CAPÍTULO XVIII

LA MISA DEL PAPADO ES UN SACRILEGIO
POR EL CUAL LA CENA DE JESUCRISTO HA SIDO, NO SOLAMENTE PROFANADA, SINO DEL TODO DESTRUIDA

l. Refutación de los errores de la misa
Con estas invenciones y otras semejantes, Satanás se ha esforzado en derramar sus tinieblas sobre la Cena del Señor, para corromperla, depravarla y oscurecerla; o al menos para que su integridad y fuerza no fuese reconocida y conservada en la Iglesia. Pero el colmo de esta abominación ha tenido lugar al establecer un signo por el que esta sagrada Cena ha sido, no sólo oscurecida y pervertida, sino del todo deshecha, y cae de la memoria de los hombres; a saber, cuando ha cegado a casi todo el mundo con el pestilente error de creer que la misa es sacrificio y ofrenda para alcanzar la remisión de los pecados.
Poco importa en qué sentido entendieron esto al principio y cómo lo enseñaron los doctores escolásticos; me refiero a los que hablaron de ello más aceptablemente que sus sucesores. Por tanto, dejo todas las soluciones que han dado, puesto que no son sino sutilezas frívolas, que no sirven más que para oscurecer la Cena.
Adviertan los lectores que mi intención es combatir contra esta maldita opinión con que el anticristo de Roma y sus secuaces han embriagado al mundo, haciendo creer que era una obra meritoria, tanto para el sacerdote que ofrece a Cristo, como para todos aquellos que asisten y se hallan presentes cuando el sacerdote ofrece esta ofrenda; y que es una hostia de satisfacción, para tener a Dios propicio y favorable.
No solamente ha sido aceptada por el vulgo en general esta opinión, sino que el acto que ejecutan ha sido de tal manera ordenado, que es una especie de expiación para satisfacer a Dios por los pecados, así de los vivos como de los muertos. Ciertamente, así suenan las palabras que ellos usan; y el uso cotidiano muestra que así suceden las cosas.
Sé muy bien cuán arraigada está esta pestilente opinión; sé muy bien bajo qué pretexto y apariencias se esconde; sé muy bien cómo se encubre con el nombre de Jesucristo; sé muy bien que hay muchos que creen que toda la suma de la fe se comprende bajo el solo nombre de misa. Mas cuando se haya probado claramente por la Palabra de Dios que esta misa, por más compuesta y arreglada que esté, priva sobremanera a Jesucristo de su honra, oprime y sepulta su cruz, hace caer en olvido su muerte, nos quita el fruto que de ella nos viene, destruye y disipa el sacramento en el cual se nos dejó memoria de la muerte del Señor, ¿habrá algunas raíces, por más profundas que sean, que esta fortísima hacha de la Palabra de Dios no corte y eche por tierra? ¿Habrá algún pretexto bajo el que se oculte, por hermoso que sea, que no quede al descubierto y se haga patente por medio de esta luz?

2. 1º. La miso deshonra el soberano sacerdocio de Jesucristo
Expongamos, pues, lo que hemos declarado en primer lugar: que en la misa se comete una grave blasfemia y se deshonra sobremanera a Jesucristo.
En efecto; el Padre no lo ordenó y consagró a El como Sacerdote y Pontífice por algún período limitado de tiempo, como lo fueron los sacerdotes del Antiguo Testamento, cuyo sacerdocio, por ser su Vida mortal, no podía ser inmortal; por lo cual era necesario que tuvieran sucesores que ocupasen después su lugar; en cambio Jesucristo, como era inmortal, no tuvo necesidad de vicario alguno que le sustituyese. Él, pues, ha sido señalado por el Padre como “sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sal. 110,4), a fin de que ejerciese el oficio de sacerdote que durase y permaneciese para siempre.
Este misterio fue mucho tiempo antes figurado en Melquisedec, del cual, después de ser presentado una vez en la Escritura como sacerdote del Dios viviente, jamás se vuelve a hacer mención, como si hubiera vivido siempre sin tener fin. Por esta semejanza, Jesucristo ha sido llamado sacerdote según el orden de Melquisedec. Ahora bien, todos aquellos que todos los días ofrecen sacrificios, tienen necesidad de sacerdotes, para hacer sus oblaciones, que son puestos en lugar de Cristo, como vicarios y sucesores suyos; con lo cual, no solamente despojan a Jesucristo de su honor y dignidad y le guitan su prerrogativa de sacerdote eterno, sino que además se esfuerzan por arrojarlo de la diestra del Padre, donde no puede estar sentado inmortal sin que a la vez permanezca Sacerdote eterno, para interceder por nosotros.
Que no se excusen diciendo que sus sacerdotes no son introducidos como vicarios de Jesucristo como ya muerto, sino que solamente lo reemplazan en su sacerdocio eterno, sacerdocio que no por ello deja de ser perfecto. Porque por las palabras del Apóstol se ven cogidos en seguida sin escapatoria posible contra lo que ellos piensan. Dice el Apóstol que “los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar” (Heb. 7,23). Por tanto, Jesucristo, que no puede ser impedido por la muerte, es único y no tiene necesidad de compañeros.
Mas como nuestros adversarios son tan desvergonzados, se atreven a echar mano para su defensa del ejemplo de Melquisedec, y así mantener su impiedad; porque como se dice que él ofreció pan y vino, de ahí concluyen ellos que fue figura de su misa. Esto es tan frívolo e infundado, que ni siquiera merece respuesta. Melquisedec dio pan y vino a Abraham y a sus acompañantes, porque tenían necesidad de alimentarse, pues venían cansados de la batalla. Moisés alaba la humanidad y liberalidad de este santo rey (Un. 14,17). Pero éstos inventan aquí sin fundamento alguno un misterio, cuando no se hace mención de tal cosa.
Sin embargo doran este su error con otro pretexto, diciendo que en el texto sigue inmediatamente que “era sacerdote del Dios altísimo” (Gn. 14, 18). A lo cual respondo que son bien bestias al atribuir al pan y al vino lo que el Apóstol atribuye a la bendición, queriendo con esto dar a entender que Melquisedec, como sacerdote de Dios, bendijo a Abraham. Por lo cual el Apóstol, que es el mejor intérprete que podemos encontrar, demuestra que la dignidad de Melquisedec estaba en que era necesario que para bendecir a Abraham fuera superior a él (Heb. 7,6-7). Ahora bien, si la ofrenda de Melquisedec hubiera sido figura del sacrificio de la misa, ¿iba el Apóstol a omitir una cosa tan profunda, tan grave y tan preciosa, cuando él trata por menudo cosas que no son de tanta importancia? Pero por más que ellos charlen, nunca podrán invalidar la razón que aduce el Apóstol, que el derecho y el honor del sacerdocio ya no pertenece a hombres mortales, pues ha sido transferido a Jesucristo, que es inmortal y único y eterno sacerdote.

