CAPÍTULO XIX

OTRAS CINCO CEREMONIAS FALSAMENTE LLAMADAS SACRAMENTOS. SE PRUEBA QUE NO LO SON

1. Introducción a los otros sacramentos romanos. La palabra y su definición
La precedente disputa acerca de los sacramentos podría satisfacer a
todas las personas sobrias y dóciles para que no llevasen adelante su curiosidad ni admitiesen sin la Palabra de Dios otros sacramentos sino los dos que saben han sido instituidos por el Señor. Mas como se ha introducido la opinión de los siete sacramentos, y es tan común entre la gente, y tan tratada en las escuelas, en las disputas, en los púlpitos y sermones, que ha echado profundas y antiguas raíces en los corazones de todos en general, y sigue allí fija y arraigada todavía, me ha parecido bien detenerme a tratar en particular de los otros cinco, comúnmente contados con los verdaderos sacramentos que el Señor instituyó, y después de descubrir toda su falsedad y engaño, dar a conocer a las personas sencillas lo que realmente son, y cómo sin motivo han sido tenidos hasta ahora por sacramentos.
En primer lugar protesto ante los lectores que el comenzar esta disputa no se debe al nombre mismo - si han de llamarse o no sacramentos'-, ni al deseo de contradecir y oponerme a los demás; sino que, como el abuso del nombre lleva consigo funestas consecuencias, me veo forzado a reprobarlo para que de esta manera sea conocida la verdad. Bien sé que los cristianos no deben ser supersticiosos en cuanto a las palabras, cuando el sentido es bueno y sano. Sostengo que no se deben suscitar debates y contiendas por una palabra, aunque esté mal empleada, siempre que la doctrina permanezca íntegra, sólida y firme. Pero es muy distinta la cuestión con la palabra sacramento. Porque quienes afirman que son siete, a todos les aplican esta definición: que son señales visibles de la gracia invisible de Dios; dicen que son vasos del Espíritu Santo, instrumentos y medios para alcanzar justicia, y causa de la remisión de los pecados.  E incluso el Maestro de las Sentencias dice que los sacramentos del Antiguo Testamento han sido impropiamente llamados sacramentos, por cuanto no daban lo que significaban y figuraban.  ¿Se puede tolerar que las señales que el Señor con su propia boca ha consagrado y adornado con tan admirables promesas no sean tenidas por sacramentos, y entretanto se dé ese honor y título a ceremonias que la cabeza de los hombres ha inventado?
Por tanto, es necesario que, o bien los papistas propongan otra definición, o que se cuiden de no emplear mal esta palabra, para que no sea después causa de muchas y perversas opiniones.
La extremaunción, dicen ellos, es sacramento; por tanto es figura y causa de la gracia invisible. Si de ninguna manera se debe admitir lo que concluyen del nombre, hay que salirles al paso en el, nombre mismo y oponerse desde luego a lo que es causa del error.
Asimismo, cuando quieren probar que la extremaunción es sacramento, dan como razón que ella consiste en la señal exterior y en la Palabra de Dios. Si nosotros no hallamos mandamiento, ni promesa a este propósito, ¿qué otra cosa podemos hacer sino oponemos?

2. Un sacramento debe siempre sellar una promesa de Dios
Se ve ahora claramente que nuestra disputa no es por una simple palabra, sino por la realidad misma; y que no se trata de algo superfluo, puesto que la cuestión es de tanta importancia y trascendencia. Es necesario, por tanto, que retengamos, según hemos ya probado con razones irrebatibles, que nadie más sino Dios mismo tiene autoridad y poder para instituir sacramentos. El sacramento, en efecto, debe, mediante una promesa cierta de Dios, asegurar, tranquilizar y consolar las almas de los fieles; las cuales jamás podrán conseguir tal seguridad de hombre alguno, sea quien fuere. El sacramento debe servimos de testimonio de la benevolencia de Dios para con nosotros, de la cual ningún hombre, ni ángel alguno, puede sernos testigo, ya que ninguno ha sido consejero de Dios (Is.40, 13; Rom. 11,34); Él solo da testimonio, mediante su Palabra, de lo que hay en él. El sacramento es un seno con que el pacto y la promesa de Dios son sellados. Y no pueden serlo por cosas temporales y elementos de este mundo, si no son destinados para ello por la virtud divina. Así que el hombre no puede instituir sacramentos, puesto que no es propio de la potencia humana hacer que tan grandes misterios de Dios sean encerrados bajo cosas tan viles. Es necesario que preceda la Palabra de Dios para hacer que el sacramento sea sacramento, como lo ha dicho muy bien san Agustín.
Además de esto, si no queremos caer en grandes absurdos, debemos establecer diferencia entre los sacramentos y las restantes ceremonias. Los apóstoles hicieron oración de rodillas (Hch.9,40;20,36); ¿vamos nosotros a hacer de esto un sacramento? Los antiguos miraban hacia oriente para orar; ¿va a ser un sacramento mirar en esa dirección? San Pablo quiere que "los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas" (1 Tim. 2, 8); ¿será un sacramento el alzar las manos? Por este procedimiento todas las actitudes que adoptaron los santos serían sacramentos.
De todo esto no haría ningún caso, de no ser, como he indicado, por los grandes absurdos que de ello se siguen.

3. Los otros sacramentos romanos no son conocidos en la Escritura, ni en la Iglesia antigua
Si nos quieren convencer con la autoridad de la Iglesia antigua, les
respondo que se sirven de un falso pretexto. Porque en ninguno de los doctores de la Iglesia se hallará el número de siete sacramentos; ni siquiera se puede saber cuándo ha comenzado. Admito que los doctores usaron libremente del nombre de sacramento para todos sus intentos, pues con él significaban indiferentemente todas las ceremonias y ritos externos pertenecientes a la religión cristiana. Pero cuando hablan de las señales que deben ser para nosotros testimonio de la gracia de Dios, se contentan con estas dos: el Bautismo y la Eucaristía. Y a fin de que no parezca que los aduzco falsamente, citaré aquí algunos testimonios de san Agustín, para demostrar que es verdad lo que afirmo.
Hablando con Jenaro, dice así: "Quiero que sepas que nuestro Señor Jesucristo, como Él mismo lo ha dicho en el evangelio, nos ha sometido a un yugo muy suave y a una carga ligera. Y por eso ha establecido en la Iglesia cristiana sacramentos pocos en número, fáciles de guardar y muy excelentes en la significación, con los cuales ha reunido la asamblea del nuevo pueblo; como son el Bautismo, consagrado en nombre de la Trinidad, y la comunión del cuerpo y sangre del Señor, y si hay alguna otra cosa mandada en las Escrituras canónicas." 1 También en el libro De la Doctrina Cristiana: "Después de la resurrección de nuestro Señor tenemos muy pocas señales dadas por Él y sus apóstoles; pero las que tenemos son fáciles de guardar, grandes y excelentes en significación; como el Bautismo y la celebración del cuerpo y sangre del Señor".
¿Por qué no hace aquí mención del número siete, en el cual los papistas ven tanto misterio? ¿Es verosímil que dejara de nombrarlo, de haber sido instituido en la Iglesia, dado que él ha sido un hombre tan curioso en observar los números, como es bien conocido, y algunas veces más de lo necesario? Sin embargo, nombra el Bautismo y la Cena; y calla sobre los demás. ¿No quiere dar con ello a entender que estas dos señales tienen una preeminencia y dignidad singular, y que todas las demás ceremonias les son inferiores?
Digo, pues, que los papistas, no solamente tienen la Palabra de Dios contra ellos por lo que respecta al número siete de los sacramentos, sino que también la Iglesia antigua les es contraria, por más que simulen que
está de acuerdo con ellos y de ello se jacten.
Pero pasemos a tratar de esas ceremonias que ellos llaman sacramentos.

DE LA CONFIRMACIÓN

4. Lo que era en la Iglesia antigua
Antiguamente existió en la Iglesia la costumbre de que los hijos de los cristianos, al llegar a la edad del uso de razón, fuesen presentados al obispo para hacer confesión de su fe, igual que los paganos que se convertían a la religión cristiana la hacían cuando eran bautizados. Porque cuando una persona mayor quería ser bautizada, la instruían por algún tiempo, hasta que pudiese hacer confesión de su fe delante del obispo y de todo el pueblo. Del mismo modo los que hablan sido bautizados de niños, como no habían formulado esta confesión en el Bautismo, al llegar al uso de razón eran presentados otra vez al obispo, para que los examinase de acuerdo con la forma del catecismo que entonces se usaba. Y para que este acto revistiese más autoridad y resultase más solemne, empleaban la ceremonia de la imposición de las manos. Después de hacer confesión de este modo el niño, le despedían con una solemne bendición.
De esta costumbre hacen mención muchas veces los antiguos. Como León, obispo de Roma, cuando dice; “Si alguno se convirtiere de alguna herejía, no sea otra vez bautizado, sino que se le dé la virtud del Espíritu Santo por la imposición de las manos del obispo, lo cual le faltaba antes”.1 Nuestros adversarios gritan aquí que esta ceremonia se debe llamar sacramento, puesto que en ella se da el Espíritu Santo. Pero el mismo León declara en otro lugar lo que él entiende por esta palabra, diciendo que el que ha sido bautizado por los herejes no sea de nuevo bautizado; pero que, invocando al Espíritu Santo, sea confirmado con la imposición de las manos, rogando a Dios que le dé su Espíritu, porque esta persona solamente había recibido la forma del Bautismo, sin la santificación.2
Asimismo san Jerónimo, contra los luciferianos, hace mención de esto.3 Y aunque se engaña al llamarla observancia apostólica, sin embargo estaba muy lejos de los desvaríos que los papistas sostienen actualmente. Incluso él mismo corrige lo que había dicho, añadiendo que esta bendición se permitía a los obispos solamente, más para honrar el sacerdocio, que por necesidad de la Ley.4
En cuanto a mí, estimo en gran manera tal imposición de manos, siempre que se haga simplemente a modo de oración, y desearía que se usase actualmente en su pureza y sin superstición.

5. En qué se ha convertido en la Iglesia romana
Los que después han venido han trastocado y enterrado esta antigua costumbre, y en su lugar han inventado no sé qué confirmación, la cual han querido que se tenga como sacramento de Dios. Y para engañar al mundo han fingido que la virtud de este sacramento consiste en dar el Espíritu Santo para aumento de gracia, el cual en el Bautismo había sido dado para inocencia; confirmar5 para la batalla a aquellos que en el Bautismo habían sido regenerados para la vida. Se hace esta confirmación con la unción y con esta fórmula; “Yo te marco con la señal de la santa cruz, y te confirmo con el crisma de salud, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”
Todas estas cosas son hermosas y agradables; pero, ¿dónde está la Palabra de Dios que prometa aquí la presencia del Espíritu Santo? Ellos no pueden mostrar ninguna. ¿Cómo pueden probar que su crisma es instrumento del Espíritu Santo? Vemos el aceite, que es un líquido graso y espeso; y nada más. “La Palabra”, dice san Agustín, “únase al elemento, y se convertirá en sacramento”.6 Muéstrennos, pues, esta Palabra, si quieren que contemplemos en el aceite otra cosa que aceite. Si se reconociesen, como debían, ministros de los sacramentos, no habría gran diferencia entre nosotros. Ahora bien, la primera condición de un ministro es que no intente cosa alguna sin tener mandato para ello. Que nos muestren el mandato que les ordena esto, y no diré una palabra más. Pero si no tienen tal mandato, no pueden excusarse de haber cometido un grave sacrilegio.
Del mismo modo argumentaba el Señor al preguntar a tos fariseos: “El bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿Del ciclo o de los hombres?” (Mt. 21, 25). Si respondían que de los hombres, Cristo hubiera concluido que tal Bautismo era vano y frívolo; si decían que del cielo, se hubieran visto forzados necesariamente a recibir la doctrina de Juan. Y así, por temor a inferir una grave injuria a Juan no se atrevían a confesar que su Bautismo fuera de los hombres. Del mismo modo, si la confirmación es de los hombres, es evidente que es cosa yana y frívola. Mas si ellos quieren convencernos de que es del ciclo, que lo prueben.

