CAPÍTULO V
SUPLEMENTOS QUE AÑADEN LOS
PAPISTAS A LA SATISFACCIÓN; A SABER:
LAS INDULGENCIAS Y EL PURGATORIO
1. Indignidad de las indulgencias
De la doctrina de la satisfacción han surgido las indulgencias. Porque proclaman por todas partes, que la facultad que a nosotros nos falta para satisfacer se suple con las indulgencias; y llegan a tal grado de insensatez, que afirman que son una dispensación de los méritos de Cristo y de los mártires; que el Papa otorga en las bulas.
Realmente más merecen ser encerrados en un manicomio que convencidos con argumentos; y no hay por qué detenerse en refutar errores que, a fuerza de disputas, comienzan a desmoronarse por sí mismos. No obstante, como una breve, refutación de los mismos será útil y provechosa para los ignorantes, quiero intercalarla aquí.
El que las indulgencias se hayan conservado durante tanto tiempo, y que hayan reinado a pesar de su enormidad y excesiva licencia, sin que haya habido quien les saliera al paso, nos da a entender entre qué tinieblas y errores han permanecido sepultados los hombres tanto tiempo. Veían que el Papa y sus bulderos los engañaban a ojos vistas; veían que se hacía un saneado comercio de la salvación de sus almas; que el paraíso se compraba con determinadas cantidades de dinero; que nada se daba de balde, sino todo a buen precio; que con este pretexto sacaban de sus bolsas las ofrendas que luego torpemente se consumían en rameras, alcahuetas, y grandes banquetes; veían que quienes más ensalzaban las indulgencias y las ponían por las nubes, eran precisamente quienes menos caso hacían de ellas; veían que cada día crecía más este monstruo, y que cuanto más crecía más tiranizaba al mundo; que cada día se les traía plomo nuevo pata sacar dinero nuevo; sin embargo aceptaban las indulgencias con gran veneración, las adoraban y las compraban; e incluso los que veían más claro que los otros las tenían por unos santos y piadoso engaños, con los que podían ser engañados con algún provecho. Pero al fin el mando ha comenzado a tener un poco de cabeza y a considerar mejor las cosas; las indulgencias se van enfriando, hasta que finalmente desaparezcan y se reduzcan a nada.
2. Su definición refutada por la Escritura
Mas como hay muchísimos que conocen los engaños, hurtos y robos que estos mercaderes de indulgencias han ejercido y con los que nos han estado engañando y burlándose de nosotros, y no ven la fuente de impiedad que ellas esconden, es conveniente demostrar aquí, no solamente qué son las indulgencias, según ellos las emplean, sino también en su naturaleza misma, independientemente de toda cualidad o defecto accidental.
Las llaman tesoro de la Iglesia, méritos de Cristo y de los apóstoles y mártires. Se figuran que se ha otorgado al obispo de Roma - según ya he indicado - la guarda especial de este tesoro como en raíz, y que él tiene la autoridad de repartir los grandes bienes de este tesoro, y que él por sí mismo puede repartido y delegar en otros la autoridad de hacerlo. De aquí nacieron las indulgencias que el Papa concede, unas veces plenarias, otras por ciertos años; las de los cardenales, de cien días; y las de los obispos, de cuarenta.
Sin embargo todo esto, a decir verdad, no es más que una profanación de la sangre de Cristo, una falsedad de Satanás para apartar al pueblo cristiano de la grada de Dios y de la vida que hay en Cristo, y separado del recto camino de la salvación. Porque, ¿qué manera más vil de profanar la sangre de Cristo, que afirmar que no es suficiente para perdonar los pecados, para reconciliar y satisfacer, si no se suple por otra parte lo que a ella le falta? "De éste (Cristo) dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados en su nombre", dice san Pedro (Hch.10 ,43); en cambio, las indulgencias otorgan el perdón de los pecados por san Pedro, por san Pablo y por los mártires. "La sangre de Jesucristo", dice Juan, "nos limpia de todo pecado” (1 Jn. 1,7); las indulgencias convierten la sangre de los mártires en purificación de pecados. Cristo, dice san Pablo, “que no conoció pecado, por nosotros fue hecho pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5,21); las indulgencias ponen la satisfacción de los pecados en la sangre de los mártires. San Pablo clara y terminantemente enseñaba a los corintios que sólo Jesucristo fue crucificado y murió por ellos (1 Cor. 1, 13); las indulgencias afirman que san Pablo y tos demás han muerto por nosotros. Y en otro lugar se dice que Cristo adquirió a la Iglesia con su propia sangre (Hch. 20,28); las indulgencias señalan otro precio para adquirirla, a saber: la sangre de los mártires. “Con una sola ofrenda”, dice el Apóstol, “hizo (Cristo) perfectos para siempre a los santificados” (Heb. 10,14); las indulgencias le contradicen, afirmando que la santificación de Cristo, que por sí sola no bastaría, encuentra su complemento en la sangre de los mártires. San Juan dice que todos los santos “han lavado sus ropas en la sangre del Cordero” (Ap. 7, 14); las indulgencias nos enseñan a lavar las túnicas en la sangre de los mártires.
