CAPÍTULO III

SOMOS REGENERADOS POR LA FE,
SOBRE EL ARREPENTIMIENTO

1. Relación de este capítulo con los precedentes y  los que siguen
     Aunque ya hemos enseñado en parte de qué manera la fe posee a Cristo, y mediante ella gozamos de sus bienes, sin embargo, quedaría oscuro si no añadiésemos la explicación de los efectos y frutos que los fieles experimentan en sí mismos.
    No sin razón se compendia el Evangelio en el arrepentimiento y la remisión de los pecados. Por tanto, si dejamos a un lado estos dos puntos principales, todo cuanto se pueda tratar y discutir sobre la fe; será muy frío y de poca importancia, y casi del todo inútil. Mas como quiera que Jesucristo nos da ambas cosas;  a saber, la vida nueva y la fe reconciliación gratuita, y que ambas las obtenemos por la fe, la razón y el orden mismo de la exposición piden que comencemos a decir algo de lo uno y lo otro en este lugar.
   Pasaremos, pues, de la fe al arrepentimiento, porque, entendido bien este artículo, sé verá mucho mejor cómo el hombre es justificado solamente por la fe y por pura misericordia, y cómo a pesar de todo, la santificación de la vida no se puede separar de la imputación gratuita de la justicia; es decir, que está perfectamente de acuerdo que no podamos estar sin buenas obras, y no obstante seamos reputados por justos sin las buenas obras.
   Que el arrepentimiento no solamente sigue inmediatamente a la fe, sino que también nace y proviene de ella, es cosa indudable. Pues la remisión de los pecados nos es ofrecida por la predicación del Evangelio, para que el pecador, libre de la tiranía de Satanás, del yugo del pecado y de la miserable servidumbre de los vicios, pase al reino de Dios; por lo cual nadie puede abrazar la gracia del Evangelio sin apartarse de sus errores y su mala vida, ni poner todo el cuidado y diligencia en reformarse y enmendarse.
   Los que piensan que el arrepentimiento precede a la fe y no, es producida por ella, como el fruto por su árbol, éstos jamás han sabido en qué consiste su propiedad y naturaleza, y se apoyan en un fundamento sin consistencia al pensar así.

2. El arrepentimiento es fruto de la fe
      Jesucristo, dicen, y antes Juan Bautista, exhortaban al pueblo en sus sermones al arrepentimiento, y sólo después anunciaba que el reino de Dios estaba cercano, (Mt. 3,2; 4, 17). Alegan además que este mismo encargo fue dado a los apóstoles, y que san Pablo, según lo refiere san Lucas, siguió también, este orden (Hch. 20, 21).
   Mas ellos se detienen en las palabras como suenan a primera vista, y no consideran el sentido de las mismas, y la relación que existe entre ellas. Porque cuando el Señor y Juan Bautista exhortan al pueblo diciendo: "Arrepentíos, porque el reino de Dios está cerca", ¿no deducen ellos la razón del arrepentimiento de la misma gracia y de la promesa de salvación? Con estas palabras, pues, es como si dijeran: Como quiera que el reino de Dios se acerca, debéis arrepentiros. Y el mismo san Mateo, después de referir la predicación de Juan Bautista, dice que con ello se cumplió la profecía de Isaías sobre la Voz que clama en el desierto: "Preparad camino a Jehová; enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios" (Is. 40, 3). Ahora, bien, en las palabras del profeta se manda que esta voz comience por consolación y alegres nuevas.
   Sin embargo, al afirmar nosotros que el origen del arrepentimiento procede de la fe, no nos imaginamos ningún espacio de tiempo en el que se engendre. Nuestro intento es mostrar que el hombre no puede arrepentirse de veras, sin que reconozca que esto es de Díos. Pero nadie puede convencerse de que es de Dios, si antes no reconoce su gracia. Pero todo esto se mostrará más claramente en el curso de la exposición.
   Es posible que algunos se hayan engañado porque muchos son dominados con terror de la conciencia, o inducidos a obedecer a Dios antes de que hayan conocido la gracia, e incluso antes de haberla gustado. Ciertamente se trata de un temor de principiantes, que algunos cuentan entre las virtudes, porque ven que se parece y acerca mucho a la verdadera y plena obediencia. Pero aquel no se trata de las distintas maneras de atraernos Cristo a sí y de prepararnos para el ejercicio de la piedad; solamente afirmo que no es posible encontrar rectitud alguna, donde no reina el Espíritu que Cristo ha recibido para comunicarlo a sus miembros. Afirmo además, que, conforme a lo que se dice en el salmo: "En ti hay perdón para que seas reverenciado" (Sal. 130,3), ninguno temerá con reverencia a Dios, sino el que confiare que le es propicio y favorable; ninguno voluntariamente se dispondrá a la observancia de la Ley, sino el que esté convencido de que sus servicios le son agradables.
   Esta facilidad de Dios de perdonarnos y sufrir nuestras faltas es una señal de su favor paterno. Así lo muestra ya la exhortación de Oseas: "Volvamos a Jehová; porque él arrebató y nos curará; hirió, y nos vengará" (Os. 6, 1), porque la esperanza de obtener perdón se añade como un estímulo a los pecadores para que no se enreden en sus pecados.
   Por lo demás, está fuera de toda razón el desvarío de los que para comenzar por el arrepentimiento prescriben ciertos días a sus novicios en los que han de ejercitarse en él, pasados los cuales los admiten en la comunión de la gracia del Evangelio. Me refiero con esto a muchos anabaptistas, sobre todo a los que se glorían sobremanera de ser tenidos por espirituales, y a otra gentuza semejante, como los jesuitas y demás sectas parecidas. Tales son, sin duda, los frutos de aquel espíritu de frenesí, que ordena unos pocos días de arrepentimiento, cuando debe ser continuado por el cristiano todos los días de su vida.

3. Antigua definición del arrepentimiento
     Algunos doctos, mucho tiempo antes de ahora, queriendo exponer sencilla y llanamente el arrepentimiento de acuerdo con la Escritura, afirmaron que consistía en dos partes; a saber, la mortificación y la vivificación. Por mortificación entienden un dolor y terror del corazón concebido por el conocimiento del pecado y el sentimiento del juicio de Dios. Porque cuando el hombre llega a conocer verdaderamente su pecado, entonces comienza de verdad a aborrecerlo y detestarlo; entonces siente descontento de sí mismo; se confiesa miserable y perdido y desea ser otro distinto. Además, cuando se siente tocado del sentimiento del juicio de Dios -- porque lo uno sigue inmediatamente a lo otro -- entonces humillado, espantado y abatido, tiembla, desfallece y pierde toda esperanza. Tal es la primera parte del arrepentimiento, comúnmente llamada contrición.
   La vivificación la interpretan como una consolación que nace de la fe cuando el hombre humillado por la conciencia y el sentimiento de su pecado, y movido por el temor de Dios, contempla luego su bondad, su misericordia, gracia y salvación que le ofrece en Jesucristo, y se levanta, respira, cobra ánimo, y siente como que vuelve de la muerte a la vida.
   Ciertamente que estas dos palabras, siempre que sean expuestas convenientemente, manifiestan bastante bien lo que es el arrepentimiento. Pero no estoy de acuerdo con ellos, cuando interpretan la "vivificación" como una alegría que el alma recibe cuando se aquieta y tranquiliza su perturbación y miedo; pues más bien significa el deseo y anhelo de vivir bien y santamente, como si se dijese que el hombre muere a sí mismo para comenzar a vivir para Dios, lo cual procede del nuevo nacimiento de que hemos hablado.

4. Distinción antigua entre arrepentimiento legal y arrepentimiento evangélico
Otros, viendo que el nombre de arrepentimiento se toma diversamente en la Escritura, han establecido dos géneros de arrepentimiento; y para distinguirlos de algún modo, han llamado a uno legal, por el cual el pecador, herido con el cauterio del pecado y como quebrantado por el terror de la ira de Dios, queda como enredado en esa perturbación, y no puede escapar ni desasirse de ella. Al otro lo han llamado evangélico; por 61 el pecador, afligido en gran manera en sí mismo, se eleva más alto, y se abraza a Cristo como medicina de su herida, consuelo de su terror y puerto de su miseria.
Caín, Saúl y Judas son ejemplos del arrepentimiento legal (Gn. 4, 13; 1 Sm. 15,20.30; Mt. 27,3-4). La Escritura, al referírnoslo, entiende que ellos, después de conocer la gravedad de su pecado, temieron la ira de Dios, pero considerando en Dios únicamente su venganza y su juicio, se quedaron abismados en esta consideración; por eso su arrepentimiento no fue más que una puerta del infierno, en el cual habiendo penetrado ya en esta vida, comenzaron a sentir el castigo de la ira de Dios.
El arrepentimiento evangélico lo vemos en todos aquellos que heridos por el aguijón del pecado, pero recreados con la confianza en la misericordia de Dios, se convierten al Señor. Ezequías quedó lleno de turbación al escuchar el mensaje de muerte; pero lloró con lágrimas en los ojos, y contemplando la bondad de Dios recobró la confianza (2 Re. 20,2 y ss; Is. 38, 1-3). Los ninivitas quedaron aterrados con la horrible amenaza de que iban a ser destruidos. Pero revistiéndose de saco y ceniza oraron, esperando que el Señor podría volverse y cejar en su ira (Jon. 3,5). David confesó que había pecado muy gravemente al hacer el censo del pueblo; pero añadió: “Oh Jehová, te ruego que quites el pecado de tu siervo” (2 Sm. 24, 10). Reconoció el crimen de su adulterio cuando el profeta Natán le reprendió; y se postró ante el Señor, y a la vez esperé el perdón (2 Sm. 12,13. 16). Semejante fue el arrepentimiento de aquellos que en la predicación de san Pedro sintieron tocado su corazón; pero confiando en la misericordia de Dios, dijeron: “Varones hermanos, ¿qué liaremos?” (Hch. 2,37). Tal fue también el de san Pedro, que lloró amargamente, pero no dejó de esperar (Mt. 26,75; Lc. 22,62).

