CAPÍTULO VIII
POTESTAD DE LA IGLESIA PARA DETERMINAR DOGMAS DE FE. DESENFRENADA LICENCIA CON QUE EL PAPADO LA HA USADO PARA CORROMPER TODA LA PUREZA DE LA DOCTRINA
1. La edificación es el fin del poder espiritual de la Iglesia
Viene ahora el tercer punto, que es acerca de la potestad de la Iglesia, la cual se concentra, parte en cada uno de los obispos, parte en los concilios; éstos son provinciales, o bien generales. Hablo solamente de la potestad espiritual, que es propia de la Iglesia, y consiste en la doctrina, la jurisdicción y la facultad de legislar. El punto de la doctrina tiene dos partes: autoridad de constituir dogmas, y autoridad de interpretarlos.
Antes de comenzar a tratar cada una de estas cosas en particular, quiero advertir a los lectores de que todo cuanto se dijere de la autoridad de la Iglesia, sepan que debe referirse a aquel fin para el cual dice san Pablo que fue dada; a saber, para edificación, y no para destrucción (2 Cor. 10,8). Y todos los que usan de ella legítimamente no se tienen más que como "servidores de Cristo", y a la vez del pueblo, en Cristo (l Cor. 4,1). Y la única manera de edificar la Iglesia es que los ministros procuren conservar su autoridad a Cristo, lo cual no se puede hacer más que dejándole todo aquello que recibió del Padre; a saber, ser el único Maestro de la Iglesia. Porque de ninguno más que de Él está escrito: "A él oíd" (Mt. 17,5). Así que la autoridad de la Iglesia no debe componerse maliciosamente, sino que ha de encerrarse en determinados límites, para no ser arrastrada por la fantasía de los hombres, ya a una cosa, ya a otra. A este fin servirá de mucho considerar cómo la describen los profetas y los apóstoles. Si concedemos sin más a los hombres que se tomen la autoridad que quisieren, ya se sabe cuán fácil será caer en la tiranía; lo cual debe estar muy lejos de la Iglesia de Cristo.
2. Sólo la Palabra fundamenta toda la doctrina y la autoridad del ministerio
Por ello debemos tener presente que toda la autoridad y dignidad que el Espíritu Santo da en la Escritura a los sacerdotes o profetas, a los apóstoles o a sus sucesores, no se otorgan propiamente a los hombres, sino a su ministerio. O más claramente: a la Palabra, cuyo ministerio les es encomendado. Porque si los consideramos a todos por orden, veremos que no han tenido autoridad ninguna para enseñar, o para mandar, sino en el nombre y en virtud de la Palabra de Dios. Pues cuando son llamados a ejercer su oficio, se les ordena que no hagan cosa alguna por sí mismos, sino que hablen en nombre del Señor. Ni Dios los pone ante el pueblo para que le enseñen antes de ordenarles lo que han de decir, a fin de que no expongan más que su Palabra.
a. Moisés y los sacerdotes del Antiguo Testamento. El mismo Moisés, príncipe de todos los profetas, fue oído más que nadie; pero antes tuvo que recibir instrucciones, para que no dijese sino lo que el Señor le había ordenado. Y así dice la Escritura que el pueblo, al aceptar su doctrina, creyó "a Jehová y a Moisés su siervo" (Éx.14,31).
También la autoridad de los sacerdotes, para que no fuese menospreciada, fue establecida con la amenaza de grandes castigos (Dt. 17,9-12). Pero a la vez muestra el Señor con qué condición han de ser escuchados, cuando dice que hizo su pacto con Leví, para que la Ley de la verdad estuviese en su boca (Mal. 2,4). Y poco después añade: "Los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová de los ejércitos" (Mal. 2, 7). Por tanto, si el sacerdote quiere ser oído, muéstrese como embajador de Dios; es decir, exponga fielmente lo que su Señor le ha ordenado. De hecho, cuando se trata de que oigan al sacerdote, expresamente se dice que respondan conforme a la Ley del Señor (Dt.17, 10-12).
3. b. Los profetas
Cuál ha sido la autoridad de los profetas, lo describe admirablemente Ezequiel: "Hijo de hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel; oirás, pues, tú la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte" (Ez. 3,17). Aquel a quien se le manda que oiga de la boca de Dios, ¿no se le prohíbe por lo mismo que invente cosa alguna por sí mismo? ¿Y qué quiere decir anunciar de parte del Señor, sino hablar de tal manera que uno pueda gloriarse de que lo que dice no es palabra suya, sino del Señor? Esto mismo dice Jeremías con otras palabras: "El profeta que tuviere un sueño, cuente el sueño; y aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera" (Jer. 23, 28).
Ciertamente, a todos les impone una ley: no permite que nadie enseñe otra doctrina sino la que se le manda predicar. Y luego llama paja a todo cuanto Él no ha mandado que se predique. Así que ningún profeta abrió su boca sin que el Señor le dijese primero lo que había de anunciar. De aquí que tantas veces repitan: Palabra del Señor, encargo del Señor, así dice el Señor, la boca del Señor ha dicho. Y con toda razón. Porque Isaías exclamaba que sus labios eran inmundos (Is. 6, 5); Jeremías confesaba que no sabía hablar, porque era un niño (Jer.1,6). ¿Qué podía salir de la boca inmunda de aquél, y de los labios infantiles de éste, sino cosas impuras y frívolas, si hubieran hablado por sí mismos? Pero sus labios quedaron santos y puros cuando comenzaron a ser instrumentos del Espíritu Santo. Cuando los profetas tienen el celo y la conciencia de no decir sino lo que se les ha ordenado, entonces se les honra con títulos magníficos y se les atribuye gran autoridad. Porque cuando Dios declara que los ha "puesto. . . sobre naciones y sobre reinos, para arrancar y para destruir, para arruinar y para derribar" (Jer. 1, 10), indica la causa: "He aquí he puesto mis palabras en tu boca" (Jer. l,9).
4. c. Los apóstoles
Si pasamos ahora a los apóstoles, es verdad que se les da grandes y admirables títulos: que son "luz del mundo" y "sal de la tierra" (Mt. 5,13-14); que han de ser escuchados como si Cristo mismo hablase (Lc. 10, 16); que todo cuanto ataren o desataren en la tierra, será atado o desatado en el cielo (Jn. 20, 23 ; Mt.18, 18). Mas su mismo nombre de apóstoles indica de dónde viene la licencia de su oficio; si son apóstoles, es decir, enviados, no hablan lo que se les antojare, sino que dicen fielmente lo que se les ha mandado decir. Las palabras con las que Cristo, ni enviarlos como sus embajadores, les delimitó su cometido, son muy claras, pues les manda ir y enseñar a todas las naciones todo lo que Él les había ordenado (Mt. 28,19-20).
Más aún: el mismo Señor se sometió a esta ley, para que nadie se atreviese a eximirse de ella: "Mi doctrina", dice, "no es mía, sino de aquel que me envió" (Jn. 7, 16). Él, que siempre fue único y eterno consejero del Padre, a quien el Padre constituyó como Maestro y Señor de todos, sin embargo, en cuanto había venido al mundo a enseñar, muestra con su ejemplo a todos los ministros la regla que deben guardar al exponer la doctrina.
Así que la autoridad de la Iglesia no es ilimitada, sino que está sujeta a la Palabra del Señor, y como encerrada en ella.
5. La Iglesia ha estado siempre sometida a la Palabra de Dios
Si bien desde el principio tuvo validez en la Iglesia, y actualmente debe valer igual, que los siervos de. Dios no enseñen cosa alguna que no huyan aprendido de Él; sin embargo, según la diversidad de los tiempos ha habido diversas maneras de aprender. Pero la manera de hoy es muy diferente de las pasadas.
En primer lugar, si es verdad lo que Cristo dice, que nadie conoce al Pudre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo ha querido revelar (Mt. 11,27), ha sido necesario que los que querían llegar a conocer a Dios fueran encaminados a aquella eterna sabiduría. Porque, ¿cómo podrían comprender con su entendimiento humano los misterios de Dios, o comunicarlos a los otros, sino enseñándoselos Aquel que únicamente conoce todos los secretos y misterios del Padre? Por eso los antiguos patriarcas, de ningún otro modo conocieron a Dios, sino contemplándolo en el Hijo, como en un espejo. Al decir esto, entiendo que Dios nunca se manifestó a los hombres sino a través del Hijo, o sea, de su única sabiduría, luz y verdad. De esta fuente bebieron Adán, Noé, Abraham, Isaac, Jacob y todos cuantos estuvieron en posesión de la doctrina celestial. De la misma fuente sacaron los profetas todos los oráculos que pronunciaron.
Revelaciones secretas concedidas a los patriarcas. Sin embargo, esta divina sabiduría no se manifestó siempre de la misma manera. Con los patriarcas usó secretas revelaciones; pero a la vez, para confirmarlas empleó señales tales, que no pudieran dudar de que era Dios quien les hablaba. Los patriarcas fueron transmitiendo a sus sucesores lo que recibían. Porque Dios se lo había comunicado con la condición de que lo transmitiesen a su posteridad, y ésta a su vez, por inspiración de Dios, sabía indubitablemente que lo que oían procedía del cielo y no de la tierra.
6. Redacción escrita de la Ley
Mas cuando quiso Dios edificar su Iglesia de una forma más ilustre, determinó que su Palabra fuese consignada por escrito, para que los sacerdotes tomasen de ella lo que habían de enseñar al pueblo, y que toda la doctrina fuese regulada con el nivel de su Palabra. Por eso cuando después de la promulgación de la Ley se ordena a los sacerdotes que enseñen de la boca del Señor (Mal. 2,7), el sentido es que no enseñen cosa alguna ajena y extraña a aquel género de doctrina que el Señor habla incluido en su Ley; y no les estaba permitido añadirle o quitarle nada.
Explicación de la Ley por los profetas. Vinieron después los profetas, a través de los cuales publicó Dios nuevos oráculos, que fuesen añadidos a la Ley; pero no eran de tal manera nuevos que no manasen de la Ley, y no la tuviesen presente. Porque en cuanto a la doctrina no fueron sino intérpretes de la Ley, y no le añadieron más que las profecías de las cosas que habían de acontececer. Fuera de estas profecías no enseñaron nada nuevo, sino la pura interpretación de la Ley. Mas como era voluntad de Dios que la doctrina fuese más ilustre y más clara para que las conciencias enfermas pudiesen más fácilmente tranquilizarse, ordenó que las profecías se redactasen por escrito y fuesen tenidas por Palabra suya. A las profecías se juntaron las historias, obra también de los profetas, que el Espíritu Santo les dicté. Los salmos, yo los incluyo entre las profecías, pues tratan del mismo argumento.
Así pues, todo aquel cuerpo compuesto de la Ley, los Profetas, los Salmos y las historias se llamó en el pueblo antiguo Palabra del Señor. A esta regla los sacerdotes y doctores hubieron de acomodar su doctrina hasta la venida de Cristo, y no les era lícito apartarse a derecha ni a izquierda. Todo su cometido estaba confirmado en estos términos: responder al pueblo de la boca del Señor. Así se deduce de aquel notable pasaje de Malaquías, donde se dispone que se atengan a la Ley (Mal. 4,4), y que la tengan en cuenta hasta la predicación del Evangelio. De esta manera los aparta de todo género de doctrina inventada por los hombres, y no les permite apartarse lo más mínimo del camino que fielmente les había mostrado Moisés. Y por esta razón David habla tan magníficamente de la excelencia de la Ley, y la ensalza con tantos Loores (Sal. 19,8; 119,89-105), a fin de que los judíos no se aficionasen a ninguna otra cosa, puesto que toda la perfección estaba encerrada en ella.
7. La encarnación de la sabiduría de Dios, último y eterno testimonio
Sin embargo, cuando al fin la sabiduría de Dios se manifestó abiertamente en carne humana, nos declaró todo cuanto con el entendimiento del hombre se puede comprender y se debe pensar del Padre celestial. Por eso ahora, desde que Cristo, el sol de justicia, salió, tenemos una perfecta iluminación de la divina verdad, cual la que brilla al mediodía, mientras antes era crepuscular. Porque el Apóstol ciertamente no quiso dar a entender una cosa de pequeña importancia cuando dijo: “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Heb. 1,1-2). Pues da a entender, e incluso declara manifiestamente, que de allí en adelante no habla de hablar Dios como antes solía hacerlo, bien por unos, bien por otros; y que no añadirla profecías a profecías, y revelaciones a revelaciones, sino que de tal manera había llevado su doctrina a la perfección en su Hijo, que desea que su doctrina sea tenida por su última e inviolable voluntad. Y así por “el último tiempo” (1 Jn. 2, 18); “los postreros tiempos” (1 Tim. 4, 1; 1 Pe. 1,20), “los postreros &as” (Hch. 2, 17; 2 Tim. 3,1; 2 Pe. 3,3), se entiende todo el tiempo del Nuevo Testamento, desde que Cristo apareció entre nosotros con la predicación del Evangelio, hasta el día del juicio. Y todo esto para que satisfechos con la perfección de la doctrina de Cristo aprendamos a no inventar otra doctrina nueva, ni, si alguno inventase algo, a recibirla.
Por eso no sin razón concedió el Padre a su Hijo la gran prerrogativa de ser nuestro Maestro y Doctor, ordenando que a l, y a ningún otro, escuchemos. Con bien pocas palabras nos recomendó su magisterio, al decir: “A él oíd” (Mt. 17,5); pero en estas pocas palabras se encierra más de lo que comúnmente se cree; porque es como si dijera que permanezcamos en esta sola doctrina sin tener en cuenta lo que los hombres enseñan; a El solo nos manda que le pidamos toda doctrina de vida, que de El solo dependamos, que a El solo nos lleguemos, y, en fin — según suenan las mismas palabras — que oigamos su sola voz.
Y verdaderamente, ¿qué debemos esperar o desear de los hombres, cuando la Palabra de vida se nos ha declarado familiar y abiertamente? Más bien, es necesario que toda boca humana se cierre una vez que ha hablado Aquel en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col. 2,3). Y ha hablado tal como debía hacerlo la sabiduría de Dios — la cual no tiene defecto alguno — y como debía hacerlo el Mesías, de quien habíamos de esperar la revelación de todas las cosas (Jn. 4,25); quiero decir, que después de hablar Él, no había de quedar lugar para nadie más.
8. La Iglesia debe tener corno Palabra de Dios la Ley, los Profetas y los escritos inspirados de los apóstoles
Debemos, pues, tener como incontrovertible que no se debe tener como Palabra de Dios, para que como tal tenga lugar en la Iglesia, otra doctrina que la contenida primeramente en la Ley y en los Profetas, y después en los escritos de los apóstoles; y que no hay otro modo auténtico de enseñar en la Iglesia sino el que se atiene a esto.
De ahí concluimos también que no se les permitió a los apóstoles otra manera de enseñar que la usada por los profetas; es decir, que explicasen las Escrituras antiguas y mostrasen que en Cristo se había cumplido lo que en ella se contenía; y, sin embargo, que no hiciesen esto sino por el Señor; es decir, con la asistencia del Espíritu de Cristo, dictándoles en cierta manera las palabras. Porque Cristo puso este límite a su embajada, al mandarles ir y enseñar, no lo que temerariamente se imaginasen, sino exclusivamente lo que El les había mandado (Mt. 28, 19-20). Ni pudo decir cosa más clara que lo que en otra parte afirma: “Pero vosotros no queráis que os llamen Rabí; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo” (Mt. 23,8). Y a fin de grabarlo mejor en su corazón, lo repite dos veces en el mismo lugar. Y como debido a su ignorancia no podían entender lo que habían oído y aprendido de boca de su Maestro, les promete el Espíritu de verdad, que los encaminará a la verdadera inteligencia de todas las cosas. Porque hay que advertir muy atentamente aquella restricción en que se dice que el oficio del Espíritu Santo es traerles a la memoria todo lo que antes les había enseñado de su boca.
9. La Iglesia no puede sino administrar esta Palabra, y atreverse a todo por ella, sin corromperla
Por esto san Pedro, muy bien adoctrinado por su Maestro, no toma para si mismo ni para los otros más autoridad de la que debía; o sea, dispensar la doctrina que Dios le había confiado. “Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios” (1 Pe. 4, 11); quiere decir, no titubeando, como suelen hacerlo los que tienen mala conciencia, sino con gran confianza, como conviene que hable el siervo de Dios. ¿Y qué otra cosa significa esto, sino dejar a un lado todas las invenciones del entendimiento humano, sean de quien fueren, pretendiendo que no se enseñe y aprenda en la Iglesia de los fieles la pura Palabra de Dios; y echar por tierra todas las doctrinas, o mejor dicho, las invenciones de los hombres, de cualquier condición y estado que fueren, para que permanezcan sólo las disposiciones de Dios?
Estas son las poderosas armas espirituales dadas por Dios para la destrucción de fortalezas, con las que los soldados leales de Cristo derriban “argumentos, y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10,4-5). He aquí la suma autoridad que los pastores de Cristo, llámense como quieran, deben tener: que armados con la Palabra de Dios sean animosos para acometer cualquier hazaña, de manera que fuercen todo el poder, la gloria, sabiduría y alteza del mundo a someterse y a obedecer a la Palabra de Dios; y confiados en su virtud tengan dominio sobre todos, desde el mayor al más pequeño; que edifiquen la casa del Señor y destruya a la de Satanás; apacienten a las ovejas; ahuyenten a los lobos; instruyan y exhorten a los dóciles; convenzan a los rebeldes y contumaces, los riñan y sujeten, aten y desaten; y, en fin, si fuere preciso, truenen, lancen rayos; pero todo dentro de la Palabra de Dios.
Sin embargo, como ya lo he advertido, entre los apóstoles y sus sucesores hay la diferencia de que aquéllos fueron intérpretes ciertos y auténticos del Espíritu Santo y que, por tanto, sus escritos se deben tener por oráculos divinos; y en cambio, los otros no tienen más oficio que enseñar lo que está escrito en la Sagrada Escritura. Concluimos, pues, que los ministros fieles de Dios no tienen autoridad para hacer ningún dogma o articulo de fe nuevo, sino que deben sencillamente atenerse a la doctrina a la cual Dios sujeté a todos, sin exceptuar a persona alguna. Al decir esto, no solamente quiero mostrar qué es lo que cada uno en particular debe hacer, sino también lo que debe hacer toda la Iglesia.
Por lo que hace a cada uno en particular, san Pablo fue ciertamente constituido por Dios apóstol de los corintios, y sin embargo niega que se enseñoree de su fe (2 Cor. 1,24). ¿Quién, pues, se atreverá a arrogarse a sí mismo el señorío que san Pablo asegura que no le pertenece a él? Y si el Apóstol hubiera aprobado esta desenfrenada licencia de que todo cuanto el pastor enseña se debe creer por el mero hecho, nunca hubiera ordenado a sus corintios que dos o tres profetas hablasen y los demás juzgasen; y que si alguno de los que estaban sentados tenía alguna revelación, que el primero callase (1 Cor. 14, 29-30). De esta manera, sin excluir a nadie, a todos los sometió a la censura de la Palabra de Dios.
Dirá alguno que otro es el procedimiento de la Iglesia universal. Respondo que san Pablo solucionó esta dificultad en otro lugar, al decir que “la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom. 10, 17). Si la fe depende de la sola Palabra de Dios; si solamente en ella debe fijar sus ojos, y en ella exclusivamente se apoya, ¿qué lugar queda ya para la palabra de los demás? Y no puede tener de ello duda alguna el que supiere bien lo que es la fe. Porque la fe debe tener tal firmeza, que permanezca invencible y sin temor frente a Satanás, frente a todas las maquinaciones del infierno, y frente a todo el universo. Esta firmeza sólo la encontramos en la Palabra de Dios.
Además de esto, debemos tener aquí presente una razón general. Dios quita a los hombres la facultad de formular nuevos dogmas, a fin de ser Él solo el Maestro que nos enseñe la doctrina espiritual; porque sólo Él es veraz, incapaz de engañar ni mentir. Esta razón se aplica lo mismo a toda la Iglesia en general, que a cada fiel en particular.
10. La tiránica doctrina de la iglesia romana
Si cotejamos esta autoridad de la Iglesia, de que hemos hablado, con aquella de que se glorían los tiranos espirituales, que falsamente se llaman obispos y prelados de la Iglesia, veremos que no conviene la una con la otra más de lo que coincide Cristo con Belial. No es mi propósito al presente exponer de que manera y cuán cruelmente han ejercido su tiranía; solamente trataré de la doctrina que actualmente sostienen, primeramente en sus escritos, y luego a sangre y fuego.
Infalibilidad de los concilios universales. Y como ellos admiten como cosa cierta que el concilio universal es la verdadera imagen de la Iglesia, fundados en este principio concluyen que indudablemente los concilios universales son regidos por el Espíritu Santo, y que por tanto, no pueden errar. Pero como son ellos los que rigen los concilios, e incluso los hacen, se atribuyen a si mismos todo cuanto afirman que se debe a aquéllos. Y así quieren que nuestra fe dependa de ellos, de tal manera, que todo cuanto determinaren en pro o en contra, debamos tenerlo por absolutamente cierto; y que todo cuanto ellos aprobaren, lo aprobemos sin oposición alguna; y si alguna cosa condenan, la demos por condenada. Pero entretanto, ellos a su antojo y sin hacer caso alguno de la Palabra de Dios formulan nuevos dogmas, a los cuales quieren que se dé crédito; y no tienen por cristiano más que a quien sin dudar admite todos sus dogmas, tanto afirmativos como negativos; al menos con fe implícita. Porque dicen que la Iglesia tiene autoridad para formular nuevos artículos de fe.
11. Refutación de las pretensiones romanas sobre la infalibilidad de los concilios
Veamos primeramente las razones con las que confirman que se ha dado a la Iglesia esta autoridad. Luego veremos de cuánto les sirve lo que alegan, respecto a la Iglesia.
1º. Afirman que la Iglesia posee admirables promesas de que jamás su Esposo la ha de abandonar, sino que siempre será guiada por su Espíritu por el camino de la verdad.
Pero las promesas que alegan, muchas de ellas pertenecen no menos a cada fiel en particular que a toda la Iglesia en general. Porque aunque el Señor hablaba con los doce apóstoles cuando decía: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28.20); y: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad” (Jn. 14, 16-17), no prometía esto sólo a los doce, sino también a cada uno de ellos, e incluso también a los otros discípulos que ya tenía, o que habían de serlo.
Y al interpretar aquellas promesas llenas de consolación como si no hubieran sido hechas a ningún cristiano en particular, sino únicamente a la Iglesia en general, ¿qué hacen sino quitar a lodos los cristianos la confianza que en ellas tenían para cobrar ánimo? No niego yo que la asociación de los fieles en general esté adornada con gran diversidad de dones y enriquecida con un tesoro mucho más rico que cada uno en particular; ni tampoco quiero que se entienda en el sentido de que los fieles en general tienen por igual los dones del Espíritu de inteligencia y de doctrina, sino que no se debe conceder a los enemigos de Cristo que retuerzan la Escritura en otro sentido para defensa de su causa perversa.
Dejando, pues, esto a un lado, admito que el Señor está perpetuamente presente con los suyos y los rige con su Espíritu. Y este Espíritu no es espíritu de error, de ignorancia, de mentira y de tinieblas, sino Espíritu de revelación indubitable, verdad y luz; del cual sin falsedad alguna aprenden cuanto saben; quiero decir, la esperanza de su vocación y cuáles son las riquezas de la gloria de su herencia en los santos (Ef. 1,18). Mas como los fieles mientras viven en la carne reciben las primicias y un cierto gusto solamente de este Espíritu, aun aquellos que han recibido dones mucho mayores que los otros, lo mejor que pueden hacer es reconocer su flaqueza y mantenerse con toda solicitud dentro de los limites de la Palabra de Dios, a fin de no andar errando con su propio sentido, y que no se aparten del recto camino por estar vacíos de aquel Espíritu; pues solamente teniéndole a Él por Maestro se conoce dónde está la verdad y dónde la mentira. Porque todos ellos juntamente con san Pablo confiesan que no han llegado aún al blanco (Flp. 3, 12); y por tanto, se esfuerzan por aprovechar cada día más, en vez de gloriarse de su perfección.
12. 2°. Pero replicarán nuestros adversarios que todo lo que se atribuye en particular a cada uno de los santos, todo ello compete a la Iglesia
en su totalidad. Aunque esto tiene alguna apariencia de verdad, sin embargo no lo es. Porque el Señor distribuye de tal manera los dones de su Espíritu a cada uno de sus miembros según su medida, que no falte nada necesario a su Cuerpo al repartir los dones en común. Sin embargo, las riquezas de la Iglesia siempre están muy lejos de aquella perfección de que tanto alardean nuestros adversarios. Ciertamente la iglesia no está privada de nada, sino que tiene cuanto le basta, pues el Señor sabe muy bien lo que necesita; pero para mantenerla en la humildad y la modestia no le da más de lo que sabe que le conviene.
3°. Bien sé lo que a esto suele objetarse, que la iglesia ha sido purificada en el lavamiento del agua por la Palabra de vida, para que no tuviese mancha ni arruga (Ef. 5, 25-27); y por esto también en otro lugar se la llama “columna y baluarte de la verdad” (1 Tim. 3, 15). Pero en el primer texto se demuestra más bien lo que Cristo cada día obra en ella, que no lo que ya ha hecho. Porque si cada día santifica más y más a los suyos, los lava, los purifica y les quita las manchas, es evidente que aún tienen faltas y arrugas, y que su santificación todavía no es perfecta y total. Y seria muy vano y ridículo tener a la Iglesia por santa y totalmente sin mancha ninguna, cuando sus miembros están aún manchados y sucios. Es verdad, pues, que la Iglesia es santificada por Cristo, pero en ello no se ve más que un principio de esta su santificación. Su fin y perfección tendrá lugar cuando Cristo, el santo de los santos, verdadera y enteramente la llene de su santidad. Es verdad también que sus manchas y arrugas son borradas, pero de tal manera que cada día siguen borrándose, hasta que Cristo con su venida quite totalmente todo lo que queda. Y si no admitimos esto, necesariamente hemos de decir lo que los pelagianos decían: que la justicia de los fieles es perfecta en esta vida; y asimismo lo que los cátaros y donatistas: que la Iglesia no tiene defecto alguno.
El otro texto, según ya lo hemos declarado, tiene un sentido muy diferente del que ellos le dan. Cuando san Pablo instruye a Timoteo y le muestra el oficio del verdadero obispo, dice que él ha hecho esto a fin de que Timoteo sepa cómo se ha de conducir en la Iglesia. Y para que con mayor piedad y diligencia se dedique a ello, añade que la Iglesia es columna y baluarte de la verdad, ¿Qué otra cosa quiere decir con esto sino que la verdad de Dios se mantiene y conserva en la iglesia y esto por el ministerio de la predicación? Así lo dice él mismo en otro lugar: “Él mismo (Cristo) constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, . . .para que ya no seamos... llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres,
sino que siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo” (Ef. 4, 11-15). Así, pues, si la verdad no perece en el mundo, sino que conserva su vigor, es porque la Iglesia es su fiel guardiana, con cuya ayuda y apoyo se conserva. Y si esta custodia consiste en el ministerio profético y apostólico, síguese que toda ella depende de que la Palabra del Señor fielmente se conserve y mantenga su pureza.
13. Fuera de la Palabra, la Iglesia no tiene autoridad. No posee otra cosa que la Palabra
Y para que los lectores comprendan mejor cuál es el fundamento en que esta discusión ante todo descansa, diré en pocas palabras qué es lo que nuestros adversarios pretenden y en qué nos oponemos a ellos.
Su afirmación de que la Iglesia no puede errar, la interpretan como sigue: como la Iglesia se gobierna por el Espíritu de Dios, puede, evidentemente, prescindir de la Palabra; y dondequiera que esté no podrá sentir ni decir más que la verdad; por tanto, si determina alguna cosa fuera de la Palabra de Dios, se debe tener como si fuera el mismo oráculo divino pronunciado por su boca.
Nosotros admitimos que la Iglesia no puede errar en las cosas necesarias para la salvación, pero entendido en el sentido de que la Iglesia al no hacer caso de toda su sabiduría se deja enseñar por el Espíritu Santo y por la Palabra de Dios. La diferencia, pues, es ésta: ellos atribuyen autoridad a la Iglesia fuera de la Palabra de Dios; en cambio nosotros unimos ambas cosas inseparablemente. ¿Y qué hay de extraño en que la esposa y discípula de Cristo se someta a su Esposo y Maestro para depender siempre de Él? Pues el orden de una casa bien regulada es que la mujer obedezca y haga lo que el marido le manda; y la regla de una escuela bien dirigida es que en ella no se proponga otra doctrina sino la que el maestro enseña. Por tanto, que la Iglesia no sea sabia por sí misma, ni piense por su propia iniciativa, sino que deje a un lado su iniciativa allí donde el Señor ha hablado. De esta manera desconfiará de todo cuanto hubiera ella inventado, y sin dudas ni vacilaciones se apoyará sobre la Palabra de Dios con toda confianza y seguridad. Y así también confiando en La grandeza de las promesas que ha recibido tendrá en qué apoyar su fe admirablemente, de modo que no pueda dudar de que el Espíritu Santo está siempre con ella; Él es un gula perfecto y la dirige. Pero a la vez ha de recordar cuál es el uso que Dios quiere que se haga de este Espíritu: El Espíritu, dice el Señor, que yo enviaré del Padre os guiará a toda la verdad. ¿De qué manera? “Él os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn. 16,13; 14,26). No dice que hayamos de esperar otra cosa de su Espíritu sino que alumbrará nuestro entendimiento para recibir la verdad de su doctrina. Por eso dice muy bien Crisóstomo: “Muchos se jactan del Espíritu; pero los que hablan por sí mismos falsamente pretenden tenerlo. Como Cristo afirmaba que no hablaba por si mismo, sino que todo lo que decía era de la Ley y los Profetas; así si alguna cosa nos fuere enseñada fuera del Evangelio so título de Espíritu, no la creamos. Porque como Cristo es el cumplimiento de la Ley y de los Profetas, así lo es el Espíritu del Evangelio.”1 Tales son las palabras de Crisóstomo.
Ahora es fácil concluir cuán extraviados andan nuestros adversarios, los cuales únicamente se jactan del Espíritu Santo, para entronizar en su nombre doctrinas extrañas y muy contrarias a la Palabra de Dios, siendo así que Él siempre quiere estar unido con su Palabra. Y así lo afirma Cristo al prometerlo a su Iglesia, pues Él desea que guarde la sobriedad que le ha recomendado, y le ha prohibido que añada o quite cosa alguna a su Palabra. Este es un decreto inviolable de Dios y del Espíritu Santo, que nuestros adversarios procuran abolir cuando fingen que la Iglesia se rige por el Espíritu sin la Palabra.
1 Pseudo-Crisóstomo, Sermón sobre el Espíritu Santo, cap. X.
14. La desvergüenza de apelar a una tradición oral
Arguyen también que convenía que la Iglesia añadiese algo a los escritos de los apóstoles o que ellos mismos de palabra supliesen lo que no habían expuesto claramente en sus escritos, siguiendo en esto lo que Cristo les dijo: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar” (Jn. 16,12); y que estas cosas son las determinaciones que sin Escritura ninguna han sido introducidas solamente por uso y costumbre.
¿Qué desvergüenza es ésta? Es verdad que cuando el Señor dijo esto a sus discípulos eran aún ignorantes y groseros; pero, ¿seguían siéndolo aún cuando redactaron por escrito su doctrina hasta necesitar suplir de palabra lo que por ignorancia habían dejado de consignar? Si, por el contrario, guiados ya por el Espíritu de verdad, escribieron lo que escribieron, ¿qué impedimento pudo haber para que no consignaran en sus escritos un conocimiento perfecto de la doctrina evangélica?
Pero supongamos que es como ellos dicen, Díganme ahora, ¿cuáles eran las cosas que debían ser reveladas de viva voz? Si se atreven a ello les opondré las palabras de san Agustín, que habla de esta manera: “Si el Señor ha callado, ¿quién de nosotros dirá: son éstas o las otras? Y si se atreviere a decirlo, ¿cómo podrá probar lo que dice?”1
Pero, ¿a qué perder el tiempo en cosas superfluas, cuando los mismos niños saben que en los escritos de los apóstoles, que éstos tienen por imperfectos, se contiene el fruto de aquella revelación que el Señor les prometía entonces?
1 Tratados sobre san Juan. tr. XCVI.
15. Argumento de autoridad
Mas, ¿qué?, dicen. ¿No puso Cristo fuera de toda controversia cuanto la Iglesia enseñare o determinare, al mandar que sea tenido por pagano y publicano cualquiera que la contradijere? (Mt. 18,17).
Respondo que en este lugar no se trata de la doctrina, sino solamente de la autoridad de la Iglesia para corregir los vicios con censuras, a fin de que los amonestados o corregidos no se opongan a su juicio.
Pero dejando esto a un lado, resulta extraño que estos malvados tengan tan poca vergüenza que no duden en vanagloriarse con este testimonio. Porque, ¿qué pueden deducir de ahí, sino que no se puede menospreciar el consentimiento de la iglesia, la cual nunca se conforma más que a la verdad de la Palabra de Dios? Hay que escuchar a la Iglesia, dicen ellos. ¿Quién lo niega, puesto que ella nada dice sino la Palabra de Dios? Pero si pretenden algo más, sepan que estas palabras de Cristo no sirven para su propósito.
Ni tienen por qué tacharme de demasiado amigo de discusiones porque insisto tanto en que la Iglesia no debe inventar ninguna doctrina nueva; es decir, que no enseñe ni dé como oráculo divino más que lo revelado por el Señor en su Palabra. Cualquier persona desapasionada puede ver qué gran peligro se encierra en conceder a los hombres semejante autoridad. Bien claro está que se abre la puerta a los reproches y sutilezas de los impíos, al afirmar que lo que han determinado los hombres ha de tenerse entre los cristianos por oráculo divino.
Adviértase, además, que Cristo hablaba teniendo en cuenta las costumbres de su tiempo, y da ese título al consistorio de los judíos, a fin de que sus discípulos aprendiesen después a reverenciar a los ministros de la Iglesia. Mas si fuese como éstos dicen, cada ciudad y cada pueblo tendría la misma libertad de hacer nuevos dogmas.
16. Repulsa de los malos ejemplos
Los ejemplos que citan carecen en absoluto de valor. Dicen que el bautismo de los niños se usa no tanto por mandato expreso de la Escritura cuanto por decisión eclesiástica. Sería un miserable refugio, si para defender el bautismo de los niños tuviéramos que acogemos a la sola autoridad de la Iglesia. En otra parte se verá que esto es de muy distinta manera.
Objetan también que en toda la Escritura no se encuentra lo que dijo el concilio de Nicea: que el Hijo es consustancial al Padre. Con esto ofenden gravemente a los Padres, como si hubieran condenado temerariamente a Arrio por no haber opinado como ellos, mientras que él profesaba toda la doctrina contenida en los escritos de los profetas y de los apóstoles. Admito sin dificultad que la palabra consustancial no está en la Escritura; pero dado que tantas veces se lee en ella que hay un solo Dios; y además, que tantas veces llama la Escritura a Cristo verdadero y eterno Dios, uno con el Padre, ¿qué otra cosa hacen los Padres nicenos al declarar que era de una misma esencia, sino exponer simplemente el sentido natural de la Escritura?
De hecho, refiere Teodoreto que el emperador Constantino habló así al principio del concilio: "En la discusión de las cosas divinas debemos atenemos a la doctrina del Espíritu Santo; los libros de los evangelistas y los profetas claramente nos muestran la voluntad de Dios. Por tanto, dejando a un lado toda disputa, tomemos de las palabras del Espíritu Santo la decisión de la cuestión que ahora se trata."
A estas santas amonestaciones no hubo nadie que se opusiese; nadie que replicara que la Iglesia puede añadir algo por sí misma; que el Espíritu Santo no lo había revelado todo a los apóstoles; o que por lo menos no había llegado a conocimiento de sus sucesores; o cosa alguna semejante. Si es verdad lo que nuestros adversarios propugnan, muy mal hizo Constan tino en privar a la Iglesia de su autoridad. Además, que ninguno de los obispos se levantara para defenderla, no puede excusarse de traición, porque con su silencio hubieran sido traidores al derecho de la Iglesia. Teodoreto, por el contrario, cuenta que los Padres admitieron complacidos las palabras del emperador; luego consta que este nuevo dogma era entonces desconocido.