3. Testimonios de León I y de san Agustín
León, obispo de Roma, habla admirablemente contra estas blasfemias en una epístola que envía a los obispos de Palestina. “Aunque la muerte de innumerables santos”, dice él, “haya sido preciosa delante del Señor (Sal. 116,15), sin embargo, la muerte de ninguno de ellos ha sido reconciliación por el mundo. Recibieron los justos las coronas, no las dieron: de la fortaleza de los fieles obtenemos nosotros ejemplos de paciencia, y no dones de justicia. Porque cada uno de ellos ha padecido muerte por si, y ninguno de ellos ha pagado la deuda de los otros; pues no ha habido más que el Señor, en quien todos han sido crucificados, todos han sido muertos, sepultados y resucitados.” Sentencia que por ser memorable volvió a repetirla en otro lugar. No se puede desear nada más claro para refutar la impía doctrina de las indulgencias.
No menos admirablemente habla san Agustín a este propósito: “Aunque nosotros”, dice, “siendo hermanos, muramos por nuestros hermanos, sin embargo la sangre de ningún mártir es derramada en remisión de los pecados, lo cual hizo Cristo por nosotros; y esto no lo hizo para que imitáramos su ejemplo, sino que nos concedió esta merced, para que le diésemos las gracias por ella”. Y en otro lugar: “Como solamente el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros hijos de Dios juntamente con Él; de la misma manera Él solo ha sufrido la pena por nosotros sin haber Él cometido demérito alguno, a fin de que nosotros sin ningún buen mérito nuestro alcanzásemos la gracia que no se nos debía.”
Las indulgencias son un ultraje a Jesucristo. Ciertamente toda su doctrina está sembrada de horrendos sacrilegios y blasfemias, pero esta blasfemia de las indulgencias supera a todas las demás. Reconozcan si no son suyas estas conclusiones: Los mártires han hecho más con su muerte y han merecido más de lo que tenían necesidad. Les sobró tanta abundancia de méritos, que una parte de los mismos puede ser aplicada a otros. Para que un bien tan grande no se perdiese, se mezcló su sangre con la de Cristo, y ambas constituyen el tesoro de la Iglesia para la remisión y satisfacción de los pecados. Que de esta manera hay que entender lo que dice san Pablo: “cumplo en mi carne lo que falta de las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col. 1,24).
¿Qué es esto, sino abandonar el nombre de Cristo, y hacer de Él un santo vulgar, que difícilmente puede ser reconocido entre los otros? Sin embargo, sería preciso que El solo, El solo, repito, fuese predicado, El solo propuesto, Él solo nombrado, en Él solo se pusiesen los ojos, cada vez que se tratase de alcanzar remisión de pecados, expiación y santificación.
Mas, oigamos sus argumentos. A fin, dicen, de que la sangre de los mártires no haya sido derramada en balde, ha de ser comunicada para bien general de la Iglesia. ¿Y por qué esto? ¿No ha sido, por ventura, un bien suficientemente grande de la Iglesia que ellos hayan glorificado a Dios con su muerte; que hayan sellado la verdad con su sangre; que, menospreciando esta vida terrena, hayan dado testimonio de que buscaban otra mejor; que hayan confirmado la fe de la Iglesia con su constancia, y que hayan quebrantado la obstinación de sus enemigos? Pero sin duda, ellos no reconocen beneficio alguno, si solo Cristo es el reconciliador, si solo El ha muerto por los pecados, si Él solo es ofrecido por nuestra redención.
Si san Pedro y san Pablo, dicen, hubieran muerto en sus lechos de muerte natural, sin duda hubieran alcanzado la corona de la victoria. Como quiera que han luchado hasta derramar su propia sangre, no sería conveniente que la justicia de Dios dejara estéril ese esfuerzo, sin provecho ni utilidad alguna. ¡Como si Dios no supiera el modo de aumentar en sus siervos la gloria, conforme a la medida de sus dones! Y suficientemente grande es la utilidad que recibe la Iglesia en general, cuando con el triunfo de los mártires se inflama en su mismo celo para combatir como ellos.
