CAPÍTULO VIII

SUFRIR PACIENTEMENTE LA CRUZ ES UNA PARTE DE LA NEGACION DE NOSOTROS MISMOS

1. 1°. Necesidad de la cruz. Todo cristiano debe llevar su cruz en unión del Señor
Es necesario además, que el entendimiento del hombre fiel se eleve más alto aún, hasta donde Cristo invita a sus discípulos a que cada uno lleve su cruz (Mt. 16,24). Porque todos aquellos a quienes el Señor ha adoptado y recibido en el número de sus hijos, deben prepararse a una vida dura, trabajosa, y llena de toda clase de males. Porque la voluntad del Padre es ejercitar de esta manera a los suyos, para ponerlos a prueba. Así se conduce con todos, comenzando por Jesucristo, su primogénito. Porque, aunque era su Hijo muy amado, en quien tenla toda su complacencia (Mt.3,l7; 17,5), vemos que no le trató con miramientos ni regalo; de modo que con toda verdad se puede decir que no solamente paso toda su vida en una perpetua cruz y aflicción, sino que toda ella no fue sino una especie de cruz continua. El Apóstol nos da la razón, al decir que convino que por lo que padeció aprendiese obediencia (Heb. 5,8). ¿Cómo, pues, nos eximiremos a nosotros mismos de la condición y suerte a la que Cristo, nuestra Cabeza, tuvo necesariamente que someterse, principalmente cuando El se sometió por causa nuestra, para dejarnos en sí mismo un dechado de paciencia? Por esto el Apóstol enseña que Dios ha señalado como meta de todos sus hijos el ser semejantes a Cristo (Rom. 8,29).
De aquí procede el singular consuelo de que al sufrir nosotros cosas duras y difíciles, que suelen llamarse adversas y malas, comuniquemos con la cruz de Cristo; y así como El entró en su gloria celestial a través de un laberinto interminable de males, de la misma manera lleguemos nosotros a ella a través de numerosas tribulaciones (Hch. 14,22). Y el mismo Apóstol habla en otro lugar de esta manera: que cuando aprendemos a participar de las aflicciones de Cristo, aprendemos juntamente la potencia de su resurrección; y que cuando somos hechos semejantes a su muerte, nos preparamos de este modo para hacerle compañía en su gloriosa eternidad (Flp. 3, 10). ¡Cuán grande eficacia tiene para mitigar toda la amargura de la cruz saber que cuanto mayores son las adversidades de que nos vemos afligidos, tanto más firme es la certeza de nuestra comunión con Cristo, mediante la cual las mismas aflicciones se convierten en bendición y nos ayudan lo indecible a adelantar en nuestra salvación!

