y el concurso del hombre. Y si esto es evidentemente impío, no dudemos de que el Apóstol atribuye todo a la
misericordia del Señor, sin atribuir cosa alguna a nuestra voluntad y deseo.”4 Tales son las palabras del santo varón.
No me preocupa en absoluto la sutileza de que se sirven al decir que san Pablo no hablaría de esta manera si no hubiera algún esfuerzo y voluntad en nosotros. Porque él no tuvo en cuenta lo que hay en el hombre, sino que viendo que algunos atribuían una parte de su salvación a su industria, simplemente condena en el primer miembro el error de los mismos, y luego aplica e imputa totalmente la salvación a la misericordia de Dios. ¿Y qué otra cosa hacen los profetas, sino predicar de continuo el gratuito llamamiento de Dios?
1 De la Gracia de Jesucristo y del Pecado Original, XIV, 15; XXXI.
2 De la Predestinación de los Santos, VIII, 13.
3 Ibid., VIII, 13 y 14.
4 Enquiridión IX, 32.
2. En el llamamiento eficaz, La iluminación del Espíritu Sonto está unida a la predicación de la Palabra
Además, la misma naturaleza y economía del llamamiento muestra esto mismo bien claramente; pues éste no consiste solamente en la predicación de la Palabra, sino también en la iluminación del Espíritu Santo. Por el Profeta se nos da a entender quiénes son aquellos a quienes Dios ofrece su Palabra: “Fui hallado por los que no me buscaban. Dije a gente que no invocaba mi nombre: Heme aquí” (Is. 65, 1). Y para que los judíos no pensasen que tal gracia se refería solamente a los gentiles, el Señor les trae también a la memoria de dónde ha sacado El a su padre Abraham, cuando quiso recibirlo en su gracia y favor; a saber, de en medio de la idolatría en la cual estaba abismado con toda su familia (Jos. 24,2—3).
Cuando Dios se muestra con la luz de su Palabra a aquellos que no lo merecían, con ello da una evidente señal de su gratuita bondad. En esto, pues, brilla ya su inmensa bondad; pero no como salvación para todos; pues a los réprobos les está preparando un juicio mucho más grave por haber rechazado el testimonio del amor de Dios. Y ciertamente Dios les quita la eficacia y virtud de su Espíritu, para hacer resplandecer su gloria. De aquí, pues, se sigue que este interno llamamiento es una prenda de salvación que no puede fallar.
A esto mismo se refiere lo que dice san Juan: “En esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado” (1 Jn. 3,24). Y para que la carne no se gloríe de haber respondido al llamamiento de Dios, que espontáneamente se le ofrecía y convidaba, afirma que nosotros no tenemos más oídos para oír, ni ojos para ver, que los que El nos diere; y que no los da conforme a lo que cada uno merece, sino conforme a su elección. De esto tenemos un ejemplo admirable en san Lucas cuando dice que los judíos y los gentiles oyeron juntamente el sermón que Pablo y Bernabé predicaron; y a pesar de que todos a la vez oyeron el sermón y fueron instruidos en la misma doctrina, no obstante san Lucas refiere que “creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna” (Hch. 13,48). ¿Cómo, pues, nos atreveremos a negar que el llamamiento es gratuito, cuando en él resplandece por todas partes únicamente la elección?
3. La elección no depende de la voluntad ni de la fe del hombre
Es preciso que en esta materia nos guardemos bien de caer en dos errores.
Hay algunos que ponen al hombre como compañero de Dios en la obra de la salvación, para ratificar con su ayuda la elección divina. Con ello constituyen la voluntad del hombre superior al consejo de Dios. Como si la Escritura nos enseñase que solamente se nos concede poder creer, y no que la fe misma es un don de Dios.
Otros hay que, aunque no rebajan tanto como los anteriores la gracia del Espíritu Santo, sin embargo, movidos por no sé qué razón, hacen depender la elección de la fe, como si fuese dudosa e incluso del todo ineficaz mientras no es confirmada por la fe.
Ciertamente no hay duda de que al creer se confirma en cuanto a nosotros, y ya hemos visto que el consejo de Dios que antes permanecía oculto para nosotros, se nos manifiesta; aunque no entendamos por esto sino que la adopción de Dios, la cual antes no entendíamos ni conocíamos, se confirma en nosotros y es como impresa con un sello. Pero es falsa su opinión de que la elección solo comienza a ser eficaz cuando hemos abrazado el Evangelio, y que de aquí toma toda su fuerza y vigor. Es verdad que por lo que a nosotros se refiere, según lo he dicho, recibimos del Evangelio la certeza de la misma; porque Si intentáramos penetrar en el eterno decreto y la ordenación de Dios, nos tragarla aquel profundo abismo. Mas después que Dios nos ha manifestado y dado a entender que somos de sus elegidos, es necesario que subamos más alto, para que el efecto no sofoque su causa. Porque, ,qué hay más absurdo e irrazonable que, cuando la Escritura nos enseña y afirma que Dios nos ha iluminado en cuanto que nos ha elegido, esta claridad ciegue de tal manera nuestros ojos que rehusemos ponerlos en nuestra elección?
Sin embargo, yo no niego que para estar ciertos de nuestra salvación sea necesario comenzar por la Palabra, y que nuestra confianza debe descansar sobre ella para que invoquemos a Dios como a Padre. Porque van muy fuera de camino los que quieren volar sobre las nubes para darnos certeza del consejo de Dios, que El ha puesto cerca de nosotros; a saber, en nuestra boca y nuestro corazón (Dt. 30, 14). Debemos, pues, refrenar esta temeridad con la sobriedad de la fe, para que Dios nos sea testigo suficiente de su oculta gracia, que nos revela en su Palabra; con tal que este canal por el que corre el agua en gran abundancia para que bebamos de ella, no impida que la verdadera fuente tenga el honor que le es debido.
4. La certeza de nuestra elección nos es suficientemente atestiguada par la Palabra
Por tanto, como proceden muy mal quienes enseñan que la virtud y eficacia de la elección depende de la fe en el Evangelio por la cual sentimos que ella nos pertenece, nosotros guardaremos el orden debido si, al procurar la certidumbre de nuestra salvación, nos asimos a las señales que de ello se siguen como a unos testimonios ciertos de la misma.
Con ningún género de tentaciones acomete más grave y peligrosamente Satanás a los fieles, que cuando inquietándolos con la duda de su elección los induce a la vez, con un desatinado deseo, a buscarla fuera de camino. Y la buscan fuera de camino, cuando se esfuerzan por penetrar en los incomprensibles secretos de la sabiduría divina, y cuando, a fin de comprender lo que está establecido sobre ellos en el juicio de Dios, se esfuerzan en penetrar hasta la misma eternidad. Porque entonces se arrojan de cabeza a un piélago insondable donde se ahogarán; entonces se enredan en una infinidad de lazos de los que no podrán desatarse; entonces se hundirán en un abismo de oscuridad. Pues es justo que el desvarío del ingenio del hombre sea castigado con una ruina horrible y una total destrucción, cuando espontáneamente y por su propia voluntad procura levantarse tan alto, que pueda incluso llegar a la sabiduría divina. Y esta tentación es tanto más nociva cuanto que a ella más que a ninguna otra estamos casi todos muy inclinados. Porque hay muy pocos, por no decir ninguno, que no experimente alguna vez esta tentación: ¿De dónde te viene la salvación, sino de la elección? ¿Y quién te ha revelado que eres elegido? Si esta tentación ataca alguna vez al hombre, lo atormenta en gran manera, o lo deja del todo aterrado y abatido. Ciertamente no podría desear mejor argumento que esta experiencia, para probar y demostrar cuán perversamente se imagina la predestinación esta clase de gente. Porque el entendimiento humano no puede verse infectado con un error más pestilente que perder la tranquilidad, la paz y el reposo que debería tener en Dios, cuando la conciencia se ye alterada y turbada de esta manera.