5. Definición reformada del arrepentimiento
Aunque todo esto es verdad, sin embargo, en cuanto yo puedo comprenderlo por la Escritura, el nombre de arrepentimiento se debe entender de otra manera. Porque querer confundir la fe con el arrepentimiento repugna a lo que san Pablo dice en los Hechos, que él predicó a los judíos y a los gentiles el arrepentimiento para con Dios, y la fe en Jesucristo (Hch. 20,21). En este lugar pone el arrepentimiento y la fe como cosas bien distintas. ¿Puede el verdadero arrepentimiento existir sin la fe? De ninguna manera. Sin embargo, aunque no puedan separarse, debemos considerarlos como dos cosas distintas. Pues así como la fe no puede subsistir sin esperanza, y con todo la fe y la esperanza son cosas diversas; de la misma manera, el arrepentimiento y la fe, aunque están unidos por un lazo indisoluble, no por estar unidos se confunden.
No ignoro que bajo el nombre de arrepentimiento se comprende la totalidad de la conversión a Dios, de la cual la fe es una de las partes principales; pero claramente se verá en que sentido se afirma esto, cuando se explique su fuerza y su naturaleza.
La palabra que los hebreos emplean para designar el arrepentimiento significa “conversión” o “vuelta”; y los griegos indican un cambio de mentalidad y de intención. Y evidentemente, la realidad responde perfectamente a ambas etimologías, pues el arrepentimiento en definitiva consiste en alejarnos de nosotros mismos y convertirnos a Dios; en dejar nuestra vieja y propia voluntad y revestirnos de otra nueva. Por esto, a mi parecer, podríamos convenientemente definir el arrepentimiento diciendo que es una verdadera conversión de nuestra vida a Dios, la cual procede de un sincero y verdadero temor de Dios, y que consiste en la mortificación de nuestra carne y del hombre viejo, y en la vivificación del Espíritu. En este sentido se han de entender todos los sermones en que los profetas, y los apóstoles después de ellos, exhortaban a sus contemporáneos al arrepentimiento, Porque lo único que pretendían era que, confundidos por sus pecados y estimulados por el temor del juicio de Dios, se postrasen y humillasen ante Aquel contra el cual hablan pecado, y con verdadero arrepentimiento entrasen por el recto camino. Y por eso usan en el mismo sentido indiferentemente estas expresiones: convertirse, volverse al Señor, arrepentirse o hacer penitencia.
De aquí también que la Historia Sagrada llama arrepentimiento a “ser guiados en pos de Dios”; a saber, cuando los hombres, que sin tener para nada en cuenta a Dios se regocijaban en sus apetitos, comienzan a obedecer a la Palabra de Dios y se sienten dispuestos y preparados a ir a dondequiera que los llame (Mt. 3,2; 1 Sm.7,3). Y san Pablo y el Bautista hablan de producir frutos dignos de arrepentimiento, queriendo significar que hay que llevar una vida que en todo dé muestras de tal arrepentimiento (Lc. 3,8; Rom. 6,4: Hch. 26,20).

6. 1°. El arrepentimiento es una verdadera conversión de nuestra vida para seguir a Dios
Pero antes de pasar adelante, conviene explicar más claramente la definición que hemos propuesto. En ella hay tres puntos principales que notar.
Primeramente, al llamarlo conversión de vida a Dios, exigimos un cambio, no solamente en las obras externas, sino también en la misma alma; de tal manera que, despojada de su vieja naturaleza, produzca frutos dignos de su renovación. Queriendo el profeta dar a entender esto mismo, manda a quienes exhorta al arrepentimiento que tengan un corazón nuevo (Ez. 18,31). Y Moisés muchas veces, queriendo mostrar al pueblo de Israel en qué consiste la verdadera conversión, les enseña que han de hacerlo con todo el corazón y con toda el alma; y al llamarla “circuncisión del corazón” llega a los afectos más íntimos y secretos, Esta misma expresión la emplean con frecuencia los profetas. Sin embargo, el lugar donde mejor podemos entender cuál es la verdadera naturaleza del arrepentimiento lo tenemos en el capítulo cuarto de Jeremías, en el cual Dios habla con su pueblo de esta manera: “Si te volvieres, oh Israel, dice Jehová, vuélvete a mí . . . Arad campo para vosotros, y no sembráis entre espinos. Circuncidaos a Jehová, y quitad el prepucio de vuestro corazón” (Jer. 4, 1 .3-4). Aquí vemos cómo dice que para vivir honestamente, ante todo es necesario desarraigar la impiedad de lo íntimo del corazón. Y para tocarles más vivamente, les advierte que es Dios con quien han de entenderse, con el cual de nada sirve andar con tergiversaciones, pues El aborrece la doblez del corazón en el hombre.
Por esto se burla Isaías de las vanas empresas de los hipócritas, los cuales ponían gran cuidado en las ceremonias en afectar un arrepentimiento externo, y mientras no se preocupaban en absoluto de romper los lazos de iniquidad con que tenían atados a los pobres. Y en el mismo lugar muestra admirablemente cuáles son las obras en las que propiamente consiste el arrepentimiento verdadero (Is. 58,5-7).

7. 2°. El arrepentimiento procede de un recto temor de Dios
Lo segundo es que el arrepentimiento procede de un verdadero temor de Dios. Porque antes de que el alma del pecador se incline al arrepentimiento, es necesario que se despierte con la consideración del juicio de Dios. Y cuando se haya grabado bien en el corazón del hombre la consideración de que en el último día Dios se sentará en su tribunal para pedirnos cuentas de todo cuanto hubiéremos dicho o hecho, tal pensamiento no dejará reposar al hombre pecador, ni le dejará respirar en paz un solo momento, sino que de continuo lo estimulará a que emprenda otro género de vida, para que con toda seguridad pueda comparecer ante el juicio de Dios.
Por eso la Escritura muchas veces, cuando nos exhorta al arrepentimiento, nos trae a la memoria este juicio de Dios. Como Jeremías: “No sea que mi ira salga como fuego; y se encienda y no haya quien la apague, por la maldad de vuestras obras” (Jer. 4,4). Y en las palabras que san Pablo dirigió a los atenienses, dice: “Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan; por cuanto ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia” (Hch. 17, 30-31). Yen muchos otros fugares.
Algunas veces, por los castigos que ya han acaecido, la Escritura declara que Dios es Juez, para que los pecadores consideren que vendrán sobre ellos castigos mucho mayores, si no se arrepienten a tiempo. Un ejemplo lo tenemos en el capítulo veintinueve del Deuteronomio. Y como nuestra conversión comienza con el horror y el odio al pecado, por eso el Apóstol dice que “la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación” (2 Cor. 7, 10), llamando tristeza según Dios, no solamente a temer exclusivamente el castigo, sino también el mismo pecado, cuando comprendemos que a causa de él, en vez de agradar a Dios, lo aborrecemos y detestamos. Y no hay razón para extrañarse, porque si no nos sintiésemos fuertemente estimulados, la torpeza de nuestra carne no podría ser corregida; e incluso afirmo que no bastarían esos estímulos para despertarla de su pereza, si Dios no fuese más allá, mostrándonos sus castigos. Además de esto está la contumacia que hay necesidad de quebrantar a golpes de martillo. Y así, nosotros con nuestra perversidad forzamos a Dios a usar de severidad y rigor, llegando a amenazarnos, puesto que no conseguiría nada si quisiera arrancarnos de nuestro sopor con dulzura y amor. No alegaré los testimonios que sobre esto a cada paso ocurren en la Escritura.
Hay también otra razón por la cual el temor de Dios es principio de arrepentimiento. Porque aunque un hombre fuese estimado como del todo virtuoso, si no dirige todo a la gloria y al servicio de Dios, podrá ser que el mundo lo alabe y lo tenga en grande estima, pero en el cielo será objeto de abominación, puesto que lo esencial de la justicia es dar a Dios la honra que se merece; de la cual nosotros impiamente le privamos siempre que no tenemos intención de someternos a su dominio.