3. 2°. El altar de la misa destruye la cruz de Cristo
La segunda virtud de la misa dijimos que es que oprime y sepulta la cruz y la pasión de Jesucristo.
Es del todo cierto que al erigir un altar cae por tierra Jesucristo. Porque si Él se ofrece a sí mismo en la cruz como sacrificio para santificarnos para siempre, y para obtenemos redención eterna (Heb. 9, 12), sin duda la virtud y eficacia de este sacrificio dura eternamente sin que jamás haya de tener fin. Porque de otra manera no le atribuiríamos más valor que a los toros y becerros que se sacrificaban bajo la Ley, y que se prueba que no tenían erecto y virtud alguna porque habían de ser con frecuencia reiterados. Por lo cual hemos de confesar, o bien que el sacrificio que Jesucristo ofreció en la cruz no fue perfecto y le faltó la virtud de conseguir una purificación y santificación eternas, o bien que Jesucristo ha ofrecido un solo sacrificio una vez por todas.
Esto es lo que dice el Apóstol: que este gran sacerdote y pontífice, Cristo, “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de si mismo para quitar de en medio el pecado” (Heb. 9,26); y que “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre”; y asimismo, que “con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados”. Y luego añade una sentencia admirable; que “donde hay remisión (de pecados), no hay más ofrenda por el pecado” (Heb. 10, 10. 14,18).
Esto mismo dio a entender Jesucristo en las últimas palabras que pronunció al entregar su espíritu: “Consumado es” (Jn. 19,30). Tenemos por costumbre guardar como mandamientos de Dios las últimas palabras de los moribundos. Jesucristo, al morir, nos declara que por éste su solo sacrificio se ha perfeccionado y cumplido todo cuanto se refería a nuestra salvación, ¿Nos estará, pues, permitido a nosotros añadir continuamente otros infinitos sacrificios, como si el de Jesucristo hubiera sido imperfecto, a pesar de que tan claramente nos ha demostrado la perfección del mismo?
Puesto que la sagrada Palabra de Dios, no solamente nos afirma, sino que a gritos nos proclama que este sacrificio ha sido ofrecido una vez, y que su virtud y eficacia son eternas, quienes aún exigen otro sacrificio, ¿no lo tachan de imperfección e ineficacia? Ahora bien, la misa, que se ha ordenado para que cada día se ofrezcan innumerables sacrificios, ¿qué pretende sino que la pasión de Jesucristo, en la que Él se ofreció a sí mismo al Padre por único sacrificio, quede sepultada y arrinconada? ¿Quién, de no ser totalmente ciego, no ve que en esto se encierra una estratagema y un ardid de Satanás para poder resistir y combatir contra la verdad de Dios, tan manifiesta y tan clara?
No ignoro las ilusiones con que este padre de la mentira acostumbra a encubrir su astucia, queriendo persuadirnos de que no se trata de muchos ni diversos sacrificios, sino más bien de uno solo y el mismo muchas veces reiterado. Pero tales tinieblas es fácil disiparlas. Porque el Apóstol en toda su disputa no solamente dice que no hay otros sacrificios distintos, sino que este único ha sido ofrecido una vez, y que no se debe reiterar.
Otros más sutiles tienen otro escondrijo todavía más secreto. Afirman que no se trata sino de una aplicación del sacrificio, no de una reiteración.’ Pero este sofisma se puede refutar muy bien y sin gran dificultad, porque Jesucristo no se ha ofrecido una vez para que su sacrificio fuese cada día ratificado con nuevas ofrendas, sino para que su fruto nos fuese comunicado por la predicación del Evangelio y por el uso de la Cena. Por ello san Pablo, después de haber dicho que Jesucristo, nuestro cordero pascual, ha sido sacrificado, nos manda que comamos de él (1 Cor. 5,7-8). He ahí, por consiguiente, el medio por el cual el sacrificio de la cruz de nuestro Señor Jesucristo nos es aplicado; o sea, cuando Él se nos comunica, y nosotros lo recibimos con verdadera fe.

4. Pero no vendrá mal oír el fundamento con que estos mixtificadores pretenden mantener sus sacrificios de la misa.
Se sirven de la profecía de Malaquías, en la cual nuestro Señor declara que en todo lugar se ofrecerá incienso a su nombre, y ofrenda limpia (Mal. 1,11). Como si fuese cosa nueva e inaudita en los Profetas, cuando se refieren a la vocación de los gentiles, designar el servicio espiritual de Dios, al cual los exhortan, por las ceremonias de la Ley, para demostrar más fácilmente a los hombres de su tiempo que los gentiles habían de ser introducidos en la verdadera participación del pacto de Dios. De hecho, ellos tenían por costumbre describir las cosas que se cumplieron en el Evangelio bajo figuras de su tiempo.
Esto se comprenderá mucho más fácilmente con ejemplos. En lugar de decir que todos los pueblos se convertirán a Dios, dicen que subirán a Jerusalem (Is. 2,2 y ss.). En lugar de afirmar que los pueblos del Mediodía y del Oriente adorarán a Dios, dicen que ofrecerán las riquezas de sus países como presentes (Sal. 68,31; 72,10; Is. 60,6 y ss.). Para demostrar la plenitud y abundancia del conocimiento que se habla de dar a los fieles en el reino de Cristo, dicen que los hijos profetizarán; los jóvenes verán visiones, y los viejos tendrán sueños (Jl. 2,28).
Lo que ellos alegan es semejante a otra profecía de Isaías, donde profetiza que en Asiria, Egipto, y Judea se levantarán tres altares. En primer Jugar pregunto a los papistas si esto se ha cumplido en la religión cristiana. En segundo lugar, que me respondan dónde están estos altares y cuándo se hicieron. Además, me gustaría saber si creen que estos dos reinos que el profeta junta con Judea habían de tener cada uno su templo como el de Jerusalem. Si también ellos piensan así, se verán forzados a confesar, como es verdad, que el profeta describe la verdad del culto espiritual bajo las sombras y figuras de su tiempo. Pues ésta es la solución que damos nosotros.
Mas como ejemplos parecidos a éstos ocurren con gran frecuencia, no me alargaré en exponerlos. Aunque esta pobre gente se engaña mucho más al no reconocer otro sacrificio que el de su misa, puesto que los fieles en verdad sacrifican actualmente a Dios y le ofrecen una oblación pura, como luego expondré.