1 León Magno, Cartas, CLXVI, 11.
2 Ibid., CLIX, vii.
3 Contra los luciferianos, IX,
4 Ibid.
5 Confirmar. Según esto la confirmación no significaría confirmación del Bautismo, sino más bien confirmación del creyente en su fe.
6 Tratados sobre san Juan, LXXX, 3.

6. a. Inútilmente apela la confirmación al ejemplo de tos apóstoles de Cristo
Se defienden con el ejemplo de los apóstoles, los cuales estiman no haber hecho nada temerariamente. Esto es cierto; y no les reprenderíamos si pudiesen mostrarnos que son imitadores suyos. Mas, ¿qué han hecho los apóstoles?
Cuenta san Lucas en los Hechos, que los apóstoles que estaban en Jerusalem, habiendo oído que Samaria había recibido la Palabra del Señor, enviaron a Pedro y a Juan, los cuales oraron por los samaritanos, a fin de que les fuese otorgado el Espíritu Santo, que aún no había descendido sobre ellos, ya que solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús; y continúa que, después de haber orado, los apóstoles pusieron las manos sobre ellos, recibiendo los samaritanos mediante esta imposición al Espíritu Santo (Hch. 8, 14-17). El mismo san Lucas ha hecho mención algunas veces de esta imposición de manos (Cfr. Hch. 6,6;
13,3: 19,6).
Oigo lo que los apóstoles han hecho: ejercer fielmente su oficio y ministerio. Quiso el Señor que las gracias visibles y admirables de su Santo Espíritu, que en aquellos días derramaba sobre su pueblo, fuesen administradas por los Apóstoles y distribuidas con esta imposición de manos. Pero yo no sueño en modo alguno que en esta imposición de manos se oculte algún misterio más profundo; creo, más bien, que la usaban para dar a entender con esta ceremonia que encomendaban a Dios y le ofrecían aquel sobre quien ponían las manos. Si este ministerio que entonces se usaba entre los apóstoles, se empleara en el día de hoy en la Iglesia, sería también necesario observar la imposición de las manos. Pero como tal gracia ya no se da, ¿de qué sirve la imposición de las mismas? Ciertamente el Espíritu Santo sigue asistiendo al pueblo de Dios, sin cuya dirección la Iglesia no puede en modo alguno subsistir; pues, en efecto, tenemos la promesa de que jamás nos faltará, con la cual Cristo llama a si a todos aquellos que tienen sed, para que beban las aguas vivas (Jn. 7,37). Pero estos milagros de virtudes y manifiestas operaciones que se distribuían por la imposición de las manos han cesado, y no duraron sino algún tiempo. Porque convino que la nueva predicación del Evangelio y el nuevo reino de Cristo fuesen ensalzados y engrandecidos con milagros tales como jamás habían sido vistos ni oídos. Mas al hacer el Señor que cesaran, no por esto ha dejado y desamparado a su Iglesia, sino que ha demostrado que la magnificencia de su reino y la dignidad de su Palabra quedaban suficientemente puestas de manifiesto. ¿En qué, pues, estos farsantes siguen a los apóstoles? Con su imposición de manos deberían conseguir que la virtud del Espíritu Santo al momento se mostrase con toda evidencia. Ellos no hacen tal cosa. ¿A qué, pues, alegan en su favor la imposición de las manos, que nosotros admitimos haber sido usada por los apóstoles, pero con un fin y propósito muy diferentes?

7. Este alegato es tan frívolo como si alguno dijera que el soplo que el Señor insufló sobre sus discípulos (Jn. 20,22) es un sacramento en
virtud del cual se da el Espíritu Santo. Pero porque el Señor lo hiciera una vez, no por eso ha querido que lo hagamos también nosotros. Del mismo modo, los apóstoles usaban la imposición de las manos mientras al Señor le plugo distribuir por la oración de ellos las gracias del Espíritu Santo; no para que los que luego habían de venir imitasen sin fruto alguno este signo, como lo hacen los monos.
Además, aunque probasen que con la imposición de las manos imitan a los apóstoles — aunque con ello no los imitan sino como los monos remedan lo que hacen los hombres —, ¿de dónde sacan el aceite, que llaman de salvación? ¿Quién les ha enseñado a buscar la salvación en el aceite y atribuirle la virtud de confortar espiritualmente? ¿Es por ventura san Pablo, quien de tal manera nos aparta de los elementos de este mundo, que no hay cosa que más condene que detenerse en tales observancias? (Gál. 4,9; Col. 2,20). Muy al contrario; yo me atrevo a declarar, y no por mí mismo, sino en nombre de Dios, que todos aquellos que llaman al aceite, aceite de salvación,1 renuncian a la salvación que hay en Cristo; rechazan a Cristo, y no tienen parte alguna en el reino de Dios. Porque el aceite es para el vientre, y el vientre para el aceite, y a ambos los destruirá el Señor (cfr. 1 Cor. 6, 13). Es decir, que todos esos frágiles elementos que con el uso perecen, no pertenecen al reino de Dios, que es espiritual y no tendrá fin.
Alguno puede que diga: ¿Es que queréis medir con esta medida el agua con que somos bautizados? ¿Y el pan y, el vino bajo los cuales nos son presentados el cuerpo y la sangre del Señor en la Cena? A esto respondo, que en los sacramentos que Dios ha instituido hay dos cosas que considerar: la sustancia de la cosa temporal que nos es propuesta, y la forma2 que por la Palabra de Dios le es esculpida, en la cual consiste toda la virtud. Por tanto, en cuanto el pan, el vino y el agua, que son lo que en los sacramentos se presenta a nuestros ojos, retienen su sustancia natural, se verifica lo que dice san Pablo: Las viandas son para el vientre, y el vientre para las viandas; pero tanto al uno como a las otras destruirá Dios (1 Cor. 6, 13); porque tales sustancias pasan y se desvanecen con la figura de este mundo (1 Cor. 7,31). Mas en cuanto estas cosas son santificadas por la Palabra de Dios para ser sacramentos, no nos detienen en la carne, sino que nos enseñan espiritualmente.

1 Cfr. Eugenio IV, Bula Exultare Deo.
2 La forma. En teología se llama forma de un sacramento, por oposición a la materia, a la Palabra que le da su significado. Cfr. más arriba (párr. 5) la definición de Agustín: Que la Palabra (forma) se añada al elemento (materia) y tendremos el sacramento.

8. b. Si la confirmación es el complemento indispensable del Bautismo, deshonra a éste
Sin embargo veamos más de cerca cuántos monstruos alimenta este aceite.
Dicen estos engrasadores, que el Espíritu Santo se da en el Bautismo para inocencia, y en la confirmación para aumento de gracia; afirman que en el Bautismo somos regenerados para vivir, y en la confirmación se nos arma para pelear. De tal manera han perdido la vergüenza, que niegan que el Bautismo sea perfecto sin la confirmación.
¡Oh maldita perversidad! ¿No somos por el Bautismo sepultados con Cristo para ser partícipes por su muerte de su resurrección? Ahora bien, San Pablo interpreta que esta participación de la muerte y vida de Jesucristo es la mortificación de nuestra carne y la vivificación del Espíritu, porque nuestro “viejo hombre fue crucificado juntamente con Él”, para que “así también nosotros andemos en nueva vida” (Rom. 6,6.4). ¿Será posible armar mejor al cristiano para pelear contra el Diablo? Y si se atreven a menospreciar y pisotear la Palabra de Dios, que al menos tengan consideración con la Iglesia, de la que quieren ser tenidos por hijos obedientes. Pues bien: no se podría pronunciar sentencia mas severa contra la falsa doctrina que ellos sostienen, que lo que fue ordenado antiguamente en el Concilio Milevitano en tiempo de san Agustín; a saber: “Cualquiera que afirme que el Bautismo es dado solamente para remisión de los pecados, y no para ayuda de la gracia del Espíritu Santo, sea anatema.”1
En cuanto al relato de san Lucas en el lugar ya citado: que los samaritanos habían sido bautizados en el nombre de Jesús, pero aún no habían recibido el Espíritu Santo (Hch. 8, 16), no niega simplemente que hubiesen recibido don alguno, puesto que creían de corazón en Jesucristo y lo confesaban de boca (cfr. Rom. 10, 10); sino que quiere decir que no habían recibido la donación del Espíritu, por la cual se recibían las virtudes aparentes y las gracias visibles. Por eso se dice que los Apóstoles recibieron el día de Pentecostés el Espíritu (Hch. 2), aunque mucho tiempo antes les había sido dicho: ‘No sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mt. 10,20).
Todos pueden ver por esto la maliciosa y pestífera astucia de Satanás. Lo que verdaderamente había sido dado en el Bautismo, hace que se atribuya a la confirmación, a fin de apartarnos cautelosamente de aquél. ¿Quién dudará ahora de que la doctrina de esta gente es de Satanás, pues habiendo separado del Bautismo las promesas que en él fueron propuestas, las aplican y trasfieren a otra parte?
Se ve asimismo cuál es el fundamento en que se basa esta su famosa unción. La Palabra de Dios es que todos los que han sido bautizados en Cristo, están revestidos de Cristo y sus dones (Gál. 3,27). La palabra de estos engrasadores es que no hemos recibido en el Bautismo promesa alguna que nos armase para la pelea contra el Diablo. La primera voz es de la verdad; por tanto, necesariamente esta otra ha de ser voz de la mentira.
Así pues, puedo muy bien definir la confirmación con más razón que ellos lo han hecho hasta aquí, como una verdadera afrenta contra el Bautismo, que empaña y anula su uso; o bien, que es una falsa promesa del Diablo para apartarnos de la verdad de Dios; o, si lo preferís, que es un aceite manchado con la mentira del Diablo para engañar a la gente sencilla e ignorante.