Por tanto, si tememos naufragar, guardémonos con gran cuidado y solicitud de dar contra esta roca, contra la que no se puede chocar sin que se siga la total ruina y destrucción. Y aunque esta disputa de la predestinación sea temida como un mar peligrosísimo, sin embargo, navegar por él y tratar de ella es bien seguro y, me atrevo a decir, deleitable; a no ser que uno a propósito quiera meterse en el peligro. Porque así como aquellos que, para estar ciertos de su elección, penetran en el secreto consejo de Dios sin su Palabra, dan consigo en un abismo del que no podrán salir; del mismo modo, por el contrario, los que la buscan como se debe y conforme al orden que la Palabra de Dios nos muestra, sacan de ello muy grande consolación.
Sigamos, pues, este camino para buscarla; comencemos por la voluntad de Dios, y terminemos por la misma. Mas esto no impide que los fieles sientan que los beneficios que cada día reciben de la mano de Dios proceden y descienden de aquella oculta adopción, como ellos mismos lo dicen por el profeta Isaías: “Has hecho maravillas; tus consejos antiguos son verdad y firmeza” (Is. 25, 1); ya que el Señor quiere que ella nos sirva de testimonio para hacernos entender todo aquello que nos es lícito saber sobre su consejo.
Testimonio de san Bernardo. Y a fin de que este testimonio no parezca débil y de poca importancia, consideremos cuán grande claridad y certidumbre trae consigo. A este respecto san Bernardo se expresa muy a propósito. Después de haber hablado de los réprobos, dice estas palabras: “El propósito de Dios permanece firme, la sentencia de paz está asegurada sobre los que le temen, disimulando sus males y remunerando sus bienes, para que de una extraña manera, no solamente SUS bienes, sino aun sus males se conviertan en bien. ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? A mí me basta solamente para poseer la justicia tener propicio y favorable a Aquel contra quien pequé. Todo cuanto El ha determinado no imputarme es como si nunca hubiera existido”.1 Y poco después: “Oh lugar de, verdadero reposo, al cual no sin razón podría llamar cámara en la que Dios es visto, no como turbado por la ira o angustiado por la preocupación, sino en la que se conoce que su benevolencia es buena, agradable y perfecta. Esta visión no espanta ni asombra, sino que sosiega y halaga; no suscita curiosidad alguna llena de inquietud, sino que la apacigua; no turba los sentidos, sino que los aquieta. He aquí donde de veras se consigue reposo: que Dios estando apaciguado nos tranquiliza, porque nuestro reposo es verlo y tenerlo apacible.”2
1 Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XXIII, 15.
2 Ibid., XXIII, 16.
5. El fundamento, la realidad y la certeza de nuestro llamamiento y de nuestra elección está en Cristo solo
Primeramente, si desearnos tener de nuestra parte la clemencia paternal de Dios y su benevolencia, debemos poner nuestros ojos en Cristo, en quien únicamente el Padre tiene su complacencia (Mt. 3,17). Asimismo, Si buscamos la salvación, la vida y la inmortalidad, no debemos ir a nadie más que a El, puesto que El solo es la fuente de la vida, el áncora de la salvación y el heredero del reino de los cielos. ¿De qué nos sirve la elección, sino para que, siendo adoptados por el Padre celestial como hijos, alcancemos con su favor y gracia la salvación y la inmortalidad? Revolved y escudriñad cuanto quisiereis; no conseguiréis probar que el blanco y fin de nuestra elección vaya más allá.
Por tanto, a los que Dios ha tornado corno hijos suyos no se dice que El los ha elegido en ellos mismos, sino en Cristo (Ef. 1,4); pues no podía amarlos, ni honrarlos con la herencia de su reino, sino haciéndolos partícipes de El. Ahora bien, si somos elegidos en El, no hallaremos la certeza de nuestra elección en nosotros mismos; ni siquiera en Dios Padre, silo imaginamos sin su Hijo. Por eso Cristo es para nosotros a modo de espejo en quien debernos contemplar nuestra elección, y en el que la contemplaremos sin llamarnos a engaño. Porque Siendo El Aquel a cuyo cuerpo el Padre ha determinado incorporar a quienes desde la eternidad ha querido que sean suyos, de forma que tenga como hijos a todos cuantos reconoce corno miembros del mismo, tenemos un testimonio lo bastante firme y evidente de que estamos inscritos en el libro de la vida, si comunicarnos con Cristo.
Ahora bien, El se nos ha comunicado suficientemente, cuando por la predicación del Evangelio nos ha testimoniado que es El a quien el Padre nos ha dado, a fin de que El con todo cuanto tiene sea nuestro. Se dice que nos revestimos de El al unirnos con El para vivir, porque El es el que vive. Esta sentencia se repite muchas veces: que el Padre “no escatimó ni a su propio Hijo” (Rom. 8,32), “para que todo aquel que en él cree, no se pierda” (Jn. 3, 16). Y también se dice que el que en El cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn. 5,24). En este sentido se llama a si mismo pan de vida, del cual el que lo comiere no morirá jamás (Jn. 6,35. 38). Y afirmo también que El es quien ha testificado que a todos los que lo hubieren recibido por la fe, el Padre los tendrá por hijos. Si deseamos algo más que ser tenidos por hijos y herederos de Dios, será necesario que subamos más alto que Cristo. Si tal es nuestra meta y no podemos pasar más adelante, ¡cuán descaminados andamos al buscar fuera de Él lo que ya hemos conseguido en Él, y solo en Él se puede hallar! Además, siendo El la sabiduría inmutable del Padre, su firme consejo, no hay por qué temer que lo que El nos dice en su Palabra disienta lo más mínimo de aquella voluntad de su Padre que buscamos; antes bien, El nos la manifiesta fielmente, cual ha sido desde el principio y como siempre ha de ser.
La práctica de esta doctrina debe tener también fuerza y vigor en nuestras oraciones. Porque aunque la fe de nuestra elección nos anima a invocar a Dios, sin embargo, cuando hacemos nuestras súplicas y peticiones estarla muy fuera de propósito ponerla delante de Dios y hacer como un pacto con El, diciendo: Señor, si soy elegido, óyeme; siendo así que El quiere que nos demos por satisfechos con sus promesas, sin buscar en ninguna otra cosa si nos será propicio o no. Esta prudencia nos librará de muchos lazos, si sabemos aplicar debidamente lo que está convenientemente escrito, no torciéndolo inconsideradamente ya hacia una parte, ya hacia otra, de acuerdo con nuestro capricho.
