CAPÍTULO IX
LA MEDITACIÓN DE LA VIDA FUTURA
1. Para que aspiremos a la vida futura, el Señor nos convence de la vanidad de la vida presente
Por tanto, sea cual sea el género de tribulación que nos aflija, siempre debemos tener presente este fin: acostumbrarnos a menospreciar esta vida presente, y de esta manera incitarnos a meditar en la vida futura. Porque como el Señor sabe muy bien hasta qué punto estamos naturalmente inclinados a amar este mundo con un amor ciego y brutal, aplica un medio aptísimo para apartarnos de él y despertar nuestra pereza, a fin de que no nos apeguemos excesivamente a este amor.
Ciertamente no hay nadie entre nosotros que no desee ser tenido por hombre que durante toda su vida suspira, anhela y se esfuerza en conseguir la inmortalidad celestial. Porque nos avergonzarnos de no superar en nada a los animales brutos, cuyo estado y condición en nada sería de menor valor que el nuestro, si no nos quedase la esperanza de una vida inmarcesible después de la muerte. Mas, si nos ponemos a examinar los propósitos, las empresas, los actos y obras de cada uno de nosotros, no veremos en todo ello más que tierra. Y esta necedad proviene de que nuestro entendimiento se ciega con el falaz resplandor de las riquezas, el poder y los honores, que le impiden ver más allá. Asimismo el corazón, lleno de avaricia, de ambición y otros deseos, se apega a ellos y no puede mirar más alto. Finalmente, toda nuestra alma enredada y entretenida por los halagos y deleites de la carne busca su felicidad en la tierra.
El Señor, para salir al paso a este mal, muestra a los suyos la vanidad de la vida presente, probándolos de continuo con diversas tribulaciones. Para que no se prometan en este mundo larga paz y reposo, permite que muchas veces se vean atormentados y acosados por guerras, tumultos, robos y otras molestias y trabajos. Para que no se les vayan los ojos tras de las riquezas caducas y vanas los hace pobres, ya mediante el destierro, o con la esterilidad de La tierra, con el fuego y otros medios; o bien los mantiene en la mediocridad. Para que no se entreguen excesivamente a los placeres conyugales, les da mujeres rudas o testarudas que los atormenten; o los humilla, dándoles hijos desobedientes y malos, o les quita ambas cosas. Y Si los trata benignamente en todas estas cosas, para que no se Llenen de vanagloria, o confíen excesivamente en sI mismos, les advierte con enfermedades y peligros, y les pone ante los ojos cuan inestables, caducos y vanos son todos los bienes que están sometidos a mutación.
Por tanto, aprovecharemos mucho en la disciplina de la cruz, si comprendemos que esta vida, considerada en si misma, está llena de inquietud, de perturbaciones, y de toda clase de tribulaciones y calamidades, y que por cualquier lado que la consideremos no hay en ella felicidad; que todos sus bienes son inciertos, transitorios, vanos y mezclados de muchos males y sinsabores. Y así concluimos que aquí en la tierra no debemos buscar ni esperar más que lucha; y que debemos levantar los ojos al cielo cuando se trata de conseguir la victoria y la corona. Porque es completamente cierto que jamás nuestro corazón se moverá a meditar en la vida futura y desearla, sin que antes haya aprendido a menospreciar esta vida presente.
2. Para que no amen/os excesivamente esta tierra, el Señor nos hace llevar aquí nuestra cruz
Porque entre estas dos cosas no hay medio posible; o no hacemos caso en absoluto de los bienes del mundo, o por fuerza estaremos ligados a ellos por un amor desordenado. Por ello, Si tenemos en algo la eternidad, hemos de procurar con toda diligencia desprendernos de tales lazos. Y como esta vida posee numerosos halagos para seducirnos y tiene gran apariencia de amenidad, gracia y suavidad, es preciso que una y otra vez nos veamos apartados de ella, para no ser fascinados por tales halagos y lisonjas. Porque, ¿qué sucedería si gozásemos aquí de una felicidad perenne y todo sucediese conforme a nuestros deseos, cuando incluso zaheridos con tantos estímulos y tantos males, apenas somos capaces de reconocer la miseria de esta vida? No solamente los sabios y doctos comprenden que la vida del hombre es como humo, o como una sombra, sino que esto es tan corriente incluso entre el vulgo y la gente ordinaria, que ya es proverbio común. Viendo que era algo muy necesario de saberse, lo han celebrado con dichos y sentencias famosas.