1 II Concilio Milevitano (416), canon III.

9. Añaden además estos engrasadores, que todos los fieles deben recibir por la imposición de las manos el Espíritu Santo, después del Bautismo,
a fin de que sean cristianos de veras; pues nadie puede serlo enteramente sino aquellos que fueren ungidos con el crisma episcopal. Tales son sus palabras.
Yo, a la verdad, creía que todo cuanto se refiere a la religión cristiana estaba comprendido y expuesto en la Santa Escritura; pero por lo que ahora veo, es preciso buscar la verdadera regla de la religión en otra parte; no en la Escritura. Así pues, la sabiduría de Dios, la verdad celestial, y toda la doctrina de Cristo, sólo valen para comenzar a hacer cristianos; el aceite los completa y perfecciona. Con esta doctrina son condenados los apóstoles y todos los mártires, quienes ciertamente nunca fueron ungidos con aceite. Pues este su santo crisma, con el que la cristiandad se perfeccionaba, o mejor dicho, con el que era hecha cristiana mientras que antes no lo era, no se usaba en su tiempo.
Pero, aunque yo callara, ellos mismos se refutan suficientemente. Porque, ¿cuántos son los que ellos ungen después del Bautismo? De ciento, uno. ¿Por qué, entonces, consienten tantos cristianos a medias en su compañía, cuando es tan fácil remediar esta imperfección? ¿Por qué permiten tan negligentemente que sus súbditos dejen lo que no se puede omitir sin grave ofensa de Dios? ¿Por qué no insisten más en cosa tan necesaria, y sin la cual — al decir de ellos — no se puede alcanzar la salvación, de no verse impedido de cumplirlo por una muerte repentina? Ciertamente, al consentir ellos tan fácilmente en que la dejen, tácitamente confiesan que no es de tanta importancia como pretenden.

10. e. Refutación de las razones por las que sería superior al Bautismo
Finalmente su decisión es que esta sagrada unción se debe tener en mucha mayor reverencia y veneración que el mismo Bautismo. Y la causa que dan es que es administrada solamente por manos de los obispos; en cambio, el Bautismo lo da cualquier sacerdote.
¿Qué se puede decir a esto, sino que están completamente locos al amar tan excesivamente sus invenciones, hasta atreverse en nombre de ellas a menospreciar las sagradas instituciones de Dios? ¡Lengua maldita y sacrílega! ¿Te atreves tú a oponer al sacramento de Cristo la grasa infectada con el hedor de tu aliento y encantada con ciertas murmuraciones de tu palabra? ¿Te atreves a compararla al agua santificada con la Palabra de Dios? Mas esto ha sido poco para tu atrevimiento; puesto que has ido aún más allá, y la has preferido a ella. ¡Éstos son los decretos de la santa sede apostólica! ¡Éstos, sus oráculos!
Algunos, sin embargo, entre ellos han querido moderar este desenfreno, porque les parecía excesivo; y así afirman que el aceite de la confirmación se debe tener en mucha mayor reverenda que el Bautismo, no por la mayor virtud o provecho que confiera, sino porque es administrado por personas constituidas en una dignidad mucho más alta, y porque se administra en la parte más excelente del cuerpo, que es la frente; o, en fin, porque causa mayor aumento de virtudes, aunque el Bautismo valga más para la remisión de los pecados.1
¿No se muestran por la primera razón donatistas2 al estimar la virtud del sacramento por la dignidad del que lo administra? Pero concedamos que la confirmación sea más digna por razón de la mayor dignidad de las manos episcopales. No obstante, si alguno les preguntase quién ha otorgado tal prerrogativa a los obispos, ¿qué otra razón podrían aducir, a no ser sus propios sueños? Dicen que solamente los apóstoles han ejercido esta dignidad, al otorgar ellos únicamente, y nadie más, el Espíritu Santo. Pero, yo pregunto si sólo los obispos son apóstoles. Más aún: ¿son de verdad apóstoles? Pero admitamos esto también. ¿Por qué con esta misma razón no pretenden probar que solamente los obispos deben tocar el sacramento de la sangre en la Cena del Señor, el cual no dan a los seglares porque afirman que nuestro Señor lo distribuyó solamente a sus apóstoles? Si solamente a los apóstoles, ¿por qué no concluyen de ahí que sólo a los obispos? Respecto a esto hacen a los apóstoles simples sacerdotes; en cambio, en lo otro, los constituyen en obispos. Finalmente, Ananías no era apóstol; sin embargo, fue enviado a san Pablo para hacer que recobrase la vista, para bautizarlo, y para llenarlo del Espíritu Santo (Hch. 9,17). Añadiré una última pregunta: si este
oficio fuese de derecho divino propio de los obispos, ¿por qué lo han comunicado a los simples sacerdotes, como se lee en una carta de Gregorio?3

1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. 7, ii.
2 Los donatistas, contra los cuales Agustín combatió tantas veces, opinaban que un sacramento no era válido si era administrado por un sacerdote indigno.
3 Gregorio Magno, Cartas, lib. IV, xxvi; a Jenaro.

11. ¡Y cuán frívola, insensata y sin propósito es la segunda razón! ¡Tienen la confirmación por más digna que el Bautismo, instituido por Dios, porque en aquella es ungida la frente, y en el Bautismo el resto de la cabeza! ¡Como si el Bautismo fuese de aceite y no de agua! Pongo aquí por testigos a cuantos tienen sincero temor de Dios, de si estos malditos no pretenden y se esfuerzan en infectar la pureza de los sacramentos con la falsedad de su doctrina. Ya he dicho que a duras penas se puede ver en los sacramentos lo que es de Dios, a causa de la multitud de invenciones humanas. Si alguien entonces no me dio crédito, crea ahora ese tal a sus maestros. He aquí el agua — que es un signo de Dios — menospreciada y rechazada; ellos estiman en gran manera en el Bautismo solamente el aceite. Nosotros, por el contrario, afirmamos que en el Bautismo la frente se moja con agua, en comparación de la cual no estimamos todo su aceite más que por estiércol, sea en el Bautismo o en la confirmación. Y si alguno dijere que el aceite es más caro, es fácil responderle que su venta es engaño, maldad y robo.
En su tercera razón dejan ver su impiedad, al enseñar que en la confirmación se da un aumento mucho mayor de virtud que en el Bautismo. Los apóstoles administraron las gracias visibles del Espíritu Santo mediante la imposición de manos. ¿En qué se muestra provechosa la grasa de estos engañadores? Pero no hagamos caso de estos reformadores, que por encubrir una blasfemia cometen otras muchas. Esto es un nudo insoluble, que es mucho mejor romper, que perder el tiempo en deshacerlo.

12. Al verse, pues, desprovistos de toda Palabra de Dios y de toda probabilidad, pretenden, según tienen costumbre de hacerlo, que
esta observancia es muy antigua, y que está confirmada y aprobada por el consentimiento de muchos siglos.
Suponiendo que esto fuera verdad, aun así no han conseguido nada. El sacramento no es de la tierra, sino del cielo; no de los hombres, sino sólo de Dios. Prueben que Dios es el autor de la confirmación, si quieren que la tengamos por sacramento.
Mas, ¿a qué alegan la antigüedad, cuando los antiguos jamás han hablado sino de dos sacramentos? Si hubiese que buscar en los hombres la certeza de nuestra fe, tendríamos una fortaleza inexpugnable en el hecho de que los antiguos no hayan tenido por sacramentos a los que éstos falsamente llaman tales. Los antiguos hacen mención de la imposición de las manos; pero, ¿cuándo la llaman sacramento? San Agustín escribe abiertamente que esto no es otra cosa sino oración.1 Y no me vengan aquí con sus frívolas distinciones de que la afirmación de san
Agustín no se debe entender de la imposición de manos confirmatoria, sino de la curatoria o reconciliatoria. El libro corre en manos de todos. Si yo interpreto las palabras de san Agustín en otro sentido del dado por él, que me escupan todos a la cara. Habla él allí de los cismáticos que se reconciliaban con la Iglesia; prueba que no se les debe volver a bautizar, sino que bastaba con imponerles las manos, a fin de que con el vínculo de la paz Dios les diese su Espíritu. Y como podría parecer cosa contra la justicia y la razón reiterar la imposición de las manos más bien que el Bautismo, añade que existe una gran diferencia, ya que la imposición no es sino una oración que se hace sobre el hombre. Y que tal es el verdadero sentido, se ve por otro lugar en que dice: “Se impone las manos a los herejes que vuelven a la Iglesia, para juntarlos en la caridad, que es el don principal de Dios, sin la cual no puede haber salvación alguna fructífera para el hombre.”2

1 Del Bautismo contra los donatistas, lib. III, xvi, 21.
2 Ibid., lib. V, xxiii, 33.

13. Utilidad de la confirmación según la verdad en las iglesias reformadas
¡Quisiera Dios que mantuviésemos la costumbre que, según he dicho, tenían los antiguos antes de que esta imaginación de sacramento apareciese en el mundo! No una confirmación cual la que éstos se imaginan, la cual no se puede ni siquiera nombrar sin hacer grave injuria al Bautismo, sino tal que fuese una instrucción cristiana con la que los niños, o quienes ya han pasado esa edad, diesen razón de su fe públicamente en presencia de la Iglesia. Una excelente manera de instrucción sería que hubiese un formulario o catecismo propiamente dedicado a esto, que contuviese y explicase familiarmente los puntos principales de nuestra religión, los cuales (a Iglesia universal sin distinción alguna debería confesar; y que el niño, hacia los diez años se presentase a la Iglesia para hacer confesión de su fe; que fuese interrogado sobre cada punto y respondiese a ellos; y que confesase en presencia de la Iglesia la verdadera, pura y única fe, con la que todo el pueblo cristiano de común acuerdo honra a Dios.
Ciertamente, si esta disciplina fuese admitida, la pereza y negligencia de algunos padres se corregiría; porque entonces no podrían sin gran vergüenza dejar de instruir a sus hijos, de lo cual al presente no hacen gran caso. Habría un mayor acuerdo en la fe entre los cristianos, y no sería tan grande la ignorancia y la rudeza de muchos. Algunos no serian arrastrados tan fácilmente por nuevas doctrinas. En suma: cada uno tendría un cierto conjunto de la doctrina cristiana.