2. Por la cruz nos situamos plenamente en la gracia de Dios
Además, nuestro Señor Jesucristo no tuvo necesidad alguna de llevar fa cruz y de padecer tribulaciones, sino para demostrar su obediencia al Padre; en cambio a nosotros nos es muy necesario por una multitud de razones vivir en una perpetua cruz.
Primeramente, como quiera que estamos tan inclinados, en virtud de nuestra misma naturaleza, a ensalzarnos y atribuirnos la gloria a nosotros mismos, si no se nos muestra de manera irrefutable nuestra debilidad, fácilmente tenemos nuestra fortaleza en mucha mayor estima de la debida, y no dudamos, suceda lo que suceda, de que nuestra carne ha de permanecer invencible e integra frente a todas las dificultades. Y de ahí procede la necia y yana confianza en la carne, apoyados en la cual nos dejamos llevar del orgullo frente a Dios, como si nuestras facultades nos bastasen sin su gracia.
El mejor medio de que puede servirse El para abatir esta nuestra arrogancia es demostrarnos palpablemente cuánta es nuestra fragilidad y debilidad. Y por eso nos aflige con afrentas, con la pobreza, con la pérdida de parientes y amigos, con enfermedades y otros males, bajo cuyos golpes al momento desfallecemos; por lo que a nosotros respecta, porque carecemos de fuerza para sufrirlos. Al vernos de esta manera abatidos, aprendemos a implorar su virtud y potencia, Única capaz de mantenernos firmes y de hacer que no sucumbamos bajo el peso de las aflicciones.
Aun los más santos, aunque comprenden que se mantienen en pie por la gracia de Dios y no por sus propias fuerzas, sin embargo confían mucho más de lo conveniente en su fortaleza y constancia, si no fuera porque el Señor, probándolos con su cruz, los induce a un conocimiento más profundo de si mismos. Y así como ellos se adulaban, cuando todas las cosas les iban bien, concibiendo una opinión de grande constancia y paciencia, después, al verse agitados por las tribulaciones, se dan cuenta de que todo ello no era sino hipocresía.
Esta presunción asaltó al mismo David, como él mismo lo confiesa:
“En mi prosperidad dije yo: No seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como un monte fuerte. Escondiste tu rostro, fui conturbado” (Sal. 30,6-7). Confiesa que sus sentidos quedaron como atontados por la prosperidad, hasta el punto de no hacer caso alguno de la gracia de Dios, de la cual debía estar pendiente, y confiar en si mismo, prometiéndose una tranquilidad permanente. Si tal cosa aconteció a tan gran profeta como David, ¿quién de nosotros no temerá y estará vigilante?
He ahí cómo los santos, advertidos de su debilidad con tales experiencias, aprovechan en la humildad, para despojarse de la indebida confianza en su carne, y acogerse a la gracia de Dios. Y cuando se han acogido a ella, experimentan y sienten la presencia de su virtud divina, en la cual encuentran suficiente fortaleza.

3. 2°. Utilidad de nuestra cruz, a. Engendra la humildad y la esperanza
Esto es lo que san Pablo enseña diciendo que “las tribulación engendra la paciencia, y la paciencia prueba” (Rom. 5,3-4). Porque al prometer el Señor a sus fieles que les asistirá en las tribulaciones, ellos experimentan la verdad de su promesa, cuando fortalecidos con su mano perseveran en la paciencia; lo cual de ningún modo podrían hacer con sus fuerzas. Y así la paciencia sirve a los santos de prueba de que Dios les da verdaderamente el socorro que les ha prometido, cuando lo necesitan. Con ello se confirma su esperanza, porque sería excesiva ingratitud no esperar en lo porvenir las verdaderas promesas de Dios, de cuya constancia y firmeza ya tienen experiencia.
Vemos, pues, cuántos bienes surgen de la cruz como de golpe. Ella destruye en nosotros la falsa opinión que naturalmente concebimos de nuestra propia virtud, descubre la hipocresía que nos engañaba con sus adulaciones, arroja de nosotros la confianza y presunción de la carne, que tan nociva nos era, y después de humillarnos de esta manera, nos enseña a poner toda nuestra confianza solamente en Dios, quien, como verdadero fundamento nuestro, no deja que nos veamos oprimidos ni desfallezcamos. De esta victoria se sigue la esperanza, en cuanto que el Señor, al cumplir sus promesas, establece su verdad para el futuro.
Ciertamente, aunque no hubiese más razones que éstas, claramente se ve cuán necesario nos es el ejercicio de la cruz. Porque no es cosa de poca importancia que el ciego amor de nosotros mismos sea desarraigado de nuestro corazón, y así reconozcamos nuestra propia debilidad; y que la sintamos, para aprender a desconfiar de nosotros mismos, y así poner toda nuestra confianza en Dios, apoyándonos con todo el corazón en Él para que fiados en su favor perseveremos victoriosos hasta el fin; y perseveremos en su gracia, para comprender que es fiel en sus promesas; y tengamos como ciertas estas promesas, para que con ello se confirme nuestra esperanza.