Sin embargo, apenas hay en el mundo una cosa en la que menos pensemos y de la que menos nos acordemos. Todo cuanto emprendemos lo hacemos como si fuéramos inmortales en este mundo. Si vemos que llevan a alguien a enterrar, o pasamos junto a un cementerio, como entonces se nos pone ante los ojos la imagen de la muerte, hay que admitir que filosofamos admirablemente sobre la vanidad de la vida presente. Aunque ni aun esto lo hacemos siempre; porque la mayoría de las veces estas cosas nos dejan insensibles; pero cuando acaso nos conmueven, nuestra filosofía no dura más que un momento; apenas volvemos la espalda se desvanece, sin dejar en pos de si la menor huella en nuestra memoria; y al fin, se olvida, ni más ni menos que el aplauso de una farsa que agradó al público. Olvidados, no solo de la muerte, sino hasta de nuestra mortal condición, como Si jamás hubiésemos oído hablar de tal cosa, recobramos una firme confianza en nuestra inmortalidad terrena. Y si alguno nos trae a la memoria aquel dicho: que el hombre es un animal efímero, admitimos que es así; pero lo confesamos tan sin consideración ni atención, que la imaginación de perennidad permanece a pesar de todo arraigada en nuestros corazones.
Por tanto, ¿quién negará que es una cosa muy necesaria para todos, no que seamos amonestados de palabra, sino convencidos con todas las pruebas y experiencias posibles de lo miserable que es el estado y condición de la vida futura. presente, puesto que aun convencidos de ello, apenas si dejamos de admirarla y sentirnos estupefactos, como si contuviese la suma de la felicidad? Y si es necesario que Dios nos instruya, también será deber nuestro escucharle cuando nos llama y sacude nuestra pereza, para que menospreciemos de veras el mundo, y nos dediquemos con todo el corazón a meditar en la vida futura.
3. Sin embargo, no debemos aborrecer esta vida, que lleva y anuncia las señales de la bondad de Dios
No obstante, el menosprecio de esta vida, que han de esforzarse por adquirir los fieles, no ha de engendrar odio a la misma, ni ingratitud para con Dios. Porque esta vida, por más que esté llena de infinitas miserias, con toda razón se cuenta entre las bendiciones de Dios, que no es licito menospreciar. Por eso, si no reconocemos en ella beneficio alguno de Dios, por el mismo hecho nos hacemos culpables de enorme ingratitud para con Él. Especialmente debe servir a los fieles de testimonio de la buena voluntad del Señor, pues toda está concebida y destinada a promover su salvación y hacer que se desarrolle sin cesar. Porque el Señor, antes de mostrarnos claramente la herencia de la gloria eterna, quiere demostrarnos en cosas de menor importancia que es nuestro Padre; a saber, en los beneficios que cada día distribuye entre nosotros.
Por ello, si esta vida nos sirve para comprender la bondad de Dios, ¿hemos de considerarla como si no hubiese en ella el menor bien del mundo? Debemos, pues, revestirnos de este afecto y sentimiento, teniéndola por uno de los dones de la divina benignidad, que no deben ser menospreciados. Porque, aunque no hubiese numerosos y claros testimonios de la Escritura, la naturaleza misma nos exhorta a dar gracias al Señor por habernos creado, por conservarnos y concedernos todas las cosas necesarias para vivir en ella, Y esta razón adquiere mucha mayor importancia, si consideramos que con ella en cierta manera somos preparados para la gloria celestial. Porque el Señor ha dispuesto las cosas de tal manera, que quienes han de ser coronados en el cielo luchen primero en la tierra, a fin de que no triunfen antes de haber superado las dificultades y trabajos de la batalla, y de haber ganado la victoria.
Hay, además, otra razón, y es que nosotros comenzamos aquí a gustar la dulzura de su benignidad con estos beneficios, a fin de que nuestra esperanza y nuestros deseos se exciten a apetecer la revelación perfecta. Cuando estemos bien seguros de que es un don de la clemencia divina que vivamos en esta vida presente, y que le estamos obligados por ello, debiendo recordar este beneficio demostrándole nuestra gratitud, entonces será el momento oportuno para entrar dentro de nosotros mismos a considerar la mísera condición en que nos hallamos, para desprendernos del excesivo deseo de ella; al cual, como hemos dicho, estamos naturalmente tan inclinados.
4. Lo que quitamos a la estima de la vida presente lo transferimos al deseo de la vida celestial
Ahora bien, todo el amor desordenado de la vida de que nos desprendamos, hemos de añadirlo al deseo de una vida mejor, que es la celestial.
Admito que quienes han pensado que el sumo bien nuestro es no haber nacido, y luego morirse cuanto antes, han tenido un excelente parecer según el humano sentir. Porque teniendo en cuenta que eran gentiles privados de la luz de la verdadera religión, ¿qué podían ver en este mundo, que no fuese oscuro e infeliz? Igualmente, no andaban tan descaminados los escitas, que solían llorar en el nacimiento de sus hijos, y se regocijaban cuando enterraban a alguno de sus parientes o amigos. Pero esto de nada les servia, porque al faltarles la verdadera doctrina de la fe, no veían de qué manera lo que de por sí no es una felicidad ni digno de ser apetecido, se convierte en bien para los fieles. Por eso, el final de sus reflexiones era la desesperación.
El blanco, pues, que han de perseguir los fieles en la consideración de esta vida mortal será, al ver que no hay en ella más que miseria, dedicarse completamente con alegría y diligencia en meditar en aquella otra vida futura y eterna. Cuando hayan llegado a esta comparación, para bien suyo no podrán por menos que desentenderse de la primera, e incluso despreciarla del todo, y no tenerla en ninguna estima respecto a la segunda. Porque si el cielo es su patria, ¿qué otra cosa será la tierra sino un destierro? Si partir de este mundo es entrar en la vida, ¿qué otra cosa es el mundo sino un sepulcro; y qué otra cosa permanecer en él, sino estar sumido en la muerte? Si ser liberados del cuerpo es ser puestos en perfecta libertad, ¿qué otra cosa será el cuerpo más que una cárcel? Si gozar de la presencia de Dios es la suma felicidad, ¿no será una desgracia carecer de ella? Ciertamente, “entretanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor” (2 Cor. 5,6). Por tanto, si la vida terrena se compara con la celestial, no hay duda que fácilmente será menospreciada y tenida por estiércol. Es cierto que jamás la debemos aborrecer, sino solamente en cuanto nos tiene sujetos al pecado; aunque, propiamente ni siquiera este odio debe dirigirse contra ella.
Sea de ello lo que quiera, debemos sentir hastío de ella de tal manera que, deseando que se termine, estemos preparados sin embargo a vivir en ella todo el tiempo que el Señor tuviere a bien, para que de esta manera el fastidio no se con vierta en murmuración e impaciencia. Porque ella es como una estancia en la que el Señor nos ha colocado; y debemos permanecer en ella hasta que vuelva a buscarnos. También san Pablo lamenta su suerte y condición por verse como encadenado en la prisión de su cuerpo mucho más tiempo del que deseaba, y suspira ardientemente por el momento de verse liberado (Rom. 7,24); sin embargo, para obedecer al mandato de Dios protesta que está preparado para lo uno o lo otro, porque se reconocía como deudor de Dios, cuyo nombre debía glorificar, fuese con la vida o con la muerte (Flp. 1,23-24). Pero propio es del Señor disponer lo que más conviene a su gloria. Por tanto, si debemos vivir y morir por Él (Flp. 1,20), dejemos a su juicio el fin de nuestra muerte y de nuestra vida; de tal manera, sin embargo, que de continuo estemos poseídos por un vivo deseo de morir, y meditemos en ello, menospreciando esta vida mortal en comparación con la inmortalidad futura, y deseemos renunciar a ella siempre que el Señor lo dispusiere, porque ella nos tiene sometidos a la servidumbre del pecado.
5. El cristiano no debe temer la muerte, sino desear la resurrección y la gloria
Es una cosa monstruosa que muchos que se jactan de ser cristianos, en vez de desear la muerte, le tienen tal horror, que tan pronto como oyen hacer mención de ella, se echan a temblar, como si la muerte fuese la mayor desventura que les pudiese acontecer. No es extraño que nuestro sentimiento natural sienta terror al oír que nuestra alma ha de separarse del cuerpo. Pero lo que no se puede consentir es que no haya en el corazón de un cristiano la luz necesaria para vencer este temor, sea el que sea, con un consuelo mayor. Porque si consideramos que el tabernáculo de nuestro cuerpo, que es inestable, vicioso, corruptible y caduco, es destruido para ser luego restaurado en una gloria perfecta, permanente, incorruptible y celestial, ¿cómo no ha de llevarnos la fe a apetecer ardientemente aquello que nuestra naturaleza detesta? Si consideramos que por la muerte somos liberados del destierro en que yacíamos, para habitar en nuestra patria, que es la gloria celestial, ¿no ha de procurarnos esto ningún consuelo?
Alguno objetará que no hay cosa que no desee permanecer en su ser. También yo lo admito; y por eso mantengo que debemos poner nuestros ojos en la inmortalidad futura en la cual hallaremos nuestra condición inmutable; lo cual nunca lograremos mientras vivamos en este mundo. Y muy bien enseña san Pablo a los fieles que deben ir alegremente a la muerte; no porque quieran ser desnudados, sino revestidos (2 Cor. 5,4). Los animales brutos, las mismas criaturas insensibles, y hasta los maderos y las piedras tienen como un cierto sentimiento de su vanidad y corrupción, y están esperando el día de la resurrección para verse libres de su vanidad juntamente con los hijos de Dios (Rom. 8,19-21); y nosotros, dotados de luz natural, e iluminados además con el Espíritu de Dios, cuando se trata de nuestro ser, ¿no levantaremos nuestro espíritu por encima de la podredumbre de la tierra?
Mas no es mi intento tratar aquí de una perversidad tan grande. Ya al principio declaré que no quería tratar cada materia en forma de exhortación y por extenso. A hombres como éstos, tímidos y de poco aliento, les aconsejaría que leyeran el librito de san Cipriano que tituló De la Inmortalidad, si es que necesitan que se les remita a los filósofos; para que viendo el menosprecio de la muerte que ellos han demostrado, comiencen a avergonzarse de sí mismos.
Debemos, pues, tener como máxima que ninguno ha adelantado en la escuela de Cristo, si no espera con gozo y alegría el día de la muerte y de la última resurrección. San Pablo dice que todos los fieles llevan esta marca (2 Tim. 4, 8); y la Escritura tiene por costumbre siempre que quiere proponernos un motivo de alegría, recordarnos: Alegraos, dice el Señor, y levantad vuestras cabezas, porque se acerca vuestra redención (Lc. 21,28). ¿Es razonable, pregunto yo, que lo que el Señor quiso que engendrara en nosotros gozo y alegría, no nos produzca más que tristeza y decaimiento? Y si ello es así, ¿por qué nos gloriamos de El, como si aún fuese nuestro maestro, y nosotros sus discípulos? Volvamos, pues, en nosotros mismos; y por más que el ciego e insensato apetito de nuestra carne se oponga, no dudemos en desear la venida del Señor como la cosa más feliz que nos puede acontecer; y no nos contentemos simplemente con desear, sino aspiremos también a ella con gemidos y suspiros. Porque sin duda vendrá como Redentor; y después de habernos sacado de profundo abismo de toda clase de males y de miserias, nos introducirá en aquella bienaventurada herencia de vida y de su gloria.
6. Aportemos nuestra mirada de los cosas visibles, para dirigirla las invisibles
Es cierto que todos los fieles, mientras viven en este mundo, deben ser como ovejas destinadas al matadero (Rom. 8,36), a fin de ser semejantes a Cristo, su Cabeza. Serían, pues, infelicísimos, si no levantasen su mente al cielo para superar cuanto hay en el mundo y trascender la perspectiva de todas las cosas de esta vida.
Lo contrario ocurre una vez que han levantado su cabeza por encima de todas las cosas terrenas, aunque contemplen las abundantes riquezas y los honores de los impíos, que viven a su placer y con toda satisfacción, muy ufanos con la abundancia y la pompa de cuanto pueden desear, y sobrenadando en deleites y pasatiempos. Más aún: si los fieles se ven tratados inhumanamente por los impíos, cargados de afrentas y vejados con toda clase de ultrajes, aun entonces les resultará fácil consolarse en medio de tales males. Porque siempre tendrán delante de sus ojos aquel día, en el cual ellos están seguros que el Señor recibirá a sus fieles en el descanso de su reino, y enjugando todas las lágrimas de sus ojos los revestirá con la túnica de la gloria y de la alegría, y los apacentará con una inenarrable suavidad de deleites, y los elevará hasta su grandeza, haciéndolos, finalmente, partícipes de su bienaventuranza (Is. 25,8; Ap. 7, 17). Por el contrario, arrojará de su lado a los impíos que hubieren brillado en el mundo, con suma ignominia de ellos; trocará sus deleites en tormentos; su risa y alegría en llanto y crujir de dientes; su paz se verá perturbada con el tormento y la inquietud de conciencia; castigará su molicie con el fuego inextinguible, y pondrá su cabeza bajo los pies de los fieles, de cuya paciencia abusaron. “Porque”, como dice san Pablo, “es justo delante de Dios pagar con tribulación a los que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder” (2 Tes. 1,6-7).
Éste es, ciertamente, nuestro único consuelo. Si se nos quita, por fuerza desfalleceremos, o buscaremos consuelos vanos, que han de ser la causa de nuestra perdición. Porque el Profeta mismo confiesa que sus pies vacilaron y estuvo para caer, mientras persistió más de lo conveniente en considerar la prosperidad de los impíos; y nos asegura que no pudo permanecer firme y en pie hasta que, entrando en el Santuario del Señor, se puso a considerar cuál habla de ser el paradero de los buenos, y cuál el fin de los malvados (Sal. 73,2-3. 17.-20).
En una palabra: la cruz de Cristo triunfa de verdad en el corazón de los fieles contra el Diablo, contra la carne, contra el pecado y contra los impíos, cuando vuelven sus ojos para contemplar la potencia de su resurrección.