CAPÍTULO XX
LA POTESTAD CIVIL
1. Introducción. - Utilidad de este tratado
Puesto que antes hemos designado dos formas de gobierno en el hombre, y ya hemos hablado suficientemente de la primera, que reside en el alma, o en el hombre interior, y se refiere a la vida eterna, este lugar exige que tratemos ahora de la segunda, a la cual compete solamente ordenar la justicia civil y reformar las costumbres y conducta exteriores. Porque aunque parezca que esta materia no atañe a los teólogos ni es propia de la fe, sin embargo el desarrollo de la misma probará que hago muy bien en tratarla. Y sobre todo, porque en el día de hoy existen hombres tan desatinados y bárbaros, que hacen cuanto pueden para destruir esta ordenación que Dios ha establecido; y, por su parte, los aduladores de los príncipes, al engrandecer sin límite ni medida su poder, no dudan en ponerlo s casi en competencia con Dios. Y así, si no se pone remedio a tiempo a lo uno y a lo otro, decaerá la pureza de la fe.
Añádase a esto que nos es cosa muy útil para permanecer en el temor de Dios saber cuánta ha sido su gentileza al proveer tan bien al género humano, a fin de que con ello nos sintamos más estimulados a servirle para dar testimonio de que no le somos ingratos.
Primeramente, antes de entrar más adelante en materia, será necesario traer a la memoria la distinción que ya hemos establecido, a fin de que no nos suceda lo que comúnmente suele acontecer a muchos, que inconsideradamente confunden estas dos cosas, aunque son totalmente diversas. Porque cuando oyen que en el Evangelio se promete una libertad que, según se dice, no reconoce ni Rey ni Roque entre los hombres, sino solamente a Cristo, no pueden comprender cuál es el fruto de su libertad mientras ven alguna autoridad sobre ellos. Y así no creen que las cosas vayan bien, si el mundo entero no adopta una nueva forma, en la que no haya juicios, ni leyes, ni magistrados, ni otras cosas semejantes con que estiman que su libertad es coartada. Mas quien sabe distinguir entre el cuerpo y el alma, entre esta vida transitoria y la venidera, que es eterna, comprenderá a la vez con ello muy claramente que el reino espiritual de Cristo y el poder civil son cosas muy diferentes entre sí. Y puesto que es una locura judaica buscar y encerrar el reino de Cristo debajo de los elementos de este mundo, nosotros, pensando más bien - como la Escritura manifiestamente enseña - que el fruto que hemos de recibir de la gracia de Dios es espiritual, tenemos mucho cuidado de mantener dentro de sus límites esta libertad que nos es prometida y ofrecida en Cristo. Porque, ¿con qué fin el Apóstol mismo nos manda que estemos firmes y no permanezcamos sujetos al yugo de la esclavitud (Gál. l,4); y en otro lugar enseña a los siervos que no se acongojen por su estado, porque la libertad espiritual se compagina muy bien con la servidumbre social (1 Cor. 7,21)? En ese sentido hay que entender también las otras sentencias del Apóstol: que en el reino de Dios ya "no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos" (Col. 3,11).
2. Refutación de las objeciones de los anabaptistas
A pesar de ello, esta distinción no sirve para que tengamos el orden social como cosa inmunda y que no conviene a cristianos. Es verdad que los espíritus utópicos, que no buscan sino una licencia desenfrenada, hablan de esa manera actualmente y afirman que, puesto que hemos muerto por Cristo a los elementos de este mundo y hemos sido trasladados al reino de Dios entre los habitantes del cielo, es cosa baja y vil para nosotros e indigna de nuestra excelencia ocuparnos de estas preocupaciones inmundas y profanas concernientes a los negocios de este mundo, de los cuales los cristianos han de estar apartados y muy lejos. ¿De qué sirven, dicen ellos, las leyes sin juicios ni tribunales? ¿Y qué tienen que ver los cristianos con los tribunales? Si no es lícito al cristiano matar, ¿de qué nos servirían las leyes y tribunales?
Mas, así como poco hace hemos advertido de que este género de gobierno es muy diferente del espiritual e interior de Cristo, debemos también saber, que de ninguna manera se opone a él. Porque este reino espiritual comienza ya aquí en la tierra en nosotros un cierto gusto del reino celestial, y en esta vida mortal y transitoria nos da un cierto gusto de la bienaventuranza inmortal e incorruptible; pero el fin del gobierno temporal es mantener y conservar el culto divino externo, la doctrina y religión en su pureza, el estado de la Iglesia en su integridad, hacernos vivir con toda justicia, según lo exige la convivencia de los hombres durante todo el tiempo que hemos de vivir entre ellos, instruirnos en una justicia social, ponernos de acuerdo los unos con los otros, mantener y conservar la paz y tranquilidad comunes. Todas estas cosas admito que son superfluas, si el reino de Dios, cual es actualmente entre nosotros, destruye esta vida presente. Mas si la voluntad de Dios es que caminemos sobre la tierra mientras suspiramos por nuestra verdadera patria; y si, además, tales ayudas nos son necesarias para nuestro camino, aquellos que quieren privar a los hombres de ellas, les quieren impedir que sean hombres. Porque respecto a lo que alegan, que debe haber en la Iglesia de Dios tal perfección que haga las veces de cuantas leyes existen, tal imaginación es una insensatez, pues jamás podrá existir tal perfección en ninguna sociedad humana. Porque siendo tan grande la insolencia de los malvados, y su perversidad tan contumaz y rebelde, que a duras penas se puede mantener a raya con el rigor de las leyes, ¿qué podríamos esperar de ellos si se les dejase una libertad tan desenfrenada para hacer el mal, cuando casi no se les puede contener por la fuerza?
3. Pero después tendremos ocasión más oportuna para hablar de la utilidad y provecho del orden civil. Al presente solamente pretendo hacer comprender que es una inhumana barbarie no querer admitido; ya que su necesidad no es menor entre los hombres que la del pan, el agua, la sal y el aire; y su dignidad, mucho mayor aún. Porque no le atañe solamente aquello que los hombres comen y beben para mantenerse en esta vida - aunque comprende todas estas cosas cuando hace que los hombres puedan vivir juntos -; no le atañe solamente esto, sino también que la idolatría, la blasfemia contra Dios y su dignidad, y otros escándalos de la religión no se cometan públicamente en la sociedad, y que la tranquilidad física no sea perturbada; que cada uno posea lo que es suyo; que los hombres comercien entre sí sin fraude ni engaño; que haya entre ellos honestidad y modestia; en suma, que resplandezca una forma pública de religión entre los cristianos, y que exista humanidad entre los hombres.
Y no debe parecer cosa extraña que yo confíe a la autoridad civil el cuidado de ordenar bien la religión; tarea que a alguno parecerá que antes la he reservado fuera de la competencia de los hombres. Porque no permito aquí a los hombres inventar leyes a su capricho, en lo que toca a la religión y a la manera de servir a Dios, más de lo que se lo permitía antes; aunque apruebo una forma de gobierno que tenga cuidado de que la verdadera religión contenida en la Ley de Dios no sea públicamente violada ni corrompida con una licencia impune. Mas si descendemos a tratar en particular cada una de las partes del poder civil, este orden ayudará a los lectores a entender mejor el juicio que deben formarse del mismo en general.
Plan del tratado. De tres partes consta este poder. La primera es el magistrado, guardián y conservador de las leyes. La segunda, las leyes conforme a las cuales el magistrado ordena. La tercera es el pueblo que debe ser gobernado por las leyes y ha de obedecer al magistrado.
Tratemos ahora primeramente del magistrado; es decir, si es una vocación legítima y aprobada por Dios; cuál es su obligación y deber; y hasta dónde se extiende su autoridad y poder. En segundo lugar veamos con qué leyes debe ser gobernada la sociedad cristiana. Finalmente, de qué manera puede servirse el pueblo de las leyes, y qué obediencia debe a los superiores.
4. 1°. El estado de los magistrados
a. Su vocación es de Dios. Por lo que se refiere al estado de magistrado, el Señor, no solamente ha declarado que le es acepto y grato, sino aún más, lo ha honrado con títulos ilustres y honoríficos, y nos ha recomendado singularmente su dignidad. Para probar esto brevemente, el que todos los que están constituidos en dignidad y autoridad sean llamados "dioses" (Ex. 22, 8-9; Sal. 82,1 y 6) es un título que no se debe estimar en poco; con él se muestra que tienen mandato de Dios, que son autorizados y entronizados por Él, que representan en todo su Persona, siendo en cierta manera sus vicarios.
Esto no es una glosa de mi cabeza, sino interpretación del mismo Cristo. "Si (la Escritura), dice, llamó dioses a aquellos a quienes vino la Palabra de Dios" (Jn.10,35). ¿Qué es esto sino decir que están encargados y comisionados por Dios para servirle en su oficio, y - como decían Moisés y Josafat a los jueces que constituían en cada ciudad de Judea (Dt.1, 16-17; 2 Cr.19,6) - para ejercer justicia, no en nombre de los hombres, sino de Dios? A este mismo propósito viene lo que la sabiduría de Dios dice por boca de Salomón: "Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia. Por mi dominan los príncipes, y todos los gobernadores juzgan la tierra" (Prov.8,15-16). Esto vale tanto como si dijera que no se debe a la perversidad de los hombres el que los reyes y demás superiores tengan la autoridad que tienen sobre la tierra, sino a la Providencia de Dios y a su santa ordenación, al cual le agrada conducir de esta manera el gobierno de los hombres. Porque Él está presente y preside la institución de las leyes y la recta administración de la justicia. Lo cual demuestra san Pablo con toda evidencia, cuando cuenta a quienes presiden entre los dones de Dios, que siendo distribuidos a los hombres, se deben emplear todos para la edificación de la Iglesia (Rom. 12, 8).
Porque aunque en aquel lugar habla de la asamblea de los ancianos, que se constituía en la Iglesia primitiva para mantener en pie la disciplina pública, oficio que en la Carta a los Corintios llama gobernaciones; sin embargo, como vemos que el poder civil está ordenado a este mismo fin, no hay duda que nos recomienda todo género de justa preeminencia.
Esto lo demuestra aún más claramente cuando de modo expreso trata esta materia. Porque enseña que "no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas"; y asimismo dice que los príncipes son ministros de Dios para honrar a aquellos que obran bien, y castigar a los que obran mal (Rom.13, 1.4).