4. b. La cruz nos ejercita por la paciencia y la obediencia
El Señor persigue aún otro fin al afligir a los suyos, a saber, probar su paciencia y enseñarles a ser obedientes. No que puedan darle otra obediencia sino la que El les ha concedido; pero quiere mostrar de esta manera con admirables testimonios las gracias e ilustres dones que ha otorgado a sus fieles, para que no permanezcan ociosos y como arrinconados. Por eso cuando hace pública la virtud y constancia de que ha dotado a sus servidores, se dice que prueba su paciencia. De ahí expresiones como que tentó Dios a Abraham; y que probó su piedad, porque no rehusó sacrificarle su propio y único hijo (Gn. 22, 1-12), Por esto san Pedro enseña que nuestra fe no es menos probada por la tribulación, que el oro lo es por el fuego en el horno (1 Pe. 1,7).
¿Y quién se atreverá a decir que no conviene que un don tan excelente como el de la paciencia, lo comunique el Señor a los suyos, y sea ejercitado y salga a luz para que a todos se haga evidente y notorio? De otra manera jamás los hombres lo tendrían en la estima y aprecio que se merece. Y si Dios tiene justa razón para dar materia y ocasión de ejercitar las virtudes de que ha dotado a los suyos, a fin de que no permanezcan arrinconadas y se pierdan sin provecho alguno, vemos que no sin motivo les envía las aflicciones, sin las cuales la paciencia de ellos seria de ningún valor.
Afirmo también que con la cruz son enseñados a obedecer; porque de este modo aprenden a vivir, no conforme a su capricho, sino de acuerdo con la voluntad de Dios. Evidentemente, si todas las cosas les sucedieran a su gusto, no sabrían lo que es seguir a Dios. Y Séneca, filósofo pagano, afirma que ya antiguamente, cuando se quería exhortar a otro a que sufriese pacientemente las adversidades, era proverbial decirle: Es menester seguir a Dios; queriendo decir que el hombre de veras se somete al yugo de Dios, cuando se deja castigar, y voluntariamente presenta la espalda a los azotes. Y si es cosa justísima que obedezcamos en todo a nuestro Padre celestial, no debemos negarnos a que nos acostumbre por todos los medios posibles a obedecerle.

5. c. Es un remedio en vista de la salvación, contra la intemperancia de la carne
Sin embargo, no comprenderíamos aún cuán necesaria nos es esta obediencia, si no consideramos a la vez cuán grande es la intemperancia de nuestra carne para arrojar de nosotros el yugo del Señor, tan pronto como se ve tratada con un poco más de delicadeza y regalo. Le acontece lo mismo que a los caballos briosos y obstinados, que después de que los han tenido en las caballerizas ociosos y bien cuidados, se hacen tan bravos y tan feroces que no los pueden domar, ni consienten que nadie los monte, cuando antes se dejaban fácilmente dominar. La queja del Señor respecto al pueblo de Israel, se ve perpetuamente en nosotros: que habiendo engordado damos coces contra el Señor que nos ha mantenido y sustentado (Dt. 32, 15). La liberalidad y la magnificencia de Dios debería inducirnos a considerar y amar su bondad; pero es tan grande nuestra maldad, que en vez de ello nos pervertimos continuamente con su dulzura y trato amoroso; por eso es necesario que nos tire de las riendas, para de esta manera mantenernos en la disciplina, no sea que nos desboquemos y lleguemos a perder del todo el respeto debido.
Por esta razón, para que no nos hagamos más orgullosos con la excesiva abundancia de riquezas, para que no nos ensoberbezcamos con los honores y dignidades, y para que los demás bienes del alma, del cuerpo y de la fortuna — como suelen llamarlos — no nos engrían, el Señor nos sale al paso dominando y refrenando con el remedio de la cruz la insolencia de nuestra carne. Y esto lo verifica de muchas maneras, según Él ve que es más conveniente para cada uno de nosotros. Porque unos no están tan enfermos como los otros; ni tampoco todos padecemos la misma enfermedad; y por eso es menester que no seamos curados de la misma manera. Ésta es la razón de por qué el Señor con unos emplea un género de cruces, y otro con otros. Y como nuestro médico celestial quiere curar a todos, con unos usa medicinas más suaves, y a otros los cura con remedios más ásperos; pero no exceptúa a nadie, pues sabe que todos están enfermos.