8. 3°. El arrepentimiento consiste en la mortificación de la carne y la vivificación del espíritu
Es preciso ahora explicar el tercer punto, puesto que hemos dicho que el arrepentimiento consistía en dos partes: en la mortificación de la carne y la vivificación del espíritu. Esto, aunque un poco simple y vulgarmente de acuerdo con la capacidad y mentalidad del pueblo, lo exponen con toda claridad los profetas, cuando dicen: “Apártate del mal, y haz el bien” (Sal. 34, 14). Y: “Lavaos y limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad el juicio; restituid al agraviado...” (Is. 1,16-17). Pues al recordar y ordenar a los hombres que se aparten del mal, lo que nos piden es que nuestra carne, es decir, nuestra naturaleza perversa y llena de maldad, sea destruida. Evidentemente es un mandamiento difícil y arduo que nos despojemos de nosotros mismos y que abandonemos nuestra natural condición. Porque no hemos de creer que la carne esta muerta del todo, mientras no esté abolido ni aniquilado cuanto tenemos de nosotros mismos. Mas, “por cuanto la mente carnal es enemistad contra Dios” (Rom. 8,7), el primer peldaño para llegar n la obediencia de la Ley de Dios es la abnegación de nuestra naturaleza y voluntad.
Después de esto los profetas señalan la renovación por los frutos que de ahí salen; a saber, justicia, juicio y misericordia. Porque no basta con hacer obras exteriormente, si el alma primeramente no se ha revestido del amor y el afecto de la justicia, del juicio y de la misericordia. Ahora bien, esto tiene lugar cuando el Espíritu Santo, purificando nuestras almas, con su santidad las enriquece de tal manera con nuevos pensamientos y afectos, que con toda razón se puede afirmar que no existían antes. Y realmente, según estamos nosotros alejados de Dios, si no va por delante la abnegación, jamás nos esforzaremos por llegar al recto camino. Por esto se nos manda tantas veces que nos despojemos del hombre viejo, que renunciemos al mundo y la carne, que desechemos nuestra concupiscencia; para renovarnos en el espíritu de nuestro entendimiento.
El mismo nombre de mortificación nos da a entender cuán difícil cosa es olvidarnos de nuestra naturaleza primera; pues de él deducimos que para llegar a aceptar el temor de Dios y aprender los primeros principios de la piedad, es preciso que muertos violentamente por la espada del Espíritu, seamos reducidos a la nada. Como si Dios dijese que para ser contados en el número de sus hijos es necesario que muera nuestra naturaleza y todo cuanto hay en nosotros.

9. El arrepentimiento es el fruto de nuestra participación en la muerte y la resurrección de Cristo
Ambas cosas, la mortificación y la vivificación, nos vienen de la comunicación que tenemos con Cristo. Porque si de veras participamos de su muerte, nuestro viejo hombre es crucificado por su poder y el cuerpo del pecado es muerto, para que la corrupción de nuestra naturaleza nunca más tenga ya fuerza ni vigor (Rom. 6,5-6). Y si participamos de su resurrección, somos resucitados por ella a nueva vida, según corresponde a la justicia de Dios.
En una palabra, afirmo que el arrepentimiento es una regeneración espiritual, cuyo fin no es otro sino restaurar en nosotros y volver a su prístina perfección la imagen de Dios, que por la transgresión de Adán había quedado empañada y casi destruida. Así lo enseña el Apóstol al decir que, una vez que se nos ha quitado el velo, miramos a cara descubierta la gloria del Señor (2 Cor. 3,18). Y: “Renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Ef.4, 23—24). Y en otro lugar: “(Revestidos del nuevo hombre), el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno” (Col.3, 10). Por lo tanto, por esta regeneración somos, por beneficio de Cristo, restaurados en la justicia de Dios, de la cual habíamos caído por culpa de Adán. De esta manera quiere el Señor restituir a todos aquellos que Él adopta, el goce de la herencia de la vida eterna.
Mas esta restauración no se verifica en un momento, ni en un día, ni en un año; sino que Dios incesantemente va destruyendo en sus elegidos la corrupción de la carne, y poco a poco los purifica de sus impurezas, consagrándolos como templos en que El pueda habitar, reformando todos sus sentidos con una verdadera pureza, para que durante toda su vida se ejerciten en el arrepentimiento y sepan que esta lucha no cesará hasta la muerte.
Por eso es tanto mayor el descaro de un cierto apóstata’, quien me acusa de confundir el estado de la vida presente con el de la gloria celestial, porque siguiendo en ello a san Pablo, afirmo que la imagen de Dios es verdadera santidad y justicia; como si al definir una cosa no se deba buscar la misma perfección e integridad. Al afirmar que Dios restaura en nosotros su imagen, no niego que lo haga progresivamente; sino que según cada uno va adelantando, se acerca más a la semejanza de Dios, y que tanto más resplandece en él esa imagen de Dios (2 Cor. 4, 16). Y para que los fieles puedan llegar a ese punto, Dios les señala el camino del arrepentimiento, por el cual deben andar toda su vida.

10. Nuestra santificación es progresiva; el creyente permanece pecador
Así, pues, es cómo los hijos de Dios son librados de la servidumbre del pecado por la regeneración. No que gocen ya de entera libertad, sin experimentar molestia alguna por parte de su carne; más bien les queda materia y ocasión permanente de lucha, a fin de ponerlos a prueba; y no sólo para esto, sino además, para que aprendan mejor a conocer su flaqueza. Todos los escritores de recto y sano juicio que han escrito sobre esto están de acuerdo en que en el hombre regenerado queda un manantial de mal, de donde manan sin cesar los deseos y apetitos que le incitan a pecar. Y admiten también que los fieles, de tal manera están enredados en esta enfermedad de la concupiscencia, que no pueden hacer nada para impedir el ser tentados de lujuria, de avaricia, de ambición y de otros vicios semejantes.
No vale la pena entretenerse en averiguar lo que han sentido los doctores antiguos respecto a este tema. Puede bastar por todos el testimonio de san Agustín’, quien fiel y diligentemente recapituló cuanto los demás habían dicho a este propósito. Por tanto, el que desee saber el parecer de los antiguos referente a esto, lea a san Agustín.
Podría parecer que entre San Agustín y nosotros existe una diferencia. El, si bien confiesa que los fieles, mientras viven en este cuerpo mortal, de tal manera están sujetos a la concupiscencia que no pueden verse libres de su acicate, no obstante no se atreve a llamarla pecado; sino que al llamarla enfermedad, añade que solamente es pecado, cuando además de la concepción o aprehensión de la mente, se sigue la obra o el consentimiento; es decir, cuando la voluntad sigue el primer impulso del apetito. Nosotros, al contrario, decimos que toda concupiscencia con la que el hombre de algún modo se siente tentado a hacer algo contra la Ley de Dios, es pecado; e incluso afirmamos que la perversidad que engendran en nosotros tales concupiscencias es también pecado. Enseñamos, pues, que en los fieles habita siempre el pecado, mientras no se vean despojados de su cuerpo mortal, porque en su carne reside la perversidad de codiciar, contraria a la rectitud.
Sin embargo, tampoco san Agustín se abstiene siempre de llamarla pecado. Así cuando dice: “San Pablo llama pecado a aquello de donde manan y provienen todos los pecados; a saber, la concupiscencia. Este pecado, por lo que se refiere a los santos, pierde su dominio en este mundo, y perece en el cielo”. En estas palabras confiesa que los fieles, en cuanto están sometidos a la concupiscencia de la carne, son culpables como pecadores.

11. Si el pecado no reina en el corazón de los fieles, no por ello deja de habitar en él
En cuanto a lo que se dice que Dios purifica a su Iglesia de todo pecado y que por el bautismo promete la gracia de la libertad, y la lleva a cabo en sus elegidos (Ef. 5,26-27), esto lo referimos más bien a la culpa del pecado que a la materia del mismo. Es cierto que Dios hace esto al regenerar a los suyos, para destruir en ellos el reino del pecado, porque los conforta con la virtud de su Espíritu, con la cual quedan como superiores y vencedores en la lucha; pero el pecado solamente deja de reinar, no de habitar. Por eso decimos que el hombre viejo es crucificado y que la ley del pecado es destruida en los hijos de Dios (Rom. 6,6); de tal manera, sin embargo, que permanecen las reliquias del pecado; no para dominar, sino para humillarnos con el conocimiento de nuestra debilidad. Confesamos, desde luego, que estas reliquias del pecado no les son imputadas a los fieles, igual que si no estuvieran en ellos; pero a la vez afirmamos que se debe exclusivamente a la misericordia de Dios el que los santos se vean libres de esta culpa, pues de otra manera serían con toda justicia pecadores y culpables delante de Dios.
Y no es difícil confirmar esta doctrina, pues tenemos clarísimos testimonios de la Escritura que la prueban. ¿Queremos algo más claro que lo que san Pablo dice a los romanos (Rom. 7,6. 14—25)? En primer lugar ya hemos probado que se refiere al hombre regenerado; y san Agustín lo confirma también con firmísimas razones. Dejo a un lado el hecho de que él emplea estos dos términos: mal y pecado. Por más que nuestros adversarios cavilen sobre ellos, ¿quién puede negar que la repugnancia contra la Ley de Dios es un mal y un vicio? ¿Quién no concederá que hay culpa donde existe alguna miseria espiritual? Ahora bien, de todas estas maneras llama san Pablo a esta enfermedad’.
Existe además una prueba certísima tomada de la Ley de Dios, con la que se puede solucionar toda esta cuestión en pocas palabras. La Ley nos manda que amemos a Dios con todo el corazón, con toda la mente, y con toda el alma (Mt. 22,37). Puesto que todas las facultades de nuestra alma deben estar totalmente ocupadas por el amor a Dios, es evidente que no cumplen este mandamiento aquellos que son capaces de concebir en su corazón el menor deseo mundano, o pueden admitir en su entendimiento algún pensamiento que les distraiga del amor de Dios y los lleve a la vanidad. Ahora bien, ¿no pertenece al alma ser alterada por movimientos repentinos, aprehender con los sentidos y concebir con el entendimiento? ¿Y no es señal evidente de que hay en el alma unas partes vacías y desprovistas del amor de Dios, cuando en tales afecciones se encierran vanidad y vicio? Por tanto, todo el que no admita que todos los apetitos de la carne son pecado, y que esta enfermedad de codiciar que en nosotros existe, y que es el incentivo del pecado, es el manantial y la fuente del pecado, es necesario que niegue que la transgresión de la Ley es también pecado.