A esto deben referirse igualmente los ejemplos de santos varones, de los cuales unos han sido reyes, como David, Josías, Ezequías; otros, gobernadores y grandes magistrados bajo las órdenes de sus reyes, como José y Daniel; otros caudillos y conductores de un pueblo libre, como Moisés, Josué y los Jueces; cuyo estado fue muy grato a Dios, según Él mismo ha declarado.
Por tanto, no se debe poner en duda que el poder civil es una vocación, no solamente santa y legítima delante de Dios, sino también muy sacrosanta y honrosa entre todas las vocaciones.
5. Su autoridad está sometida a la de Dios ya la de Cristo
Los hombres que quisieran introducir la anarquía, es decir, que no hubiese Rey ni Roque, sino que todo anduviese confuso y sin orden, replican que aunque antiguamente haya habido reyes y gobernantes sobre el pueblo de los judíos, que era ignorante, sin embargo, no está bien que actualmente, según la perfección que Jesucristo nos propone en su Evangelio, seamos mantenidos en esta servidumbre. En lo cual no solamente se descubre su bestialidad, sino también su diabólico orgullo, al jactarse de una perfección de la que no podrían mostrar ni una centésima parte. Pero aunque fuesen los más perfectos que se pudiera pensar, todavía se les podría refutar fácilmente. Porque David, después de exhortar a los reyes y a los príncipes a honrar al Hijo de Dios en señal de obediencia (Sal. 2, 12), no les manda que dejen sus estados y se pasen a ser personas particulares, sino que les ordena que sometan su autoridad y el poder que poseen a nuestro Señor Jesucristo, para que Él solo tenga la preeminencia sobre todos. De la misma manera Isaías, al prometer a los reyes que serán ayos de la Iglesia, y las reinas, nodrizas (Is. 49,23), no los degrada, ni les quita la dignidad que poseen; antes los confirma en su título llamándoles patronos y protectores de los fieles servidores de Dios. Porque esta profecía se refiere a la venida de Cristo nuestro Señor.
Omito adrede otros muchos testimonios que a cada paso se presentan a quienes leyeren la Escritura, y principalmente los salmos. Pero entre todos hay un texto notable en san Pablo, en el cual, exhortando a Timoteo: a que se hagan oraciones públicas por los reyes, añade luego esta razón: "Para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad" (I Tim. 2, 2). Por las cuales palabra se ve claramente que los pone como tutores y guardianes del estado de la Iglesia.
6. Son los servidores de la justicia divina
Esto han de meditarlo de continuo los magistrados; pues esta consideración les puede servir de estímulo que los induzca a obrar rectamente, y les puede proporcionar un maravilloso consuelo para tener paciencia en las dificultades y numerosas molestias que lleva consigo su oficio. Porque, ¿cuánta es la integridad, prudencia, clemencia, moderación e inocencia que deben poseer quienes se reconocen ministros de la justicia divina? ¿Con qué confianza darán entrada en su sede de justicia a cualquier iniquidad, sabiendo que es el trono del Dios vivo? ¿Con qué atrevimiento pronunciarán sentencia injusta con su boca sabiendo que está dedicada para ser instrumento de la verdad de Dios? En suma, si tienen presente que son vicarios de Dios, deberán emplear toda su diligencia y poner todo su afán en ofrecer a los hombres, en cuanto hicieren, una cierta imagen de la providencia divina, de la protección, bondad, dulzura y justicia de Dios.
Además, deben tener siempre ante los ojos que si todos aquellos que en la obra de Dios son negligentes, son malditos (Jer. 48, 10), con mucha mayor razón lo serán, cuando se trate del castigo, quienes en tan justa vocación se hayan conducido deslealmente. Y así, Moisés y Josafat, queriendo exhortar a sus jueces a cump1ir con su deber, no encontraron nada mejor para mover su corazón que lo que ya hemos citado: "Mirad lo que hacéis; porque no juzgáis en nombre de hombre, sino en lugar de Jehová, el cual está con vosotros cuando juzgáis. Sea, pues, con vosotros el temor de Jehová; mirad lo que hacéis, porque con Jehová nuestro Dios no hay injusticia" (2 Cr. 19,6-7; Dt. 1,16). Y en otro lugar está escrito que "Dios está en la reunión de los dioses"; y que "en medio de los dioses juzga" (Sal. 82,1; Is. 3,14). Lo cual debe llegar al corazón de los magistrados; pues con esto se les enseña que son como lugartenientes de Dios, a quien han de dar cuenta del cargo que ostentan. Y ciertamente, con toda razón esta advertencia les debe estimular; porque si en algo faltan, no hacen injuria solamente a los hombres, a quienes injustamente atormentan, sino también al Dios, cuyos sagrados juicios mancillan.
Por lo demás, tienen abundante motivo para consolarse, considerando que su vocación no es cosa profana ni ajena a un siervo de Dios, sino un cargo sagrado; ya que al ejercer su oficio hacen las veces de Dios.
7. Su ministerio no es contrario a la vocación ni a la religión cristianas
Por el contrario, quienes no se conmueven con tantos testimonios de la Escritura, y no dejan de condenar esta santa vocación como cosa del todo contraria a la religión y a la piedad cristiana, ¿qué otra cosa hacen sino burlarse del mismo Dios, sobre el cual arrojan todos los reproches e injurias que hacen a su ministerio? Ciertamente esta gente no condena a los superiores, para que no reinen sobre ella, sino que del todo rechaza a Dios. Porque si es verdad lo que el Señor dijo al pueblo de Israel: que no podían sufrir que Él reinase sobre ellos, por cuanto habían rechazado a Samuel (I Sam. 8,7), ¿por qué no se dirá lo mismo ahora contra los que se toman la libertad de hablar mal contra las autoridades establecidas por Dios?
Objetan que Dios prohíbe a todos los cristianos que se entrometan en los reinos y dignidades, cuando dice a sus discípulos: "Los reyes de las naciones se enseñorean de ellas; mas no así vosotros, sino sea el mayor entre vosotros como el más joven" (Lc. 22, 25-26). ¡Oh, qué buenos exegetas! ¡Qué primorosamente interpretan la Escritura! Se había suscitado una disputa entre los apóstoles sobre cuál de ellos sería el mayor en dignidad. Nuestro Señor, para reprimir aquella vana ambición, declara que su ministerio no es semejante a los reinos de este mundo, en los cuales uno precede como cabeza a los demás. ¿En qué, pregunto yo, menoscaba esta comparación la dignidad de los reyes, o qué prueba, sino que el estado regio no es como el ministerio apostólico?
Además de esto, aunque hay diversas clases de superiores, sin embargo no difieren en nada respecto a la obligación de aceptados a todos como ministros instituidos por Dios. Porque san Pablo ha comprendido todas estas clases, cuando dice que "no hay autoridad sino de parte de Dios" (Rom. 13, 1). Y lo que menos agrada a los hombres se les recomienda singularmente; a saber, el señorío y dominio de uno solo; lo cual, como lleva consigo la común servidumbre de todos, excepto de aquél, a cuyo beneplácito somete a los demás, jamás ha agradado a ninguna persona de gran ingenio Y espíritu. Pero la Escritura, por otra parte, para remediar los malos juicios humanos, afirma que a la sabiduría Y providencia divinas se debe el que reinen los reyes (Prov. 8, 15), y ordena de modo particular honrar al rey (1 Pe. 2,17).
8. b. Las diversas formas de gobierno
Ciertamente es una vana ocupación para los particulares, que no tienen autoridad alguna para ordenar las cosas públicas, disputar cuál es el mejor modo de gobierno. Y además es una gran temeridad decidir absolutamente si es uno u otro, ya que lo principal de esta disputa consiste en sus circunstancias. Y aun comparando unas con otras las formas de gobierno independientemente de sus circunstancias, no sería fácil determinar cuál es la más útil; hasta tal punto son casi iguales cada una en su valor.
Tres son las formas de gobierno que se enumeran: la monarquía, cuando es uno solo el que manda, se le llame rey, duque, o de cualquier otra forma; aristocracia, cuando son los nobles y poderosos quienes mandan; y la tercera, la democracia, que es un señorío popular, en el que cada ciudadano tiene autoridad.
Es cierto que el rey, o cualquier otro que ejerza el poder solo, fácilmente puede convertirse en tirano. Pero con la misma facilidad puede suceder cuando los nobles que ostentan el poder conspiran para constituir una dominación inicua; y todavía es más fácil levantar sediciones cuando la autoridad reside en el pueblo. Es muy cierto que si se establece comparación entre las tres formas de gobierno que he nombrado, la preeminencia de los que gobiernan dejando al pueblo en libertad — forma que se llama aristocracia — ha de ser más estimada; no en sí misma, sino porque muy pocas veces acontece, y es casi un milagro, que los reyes dominen de forma que su voluntad no discrepe jamás de la equidad y la justicia. Por otra parte, es cosa muy rara que ellos estén adornados de tal prudencia y perspicacia, que cada uno de ellos vea lo que es bueno y provechoso. Y por eso, el vicio y los defectos de los hombres son la razón de que la forma de gobierno más pasable y segura sea aquella en que gobiernan muchos, ayudándose los unos a los otros y avisándose de su deber; y si alguno se levanta más de lo conveniente, que los otros le sirvan de censores y amos. Porque la experiencia así lo ha demostrado siempre, y Dios con su autoridad lo ha confirmado al ordenar que tuviese Jugar en el pueblo de Israel, cuando quiso mantenerlo en el mejor estado posible, hasta que manifestó la imagen de nuestro Señor Jesucristo en David. Y como de hecho la mejor forma de gobierno es aquella en que hay una libertad bien regulada y de larga duración, yo también confieso que quienes pueden vivir en tal condición son dichosos; y afirmo que cumplen con su deber, cuando hacen todo lo posible por mantener tal situación. Los mismos gobernantes de un pueblo libre deben poner todo su afán y diligencia en que la libertad del pueblo del que son protectores no sufra en sus manos el menor detrimento. Y si ellos son negligentes en conservarla o permiten que vaya decayendo, son desleales en el cumplimiento de su deber y traidores a su patria. Mas, si quienes por voluntad de Dios viven bajo el dominio de los príncipes y son súbditos naturales de los mismos, se apropian tal autoridad e intentan cambiar ese estado de cosas, esto no solamente será una especulación loca y yana, sino además maldita y perniciosa.