6. d. Por la cruz Dios corrige nuestras faltas y nos retiene en la obediencia
Además nuestro clementísimo Padre no solamente tiene necesidad de prevenir nuestra enfermedad, sino que también muchas veces ha de corregir nuestras Caltas pasadas, para mantenernos en la verdadera obediencia. Por eso siempre que nos vemos afligidos, siempre que nos sobreviene alguna nueva calamidad, debemos recordar en seguida nuestra vida pasada. De esa manera veremos sin duda que hemos cometido algo que merece ser castigado; aunque la verdad es que el conocimiento del pecado no debe ser la fuente principal para inducirnos a ser pacientes. La Escritura nos pone en las manos otra consideración sin comparación más excelente, al decir que “somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo” (1 Cor. 11,32).

e. Toda cruz nos atestigua el inmutable amor de Dios. Debemos, por tanto, reconocer la clemencia de nuestro Padre para con nosotros, aun en la misma amargura de las tribulaciones, pues incluso entonces Él no deja de preocuparse por nuestra salvación. Porque Él nos aflige, no para destruirnos, sino más bien para librarnos de la condenación de este mundo. Esta consideración nos llevará a lo que la misma Escritura dice en otro lugar: “No menosprecies, hijo mío, el castigo de Jehová, ni te fatigues de su corrección; porque Jehová al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere” (Prov. 3, 11-12). Al oír que los castigos de Dios son castigos de padre, ¿no debemos mostrarnos hijos obedientes y dóciles, en vez de imitar con nuestra resistencia a los desesperados, los cuales se han endurecido en sus malas obras? Perderíamos al Señor, si cuando faltamos, Él no nos atrajese a si con sus correcciones. Por eso con toda razón dice que somos hijos bastardos y no legítimos, si vivimos sin disciplina (Heb. 12,8). Somos, pues, muy perversos si cuando nos muestra su buena voluntad y el gran cuidado que se toma por nosotros, no lo queremos soportar.
La Escritura enseña que la diferencia entre los fieles y los infieles está en que éstos, como los antiguos esclavos de perversa naturaleza, no hacen sino empeorar con iris azotes; en cambio los fieles, como hijos nobles, bien nacidos y educados, aprovechan para enmendarse. Escoged, pues, ahora a qué número deseáis pertenecer. Pero como ya he tratado en otro lugar de esto, me contentaré solamente con lo que he expuesto.

7. 3º. La consolación de ser perseguido por causa de la justicia
Sin embargo es un gran consuelo padecer persecución por la justicia. Entonces debemos acordarnos del honor que nos hace el Señor al conferirnos las insignias de los que pelean bajo su bandera.
Llamo padecer persecución por la justicia no solamente a la que se padece por el Evangelio, sino también a la que se sufre por mantener cualquier otra causa justa. Sea por mantener la verdad de Dios contra las mentiras de Satanás, o por tomar la defensa de los buenos y de los inocentes contra los malos y perversos, para que no sean víctima de ninguna injusticia, en cualquier caso incurriremos en el odio e indignación del mundo, por lo que pondremos en peligro nuestra vida, nuestros bienes o nuestro honor. No llevemos a mal, ni nos juzguemos desgraciados por llegar hasta ese extremo en el servicio del Señor, puesto que Él mismo ha declarado que somos bienaventurados (Mt. 5, 10).
Es verdad que la pobreza en sí misma considerada es una miseria; y lo mismo el destierro, los menosprecios, la cárcel, las afrentas; y, finalmente, la muerte es la suprema desgracia. Pero cuando se nos muestra el favor de Dios, no hay ninguna de estas cosas que no se convierta en un gran bien y en nuestra felicidad.
Prefiramos, pues, el testimonio de Cristo a una falsa opinión de nuestra carne. De esta manera nosotros, a ejemplo de los apóstoles, nos sentiremos gozosos “de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre (de Cristo)” (Hch. 5,41). Si siendo inocentes y teniendo la conciencia tranquila, somos despojados de nuestros bienes y de nuestra hacienda por la perversidad de los impíos, aunque ante los ojos de los hombres somos reducidos a la pobreza, ante Dios nuestras riquezas aumentan en el cielo. Si somos arrojados de nuestra casa y desterrados de nuestra patria, tanto más somos admitidos en la familia del Señor, nuestro Dios. Si nos acosan y menosprecian, tanto más echamos raíces en Cristo. Si nos afrentan y nos injurian, tanto más somos ensalzados en el reino de Dios. Si nos dan muerte, de este modo se nos abre la puerta para entrar en la vida bienaventurada. Avergoncémonos, pues, de no estimar lo que el Señor tiene en tanto, como si fuera inferior a los vanos deleites de la vida presente, que al momento se esfuman como el humo.