12. Las faltas y las debilidades de los creyentes siguen siendo verdaderos pecados
Si a alguno le parece que está del todo fuera de razón condenar de esta manera en general todos los deseos y apetitos naturales del hombre, puesto que Dios, autor de su naturaleza, se los ha otorgado, respondemos que no condenamos en manera alguna los apetitos que Dios infundió al hombre en su primera creación, y de los que no se le puede privar sin que al mismo tiempo deje de ser hombre; únicamente condenamos los apetitos desenfrenados, contrarios a la Ley y ordenación de Dios. Y como quiera que todas las potencias del alma, en virtud de la corrupción de nuestra naturaleza están de tal manera dañadas, que en todas nuestras cosas y en todo cuanto ponemos mano se ve siempre un perpetuo desorden y desconcierto, en cuanto que nuestros deseos son inseparables de tal desorden y exceso, por eso decimos que son viciosos.
Para decirlo en pocas palabras, enseñamos que todos los apetitos y deseos del hombre son malos y los condenamos como pecado; no en cuanto son naturales, sino en cuanto están desordenados; y están desordenados, porque de una naturaleza corrompida y manchada no puede proceder nada que sea puro y perfecto. Y no se aparta san Agustín de esta doctrina tanto como a primera vista parece. Cuando quiere evitar las calumnias de los pelagianos, se guarda a veces de llamar pecado a la concupiscencia; mas cuando escribe que mientras la ley del pecado permanece en los santos, solamente se les quita la culpa, da suficientemente a entender que en cuanto al sentido está de acuerdo con nosotros.

13. Testimonios de San Agustín
Alegaremos aún algunos otros textos de sus libros, por los cuales se verá mucho más claramente cuál ha sido su opinión en cuanto a esta materia. En el libro segundo de Contra Juliano dice: “Esta ley del pecado es perdonada por la regeneración espiritual y permanece en la carne mortal; es perdonada, en cuanto la culpa es perdonada en el sacramento con que los fieles son regenerados; permanece, porque ella produce los deseos contra los cuales los mismos fieles pelean”. Y: “Así, que la ley del pecado, que residía incluso en los miembros de tan grande apóstol, es perdonada por el bautismo, no destruida”. Y exponiendo la razón de por qué san Ambrosio la llama iniquidad, dice que se debe a esta ley del pecado que reside en nosotros, aunque la culpa sea perdonada en el bautismo, porque es algo inicuo que la carne desee contra el espíritu. Y: “El pecado queda muerto en cuanto a la culpa en que nos tenía enredados; pero, aun muerto, se rebela hasta que quede purificado con la perfección del sepulcro” .
Y aún mucho más claramente habla en el libro quinto: “Como la ceguera del corazón es el pecado, en cuanto que por él no creemos en Dios; y es castigo del pecado, en cuanto que el corazón orgulloso y altivo es así castigado; y es causa del pecado, en cuanto engendra perniciosos errores, del mismo modo la concupiscencia de la carne, contra la cual todo buen espíritu lucha, es pecado en cuanto contiene en sí una desobediencia contra lo que manda el espíritu; y es castigo del pecado, en cuanto nos fue impuesta por la desobediencia de nuestro primer padre; y es causa del pecado, o pecado, o porque consentimos en ella, o porque por ella desde nuestro nacimiento estamos contaminados”’. En este lugar san Agustín muy claramente la llama pecado, porque después de haber refutado el error de los pelagianos, no temía ya tanto sus calumnias. E igualmente en la homilía XLI sobre san Juan, donde expone sin temor alguno lo que siente: “Si tú”, dice, “en cuanto a la carne sirves a la ley del pecado, haz lo que el mismo Apóstol dice: No reine pecado en vuestro cuerpo mortal, para que no obedezcáis a sus apetitos (Rom. 6,12). No dice: No haya, sino: no reine. Mientras vivas, necesariamente ha de haber pecado en tus miembros, pero al menos quítesele el dominio y no se haga lo que manda”
Los que sostienen que la concupiscencia no es pecado suelen alegar el testimonio de Santiago: la concupiscencia, después de haber concebido engendra el pecado (Sant. 1,15). Pero esta dificultad se resuelve fácilmente; porque si no interpretamos este texto únicamente de las malas obras, o de los pecados que llaman actuales, ni siquiera la mala voluntad debe ser reputada como pecado. Mas como Santiago llama a las malas obras “hijas de la concupiscencia” y les atribuye el nombre de pecado, no se sigue de ahí que la concupiscencia no sea algo malo y condenable ante Dios.

14. La loca “libertad” de los anabaptistas
Algunos anabaptistas se imaginan no sé qué fantástico despropósito en lugar de la regeneración espiritual; a saber, que los hijos de Dios son ya ahora restituidos al estado de inocencia, que ya no es necesario preocuparse de refrenar los apetitos de la carne, sino que deben seguir únicamente al Espíritu como guía, bajo cuya dirección nadie puede jamás errar. Parecería cosa increíble que el hombre pudiera caer en semejante desvarío, si ellos públicamente y con todo descaro no hubiesen pregonado su doctrina, en verdad monstruosa. Mas es justo que el atrevimiento de los que de esta manera osan convertir en mentira la verdad de Dios, se vea de esta manera castigado.
Yo les pregunto: ¿Hay que suprimir, por tanto, toda diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, entre lo justo y lo injusto, entre lo bueno y lo malo, y entre la virtud y el vicio? Responden ellos que esta diferencia viene de la maldición del viejo hombre, de la cual nosotros quedamos libres por Cristo. Por ello ya no habrá diferencia alguna entre la verdad y la mentira, entre la impureza y la castidad, entre la sencillez y la astucia, entre la justicia y el robo. Dejad a un lado, dicen, todo vano temor; el Espíritu ninguna cosa mala os mandará hacer, con tal que sin temor alguno os dejéis guiar por Él.

El creyente recibe un espíritu de santificación y de pureza. ¿Quién no se asombrará al oír tan monstruosos despropósitos? Sin embargo, es una filosofía corriente entre los que, ciegos por el desenfreno de sus apetitos, han perdido todo juicio y sano entendimiento. Mas yo pregunto, ¿qué clase de cristo se forja esta gente? ¿Y qué espíritu es el que nos proponen? Nosotros no conocemos más que a un Cristo y a su Espíritu, tal cual fue prometido por los profetas, y como el Evangelio nos asegura que se manifestó; y en él no vemos nada semejante a lo que éstos dicen. El Espíritu de la Escritura no es defensor del homicidio, de la fornicación, de la embriaguez, de la soberbia, de la indisciplina, de la avaricia, ni de engaños de ninguna clase; en cambio es autor del amor, la honestidad, la sobriedad, la modestia, la paz, la moderación y la verdad. No es un espíritu fantástico y frenético, inconsiderado, que a la ligera vaya de un lado a otro sin pensar si es bueno o malo; no incita al hombre a permitirse nada disoluto o desenfrenado; sino que, como hace diferencia entre lo lícito y lo ilícito, enseña al hombre discreción para seguir lo uno y evitar lo otro.
Mas, ¿para qué me tomo la molestia de refutar esta disparatada sinrazón? El Espíritu del Señor no es para los cristianos una loca fantasía, que, forjada por ellos en sueños, o inventada por otros, la acepten; sino que con gran reverencia la reciben cual la describe la Escritura, en la cual se dicen de Él dos cosas: primero, que nos es dado para la santificación, a fin de que, purificados de nuestras inmundicias, nos guíe en la obediencia de la Ley divina; obediencia imposible de lograr, si no se domina y somete la concupiscencia, a la que éstos quieren dar rienda suelta. Lo segundo, que con su santificación quedamos limpios, de tal forma sin embargo, que quedan en nosotros muchos vicios y miserias mientras estamos encarcelados en este cuerpo mortal. De ahí viene que, estando nosotros tan lejos de la perfección, tenemos necesidad de aprovechar cada día algo, y también, como estamos enredados en los vicios, nos es necesario luchar con ellos de continuo.
De ahí se sigue también que, desechando la pereza, hemos de velar con gran cuidado y diligencia para que no nos asalten las traiciones y astucias de la carne; a no ser que pensemos que hemos adelantado en santidad más que el Apóstol, que se sentía molestado por el ángel de Satanás (2 Cor. 12,7—9), para que su poder fuese perfeccionado en la flaqueza, y que no hablase como de memoria al referir la lucha entre el espíritu y la carne, que sentía en su propia persona (Rom. 7,7 y ss.).