5. 3°. La misa barra la muerte única de Jesucristo
Tratemos ahora del tercer oficio de la misa, donde se dirá de qué modo quita y borra de la memoria de los hombres la verdadera y única muerte de Cristo. Porque como entre los hombres la confirmación del testamento depende de la muerte del testador, de la misma manera nuestro Señor con su muerte ha confirmado su testamento, por el cual nos ha asegurado eternamente la remisión de nuestros pecados y la justicia. Los que se atreven a quitar, cambiar o innovar algo en este testamento, niegan la muerte de Jesucristo y la estiman en nada. ¿Y qué otra cosa es la misa, sino otro testamento, y muy diferente del de Jesucristo? ¿No promete cada una de las misas nueva remisión de los pecados, y nueva adquisición de justicia, de modo que hay tantos testamentos como misas? Que venga, pues, otra vez Jesucristo, y confirme de nuevo muden- do otra vez este nuevo testamento; o mejor dicho, muriendo infinitas veces, confirme los infinitos testamentos de las misas. ¿No tenía, pues, yo razón al principio, al afirmar que la única y verdadera muerte de Jesucristo se borra y destruye con la misa?
Además, ¿no pretende directamente la misa que — de ser posible — fuese otra vez Jesucristo crucificado y muerto? Porque, como dice el Apóstol, “donde hay testamento, es necesario que intervenga muerte del testador” (Heb. 9,16). La misa pretende ser un nuevo testamento de Jesucristo; por tanto, exige su muerte. Además, es necesario que el sacrificio que se ofrece sea sacrificado y muera. Si Jesucristo es ofrecido en cada misa, es necesario que a cada momento sea muerto y cruelmente sacrificado en una multitud de lugares. El argumento no es mío, sino del Apóstol, que dice así: Si Jesucristo tuviera necesidad de ofrecerse a si mismo muchas veces, debería haber padecido muchas veces desde el principio del mundo.
Sé muy bien lo que suelen responder a esto, acusándonos con ello de calumniadores. Dicen que les acusamos de algo que jamás ha pasado por su pensamiento, ni se les podría siquiera imaginar. Ahora bien, sabemos perfectamente que ni la muerte ni la vida de Jesucristo está en sus manos. Tampoco considero si deliberadamente pretenden matar a Cristo; mi intención es solamente demostrar qué absurdo tan grande se seguiría de su maldita y horrenda doctrina, como lo pruebo por boca del Apóstol. Que griten y repliquen cuanto quieran que este sacrificio es incruento, como lo llaman; yo negaré que los sacrificios cambien de condición y naturaleza según el capricho de los hombres. Porque de ser así, la sacrosanta e inviolable institución de Dios caería por tierra. De donde se sigue que permanece firme este principio y máxima del Apóstol: que el derramamiento de sangre es necesario en los sacrificios para que haya remisión (Heb. 9,22).

6. 4º. Aniquilan también el fruto de esta muerte
Veamos el cuarto oficio de la misa; a saber, que ella nos quita y arrebata el fruto que de la muerte de Cristo nos había de llegar; lo cual hace al no dejarnos conocerlo, ni considerarlo. Porque, ¿quién se considerará redimido por la muerte de Cristo, al ver en la misa una nueva redención? ¿Quién creerá que sus pecados le son perdonados, al ver una nueva remisión? Y no rehuirá la cuestión el que dijere que no alcanzamos la remisión de los pecados en la misa sino en cuanto fue ya adquirida por la muerte de Cristo. Porque esto es igual que si se dijese que hemos sido rescatados con la condición de que nosotros mismos nos rescatemos. Pues esta doctrina ha sido sembrada por los ministros de Satanás, la cual hoy mantienen a gritos, a sangre y fuego. Esta doctrina enseña que cuando ofrecemos a Jesucristo al Padre en la misa, por obra de esta oblación alcanzamos la remisión de los pecados y somos hechos partícipes de la pasión de Jesucristo. ¿Qué le queda, entonces, a la pasión de Cristo, fuera de ser un ejemplo de redención, por la cual nosotros aprendemos que somos nuestros redentores? El mismo Cristo, queriéndonos asegurar en la Cena, que nuestros pecados nos son perdonados, no manda que sus discípulos se detengan en aquella acción, sino que los remite al sacrificio de su muerte, dando a entender que la Cena es un memorial para que nosotros aprendamos que el sacrificio satisfactorio con que Dios habla de aplacarse, solamente se había de ofrecer una vez. Porque no basta saber que Jesucristo es el solo sacrificio que nos reconcilia con Dios, sino que es necesario añadir, además, que no ha habido sino una sola oblación e inmolación, para que nuestra fe se adhiera a la cruz.

7. 5°. La misa no tiene nada de común con la Cena del Señor
Pasemos ahora al último fruto y beneficio que de la misa recibimos, que consiste en que la sacrosanta Cena, en la que el Señor dejó esculpido e impreso el recuerdo de su pasión, nos es quitada, abolida y borrada por la misa. Porque la Cena es un don de Dios, que habíamos de recibir con gratitud; y, por el contrario, fingen que el sacrificio de la misa es un pago que se hace a Dios, y que recibe de nosotros como satisfacción. Cuanta es la diferencia que hay entre dar y recibir, tanta es la que existe entre el sacramento de la Cena y el sacrificio. Ciertamente es una infeliz ingratitud que el hombre, que había de reconocer la liberalidad de Dios y darle gracias por ella, piense que Dios es deudor suyo.
El sacramento nos prometía que por la muerte de Cristo quedábamos restituidos a la vida, y esto no por una vez, sino que éramos de continuo y para siempre vivificados por haberse allí cumplido todo lo que se refería a nuestra salvación. El sacrificio de la misa canta otra canción muy distinta: es menester que Jesucristo sea sacrificado cada día para que nos sirva de algo. La Cena se debería celebrar y distribuir en la pública congregación de la Iglesia para instruirnos en la comunión, con la cual somos todos unidos a Cristo. El sacrificio de la misa, rompe y deshace esta comunidad. Porque desde que arraigó el error de que es necesario que haya sacerdotes que sacrifiquen por el pueblo, como si la Cena estuviese reservada para ellos, no se ha comunicado a la Iglesia de los fieles según lo ordenaba el mandamiento del Señor. Y se abrió la puerta a las misas privadas o particulares, que más bien representan una cierta excomunión, que no la comunión que el Señor instituyó; puesto que el sacrificador, queriendo tragar su sacrificio, se separa de la congregación de los fieles. Y para que ninguno se engañe, yo llamo misas privadas a todas aquellas en que no hay participación alguna de la Cena del Señor por parte de los fieles, por más multitud de pueblo que las oiga y asista a ellas.