6. Cristo, que nos llama, es nuestro pastor y confirma nuestra elección
Tiene también mucha importancia para confirmar nuestra confianza, que la firmeza de nuestra elección está unida con nuestra vocación. Porque a los que Cristo ha iluminado con su conocimiento y los ha unido a la sociedad de su Iglesia, se dice que los recibe bajo su protección y amparo; y todos los que El recibe, el Padre se los ha confiado y entregado para que los guarde para la vida eterna (in. 6,37-39). ¿Que más podemos desear? Cristo dice bien alto que el Padre ha puesto bajo su protección a todos los que quiere que se salven (Jn. 17,6.12). Por tanto, si queremos saber si Dios se preocupa de nuestra salvación, procuremos saber si nos ha encomendado a Cristo, a quien ha constituido como único salvador de los suyos. Y si dudamos que Cristo nos haya recibido bajo su amparo y protección, El mismo nos quita toda duda, cuando espontáneamente se nos presenta como pastor, y por su propia boca dice que seremos del número de sus ovejas si oyéremos su voz (Jn. 10,3. 16). Abracemos, pues, a Cristo, pues El espontáneamente se nos ofrece y nos contará en el número de sus ovejas, y nos guardará dentro de su aprisco.
El llamamiento eficaz implica la perseverancia final. Mas puede que alguno diga que debemos estar solícitos y acongojados por lo que en el futuro nos pueda acontecer. Porque así como san Pablo dice que Dios llama a aquellos que ha escogido (Rom. 8,30), también el Señor prueba que “muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt. 22, 14); y el mismo san Pablo en otro lugar nos exhorta a estar seguros: “El que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Cor. 10,12). Y: “Tú por la fe estás en pie.
No te ensoberbezcas, sino teme” (Rom. 11,20). Finalmente, la experiencia misma muestra suficientemente que el llamamiento y la fe sirven de muy poco, si juntamente no hay perseverancia, la cual se nos da a todos.
Pero Cristo nos ha librado de esta solicitud. Porque sin duda estas promesas se refieren al futuro: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene no le echo fuera”. Y: “Esta es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ye al Hijo y cree en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el día postrero” (Jn. 6,37.40). Igualmente: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy la vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Jn. 10, 27-29). Y cuando dice que toda planta que su Padre no plantó será arrancada (Mt. 15, 13), prueba por el contrario, que es imposible que los que han echado vivas raíces en Dios puedan ser arrancados de El. Está de acuerdo con ello lo que dice san Juan: “Si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2, 19). Y ésta es la razón por la que san Pablo se atreve a gloriarse frente a la muerte y la vida, frente a lo presente y lo por venir (Rom. 8,38); gloria que debe estar fundada sobre el don de la perseverancia. Y no hay duda que se refiere a todos los elegidos al decir: “El que comenzó en vosotros la obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Flp. 1,6). Y David, cuando titubeaba en la fe, se apoyaba en este fundamento: “(Señor), no desampares la obra de tus manos” (Sal. 138,8). Y el mismo Jesucristo, cuando ora por los elegidos no hay duda de que en su oración pide lo mismo que pidió por san Pedro; a saber, que su fe no falte (Lc. 22,32). De lo cual concluimos que están fuera de todo peligro de apartarse por completo de Dios, puesto que al Hijo de Dios no le fue negada su petición de que sus fieles perseverasen constantes. ¿Que nos quiso enseñar Cristo con esto, sino que confiemos en que seremos salvos para siempre, puesto que El nos ha recibido por suyos?
7. Mediante una confianza humilde el creyente se asegura de que perseverará
Puede que alguno replique que es cosa ordinaria que los que parecían ser de Cristo se aparten de El y perezcan. Más aún: que en el mismo lugar en que Cristo afirma que ninguno de los que el Padre le dio se perdió, exceptúa, no obstante, al hijo de perdición (Jn. 17,12). Esto es cierto; pero también es verdad que esos tales nunca se llegaron a Cristo con una confianza cual aquella en la cual yo afirmo que nuestra elección nos es certificada. “Salieron de nosotros”, dice san Juan, “pero no eran de nosotros; porque si hubiesen sido de nosotros, habrían permanecido con nosotros” (1 Jn. 2, 19). No niego que tengan señales de su llamamiento semejantes a las que poseen los elegidos; pero que tengan aquella firme certeza que los fieles deben obtener — según lo he dicho — del Evangelio, eso no se lo concedo.
Por tanto, que semejantes ejemplos no nos alteren ni nos impidan descansar confiados en la promesa del Señor, cuando dice que el Padre le ha dado a todos aquellos que con verdadera fe lo reciben, de los cuales ni uno solo perecerá por ser El su guardián y pastor (Jn. 3, 16; 6,39). Por lo que se refiere a Judas, luego hablaremos de él.
En cuanto a san Pablo, él no nos prohíbe tener una seguridad sencilla, sino la seguridad negligente y desenvuelta de la carne, que lleva consigo el orgullo, el fausto, la arrogancia y el menosprecio de los demás, que extingue la humildad y reverencia para con Dios y engendra el olvido de la gracia que hemos recibido. Porque él habla con los gentiles, enseñándoles que no deben burlarse soberbia e inhumanamente de los judíos, por haber sido aquellos colocados en el lugar del que éstos fueron arrojados. Ni tampoco exige el Apóstol un temor que nos haga ir vacilando a ciegas; sino tal, que enseñándonos a recibir con humildad la gracia de Dios, no disminuya en nada la confianza que en El tenemos, conforme lo hemos ya dicho.
Asimismo debemos notar que no habla con cada uno en particular, sino con las sectas que por entonces había; pues como estuviera la Iglesia dividida en dos bandos y la envidia ocasionase divisiones, advierte san Pablo a los gentiles que el haber sido puestos en lugar del pueblo santo y peculiar del Señor debía inducirlos al temor y la modestia; pues ciertamente entre ellos había algunos muy infatuados, y era preciso abatir su orgullo.
Por lo demás, ya hemos visto que nuestra esperanza se proyecta sobre el futuro, incluso después de nuestra muerte, y que no hay nada más contrario a su naturaleza y condición que estar inquietos y acongojados sin saber lo que va a ser de nosotros.
8. Distinción entre llamamiento universal y llamamiento especial
En cuanto a la sentencia de Cristo, “muchos son llamados, y pocos escogidos” (Mt. 22, 14), la aplican y entienden muy mal; pero se aclarará, si distinguimos dos clases de llamamiento; división que, según ya hemos expuesto, es evidente. Porque hay un llamamiento universal con el que Dios, mediante la predicación externa de su Palabra, llama y convida a sI indistintamente a todos, incluso a aquellos a quienes se la propone para olor de muerte y materia de mayor condenación.