15. Los frutos del arrepentimiento
Respecto a que el Apóstol, al exponer qué es el arrepentimiento, enumera siete causas del mismo, o efectos, o partes, no lo hace sin razón. Estas cosas son: diligencia o solicitud, excusa, indignación, temor, deseo, celo y venganza. No me atrevo a determinar si son causas del arrepentimiento, o bien efectos del mismo, porque tienen la apariencia de ser ambas cosas. Se las puede llamar también afecciones relativas al arrepentimiento. Mas, como dejando a un lado estas cuestiones, se ve claramente lo que san Pablo quiere decir, nos contentaremos con una simple exposición de su pensamiento.
Afirma san Pablo que de la tristeza que es según Dios se origina en nosotros la solicitud. Porque el que se siente de veras movido por el sentimiento de haber ofendido a Dios, se siente a la vez impulsado a ser diligente y atento para librarse totalmente de los lazos del Diablo, a fin de poder defenderse mejor de sus astucias y asechanzas, y no separarse de la dirección del Espíritu Santo y no verse sorprendido por negligencia.
Pone luego la excusa, que en este lugar no significa la defensa con que el pecador, para escapar al juicio de Dios, o bien niega que ha pecado, o si lo confiesa quita importancia a su culpa; más bien quiere significar un cierto modo de justificación, que consiste más en pedir perdón, que en defender el derecho de su causa. Como un hijo que no fuera incorregible, reconociendo sus faltas y confesándolas ante su padre, va a pedirle perdón; y para alcanzarlo, protesta de todos los modos posibles que no honró a su padre con la reverencia que debía; en resumen, se excusa, no para declararse justo e inocente, sino solamente para conseguir el perdón.
Viene luego la indignación, mediante la cual el pecador se enoja consigo mismo y se riñe, reconociendo su perversidad e ingratitud con Dios.
Por el temor entiende el terror que se apodera de nuestra alma cada vez que consideramos lo que nosotros hemos merecido, y cuán terrible es la severidad de la ira de Dios contra los pecadores. Entonces necesariamente nos sentimos atormentados de una gran inquietud, que en parte nos enseña humildad, y en parte nos hace más prudentes para el porvenir. Y si del temor nace la solicitud, de la que ya había hablado, bien se echa de ver la trabazón y el encadenamiento que existe entre todas estas cosas.
Me parece que el Apóstol, por deseo quiso decir un ardiente anhelo de cumplir nuestro deber, y la alegría en obedecer; a lo cual nos debe invitar principalmente el conocimiento de nuestras faltas.
A este mismo fin tiende el celo, del cual luego habla, pues significa el ardor y el fuego que nos abrasa, al sentir en nosotros el aguijón de consideraciones como: ¿Qué he hecho yo? ¿A dónde hubiera llegado si la misericordia de Dios no me hubiese socorrido?
Lo último es la venganza, porque cuanto más severos fuéremos con nosotros mismos, y cuanto con más rigor reflexionemos sobre nuestros pecados, tanto más hemos de esperar que Dios nos será propicio y misericordioso. Realmente es imposible que el alma conmovida por el horror del juicio de Dios, no procure castigarse a sí misma, pues los fieles saben por experiencia lo que es la vergüenza, la confusión, el dolor, el descontento de sí mismo, y los demás afectos que nacen del verdadero conocimiento de nuestras faltas.

El espíritu del arrepentimiento. Sin embargo, acordémonos de que se ha de tener medida, para que la tristeza no nos consuma; porque no hay cosa a la que más expuestas estén las conciencias temblorosas, que a caer en la desesperación. Y también Satanás, a cuantos ve abatidos por el temor de Dios, sirviéndose de este artificio los arroja cada vez más en el profundo piélago de la tristeza, para que jamás puedan salir de allí.
El temor que termina en la humildad y no pierde la esperanza de alcanzar el perdón no puede ser nunca excesivo. Sin embargo, según el consejo del Apóstol, guárdese el pecador de que, por preocuparse de sentir desagrado de sí mismo y de aborrecerse, se vea oprimido por un temor excesivo y desfallezca por completo. De esa manera se alejaría de Dios, quien por el arrepentimiento nos llama a sí.
Muy provechoso es a este propósito el consejo de san Bernardo: “Es necesario”, dice, “el dolor de los pecados, con tal que no sea continuado; os aconsejo que de vez en cuando volváis la espalda al doloroso recuerdo de vuestros caminos y os recreéis con la suave memoria de los beneficios de Dios. Mezclamos miel con hiel, para que la saludable amargura pueda darnos salud, al beberla templada con dulzor. Aunque sintáis humildemente de vosotros, sentid también de Dios según su bondad.”

16. El arrepentimiento llene por fin una verdadera santidad de vida
Ahora podemos comprender cuáles son los frutos del arrepentimiento; a saber, las obras de piedad o religión para con Dios, y las de caridad para con los hombres, y, en fin, la perpetua santidad y pureza de vida. En resumen, cuanto mayor cuidado pone cada uno en conformar su vida con la regla de la Ley, tanto mejores son las señales que da de penitencia. Por eso el Espíritu Santo, queriendo exhortarnos a la penitencia, unas veces nos propone todos los mandamientos de la Ley, otras lo que se prescribe en la segunda Tabla; aunque en otros lugares, después de haber condenado la impureza de la fuente del corazón, desciende luego a los testimonios externos del verdadero arrepentimiento. De esto expondré a los lectores luego una viva imagen, cuando describa cómo debe ser la verdadera vida cristiana.
No quiero acumular aquí los testimonios de los profetas, en los que se burlan de las vanidades de aquellos que se esfuerzan en aplacar a Dios con ceremonias, diciendo que eso no son más que juegos de niños; y en los que enseñan asimismo que la integridad exterior de nuestra vida no es lo principal que se requiere para el arrepentimiento, porque Dios tiene puestos sus ojos en el corazón. Cualquiera medianamente versado en la Escritura puede entender por si mismo y sin ayuda ajena, que cuando hay que tratar con Dios no se adelanta nada, si no comenzamos por el afecto interno del corazón. El pasaje de Joel ayuda a comprender los demás: “Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos” (Jl. 2, 13) etc....Y lo mismo dicen claramente Las palabras de Santiago; “Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones” (Sant. 4,8). Es verdad que en estas palabras primero se pone lo accesorio; pero luego se indica el principio y el manantial; a saber, que las impurezas ocultas se han de purificar para que en el mismo corazón pueda edificarse un altar en el cual ofrecer sacrificios a Dios.
Hay también algunos ejercicios externos de los que nos servimos como remedios para humillarnos, para dominar nuestra carne, o para atestiguar públicamente nuestro arrepentimiento. Todas estas cosas proceden de aquella venganza de que habla san Pablo (2 Cor. 7, 11). Porque propio es de un corazón dolorido, gemir, llorar, no tenerse en nada, huir de la pompa y la ostentación, privarse de pasatiempos y deleites. Igualmente, el que siente de verdad cuán grande mal es la rebeldía de la carne, procura dominarla por todos los medios posibles. Y el que reflexiona bien cuán enorme pecado es transgredir la justicia de Dios, no logra tranquilizarse hasta que con su humildad da gloria a Dios.
Los escritores antiguos mencionan con mucha frecuencia estas clases de ejercicios cuando hablan de los frutos del arrepentimiento. Es cierto que no constituyen el punto principal del arrepentimiento; sin embargo, los lectores me perdonarán si digo lo que siento al respecto. A mi parecer. han insistido en ello mucho más de lo que hubiera sido conveniente. Y creo que cuantos lo consideren desapasionada y prudentemente, estarán de acuerdo conmigo en que en dos cosas han pecado. La primera, porque al insistir tanto en ensalzar excesivamente esta disciplina corporal, con ello conseguían que el pueblo la admirase y tuviese en gran devoción. Y, mientras tanto, quedaba oscurecido lo que debía tenerse en mayor estima. En segundo lugar, que fueron más rigurosos y excesivos en sus correcciones de lo que pide la mansedumbre cristiana, según luego se verá.