8. La consolación espiritual supera toda tristeza y dolor
Y ya que la Escritura nos consuela suficientemente con todas estas exhortaciones en las afrentas y calamidades que padecemos, seríamos muy ingratos si no las aceptáramos voluntariamente y de buen ánimo de la mano del Señor. Especialmente porque esta clase de cruz es particularmente propia de los fieles, y por ella quiere Cristo ser glorificado en ellos, como dice san Pedro (1 Pe.4, 13-14). Mas como resulta a todo espíritu elevado y digno más grave y duro sufrir una injuria que padecer mil muertes, expresamente nos avisa san Pablo de que, no solamente nos están preparadas persecuciones, sino también afrentas, por tener nuestra esperanza puesta en el Dios vivo (1 Tim. 4, 10). Y en otro lugar nos manda que, a su ejemplo, caminemos “por mala fama y por buena fama” (2 Cor. 6,8).
Tampoco se nos exige una alegría que suprima en nosotros todo sentimiento de amargura y de dolor; de otra manera, la paciencia que los santos tienen en la cruz no tendría valor alguno si no les atormentase el dolor, y no experimentasen angustia ante las persecuciones. Si la pobreza no fuese áspera y molesta, si no sintiesen dolor alguno en la enfermedad, si no les punzasen las afrentas, si la muerte no les causara horror alguno, ¿qué fortaleza o moderación habría en menospreciar todas estas cosas y no hacer caso alguno de ellas? Pero sÍ cada una esconde dentro de si Cierta amargura, con la que naturalmente punza nuestro corazón, entonces se muestra la fortaleza del fiel, que al verse tentado por semejante amargura, por más que sufra intensamente, resistiendo varonilmente acaba por vencer, En esto se muestra la paciencia, pues al verse estimulado por ese sentimiento, no obstante se refrena con el temor de Dios, para no consentir en ningún exceso. En esto se ve su alegría, pues herido por la tristeza y el dolor, a pesar de ello se tranquiliza con el consuelo espiritual de Dios.

9. 4. El cristiano bajo la cruz no es un estoico
Este combate que los fieles sostienen contra el sentimiento natural del dolor, mientras se ejercitan en la paciencia y en la moderación, lo describe admirablemente el Apóstol: “Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos” (2 Cor. 4, 8-9).
Vemos aquí cómo sufrir la cruz con paciencia no es volverse insensible. ni carecer de dolor alguno; como los estoicos antiguamente describieron, sin razón, como hombre magnánimo al que, despojado de su humanidad, no se sintiera conmovido por la adversidad más que por la prosperidad, ni por las cosas tristes más que por las alegres; o por mejor decir, que nada le conmoviera, como si fuese una piedra. ¿De qué Les sirvió esta sabiduría tan sublime? Realmente pintaron una imagen de la paciencia, cual jamás se vio ni puede ser encontrada entre los hombres. Más bien, persiguiendo una paciencia tan perfecta, privaron a los hombres de ella.
También hoy en día existen entre los cristianos nuevos estoicos, que reputan por falta grave, no solamente gemir y llorar, sino incluso entristecerse y estar acongojado. Estas extrañas opiniones proceden casi siempre de gentes ociosas, que más bien se ejercitan en especular que en poner las ideas en práctica, y no son capaces más que de producir fantasías.