4. Explicación de Colosenses 1,24
¡Cuán perversamente pervierten el texto de san Pablo en que dice que suple en su cuerpo lo que falta a los sufrimientos de Cristo! Porque él no se refiere al defecto ni al suplemento de la obra de la redención, ni de la satisfacción, ni de la expiación; sino que se refiere a los sufrimientos con los que conviene que los miembros de Cristo, que son todos los fieles, sean ejercitados mientras se encuentran viviendo en la corrupción de la carne. Afirma, pues, el Apóstol, que falta esto a los sufrimientos de Cristo, que habiendo Él una vez padecido en sí mismo, sufre cada día en sus miembros. Porque Cristo tiene a bien hacernos el honor de reputar como suyos nuestros sufrimientos. Y cuando Pablo añade que sufría por la Iglesia, no lo entiende como redención, reconciliación o satisfacción por la Iglesia, sino para su edificación y crecimiento. Como lo dice en otro Jugar: que sufre todo por los elegidos, para que alcancen la salvación que hay en Jesucristo (2 Tim. 2. 10). Y a los corintios Les escribía que sufría todas las tribulaciones que padecía por el consuelo y la salvación de ellos (2 Cor. 1,6). Y a continuación añade que había sido constituido ministro de la Iglesia, no para hacer la redención, sino para predicar el Evangelio, conforme a la dispensación que le había sido encomendada.
Y si quieren oír a otro intérprete, escuchen a san Agustín: “Los sufrimientos”, dice, “de Cristo están en El solo, como Cabeza; en Cristo y en la Iglesia, están como en todo el cuerpo. Por esta causa san Pablo, como uno de sus miembros, dice: suplo en mi cuerpo lo que falta a las pasiones de Cristo. Si tú, pues, quienquiera que esto oyes, eres miembro de Cristo, todo cuanto padeces de parte de aquellos que no son miembros de Cristo, todo esto faltaba a los sufrimientos de Cristo”.
En cuanto al fin de los sufrimientos que padecieron los apóstoles por la Iglesia, lo declara en otro lugar con estas palabras: “Cristo es la puerta para que yo entre a vosotros; puesto que vosotros sois ovejas de Cristo compradas con su sangre, reconoced vuestro precio, el cual no lo doy yo, sino que lo predico”. Y luego añade: “Como Él dió su alma (o sea, su vida), así nosotros debemos entregar nuestras almas (es decir, nuestras vidas), por los hermanos, para edificación de la paz y confirmación de la fe.”
Mas no pensemos que san Pablo se ha imaginado nunca que le ha faltado algo a los sufrimientos de Cristo en cuanto se refiere a perfecta justicia, salvación o vida; o que haya querido añadir algo, él que tan espléndida y admirablemente predica que la abundancia de la gracia de Cristo se ha derramado con tanta liberalidad, que sobrepuja toda la potencia del pecado (Rom. 5, 15). Gracias únicamente a ella, se han salvado todos los santos; no por el mérito de sus vidas ni de su muerte, como claramente lo afirma san Pedro (Hch. 15, 11); de suerte que cualquiera que haga consistir la dignidad de algún santo en algo que no sea la sola misericordia de Dios comete una gravísima afrenta contra Dios y contra Cristo.
Mas, ¿a qué me detengo tanto tiempo en esto, como si fuese cosa dudosa, cuando el solo hecho de descubrir tales monstruos ya es vencer?
5. Toda la gracia viene exclusivamente de Jesucristo
Además, pasando sobre tales abominaciones, ¿quién le ha enseñado al Papa a encerrar la gracia de Dios en pergamino y plomo, cuando El quiso que fuese distribuida mediante la Palabra del Evangelio de Dios? Evidentemente, o bien el Evangelio es mentira, o han de serlo las indulgencias. San Pablo es testigo de que Jesucristo nos es presentado en el Evangelio con toda la abundancia de los bienes celestiales, con todos sus méritos, con toda su justicia, sabiduría y gracia, sin hacer excepción alguna, cuando dice que la palabra de reconciliación ha sido puesta en boca de los ministros, para que anunciasen al mundo, como si Cristo hablase por ellos, este mensaje: Os rogamos en nombre de Cristo: Reconcilies con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él (2 Cor. 5,20-21). Ciertamente, los fieles saben muy bien cuál es el valor de la comunicación de Cristo, la cual, como lo afirma el mismo Apóstol, se nos ofrece en el Evangelio para que gocemos de ella. Al contrario, las indulgencias sacan del armario del Papa la gracia de Cristo según cierta medida, y separándola de la Palabra de Dios, la encierran en un trozo de pergamino con plomo y en un determinado lugar.