17. Los ayunos públicos de penitencia
Mas como algunos al oír que en muchos lugares de la Escritura en general, y particularmente en Joel (11. 2,12), se hace mención del arrepentimiento hecho con lágrimas, ayunos, vestidos de saco, y con ceniza sobre sus cabezas, de ahí juzgan que las lágrimas y los ayunos son lo principal del arrepentimiento. Bueno será que les mostremos su error.
Lo que se dice en ese pasaje de Joel sobre convertir todo el corazón a Dios y rasgar, no los vestidos, sino el corazón, eso es lo que propiamente constituye el arrepentimiento. Las lágrimas y los ayunos no se mencionan como efectos necesarios y perpetuos, sino más bien como circunstancias particulares, que convenían especialmente entonces. Porque como el profeta había anunciado el terrible castigo que había de venir sobre los judíos, les aconseja que aplaquen de antemano la ira de Dios, no solamente cambiando de vida, sino también dando claras muestras de su dolor. Como el delincuente para poder alcanzar misericordia del juez se suele dejar crecer la barba, no se peina, se viste de luto, y con esto da pruebas de sus sentimientos de humildad, igualmente convenía que el pueblo de Israel, acusado ante el tribunal de Dios, diese evidentes muestras exteriores de que solamente pedía obtener el perdón de la divina clemencia.
Y aunque puede que la costumbre de vestirse de sacos y echarse ceniza sobre la cabeza estuviera más en consonancia con aquellos tiempos, sin embargo es evidente que las lágrimas y los ayunos son también necesarios en nuestro tiempo siempre que el Señor parece amenazarnos con algún gran castigo y calamidad. Pues cuando Dios muestra algún peligro, nos anuncia que se prepara y como que se arma para infligimos algún gran castigo. Con toda razón, pues, habla el profeta, al exhortar a los suyos a que giman y ayunen; es decir, a que se entristezcan por los pecados cometidos, contra los cuales había profetizado que estaba preparado el castigo de Dios. Y tampoco harían mal actualmente los ministros del Evangelio, si cuando ven que se avecina alguna gran calamidad, como la guerra, el hambre o la peste, exhortasen al pueblo a orar al Señor con lágrimas y ayunos; con tal que insistiesen siempre con mayor diligencia y cuidado en lo principal; a saber, que han de rasgar el corazón, y no el vestido.
No hay duda de que el ayuno no siempre está unido al arrepentimiento, sino que se reserva especialmente para los tiempos de grandes adversidades. Por esto Jesucristo lo une a la angustia y la tribulación, pues Él excusa a sus apóstoles de que no ayunaran mientras estaban en su compañía, por ser tiempo de gozo, diciendo que tendrían oportunidad de ayunar en el tiempo de la tristeza, cuando se vieran privados de su compañía (Mt. 9, 15).
Me estoy refiriendo, por supuesto, al ayuno solemne y público; porque la vida de los que temen a Dios debe estar regulada por la frugalidad y la sobriedad, de modo que toda ella sea como una especie de ayuno perpetuo. Mas, como volveré a hablar de esta materia, al tratar de la disciplina de la Iglesia, baste al presente con lo expuesto.

18. Confesión pública y secreta de los pecados
Con todo añadiré que, cuando se toma el nombre de arrepentimiento para significar aquella externa manifestación que hacen los pecadores con la que dan muestras de mejorar de vida, entonces el término se usa impropiamente y se le desvía del significado propio y natural, que he expuesto. Porque semejante protesta no es tanto una conversión a Dios, como una confesión de las propias culpas, en orden a alcanzar el perdón de las mismas y de la pena correspondiente. De esta manera arrepentirse en ceniza y cilicio no es otra cosa sino dar testimonio de disgusto, cuando Dios se enoja con nosotros por las graves ofensas con que le hemos ofendido. Es esto una especie de confesión pública, mediante la cual, condenándonos a nosotros mismos ante los ángeles y ante el mundo, anticipamos el juicio de Dios. Porque san Pablo, reprendiendo la negligencia de los que perseveran en sus pecados, dice: “si nos examinásemos a nosotros mismos, no seriamos juzgados (por Dios)” (1 Cor. 11,31).
Mas no siempre es necesario dar testimonio públicamente ante los hombres y ponerlos como testigos de nuestro arrepentimiento. En cambio, confesarse secretamente con Dios es parte del verdadero arrepentimiento, y en modo alguno ha de omitirse. Porque no hay cosa menos puesta en razón, que decir que nos perdona Dios los pecados en los que seguimos deleitándonos, y para que Él no los descubra, los tapamos con la hipocresía. Y no solamente hay que confesar los pecados que cada día cometemos, sino que hemos de recordar más vivamente nuestras faltas más graves y traer a la memoria los pecados que parecen estar ya sepultados hace mucho tiempo.
Con su propio ejemplo nos enseña David a hacerlo así. Avergonzado del horrible crimen que poco antes había cometido con Betsabé, se examina a sí mismo desde el seno materno, y confiesa que ya entonces estaba corrompido e infectado por el mal (Sal. 51,7). Y esto no para disminuir su culpa, como lo hacen muchos que confiesan que son pecadores como todos los demás, y así al abrigo de la humanidad, pretenden escapar sin castigo. De muy distinta manera procede David, quien libremente aumenta su culpa, porque infectado desde su misma niñez, no había dejado de añadir pecados sobre pecados. Y en otro lugar examina también su vida pasada, para lograr de esta manera de Dios el perdón de los pecados que había cometido en su juventud (Sal.25, 7). Realmente, sentiremos que nos hemos despertado del sueño de la hipocresía cuando, gimiendo bajo el peso de nuestros pecados y llorando nuestra miseria, pedimos a Dios que nos los perdone.

Diferencia entre arrepentimiento especial y arrepentimiento ordinario. Hemos también de notar que el arrepentimiento que debemos practicar sin descanso se diferencia de aquel otro por el cual, los que habían cometido enormes pecados, o que desenfrenadamente se habían entregado a los vicios, o que con una especie de rebeldía habían desechado el yugo de la obediencia de Dios, se sienten como resucitados de la muerte. Porque muchas veces la Escritura, al exhortarnos al arrepentimiento, habla como si se tratara de un cambio de la muerte a la vida, o como de una resurrección; y cuando refiere que el pueblo hizo penitencia, quiere decir que se convirtió de su idolatría y de otros pecados gravísimos semejantes. Por esta razón san Pablo ordena luto y tristeza a los pecadores que no han hecho penitencia por su disolución, sus fornicaciones y lascivias (2 Cor. 12,21). Debemos considerar muy bien esta diferencia, para que cuando oigamos que se exhorta a algunos al arrepentimiento, no nos durmamos pensando que ya no va con nosotros la mortificación de la carne. Porque los malos deseos que de continuo nos incitan al mal, y los vicios que perpetuamente se agitan en nosotros, no nos dejan lugar para permanecer ociosos, ni consienten que nos despreocupemos de corregimos. Por eso el arrepentimiento especial, que solamente es necesario a los que el Diablo ha separado del servicio de Dios envolviéndolos en los lazos y las redes de la muerte, no quita el arrepentimiento ordinario, al cual la corrupción de nuestra naturaleza debe llevarnos toda la vida.

19. Un lazo indisoluble une la fe, el arrepentimiento, la remisión de los pecados y la santificación
Si es verdad, como evidentemente se ve, que todo el Evangelio consiste en estos dos puntos: el arrepentimiento y el perdón de los pecados, ¿no vemos que el Señor gratuitamente justifica a los suyos, para santificarlos y restaurarlos en la verdadera justicia?
Juan Bautista, que fue el mensajero enviado para preparar los caminos de Cristo (Mt. 11,10), resumía toda su predicación en estas palabras: “Arrepentíos, porque el reino de Dios se ha acercado” (Mt. 3,2). Exhortando a los hombres a la penitencia, les aconsejaba que se reconociesen pecadores y confesasen que ellos y cuanto había en ellos era digno de condenación delante de Dios; y esto para que deseasen con todo el corazón la mortificación de su carne y una nueva regeneración por el Espíritu. Al anunciar el reino de Dios, los llamaba a la fe. Porque por el reino de Dios, que él anunciaba como inminente, quena dar a entender la remisión de los pecados, la salvación, la vida; en fin, todo cuanto alcanzamos por Cristo.
Por esta razón los evangelistas dicen que Juan “predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de los pecados” (Mc. 1,4; Lc. 3,3). ¿Qué quiere decir esto, sino que enseñé a los hombres a que, sintiéndose agobiados bajo el peso de los pecados, se convirtiesen al Señor y concibiesen la esperanza del perdón y la salvación?
De este mismo modo comenzó también Jesucristo su predicación:
“Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 4, 17; Mc. 1, 15). Con estas palabras declara en primer lugar, que los tesoros de la misericordia de Dios están abiertos en Él; luego pide arrepentimiento; y, por último, confianza en las promesas de Dios. Y así, cuando en otro lugar quiso Cristo resumir en pocas palabras todo el Evangelio, dijo que era necesario que Cristo padeciera y resucitara de los muertos y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados (Le. 24,26.46-47).
Lo mismo predicaron les apóstoles después de su resurrección: “A éste (Jesucristo), Dios (lo) ha exaltado con su diestra, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de los pecados” (Hch. 5,31). Se predica el arrepentimiento en el nombre de Cristo, cuando los hombres oyen por la doctrina del Evangelio, que todos sus pensamientos, afectos y deseos están corrompidos y viciados; y que por eso es preciso que vuelvan a nacer, si quieren entrar en el reino de los cielos. Se prestía la remisión de los pecados cuando se enseña a los hombres que Cristo es para ellos “sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Cor. 1,30); en cuyo nombre gratuitamente son tenidos ante la consideración del Padre por justos e inocentes. Y como ambas cosas las recibimos por la fe, según queda dicho, mas por otra parte el objeto de la fe es la bondad de Dios por la cual son perdonados los pecados, ha sido necesario establecer la diferencia que hemos indicado entre la fe y el arrepentimiento.