Hay otro particular — del cual no hace participes a la mayoría, sino solo a sus fieles — cuando por la iluminación interior de su Espíritu hace que la Palabra predicada arraigue en su corazón. También a veces hace participes de ella a aquellos a quienes solamente ilumina durante cierto tiempo, y después, por así merecerlo su ingratitud, los desampara y los castiga con mayor ceguera.
Viendo, pues, el Señor, que su Evangelio había de ser anunciado a muchos pueblos y que muchísimos no harían caso de él, y pocos lo tendrían en la estima que se merece, nos describe a Dios bajo la forma de un rey que celebra un solemne banquete, y envía a sus servidores por todas partes para que conviden al mismo a gran número de personas, consiguiendo solo que asistan a él muy pocas de ellas, pues cada una presenta una excusa; de manera que se ye obligado a enviar de nuevo a sus servidores a las encrucijadas de los caminos para que llamen a cuantos encuentren.
No hay quien no vea que esta parábola se debe entender hasta aquí de la vocación externa. Añade luego, que Dios obra como un buen
anfitrión, que va de mesa en mesa para alegrar a sus invitados; el cual, Si halla a alguno sin el traje de boda, no consiente en modo alguno que su banquete sea deshonrado y difamado, sino que le obliga a abandonarlo. Esta parte se ha de entender de los que hacen profesión de fe, y así son admitidos en la Iglesia, pero sin embargo no van vestidos de la santificación de Cristo. Esta gente, que es deshonra de la Iglesia y escándalo del Evangelio, no la sufrirá Dios por largo tiempo; sino que, como su impureza lo merece, la arrojará fuera (Mt. 22,2-13).
Así que pocos son los escogidos entre tantos llamados, pero no con el llamamiento necesario para que los fieles estimen su elección. Porque aquél es común también a los impíos; en cambio este de que aquí hablamos lleva consigo el Espíritu de regeneración, que es como arras y sello de la herencia que poseeremos y con el cual nuestro corazón es sellado hasta el día del Señor (Ef. 1,13-14).
En suma, mientras los hipócritas blasonan de piedad cual verdaderos siervos de Dios, Cristo afirma que al final serán arrojados del lugar que ocupan injustamente; como se dice en el salmo: “Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en su corazón” (Sal. 15,1-2). Y en otro lugar: “Tal es la generación de los que le buscan, de los que buscan tu rostro, oh Dios de Jacob” (Sal. 24,6). Y de esta manera exhorta el Espíritu Santo a los fieles a tener paciencia y no llevar a mal que los ismaelitas se mezclen con ellos en la Iglesia, puesto que al final les será quitada la mascara y serán arrojados de la Iglesia con gran afrenta suya.
9. Judas fue elegido para el cargo de apóstol, no para salvarse
Esta es la causa de que Cristo haga la excepción mencionada cuando dice que ninguna de sus ovejas perecerá, excepto Judas (Jn. 17, 12). Porque él no era contado entre las ovejas de Cristo por serlo verdaderamente, sino porque estaba entre ellas.
Lo que el Señor dice en otro lugar, que l lo había elegido juntamente con los otros apóstoles, debe entenderse solamente del oficio: “¿No os he escogido yo a los doce, y uno de vosotros es diablo?” (Jn. 6,70); quiere decir, que lo había elegido para que fuese apóstol. Pero cuando había de la elección para salvarse, lo excluye del número de los elegidos; como cuando dice: “No hablo de todos vosotros; yo sé a quiénes he elegido” (Jn. 13, 18). Si alguno confundiese el término elección en estos dos pasajes, se enredaría miserablemente; lo mejor y más fácil es hacer distinción.
Por eso san Gregorio se expresa muy desacertadamente cuando dice que nosotros conocemos solamente nuestra vocación, pero que estamos inciertos de la elección; por lo cual exhorta a todos a temer y temblar; y en confirmación de ello da como razón que, aunque sepamos cómo somos al presente, sin embargo no podemos saber cómo seremos en el porvenir.1 Mas con su manera de proceder da a entender bien claramente cuánto se ha engañado en esta materia. Porque como fundaba la elección en los méritos de las obras, tenla motivo suficiente para abatir los corazones de los hombres y hacerlos desconfiar; confirmarlos no podía, pues no los induce a que sin confiar en sI mismos se acojan a la bondad de Dios.
La predestinación fortalece la fe de los fieles. Con esto los fieles comienzan a sentir cierto gusto de lo que al principio hemos dicho; que la predestinación, si bien se considera, no hace titubear la fe, sino que más bien la confirma.
No niego por ello que el Espíritu Santo se adapte a hablar conforme a la bajeza y pocas luces de nuestro entendimiento, como cuando dice: “No estarán en la congregación de mi pueblo, ni serán inscritos en el libro de la casa de Israel” (Ez. 13,9). Como si Dios comenzase a escribir en el libro de la vida a los que cuenta en el número de los suyos; cuando sabemos, de labios del mismo Cristo, que los nombres de los hijos de Dios están desde el principio escritos en el libro de la vida (Lc. 10,20; Flp. 4, 3). Más bien con estas palabras se indica la exclusión de los judíos, los cuales durante algún tiempo fueron tenidos por los pilares de la iglesia, y como los primeros entre los elegidos, conforme a lo que se dice en el salmo: “Sean raídos del libro de los vivientes, y no sean escritos entre los justos” (Sal. 69, 28).
1 Homilías sobre los Evangelios, lib. II, hom. xxxviii, 14.
10. Mientras espera a llamarlos, Dios preserva a los elegidos de toda impiedad desesperada
Ciertamente los elegidos no son congregados por el llamamiento en el aprisco de Cristo desde el seno de su madre, ni todos a la vez, sino según el Señor tiene a bien dispensarles su gracia. Antes de ser conducidos a este sumo Pastor, andan errantes como los demás, dispersos unos por un lado, y otros por otro, en el común desierto del mundo; y en nada difieren de los demás, sino en que el Señor los ampara con una singular misericordia para que no se precipiten en el despeñadero de la muerte eterna. Si no fijamos en ellos no veremos más que hijos de Adán, que no pueden parecerse sino al perverso y desobediente padre del que proceden; y el que no caigan en una impiedad suprema y sin remedio no se debe a la natural bondad que pueda haber en dos, sino a que los ojos de Dios velan por ellos y su mano está extendida para guardarlos. Porque los que sueñan que tienen no sé qué semilla de elección arraigada en su corazón desde su nacimiento y que en virtud de ella se inclinan a la piedad y al temor de Dios, no tienen testimonio alguno con que defenderse, y la misma experiencia les convence de ello.
Citan algunos ejemplos para probar que los elegidos, aun antes de su iluminación, no estaban fuera de la religión; dicen que san Pablo vivió de manera irreprensible en su fariseísmo (Flp. 3,5-6); y que Cornelio fue acepto a Dios por sus limosnas y sus oraciones (Hch. 10,2).