8. Origen de la palabra. — Las misas privadas
En cuanto al nombre de misa, jamás he podido saber de dónde proviene; solamente es verosímil, a mi juicio, que se haya tomado de las ofrendas1 que se hacían en la Cena; por lo cual los antiguos doctores lo usan, la mayoría, en plural.
Pero dejando a un lado la cuestión del nombre, digo que las misas privadas repugnan a la institución de Jesucristo; y, por tanto, que son una profanación de la Santa Cena. Porque, ¿qué es lo que nos ha mandado el Señor? Que tomemos el pan y lo distribuyamos entre nosotros. ¿Y cómo nos enseña san Pablo que debemos observar este mandamiento? Que la fracción del pan nos sea la comunión del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10,16). Por tanto, cuando un hombre se lo come a solas, sin dar parte alguna a los demás, ¿en qué está esto de acuerdo con la ordenación de Cristo?
Nos dicen que el sacerdote hace esto en nombre de toda la Iglesia. Yo les pregunto con qué autoridad. ¿No es burlarse abiertamente de Dios, que un hombre haga aparte lo que debería verificarse en común, en compañía de los demás fieles? Mas como las palabras de Jesucristo y de san Pablo son suficientemente claras, podemos concluir brevemente que dondequiera que el pan no se rompe para ser distribuido entre los fieles, no hay Cena alguna, sino sólo una falsa y perversa ficción para destruirla. Ahora bien, una ficción tan falsa es una corrupción; y la corrupción de tan grande misterio no puede realizarse sin impiedad. La conclusión es, pues, que en las misas privadas hay un abuso maldito y abominable.
Además, como cuando uno se aparta del recto camino, un vicio siempre lleva consigo a otro, después de introducirse la costumbre de ofrecer sin comulgar, comenzaron poco a poco a cantar y rezar infinidad de misas por todos los rincones de los templos. De esta manera han dividido al pueblo, unos por un lado y otros por el otro, cuando debería estar todo reunido en un lugar para reconocer y recibir el sacramento de su unión.
Nieguen los papistas ahora, si pueden, que es una idolatría mostrar en sus misas el pan, para que el pueblo lo adore como a Cristo. Porque en vano se jactan de que las promesas hablan de la presencia de Cristo; pues, como quiera que se entiendan, no se han hecho para que hombres impíos o profanos, sin Dios y sin conciencia, cambien siempre que se les antojare el pan en el cuerpo de Jesucristo, y lo hagan servir a su modo y fantasía; sino para que los fieles, conforme al mandamiento de su Maestro Jesucristo, lo comuniquen verdaderamente en la Cena.

1  Del hebreo “missah”, ofrendas.

9. ¿Por qué, entonces, tantos errores e innovaciones?
De hecho, la Iglesia nunca conoció antiguamente tal perversidad. Porque por más que los más desvergonzados entre nuestros adversarios se escuden en los doctores antiguos abusando falsamente de sus palabras, es tan claro como el sol de mediodía que lo que hacen es del todo contrario a lo que los antiguos usaron.
Pero antes de terminar esta materia, pregunto a nuestros doctos mixtificadores cómo es posible que, sabiendo ellos que obedecer a Dios es mucho mejor que ofrecerle sacrificios (1 Sm. 5,22) crean que esta manera de sacrificar sea aceptable al Señor, no teniendo mandamiento alguno para ello, puesto que no se lee una sola palabra en la Escritura que la apruebe. Además, oyendo al Apóstol decir que nadie toma para si esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón, y que ni el mismo Jesucristo se glorificó a sí mismo haciéndose sacerdote, sino que obedeció a la vocación del Padre (Heb. 5,4-5), o bien demuestran que Dios es el autor y fundador de su sacerdocio, o han de confesar que su orden y estado no proviene de Dios, puesto que sin ser llamados se han introducido temerariamente por sí mismos. Pero no podrán mostrar una sola palabra en la Escritura que hable en favor de su sacerdocio. ¿Cómo, pues, no se van a reducir a nada los sacrificios que no se pueden ofrecer sin sacerdote?

10. Sentido de la palabra sacrificio entre los antiguos
Si alguno cita testimonios de los antiguos, insistiendo, apoyado en su autoridad, en que el sacrificio que se hace en la Cena se debe entender de modo muy distinto al que lo entendemos nosotros, a éste le respondo brevemente que si se trata de aprobar la fantasía que los papistas se han imaginado del sacrificio de la misa, jamás los antiguos mantuvieron tal error. Es cierto que usan la palabra “sacrificio”; pero luego declaran que no entienden con ello sino el recuerdo de aquel verdadero y único sacrificio que Cristo ofreció en la cruz, único Sacerdote nuestro, según corrientemente se expresan. Los hebreos, dice san Agustín, en los sacrificios de las bestias que ofrecían a Dios, celebraban la profecía del sacrificio futuro, que Cristo ofreció; los cristianos celebran ahora con la sacrosanta oblación y comunión del cuerpo de Cristo la memoria del sacrificio ya realizado.1 Esto se trata más por extenso en el libro que lleva por titulo: Sobre la fe, a Pedro diácono, comúnmente atribuido a san Agustín. He aquí sus palabras: “Ten por cierto, y no lo dudes en manera alguna, que el Hijo de Dios, habiéndose hecho hombre por nosotros, se ofreció a Dios, su Padre, en sacrificio de buen olor; al cual, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, sacrificaban en tiempo del Antiguo Testamento animales brutos; pero ahora, con el Padre y el Espíritu Santo — cuya misma divinidad tiene —, la santa Iglesia no cesa de ofrecerle en todo el mundo sacrificios de pan y de vino. Porque en aquellos sacrificios carnales habla una figura de la carne de Jesucristo, que Él había de ofrecer por nuestros pecados; y de su sangre, que había de derramar para remisión de los mismos. Mas en este sacrificio que nosotros usamos, hay acción de gracias y conmemoración de la carne de Cristo, que él ofreció por nosotros; y de su sangre, que por nosotros derramó”.2 De aquí que el mismo san Agustín llame muchas veces a la Cena sacrificio de alabanza. 3 Y a cada paso se lee en sus libros que la Cena se llama sacrificio, no por otra razón sino en cuanto es conmemoración, imagen y atestación de aquel singular, verdadero y único sacrificio por el que Jesucristo nos ha redimido.4
Hay otro pasaje muy notable en el libro cuarto de la Trinidad, en el cual, después de haber disputado del sacrificio único, concluye que hay en él cuatro cosas que considerar: A quién se ofrece, quién ofrece, qué ofrece y por qué se ofrece. Únicamente el Mediador que nos reconcilía con Dios por medio del sacrificio de paz, permanece una misma cosa con aquel a quien ofreció; Él ha hecho una misma cosa en sí a aquellos por quienes ofrecía; uno mismo es el que ofreció y lo que ofreció.5 En el mismo sentido habla san Crisóstomo.”6