20. Hay que trabajar hasta la muerte en nuestra santificación
Así como el odio contra e pecado, que es d principio del arrepentimiento, nos abre la puerta para el conocimiento de Cristo, el cual no se manifiesta más que a los miserables pecadores, que gimen, sufren, trabajan, se sienten abrumados, padecen hambre y sed y desfallecen de dolor y miseria (Is. 61,1; Mt. 11,5.28; Lc. 4,18); del mismo modo conviene, después de haber comenzado a andar por el camino del arrepentimiento, que sigamos por él todos los días de nuestra vida y no lo dejemos jamás hasta la muerte, si queremos permanecer en Cristo. Porque El vino a llamar a los pecadores, pero a que se arrepientan (Mt. 9, 13). Fue enviado a bendecir a los que eran indignos, pero para que se conviertan de su maldad (Hch. 3, 26; 5,31). La Escritura está llena de expresiones semejantes. Por ello cuando Dios ofrece la remisión de los pecados, suele juntamente pedirnos el arrepentimiento, dándonos a entender con ello, que su misericordia debe ser para los hombres ocasión de cambiar de vida. “Haced justicia”, dice, “porque cercana está mi salvación” (Is. 56, 1). Y: “Vendrá el Redentor a Sión, y a los que se volvieren de la iniquidad en Jacob” (Is. 59,20). Asimismo: “Buscad a Jehová, mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia” (Is. 55,6—7). Y también: “Convertíos y mudad de vida, para que vuestros pecados os sean perdonados” (Hch. 2,38; 3,19). En este texto hay que notar que no se pone como condición la enmienda de nuestra vida como si ella fuera el fundamento para alcanzar el perdón de nuestras transgresiones; sino al contrario, que es el Señor quien quiere mostrarse misericordioso con los hombres para que se enmienden, y les muestra hacia dónde han de tender, si quieren alcanzar gracia y perdón.
Por tanto, mientras habitamos en la cárcel de nuestro cuerpo, debemos luchar continuamente contra los Vicios de nuestra naturaleza corrompida, e incluso contra cuanto hay en nosotros de natural. A veces dice Platón que la vida del filósofo es la meditación de la muerte. Con mucha mayor verdad podríamos nosotros decir: La vida del cristiano es un perpetuo esfuerzo y ejercicio por mortificar la carne, hasta que muerta del todo, reine en nosotros el Espíritu de Dios. Por eso yo pienso que ha adelantado mucho el que ha aprendido a sentirse insatisfecho de sí mismo; no para permanecer ahí estacionado sin pasar adelante, sino más bien para darse más prisa y suspirar más por Dios, a fin de que injertado en la muerte y en la vida de Cristo se ejercite en un arrepentimiento perpetuo, como no lo pueden por menos de hacer cuantos han concebido un odio perfecto del pecado. Porque jamás aborrecerá nadie el pecado, sin amar antes la justicia. Esta sentencia, además de ser la más simple de todas, me parece que está perfectamente de acuerdo con la verdad de la Escritura.

21. El arrepentimiento nos es dado por Dios mediante el Espíritu Santo
Que el arrepentimiento sea un don singular de Dios, me parece tan evidente por lo expuesto, que no creo necesario detenerme más en probarlo. Por eso la Iglesia en tiempo de los apóstoles glorifica a Dios, maravillándose de que hubiera concedido a los gentiles el arrepentimiento para salvación (Hch. 11,18). Y san Pablo, exhortando a Timoteo a ser paciente con los incrédulos, añade: “por si quizás Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del Diablo, en que están cautivos a voluntad de él” (2 Tim. 2, 25—26). Es verdad que el Señor en muchos lugares atestigua que quiere que todos se conviertan y que exhorta a todos en general a que se enmienden; sin embargo, la eficacia depende del Espíritu de regeneración. Porque mucho más fácil es crearnos, que por nuestra propia industria y virtud ser renovados conforme a una naturaleza mucho más excelente. Por eso no sin razón somos llamados a causa de nuestra regeneración hechura y obra de las manos de Dios, “creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas” (Ef. 2, 10).
A cuantos el Señor quiere librar de la muerte los vivifica con el Espíritu de regeneración; no que el arrepentimiento sea propiamente causa de salvación, sino en cuanto que, según hemos indicado, es inseparable de la fe y de la misericordia de Dios. Puesto que, conforme al testimonio de Isaías, el Redentor ha venido a Sión y para aquellos de la familia de Jacob que se han apartado de su maldad (ls. 59,20). Sea como fuere, lo cierto es que dondequiera que hay temor de Dios, el Espíritu obra para dar la salvación al hombre.

Los apóstatas son incapaces de un segundo arrepentimiento. Por eso los fieles, cuando se quejan por boca de Isaías de que Dios los ha abandonado, dan con ello una señal cierta de su reprobación, y de que Él ha endurecido sus corazones (Is. 63,17). Y el Apóstol, queriendo excluir a los apóstatas, de la esperanza de la salvación, da como razón, que es imposible que se renueven en el arrepentimiento (Heb. 6,6), puesto que Dios, al renovar a los que no quiere que perezcan, da con ello una señal de su amor y favor paternos, y en cierta manera los atrae a si con los destellos de su sereno rostro. Al contrario, al endurecer a los réprobos, cuya impiedad es irremisible, su rostro despide rayos de indignación contra ellos. Con esta clase de castigo amenaza el Apóstol a los apóstatas que, apartándose voluntariamente de la fe del Evangelio, se burlan de Dios, rechazan ignominiosamente su gracia, profanan y pisan la sangre de Cristo, e incluso, en cuanto está de su parte, crucifican de nuevo a Cristo (Heb. 10, 29-30). Porque el Apóstol en este lugar no quita la esperanza del perdón — como algunos excesivamente rígidos lo entienden — a cuantos voluntaria y conscientemente han pecado; solamente enseña que la apostasía es un crimen irremisible, que no admite excusa alguna; de manera que no debemos maravillarnos de que Dios la castigue con tanto rigor, que jamás la perdone. Él afirma que es imposible que los que una vez han sido iluminados, han gustado el don celestial, han sido hechos partícipes del Espíritu Santo, han experimentado la palabra de Dios y las potencias del siglo venidero, sean renovados para arrepentimiento, si vuelven a caer; puesto que de nuevo crucifican al Hijo de Dios y se mofan de Él (Heb. 6,4-6). Y en otro lugar dice: “Si pecáremos voluntariamente, después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio” (Heb. 10,26-27).
Estos textos, por mala inteligencia de los novacianos-, perturbaron en el pasado a la Iglesia. Y como a primera vista parecen duros, algunos espíritus piadosos supusieron que esta epístola no era auténtica, aunque realmente en toda ella se respira espíritu apostólico. Mas como no disputamos más que con quienes la admiten, es fácil mostrar cuán lejos están estas sentencias de favorecer su error.
Ante todo es necesario que el Apóstol esté de acuerdo con su Maestro, el cual afirma: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada ni en este mundo ni en el otro” (Mt. 12,31-32; Mc. 3, 28-29; Lc. 12,10). Es evidente que el Apóstol se atuvo a esta excepción, si no queremos enfrentarlo con la gracia de Cristo. De lo cual se sigue, que al decir el Apóstol que no alcanzarán el perdón, no se refiere a un pecado u otro en particular, sino únicamente al pecado que procede de un furor lleno de desesperación, y que no se puede decir que haya sido cometido por debilidad, ya que evidentemente manifiesta que el hombre que lo cometió estaba poseído del demonio.

22. Definición del pecado contra el Espíritu Santo
Para mejor explicar esto, es necesario investigar en qué consiste esta horrenda abominación, que no alcanzará perdón alguno. San Agustín, en cierto lugar’, lo define como una obstinada contumacia hasta la muerte acompañada de la desconfianza de alcanzar perdón, lo cual no está de acuerdo con lo que dice nuestro Redentor: que no será perdonado en este mundo. Porque, o esto se afirma en vano, o tal pecado puede ser cometido en esta vida. Si la definición de san Agustín es verdadera, no se comete sino cuando se persevera en él hasta la muerte.
En cuanto a lo que algunos afirman, que pecan contra el Espíritu Santo los que tienen envidia de los dones de su prójimo, no veo en qué se fundan.
Pero procedamos a formular la verdadera definición. Cuando sea confirmada con claros testimonios, fácilmente disipará por si misma todas las demás definiciones. Afirmo, pues, que pecan contra el Espíritu Santo los que de tal manera son tocados por el Espíritu Santo que no pueden pretender ignorancia, y sin embargo, se resisten con deliberada malicia, solamente por resistirse. Porque Cristo, queriendo explicar lo que antes había afirmado, añade: “A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado” (Mt. 12,31). Y san Mateo en lugar de blasfemia contra el Espíritu dice espíritu de blasfemia.
¿Cómo puede uno decir alguna afrenta contra el Hijo de Dios, sin que al mismo tiempo esa afrenta recaiga contra el Espíritu Santo? Esto sucede cuando los hombres imprudentemente pecan contra la verdad de Dios, que no han conocido, o cuando por ignorancia hablan mal de Cristo, y sin embargo en su ánimo no estarían de ningún modo dispuestos a extinguir la luz de la verdad si les fuera revelada, ni querrían perjudicar lo más mínimo con sus palabras al que ellos hubiesen reconocido como el Redentor. Estos tales pecan contra el Padre y contra el Hijo. De éstos hay muchos en el día de hoy, que detestan sobremanera la doctrina del Evangelio, pero que si conocieran que es el Evangelio, la tendrían en gran veneración y la adorarían con todo el corazón.
En cambio, los que están convencidos en su conciencia de que la doctrina que persiguen es la de Dios, y sin embargo no cejan en su persecución, éstos pecan y blasfeman contra el Espíritu Santo. Tales eran algunos de los judíos, que si bien no podían resistir al Espíritu Santo que hablaba por boca de san Esteban, sin embargo se esforzaban cuanto podían en resistirle (Hch. 6, 10). No hay duda que muchos de ellos obraban así movidos por el celo de la Ley; pero es también cierto que otros, con malicia e impiedad ciertas se irritaban contra el mismo Dios, quiero decir, contra la doctrina que no ignoraban que procedía de Dios. Tales fueron los fariseos, contra los cuales dice Cristo que para rebajar la virtud del Espíritu Santo, la infamaban como si procediera de Beelzebú (Mt. 9, 34; 12,24). Por tanto, hay espíritu de blasfemia cuando el atrevimiento es tanto que adrede procura destruir la gloria de Dios. Así lo da a entender san Pablo al decir por contraposición que él fue recibido a misericordia, porque lo hizo por ignorancia, en incredulidad (1 Tim. 1,13). Si la ignorancia acompañada de incredulidad hizo que él alcanzase perdón, se sigue que no hay esperanza alguna de perdón cuando la incredulidad procede de conocimiento y de malicia deliberada.