Respecto a san Pablo, admito que están en lo cierto; pero se engañan en el caso de Cornelio; pues bien claro se ye que estaba iluminado y regenerado, de forma que nada le faltaba, sino que le fuese revelado manifiesta y claramente el Evangelio. Pero, aun cuando esto fuese así, ¿qué podrían concluir de aquí? ¿Que todos los elegidos han tenido siempre el Espíritu de Dios? Esto serla como si alguno, después de demostrar la integridad de Aristides, Sócrates, Escipión, Curión, Camilo y otros
personajes semejantes, concluyera de ahí que cuantos han vivido ciegamente en su idolatría han llevado una vida santa y pura. Pero además de que su argumento no vale nada, la Escritura les contradice abiertamente en muchos lugares. Porque el estado y condición en que los efesios, según san Pablo, vivieron antes de ser regenerados, no muestra un solo grano de esta simiente: “Estabais”, dice, “muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en las obras de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de Ira, lo mismo que los demás” (Ef. 2, 1-3). Y también: “En otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz” (Ef. 5,8).
Puede que alguno diga que esto ha de referirse a la ignorancia del verdadero Dios en la cual también ellos confiesan que los elegidos han vivido antes de su llamamiento. Pero esto seria una insolente calumnia, puesto que san Pablo concluye de lo dicho que los efesios no deben en adelante mentir ni robar (Ef. 4, 25-28). Mas, aunque fuese como ellos dicen, ¿qué responderán a otros pasajes de la Escritura? Así cuando el mismo Apóstol, después de advertir a los corintios de que “ni los fornicarios, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos. . .herederán el reino de Dios”, inmediatamente añade que ellos se vieron envueltos en los mismos crímenes antes de conocer a Cristo; pero que al presente estaban lavados en la sangre de Jesucristo y habían sido liberados por su Espíritu (1 Cor. 6,9-11). Y a los romanos: “Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. Porque, ¿qué fruto teníais de aquellas cosas de las cuales ahora os avergonzáis?” (Rom. 6, 19-21).
11. Antes de ser llamados, todos los elegidos son ovejas descarriadas
¿Qué semilla de elección, pregunto yo, fructificaba en aquellos que habían vivido toda la vida mal y deshonestamente y que, como desahuciados, ya se hundían en el vicio más execrable? Si el Apóstol hubiera querido expresarse conforme al parecer de estos nuevos doctores, hubiera debido mostrar cuán obligados estaban a la liberalidad que Dios había usado con ellos, al no dejarlos caer en tan grande abominación. E igualmente, también san Pedro debería exhortar a los destinatarios de su carta a ser agradecidos a Dios por la perpetua semilla de elección que había plantado en ellos. Mas por el contrario, les amonesta porque ya es suficiente que en el pasado dieran rienda suelta a toda clase de vicios y abominaciones (1 Pe. 4,3).
¿Y qué decir si pasamos a dar ejemplo? ¿Qué semilla de justicia había en Rahab la ramera antes de creer (Jos. 2, 1)? ¿Qué semilla en Manasés, cuando hacía derramar la sangre de los profetas hasta el punto, por así decirlo, que la ciudad de Jerusalem estaba anegada en sangre (2 Re. 21,16)? ¿Y qué decir del ladrón, que en el último suspiro se arrepintió de su mala vida (Lc. 23,41-42)?
No hagamos, pues, caso de estas nuevas invenciones que hombres inquietos y temerarios se forjan sin fundamento alguno en la Escritura. Atengámonos firmemente a lo que dice la Escritura, que “todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Is. 53,6); es decir, por la perdición. A aquellos a quienes ha determinado librar de este abismo de perdición, el Señor los deja hasta la ocasión y el momento oportunos, cuidando solamente de que no caigan en una blasfemia irremisible.
12. Los réprobos son privados de la Palabra de Dios o endurecidos con ella
Así como el Señor, con la virtud y eficiencia de su llamamiento, gula a los elegidos a la salvación a que por su eterno decreto los ha predestinado; así también dispone y ordena contra los réprobos Sus juicios, con los cuales ejecuta lo que había determinado hacer de ellos. Por eso, a aquellos a quienes ha creado para condenación y muerte eterna, para que sean instrumentos de su ira y ejemplo de su severidad, a fin de que vayan a parar al fin y meta que les ha señalado, los priva de la libertad de oír su Palabra, o con la predicación de la misma los ciega y endurece más. Aunque del primer caso hay muchos ejemplos, me contentaré con aducir uno mucho más notable que los demás. Casi cuatro mil años pasaron antes de la venida de Jesucristo, durante los cuales el Señor ocultó y escondió a todas las gentes la salvífica luz de su doctrina. Si alguno objeta que Dios no les comunicó tan grande bien debido a que los juzgó indignos de él, diremos que ciertamente los que después vinieron no lo merecieron más que sus antecesores. De lo cual, además de la evidencia que la experiencia misma nos da, el profeta Malaquías, en el capítulo cuarto de su profecía, nos presenta un testimonio inequívoco. Después de haberse levantado contra la incredulidad, las enormes blasfemias y otros crímenes y pecados, asegura que, a pesar de todo, el Redentor no dejará de venir (Mal. 4, 1). ¿Cuál es, entonces, la causa de que hiciera esta gracia a éstos, y no a los otros? En vano se atormentaría el que quisiera buscar otro motivo más alto que el secreto e inescrutable designio de Dios.
No hay que temer que, si algún discípulo de Porfirio o cualquier otro blasfemo se toma la libertad de recriminar la justicia de Dios, no tengamos modo de responderle. Porque cuando decimos que nadie es condenado sin que lo merezca, y que es gratuita misericordia de Dios que algunos se libren de la condenación y se salven, es esto suficiente para mantener la gloria de Dios, y no es menester, según se dice, andar por las ramas para defenderla de las calumnias de los impíos. Por tanto, el soberano Juez dispone Su predestinación cuando, privando de la comunicación de Su luz a quienes ha reprobado, los deja en tinieblas.
Por lo que se refiere a lo segundo, la experiencia común de cada día y numerosos ejemplos de la Escritura nos demuestran que es verdad.1 De cien personas que oyen el mismo sermón, veinte lo aceptaron con pronta fe, y las demás no harán caso de él; se reirán de él, lo rechazarán y condenarán. Si alguno objeta que esta diversidad procede de la malicia y perversidad de los hombres, no será esto suficiente; porque la misma malicia imperaría en el corazón de los demás, si el Señor por su gracia y bondad no los corrigiese. Así que siempre quedaremos enredados, mientras no nos acojamos a lo que dice el Apóstol: “¿Quien te distingue?” (1 Cor. 4,7). Con lo cual el Apóstol da a entender que si uno excede a otro, no se debe a su propia virtud y poder, sino a la sola gracia de Dios.
1 Tanto en un caso como en el otro apela a la experiencia en cuanto a la historia de la humanidad y la actualidad. La doctrina de la elección, que revela la Escritura, no es una teoría especulativa y abstracta, sino que corrobora la realidad que cada día experimentamos.