Además, si en vez de fijar nuestra mirada en una sola ciudad, ponemos nuestros ojos en todo el mundo o en diversos países, ciertamente veremos que no sucede sin la permisión divina el que en los diversos países haya diversas formas de gobierno. Porque así como los elementos no se pueden conservar sino con una proporción y temperatura desigual, del mismo modo las formas de gobierno no pueden subsistir sin cierta desigualdad. Pero no es necesario demostrar todo esto a aquellos a quienes la voluntad de Dios les es razón suficiente. Porque si es su voluntad constituir reyes sobre los reinos, y sobre las repúblicas otra autoridad, nuestro deber es someternos y obedecer a los superiores que dominen en el lugar donde vivimos.
9. e. Los deberes de los gobernantes se extiende a las dos tablas de la Ley
Ahora es preciso exponer brevemente cuál es el oficio de los gobernantes, tal cual la Palabra de Dios lo describe, y en qué consiste.
Si la Escritura no nos enseñase que la autoridad de los gobernantes se refiere y extiende a ambas tablas de la Ley, podríamos aprenderlo de los autores profanes; porque no hay ninguno entre ellos que al tratar de este oficio de legislar y ordenar la sociedad no comience por la religión y el culto divino. Y con ello todos han confesado que no es posible ordenar felizmente ningún estado o sociedad del mundo, sin que ante todo se provea a que Dios sea honrado; y que las leyes que sin tener en cuenta el honor de Dios solamente se preocupan del bien común de los hombres, ponen el carro delante de los bueyes. Por tanto, si la religión ha ocupado siempre el primer y supremo lugar entre los filósofos, y esto de común acuerdo lo han guardado los hombres, los príncipes y gobernantes cristianos deben avergonzarse grandemente de su negligencia si no se aplican con gran diligencia a esto. Ya hemos demostrado que Dios les confía especialmente este cargo. Es, pues, del todo razonable que, puesto que son sus vicarios y lugartenientes, y dominan por su gracia, también ellos por su parte se consagren a mantener el honor de Dios. Los buenos reyes que Dios ha escogido de entre los demás, son expresamente alabados en la Escritura por esta virtud de haber puesto en pie y haber restituido a su integridad el culto divino cuando estaba corrompido o perdido, o por haberse preocupado grandemente de que la verdadera religión floreciese y permaneciese en su perfección.
Por el contrario, entre los inconvenientes que causa la anarquía — que tiene lugar cuando falta un buen gobernante — la historia sagrada enumera la existencia de la superstición, porque “no había rey en Israel”, y “cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jue. 21,25). Con lo cual es fácil de refutar la locura de aquellos que quisieran que los gobernantes, poniendo a Dios y a la religión bajo sus pies, no se preocupasen en absoluto más que de guardar la justicia entre los hombres. Como si Dios hubiese constituido en su lugar a los que gobiernan, para que decidan sobre las diferencias y procesos acerca de cosas terrenas, y se hubiese olvidado de lo principal: que sea servido como se debe, conforme a la norma de la Ley. Pero el afán y deseo de innovarlo todo, de mudarlo y trastocarlo todo sin ser por ello castigados, impulsó a tales espíritus inquietos y belicosos a intentar, de serles posible, que no hubiese juez alguno en el mundo que les pusiese freno.
En cuanto a la segunda tabla, Jeremías amonesta a los reyes a que hagan juicio y justicia, que libren al oprimido de mano del opresor, que no engañen ni roben al extranjero, ni al huérfano, ni a la viuda, ni derramen sangre inocente (Jer. 22,3). Está de acuerdo con esto la exhortación que se hace en el salmo ochenta y dos: “Defended al débil y al huérfano; haced justicia al afligido y al menesteroso. Librad al afligido y al necesitado; libradlo de mano de los impíos” (Jer. 22,3-4). Asimismo Moisés ordena a los gobernantes que había puesto en su lugar, que oigan entre sus hermanos y juzguen justamente entre los hombres y su hermano, y el extranjero; que no hagan distinción de persona en el juicio, sino que oigan así al pequeño como al grande; que no se aparten de su deber por temor a nadie, puesto que el juicio es de Dios (Dt. 1,16-17).
Omito lo que se manda en otras partes: que los reyes no multipliquen sus caballos (Dt. 17, 16), que no entreguen su corazón a la avaricia, que no se ensoberbezcan contra sus hermanos, que sin cesar mediten todo los días la Ley del Señor, que los jueces no se inclinen a ninguna de las dos partes, ni admitan dones y presentes (Dt. 16,19); y otras sentencias semejantes que ocurren de continuo en la Escritura. Porque el exponer yo aquí el oficio del gobernante no es tanto para enseñarle a él, cuanto para que vean los demás en qué consiste, y a qué fin lo ha instituido el Señor.
Vemos, pues, que los gobernantes son constituidos como protectores y conservadores de la tranquilidad, honestidad, inocencia y modestia públicas (Rom. 13,3), y que deben ocuparse de mantener la salud y paz común. De tales virtudes promete David ser dechado cuando fuere colocado en el trono regio (Sal. 101); es decir, no disimular ni consentir ninguna iniquidad de ninguna clase, sino detestar a los impíos, calumniadores y soberbios, y buscar buenos y leales consejeros en todas partes. Y como no pueden cumplir esto si no es defendiendo a los buenos contra las injurias de los malos, y asistiendo y socorriendo a los oprimidos, por esta causa son armados de poder, para reprimir y castigar rigurosamente a los malhechores, con cuya maldad se turba la paz pública. Porque, para decir la verdad, por experiencia vemos lo que decía Solón, que todo gobierno consiste en dos cosas: en remunerar a los buenos y en castigar a los malos; y si se pierden las tales, toda la disciplina de las sociedades humanas se disipa y viene a tierra.1 Porque son muchísimos los que no hacen gran caso del bien obrar si no ven que la virtud es recompensada con algún honor. Y por otra parte, los bríos de los malos se hacen irrefrenables si no ven el castigo dispuesto. Estas dos partes se comprenden en lo que dice el profeta cuando manda a los reyes y demás superiores que hagan juicio y justicia (Jer. 21,12; 22,3). Justicia es acoger a los inocentes bajo su amparo, protegerlos, defenderlos, sostenerlos y librarlos. El juicio es resistir el atrevimiento de los malvados; reprimir sus violencias y castigar sus delitos.
1 Cicerón, Cartas, XV, A Bruto.
10. Legitimidad de la pena de muerte
Pero aquí se suscita una cuestión muy difícil y espinosa; conviene a saber, si se prohíbe a los cristianos en la Ley de Dios matar. Porque si la Ley de Dios lo prohíbe (Éx. 20,l3; Dt. 5, 17; Mt. 5,21), y si el profeta anuncia del monte santo de Dios, o sea de su Iglesia, que en ella no harán mal ni dañarán (Is. 11,9; 65,25), ¿cómo es posible que los gobernantes sean a la vez justos y derramen la sangre humana? En cambio, si se entiende que el gobernante al castigar no hace nada por sí mismo, sino que ejecuta los juicios mismos de Dios, este escrúpulo no nos angustiará.
Es verdad que la Ley prohíbe matar y, por el contrario, para que los homicidas no queden sin castigo, Dios, supremo legislador, pone la espada en la mano de sus ministros, para que la usen contra los homicidas. Ciertamente no es propio de los fieles afligir ni hacer daño; pero tampoco es afligir y hacer daño castigar cómo Dios manda a aquellos que afligen a los fieles. Ojalá tuviésemos siempre en la memoria que todo esto se hace por mandato y autoridad de Dios, y no por temeridad de los hombres; y que si precede tal autoridad nunca se perderá el buen camino, a no ser que se ponga freno a la justicia de Dios para que no castigue la perversidad. Mas si no es licito darle leyes a Dios, ¿por qué hemos de calumniar a sus ministros? Porque, como dice san Pablo, no en vano llevan la espada, pues son servidores de Dios, vengadores para castigar al que hace lo malo (Rom. 13,4). Por ello, si los príncipes y los demás gobernantes comprendiesen que no hay cosa más agradable a Dios que su obediencia, si quieren agradar a Dios en piedad, justicia e integridad, preocúpense de castigar a los malos.
Ciertamente Moisés se sentía movido de este impulso cuando, al ver que la virtud de Dios le ordenaba liberar a su pueblo mató al egipcio (Éx. 2,12; Hch. 7,24); y asimismo cuando castigó con la muerte de tres mil hombres la idolatría que el pueblo había cometido (Éx. 32.27). También David se sintió impulsado por este celo cuando al fin de sus días mandó a su hijo Salomón que diese muerte a Joab y a Semei (1 Re. 2,5.8-9). Y hablando de las virtudes que un rey necesita, pone esta de arrancar los impíos de la tierra, para que todos los inicuos sean exterminados de la ciudad de David (Sal. 101,8). A esto se refiere la alabanza que se da a Salomón: “Has amado la justicia y aborrecido la maldad” (Sal. 45,7).
¿Cómo el espíritu de Moisés, dulce y gentil, llega a encenderse en tal crueldad, que con las manos teñidas en la sangre de sus hermanos no acaba aún de matar hasta haber dado muerte a tres mil (Éx. 32,28)? ¿Cómo David, hombre de tanta mansedumbre en su vida, en la hora de su muerte hace un testamento tan cruel, mandando a su hijo que no dejara descender al Seol las canas de Joab y Semei en paz (1 Re. 2,5-6. 8-9)? Ciertamente ambos, al ejecutar la venganza que Dios les había confiado con esta — si así se puede llamar — crueldad, han santificado sus manos, que hubiesen manchado perdonándolos. “Abominación”, dice Salomón, “es a los reyes hacer impiedad, porque con justicia será afirmado el trono” (Prov. 16,12). Y: “El rey que se sienta en el trono de juicio, con su mirar disipa todo mal” (Prov. 20,8); “El rey sabio sienta a los impíos y sobre ellos hace rodar la rueda” (Prov. 20,26). “Quita las escorias de la plata, y saldrá alhaja al fundidor; aparta al impío de la presencia del rey, y su trono se afirmará en justicia” (Prov. 25,4-5). “El que justifica al impío, y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación a Jehová” (Prov. 17,15). “El rebelde no busca sino el mal, y mensajero cruel será enviado contra él” (Prov. 17,11). “El que dijere al malo: Justo eres, los pueblos lo maldecirán, y le detestarán la naciones” (Prov. 24,24). Así que, si su verdadera justicia es perseguir a los impíos con la espada desenvainada, querer abstenerse de toda severidad y conservar las manos limpias de sangre mientras los impíos se entregan a matar y ejercer violencia, es hacerse culpables de grave injusticia; tan lejos están al obrar así de merecer la alabanza de justicieros y defensores del derecho.