Origen histórico de las indulgencias. Si alguno pregunta por el origen de las indulgencias, parece que este abuso se originó de que, como en el pasado se imponían a los penitentes satisfacciones mucho más severas de lo que podían cumplir, tos que se sentían sobremanera gravados con la penitencia que les era impuesta, pedían alguna mitigación a la Iglesia, y lo que se les perdonaba era llamado indulgencia. Pero al trasladarlo a las satisfacciones debidas a Dios y decir que son compensaciones con que los hombres se libran del juicio de Dios, un error ha originado el otro. Ellos pensaron que las indulgencias eran remedios expiatorios, que nos libran de las penas merecidas. Y luego con toda desvergüenza han inventado las blasfemias referidas, que no admiten excusa ni pretexto alguno.
6. La doctrina del purgatorio ha de ser rechazada
Igualmente, que no nos quiebren la cabeza con su purgatorio, el cual mediante esta hacha queda hecho astillas y derribado desde sus mismos cimientos. Porque yo no apruebo la opinión de algunos, a quienes les parece que se debería hacer la vista gorda respecto al purgatorio, y no hacer mención de él’; de lo cual, según dicen, surgen grandes debates, y se saca poco provecho y edificación. Por mi parte, seria del parecer que no se hiciese caso de tales vanidades, siempre que ellas no arrastrasen en pos de si una larga secuela de problemas de gran importancia. Mas dado que el purgatorio está edificado sobre numerosas blasfemias, y cada día se apoya en otras nuevas, dando origen a muy graves escándalos, creo que no se debe pasar por alto.
Puede que durante algún tiempo fuera posible silenciarlo, que ha sido forjado al margen de la Palabra de Dios, por un curioso atrevimiento y una yana temeridad, por haberse creído en virtud de no sé qué revelaciones inventadas por Satanás, y por haber sido neciamente corrompidos ciertos pasajes de la Escritura para confirmarlo. Aunque el Señor no tiene por falta ligera que el atrevimiento de los hombres entre temerariamente en los secretos de sus designios, y severamente ha prohibido que nadie, despreciando su Palabra, pregunte la verdad a los muertos (Dt. 18, 11), ni consiente que su Palabra sea tan irreverentemente mancillada; sin embargo, aceptemos que todo esto se pudiera tolerar por algún tiempo, como si no fuera de gran importancia. Pero cuando se busca la expiación de los pecados en otro sitio que en la sangre de Cristo; cuando la satisfacción por los mismos se atribuye a otra cosa distinta de El, callar resulta peligrosísimo.
Hay, pues, que gritar cuanto pudiéremos, y afirmar que el purgatorio es una perniciosa invención de Satanás, que deja sin valor alguno la cruz de Cristo, y que infiere una gravísima afrenta a la misericordia de Dios, disipa y destruye nuestra fe. Porque, ¿qué otra cosa es su purgatorio, sino una pena que sufren las almas de los difuntos en satisfacción de sus pecados? De tal manera, que si se prescinde de la fantasía de la satisfacción, al punto su purgatorio se viene abajo. Y si por lo poco que hemos dicho se ve claramente que la sangre de Jesucristo es la satisfacción por los pecados de los fieles, y su expiación y purificación, ¿qué queda, sino que el purgatorio es simplemente una horrenda blasfemia contra Dios?
No trato aquí de los sacrilegios con que cada día es defendido; ni hago mención de los escándalos que causa en la religión, ni de una infinidad de cosas que han manado de esta fuente de impiedad.
7. Explicación de los pasajes de la Escritura in vacados en favor del purgatorio: 1º. Mateo 12,32
Sin embargo es necesario arrancarles de la mano los textos de la Escritura, que ellos falsa e indebidamente acostumbran a usar para probarlo.
Dicen que cuando el Señor afirma que el pecado contra el Espíritu Santo no será perdonado ni en este siglo ni en el futuro (Mt. 12,32; Mc. 3,28; Lc. 12, 10), con ello da a entender a la vez que algunos pecados serán perdonados en el otro mundo.