DE LA PENITENCIA

14. Lo que fue en la Iglesia antigua
Ponen en segundo lugar la penitencia, de la cual hablan tan confusamente y sin orden, que de su doctrina las conciencias no pueden obtener seguridad, ni certidumbre alguna. Ya hemos expuesto por extenso lo que nos enseña la Escritura sobre la penitencia, y además lo que ellos enseñan respecto a esta materia. Ahora solamente trataremos con brevedad de cuán fútil, o mejor dicho, vacía es la razón en que se fundan para hacer de ella un sacramento. Sin embargo, expondré en resumen ante todo, cuál fue la costumbre antigua a la sombra de la cual han introducido los papistas su loca imaginación.
Los antiguos tenían la costumbre en la penitencia pública de que cuando el penitente había cumplido lo que se le había impuesto, era reconciliado con la Iglesia por la imposición de las manos. Esto les servia como señal de absolución, tanto para consolar al pecador penitente, como para advertir al pueblo que el recuerdo de la ofensa cometida por aquel pecador debía ser olvidada, y por tanto, que debían recibirlo como hermano. A esto llama muchas veces san Cipriano “dar la paz”.1 Y para que este acto fuese mucho más solemne y más estimado del pueblo, se ordenó que siempre se hiciese esto con el beneplácito del obispo. De aquí aquel decreto del Concilio segundo de Cartago: que no fuese lícito al sacerdote reconciliar públicamente al penitente en la misa;2 y otro decreto del concilio Arausicano: que quienes van a partir de este mundo durante el tiempo de su penitencia, pueden ser admitidos a la comunión sin la imposición reconciliatoría de las manos: pero que si los tales convalecieren de su enfermedad, permanezcan en el orden de los penitentes y, terminado el tiempo del mismo, reciban del obispo la imposición reconciliatoria de las manos.3 Igualmente en el concilio tercero de Cartago: No reconcilie el sacerdote a ningún penitente sin la autorización del obispo.4
Todas estas determinaciones tendían a que la severidad que ellos querían que se guardase, no decayese. Y así, como podría haber sacerdotes demasiado fáciles, se ordenó que el obispo conociese la causa; pues era más verosímil que él fuera más circunspecto en el examen; aunque san Cipriano atestigüe en otro lugar que no era solamente el obispo quien imponía las manos sobre el penitente, sino también todo el clero con él.5
Después, andando el tiempo, esta costumbre se pervirtió de tal manera que usaron esta ceremonia en absoluciones particulares; es decir, fuera de la penitencia. De aquí nació aquella distinción que hace Graciano, y que recogió en los Decretos, entre reconciliación pública y particular.6
En cuanto a mí, confieso que esta costumbre de que habla san Cipriano es muy santa y útil para la Iglesia, y querría que se usase hoy en día. La otra, aunque no la condeno del todo, sin embargo, no la juzgo necesaria.
Sea de ello lo que quiera, vemos que la imposición de las manos en la penitencia es una ceremonia que los hombres han inventado, y no instituida por Dios; y por esta causa se debe contar entre las cosas indiferentes o entre las ceremonias no auténticas de las que no se ha de hacer tanto caso como de los sacramentos que Dios ha instituido con su Palabra.

1 Cartas, LVII, 1, 3.
2 II Concilio de Cartago (390), canon IV.
3 II Concilio de Orange (441), canon III.
4 II Concilio de Cartago (397), canon XXXII.
5 Carta 16, II, 3.
6 Parte II, causa 26, vi.

15. En qué se ha convertido en la Iglesia romana
Pero los teólogos papales, que tienen la buena costumbre de corromperlo y depravarlo todo con sus donosas glosas, se atormentan grandemente para hallar aquí un sacramento. No hay por qué extrañarse de que les cueste tanto trabajo; porque buscan, según suele decirse, cinco patas al gato; o sea, lo que jamás podrán encontrar allí. Y al fin, no pudiendo lograr nada mejor, como gente fuera de sí lo dejan todo revuelto, en suspenso, incierto y confuso por la diversidad de opiniones.
Dicen que la penitencia exterior es sacramento; y siendo así que es menester tenerla por señal de la penitencia interior, es decir, de la contrición de corazón, por esta razón será la sustancia del sacramento; o bien, que ambas son sacramentos; no dos, sino uno solo perfecto; que la exterior es solamente sacramento, y la interior, sacramento y sustancia de aquella; y que la remisión de los pecados es solamente sustancia del sacramento, pero no sacramento.1
Para responder a todas estas cosas, los que recuerden la definición de sacramento que ya hemos dado que comparen y cotejen con ella lo que nuestros adversarios llaman sacramento, y verán que no convienen en nada, puesto que no es ceremonia externa establecida por el Señor para confirmación de nuestra fe.
Si replican a esto que nuestra definición no es una ley a la que estén obligados a obedecer, que oigan a san Agustín, al cual quieren hacer ver al mundo que profesan grandísima reverencia y veneración. Los sacramentos, dice san Agustín, son instituidos visibles para los carnales; para que por los grados de los sacramentos sean transportados de las cosas que se ven con los ojos, a las cosas que se comprenden con el entendimiento. 2 ¿Qué ven ellos, o pueden mostrar a los otros, que tenga que ver con esto en lo que llaman sacramento de penitencia?
San Agustín en otro lugar dice: “Llámase sacramento, porque en él una cosa se ve y otra se entiende. La que se ve tiene figura corporal; la que se entiende, tiene fruto espiritual.”3 Estas cosas en modo alguno convienen al sacramento de la penitencia, tal como ellos lo fingen; puesto que en él no hay figura ninguna corporal que represente el fruto espiritual.

1 Pedro Lombardo, Libro de las sentencias, IV, dist. 22, III.
2 Las antiguas ediciones remiten al libro tercero de las Cuestiones sobre el Heptateuco; no puede tratarse más que de la cuestión 84. Pero Calvino modifica aquí el pensamiento de Agustín. Éste afirma que los sacramentos carnales no son de ninguna utilidad sin la gracia invisible; y de otra parte, que ciertos hombres (el buen ladrón, el Bautista) han podido llegar a la santificación invisible sin recibir el sacramento visible.
3 Sermones, CCLXXII.

16. ¿Por qué es la penitencia, y no la absolución, lo que constituye el sacramento?
Mas, a fin de atraparlos en sus propias redes, les pregunto: Si en esto hubiera algún sacramento, ¿no estaría mejor decir que el sacramento es la absolución del sacerdote, y no la penitencia interna o externa? Porque sería sencillo decir que la absolución es una ceremonia establecida para confirmar nuestra fe en cuanto a la remisión de los pecados, y que tienen la promesa de las llaves como ellos la llaman —: Todo lo que atáis o desatáis en la tierra, será atado o desatado en el cielo (Mt. 18, 18).
A esto alguien podría objetar que muchos son absueltos por los sacerdotes, pero de nada les sirve tal absolución; siendo así que, conforme a su doctrina, los sacramentos de la nueva Ley deben obrar eficazmente lo que figuran. La respuesta es muy sencilla; a saber, que así como hay dos maneras de comer en la Cena del Señor, la una sacramental, común indistintamente a buenos y a malos, y la otra especialmente propia de los buenos;1 del mismo modo se podría concebir que la absolución se reciba de dos maneras. No obstante, nunca he podido acabar de entender lo que quieren decir al afirmar que los sacramentos de la nueva Ley tienen semejante eficacia; lo cual ya hemos demostrado, cuando expresamente tratamos de esta materia, cuán contrarío es a la Palabra de Dios. Solamente he querido afirmar aquí que este escrúpulo no impide que puedan llamar a la absolución del sacerdote sacramento, porque podrán responder con san Agustín que la santificación se da algunas veces sin sacramento visible, y el sacramento visible existe a veces sin la santificación interna;2 que los sacramentos sólo en los elegidos obran lo que figuran;3 que unos se revisten de Cristo hasta la recepción de) sacramento, y otros basta la santificación. Lo primero acontece indistintamente a buenos y a malos; lo segundo, solamente a los buenos. Ciertamente, se han engañado muy a lo tonto, y a plena luz no han visto nada, pues han permanecido con tanta perplejidad y tantas dificultades cuando la cosa es tan clara y fácil de entender.

1 La versión latina dice: “...y la otra, espiritual, propia de los buenos...
2 Cuestiones sobre el Heptateuco, lib. III, cta. 84.
3 Del Bautismo, contra los donatistas, lib. y, xxiv, 34.

17. La penitencia romana no es un sacramento
Sin embargo, para que no se envanezcan y llenen de soberbia, a cualquier cosa en la que hagan consistir el sacramento, les niego que sea tal.
La primera razón es porque no tiene promesa ninguna de Dios, que es la única sustancia y fundamento del sacramento. Porque, según hemos explicado suficientemente antes, la promesa de las llaves no pertenece de ningún modo a un estado particular de absolución, sino solamente a la predicación del Evangelio, bien se haga a muchos, o a uno solo, sin establecer diferencia alguna en ello; es decir, que por esta promesa nuestro Señor no funda una absolución especial, que se aplique distintamente a cada uno, sino la que se hace indiferentemente a todos los pecadores sin consideración particular.1
La segunda razón es porque cualquier ceremonia que se pueda proponer es pura invención humana; y ya hemos probado que las ceremonias de los sacramentos no las deben instituir los hombres, sino Dios. Es, pues, mentira y engaño todo cuanto ellos han inventado y han hecho creer sobre un sacramento de la penitencia.
Además de esto han adornado este supuesto sacramento falsificándolo con títulos admirables, asegurando que es la segunda tabla después del naufragio. Pues si alguno mancha con el pecado el vestido de la inocencia recibido en el Bautismo, lo puede lavar con la penitencia. Y para confirmarlo, aseguran que tal es la opinión de san Jerónimo.2 Sean de quienquiera, son impías si se entienden como ellos lo hacen; como si el Bautismo quedase destruido por el pecado, y no más bien los pecadores debieran traerlo a la memoria todas las veces que buscan la remisión de sus culpas, para con esta memoria confortarse, animarse y confirmar su fe de que alcanzarán la remisión de las mismas, como se les ha prometido en el Bautismo.
Lo que san Jerónimo ha enseñado un tanto rudamente, diciendo que el Bautismo, del cual han caído todos aquellos que merecen ser excomulgados de la Iglesia, se repara con la penitencia, estos falsarios lo retuercen para confirmar su impiedad. Siendo así que el Bautismo puede ser llamado con toda propiedad sacramento de penitencia, puesto que ha sido dado para consuelo de los que se dedican a hacer penitencia. Y para que nadie crea que esto es una invención de mi cabeza, claramente se ve que esto, además de estar del todo conforme con la Escritura, fue una doctrina muy usada antiguamente en la Iglesia. Porque en el libro titulado Acerca de la fe, a Pedro, comúnmente atribuido a san Agustín, se le llama sacramento de fe y de penitencia.3
Mas, ¿a qué recurrir a cosas inciertas, como si se pudiese buscar cosa más clara ni más cierta que lo que el evangelista refiere: que san Juan predicó el bautismo de penitencia para remisión de los pecados (Mc.
1,4; Lc. 3,3)?

1 Este último párrafo no figura en la traducción castellana de 1597, pero si en la versión francesa de 1561.
2 Cartas, LXXXIV, 6.
3 No es de Agustín, sino de Fulgencio. (Cfr. Capitulo XVII, nota). El pasaje se encuentra en el capitulo 30.