Sin embargo, entiendo esto de tal manera que no se use excesiva aspereza, y que la sede de la justicia no sea un obstáculo contra el cual todos se vayan a estrellar. Pues estoy muy lejos de favorecer la crueldad de ninguna clase, ni de querer decir que se puede pronunciar una sentencia justa y buena sin clemencia, la cual siempre debe tener lugar en el consejo de los reyes, y que, como dice Salomón, sustenta el trono (Prov. 20,28). Por eso no está mal el dicho antiguo: que la clemencia es la principal virtud de los príncipes.1 Pero es preciso que el magistrado tenga presentes ambas cosas: que con su excesiva severidad no haga más daño que provecho, y que con su loca temeridad y supersticiosa afectación de clemencia no sea cruel, no teniendo nada en cuenta y dejando que cada uno haga lo que quiera con grave daño de muchos. Porque no sin causa se dijo en tiempo del emperador Nerva: Mala cosa es vivir bajo un príncipe que ninguna cosa permite; pero mucho peor es vivir bajo un príncipe que todo lo consiente.
1 Séneca, Clemencia, I, III, 3.
11. Legitimidad de las guerras justos
Dado que algunas veces es necesario a los reyes y a los príncipes hacer la guerra para poner en ejecución esta venganza, podremos por esta razón concluir que las guerras hechas con este fin son licitas. Porque si al rey se le da poder para conservar su reinó en paz y quietud, para reprimir a los sediciosos, perjudiciales a la paz y enemigos de ella, para socorrer a los que son víctimas de la violencia y para castigar a los malhechores, ¿pueden emplear mejor su poder que destruyendo los intentos de quienes perturban tanto el reposo de los particulares como la paz y la tranquilidad común, promoviendo sediciosamente tumultos, violencias opresiones y otros daños? Si ellos deben ser la salvaguarda y los defensores de la-ley, su obligación y su deber es destruir los intentos de todos aquellos que con su injusticia corrompen la disciplina de las leyes. Y asimismo, si obran con toda justicia al castigar a los salteadores, que con sus latrocinios perjudican a no pocas personas, ¿han de consentir que la tierra toda sea saqueada y depredada, sin poner remedio a ello? Porque poco hace al caso que quien entra en terreno de otro, sobre el que no tiene derecho ninguno, para matar o saquear, sea rey o particular. Toda esta clase de gente ha de ser tenida por salteadores de caminos, y como tales han de ser castigados. La misma naturaleza nos enseña que el deber de los príncipes es hacer uso de la espada, no solamente para corregir las faltas de los particulares, sino también para defender la tierra confiada a su cuidado, si es que alguien quiere penetrar en ella. El Espíritu Santo, asimismo nos declara en la Escritura que tales guerras son licitas y justas.
12. Si alguno me objetare que no hay en el Nuevo Testamento testimonio ni ejemplo alguno por el que se pueda probar que es lícito a los
cristianos hacer la guerra, respondo que la razón misma por la que lo era antiguamente vale también ahora; y, por el contrario, que no hay razón alguna que impida a los príncipes defender a sus vasallos y súbditos.
En segundo lugar afirmo que no es necesario buscar declaración de esto en la doctrina de los apóstoles, ya que su intención ha sido enseñar el reino espiritual de Cristo, y no ordenar los estados temporales.
Finalmente respondo que podemos muy bien deducir del Nuevo Testamento que Cristo con su venida no ha cambiado cosa alguna al respecto. Porque sí la disciplina cristiana, como dice san Agustín, condenase toda suerte de guerras, san Juan Bautista hubiera aconsejado a los soldados que fueron a él para informarse acerca de lo que debían hacer para su salvación, que arrojasen las armas, que renunciasen a ser soldados, y emprendiesen otra vocación. Sin embargo no lo hizo así; sino que solamente les prohibió que ejerciesen violencias o hiciesen daño a nadie, y les ordenó que se dieran por satisfechos con su sueldo. Y al ordenarles que se contenten con él, evidentemente no les prohíbe guerrear (Lc. 3, 14).
Mas los gobernantes deben guardarse de someterse lo más mínimo a sus deseos; al contrario, si deben imponer algún castigo, han de abstenerse de la ira, del odio, o de la excesiva severidad; y sobre todo, como dice san Agustín, en nombre de la humanidad han de tener compasión de aquel a quien castigan por los daños cometidos;2 o bien, que cuando deban tomar las armas contra cualquier enemigo, es decir, contra ladrones armados, no deben hacerlo sin causa grave; más aún, cuando tal ocasión se presentare, deben rehuirla hasta que la necesidad misma les obligue. Porque es menester que obremos mucho mejor de lo que enseñan los paganos, uno de los cuales afirma que la guerra no debe hacerse por más fin que para conseguir la paz. Conviene ciertamente buscar todos los medios posibles antes de llegar a las manos.
En resumen, en todo derramamiento de sangre, los gobernantes no se han de dejar llevar de preferencias, sino que han de guiarse por el deseo del bien de la nación, pues de otra manera abusan pésimamente de su autoridad; la cual no se les da para su particular utilidad, sino para servir a los demás.
De la existencia de las guerras lícitas, se sigue que las guarniciones, las alianzas y municiones del estado, lo son asimismo. Llamo guarniciones a los soldados que están en la frontera para la conservación de toda la tierra. Llamo alianzas, las confederaciones que entre si pactan los príncipes de las comarcas para ayudarse el uno al otro. Llamo municiones sociales, a todas las provisiones que se hacen para el servicio de la guerra.
1 Agustín, Cartas, 138, 11, 15.
2 Cartas, 153, 111, 8.
13. Legitimidad y buen uso de las tasas y los impuestos
Para concluir, me parece conveniente añadir que los tributos e impuestos que los príncipes imponen se les deben de derecho, si bien ellos deben emplearlos en sustentar y mantener sus estados; aunque también pueden usar licita mente de ellos para mantener la autoridad y majestad de su casa, la cual en cierta manera va unida a la majestad de su cargo. Así vemos que lo hicieron David, Ezequías, Josías, Josafat y los demás santos reyes; asimismo José y Daniel vivieron espléndidamente del bien público, conforme lo requería el estado a que fueron elevados, sin experimentar por ello escrúpulos de conciencia. También leemos en Ezequiel que por disposición de Dios fueron asignadas a los reyes grandes posesiones (Ez. 48,21). Y si bien en este pasaje describe el reino espiritual de Cristo, sin embargo toma el patrón y modelo de un reino terreno, justo y legitimo.
No obstante han de tener los príncipes en la memoria que sus dominios no son tanto sus arcas particulares, cuanto tesoros de la comunidad, en cuyo servicio se han de emplear, como el mismo san Pablo declara (Rom. 13,6); y, por tanto, que no los pueden gastar pródigamente sin grave ofensa del bien común; o mejor dicho, han de pensar que son la propia sangre del pueblo; y no economizar la cual es cruelísima inhumanidad.
Además han de considerar que los impuestos y todos los demás tributos no son sino subsidios de la pública necesidad, y que agravar con ellos sin causa al pueblo no es sino una tiranía y un latrocinio.
Estas cosas así expuestas no dan alas a los príncipes para hacer gastos desordenados — pues evidentemente no hay que excitar más de lo conveniente sus apetitos, ya de suyo demasiado encendidos —; mas como es necesario que no emprendan nada sino con buena conciencia delante de Dios, han de saber lo que les es lícito, a fin de que no tengan que rendir cuentas a Dios por gastar más de lo debido. Y esta doctrina no es superflua para las personas particulares, las cuales por ella. han de aprender a no censurar ni condenar los gastos de los príncipes, aunque excedan del orden corriente.
14. 2°. Las leyes, su utilidad y necesidad; su diversidad
Después de los gobernantes vienen las leyes, que son los verdaderos nervios, o, como dice Cicerón, después de Platón, el alma de todos los estados,1 sin las cuates los gobernantes no pueden en manera alguna subsistir; como, por él contrario, ellas son conservadas y mantenidas por aquéllos, porque sin ellos no tendrían fuerza alguna. Por eso no se puede decir cosa más cierta que llamar a la ley un magistrado mudo, y al magistrado una ley viva.2
Mi promesa de exponer las leyes por las que ha de regirse un estado no pretende ser un largo tratado sobre cuáles son las leyes mejores; tal disputa seria interminable y no está de acuerdo con mi intento; solamente notaré de pasada de qué leyes puede servirse santamente delante de Dios, y a la vez conducirse justamente para con los hombres. E incluso preferiría no tratarlo, si no fuera porque veo que muchos yerran peligrosamente en esto. Porque hay algunos que piensan que un estado no puede ser bien gobernado si, dejando a un lado la legislación mosaica, no se rige por las leyes comunes de las demás naciones. Cuán peligrosa y sediciosa sea tal opinión lo dejo a la consideración de los otros; a mí me basta probar que es falsa y fuera de camino.
Primeramente hemos de notar la común distinción que divide la ley dada por Dios a Moisés en tres partes: moral, ceremonial y judicial. Cada una de ellas ha de ser considerada en sí misma, para que comprendamos qué es lo que a nosotros se refiere o no. Pero nadie debe detenerse ante el escrúpulo de que los mismos juicios y ceremonias pertenecen a las costumbres. Porque los antiguos que hicieron esta distinción, aunque no ignoraban que los juicios y ceremonias pertenecen a las costumbres, sin embargo, como ambos se podían abolir sin que las buenas costumbres se corrompiesen, por este motivo no han llamado a esas partes morales, sino que han atribuido este nombre a la última, de la cual depende la verdadera integridad de las costumbres y la regla inmutable del bien vivir.
1 Cicerón, Sobre las leyes, II, 4 y ss.
2 Ibid., III, 2.
15. Las leyes morales, ceremoniales y judiciales en el Antiguo Testamento y ahora
Comenzaremos, pues, por la ley moral.
Contiene dicha ley des puntos principales, de los cuales uno manda honrar simplemente a Dios con pura fe y piedad; y el otro, que con verdadero amor y caridad amemos a los hombres; por esta causa ella es la verdadera y eterna regia de justicia, ordenada para todos los hombres en cualquier parte del mundo que vivan, si quieren regular su vida conforme a la voluntad de Dios. Porque ésta es la voluntad eterna e inmutable de Dios: que sea honrado por todos nosotros, y que nos amemos mutuamente los unos a los otros.