Mas, ¿quién no ve que el Señor habla en este lugar de la culpa del pecado? Si ello es así, este texto de nada sirve para probar el purgatorio. Porque según su misma opinión, en el purgatorio se paga la pena por los pecados, cuya culpa ha sido ya perdonada en la vida presente.
Sin embargo, para cerrarles del todo la boca, propondré otra solución más clara. Queriendo el Señor quitar toda esperanza de alcanzar el perdón de un crimen tan execrable, no se contentó con decir que jamás seria perdonado, sino que para ponerlo más de relieve usa una división, en la cual distingue el juicio que la conciencia de cada uno siente en esta vida, y el juicio final que públicamente tendrá lugar el día de la resurrección. Como si quisiera decir: guardaos de ser rebeldes contra Dios con una malicia deliberada; porque cualquiera que deliberadamente se esfuerce en extinguir la luz del Espíritu Santo que se le ha ofrecido, ése no alcanzará el perdón ni en esta vida, que de ordinario se concede a los pecadores para que se conviertan, ni en el último día, cuando los ángeles de Dios separen a los corderos de los cabritos y el reino de los cielos sea purificado de todos los escándalos.
2°. Mateo 5,25-26. Defienden también su concepción del purgatorio con aquella parábola en san Mateo: “Ponte de acuerdo con tu adversario pronto, no sea que el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante” (Mt. 5,25-26).
Si por juez en este lugar se entiende Dios, por adversario el Diablo, por alguacil el ángel, por la cárcel el purgatorio, me atendré a su opinión. Pero es evidente, y nadie lo ignora, que en este lugar Cristo ha querido demostrar a cuántos males y peligros se exponen los que obstinadamente prefieren mantener sus procesos y litigios hasta lo último y con todo el rigor posible, a arreglarlo amistosamente; y esto para exhortar a los suyos a tener paz con todo el mundo. ¿Cómo, pregunto, se puede deducir de este pasaje que hay purgatorio?
8. 3°. Filipenses 2,10
Echan mano también de la afirmación de san Pablo: que toda rodilla se doble en el nombre de Jesús, de los que están en los cielos, y en la tierra y debajo de la tierra (Flp. 2, 10). Porque ellos tienen por indiscutible que por los que están “debajo de la tierra” no hay que entender los que están condenados a muerte eterna; por lo tanto, concluyen que no pueden ser otros que las almas que están en los tormentos del purgatorio. No estaría mal la interpretación, si por las palabras del Apóstol “doblar toda rodilla”, se hubiese de entender la verdadera adoración que los fieles tributan a Dios; mas como simplemente enseña que a Cristo se le ha dado autoridad y poder para someter a su dominio todas las criaturas, ¿qué dificultad hay para entender por “los de debajo de la tierra” a los demonios, los cuales sin duda alguna han de comparecer delante del tribunal del Señor, y con gran terror y temblor lo reconocerán como Juez? El mismo san Pablo interpreta en otro lugar esta misma profecía: “Todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Rom. 14, 10). Porque el Señor dice: Toda rodilla se doblará ante mí, etc....
4°. Apocalipsis 5,13. Replicarán que no se puede interpretar de esta manera el texto del Apocalipsis: “Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos” (Ap. 5, 13). Se lo concedo de buen grado. Pero, ¿de qué criaturas piensan que se trata aquí? Porque es evidente que aquí se comprenden las criaturas que carecen de entendimiento y de alma. Y así esto no quiere decir sino que todas las partes del mundo, desde lo más alto de los cielos hasta el centro mismo de la tierra, cuentan cada una a su manera la gloria del Creador.
5º. 2 Macabeos 12,43. Respecto a lo que alegan del libro de los Macabeos, no daré ninguna respuesta, para que no parezca que admito este libro como canónico. Ellos objetarán que san Agustín lo tiene por tal. Pero, pregunto: ¿Sobre qué base? “Los judíos”, dice él, “no dan a la historia de los Macabeos aquella autoridad que confieren a la Ley, los Profetas y los Salmos, de los cuales el Señor da testimonio como de testigos suyos, diciendo: “Era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos” (Lc. 24,44). Sin embargo, la Iglesia la ha recibido, y no sin utilidad si esta historia se lee o escucha con sobriedad” 1 Mas san Jerónimo sin dificultad alguna declara que la autoridad de este libro no tiene fuerza para confirmar doctrina ni artículo alguna de la fe. Y en aquella antigua exposición del Símbolo, atribuida a san Cipriano, se prueba claramente que el libro de los Macabeos no gozó de autoridad en la Iglesia primitiva.