23. Que el Apóstol no hable de una falta particular, sino de un alejamiento general por el cual los réprobos se privan de la salvación, es fácil de ver con un poco de atención. Y no hemos de extrañarnos de que Dios se muestre inexorable, y que como tal lo sientan aquellos de quienes afirma san Juan que no pertenecían al número de los elegidos, por haberse separado de ellos (1 Jn. 2,19). Porque él dirige su razonamiento contra aquellos que pensaban que podrían volver a la religión cristiana, aun después de haber renunciado a ella. Queriendo el Apóstol sacarlos de su funesto error les dice que los que han renunciado a Jesucristo y se han apartado de su compañía, y ello a sabiendas y adrede, jamás podrán tener parte con Él. Y renuncian a Él, no los que simplemente quebrantan la Palabra de Di os viviendo disolutamente, sino los que deliberadamente y a propósito rechazan toda la doctrina de Cristo.
Se engañan, pues, los novacianos y sus secuaces respecto a las palabras caer y pecar. Ellos entienden que cae el hombre que habiendo aprendido en la Ley de Dios que no ha de hurtar, y que no ha de fornicar, sin embargo no deja de cometer actos contra esos preceptos. Mas yo digo que es preciso hacer aquí una oposición, en la que se contengan todos los elementos contrarios de las cosas nombradas; de tal manera que aquí no se trata de ningún pecado particular, sino de un alejamiento general de Dios, y de una apostasía total. Por tanto, cuando dice el Apóstol que aquellos que han caído después de haber sido iluminados, de haber gustado el don celestial y de haber sido hechos partícipes del Espíritu Santo, y de haber también probado la Palabra de Dios y las potencias del siglo venidero (Heb. 6,4-6), es necesario entender que maliciosamente y a propósito han extinguido la luz del Espíritu Santo, han menospreciado e1 gusto del don celestial, se han apartado de la santificación del Espíritu, han rechazado la Palabra de Dios y las potencias del siglo venidero.
De hecho, para mejor expresar que habla de una impiedad maliciosa y deliberada, en otro lugar pone expresamente el término “voluntariamente” (Heb. 10,26). Afirma que no queda sacrificio alguno para los que voluntariamente, después de haber recibido la verdad, han pecado. No niega que Cristo sea un sacrificio perenne para destruir las iniquidades de los fieles — lo cual casi a través de toda la carta lo afirma claramente al tratar del sacrificio de Cristo —, sino que asegura que no queda sacrificio alguno cuando este sacrificio es desechado. Y se desecha, cuando deliberadamente se rechaza la verdad del Evangelio.

24. El apóstata se pone a sí mismo en la imposibilidad de arrepentirse de nuevo
En cuanto a lo que algunos alegan, que parece muy duro y ajeno a la clemencia de Dios excluir a alguno de la posibilidad de conseguir el perdón de sus pecados cuando pide misericordia, la respuesta es muy clara. El Apóstol no dice que Dios les negará el perdón, si se convierten a Él; sino que afirma expresamente que éstos tales jamás se arrepentirán; y la razón es que Dios, por justo juicio, los castigará por su ingratitud con una perpetua ceguera. Y en nada se opone a esto el que después aplique a este propósito el ejemplo de Esaú, quien con lágrimas y gemidos intentó después en vano recobrar su primogenitura perdida (Heb. 12,16—17); ni tampoco aquella advertencia del profeta: “Ellos clamaron, y yo no escuché” (Zac. 7,13). Porque la Escritura no entiende con tales maneras de hablar ni la verdadera conversión, ni la invocación de Dios, sino más bien el pesar de los impíos, que viéndose en extrema necesidad, se ven forzados a poner sus ojos en aquello que antes menospreciaban y tenían absolutamente en nada; a saber, que en ellos no hay bien alguno, sino que todo bien está en el favor de Dios, con el que nos asiste. Pero ellos no lo imploran ni piden de corazón, sino que únicamente gimen porque lo han perdido, porque les ha sido quitado. Así que el profeta, por “clamor”, y el Apóstol por “lágrimas” no entienden sino aquel horrible tormento que aflige a los impíos, al ver que no hay remedio alguno para su miseria, excepto la misericordia de Dios, de la cual ellos de ningún modo se pueden fiar.
Es muy conveniente advertir esto aquí diligentemente, pues de otra manera Dios se contradiría a sí mismo, porque dama por el profeta:
“El impío, si se apartare de todos sus pecados que hizo, de cierto vivirá” (Ez. 18,21). Pero, según he dicho ya, es del todo cierto que el corazón del hombre jamás se convertirá y se hará mejor, a no ser que le prevenga a ello la gracia del cielo.
Por lo que hace a la invocación de Dios, su promesa no fallará jamás. Pero en los lugares citados se toma indebidamente por conversión y oración aquel confuso y ciego tormento con que son atormentados los réprobos, cuando ven que deben buscar a Dios para hallar remedio a sus miserias, y sin embargo rehúyen comparecer ante Él.

25. Incluso cuando Dios pone en ellos su mirada, para dar ejemplo a los otros, el arrepentimiento de los hipócritas permanece inaceptable
Sin embargo se podría preguntar — dado que el Apóstol niega que Dios se aplaque por el arrepentimiento ficticio —, cómo Acab alcanzó el perdón y escapó del castigo que Dios le tenía preparado (1 Re. 21,27-29); cuando, por lo que sabemos, no cambió de vida, sino que únicamente fue un momentáneo terror lo que sintió. Es verdad que se vistió de saco, y echó ceniza sobre su cabeza, y se postró en tierra, y que como lo atestigua la misma Escritura, se humilló delante de Dios; pero muy poco le aprovechó rasgar sus vestiduras, cuando su corazón permaneció endurecido y saturado de maldad. No obstante vemos que Dios se movió a misericordia.
A esto respondo que Dios perdona a los hipócritas por algún tiempo, pero de tal manera que su cólera no se aparte de ellos; y esto no tanto por causa de ellos, cuanto para dar ejemplo a todos en general. Porque, ¿de qué le sirvió a Acab que el castigo le fuera demorado, si no es que no lo sintió mientras vivió? Y así la maldición de Dios, bien que oculta, no dejó de hacerse sentir perpetuamente en la familia de Acab, y pereció para siempre.
Lo mismo se ve en Esaú; porque aunque fue desechado, con sus lágrimas alcanzó la bendición de esta vida presente (Gn. 27,28-29). Mas como la herencia espiritual estaba reservada por el oráculo y decreto de Dios para uno solo de los dos hermanos, al ser rechazado Esaú y elegido Jacob, tal repulsa cerró la puerta a la misericordia divina. Sin embargo, como a hombre brutal que era, le quedó el consuelo de recrearse con la fertilidad de la tierra y el rocío del cielo1. Y esto, según acabo de decir, se hace para ejemplo de los demás, a fin de que aprendamos a aplicar nuestro entendimiento más alegremente y con mayor diligencia al verdadero arrepentimiento. Porque no hay duda que Dios perdonará fácilmente a los que de veras y con todo el corazón se convierten a Él, pues su clemencia se extiende aun a los indignos, con tal que manifiesten una muestra de disgusto de haberle ofendido.
Con esto se nos enseña también cuan horrible castigo está preparado para los contumaces, que toman a broma las amenazas de Dios, y con gran descaro y un corazón de piedra no hacen caso de ellas.
He aquí por qué muchas veces Dios ha tendido la mano a los hijos de Israel para aliviar sus calamidades, aunque sus clamores fuesen fingidos y su corazón ocultase doblez y deslealtad; como él mismo se queja en el salmo: “Sus corazones no eran rectos con él” (Sal. 78,37). Porque de este modo quiso con su gran clemencia atraerlos, para que se convirtiesen de veras, o bien hacerlos inexcusables. Mas no debemos pensar que cuando Él por algún tiempo retira el castigo va a hacerlo así siempre; antes bien, a veces vuelve con mayor rigor contra los hipócritas y los castiga doblemente; de modo que por ello se pueda ver cuánto desagrada a Dios la hipocresía y la ficción. Sin embargo advirtamos, según lo hemos ya señalado, que Él nos ofrece algunos ejemplos de lo dispuesto que está a perdonar por su parte, para que los fieles se animen a enmendar su vida y condenar más gravemente el orgullo y la soberbia de los que dan coces contra el aguijón.
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