El ejemplo de Cristo. Por lo que a nosotros respecta, nada tenemos que ver con esta rigurosa filosofía, condenada por nuestro Señor y Maestro, no solamente con su palabra, sino también con su ejemplo. Porque Él gimió y lloró por sus propios dolores y por los de los demás. Y no enseñó otra cosa a sus discípulos, sino esto mismo. “Vosotros lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se alegrará” (Jn. 16,20). Y para que nadie atribuyese esto a defecto, Él mismo declara: “Bienaventurados los que lloran” (Mt. 5,4). No hay por qué maravillarse de esto; porque si se condena toda clase de lágrimas, ¿qué juzgaremos de nuestro Señor, de cuyo cuerpo brotaron lágrimas de sangre (Lc. 22,44)? Si hubiésemos de tener como infidelidad todo género de temor, ¿qué decir de aquel horror que se apoderó del mismo Señor? Si no es admisible ninguna clase de tristeza, ¿cómo aprobar lo que Él confiesa al manifestar: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte” (Mt. 26,38)?

10. Paciencia y constancia cristianas. Gozoso consentimiento a la voluntad de Dios
He querido decir estas cosas para apartar a los espíritus piadosos de la desesperación y que no abandonen el ejercicio de la paciencia, por ver que no pueden desnudarse del afecto y pasión natural del dolor. Esto es imposible que no acontezca a todos aquellos que convierten la paciencia en insensibilidad, y confunden un hombre fuerte y constante con un tronco. La Escritura alaba la tolerancia y la paciencia en los santos, cuando de tal manera se ven afligidos con la dureza de las adversidades, que no desmayan ni desfallecen; cuando de tal manera los atormenta la amargura, que no obstante disfrutan a la vez de un gozo espiritual: cuando la angustia los oprime de tal forma que, a pesar de ello, no dejan de respirar, alegres por la consolación divina. La repugnancia se apodera de sus corazones, porque el sentimiento de la naturaleza huye y siente horror de todo aquello que le es contrario; pero de otro lado, el temor de Dios, incluso a través de estas dificultades, los impulsa a obedecer a la voluntad de Dios.
Esta repugnancia y contradicción la dio a entender el Señor, cuando habló así a Pedro: “Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas cuando ya seas viejo, te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras” (Jn. 21, 18). No es de creer que Pedro, que había de glorificar a Dios con su muerte, se haya visto abocado a ello a la fuerza y contra su voluntad. De ser así, no se alabaría tanto su martirio. Sin embargo, por más que obedeciese con un corazón alegre y libremente a lo que Dios le ordenaba, como aún no se había despojado de su humanidad, se encontraba como dividido en dos voluntades. Porque cuando él consideraba en si mismo aquella muerte cruel que había de padecer, lleno de horror sentía naturalmente el deseo de escapar de ella. Por otra parte, como quiera que era la voluntad de Dios lo que le llamaba a este género de muerte, superando y poniendo bajo sus pies el temor voluntariamente y lleno de alegría se ofrecía a ello.
Debemos, pues, procurar, si deseamos ser discípulos de Cristo, que nuestro corazón esté lleno de tal obediencia y reverencia de Dios, que sea suficiente para dominar y subyugar todos los afectos contrarios a Él. Así, en cualquier tribulación en que nos encontremos, aunque sea en la mayor angustia del mundo, no dejaremos a pesar de todo de mantenernos dentro de la paciencia. Las adversidades siempre nos resultarán ásperas y dolorosas. Así, cuando la enfermedad nos aflija, gemiremos y nos inquietaremos y desearemos estar sanos; cuando nos oprimiere la necesidad, sentiremos el aguijón de la angustia y la tristeza; la infamia, el menosprecio y las injurias apenarán nuestro corazón; al morir nuestros parientes y amigos lloraremos, como es ley de la naturaleza. Pero siempre vendremos a parar a esta conclusión: Dios lo ha querido así; sigamos, pues, su voluntad. Más aún, es necesario que este pensamiento penetre en las mismas punzadas del dolor, en los gemidos y las lágrimas, e incline y mueva nuestro corazón a sufrir alegremente todas aquellas cosas que de esa manera lo entristecen.