Pero no vale la pena perder el tiempo en esto. El autor mismo del libro demuestra con toda claridad qué autoridad se le ha de conceder, cuando al final pide perdón por si ha dicho algo no tan bien como debiera (2 Mac. 15,38). Evidentemente, el que confiesa que es necesario que le soporten y perdonen, da a entender suficientemente con ello que no debe ser tenido por oráculo del Espíritu Santo.
Hay que añadir asimismo que el celo de Judas Macabeo es alabado no por otra razón que por su firme esperanza de la última resurrección, al enviar a Jerusalem la ofrenda por los muertos. Porque el autor de la historia, quienquiera que sea, no interpreta el acto de Judas como si él hubiera querido rescatar los pecados con la ofrenda que enviaba; sino para que aquéllos, en nombre de los cuales hacía la ofrenda, fuesen asociados en la vida eterna a los fieles que habían muerto para defender su patria y su religión. Este acto no estuvo exento de un celo inconsiderado; pero los que en nuestros días lo convierten en un sacrificio legal son doblemente locos; pues sabemos que todos los usos de entonces han cesado con la venida de Cristo.
9. 6°. 1 Corintios 3,12-15
Pero en san Pablo se encuentran con un argumento irrebatible cuando dice: “Y si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego” (1 Cor. 3, 12-15). ¿Cuál, dicen, puede ser ese fuego, sino el del purgatorio, con el cual son lavadas las impurezas de los pecados, para que entremos limpios en el reino de los cielos?
Sin embargo, la mayoría de los autores antiguos han entendido este pasaje de otra manera muy distinta. Por el fuego entendieron la tribulación y la cruz con que el Señor prueba a los suyos, para que no se detengan en la impureza de la carne y se vean libres de ella. Desde luego, esto es mucho más probable que la fantasía de un purgatorio. Aunque yo tampoco soy de esa opinión, porque me parece que he llegado a una interpretación mucho más congruente y cierta. Pero antes de exponerla, quisiera que me respondiesen si, a su parecer, los apóstoles y todos los demás santos han de pasar por el fuego del purgatorio. Sé muy bien que lo negarán. Porque sería una enorme sinrazón, que aquellos que tienen tal cúmulo de méritos, que han podido, según ellos, ser repartidos a toda la Iglesia, hayan tenido necesidad de ser purificados. Ahora bien, el Apóstol no dice que la obra de algunos en particular será probada, sino la de todos. Y este argumento no es mío; es de san Agustín, el cual mediante ello reprueba la interpretación que nuestros adversarios dan de este lugar. Y lo que es mayor absurdo aún; san Pablo no dice que los que pasen por el fuego soportarán esta pena por sus pecados; sino que los que hayan edificado la Iglesia de Dios con la mayor fidelidad posible, recibirán el salario, cuando su obra hubiere sido examinada por el fuego.
Primeramente vemos que el Apóstol se sirvió de una metáfora o semejanza, al llamar a las doctrinas inventadas por el juicio de los hombres, madera, heno, hojarasca. La razón de la metáfora es clara. Así como la madera, al ser arrojada al fuego, en seguida se consume y se gasta, igualmente las doctrinas humanas no podrán de ninguna manera quedar en pie cuando fueren sometidas a examen. Y nadie ignora que este examen lo ha de verificar el Espíritu Santo; pues para desarrollar esta semejanza y hacer que se correspondieran las diversas partes entre si, llamó fuego al examen del Espíritu Santo. Porque así como el oro y la plata, cuanto más cerca del fuego se ponen, tanto mejor dejan ver su ley y su pureza, así la verdad del Señor, cuanto más diligentemente se somete a examen espiritual, tanta mayor confirmación recibe de su autoridad. Y como el heno, la madera y la hojarasca echadas al fuego, al momento quedan consumidas y reducidas a ceniza, de la misma manera lo son las invenciones humanas, que no confirmadas por la Palabra del Señor, no son capaces de sufrir el examen del Espíritu Santo, sin quedar al momento deshechas y destruidas. Finalmente, si las doctrinas inventadas son comparadas a la madera, al heno y a la hojarasca, porque son como si fueran leña, heno y hojarasca abrasadas por el fuego y reducidas a la nada y no son deshechas y destruidas sino por el Espíritu del Señor, síguese que el Espíritu es aquel fuego con que son examinadas, A esta prueba san Pablo la llama el día del Señor, según es costumbre en la Escritura, que emplea tal expresión cada vez que Dios manifiesta de alguna manera su presencia a los hombres; pues, ante todo, brilla su faz cuando se nos descubre su verdad.