1 Contra Fausto, lib. XX, xviii.
2 Como presentía Calvino, el libro Sobre la fe, a Pedro, no es de san Agustín. Los historiadores modernos lo atribuyen a Fulgencio de Ruspe (468-533), discípulo inmediato de Agustín. El pasaje citado se encuentra en el capitulo 19.
3 Contra un adversario de la Ley y los Profetas, lib. 1, xviii, 37; xx, 39.
4 Carta 140, xviii, 46 y 55.
5 De la Trinidad, lib. IV, xiv, 19.
6 Cfr., por ejemplo, Comentario a la carta a los Hebreos, homil. XVII, 3.

11. En qué sentido han tornado el sacerdocio de Cristo
En cuanto al sacerdocio de Cristo, los Padres antiguos lo han estimado tanto, que san Agustín afirma que seria la voz del anticristo si alguno constituyese al obispo intercesor o mediador entre Dios y los hombres.1
En cuanto a nosotros, no negamos que el sacrificio de Cristo se nos muestre de tal manera que casi con nuestros ojos podemos contemplarlo en la cruz, como el Apóstol dice que Jesucristo fue crucificado entre los gálatas (3,1) por la predicación del Evangelio de su muerte. Mas como veo que los mismos antiguos han desviado este recuerdo hacia otra parte de lo que convenía; a saber, la institución del Señor — puesto que la Cena de ellos representaba no sé qué espectáculo de un sacrificio reiterado, o por lo menos renovado —, no hay cosa más segura ni más cierta para los fieles que atenerse a la simple y pura institución del Señor, de quien también es la Cena, a fin de que su sola autoridad sea su regla. Es verdad que como veo que sus sentimientos son piadosos y ortodoxos acerca de este misterio, y que su intención jamás fue rebajar en lo más mínimo el único sacrificio de Cristo, no puedo condenarlo de impiedad. Con todo no creo que se les pueda excusar de haber faltado de algún modo en cuanto a la forma exterior. Pues han seguido mucho más el modo judío de sacrificar, de lo que la institución de Jesucristo permitía. Deben, pues, ser reprendidos en haberse conformado excesivamente al Antiguo Testamento, y que al no haberse contentado con la simple institución de Cristo, se han inclinado demasiado a las sombras de la Ley.

1 Contra la carta de Parmenio, lib, 15, viii, 15. Tanto la edición latina de 1559, como la Traducción de Valera, colocan este párrafo al final de la sección anterior. No así el francés.

12. Los sacrificios de la Ley mosaica, y la Cena
Existe gran semejanza entre los sacrificios mosaicos y el sacramento de la Eucaristía, en cuanto que aquéllos han representado al pueblo judío la virtud y eficacia de la muerte de Cristo de la misma manera que se nos da a nosotros actualmente en la Cena (Lv. 1,5); pero la manera de representarlo ha sido muy distinta. Porque en el Antiguo Testamento, los sacerdotes levíticos figuraban lo que Jesucristo había de cumplir; la víctima hacia las veces de Cristo; había un altar en el que ofrecer el sacrificio; en resumen, se hacia todo de tal manera, que a simple vista se veía que era un sacrificio destinado a alcanzar la remisión de los pecados. Mas después que Jesucristo cumplió la verdad de todas estas cosas, el Padre celestial nos ha indicado otro orden; a saber, presentarnos el fruto del sacrificio que su Hijo le ofreció. Y así nos ha dado una mesa en la que comer, y no un altar para sacrificar sobre él. No ha consagrado sacerdotes que le ofrezcan sacrificios, sino que ha ordenado ministros que distribuyan al pueblo el alimento sagrado. Cuanto más profundo y maravilloso es el misterio, con tanta mayor reverencia y veneración debe ser tratado. Por tanto, no hay cosa más segura que renunciar al atrevimiento humano, y atenernos con toda seguridad a lo que la Sagrada Escritura nos enseña, Y ciertamente, si consideramos que se trata de la Cena del Señor, y no la de los hombres, no debe haber nada capaz de apartarnos de su voluntad; ni autoridad de los hombres, ni antigüedad, ni apariencia alguna de cualquier clase que sea. Por eso el Apóstol, queriendo restituir la Cena a su perfección entre los corintios, entre los cuales se había corrompido con algunos vicios, el camino mejor y más corto que pudo tomar fue reducirla a su institución primera, la cual nos enseña que ha de servirnos de norma perpetua (1 Cor. 11,20 y ss.).