La ley ceremonial ha servido a los judíos de pedagogo, enseñándoles como a principiantes una doctrina infantil, la cual plugo al Señor dar a este pueblo como una educación de su infancia, hasta que viniese el tiempo de la plenitud, en el cual Él había de manifestar las cosas que por entonces habían sido figuradas entre sombras (Gál. 3,24; 4,4).
La ley judicial, que les fue dada como norma de gobierno, les enseñaba ciertas reglas de justicia y equidad para vivir en paz los unos con los otros sin hacer daño alguno.
Y así como el ejercicio de las ceremonias pertenecía a la doctrina de la piedad, que es el primer punto de la ley moral en cuanto mantenía la Iglesia judaica en la reverencia que se debe a Dios, sin embargo era distinta de la verdadera piedad; igualmente. aunque su ley judicial no tuviese otro fin sino conservar esta misma caridad que en la Ley de Dios se ordena, no obstante tenía una propiedad distinta y peculiar, que no quedaba comprendida bajo el mandamiento de la caridad. Por tanto, así como las ceremonias han sido abolidas quedando en pie integramente la verdadera piedad y religión, así todas las referidas leyes judiciales pueden ser mudadas y abrogadas sin violar en manera alguna la ley de la caridad. Y si esto es verdad — como sin duda lo es se ha dejado a todos los pueblos y naciones la libertad para hacer las leyes que les parecieren necesarias; las cuales, sin embargo, están de acuerdo con la ley eterna de la caridad; de tal manera que, diferenciándose sólo en la forma, todas tienden a un mismo fin. Porque no soy del parecer que se deban tener por leyes no sé qué bárbaras e inhumanas disposiciones, cuales eran las que remuneraban a los ladrones con ciertos dones; las que permitían indiferentemente la compañía de hombres y mujeres; y otras aún peores y mucho más absurdas y detestables; puesto que no solamente son ajenas y extrañas a toda justicia, sino también a toda humanidad.
16. La equidad y la ordenación de las leyes
Lo que he dicho se entenderá claramente si en todas las leyes consideramos las dos cosas siguientes: la ordenación de la ley y la equidad sobre la que la ordenación se puede fundar.
La equidad, como es algo natural, es siempre la misma para todas las naciones; y, por tanto, todas cuantas leyes hay en el mundo, referentes a cualquier cosa que sea, deben convenir en este punto de la equidad
En cuanto a las constituciones y ordenanzas, como están ligadas a las circunstancias de las cuales en cierta manera dependen, no hay inconveniente alguno en que sean diversas; pero todas ellas deben tender a este blanco de la equidad.
Y como quiera que la Ley de Dios que nosotros llamamos moral, no es otra cosa sino un testimonio de la ley natural y de la conciencia que el Señor ha imprimido en el corazón de todos los hombres, no hay duda que esta equidad de la que ahora hablamos queda en ella muy bien declarada. Así pues, esta equidad ha de ser el único blanco, regla y fin de todas las leyes.
Así pues, todas las leyes que estuvieren de acuerdo con esta regla, que tendieren a este blanco y que permanecieren dentro de estos límites no deben desagradarnos, aunque no convengan con la ley de Moisés, o bien entre ellas mismas. La Ley de Dios prohíbe robar; y se puede ver en el Éxodo qué pena se establecía en la legislación judía contra los ladrones (Éx. 22, 1). Las más antiguas leyes de las demás naciones castigaban al ladrón haciéndole pagar el doble de lo que había robado. Las leyes posteriores establecieron diferencia entre latrocinio público y privado. Otras han procedido a-desterrar a los ladrones; otras a azotarlos; y otras, incluso a darles muerte.
La Ley de Dios prohíbe el falso testimonio. Quien entre los judíos profería un testimonio falso era castigado con la misma pena con que debería ser castigado el que falsamente era acusado, de haber sido convicto (Dt. 19,19). En algunas naciones la pena de este sujeto no era más que una pública afrenta; en otras, se le ahorcaba; en otras, era crucificado.
La Ley de Dios prohíbe el homicidio. Todas las leyes del mundo, de común consentimiento, castigan con la muerte al homicida, aunque no con un mismo género de muerte.
Contra los adúlteros, en unos países las leyes eran más severas que en otros. Sin embargo vemos que a pesar de toda esa diversidad de castigos todas iban dirigidas al mismo fin; porque todas de común acuerdo pronuncian el castigo contra las cosas que en la Ley son condenadas; a saber, homicidios, hurtos, adulterios y falsos testimonios; mas no convienen en el género del castigo, porque no es necesario, ni tampoco conveniente. Hay países en que si no se impusiesen severos castigos a los homicidas, estarían llenos de homicidios y latrocinios. Hay ocasiones que exigen que se aumentan los castigos. Si en algún país tiene lugar algún desorden o revuelta, será preciso corregir con nuevos edictos los males que de aquí se podrían derivar. Los hombres, en tiempo de guerra se olvidarían de todo sentimiento de humanidad si no se les tuviese más a freno, castigando sus excesos. Asimismo, en tiempo de peste o de hambre todo andaría confuso si no se emplease mayor severidad. Algunas naciones necesitan ser gravemente corregidas de un vicio determinado, al que están más inclinadas que otros países. El que se diese por ofendido por tal diversidad, muy propia para mantener la observancia de la Ley de Dios, ¿no seria un malvado y envidioso del bien público?
Lo que algunos suelen objetar, que se hace injuria a la Ley de Dios dada por mediación de Moisés, cuando al abolirla se prefieren a ella otras nuevas leyes, es cosa muy yana. Porque no le son preferidas como simplemente mejores, sino en razón de la condición y circunstancias de tiempo, de lugar y de país.
Además, al obrar así no queda abolida, puesto que nunca fue promulgada para nosotros, que procedemos de los gentiles. Porque nuestro Señor no la ha dado por el ministerio de Moisés para que fuese promulgada a todas las naciones y pueblos, ni para que fuese guardada por todo el mundo; sino que, habiendo Él recibido de modo especial al pueblo judío bajo su protección, amparo y defensa, quiso también ser su particular legislador; y como convenía a un legislador bueno y sabio, tuvo presente en todas las leyes que les dio la utilidad y provecho del pueblo.
17. 3°. El pueblo
a. Cómo y con qué espíritu pueden los particulares recurrir a la ley
Queda ahora por ver lo que propusimos en último lugar: cuál es el provecho que el estado cristiano recibe de las leyes, los juicios y magistrados. A lo cual va unida esta otra cuestión: en qué honor y estima han de tener los particulares a sus magistrados y gobernantes, y hasta dónde ha de llegar tal obediencia,
Son muchos los que piensan que la vocación de magistrado es inútil entre los cristianos, por cuanto no les es lícito favorecerse de ello, ya que les está prohibido vengarse, ejercer violencias y pleitear. Pero, por el contrario, san Pablo clarísimamente declara que el magistrado nos es ministro para el bien (Rom. 13,4); por lo cual entendemos que la voluntad de Dios es que con el poder y asistencia del magistrado seamos defendidos y amparados contra la maldad y la injusticia de los inicuos y vivamos tranquilamente debajo de su protección y amparo. Ahora bien, como quiera que nos sería dado en vano para defensa si no nos fuese lícito usar de tal beneficio, se sigue evidentemente que lo podemos requerir, y pedir su asistencia.
Pero tengo que entendérmelas con dos clases de gentes. Porque son muchos los que sienten tanto placer en pleitear, que jamás están tranquilos si no andan enredados en contiendas con otros. Además, nunca comienzan sus pleitos sino con un odio mortal y un apetito desordenado de dañar y vengarse; y persiguen a sus contrarios con dura obstinación hasta destruirlos. Mientras tanto, a fin de que parezca que todo lo hacen justamente, defienden su perversidad so color y pretexto de que se sirven de la justicia. Pero no se sigue de que se permita a uno obligar a su prójimo con la justicia a cumplir su deber, que también le sea lícito aborrecerlo y desearle el mal y perseguirlo obstinadamente sin misericordia.
18. Entienda, pues, esta gente que los tribunales son legítimos y licites a aquellos que usan bien de ellos; y que ambas partes pueden servirse legítimamente de los mismos, así el que acusa como el acusado. Primeramente es lícito al que pide justicia, si habiendo sido injustamente tratado u oprimido, sea en su cuerpo o en sus bienes, se coloca bajo la protección del magistrado, manifestándole su queja, formulando su petición justa y verdadera, sin deseo alguno de venganza ni de dañar, sin odio ni rencor ni deseo alguno de litigar; estando, por el contrario, dispuesto a perder de lo suyo y sufrir la injuria, antes que a concebir ira y odio contra su adversario.
En segundo lugar, es lícito al que se defiende, si siendo citado comparece el día que le han ordenado, y defiende su causa con los mejores procedimientos y razones que puede, sin ningún rencor, sino con el simple deseo de conservar lo que es suyo por justicia.
Por el contrario, si los corazones están llenos de odio, corrompidos de envidia, encendidos de ira, movidos por la venganza, o de cualquier otra manera de tal forma irritados que la caridad sufra detrimento, todos los procedimientos, aun en las causas más justas del mundo, no pueden por menos que ser inicuos e injustos. Porque ha de tenerse por cierto del todo entre los cristianos que nadie puede formar proceso contra otro, por buena y justa que sea su causa, si no tiene hacia la parte contraria el mismo afecto y benevolencia que le tendría si el asunto que traen entre manos hubiera ya concluido amistosamente.
Alguno podría replicar a esto, que tan lejos está de existir en los pleitos semejante moderación y templanza, que si por casualidad aconteciese que alguno la tuviese, le tendrían por un monstruo. Ciertamente, admito que de acuerdo con la actual perversidad de los hombres no es posible encontrar muchos que procedan justamente en sus pleitos; sin embargo, la cosa no deja de ser buena y pura, de no ser contaminada con alguna cosa extraña.
Por lo demás, cuando oímos decir que la ayuda y asistencia del magistrado es un don santo de Dios, debemos tanto más guardarnos diligentemente de mancillarlo con ningún vicio nuestro.