Hemos, pues, probado ya, que san Pablo por fuego entiende no otra cosa que el examen del Espíritu Santo. Queda ahora por comprender de qué manera serán salvados por este fuego aquellos que experimentarán algún detrimento de su obra. No será difícil entenderlo, si nos damos cuenta de qué clase de gente habla el Apóstol. Se refieren, en efecto, a aquellos que queriendo edificar la Iglesia, mantienen el verdadero fundamento; pero sobre él ponen una materia que no le va; es decir, que sin apartarse de los principios necesarios y fundamentales de la fe, se engañan respecto a algunos puntos de menor importancia y no tan peligrosos, mezclando sus vanas fantasías con la verdad de Dios. La obra de éstos tales sufrirá detrimento, cuando sus fantasías queden al descubierto; pero ellos se salvarán, aunque como por el fuego; en cuanto que el Señor no aceptará sus errores e ignorancia, pero por la gracia de su Espíritu los librará de ella. Por tanto, todos los que han contaminado la santísima pureza de la Palabra de Dios con esta hediondez del purgatorio, necesariamente sufrirán detrimento en su obra.
10. Por muy antigua que sea, esta doctrina no se apoya en la Escritura
Objetarán nuestros adversarios que esto ha sido opinión antiquísima en la Iglesia. Pero san Pablo soluciona esta objeción, cuando comprende aun a los de su tiempo en la sentencia en que afirma que todos aquellos que hubieren añadido algo al edificio de la Iglesia, y que no esté en consonancia con su fundamento, habrán trabajado en vano y perderán el fruto de su trabajo.
Por tanto, cuando nuestros adversarios objetan que la costumbre de orar por los difuntos fue admitida en la Iglesia hace mas de mil trescientos años, yo por mi parte les pregunto en virtud de qué palabra de Dios, de qué revelación, y conforme a qué ejemplo se ha hecho esto. Porque no solamente no disponen de testimonio alguno de la Escritura, sino que todos los ejemplos de los fieles que se leen en ella, no permiten sospechar nada semejante. La Escritura refiere muchas veces por extenso cómo los fieles han llorado la muerte de los amigos y parientes, y el cuidado que pusieron en darles sepultura; pero de que hayan orado por ellos no se hace mención alguna. Y evidentemente, siendo esto de mucha mayor importancia que llorarlos y darles sepultura, tanto más se debería esperar que lo mencionara. E incluso, los antiguos que rezaban por los difuntos, veían perfectamente que no existía mandamiento alguno de Dios respecto a ello, ni ejemplo legítimo en que apoyarse.
¿Por qué, pues, se preguntará, se atrevieron a hacer tal cosa? A esto respondo que obrando así demostraron que eran hombres; y que por ello no se debe imitar lo que ellos hicieron. Porque, como quiera que los fieles no deben emprender nada sino con certidumbre de conciencia, como dice san Pablo (Rom. 14,23), esta certidumbre se requiere principalmente en la oración.
Su origen es pagano y sentimental. Replicarán que parece increíble que ellos se sintieran movidos a esto por alguna razón particular. Respondo que buscaban algún consuelo con que mitigar su dolor y su tristeza, y les parecía una cosa muy inhumana no dar algún testimonio de amor a sus amigos difuntos. Todos tenemos experiencia de la inclinación de nuestra naturaleza a este afecto. Esta costumbre fue aceptada como una antorcha para mantener encendido el fuego en los corazones de muchas personas. Sabemos que fue una costumbre común entre todos los pueblos y en todos los tiempos ofrecer obsequios a los difuntos, y purificar sus almas, según ellos lo creían, todos los años. Y aunque Satanás engañó a mucha gente con estas ilusiones, sin embargo para engañarlos tomó pie de este principio, que es muy verdadero: que la muerte no es el aniquilamiento del hombre, sino un tránsito de esta vida a la otra. Y no hay duda de que esta misma superstición convencerá a lo mismos gentiles delante del tribunal de Dios, de no haber tenido en cuenta la vida futura, en la que creían. Ahora bien, para no parecer peores que los gentiles y los paganos, los cristianos sintieron vergüenza de no ofrecer también ellos obsequios a los difuntos, como si del todo hubieran dejado de existir. He ahí de dónde procede esta loca y necia diligencia: del temor a que todos los criticaran de negligencia en las ceremonias y pompas fúnebres, si no celebraban banquetes, y no ofrecían ofrendas para solaz de las almas de sus parientes y amigos. Y lo que surgió de esta malhadada imitación, fue poco a poco aumentando, de tal manera que lo principal de la santidad entre los papistas es la preocupación por socorrer a los difuntos. Pero la Escritura nos ofrece un consuelo mucho más excelente y más sólido, afirmando que son bienaventurados los muertos que mueren en el Señor; y añade como razón, que al morir descansan de sus fatigas (Ap. 14, 13). Y no está bien que nos dejemos llevar de nuestros afectos, hasta introducir en la Iglesia una perversa manera de orar a Dios.