LA EXTREMAUNCIÓN

18. Descripción y refutación
El tercer sacramento falsificado es la extremaunción, la cual no la administra más que el sacerdote, y esto solamente en el artículo de la muerte; consta del aceite que el obispo ha consagrado, y, como forma, de estas palabras: Dios por esta unción y por su santa misericordia te perdone todo cuanto has pecado con la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. Y simulan que este sacramento tiene dos virtudes: la remisión de los pecados, y aliviar la enfermedad corporal, si así conviene; y si no, para la salud del alma.
Afirman que su institución se encuentra en Santiago, cuando dice:
“¿Está alguno enfermo entre vosotros? Llame a los ancianos de la iglesia, y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará; y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados” (Sant. 5,14-15).
Esta unción es de la misma clase que la imposición de las manos de que hemos hablado; no es sino una farsa, con la que pretenden hipócritamente, contra toda razón y sin provecho alguno, imitar a los apóstoles. Cuenta san Marcos que los apóstoles, la primera vez que fueron enviados — conforme el Señor se lo había mandado —, resucitaron muertos, arrojaron demonios, curaron leprosos, sanaron enfermos; y añade, que cuando curaban a los enfermos usaban y aplicaban aceite: “tinglan con aceite a muchos enfermos, y los sanaban” (Mc. 6, 13). Esto tuvo presente Santiago al ordenar que llamasen a los ancianos para que ungiesen al enfermo.
Los que consideraren la gran libertad que el Señor y sus apóstoles usaron en estas cosas externas, fácilmente verán que bajo tales ceremonias no había misterio alguno oculto y más profundo. El Señor, cuando quiso dar la vista al ciego, hizo barro con polvo y saliva (Jn. 9,6). A otros los sanó por contacto (Mt. 9,29); a otros, con la palabra (Lc. 18,42). De la misma manera, los apóstoles curaron a unos con la sola palabra; a otros, tocándolos; a otros, con la unción (Hch. 3,6; 5,14-15; 19,12).
Pero me dirán que los apóstoles no usaron temerariamente esta unción, igual que todas las demás cosas. También yo lo admito; sin embargo, no usaron de ella como instrumento o medio de salud, sino solamente como señal con la cual la gente sencilla e ignorante comprendiese de dónde procedía tal virtud, por miedo a que atribuyesen la gloria a los apóstoles. Pues es cosa corriente y familiar en la Escritura que el aceite signifique el Espíritu Santo y sus dones.
Pero al presente ha cesado aquella gracia de sanar enfermos, como también los demás milagros que el Señor quiso prolongar durante algún tiempo para hacer la predicación del Evangelio — que entonces era nueva — admirable para siempre. Así pues, aun cuando admitamos que aquella unción fue sacramento de las virtudes que por mano de los apóstoles entonces se dispensaban, nada nos queda a nosotros al presente, ya que no nos es concedida-la administración de las virtudes.

19. ¿Y qué mayor razón existe para que hagan de esta unción un sacramento con preferencia a todas las demás señales y símbolos de los
que se hace mención en la Escritura? ¿Por qué no señalar alguna piscina de Siloé, en la cual se bañen los enfermos en ciertos tiempos del año (Jn. 9,7)? Esto, dicen, sería inútil. Ciertamente; pero no más que su unción. ¿Por qué no se echan sobre los muertos, puesto que san Pablo resucitó a un joven muerto extendiéndose sobre él (Hch. 20, l0. 12)? ¿Por qué no hacen un sacramento de lodo compuesto de polvo y saliva? Todos esos ejemplos, dicen, han sido particulares; mas éste de la unción ha sido ordenado por Santiago. Es verdad. Pero Santiago hablaba para el tiempo en que la Iglesia gozaba de esta bendición que hemos mencionado. Ellos quieren hacer creer que su unción tiene aún la misma fuerza; pero nosotros experimentamos lo contrario.
Que ninguno, pues, se maraville de que con tanto atrevimiento hayan engañado a las almas que veían andar ignorantes y a ciegas, por haberlas ellos despojado de la Palabra de Dios, que es vida y luz de las mismas, ya que no tienen escrúpulo de inducir a error a los sentidos del cuerpo que viven y sienten. Con ello se hacen dignos de que se les ridiculice cuando se jactan de tener en sus manos la gracia de la salud. Nuestro Señor ciertamente asiste en todo tiempo a los suyos, y les socorre en sus enfermedades, ni más ni menos que en tiempos pasados, cuando es menester. Pero no hace demostración a los ojos de todos de estas virtudes y de los demás milagros que obraba por manos de los apóstoles; y la razón es que este don era temporal, y también porque en parte ha perecido por la ingratitud de los hombres.

20. No es un sacramento
Por ello, así como les apóstoles no sin motivo representaban con el aceite la gracia que les había sido otorgada para dar a conocer que esto procedía de la virtud del Espíritu Santo y no de la suya, así también, por el contrario, éstos hacen grandísima injuria al Espíritu Santo, afirmando que un aceite rancio, hediondo y de ningún efecto, es su virtud. Esto es ni más ni menos como si alguno dijese que cualquier aceite es la virtud del Espíritu Santo, porque es llamada en la Escritura con este nombre; o que cualquier paloma es el Espíritu Santo, porque El apareció bajo esa forma (Mt. 3, l6; Jn. l,32).
Por lo que a nosotros hace, bástanos de momento tener por cierto que su unción no es sacramento, ya que no es una ceremonia que Dios haya instituido, ni tiene promesa alguna de El. Porque cuando exigimos estas dos cosas en el sacramento: que sea ceremonia instituida por Dios, y que tenga aneja la promesa, juntamente exigimos con ello que esta ceremonia sea para nosotros, y que la promesa nos pertenezca. Por tanto, que nadie objete ahora que la circuncisión es sacramento de la Iglesia cristiana por haber sido ceremonia establecida por Dios y que llevaba aneja una promesa, puesto que no se nos ha mandado a nosotros — ni nos pertenece su promesa —. Y que la promesa que ellos dicen existe en su unción nada tiene que ver con nosotros, lo hemos claramente demostrado, y ellos mismos lo dan a entender por experiencia. La ceremonia no se debe tomar sino de aquellos que tenían la gracia de conferir la salud, y no de estos verdugos, que más pueden matar que dar vida.

21.  No se conforma a las prescripciones de Santiago
Mas aunque se les concediese que lo que Santiago afirma de la unción conviene a nuestro tiempo — lo que está muy lejos de ser cierto —, sin embargo no conseguirán demostrar y confirmar su unción, con la que nos dan ya náuseas. Santiago quiere que todos los enfermos sean ungidos; pero éstos engrasan con su aceite, no sólo a los enfermos, sino incluso a los cuerpos ya medio muertos, cuando el alma está ya para salir; o, como ellos dicen, en las últimas. Si tienen en su sacramento un verdadero remedio y medicina para suavizar el rigor de la enfermedad o para dar algún consuelo al alma, son en verdad demasiado crueles al no aplicarlo jamás a tiempo.
Santiago dice que los ancianos unjan al enfermo (Sant. 5, 14); éstos no admiten más engrasadores que el sacerdote. Porque su interpretación de que en Santiago los ancianos son sacerdotes, que son los pastores ordinarios,1 y que el número plural es simplemente honorífico, es muy frívola. ¡Como si en aquellos tiempos hubiese habido tal multitud de sacerdotes como para llevar su caja de aceite con grandes procesiones!
Cuando Santiago manda simplemente ungir a los enfermos, yo no entiendo más unción que la del aceite común; y en lo que cuenta san Marcos no se hace mención de ningún otro aceite (Mc. 6, 13). Éstos no tienen en cuenta más aceite que el consagrado por el obispo; a saber, que lo haya calentado con su aliento, y lo haya encantado con sus murmullos entre dientes, y lo haya saludado de rodillas nueve veces, diciendo tres veces: Yo te saludo santo aceite; y tres veces: Yo te saludo, santo crisma; y otras tres veces: Yo te saludo, santo bálsamo. Tal es su solemnidad.
Santiago dice que cuando el enfermo haya sido ungido con aceite y hayan orado por él, si está en pecado, será perdonado, en cuanto que al quedar absuelto delante de Dios será también aliviado de su pena. No entiende Santiago que los pecados le sean perdonados al enfermo por la unción, sino que las oraciones de los fieles con que el hermano afligido es encomendado a Dios, no serán vanas, Éstos enseñan con toda falsedad que por su sagrada unción, que no es otra cosa sino una abominación, los pecados son perdonados.
He aquí el provecho que sacan, si se les deja abusar según su loca fantasía de la autoridad de Santiago. Y para no perder tiempo en refutar sus mentiras, consideremos solamente lo que refieren sus historias, las cuales relatan que Inocencio, papa de Roma contemporáneo de san Agustín, determinó que no solamente los sacerdotes, sino también todos los cristianos, usasen la unción con sus enfermos. ¿Cómo conciliarán esto con lo que quieren hacernos creer?

1 Tomás de Aquino, Suma, supl., cu. 31, art. 3.

LAS ÓRDENAS ECLESIÁSTICAS

22. El “sacramento’ del orden contiene de hecho siete
En cuarto lugar ponen el sacramento del orden, el cual es tan fértil y fructífero, que produce de sí mismo siete sacramentos. Ciertamente es cosa de risa. Dicen que los sacramentos son siete, y cuando comienzan a enumerarlos uno por uno resultan trece. Y no pueden excusarse diciendo que los siete sacramentos del orden son tan sólo uno, puesto que son como escalones para subir a él. Porque como quiera que en cada uno de ellos hay ceremonias distintas, y además afirman que se dan gracias diversas, nadie durará de que, según su doctrina, son siete sacramentos del orden. Mas, ¿a qué discutir como si fuera una cosa dudosa, cuando ellos claramente afirman que son siete?
En primer lugar expondremos como de paso los inconvenientes y absurdos que se siguen de mantener esta opinión de que las órdenes son sacramentos. Después veremos si la ceremonia que usan las iglesias en la elección de los ministros se debe llamar sacramento.

Refutación de las siete órdenes. Ellos, pues, establecen siete órdenes o grados eclesiásticos, a los cuales dan el nombre de sacramentos; y son los siguientes: porteros, lectores, exorcistas, acólitos, subdiáconos, diáconos y sacerdotes. Y son siete, según dicen, a causa de la gracia del Espíritu Santo, que contiene siete formas, y de la cual han de estar llenos los que son promovidos a estas órdenes; pero les es dada con mucha mayor abundancia en su promoción.1
Primeramente el nombre ha sido inventado de una falsa glosa e interpretación que dan a la Escritura; porque les parece que han leído en Isaías siete virtudes del Espíritu Santo, cuando en verdad el profeta no nombra más que seis en el lugar que ellos citan (Is. 11,2), y él no ha querido enumerar todas las gracias del Espíritu Santo. Pues en otros lugares la Escritura lo llama: Espíritu de vida (Ez. 1,20), de santificación (Ron. 1,4), de adopción de los hijos de Dios (Rom. 8, 15), igual que en el citado lugar de Isaías: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová.
Sin embargo, otros más sutiles no se contentan con siete órdenes, sino que ponen nueve, a imitación, según dicen, de la Iglesia triunfante. E incluso entre ellos mismos no están de acuerdo; porque unos hacen a la tonsura el primer orden, y el último al obispado.2 Otros excluyen la tonsura, y admiten como orden el arzobispado.3 San Isidoro los distingue de otra manera; pues hace distinción entre salmistas y lectores, ordenando a los primeros para cantar, y a los segundos para leer la Escritura para enseñanza del pueblo; distinción que se conserva en los cánones.4
Entre tanta diversidad, ¿a quién seguiremos y a quién rechazaremos? ¿Diremos que hay siete órdenes? Así lo enseña su Maestro de las Sentencias, 5 pero los doctores más iluminados no concuerdan entre sí; y además los cánones sagrados nos muestran otro camino. 6 He aquí el acuerdo que hay entre los hombres, cuando disputan de cosas divinas sin la Palabra de Dios.