19. El recurso a la protección de la ley es legitimo al cristiano
Mas quienes simplemente y de todo punto condenan todas las controversias que se llevan ante los tribunales, deben comprender que rechazan una santa ordenación de Dios y un don del número de aquellos que pueden ser limpios para los limpios. A no ser que prefieran acusar a san Pablo de crimen, por rechazar y deshacer las mentiras y falsas calumnias de sus acusadores, incluso descubriendo sus asechanzas y su maldad; y estando en juicio servirse del privilegio de ser ciudadano romano; y apelar, cuando fue necesario, de la injusta sentencia del presidente, para que su causa fuese oída delante del emperador (Hch. 22,1.25; 24,10; 25,10-11).
Y no se opone a esto la prohibición hecha a todos los cristianos de que alimenten deseos de venganza; deseos que queremos ver muy lejos de los pleitos de los cristianos. Porque si es una causa civil por la que pleitean, no va por buen camino sino el que con rectitud y sencillez encomienda su negocio al juez, como a público tutor y protector; el cual en nada piensa menos que en devolver mal por mal, lo cual es apetito de venganza. Y si es una causa criminal la que se trata, yo no apruebo a ningún acusador sino a aquellos que van ante el juez sin ser movidos por el ardor de la venganza, y sin darse por ofendidos por su agravio particular; sino solamente con deseo de impedir la maldad de quien lo acusa y destruir sus enredos, a fin de que no se perjudique el orden público. Si no hay apetito de venganza, no se obra contra el mandamiento que prohíbe la venganza a los cristianos.
Si alguno objetare que no solamente se prohíbe al cristiano apetecer la venganza, sino que también se le manda esperar la ayuda del Señor, que promete socorrer a los afligidos y oprimidos; y, por tanto, que quienes piden la ayuda del magistrado para sí o para los otros anticipan esta venganza de Dios, a esto respondo que no es así. Porque se debe pensar que la venganza del magistrado no es del hombre, sino de Dios, la cual, como dice san Pablo, Él se toma por el ministerio de los hombres para su bien (Rom. 13,4).
20. No se opone a los mandamientos de Dios
Tampoco nos oponemos nosotros a las palabras de Cristo con las que prohíbe resistir al mal y manda presentar la mejilla derecha al que nos hubiere herido en la izquierda, y dar la capa al que hubiere cogido la túnica (Mt. 5,39-40). Es cierto que con esto Él exige que el corazón de los fieles renuncie al apetito de venganza, y que prefieran que la injuria les sea doblada a que piensen en devolverla; paciencia de la que tampoco nosotros nos apartamos. Porque verdaderamente es necesario que los cristianos sean como un pueblo nacido y criado para sufrir injurias y afrentas, y expuesto a la maldad, el engaño y la burla de los impíos. Y no solamente esto, sino que también es preciso que sufran con paciencia todo el mal que les hicieren; es decir, que tengan su corazón de tal manera dispuesto, que al recibir una injuria, estén preparados para otra, no prometiéndose ninguna otra cosa en el mundo sino llevar a cuestas su cruz. Mientras tanto deben hacer bien a sus enemigos, orar por los que los maldicen, y esforzarse en vencer el mal con el bien (Rom. 12,14. 21), en lo cual consiste la única victoria del cristiano. Cuando tengan sus afectos de esta manera mortificados, no pedirán “ojo por ojo y diente por diente” (Mt. 5, 38), como los fariseos, que enseñaban a sus discípulos a buscar la venganza; sino, como nos enseña Cristo, sufrirán de tal manera las ofensas que se les hiciere en sus cuerpos o en sus bienes, que al momento estén preparados para perdonarles.
Por otra parte, esta mansedumbre y moderación no impedirán que, guardando y conservando su entera amistad con los adversarios, se sirvan del socorro del magistrado para conservar lo que tienen; o que, por afecto al bien común, exijan que sean castigados los impíos y malvados, que sólo con el castigo se pueden corregir.
San Agustín interpreta muy bien estos preceptos, diciendo que todos ellos tienden al fin de que el hombre piadoso y justo esté preparado a sufrir la malicia de los que querrían que fuesen buenos; y esto para que crezca su número, más bien que para que él se haga uno de los malvados. En segundo lugar, que pertenece más a la preparación interna del corazón que a la de la obra externa, a fin de que dentro del corazón tengamos paciencia amando a nuestros enemigos; y mientras, que hagamos externamente lo que sabemos que es útil para la salvación de aquellos a quienes debemos amar.1
1 Cartas, 138, II, 12 y 13.
21. No contradice tampoco las exhortaciones de son Pablo
La objeción que comúnmente presentan, que san Pablo condena toda suerte de pleitos, se puede ver que es falsa por las palabras mismas del Apóstol, por las que fácilmente se comprende que existía entre los corintios un vehemente y excesivo ardor por discutir y pleitear (1 Cor. 6,6), hasta el punto de dar ocasión a los infieles de maldecir el Evangelio y toda la religión cristiana. Esto es lo que san Pablo primeramente reprende en ellos, que con su intemperancia y sus disputas en los pleitos infamaban el Evangelio entre los infieles. Y los reprende también porque de tal modo se querellaban entre si hermanos contra hermanos, y estaban tan lejos de sufrir la injuria, que incluso deseaban los unos los bienes de los otros. Por tanta, contra este desordenado apetito de disputar y pleitear habla san Pablo, y no simplemente contra toda controversia; y afirma que está muy mal no tolerar el daño y la pérdida de los bienes, antes que, esforzándose por conservarlos, llegar a disputas y debates; e incluso llegar hasta ese punto por la más pequeña pérdida o daño que se les ocasionara, para luego meterse sin más en un proceso. Afirma que ello es una señal de que se irritan muy pronto, y por consiguiente, que son muy impacientes. A eso se resume cuanto dice.
Ciertamente los cristianos deben preferir perder de su derecho a ir a la justicia, de donde difícilmente podrán salir sino con el corazón lleno de indignación e inflamado en ira contra su hermano. Pero cuando uno ve que puede defender sus bienes sin dañar ni herir la caridad, si obra así no va contra lo que san Pablo dice; y sobre todo si el negocio es de gran importancia y su pérdida causa de mucho daño.
En suma: como hemos dicho al principio, la caridad aconsejará muy bien a cada uno lo que debe hacer; ella es tan necesaria en todas las disputas y contiendas, que cuantos la violan o hieren son impíos y malditos.
22. b. El respeto a las autoridades
El primer deber y obligación de los súbditos para con sus superiores es tener en gran estima y reputación su estado, reconociéndolo como una comisión confiada por Dios; y por esta razón deben honrarlos y reverenciarlos como vicarios y lugartenientes que son de Dios. Porque veréis a algunos que se muestran muy obedientes a los magistrados y no quisieran que dejase de haber superiores a quienes obedecer, por ser muy necesario para el bien común; pero, sin embargo, no estiman al magistrado más que como un mal necesario, del cual el género humano no puede prescindir. Pero San Pedro exige mucho más de nosotros cuando nos manda que honremos al rey (l Pe. 2,17); y Salomón, que temamos a Dios y al rey (Prov. 24,21). Porque san Pedro, bajo la palabra honrar comprende la buena opinión y estima que quiere tengamos de los reyes; y Salomón, al unir con los reyes a Dios les atribuye una gran dignidad y reverencia.
También san Pablo da a los superiores un título muy honorífico cuando dice que todos debemos estarles sujetos, no solamente por razón del Castigo sino también por causa de la conciencia (Rom. 13,5); por lo cual entiende que los sujetos deben sentirse movidos a reverenciar a sus príncipes y gobernantes, no sólo por miedo a ser castigados por ellos — como el que se sabe más débil cede a la fuerza del enemigo, al ver lo mal que le irá si resiste — sino que deben darles esta obediencia también por temor a Dios mismo, puesto que el poder de los príncipes lo ha dado Dios.
No discuto aquí sobre las personas, como si una máscara de dignidad debiera cubrir toda la locura desvarío y crueldad, su mala disposición y toda su maldad, y de este modo los vicios hubieran de ser tenidos y alabados como virtudes; solamente afirmo que el estado de superior es por su naturaleza digno de honor y reverencia; de tal manera, que a cuantos presiden los estimemos, honremos y reverenciemos por el oficio que ostentan.
23. La obediencia debida a los superiores
De lo cual se sigue otra cosa: que al tenerlos en tanto honor y estima hay que estarles sujetos con toda obediencia, sea que haya que obedecer sus órdenes y constituciones, o que haya que pagar los impuestos, o que se deba soportar alguna carga pública que se refiera a la defensa común, o que sea preciso obedecer a ciertos mandatos. “Sométase toda persona a las autoridades superiores” dice san Pablo; “quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste” (Rom. 13,1-2). Y a Tito escribe estas palabras: “Recuérdales que se sometan a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra” (Tit. 3,1). San Pedro dice también: “Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1 Pe. 2,13-14).
Además, para que los súbditos demuestren que obedecen no fingidamente, sino de buena voluntad, san Pablo añade que en sus oraciones deben encomendar a Dios la conservación y prosperidad de aquellos bajo los cuales viven. “Exhorto ante todo”, dice, “a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad” (1 Tim. 2, 1-2).
Que nadie se engañe aquí. Porque como quiera que no se puede resistir al magistrado sin que juntamente se resista a Dios, aunque a alguno le parezca que puede enfrentarse al magistrado y salir airoso porque no es tan fuerte; no obstante, Dios es mucho más fuerte y está perfectamente armado para vengar el menosprecio de su disposición.
Además de esto, bajo el nombre de obediencia comprendo la modestia que todos los particulares han de guardar por lo que se refiere a los asuntos del bien común; es decir, no mezclarse en negocios públicos, no censurar temerariamente lo que hace el magistrado, y no intentar cosa alguna en público. Si en el gobierno hay alguna cosa que corregir, no se debe hacer con alborotos ni atribuirse la facultad de poner orden, ni poner manos a la obra. las cuales han de permanecer atadas al respecto; el deber es dar noticia de ello al magistrado, el cual solo tiene las manos libres para ello. Entiendo que no deben hacer ninguna de estas cosas sin que se les mande. Porque cuando tienen mandato de un superior, tienen autoridad pública. Porque así como se suele llamar a los consejeros del príncipe sus ojos y sus oídos.1 porque él los ha destinado para que vean, oigan y le avisen, así también podemos llamar manos del príncipe a aquellos que él ha constituido para ejecutar lo que se debe hacer.
1 Jenofonte, Ciropedia, VIII, 2 y 10.
24. Los magistrados infieles a su vocación
Y como hasta ahora hemos descrito al magistrado tal cual debe ser, que verdaderamente responda a su titulo, es decir, un padre de la patria que gobierna, pastor del pueblo, guarda de la tierra, mantenedor de la justicia, conservador de la inocencia: con toda razón será tenido por insensato el que quisiere oponerse a tal dominio.
Mas como de ordinario acontece que la mayoría de los príncipes andan muy lejos del verdadero camino: y que los unos, sin preocuparse para nada de su deber, se adormecen en los placeres y deleites; otros, dominados por la avaricia, ponen en venta todas las leyes, privilegios, derechos y juicios: otros saquean al pobre pueblo para proveer a sus despilfarros injustificados: y otros se dedican sencillamente al bandolerismo, saqueando casas, violando doncellas y casadas, y matando inocentes, no es fácil convencer a muchos de que los tales han de ser tenidos por príncipes, y que se les debe obedecer en cuanto es posible. Porque cuando en medio de tantos vicios, tan enormes y ajenos, no solamente al oficio de gobernante, sino incluso a todo sentido de humanidad, no ven en los superiores muestra alguna de la imagen de Dios que debe resplandecer en todo gobernante, ni rastro alguno de un ministro del Señor, que ha sido puesto para alabanza de los buenos y castigo de los malos, no reconocen en él a aquel superior cuya autoridad y dignidad la Escritura nos recomienda. Y ciertamente, siempre ha estado no menos arraigado en el corazón de los hombres el sentimiento de aborrecimiento y odio a los tiranos, que el de amor a los reyes justos, que cumplen con su deber.
25. Los gobernantes indignos son un castigo de Dios
Con todo, si ponemos nuestros ojos en la Palabra de Dios, ella nos llevará más adelante. Porque nos hará obedecer, no solamente a los príncipes que cumplen justamente con su deber y obligaciones, sino también a todos aquellos que tienen alguna preeminencia, aunque no hagan lo que deben, según su cargo lo exige. Porque, aunque el Señor declara que el gobernante es un don singular de su liberalidad, dado para conservación de la salud del género humano, y que les ha ordenado lo que han de hacer; no obstante juntamente con esto afirma que, de cualquier modo que sea, no tienen el poder de nadie más que de él. De tal forma que quienes mandan para el bien público son como verdaderos espejos y ejemplares y dechados de su bondad; y, por el contrario, quienes injusta y violentamente gobiernan son colocados por Él para castigo del pueblo; pero unos y otros tienen la majestad y dignidad que El ha dado a los legítimos gobernantes.
No seguiré más adelante hasta haber citado algunos pasajes de la Escritura que confirman lo que digo. No hay que esforzarse mucho para probar que un mal rey es la ira de Dios sobre la tierra (Job 34,30; Os. 13,11; Is. 3,4; 10,5); lo cual creo que todo el mundo sabe, y no hay quien contradiga a ello. Al hacerlo así no decimos más de un rey que de un ladrón que roba nuestra hacienda, o de un adúltero que toma la mujer de otro, o de un homicida que procura darnos muerte; puesto que todas estas calamidades constan en el decálogo de las maldiciones de Dios en la Ley (Dt. 28,29). Pero debemos más bien insistir en probar y demostrar lo que no puede entrar tan fácilmente en el entendimiento humano: que un hombre perverso e indigno de todo honor, si es revestido de la autoridad pública, tiene en sí, a pesar de todo, la misma dignidad y poder que el Señor por su Palabra ha dado a los ministros de su justicia; y que los súbditos le deben — por lo que toca a la obediencia debida al superior — la misma reverencia que darían a un buen rey, silo tuviesen.
26. Quedan sometidos a ¡a providencia y al poder de Dios
Primeramente amonesto a los lectores a que diligentemente consideren y adviertan la providencia de Dios y la obra especial de que se sirve al distribuir los reinos y poner los reyes que le place; de lo cual la Escritura hace muchas veces mención. Así en Daniel está escrito: “Él muda los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes” (Dan. 2,21 .37). Y: A fin de que los vivientes conozcan que el Altísimo es poderoso sobre los reinos de los hombres, El los dará a quien le pareciere (Dan. 4,17); sentencias que, si bien son muy frecuentes en la Escritura, no obstante son repetidas de manera muy particular en esta profecía de Daniel.
Es sabido qué rey fue Nabucodonosor, el que tomó Jerusalem: ciertamente un gran ladrón y saqueador. Sin embargo, el Señor afirma por el profeta Ezequiel que El le había dado la tierra de Egipto como paga por el trabajo con que le sirvió destruyéndola y saqueándola (Ez. 29, 19-20). Y Daniel le dice: “Tú, oh rey, eres rey de reyes; por que el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el dominio sobre todo” (Dan. 2,37-38). Y el mismo Daniel dijo a Baltasar, hijo de Nabucodonosor: “El Altísimo Dios, oh rey, dio a Nabucodonosor tu padre el reino y la grandeza, la gloria y la majestad. Y por la grandeza que le dio, todos los pueblos, naciones y lenguas temblaban y temían delante de él” (Dan. 5,18-19). Cuando oímos que Dios fue quien lo constituyó rey, debemos a la vez traer a la memoria la disposición celestial que nos manda que temamos y honremos al rey, y así no dudaremos en dar a un tirano maldito el honor con que el Señor ha tenido a bien adornarle.
Cuando Samuel anunció al pueblo de Israel lo que había de sufrir de sus reyes, le dijo: “Así hará el rey que reinará sobre vosotros: tomará vuestros hijos y los pondrá en sus carros y en su gente de a caballo, para que corran delante de su carro; y nombrará para si jefes de miles y jefes de cincuentenas; los pondrá asimismo a que aren sus campos y sieguen sus mieses, y a que hagan sus armas de guerra y los pertrechos de sus carros. Tomará también a vuestras hijas para que sean perfumadoras, cocineras y amasadoras. Asimismo tomará lo mejer de vuestras tierras, de vuestras viñas y de vuestros olivares, y los dará a sus siervos. Diezmará vuestro grano y vuestras viñas, para dar a sus oficiales y a sus siervos. Tomará vuestros siervos y vuestras siervas, vuestros mejores jóvenes y vuestros asnos, y con ellos hará sus obras. Diezmará también vuestros rebaños, y seréis sus siervos (1 Sm. 8, 11-17). Ciertamente los reyes no podían hacer esto justamente, pues la Ley les enseñaba a guardar toda templanza y sobriedad (Dt. 17,16 y ss.); pero Samuel la llama autoridad sobre el pueblo, por cuanto era necesario obedecerle, y no era lícito resistir. Como si dijera: La codicia de los reyes se extenderá a todos estos desórdenes, los cuales vosotros no tendréis autoridad de reprimir, sino que vuestro deber será oír sus mandatos y obedecerle.
27. Aun entonces exigen nuestra obediencia
Con todo, en Jeremías hay un pasaje más notable que los demás. Aunque un poco largo, será bueno citarlo aquí, puesto que claramente pone en su punto toda esta controversia: “Yo”, dice el Señor, “hice la tierra, el hombre y las bestias que están sobre la faz de la tierra, con mi gran poder y con mi brazo extendido, y la di a quien yo quise. Y ahora yo he puesto todas estas tierras en mano de Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo, y aun las bestias del campo le he dado para que le sirvan. Y todas las naciones le servirán a él, a su hijo y a1 hijo de su hijo, hasta que venga también el tiempo de su misma tierra, y la reduzcan a servidumbre muchas naciones y grandes reyes. Y a la nación y al reino que no sirviere a Nabucodonosor rey de Babilonia, y que no pusiere su cuello debajo del yugo del rey de Babilonia, castigaré yo a tal nación con espada y con hambre y con pestilencia, dice Jehová, hasta que la acabe yo por su mano. Servid al rey de Babilonia y vivid” (Jer. 27,5-8. 17).
Por estas palabras comprenderemos con cuán grande obediencia ha querido fuese honrado aquel cruel y perverso tirano; no por otra causa sino porque poseía el reino. La cual posesión por sí sola mostraba que había sido colocado en su trono por disposición de Dios, y por ella era elevado a la majestad real que no era licito violar. Si estamos bien convencidos de esta sentencia y la tenemos bien fija en nuestros corazones; a saber, que por la misma disposición de Dios por la que es establecida la autoridad de los reyes también los reyes inicuos ocupan su autoridad, jamás nos vendrán a la imaginación estos locos y sediciosos pensamientos de que un rey debe ser tratado como se merece, y que no es razonable que tengamos que estar sometidos a quien por su parte no gobierna como rey respecto a nosotros.
28. En vano se objetará que este mandato fue dado particularmente al pueblo de Israel; porque es menester considerar la razón en que se
funda. Yo he dado, dice el Señor, el reino a Nabucodonosor; por tanto, estadle sujetos, y viviréis (Jer27, 17). No hay, pues, duda de que a cualquiera que tuviere superioridad se le debe obediencia y sumisión. Y así, cuando el Señor eleva a cualquiera al poder, nos declara que su voluntad es que reine y que mande. Porque la Escritura da un testimonio general de esto. Así, en el capítulo veintiocho de tos Proverbios, cuando dice: “Perla rebelión de la tierra sus príncipes son muchos” (Prov. 27,2). Y Job en el capítulo doce: “Él rompe las cadenas de los tiranos, y les ata una soga a los lomes” (Job 12, 18). Admitido esto no queda otra cosa sino que les sirvamos, si queremos vivir.
También en el profeta Jeremías hay otro mandato de Dios, por el que ordena a su pueblo procurar la prosperidad de Babilonia, en la cual estaban cautivos, y se les manda que oren por ella, por cuanto su paz dependía de la misma (Jer. 29,7). Vemos, pues, cómo manda a los israelitas que oren por la prosperidad de aquellos que los habían vencido, aunque les habían quitado todos sus bienes, arrojado de sus casas, llevádolos a tierras extrañas desterrados de las suyas, y los habían puesto en una mísera servidumbre. Y no solamente se les manda orar por ellos, como se nos manda orar por nuestros perseguidores, sino también que oren a fin de que su reino florezca gozando de toda paz y quietud, y para que vivan ellos en paz sometidos a él.
Por esta razón David, elegido ya rey por orden de Dios y ungido con el aceite santo, aunque Saúl le perseguía injustamente y sin haberle dado motivo, no obstante consideraba sagrada la cabeza de su perseguidor, porque el Señor lo había santificado honrándolo con la majestad real. “Jehová me guarde”, decía, “de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque él es el ungido de Jehová”. Y: “¿Quién extenderá su mano contra el ungido de Jehová, será inocente? Vive Jehová, que si Jehová no lo hiriere, o su día llegue para que muera, o descendiendo en batalla perezca, guárdeme Jehová de extender mi mano contra el ungido de Jehová” (1 Sm. 24,6; 26, 9-10).
29. Todos debemos a nuestros superiores, mientras dominan sobre nosotros, tal afecto de reverencia cual vemos que tuvo David, aun
cuando ellos sean malos. Esto lo repito muchas veces, para que aprendamos a no andar investigando demasiado sobre qué clase de personas son aquellas a quienes debemos someternos y obedecer, sino que nos debemos contentar con saber que por la voluntad de Dios está colocado en aquel estado, al cual Él ha conferido una majestad inviolable.
Pero dirá alguno que también existe un deber de los superiores para con los súbditos. Ya he confesado esto mismo; mas si alguno quisiera concluir de ahí que no se debe obedecer más que al señor justo, argumentarla muy mal. Porque los maridos y los padres tienen unos deberes determinados para con sus mujeres e hijos; y si acontece que no cumplen con ellos como es debido, porque los padres tratan rudamente a los hijos, injuriándolos a cada palabra, contra lo que manda san Pablo, que no los provoquen a ira (Ef. 6,4), y que los maridos menosprecian y atormentan a sus mujeres, a las cuales por mandamiento de Dios deben amar y guardar como a vasos frágiles (Ef. 5,25; 1 Pe.3,7), ¿podrían por esto los hijos dejar de obedecer a sus padres, y las mujeres a sus maridos? Evidentemente, no; puesto que por la Ley de Dios les están sometidos, aunque sean malos e inicuos con ellos.
Por tanto, nadie debe considerar cómo cumple el otro con su deber para con él, sino solamente ha de tener siempre en su memoria y ante sus ojos lo que él debe hacer para cumplir con su propio deber. Esta consideración debe tener lugar principalmente en aquellos que están sometidos a otros. Por tanto, si somos cruelmente tratados por un príncipe inhumano;’ si somos saqueados por un príncipe avariento y pródigo; o menospreciados y desamparados por uno negligente; si somos afligidos por la confesión del nombre del Señor por uno sacrílego e infiel; traigamos primeramente a la memoria las ofensas que contra Dios hemos cometido, las cuales sin duda con tales azotes son corregidas. De aquí sacaremos humildad para tener a raya nuestra impaciencia. Y en segundo lugar, pensemos que no está en nuestra mano remediar estos males, y que no nos queda otra cosa sino implorar la ayuda del Señor, en cuyas manos está el corazón de los reyes y los cambios de los reinos. Dios es quien se sentará en medio de los dioses y los juzgará (Dan. 9,7; Prov. 21,1; Sal. 82,1); ante cuyo acatamiento caerán por tierra y serán quebrantados los que no hayan honrado a su Cristo (Sal. 2, 9), y hayan hecho leyes injustas “para apartar del juicio a los pobres, y para quitar el derecho a los afligidos, para despojar a las viudas, y robar a los huérfanos” (Is. 10,2).
30. Ejecutan, con frecuencia sin saberlo, la voluntad de Dios
En esto se muestra Su maravillosa bondad, potencia y providencia. Porque algunas veces Él manifiestamente levanta a algunos de sus siervos, y los arma con su mandamiento para castigar la tiranta del que injustamente domina, y librar de la calamidad al pueblo inicuamente oprimido; otras veces para conseguir esto convierte el furor de quienes pensaban otra cosa muy diferente, y aun contraria.
Del primer modo libré al pueblo de Israel de la tiranía de Faraón por medio de Moisés (Ex. 3,8): y por medio de Otoniel lo sacó de la sujeción de Cusan, rey de Siria (Jue. 3,9 y caps. siguientes); y por medio de otros muchos reyes y jueces lo libré de otras diversas servidumbres.
De la segunda manera reprimió el orgullo de Tiro por medio de los egipcios; y la insolencia de los egipcios por medio de los asirios; la ferocidad de los asirios por los caldeos; la confianza de Babilonia la domó por los medos y persas, después de someter Ciro a los medos; la ingratitud de los reyes de Judá e Israel y su impía rebeldía contra tantos beneficios, unas veces la abatió por los asirios, y otras por los babilonios. Así los unos como los otros eran ministros y ejecutores de la justicia de Dios; no obstante hay gran diferencia. Porque los primeros, como eran llamados por Dios con legítima vocación para tales empresas, no violaban la majestad real que Dios ha ordenado, al tomar las armas contra los reyes; sino que, armados por Dios, corregían la potencia menor con la mayor, ni más ni menos como es lícito a los reyes castigar a los nobles. Los segundos, aunque iban guiados por la mano de Dios a hacer aquello que Él había determinado, y hacían la voluntad de Dios sin pensarlo, no obstante en su corazón no tenían otra intención y pensamiento sino hacer el mal.
31. e. En qué medida y cómo resistir a la tiranía de ciertas autoridades
Pero aunque estos actos, respecto a aquellos que los hacían, eran muy diferentes, porque los unos actuaban estando ciertos y seguros de que obraban bien, y los otros con un designio muy distinto, según queda expuesto, sin embargo nuestro Señor, tanto por medio de unos, como por los otros, ejercía su obra, quebrantando los cetros de los malos reyes y echando por tierra los señoríos intolerables.
Consideren, pues, bien los príncipes estas cosas, y tiemblen. Nosotros, por nuestra parte, guardémonos sobre todas las cosas de menospreciar y violar la autoridad de nuestros superiores y gobernantes, la cual debe ser para nosotros sacrosanta y llena de majestad, ya que con tan graves edictos Dios lo ha establecido; y esto lo debemos hacer aun cuando es ocupada por personas indignas, que en cuanto de ellas depende la manchan con su maldad. Porque aunque la corrección y el castigo del mando desordenado sea venganza que Dios se toma, no por eso se sigue que nos la permita y la ponga en manos de aquellos a quienes no ha ordenado sino obedecer y sufrir. Hablo siempre de personas particulares. Porque si ahora hubiese autoridades ordenadas particularmente para defensa del pueblo y para refrenar la excesiva licencia que los reyes se toman, como antiguamente los lacedemonios tenían a los éforos opuestos a los reyes, y los romanos a los tribunos del pueblo frente a los cónsules, y los atenienses a los demarcas frente al senado, y como puede suceder actualmente que en cualquier reino lo sean los tres estados cuando se celebran cortes; tan lejos estoy de prohibir a tales estados oponerse y resistir, conforme al oficio que tienen, a la excesiva licencia de los reyes, que si ellos disimulasen con aquellos reyes que desordenadamente oprimen al pueblo infeliz, yo afirmaría que tal disimulo ha de tenerse por una grave traición. Porque maliciosamente como traidores a su país echan a perder la libertad de su pueblo, para cuya defensa y amparo deben saber que han sido colocados por ordenación divina como tutores y defensores.
32. Límites impuestos por Dios a nuestra obediencia a los hombres
Mas en la obediencia que hemos enseñado se debe a los hombres, hay que hacer siempre una excepción; o por mejor decir, una regla que ante todo se debe guardar; y es, que tal obediencia no nos aparte de la obediencia de Aquel bajo cuya voluntad es razonable que se contengan todas las disposiciones de los reyes, y que todos sus mandatos y constituciones cedan ante las órdenes de Dios, y que toda su alteza se humille y abata ante Su majestad. Pues en verdad, ¿qué perversidad no sería, a fin de contentar a los hombres, incurrir en la indignación de Aquel por cuyo amor debemos obedecer a los hombres? Por tanto el Señor es el Rey de reyes, el cual, apenas abre sus labios, ha de ser escuchado por encima de todos. Después de El hemos de someternos a los hombres que tienen preeminencia sobre nosotros; pero no de otra manera que en El. Si ellos mandan alguna cosa contra lo que Él ha ordenado no debemos hacer ningún caso de ella, sea quien fuere el que lo mande. Y en esto no se hace injuria a ningún superior por más alto que sea, cuando lo sometemos y ponemos bajo la potencia de Dios, que es la sola y verdadera potencia en comparación con las otras.
Por esta causa Daniel protesta que en nada había ofendido al rey (Dan. 6,20-22), aunque había obrado contra el edicto regio injustamente pregonado; porque el rey había sobrepasado sus límites; y no solamente se había excedido respecto a los hombres, sino que también había levantado sus cuernos contra Dios y al obrar así se había degradado y perdido su autoridad.
Por el contrario, el pueblo de Israel es condenado en Oseas por haber obedecido voluntariamente a las impías leyes de su rey (Os.5, 11). Porque después que Jeroboam mandó hacer los becerros de oro dejando el templo de Dios, todos sus vasallos, por complacerle, se entregaron demasiado a la ligera a sus supersticiones (1 Re. 12,30), y luego hubo mucha facilidad en sus hijos y descendientes para acomodarse al capricho de sus reyes idólatras, plegándose a sus vicios. El profeta con gran severidad les reprocha este pecado de haber admitido semejante edicto regio. Tan lejos está de ser digno de alabanza el encubrimiento que los cortesanos alegan cuando ensalzan la autoridad de los reyes para engañar a la gente ignorante, diciendo que no les es lícito hacer nada en contra de aquello que les está mandado. Como si Dios al constituir hombres mortales que dominen, hubiese resignado su autoridad, o que la potencia terrena sufriera menoscabo por someterse como inferior al soberano imperio de Dios, ante cuyo acatamiento todos los reyes tiemblan.
Sé muy bien qué daño puede venir de la constancia que yo pido aquí; porque los reyes no pueden consentir de ningún modo verse humillados, cuya ira, dice Salomón, es mensajero de muerte (Prov. 16, 14). Mas como ha sido proclamado este edicto por aquel celestial pregonero, san Pedro, que “es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5,29), consolémonos con la consideración de que verdaderamente daremos a Dios la obediencia que nos pide, cuando antes consentimos en sufrir cualquier cosa que desviarnos de su santa Palabra. Y para que no desfallezcamos ni perdamos el ánimo, san Pablo nos estimula con otro aliciente, diciendo que hemos sido comprados por Cristo a tan alto precio, cuanto le ha costado nuestra redención, para que no nos hagamos esclavos ni nos sujetemos a los malos deseos de los hombres, y mucho menos a su impiedad (1 Cor. 7, 23).
GLORIA A DIOS