Su doctrina es más que incierta. Ciertamente, cualquier persona dotada de una inteligencia mediocre puede comprender que cuanto se lee en los escritores antiguos tocante a esta materia ha sido por conformarse más de lo debido con la opinión e ignorancia de la gente. Admito que aun los mismos doctores antiguos han caído en este error tan general; de tal manera suele la inconsiderada credulidad privar de juicio a ¡os hombres, Pero no obstante, sus libros mismos demuestran con cuánto escrúpulo y cuántas dudas recomendaban orar por los difuntos.
San Agustín en las Confesiones refiere que Mónica, su madre, le rogó insistentemente que se acordara de ella en el altar al celebrar los oficios divinos pero yo afirmo que esto fue un deseo propio de una anciana, el cual su hijo, movido del afecto natural no reguló de acuerdo con la norma de la Escritura, al querer que lo aceptaran por bueno los demás. El libro que compuso, en el que expresamente trata este tema, y que tituló Del cuidado que se ha de tener de los Difuntos, está tan lleno de dudas, que basta para entibiar la insensata devoción de quien desee constituirse defensor de los difuntos. Por lo menos al ver que no aduce m4s que débiles e inconsistentes conjeturas, se comprende que no vale la pena de preocuparse gran cosa de algo tan poco importante. Porque, he aquí el único fundamento en que se apoya: que siendo una costumbre muy antigua rezar por los difuntos, no hay que menospreciar tal práctica.
Mas, aun concediendo que a los doctores antiguos los sufragios y las oraciones por los difuntos les parecieran una cosa santa y piadosa, no menos debemos tener presente aquella regla, que no puede fallar, de que no es lícito introducir en nuestras oraciones cosa alguna que hayamos inventado por nosotros mismos; sino que debemos someter nuestros deseos y súplicas a la Palabra de Dios, pues Él tiene autoridad para ordenarnos lo que hemos de pedir. Y como quiera que en toda la Ley y el Evangelio no existe una sola palabra que nos autorice a pedir por los difuntos, sostengo que es profanar la invocación de Dios intentar más de lo que nos manda.
Mas a fin de que nuestros adversarios no se gloríen de que la Iglesia antigua ha sostenido el mismo error que ellos, afirmo que la diferencia es muy grande. Los antiguos hacían memoria de los difuntos por no parecer que los habían echado por completo en olvido, pero a la vez protestaban que no tenían idea alguna del estado en que se encontraban. ¡Tan lejos están de afirmar la existencia del purgatorio, que no hablan de él más que don dudas! Pero estos nuevos doctores quieren que lo que ellos han soñado tocante al purgatorio, se tenga como artículo de fe, acerca del cual no es lícito investigar. Los Padres antiguos sobriamente y sólo por cumplir, hacían mención de los difuntos, al celebrar la Cena del Señor. Éstos nos están continuamente inculcando que tengamos cuidado de ellos, prefiriendo con su importuna predicación esta superstición a todas las restantes obras de caridad. Además, no sería muy difícil alegar algunos textos de los antiguos, que indudablemente echan por tierra todas las oraciones por los difuntos, que entonces se hacían. Así, cuando san Agustín dice: "Todos esperan la resurrección de la carne y la gloria eterna; pero del reposo que sigue a la muerte, gozará el que sea digno al morir"; y, por tanto, todos los fieles a morir, gozan del mismo reposo que los profetas, los apóstoles y los mártires. Si tal es su condición y estado, ¿de qué, pregunto yo, les servirán nuestras oraciones?
Omito aquí tantas crasas supersticiones, con las que han embaucado a la gente sencilla, aunque son innumerables, y la mayoría de ellas tan monstruosas, que no es posible excusadas bajo ningún pretexto. Callo también el vergonzoso comercio que han realizado a su placer con las almas, mientras todo el mundo permanecía como atontecido. Sería cosa de nunca acabar. Por lo demás, bastante tienen los fieles con lo que he dicho, para ver claro en sus conciencias.