13. Los réprobos son instrumento de la justa cólera de Dios
La causa de que Dios otorgue a unos su misericordia, mientras deja a un lado a los otros, la da san Lucas, diciendo que “estaban ordenados para vida eterna” (Hch. 13,48). ¿Cuál pensamos que pueda ser la causa de que los otros hayan sido dejados, sino que son instrumentos de ira para afrenta? Siendo, pues, así, no nos dé vergüenza hablar como lo hace san Agustín: “Bien podría Dios”, dice él, “convertir la voluntad de los malos al bien, puesto que es omnipotente; no hay duda posible sobre ello. ¿Cuál es, entonces, la causa de que no lo haga? Porque no quiere. Mas, por qué no quiere, sólo El lo sabe; nosotros no debemos saber más de lo que nos conviene.”1 Esto es mucho mejor que andar con rodeos y tergiversaciones, como san Crisóstomo, diciendo que Dios atrae a si al que lo invoca y extiende su mano para ser ayudado.2 Esto lo dice para que no parezca que la diferencia está en el juicio de Dios, sino solo en la voluntad del hombre.
En suma, tan lejos está el acercarse a Dios de apoyarse en el propio movimiento del hombre, que aun los mismos hijos de Dios tienen necesidad de que su Espíritu los inste y estimule a ello. Lidia, vendedora de púrpura, temía a Dios; y sin embargo, fue necesario que el Señor abriese su corazón para que prestara atención a la doctrina de san Pablo y se aprovechase de ésta (Hch. 16, 14). Y esto no se dice de una mujer en particular sino para que sepamos que adelantar y aprovechar en la piedad es una obra admirable del Espíritu Santo.
Por eso su Palabra los endurece y les parece oscura. Ciertamente no se puede poner en duda que el Señor envía su Palabra a muchos cuya ceguera quiere aumentar. Pues, ¿con qué fin dispuso que se avisase tantas veces al faraón? ¿Fue quizá porque pensaba que su corazón se había de ablandar al enviarle una embajada tras otra? Muy al contrario; antes de comenzar ya sabia el término que el asunto iba a tener, y así lo manifestó antes de que llegase a efecto. Ve, dijo a Moisés, y declárale mi voluntad; pero Yo endureceré su corazón de modo que no dejará ir al pueblo (Ex. 4,21). Del mismo modo, cuando suscita a Ezequiel be advierte que lo envía a un pueblo rebelde y obstinado, a fin de que no se asombre al ver que era como predicar en el desierto, y que teniendo oídos para oír, no oían (Ez. 2,3; 12,2). Igualmente predice a Jeremías que su doctrina seria como fuego para destruir y disipar al pueblo como paja (Jer. 1, 10). Pero la profecía de Isaías es aún más terminante, pues tal es la embajada que Dios le da: “Anda, y di a este pueblo: Oíd bien, y no entendáis; ved por cierto, mas no comprendáis. Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad” (Is. 6,9-10). Aquí vemos cómo les dirige la palabra, pero para que se hagan más sordos; les muestra su luz, pero para que se cieguen más; les propone su doctrina, pero para que se aturdan más con ella; les ofrece el remedio, pero para que no sanen. Citando san Juan este pasaje del profeta Isaías, afirma que los judíos no podían creer la doctrina de Jesucristo, porque pesaba sobre ellos la maldición de Dios (Jn. 12,39).
Tampoco se puede poner en duda que a quienes Dios no quiere iluminar, les propone su doctrina llena de enigmas, a fin de que no les aproveche, y caigan en mayor embotamiento y extravío. Porque Cristo afirma que sólo a sus apóstoles explicaba las parábolas que había usado hablando con el pueblo, porque a ellos se les concedía la gracia de entender los misterios del reino de Dios, y no a los demás (Mt. 13,11). ¿Entonces, me diréis, pretende el Señor enseñar a aquellos que no quiere que le comprendan? Considerad dOnde está el defecto y no preguntaréis más. Porque cualquiera que sea la oscuridad de su doctrina, siempre tiene luz suficiente para convencer la conciencia de los impíos.
1 Del Génesis en sentido literal, lib. XI, x, 13.
2 Homilías sobre la conversión de san Pablo, III, 6.
14. por su justo juicio, pero para nosotros incomprensible, los réprobos, responsables de su pérdida, ilustran la gloria de Dios
Queda ahora por ver cuál es la razón por la que el Señor hace esto, una vez probado que indudablemente lo hace.
Si se responde que la causa es que los hombres, por su impiedad, maldad e ingratitud, así lo merecen, es ciertamente una gran verdad; mas a pesar de esta diversidad, por la que el Señor inclina a unos a que le obedezcan y hace que los otros persistan en su obstinación y dureza, para solucionar debidamente esta cuestión debemos acogernos necesariamente al pasaje que san Pablo citó de Moisés; a saber, que Dios desde el principio los suscitó para anunciar su nombre sobre la tierra (Rom. 9, 17). Por tanto, que los réprobos no obedezcan la doctrina que se les ha predicado, ha de imputarse con toda razón a la malicia y perversidad que reina en su corazón; con tal, sin embargo, que se añada que han sido entregados a esta perversidad en cuanto que por el justo, pero incomprensible juicio de Dios han sido suscitados para ilustrar su gloria mediante su propia condenación.
Asimismo, cuando se dice de los hijos de Elí que no oyeron los saludables consejos que su padre les daba porque Jehová quería hacerlos morir (1 Sm. 2,25), no se niega que la contumacia y obstinación procediera de su propia maldad; pero a la vez se advierte la causa de que hayan sido dejados en su contumacia, ya que Dios podía haber ablandado su corazón; a saber, porque el inmutable designio de Dios los había predestinado a la perdición. A este propósito se refiere lo que dice san Juan: “A pesar de que (El Señor) había hecho tantas señales delante de ellos, no creían en él; para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías, que dijo: Señor, quien ha creído a nuestro anuncio?” (Jn. 12,37-38). Porque aunque no excusa de culpa a los contumaces, se contenta con decir que los hombres no encuentran gusto ni sabor alguno en la Palabra de Dios, mientras el Espíritu Santo no se las haga gustar. Y Jesucristo, al citar la profecía de Isaías: “Serán todos enseñados por Dios” (Jn. 6,45; Is. 54, 13), no intenta sino probar que los judíos están reprobados y no son del número de su Iglesia, por ser incapaces de ser enseñados; y no da otra razón sino que la promesa de Dios no les pertenecía. Lo cual confirma el apóstol san Pablo diciendo que Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura, es para los llamados poder y sabiduría de Dios (1 Cor. 1,23-24). Porque después de haber dicho lo que comúnmente suele acontecer siempre que se predica el Evangelio; a saber, que exaspera a unos y otros se burlan de él, afirma que sólo entre los llamados es estimado y tenido en aprecio. Es verdad que poco antes había hecho mención de los fieles; pero no para abolir la gracia de Dios, que precede a la fe; antes bien, añade a modo de declaración este segundo miembro, a fin de que los que habían abrazado el Evangelio atribuyesen la gloria de su fe a la vocación de Dios que los llamó, como lo dice después.
Al oír esto los impíos se quejan de que Dios abusa de sus pobres criaturas, ejerciendo sobre ellas un cruel y desordenado poder, como si se estuviera burlando. Mas nosotros, que sabernos que los hombres de tantas maneras son culpables ante el tribunal de Dios que de ser interrogados sobre mil puntos no podrían responder satisfactoriamente a uno solo, confesamos que nada padecen los impíos que no sea por muy justo juicio de Dios. El que no podamos comprender la razón, debemos llevarlo pacientemente; y no hemos de avergonzarnos de confesar nuestra ignorancia, cuando la sabiduría de Dios se eleva hacia lo alto.