1 El francés: “proporción”.
2 Hugo de san Victor, Sobre los sacramentos, lib. II, parte III, y.
3 Guillermo de Paris, menciona esta opinión en De septem sacramentis, Paris, 1516, t. II, fol. 60,
4 Etimologías, lib. VII, xii; cfr. Graciano, Decretos, parte 1, dist. XXI, i.
5  Lib, IV, dist. XXIV, iii.
6 Graciano, parle 1, dist. XXIII, caps. xviii y xix.

23. Está fuera de toda razón referirlas a Cristo
Pero lo que sobrepasa todo frenesí es que en cada una de sus órdenes ponen a Cristo como compañero suyo.
Dicen primeramente que Él hizo el oficio de portero, cuando echó del templo a los que compraban y vendían (Jn. 2,15; Mt. 21,12); y que se muestra como tal, cuando dice: “Yo soy la puerta” (Jn. 10,7). Hizo oficio de lector, cuando en medio de la sinagoga leyó el libro de Isaías (Lc. 4, 17). El de exorcista, cuando tocando con su saliva las orejas y la lengua del sordomudo le hizo oír y hablar (Mc. 7,33). Que fue acólito se ve por estas palabras: “El que me sigue no andará en tinieblas” (Jn. 8,12). En oficio de subdiácono lo desempeñó cuando, ceñido con la toalla, lavó los pies a sus apóstoles (Jn. 13,4-5). El de diácono, cuando distribuyó su cuerpo y su sangre a los discípulos en la Cena (Mt. 26,26). Y el de sacerdote, cuando se ofreció a sí mismo en sacrificio al Padre en la cruz (Mt. 27,50).1
Estas cosas ciertamente no se pueden escuchar sin reírse; de tal manera, que me extraña que hayan podido ser escritas de no ser en plan de risa; al menos, silos que las escribían eran hombres. Pero sobre todo es digna de ser considerada la sutileza con que especulan acerca del nombre de acólito, interpretándolo como ceroferario;2 nombre, a mi entender, mágico; ciertamente es desconocido en todas las lenguas y naciones. Porque acólito en griego significa el que sigue o acompaña a otro; en cambio, ceroferario es el que lleva alguna vela. Pero si me detuviera a refutar en serio tales despropósitos, merecería yo también que se rieran de mí, por ser tan vanos y frívolos.

1 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. XXIV, caps. iii y ix.
2 Pedro Lombardo, Libro de las Sentencias, lib. IV, dist. XXIV, cap. vi.

24. El contenido de esos pretendidos cargos
Sin embargo, para que no puedan engañar a nadie, ni siquiera a las mujeres, será preciso describir sus mentiras y engaños.
Ellos ordenan con gran pompa y solemnidad a sus lectores, salmistas, porteros y acólitos, para que desempeñen las funciones en que ocupan y emplean a los niños o los que llaman seglares. Porque, ¿quién de ordinario enciende las velas, quién les sirve el agua y el vino, sino algún niño, o cualquier pobre seglar, que gana su vida con ello? ¿No son estos mismos quienes cantan? ¿No son los que abren y cierran las iglesias? Porque, ¿quién ha visto jamás en sus iglesias algún acólito o portero que hiciese su oficio? Al contrario, el que de niño hacía de acólito, al ser ordenado de ello deja de ser lo que comienza a ser llamado. De tal manera que parece que a propósito quieren apartar de sí el oficio que pertenece a su cargo cuando reciben el titulo y el nombre mismo. He ahí para qué es necesario que sean ordenados tales sacramentos y que reciban el Espíritu Santo: para no hacer nada.
Si replican que se debe a la perversidad de nuestros tiempos el que no se preocupen de su oficio, han de confesar a la vez que no hay fruto al servicio alguno actualmente en la Iglesia de sus órdenes sagradas, que .tanto estiman y reverencian; y que toda la Iglesia está llena de maldición, pues dejan a los seglares y a los niños andar con las velas y las vinajeras, que nadie debería tocar de no estar ordenado de acólito; porque encargan el canto a niños, lo cual no deberían hacer sino quienes tuvieran su boca consagrada para ello. En cuanto a los exorcistas, ¿para qué fin los ordenan? Sé muy bien que los judíos tenían sus exorcistas, pero se llamaban así por los exorcismos que ejercían (Hch. 19, 13). Pero, ¿quién ha oído alguna vez que estos exorcistas falsificados hayan dado muestras de su profesión? Fingen que se les da poder para poner las manos sobre Los frenéticos, infieles y endemoniados; pero no pueden convencer al demonio de que tienen tal poder; no solamente porque no les obedece cuando le mandan algo, sino porque los mismos diablos les mandan a ellos. Pues a duras penas se hallará, de diez, uno que no esté gobernado por algún espíritu maligno. Por tanto, cuanto dicen de sus órdenes inferiores, sea que cuenten cinco o seis, se ha inventado con mentira e ignorancia.
Ya hemos hablado arriba de los acólitos, porteros y lectores antiguos, al tratar del orden de la Iglesia. Al presente mi intento no es sino refutar esta nueva opinión de inventar siete sacramentos en las órdenes eclesiásticas; de lo cual ni una sola palabra se hallará en los doctores antiguos, sino solamente en estos ineptos teólogos escolásticos, y en los canonistas.

25. Las diversas ceremonias de la ordenación
Veamos ahora las ceremonias que usan en sus órdenes.
En primer lugar, a todos cuantos reciben en su sinagoga los ordenan primeramente haciéndolos clérigos. La señal que les hacen es que les afeitan la parte superior de la cabeza, a lo cual llaman corona; porque la corona significa la dignidad y majestad regia; ya que los clérigos han de ser reyes que deben gobernarse a sí mismos y a los demás, conforme a lo que dice san Pedro: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pe. 2,9). Mas ciertamente han cometido un sacrilegio usurpando y atribuyéndose a sí solos el título que conviene y es dado a toda la Iglesia. Porque san Pedro habla a todos los fieles; mas ellos se aplican a sí solos lo que dice. Como si solamente se hubiera dicho a los trasquilados y rapados: Sed santos (Lv. 11,44; 19,2; 20,7); como si ellos, y nadie más, hubiesen sido comprados con la sangre de Jesucristo; como si ellos solos fueran por Cristo reino y sacerdocio para Dios.
Dan también otras razones de su corona. Que se descubre lo más alto de la cabeza, para mostrar que su pensamiento debe contemplar sin impedimento alguno la gloria de Dios cara a cara; para mostrar que los vicios de la boca y de los ojos han de ser extirpados; o para significar que han dejado y abandonado los bienes temporales; y que el circulo de cabello que queda figura y significa el resto de los bienes que retienen para el sustento de su vida (Ibid., cap. 2). Todo esto en figura, porque el velo del templo no se ha roto aún para ellos. En consecuencia, convenciéndose a sí mismos de que han cumplido muy bien con su oficio y su obligación al figurar tales cosas con su corona, no hacen nada de lo que representan. ¿Hasta cuándo van a seguir engañándonos con sus ilusiones y mentiras? Los clérigos, con cortarse unos cuantos cabellos muestran que han dejado todas las cosas temporales, y que libres de todo impedimento contemplan la gloria de Dios; que han mortificado la concupiscencia de su ojos y sus oídos; y, sin embargo, no hay estado alguno entre los hombres más dado a la rapacidad, la ignorancia y la lujuria que el eclesiástico. ¿Por qué no muestran más bien la verdadera santidad, en vez de representar su figura con falsas señales y mentiras?

26. Su tonsura
Además, cuando dicen que su corona clerical tiene su origen en los nazareos (Nm. 6,5), ¿qué otra cosa hacen sino afirmar que sus misterios proceden de las ceremonias judaicas; o, mejor dicho, que son un puro judaísmo? Lo que añaden, que Priscila, Aquila y el mismo san Pablo, habiendo hecho un voto, se raparon la cabeza para ser purificados, demuestra su gran necedad (Hch. 18,18). Porque en ninguna parte de la Escritura se lee que Priscila hiciera tal cosa; se dice de uno de los otros dos, sin que sea cierto de cuál; porque la tonsura de que habla san Lucas, tanto se puede referir a san Pablo como a Aquila. Y para no concederles lo que quieren, a saber, que ellos han seguido el ejemplo de san Pablo, la gente sencilla ha de advertir que éste jamás se rapé la cabeza por santificación, sino para adaptarse a la flaqueza de sus hermanos. Yo suelo llamar a tales votos “votos de caridad”; es decir, hechos, no por religión alguna, ni por pensar que con ellos se hace un servicio a Dios, sino solamente para soportar la ignorancia de los débiles, como él mismo dice que se hizo “a los judíos, como judío” (1 Cor.  9,20). Así pues, esto lo hizo una vez y por poco tiempo, para adaptarse a los judíos. Pero éstos, al querer imitar las purificaciones de los nazareos sin provecho alguno, ¿qué otra cosa hacen, sino poner en pie un nuevo judaísmo?
En ese mismo sentir está compuesta la Carta decretal, que prohíbe a los clérigos, conforme al apóstol, que dejen crecer el cabello, y les ordena que se lo corten en cerco a manera de esfera, ¡Como si el Apóstol, al enseñar lo que conviene a todo hombre (1 Cor. 11, 14), se hubiese preocupado grandemente de la tonsura redonda de sus clérigos!
Consideren por esto los lectores, de qué clase han de ser las demás órdenes a las que se entra de tal forma.

27. Por lo que dice san Agustín se ve claramente cuál ha sido el origen y principio de la tonsura clerical, Porque como en aquel tiempo ninguno se dejaba crecer el pelo, a no ser los afeminados y los que se daban tono de remilgados, pareció que no estaría bien permitir tal cosa a los clérigos. En consecuencia, se ordenó que todos los clérigos se rapasen la cabeza, para no dar sospecha alguna ni apariencia de afeminamiento. Y era tan común el raparse, que algunos monjes, para mostrarse más santos que los demás y tener alguna señal con la que diferenciarse de los otros, se dejaban crecer el pelo.1 He aquí cómo la tonsura no era cosa especial ni propia de los clérigos, sino común a casi todos. Después, cuando el mundo cambió y se comenzó de nuevo a dejar crecer el cabello como antes; y al convenirse al cristianismo muchas naciones que habían siempre mantenido la costumbre de dejar crecer el pelo, como Francia, Alemania, Inglaterra, es verosímil que los clérigos se hicieran rapar la cabeza para no mostrar afecto a la cabellera, como hemos dicho. Mas luego que la Iglesia se corrompió y todas las buenas prescripciones antiguas se pervirtieron o se convirtieron en superstición, y como no había razón alguna para esta tonsura clerical — lo cual era bien cierto, pues no era más que una loca imitación de sus antecesores, sin saber por qué han inventado el maravilloso misterio que actualmente nos alegan con tal atrevimiento para aprobar su sacramento.
Los porteros reciben en su consagración las llaves del templo en señal de que lo han de guardar. Dan a los lectores la Biblia; a los exorcistas, un formulario de exorcismos o registro de conjuros, para conjurar a los demonios; a los acólitos les dan las vinajeras y las velas. He ahí las notables ceremonias que contienen tan grandes misterios y que tienen tanta virtud, si es verdad lo que ellos dicen, que no son solamente marcas y señales, sino también causas de la gracia invisible de Dios. Porque conforme a su definición, esto es lo que pretenden, al querer que las tengamos por sacramentos.
Para concluir brevemente, afirmo que va contra toda razón el que los teólogos sofistas y los canonistas hayan hecho de las órdenes que llaman menores, otros tantos sacramentos; ya que, según su propia confesión, fueron del todo desconocidas de la Iglesia primitiva, y sólo mucho tiempo después se inventaron. Mas como los sacramentos contienen en sí mismos promesas de Dios, no los deben instituir ni los ángeles, ni los hombres, sino sólo Aquel a quien pertenece y toca hacer la promesa.