13. Los diversos sacrificios, según la Escritura
Y para que ningún amigo de discusiones tome ocasión del nombre de sacerdote o de sacrificio para oponérsenos, expondré brevemente lo que entiendo en toda esta materia por ellos.
No veo qué razón pueden tener los que extienden el nombre de sacrificio a todas las ceremonias y observancias pertinentes al culto divino. Porque sabemos que, según es costumbre perpetua de la Escritura, el nombre de sacrificio se toma por lo que los griegos unas veces llaman lisio, otras prósfora, y otras, en fin, teleté, que generalmente significa todo aquello que se ofrece a Dios. Por lo tanto, es necesario distinguir aquí; pero la distinción ha de ser de tal manera, que se deduzca y derive de los sacrificios de la ley mosaica, bajo cuya sombra el Señor ha querido representar a su pueblo toda la verdad de los sacrificios espirituales.
Ahora bien, aunque haya habido muchas clases de sacrificios, todos ellos pueden reducirse a dos. Porque, o bien la ofrenda se hacía por el pecado, a modo de satisfacción mediante la cual se rescataba la falta delante de Dios; o bien se hacía como señal del culto divino y testimonio de la honra que se le daba. Bajo este segundo miembro se comprendía tres géneros de sacrificios. Porque bien fuese que se pidiera algún favor o gracia en forma de súplica, bien que se le honrara por sus beneficios, o que simplemente se pretendiese renovar el recuerdo de su pacto,1 todo iba encaminado a testimoniar la reverencia debida a su nombre. Por ello hay que atribuir a este miembro lo que en la Ley se llamaba holocausto, libación, ofrenda, primicias y sacrificios pacíficos.2
Por esta causa dividiremos los sacrificios en dos partes: una clase de sacrificios dedicados al honor y reverencia de Dios, por la cual los fieles lo reconocen como autor y principio de todos sus bienes, y por ello le dan gracias, como se debe hacer; los sacrificios de esta clase se llaman eucarísticos. A la otra clase se la llama sacrificios propiciatorios, o de expiación. Sacrificio de expiación es el que se hace para aplacar la ira de Dios y satisfacer a su justicia, purificando y limpiando con ello los pecados, a fin de que el pecador, limpio de sus manchas y devuelto a la pureza de la justicia, sea restituido a la gracia de Dios. Los sacrificios que se ofrecían en la Ley para purificación de los pecados (Éx. 29,36) se llamaban así, no porque fuesen suficientes para destruir la iniquidad o reconciliar a los hombres con Dios, sino porque figuraban el verdadero sacrificio que, finalmente, Cristo realizó verdaderamente, y que Él solo, y nadie más, ofreció porque la virtud y eficacia de este sacrificio que Cristo ofreció es eterna, como Él mismo lo atestigua por su propia boca, al decir que todo estaba consumado y cumplido (Jn. 19,30); es decir, que todo cuanto era necesario para reconciliarnos en la gracia del Padre, a fin de alcanzar remisión de los pecados, justicia y salvación, fue realizado y cumplido mediante la sola oblación que Jesucristo ofreció; y de tal manera no faltó nada, que en adelante no quedaba lugar para ningún otro sacrificio.

1 Calvino define aquí tres formas de sacrificios: 1°: el sacrificio de súplica; 2º: el sacrificio de alabanza; 3°: el sacrificio de pacto. Estas tres nociones se encuentran en los tres primeros capítulos del Levítico.
2 El holocausto, palabra que significa enteramente quemado, es un sacrificio de don total, Los sacrificios pacíficos (zebah chelamim) son sacrificios de pacto, de paz con Dios, de comunión con la divinidad. Nuestras versiones han seguido a Lutero, quien tradujo -- equivocadamente a nuestro entender — por sacrificio de acción de gracias (de schillem, que significa pagar, y no de schallem, que significa paz). Calvino distingue, pues, dos categorías de sacrificios: los sacrificios de expiación, y los sacrificios de adoración.

14. El sacrificio de Cristo no puede en modo alguno ser reiterado
Concluiremos, por tanto, que es una intolerable afrenta y una blasfemia monstruosa contra Jesucristo y contra el sacrificio que ofreció por nosotros muriendo en la cruz, el que alguno reitere una oblación cualquiera, pensando alcanzar por ella la remisión de los pecados, reconciliarse con Dios, y conseguir justicia. Ahora bien, ¿qué otra cosa se hace en la misa, sino hacernos participes por el mérito de un nuevo sacrificio de la muerte y pasión de Cristo? E incluso, para no poner freno a sus desvaríos, creyeron que era poco decir que su sacrificio se había ofrecido en general por toda la Iglesia, si no añadían que podían aplicarlo a su talante a tal o cual persona particular, o por mejor decir, venderlo al que mejor se lo pagase. Y como no podían elevar el precio de su mercancía hasta alcanzar la tasa de Judas, no obstante, para de alguna manera reproducir el ejemplo de su maestro, han retenido y guardado la semejanza del número. Judas vendió a Cristo por treinta monedas de plata; éstos, lo venden, conforme a la moneda actual, por treinta monedas de cobre. Pero Judas lo vendió una sola vez; éstos, en cambio, lo hacen siempre que encuentran quien lo quiera comprar. En este sentido niego que los sacerdotes del Papa sean verdaderamente sacerdotes, pues no interceden con esta oblación suya por el pueblo ante Dios, ni aplacan su ira purificando los pecados. Porque sólo Cristo es el sacerdote y pontífice del Nuevo Testamento, a quien se han transferido todos los sacerdocios, y en quien todos desembocan y tienen su fin. Y aunque la Escritura no hiciera mención alguna del sacerdocio de Cristo, sin embargo, puesto que Dios, anulando el sacerdocio que había establecido en tiempo de la Ley, no ha establecido ningún otro nuevo, el argumento del Apóstol es firmísimo al decir que nadie tome para sí esta honra, si no es llamado por Dios (Heb. 5,4).
¿Con qué atrevimiento, pues, osan estos sacrílegos llamarse sacerdotes del Dios viviente, jactándose de ser con ello verdugos de Cristo?

15. El uso de la misa se da la mano con los sacrificios paganos
Hay un pasaje en Platón verdaderamente admirable, en el libro segundo de la República, en el que demuestra que entre los paganos reinaba la perversa opinión de que los usureros, los fornicarios, los perjuros y engañadores, después de haber perpetrado numerosas crueldades, rapiñas, engaños, extorsiones y otros innumerables daños, pensaban que se habían conducido perfectamente con sus dioses, por el hecho de haber fundado después de todos estos atropellos algunos aniversarios,1 o cosas semejantes con las que encubrir y borrar todo el mal que habían hecho. Así se burlaba este filósofo de la locura de su tiempo, y de que creyeran los hombres que pagaban con esta moneda a los dioses, como tapándoles los ojos para que no vieran sus crímenes, tomándose en lo demás tan
grande libertad para pecar.2 Con lo cual parece que está señalando el modo que actualmente se observa en la celebración de la misa. Todos saben que engañar al prójimo es cosa detestable; todos confiesan que son crímenes enormes atormentar a las viudas, robar a los huérfanos, afligir a los pobres, apoderarse de los bienes ajenos por medios ilícitos, hacerse con lo que se pueda de aquí y de allí con perjurios y fraudes, y usurpar con violencia y tiranía lo que no es nuestro. ¿Cómo, entonces, son tantos los que se atreven a hacer todo esto, cual si no temiesen castigo alguno? Ciertamente, silo consideramos todo bien, todo este atrevimiento no procede sino de que confían en satisfacer a Dios con el sacrificio de la misa, como si con ello le pagasen cuanto le deben; o por lo menos, como si fuese el medio de reconciliarse con Él.
Prosiguiendo Platón este tema se burla de la crasa necedad de los hombres al pensar que con tales actos podrán librarse de las penas que habían de padecer, de no hacerlo así, en el otro mundo. ¿Y para qué fin, pregunto yo, se fundan los aniversarios y la mayor parte de las misas, sino para que cuantos durante el curso de toda su vida han sido crueles, tiranos, ladrones, salteadores y dados a todo género de vicios y abominaciones, rescatados con este precio se escapen del fuego del purgatorio?