11. Diferencia entre la paciencia cristiana y la de los filósofos
Mas como hemos asentado que la causa principal para soportar y llevar la cruz es la consideración de la voluntad divina, es preciso exponer la diferencia entre la paciencia cristiana y la paciencia filosófica.
Es evidente que fueron muy pocos los filósofos que se remontaron hasta comprender que los hombres son probados por la mano de Dios con aflicciones, y que, en consecuencia, estaban obligados a obedecerle respecto a ello. Y aun los que llegaron a ello no dan otra razón, sino que así era necesario. Ahora bien, ¿qué significa esto, sino que debemos ceder a Dios, puesto que sería inútil resistirle? Pero si obedecemos a Dios solamente porque no hay más remedio y no es posible otra cosa, si pudiéramos evitarlo, no le obedeceríamos. Por eso la Escritura nos manda que consideremos en la voluntad de Dios otra cosa muy distinta; a saber, primeramente su justicia y equidad, y luego el cuidado que tiene de nuestra salvación
De ahí que las exhortaciones cristianas son como siguen: ya sea que nos atormente la pobreza, el destierro, la cárcel, la ignominia, la enfermedad, la pérdida de los parientes y amigos, o cualquier otra cosa, debemos pensar que ninguna de estas cosas nos acontece, si no es por disposición y providencia de Dios. Además de esto, que Dios no hace cosa alguna sin un orden y acierto admirable. ¡Como si los innumerables pecados que a cada momento cometemos no merecieran ser castigados mucho más severamente y con castigos mucho más rigurosos que los que su clemencia nos envía! ¡Como si no fuera perfectamente razonable que nuestra carne sea dominada y sometida bajo el yugo, para que no se extravíe en la concupiscencia conforme a su impulso natural! ¡Como si no merecieran la justicia y la verdad de Dios, que padezcamos por ellas! Y si la justicia de Dios resplandece luminosamente en todas nuestras aflicciones, no podemos murmurar o rebelamos contra ella sin caer en una gran iniquidad.
Aquí no oímos ya aquella fría canción de los filósofos: es necesario obedecer, porque no podemos hacer otra cosa. Lo que oímos es una disposición viva y eficaz: debemos obedecer, porque resistir es una gran impiedad; debemos sufrir con paciencia, porque la impaciencia es una obstinada rebeldía contra la justicia de Dios.
Además, como no amamos de veras sino lo que sabemos que es bueno y agradable, también en este aspecto nos consuela nuestro Padre misericordioso, diciéndonos que al afligimos con la cruz piensa y mira por nuestra salvación. Si comprendemos que las tribulaciones nos son saludables, ¿por qué no aceptarlas con una disposición de ánimo serena y sosegada? Al sufrirlas pacientemente no nos sometemos a la necesidad; antes bien procuramos nuestro bien.
Estas consideraciones hacen que cuanto más metido se ve nuestro corazón en la cruz con el sentimiento natural del dolor y la amargura, tanto más se ensancha por el gozo y la alegría espiritual. De ahí se sigue también la acción de gracias, que no puede estar sin el gozo. Por tanto, si la alabanza del Señor y la acción de gracias sólo pueden proceder de un corazón alegre y contento, y nada en el mundo puede ser obstáculo a ellas, es evidente cuán necesario resulta templar la amargura de la cruz con el gozo y la alegría espirituales.

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POR JUAN CALVINO

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