15. Explicación de algunos pasajes de la Escritura alegados contra el decreto de Dios
Mas como suelen formularnos objeciones tomadas de algunos pasajes de la Escritura, en los cuales parece que Dios niega que los impíos se condenen por haberlo así El ordenado, y que más bien ellos contra Su voluntad se precipitan voluntariamente en la muerte, será necesario que brevemente los expliquemos para demostrar que no contradicen a lo que hemos enseñado.
1º. Ezequiel 33,11. Aducen las palabras de Ezequiel: “No quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva” (Ez. 33,11). Si quieren entender esto en general de todo el género humano, yo pregunto cuál es la causa de que no inste a penitencia a mucha gente, cuyo corazón es mucho más flexible a la obediencia que el de aquellos que cuanto más les convidan y ruegan, tanto más se demoran y obstinan. Jesucristo afirma que su predicación y milagros habrían obtenido mucho más provecho en Ninive y en Sodoma, que en Judea (Mt. 11,23). ¿Cómo, pues, sucede que, queriendo Dios que todos los hombres se salven, no abre la puerta de la penitencia a estos pobres miserables, que estaban mucho más preparados para recibir la gracia, de haberles sido propuesta y ofrecida? Con ello vemos que este texto queda violentado y como traído por los cabellos, si ateniéndonos a lo que suenan las palabras del profeta, queremos invalidar y anular el eterno designio de Dios, con el que ha separado a los elegidos de los réprobos.
Si se me pregunta, pues, cuál es el sentido propio y natural de este pasaje, sostengo que la intención del profeta es dar a los que se arrepienten buena esperanza de que sus pecados les serán perdonados. En resumen, puede decirse que los pecadores no deben dudar de que Dios está preparado y dispuesto a perdonarles sus pecados tan pronto como se conviertan a El. No quiere, pues, su muerte, en cuanto quiere su conversión. Mas la experiencia nos enseña que el Señor quiere que aquellos a quienes El convida se arrepientan, de tal manera sin embargo, que no toca el corazón de todos. No obstante, no se puede decir en manera alguna que los trate con engaño; porque aunque la voz exterior haga solamente inexcusables a aquellos que la oyen y no la obedecen, a pesar de ello debe ser tenida como un testimonio de la gracia de Dios con que reconcilia consigo a los hombres. Entendamos, pues, que la intención del profeta es decir que Dios no se alegra de la muerte del pecador, para que los fieles confíen en que tan pronto como se arrepientan de sus pecados, Dios está preparado para perdonarles; y, por el contrario, que los impíos sientan que se duplica su pecado por no haber correspondido a tan grande clemencia y liberalidad de Dios. Así que la misericordia de Dios siempre sale a recibir a la penitencia; pero que no a todos se otorga el don de arrepentirse y convertirse a Dios, no solamente lo enseñan los demás profetas y apóstoles, sino también el mismo Ezequiel.
2°. 1 Timoteo 2,4. Alegan en segundo lugar lo que dice san Pablo: “(Dios) quiere que todos los hombres sean salvos” (1 Tim. 2,4); texto que, si bien es diferente de lo dicho por el profeta, no obstante en parte está de acuerdo con él.
Respondo que es evidente por el contexto de qué manera quiere Dios que todos sean salvos; porque san Pablo une dos cosas: desea que se salven, y que lleguen al conocimiento de la verdad. Si, como ellos dicen, ha sido determinado por el eterno consejo de Dios que todos sean hechos participes de la doctrina de vida, qué quieren decir las palabras de Moisés: “¿Que nación grande hay que tenga dioses tan cercanos a ellos como lo está Jehová nuestro Dios?” (Dt. 4,7). ¿Cuál es la causa de que Dios haya privado de la luz de su Evangelio a tantas naciones y pueblos, mientras otros gozan de ella? ¿Por qué el conocimiento puro y perfecto de la doctrina de la verdad no ha llegado a ciertas gentes, y otras apenas han gustado los rudimentos y primeros principios de la religión cristiana?
De aquí se puede concluir claramente cuál es la intención de san Pablo. Había ordenado a Timoteo que se hiciesen oraciones solemnes y rogativas por los reyes y los príncipes. Mas como parecía un gran desatino rogar a Dios por una clase de gente tan sin esperanza — pues no solamente estaban fuera de la congregación de los fieles, sino que además empleaban todas sus fuerzas en oprimir el reino de Dios — añade que es una cosa aceptable a Dios, el cual quiere que todos los hombres se salven. Con lo cual no se quiere decir otra cosa, sino que el Señor no ha cerrado las puertas de la salvación a ningún estado ni condición humana; sino que, por el contrario, de tal manera ha derramado su misericordia, que quiere que todos participen de ella.
3°. Otros pasajes. Los otros pasajes de la Escritura que aducen no declaran qué es lo que el Señor en su juicio secreto ha determinado sobre todos, sino solamente anuncian que el perdón está preparado a todos los pecadores que lo piden con verdadero arrepentimiento. Porque si insisten pertinazmente en que Dios quiere tener misericordia de todos, yo por mi parte les opondré lo que en otro lugar dice la misma Escritura: “Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho” (Sal. 115,3). De tal manera, pues, ha de interpretarse este texto, que convenga con el otro que dice: “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Ex. 33, 19). El que escoge a quién hacer misericordia, no la hace con todos. Mas, como se ye manifiestamente que san Pablo no trata de cada hombre en particular, sino de todos los estados y condiciones de los hombres, no será necesario tratar de esto más por extenso. Aunque también hemos de notar que san Pablo no dice que esto lo haga Dios siempre y en todos; sino que nos advierte de que hemos de dejarle su libertad de atraer al fin a El a los reyes, príncipes y magistrados, y hacerles partícipes de la doctrina celestial, aunque durante algún tiempo, por estar ciegos y andar en tinieblas, le persigan.
4°. 2 Pedro 3,9. El texto de san Pedro que dice que el Señor no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento (2 Pe. 3,9), parece urgirnos mucho más; sólo que la solución de este nudo que parece tan fuerte, se presenta en la segunda parte de la sentencia. Porque no ha de entenderse otra clase de voluntad de recibir la penitencia, sino la que se propone en toda la Escritura. La conversión ciertamente está en manos de Dios. Que le pregunten a El si quiere convertir a todos, dado que promete dar a un pequeño número un corazón de carne, dejando a los demás con su corazón de piedra (Ez. 36,26). Es evidente que si Dios no estuviese dispuesto en su misericordia a recibir a todos aquellos que se la piden, seria falsísimo el texto de Zacarías: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros” (Zac. 1,3). Mas yo afirmo que no hay hombre alguno que se acerque a Dios, sino aquel a quien El atrae a si. Si dependiese de la voluntad del hombre arrepentirse, no diría san Pablo: “Por si Dios les concede que se arrepientan” (2 Tim. 2,25). Y aún afirmo más: si Dios mismo, que con su Palabra exhorta a todos a penitencia, no incitase a ella a sus elegidos con una secreta inspiración de su Espíritu, no diría Jeremías: Conviérteme, y seré convertido, porque después que me convertiste hice penitencia (Jer. 31, 18-19).
16.1 Respuesta a otras objeciones: Las promesas universales son condicionales y no contradicen el decreto de Dios
Me dirá alguno: Si es así, muy poca certeza ofrecen las promesas del Evangelio, las cuales, hablando de la voluntad de Dios, dicen que quiere lo que repugna a lo que ha determinado en su inviolable decreto.
Respondo que no es así: Porque aunque las promesas de vida sean universales, sin embargo no son contrarias en modo alguno a la predestinación de los réprobos, con tal que pongamos nuestros ojos en su cumplimiento. Sabemos que las promesas de Dios consiguen su efecto cuando las recibimos con fe; por el contrario, cuando la fe se extingue, las promesas son abolidas.
Si ésta es la naturaleza y condición de las promesas, veamos ahora si repugnan a la predestinación divina. Leemos que Dios desde toda la eternidad ha elegido a aquellos que quiere recibir en su gracia y a aquellos en que quiere ejecutar su ira; y que, sin embargo, sin distinción alguna propone a todos la salvación. Yo respondo que todo esto está muy de acuerdo entre 51. Porque el Señor, al prometer esto no quiere decir otra cosa sino que su misericordia se ofrece a todos cuantos la buscan y piden su favor; lo cual, sin embargo, no hacen sino aquellos a quienes El ha iluminado. Ahora bien, El ilumina a quienes ha predestinado para ser salvos. Estos son los que experimentan la verdad de las promesas cierta y firmemente; de manera que en modo alguno puede decirse que hay contradicción entre la eterna elección de Dios y el hecho de que ofrezca el testimonio de su gracia y favor a los fieles.
in embargo, ¿por qué nombra a todos los hombres? Evidentemente nombra a todos a fin de que la conciencia de los fieles goce de mayor seguridad, viendo que no hay diferencia alguna entre los pecadores, con tal que crean; y a fin de que los impíos no pretexten que no tienen refugio alguno al que acogerse para escapar a la servidumbre del pecado, cuando ellos con su ingratitud lo rechazan. Así pues, como quiera que a los unos y a los otros se les ofrece por el Evangelio la misericordia de Dios, no queda otra cosa sino la fe, es decir, la iluminación de Dios, que distinga entre los fieles y los incrédulos, de suerte que los primeros sientan la eficacia y virtud de su iluminación, y los otros no consigan fruto alguno. Ahora bien, esta iluminación se regula según la eterna elección de Dios.
La queja de Jesucristo que alegan: Jerusalem, Jerusalem; cuántas veces quise juntar a tus hijos y no quisiste (Mt. 23, 37), de nada sirve para confirmar su opinión. Admito que Jesucristo no habla aquí como hombre, sino que reprocha a los judíos el que siempre y en todo tiempo hayan rehusado su gracia; sin embargo, debemos considerar cuál es esta voluntad de Dios de la que se hace aquí mención, pues es cosa bien sabida la gran diligencia que puso Dios en conservar a este pueblo; y también se sabe con cuanta obstinación, ya desde los primeros hasta el fin, se han resistido a ser elegidos, entregándose a sus desordenados deseos. Sin embargo, de aquí no se sigue que el inmutable designio de Dios fuera nulo y vano debido a la maldad de los hombres.
Dios no tiene dos voluntades contradictorias. Replican que no hay cosa que menos convenga a la naturaleza de Dios que afirmar que tiene dos voluntades. De buena gana se lo concedo, con tal que lo entiendan bien. Pero, ¿por qué no consideran tantos textos de la Escritura donde atribuyéndose sentimientos humanos habla como hombre, descendiendo, por así decirlo, de su majestad? Dice que extendió sus manos todo el día a un pueblo rebelde (Is. 65,2); que ha procurado mañana y tarde atraerlo a sí. Si quieren entender esto al pie de la letra sin admitir figura de ninguna clase, abrirán la puerta a innumerables cuestiones vanas y superfluas, las cuales se pueden solucionar todas diciendo que Dios por semejanza se atribuye lo que es propio de los hombres. Pero es suficiente la solución que ya antes hemos dado; a saber, que aunque la voluntad de Dios sea diversa a nuestro parecer, no obstante El no quiere esto o aquello en sí, sino dejar atónitos nuestros sentidos con su multiforme sabiduría, como dice san Pablo (Ef. 3, 10), hasta que en el último día nos haga comprender que El de un modo admirable y oculto quiere lo mismo que al presente nos parece contrario a su voluntad.
¿No es Dios Padre de todos? Echan mano también de otras sutilezas que no merecen respuesta. Dicen que Dios es Padre de todos, y que como Padre no es razonable que desherede sino a aquel que por su culpa propia se hiciere merecedor de ello. ¡Como si la liberalidad de Dios no se extendiera incluso a los puercos y los perros! Y Si nos limitamos al género humano, que me respondan cual es la causa de que Dios haya querido ligarse a un pueblo para ser su Padre, prescindiendo de los demás; y por qué de este mismo pueblo ha entresacado un pequeño número como flor. Pero el rabioso deseo que esta gente desenfrenada tiene de maldecir, le impide considerar que como Dios hace brillar el sol sobre los buenos y los malos (Mt.5,45), así también reserva la herencia eterna para el pequeño número de sus elegidos, a los que dirá: “Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino” (Mt. 25,34).
Ultimas objeciones. Objetan también que Dios no aborrece cosa alguna de cuantas ha creado. Aunque se lo concedo de buena gana, esto en nada está contra lo que enseñamos: que los réprobos son odiados por Dios y con toda razón; porque desprovistos de su Espíritu, no pueden mostrar otra cosa sino causa de maldición.
Dicen también que no hay diferencia alguna entre judío y gentil, y que por esto Dios propone su gracia indiferentemente a todos. También yo lo admito, con tal que se entienda, como lo expone san Pablo, que Dios, tanto de los judíos como de los gentiles, llama a aquellos que bien le parece sin ser obligado por nadie (Rom. 9, 24).
Esta misma respuesta vale también para los que alegan que Dios encerró todas las cosas debajo de pecado, a fin de tener misericordia de todos (Rom. 11,32). Esto es muy cierto; pues El quiere que la salvación de los bienaventurados se impute a Su misericordia, aunque este beneficio no sea común a todos.
Conclusión. En conclusión: después de mucho discutir y de acumular razones de un lado y de otro, es preciso concluir como san Pablo, llenos de estupefacción ante tal profundidad; y si ciertas lenguas desenfrenadas vomitan su veneno contra esto, no nos avergoncemos de exclamar: “¡Oh hombre! ¿Quién eres tú, para que alterques con Dios?” (Rom. 9,20). Porque dice muy bien san Agustín que quienes miden la justicia de Dios por la de los hombres obran muy mal.2
1 Es el párrafo 17 de la edición latina, 1561.
2 Pseudo-Agustín, De la predestinación y de la gracia, II.