1 Servicio celebrado cada año en un día determinado y pagado mediante una renta anual.
2 La República, lib. II, VIII.

16. Los sacrificios de acción de gracias en la Biblia
En el otro grupo de sacrificios, llamados de acción de gracias, se comprenden todos los ejercicios de caridad, los cuales, al ejercitarlos con nuestro prójimo, en cierta manera se ejercitan con Dios, quien es de esta manera honrado en sus miembros. También quedan comprendidas todas las oraciones, alabanzas, acciones de gracias, y cuanto hacemos para servir y honrar a Dios. Todas estas oblaciones dependen de aquel gran sacrificio por el cual somos en cuerpo y alma consagrados y dedicados como templos santos a Dios. Porque no basta emplear nuestros actos externos en el servicio de Dios, sino que además debemos primeramente nosotros con todas nuestras obras dedicarnos a Él, a fin de que cuanto hay en nosotros sirva para su gloria y ensalce su grandeza.
Este género de sacrificio no tiene nada que ver con aplacar la ira de Dios, con alcanzar el perdón de los pecados, ni con merecer y adquirir justicia; sino que exclusivamente tiende a engrandecer y glorificar a Dios. Porque de ninguna manera le puede ser agradable si no procede de aquellos que, habiendo ya obtenido el perdón de los pecados, están reconciliados con El y justificados por otro camino.
Asimismo, este género de sacrificios es tan necesario a la Iglesia, que no puede estar fuera de ella; y por ello será tan eterno cuanto durare el pueblo de Dios, como dice el profeta. Porque así se debe entender el texto de Malaquías: “Desde donde el sol nace hasta donde se pone, es grande mi nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi nombre incienso y ofrenda limpia, porque grande es mi nombre entre las naciones” (Mal. 1, 11). Tan lejos estamos de quitárselo nosotros. Y así san Pablo nos manda que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, como culto racional (Rom. 12,1); pasaje en que se ha expresado con toda propiedad, añadiendo luego que esto es el servicio racional que hacemos a Dios. Pues él nos indica una forma espiritual de honrar y servir a Dios, la cual tácitamente opone a los sacrificios carnales de la ley mosaica. De esta manera, la liberalidad con que los filipenses socorrieron la necesidad de san Pablo es llamada “olor fragante, sacrificio acepto” (Flp. 4, 18); y todas las buenas obras de los fieles, “sacrificios espirituales” (1 Pe. 2,5).

17. El sacerdocio pertenece a todo cristiano
Pero, ¿a qué alargarse más en esto, cuando se trata de un modo de expresión corriente en la Escritura? Aunque el pueblo de Dios estaba bajo la doctrina infantil de la Ley, sin embargo los profetas declaraban con suficiente claridad que los sacrificios externos encerraban en si una sustancia y verdad que perdura actualmente en la Iglesia cristiana. Por esto David pedía que subiese su oración delante del Señor como incienso (Sal. 144,2). Y Oseas llama a la acción de gracias “ofrenda de nuestros labios” (Os. 14,2); como David en otro lugar los llama “sacrificios de justicia” (Sal. 51,19); ya su imitación, el Apóstol manda ofrecer a Dios sacrificios de alabanza; lo cual Él interpreta como “fruto de labios que confiesan su nombre” (Heb. 13,15).
No es posible que este sacrificio no se halle en la Cena de nuestro Señor, en la cual, cuando anunciamos y recordamos la muerte del Señor, y le damos gracias, no hacemos otra cosa sino ofrecer sacrificios de alabanza. A causa de este oficio de sacrificar, todos los cristianos somos llamados “real sacerdocio” (1 Pe. 2,9); porque por Jesucristo ofrecemos sacrificios de alabanza a Dios; es decir, el fruto de los labios que honran su nombre, como lo acabamos de oír por boca del Apóstol. Porque nosotros no podríamos presentarnos con nuestros dones y presentes delante de Dios sin intercesor. Este intercesor es Jesucristo, quien intercede por nosotros, por el cual nos ofrecemos a nosotros y todo cuanto es nuestro al Padre. El es nuestro Pontífice, quien, habiendo entrado en el santuario del cielo, nos abre la puerta y da acceso; Él es nuestro altar sobre el cual depositamos nuestras ofrendas; en Él nos atrevemos a todo cuanto nos atrevemos. En suma, Él es quien nos ha hecho reyes y sacerdotes para Dios su Padre (Ap. 1,6).

18. Hay que rechazar la misa y sus abusos
¿Qué queda, pues, sino que los ciegos vean, los sordos oigan, y hasta los niños comprendan esta abominación de la misa? En efecto, presentado en vasos de oro — es decir, so pretexto de la Palabra de Dios—, de tal manera ha embriagado y entontecido a todos los reyes y pueblos de la tierra, desde el mayor al más pequeño, que siendo más bestias que los mismos brutos han constituido como principio y fin de su salvación este abismo mortal. Ciertamente, jamás ha inventado Satanás un ingenio más poderoso para combatir y abatir el reino de Dios. Esta es otra Elena,1 por la cual los enemigos de la verdad luchan en el día de hoy con tanta crueldad, con tan grande rabia y furor. Y Ciertamente es una Elena con la cual cometen fornicación espiritual, que es la más execrable fornicación de cuantas existen.
Y no toco aquí, ni con el dedo meñique, los sucios y enormes abusos con que podría alegar que ha sido profanada y corrompida su sagrada misa; a saber, cuán vil mercado ejercen, cuán ilícitas y deshonestas son las ganancias que obtienen tales sacerdotes con su comercio de misas, y con cuán enormes latrocinios sacian su avaricia. Solamente me limito a mostrar, y en pocas y sencillas palabras, cuál es la santísima santidad de la misa, por la cual ella ha merecido hace ya tanto tiempo ser estimada y tenida en tan grande veneración. Porque sería menester un libro mucho más voluminoso que el presente para ensalzar y ennoblecer tan grandes misterios conforme a su dignidad. Y no quiero mezclar aquí inmundicias tan viles cuales son las que se muestran a los ojos de todos, a fin de que comprendan que la misa, aun tomada en su más exquisita perfección y por la que puede ser estimada, sin embargo no deja de estar, desde su raíz hasta la cumbre, repleta de todo género de impiedad, blasfemia, idolatría y sacrilegio, incluso sin considerar sus apéndices y consecuencias.