1 Del trabajo de los monjes, XXXIII; Retractaciones, lib. II, XXI.

28. Las órdenes mayores. El sacerdocio
Quedan las tres órdenes que ellos llaman mayores; de las cuales, el subdiaconado, según ellos dicen, ha sido puesto en este grupo después que apareció la multitud de las órdenes menores. Y como les parece que tienen confirmación de estas tres órdenes en la Palabra de Dios, las llaman órdenes sagradas. Pero hay que ver cuán perversamente abusan de la Escritura para probar su propósito. Comenzaremos, pues, por el orden presbiteral o sacerdotal. Porque ellos entienden una misma cosa por estas dos palabras, y llaman sacerdotes y presbíteros a aquellos cuyo oficio es — según ellos dicen — ofrecer en el altar el sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo, decir las oraciones y bendecir los dones de Dios. Por esto cuando los ordenan les dan el cáliz, la patena y la hostia, en señal de que tienen poder de ofrecer a Dios sacrificios de reconciliación; les ungen las manos, para darles a entender que tienen poder de consagrar.
Pero yo afirmo que tan lejos están de tener testimonio en la Palabra de Dios respecto a ninguna de estas cosas, que no podían corromper más vilmente el orden establecido por Dios.
Primeramente debe tenerse por cierto lo que ya hemos dicho en el capítulo precedente, al tratar de la misa papista; que todos cuantos se hacen sacerdotes para ofrecer sacrificio de reconciliación, infieren una grave injuria a Cristo. El es quien ha sido ordenado por el Padre, y consagrado conjuramento para ser sacerdote según el orden de Melquisedec, sin que haya de tener fin ni sucesión (Sal. 110,4; Heb. 5,6; 7,3). Él es quien una vez ofreció la hostia de purificación y reconciliación eterna, y que ahora, habiendo entrado en el santuario del cielo, ora por nosotros. En Él todos nosotros somos sacerdotes; pero esto es solamente para ofrecer alabanzas y acción de gracias a Dios, y principalmente para ofrecernos a nosotros mismos, y, en fin, cuanto es nuestro. Pero aplacar a Dios, y purificar los pecados con su sacrificio, ha sido privilegio especial de Jesucristo. Mas como éstos usurpan tal autoridad, ¿qué queda, sino que su sacerdocio sea un detestable sacrilegio? Ciertamente su desvergüenza es indecible, al atreverse a adornarlo con el título de sacramento.

La imposición de las manos. En lo que respecta a la imposición de las manos que se realiza para introducir a los verdaderos presbíteros y ministros de la Iglesia en su estado, yo la tengo por sacramento. Porque, en primer lugar, es una ceremonia tomada de la Escritura; y, además, no es yana ni superflua, sino una señal y marca fiel — como lo confiesa san Pablo — de la gracia espiritual de Dios (1 Tim. 4, 14). Y el no haberlo nombrado con los otros dos se debe a que no es ordinario ni común a todos los fieles, sino oficio particular de algunos.
Por lo demás, cuando atribuyo esta honra al ministerio que Cristo ha instituido, no deben gloriarse de esto los sacerdotes papales. Porque aquellos de quienes hablamos son ordenados por boca de Jesucristo, para dispensar el Evangelio y los sacramentos (Mt. 28, 19; Mc. 16, 15; Jn. 21,15); y no para ser verdugos ofreciendo víctimas y sacrificios cada día. El mandamiento que se les ha dado es que prediquen el Evangelio y que apacienten el rebaño de Cristo, y no que sacrifiquen. La promesa que se les hace es que recibirán las gracias del Espíritu Santo, no para realizar la expiación de los pecados, sino para gobernar como deben la Iglesia.

29. El “don” del Espíritu Santo
Las ceremonias corresponden muy bien a la realidad. Nuestro Señor, al enviar a sus discípulos a predicar, sopla sobre ellos (Jn. 20,22). Con esta señal representa la virtud de su propio Espíritu Santo, que ponía sobre ellos. Esta gente ha retenido el soplo, y como si de su garganta vomitasen al Espíritu Santo, murmuran entre dientes sobre sus sacerdotes cuando los ordenan: “Recibid el Espíritu Santo”. Hasta tal punto se empeñan en no omitir nada sin desfigurarlo perversamente; no digo como payasos o farsantes que poseen algún arte en sus ademanes y gestos; sino como los monos, que sin reflexión alguna quieren hacer cuanto ven.
Nosotros, dicen, imitamos el ejemplo de nuestro Señor. Pero, el Señor ha hecho muchas cosas que no quiso que nosotros las hiciéramos. El dijo a sus discípulos: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20,22). El dijo a Lázaro: “Lázaro, ven fuera” (Jn. 11,43). El dijo al paralítico: “Levántate, toma tu lecho, y anda” (Jn. 5,8; Mt. 9,5). ¿Por qué no dicen ellos esto mismo a todos los muertos y paralíticos? Él mostró una obra de su divina virtud cuando soplando sobre sus discípulos los llenó de la gracia del Espíritu Santo. Si ellos se esfuerzan en hacer otro tanto, atentan contra Dios, y es como que lo provocaran al combate. Pero bien lejos están del efecto: y no hacen otra cosa con sus micadas sino burlarse de Cristo. Es cierto que son tan desvergonzados, que se atreven a decir que dan el Espíritu Santo. Pero cuánta verdad hay en lo que dicen lo demuestra la experiencia, por la que conocemos con toda evidencia que cuantos son consagrados sacerdotes de caballos se tornan asnos, y de tontos, locos.
Sin embargo, no los combato por esto. Solamente repruebo esta loca ceremonia que no se debería imitar, y que el Señor la usó como una señal especial del milagro que obraba. Tan lejos está el pretexto de la imitación de servirles de nada.

30. La unción
Además, ¿de quién han tomado la unción? Responden que de los hijos de Aarón, de los cuales desciende su orden sacerdotal. Así que prefieren defenderse con ejemplos mal aplicados, que confesar que lo que temerariamente hacen es invención suya. Por el contrario, no ven que al proclamarse sucesores de los hijos de Aarón hacen una grave injuria al sacerdocio de Cristo, que sólo fue figurado por los sacerdotes levíticos; que, por tanto, todos estos sacerdocios recibieron su cumplimiento y tuvieron su fin con el de Jesucristo, y con ello cesaron, según hemos dicho antes y la Carta a los Hebreos sin glosa de ninguna clase lo atestigua (Heb. 10,2). Y si tanto se deleitan con las ceremonias mosaicas, ¿por qué no sacrifican bueyes, becerros y corderos? Aún conservan gran parte del Tabernáculo y de toda la religión judaica; les falta sacrificar bueyes y becerros. ¿Quién no ve que esta ceremonia de la unción es mucho más perniciosa y peligrosa que la circuncisión, principalmente cuando va unida a una superstición y opinión farisaica de la dignidad de la obra? Los judíos ponían la confianza de su justicia en la circuncisión; éstos ponen las gracias espirituales en la unción. No se pueden, por tanto, hacer imitadores de los levitas sin ser apóstatas de Jesucristo y renunciar al oficio pastoral.

31. El “carácter indeleble”
He aquí que su santo óleo, como lo llaman, imprime un carácter indeleble que no se puede deshacer. ¡Como si el aceite no se pudiese quitar con polvo y con sal, o lavándolo bien con jabón! Pero éste es un carácter espiritual. ¿Qué parentesco tiene el aceite con el alma? Se han olvidado de lo que ellos mismos citan de san Agustín que si se separa la Palabra del agua, no quedará otra cosa sino agua, porque por la Palabra ello se convierte en sacramento.1 ¿Qué Palabra pueden ellos mostrar para su unción? ¿Será el mandato dado a Moisés de ungir a los hijos de Aarón (Éx. 30,30)? Pero juntamente con esto se le mandó hacer todas aquellas vestiduras sacerdotales y demás adornos de que debía revestirse Aarón, y que sus hijos habían & usar. Se le ordenó también matar un becerro, quemar su grasa, inmolar los carneros y quemarlos, consagrar las orejas y vestidos de Aarón y de sus hijos con la sangre de uno de los carneros; y otras ceremonias innumerables, las cuales me sorprende que hayan omitido, tomando solamente la unción. Y si tanto les gusta ser rociados, ¿por qué más bien con aceite que con sangre? Ciertamente han inventado una cosa bien ingeniosa, formando una religión aparte compuesta de cristianismo, judaísmo y paganismo, a manera de muchos remiendos. Así pues, su unción es hedionda, porque no le echan sal; quiero decir, la sal de la Palabra de Dios.
Queda la imposición de las manos, la cual admito que se puede llamar sacramento, si se usa como se debe, haciendo una verdadera promoción de legítimos ministros; pero niego que tenga lugar en esta farsa que representan al ordenar a sus sacerdotes. Porque ningún mandamiento tienen para ella, y no consideran el fin al que va encaminada la promesa. Si quieren, pues, que les conceda el signo, es necesario que lo adapten a la verdad para la cual ha sido instituido y ordenado.

1 Tratados sobre san Juan, LXXX, 3.

32. Los diáconos
En cuanto al orden de los diáconos, con gusto nos pondríamos de acuerdo con ellos si este oficio se restituyese a su pureza, cual la tuvo en la Iglesia primitiva en tiempo de los apóstoles. Pero los diáconos que esta buena gente se forja, ¿qué tienen que ver con los otros? No hablo yo de las personas; no sea que se quejen de que les hacemos una injuria al estimar su doctrina por los vicios de los hombres; pero sostengo que obran contra toda razón al tomar por diáconos a quienes en su doctrina proclaman que cuentan con el testimonio de la Escritura y que ejercen el oficio de los que fueron establecidos en la iglesia primitiva.
Dicen que el oficio de los diáconos es asistir a los sacerdotes y servirles en todo cuanto fuere menester para la administración de los sacramentos; como en el Bautismo, en el crisma, para poner el vino en el cáliz y el pan en la patena, ordenar el altar, llevar la cruz, leer el evangelio y la epístola al pueblo. ¿Hay en todo esto una sola palabra del verdadero oficio de diácono?
Oigamos ahora cómo los ordenan. El obispo solo pone la mano sobre el diácono que ordena; le coloca sobre la espalda en el lado izquierdo la estola, a fin de que entienda que ha tomado sobre si el yugo ligero de Dios, para someter al temor del Señor todo cuanto pertenece al lado izquierdo; le da un texto del Evangelio para que comprenda que es pregonero del mismo. ¿Qué tiene que ver todo esto con los diáconos? Porque ellos obran como el que, queriendo ordenar apóstoles, les confiase el oficio de incensar, arreglar las imágenes, encender las velas, barrer los templos, matar ratones y arrojar los perros de la iglesia. ¿Quién sufrirla que a gente semejante se la llamase apóstoles, y que fuesen comparados con los apóstoles de Cristo? Así que en adelante no mientan llamando diáconos a quienes ordenan nada más que para representar farsas.
Además, con el nombre mismo declaran cuál es su oficio. Porque los llaman levitas, refiriendo su origen a los hijos de Leví; lo cual les concedería, si juntamente con ello confesasen también lo que es verdad: que renunciando a Jesucristo retornan a las ceremonias levíticas y a las sombras de la Ley mosaica.

33. Los subdiáconos
En cuanto a los subdiáconos, ¿qué necesidad hay de hablar de ellos? Porque mientras que antiguamente tenían cuidado de los pobres, ahora les confían un cargo bien frívolo y vano; a saber, que lleven al altar el cáliz, la patena, las vinajeras, echar el agua para que el sacerdote se lave las manos, y otras cosas semejantes. Porque lo que dicen de recibir las ofrendas, es de lo que ellos tragan y devoran.
La ceremonia que usan al ordenarlos está muy de acuerdo con esto. El obispo pone en sus manos el cáliz y la patena; el arcediano les da la vinajera con agua; y otras farsas semejantes. Y quieren que creamos que el Espíritu Santo está encerrado en estos desvaríos; pero, ¿a quién podrán convencer de ello?
Para concluir, diremos de éstos en una palabra lo mismo que de los demás, pues no es necesario repetir detalladamente lo que ya hemos expuesto. Será suficiente para las personas corrientes y dóciles — a quienes va dirigido este libro — que no hay sacramento en modo alguno más que donde hay ceremonia juntamente con promesa; o mejor dicho, donde la promesa brilla en la ceremonia. En esto de que tratamos no se ve ni una sola palabra de promesa alguna; en vano, pues, se busca la ceremonia para confirmar la promesa. Además, ninguna de cuantas ceremonias usan aquí ha sido instituida por Dios. De donde se sigue que no hay sacramento alguno.

EL MATRIMONIO

34. El matrimonio no es un sacramento
El último sacramento que enumeran es el matrimonio. Si bien todos admiten que ha sido instituido por Dios, a ninguno se le ocurrió que fuera un sacramento hasta el tiempo del Papa Gregorio.1 ¿Y qué hombre de sentido común hubiera imaginado tal cosa? La ordenación de Dios es buena y santa; pero también lo son los oficios de labradores, albañiles, zapateros y barberos, los cuales, sin embargo, no son sacramentos. Porque no solamente se requiere para que haya sacramento que sea obra de Dios, sino que además es necesario que exista una ceremonia externa, ordenada por Dios, para confirmación de alguna promesa. Ahora bien, que nada semejante existe en el matrimonio, los mismos niños pueden comprenderlo.
Pero replican que es señal de una cosa sagrada; es decir, de la unión espiritual de Cristo y su Iglesia. Si con la palabra señal entienden una marca que Dios nos ha propuesto para mantener nuestra fe, están muy lejos del blanco. Si por señal entienden simplemente lo que es propuesto por semejanza, probaré cómo argumentan con sutilezas. San Pablo dice: “Una estrella es diferente de otra en gloria. Así también es la resurrección de los muertos” (1 Cor. 15,41-42); he ahí un sacramento. Cristo afirma: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza”; he ahí otro sacramento. Y: “El reino de los cielos es semejante a la levadura” (Mt. 13,31.33); he ahí un tercer sacramento. Isaías dice: “Como pastor apacentará su rebaño” (Is. 40, 11); he ahí un cuarto sacramento. Y en otro lugar: “Jehová saldrá como gigante” (Is. 42,13); he ahí un quinto sacramento. ¿Y cuándo se terminarían los sacramentos? No habría cosa que, de acuerdo con esta razón, no fuera sacramento. Cuantas comparaciones y parábolas hay en la Escritura, habría otros tantos sacramentos. Hasta el latrocinio lo sería; porque está escrito: “El día del Señor vendrá así como ladrón” (1 Tes. 5,2). ¿Quién podrá aguantar a estos sofistas que tan locamente desvarían? Admito que siempre que vemos alguna vid es muy laudable traer a la memoria lo que dice el Señor: Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos, mi Padre el labrador (Jn. 15,1.5). Y cuando vemos a un pastor está muy bien acordarnos de las palabras de Cristo: “Yo soy el buen pastor; mis ovejas oyen mi voz” (Jn. 10,1l.27). Pero si alguno quisiera convertir en sacramento todas estas cosas, sería preciso enviarlo al médico para que le curase su locura.

1 Sobrentendido, Gregorio VII.

35. Son Pablo no dice que el matrimonio sea un sacramento
No obstante, alegan las palabras de san Pablo, en las cuales dicen que el matrimonio es llamado sacramento. Éstas son sus palabras: “El que ama a su mujer, a si mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este sacramento;  mas yo digo esto respecto de Cristo y de la iglesia" (Ef. 5,28-32). Pero tratar de esta manera la Escritura es mezclar el cielo con la tierra.
San Pablo, queriendo mostrar a los maridos el singular amor que deben tener a sus mujeres, les propone a Cristo por ejemplo. Porque así como Él ha derramado todos los tesoros de su amor hacia la Iglesia, a la cual se había unido, así también es necesario que cada uno ame a su mujer y le profese este afecto.
Luego sigue: El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, como Cristo amó a la Iglesia. Y para explicar cómo ha amado Cristo a la Iglesia como a sí mismo; o, mejor dicho, cómo se ha hecho una misma cosa con su Esposa, la Iglesia, le aplica lo que Moisés refiere que dijo Adán. Porque cuando el Señor presentó a Eva delante de Adán, la cual sabía que había sido formada de su costilla, le dice: "Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn.2,23). San Pablo afirma que todo esto se ha cumplido en Cristo y en nosotros cuando nos llama miembros de su cuerpo; o mejor dicho, una misma carne con Él. Y al fin concluye con una exclamación, diciendo: Grande es este misterio. Y para que nadie se llame a engaño, expresamente dice que no habla de ]a unión carnal del marido y de la mujer, sino del matrimonio espiritual de Cristo y de su Iglesia. Y verdaderamente es un gran misterio que Cristo haya permitido que le quitasen una costilla, de la cual fuésemos formados; quiero decir, que siendo Él fuerte se quiso hacer débil, para con su fortaleza fortalecemos, a fin de que ya no vivamos solamente, sino que Él viva en nosotros.

36. Empleo abusivo del término sacramento
Se han engañado con el término "sacramento", que aparece en la edición vulgar. Pero, ¿es justo que toda la Iglesia pague su ignorancia? San Pablo había dicho misterio, que significa secreto; y si bien el intérprete pudo traducir el término por secreto, o dejarlo como en griego, "misterio", - que era palabra muy usada entre los latinos -, prefirió hacerla por sacramento; pero no en un sentido distinto del empleado por san Pablo en griego al decir misterio. Levanten, pues, ahora su voz contra el conocimiento de las lenguas, por cuya ignorancia se engañan en cosa tan clara y manifiesta. Mas, ¿por qué hacen tanto hincapié en el nombre de sacramento, y cuando se les antoja lo pasan por alto sin hacer caso de él? Porque el traductor lo ha usado también en la primera carta a Timoteo (I Tim. 3,9), y en esta misma carta a los Efesios muchas veces (Ef. 1,9; 3,9); Y no en un sentido distinto de misterio.
Y aunque se les perdonase esta falta, al menos deberían recordarlo en su mentira, para no contradecirse después. Mas ahora, después de haber ellos adornado el matrimonio con el título de sacramento, llamarlo luego suciedad, polución, inmundicia carnal, ¿qué inconstancia y ligereza es ésta? ¿Qué absurdo es prohibir el matrimonio a los sacerdotes? Si dicen que no se les prohíbe el sacramento, sino el deleite del acto carnal, no se librarán por ello. Porque ellos enseñan que la cópula carnal es parte del sacramento, y que en él se figura la unión que tenemos con Cristo en conformidad de naturaleza, tanto más cuanto que el hombre y la mujer no se hacen una carne sino en la cópula carnal. Pero algunos de ellos han hallado aquí dos sacramentos; el uno de Dios y del alma, en el novio y la novia; y el otro de Cristo y de la Iglesia, en el marido y la mujer. Como quiera que sea, la cópula carnal es sacramento, y no es lícito excluir de él a ningún cristiano. A no ser que quieran sostener que los sacramentos de los cristianos están tan poco de acuerdo entre sí, que no se pueden dar juntos.
Hay aún otro inconveniente en su doctrina. Afirman que en el sacramento se da la gracia del Espíritu Santo, y confiesan que la cópula carnal es sacramento; y sin embargo, niegan que el Espíritu Santo se halle en ella jamás.

37. Refutación de diversas prescripciones eclesiásticas
Y para no engañar a la Iglesia en una sola cosa, ¿qué infinidad de errores, mentiras, engaños y bellaquerías no han añadido a este error? Hasta tal punto, que se podría decir que al hacer del matrimonio un sacramento no han hecho otra cosa sino buscar un escondrijo para todas esas abominaciones. Porque una vez que han ganado esta partida, al momento se reservan para sí el juicio de las causas matrimoniales, por ser cosa sagrada, que no deben tocar los jueces no eclesiásticos. Además han promulgado leyes para confirmar su tiranía; pero tales, que en parte son impías y contra Dios, y en parte injustas para con los hombres. Así, las que siguen: que los matrimonios entre jóvenes que aún están bajo la tutela paterna sean válidos e irrevocables sin consentimiento de los padres; que los parientes no se puedan casar hasta el séptimo grado - porque su cuarto grado, según la verdadera inteligencia del derecho, es séptimo -; y que los que se han realizado dentro de esos grados no valgan y sean deshechos.
Inventan, además, grados a su talante, contra las leyes de todas las naciones y contra las disposiciones del mismo Moisés (Lv. 18,6). Que no sea lícito al hombre que haya repudiado a su mujer por adulterio, tomar otra. Que los parientes espirituales, como son los padrinos y madrinas, no puedan casarse. Que no se case nadie después de septuagésima hasta la octava de Pascua florida, ni tres semanas ante de la fiesta de san Juan Bautista - por las cuales toman ahora la de Pentecostés y las dos precedentes -, ni del Adviento hasta Epifanía. Y otras semejantes a éstas, infinitas en número, que sería prolijo enumerar.
En suma, bueno será que salgamos de su cieno, en el que hemos permanecido atollados mucho más tiempo del que hubiéramos querido. Sin embargo, creo haber prestado con ello algún bien y servicio a la Iglesia quitando en parte el cuero de león a estos asnos.
INSTITUCIÓN

DE LA

RELIGIÓN CRISTIANA

POR JUAN CALVINO

LIBRO CUARTO

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