1 Alusión a Elena, por cuya causa fue declarada la guerra de Troya.

19. Resumen de la doctrina de los sacramentos
Los lectores pueden ver aquí en un breve resumen todo cuanto yo creo que es necesario saber acerca de estos dos sacramentos, cuyo uso ha sido confiado a la Iglesia cristiana desde el principio del Nuevo Testamento hasta el fin del mundo; a saber, para que el Bautismo nos sirva como de entrada en la Iglesia y de profesión primera de fe; y la Cena como de alimento perpetuo, con el que Jesucristo espiritualmente mantiene y sustenta a los fieles. Por eso, así como no hay más que un Dios, una fe, un Cristo y una Iglesia, que es su cuerpo, así el Bautismo no es más que uno, y no puede ser reiterado. En cambio, la Cena se distribuye muchas veces, a fin de que quienes ya una vez han sido admitidos e incorporados a la Iglesia, comprendan que son de continuo alimentados y sustentados por Jesucristo.
Fuera de estos dos sacramentos, como no hay ningún otro que Dios haya instituido, tampoco la Iglesia debe admitirlos, Pues no es cosa que competa a la autoridad y dignidad de los hombres ordenar e instituir nuevos sacramentos. Esto lo entenderemos fácilmente, si recordamos lo que ya hemos expuesto con toda claridad; a saber, que los sacramentos son instituidos por Dios para mostrarnos algunas de sus promesas, y testimoniamos su buena voluntad hacia nosotros. Si además consideramos que Dios no ha tenido consejero alguno (Is. 40,13; Rom. 11,34) que nos pueda prometer algo con su buena voluntad, darnos seguridad y certeza del afecto que nos profesa, ni decirnos qué es lo que nos quiere dar, o lo que nos quiere negar, veremos que de esto se sigue que nadie puede ordenar ni instituir señal alguna que nos sirva de testimonio de alguna determinada voluntad o promesa de Dios. Él solo es quien, al dar la señal, puede dar testimonio de sí mismo hacia nosotros. Para decirlo más brevemente — puede que de forma más ruda, pero con mayor claridad —: jamás puede existir sacramento sin promesa de salvación. Todos cuantos hombres existen juntados en uno, no nos pueden prometer por sí mismos cosa alguna referente a nuestra salvación. Por tanto, no pueden ordenar e instituir por sí mismos sacramento alguno.

20. El Bautismo y la Cena bastan a la Iglesia
Dese, pues, por satisfecha la Iglesia cristiana con estos dos sacramentos, y no sólo no admita, apruebe ni reconozca otro tercero al presente, sino ni siquiera lo desee ni lo espere jamás hasta la consumación del mundo. Porque que a los judíos se les ordenara otros diversos sacramentos además de los ordinarios, conforme a las diversas circunstancias -- como el maná, el agua que brotaba de la piedra, la serpiente de bronce, y otros semejantes (Éx.16,14; 17,6; 1 Cor.10,3; Nm.21,8; Jn.3,14)--, esto se hizo a fin de que por la diversidad de los mismos fuesen amonestados a no detenerse en figuras, cuyo estado no era firme ni durable; sino que esperasen de Dios otra cosa mejor, que había de permanecer inmutable y sin fin.
Nosotros, a quienes Jesucristo se ha revelado y manifestado, tenemos una razón muy diferente; pues en Él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento" (Col. 2, 3). Por eso, esperar o exigir un nuevo aumento de estos tesoros sería verdaderamente tentar a Dios, irritarlo y provocarlo contra nosotros. Solamente debemos tener hambre de Jesucristo; buscarlo, esperarlo, cogerlo y tenerlo hasta que llegue aquel gran día en el cual el Señor manifestará plenamente la gloria de su reino, y se nos mostrará para que abiertamente lo veamos tal cual es (l Jn.3,2).
Por esta razón se nos indica y describe en las Escrituras el tiempo en que nos encontramos, con las expresiones: la última hora, los últimos días, los últimos tiempos (1 Jn. 2, 18; 1 Pe.1, 20), a fin de que ninguno se engañe con la vana esperanza de alguna nueva doctrina o revelación. Porque "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo" (Heb. 1, 1-2), el cual solo nos puede manifestar al Padre (Lc.10,22), y lo ha hecho realmente en cuanto nos convenía, presentándosenos como un espejo en el que poder contemplarlo (l Cor. 13,12).
Y así como se les ha privado a los hombres el poder hacer y ordenar nuevos sacramentos en la Iglesia de Dios, igualmente deberíamos desear que en los que Dios ha ordenado no introduzcan los hombres sus invenciones humanas sin9 lo menos posible. Porque como el vino se desvirtúa y estropea con el agua, y toda la masa se agria con la levadura, así, ni más ni menos, la pureza de los misterios de Dios se echa a perder cuando los hombres le añaden alguna cosa por sí mismos.
Sin embargo vemos de cuántas maneras los sacerdotes, cual se usan en el día de hoy, han degenerado de su prístina pureza y perfección. Por doquiera vemos en los sacramentos más pompa, más ceremonias, más gestos y comedia de lo que sería de desear. Y mientras, no se tiene para nada en cuenta ni se hace mención deja Palabra de Dios, sin la cual aun los mismos sacramentos no son tales. Las ceremonias mismas que Díos ha instituido no se pueden ya reconocer, por la multitud de las que los hombres han inventado, y se ven postergadas y arrinconadas. ¿Qué es posible ver en el Bautismo - según hemos ya lamentado - de lo único que debería verse y mostrarse es decir, el Bautismo mismo? La Cena ha quedado del todo sepultada, al transformarla y convertirla en misa; sólo una vez al año en cierto modo se la ve, pero a medias, despedazada, partida, dividida y por completo deformada.
www.iglesiareformada.com
Biblioteca
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO