SERMÓN N° 17
AUTORIDAD Y REVERENCIA QUE DEBEMOS
A LA PALABRA DE DIOS*
(Este sermón está basado en los tres versos finales del capítulo anterior, y sobre el texto que sigue).
"Por tanto, Job, oye ahora mis razones, y escucha todas mis palabras. He aquí yo abriré ahora mi boca, y mi lengua hablará en mi garganta. Mis razones declararán la rectitud de mi corazón, y lo que sabe mis labios, lo hablarán con sinceridad. El espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida. Respóndeme si puedes; ordena tus palabras, ponte en pie. Heme aquí a mí en lugar de Dios, conforme a tu dicho; de barro fui yo también formado. He aquí, mi terror no te espantará, ni mi mano se agravará sobre ti (Job 33:1-7).
Yo comencé explicando la afirmación de Eliú, de haber hablado rectamente sin consideración de los mortales; una persona que quiere hablar rectamente, conforme a Dios tiene que tener los ojos cerrados en cuanto a la complacencia de los hombres. Porque si somos guiados ya sea por odio o por favor, no habrá buenos principios en nosotros, no habrá sino problemas. Sobre todo si se trata de enseñar en el nombre de Dios, tenemos que estar bien instruidos para apartarnos de todo sentimiento carnal. Y Eliú dijo de manera especial que Dios podía desarraigarlo, si daba importancia a la grandeza de los hombres. Ahora, a primera vista, parecería duro que Dios destruya a alguien por el solo hecho de magnificar alguna grandeza humana. Pero antes que nada notemos que cuando Dios nos concede la gracia de hablar en su nombre, nos corresponde dar autoridad a su palabra y recomendarla. Si nos distraemos mirando a las criaturas al extremo de no poder hablar con la debida libertad, ¿acaso no estamos deshonrando a Dios? Si una persona enviada por un príncipe terrenal, permite que otros hombres se burlen de ella, y desatiende su misión, y ella no se atreve a entregar el mensaje encomendado, ¿acaso ello no es una cobardía imperdonable? Dios nos recibe en su servicio, incluso a nosotros que somos solamente polvo en su presencia, que somos totalmente inútiles; nos da una misión honrosa de llevar su palabra, y quiere que sea entregada con toda autoridad y reverencia. Luego alguna persona nos hace temblar de manera que disfrazamos la verdad de Dios transformándola en mentira, o bien la llevamos de tal manera que ya no tendrá su derecho natural. Les pregunto, ¿no es eso un reproche tan grave que no se podría hacer otro mayor a Dios? Entonces, si la palabra de Dios no es llevada tan abierta y tan libremente que los hombres puedan honrar a Dios, no hay que asombrarse que haya un castigo preparado tal como lo describe Elifaz. De manera entonces, vamos a deducir una doble lección de este pasaje.
(1) Una es para aquellos que predican la palabra de Dios, que están en el oficio para enseñar como pastores. Estos tienen que tener una disposición tan firme que no se dobleguen ante nada ni nadie, como se dice en Jeremías, que en la lucha tiene que ser tan fuerte como el metal;1 porque al mundo nunca le faltará gran testarudez, y los que son llevados a alguna posición de dignidad u honor, no se dejan cautivar por la obediencia a Dios, sino que siempre levantan sus cuernos contra él. Cuando los hombres se olvidan de ellos mismos, al extremo de no poder sujetarse a aquel que los ha creado y formado, nos corresponde tener una constancia invencible, reconociendo que enfrentaremos enemistades y disgustos por el hecho de cumplir nuestra tarea; sin embargo, soportémoslo sin doblegarnos. Ustedes ven lo que nosotros, que somos ordenados como pastores para predicar la palabra de Dios, tenemos que recordar.
(2) A la gente también le corresponde recibir instrucciones generales. Por eso cuando venimos para escuchar un sermón, no traigamos aquí esa soberbia de enojarnos con Dios si somos amonestados por nuestros pecados. No traigamos ninguna amargura, como para estar enojados cuando nos ponen la mano en la llaga. No seamos tan necios y presuntuosos de pensar que Dios tendría que mantener su paz con nosotros; no pidamos ser eximidos con el pretexto de tener algunas cualidades buenas. Incluso si somos reyes y príncipes, nos corresponde inclinar nuestras cabezas para recibir el yugo de Dios; porque toda soberbia tiene que ser deshecha, como dice San Pablo. ^ Porque el evangelio es predicado para que tanto grandes como chicos se sometan a Dios y se dejen gobernar por él. Esto no es posible si no deponemos nuestra soberbia (como lo dice San Pablo en ese lugar) que se exalta a sí misma contra la majestad de nuestro Señor Jesucristo. No tenemos que esperar hasta ser forzados o impelidos a obedecer a Dios, sino que cada uno tiene que hacerlo voluntariamente. Que aquellos que están en posiciones encumbradas sepan que aunque fuesen más que reyes debieran humillarse ante la predicación de la verdad de Dios. ¿Y por qué? Porque tienen que ser conscientes de esto. ¿Qué señor o patrón ha enviado al que predica? Es precisamente aquel que tiene dominio soberano sobre toda la humanidad y a quien todos debieran estar sujetos. Si somos de condición humilde, les pregunto, ¿acaso no es necia furia querer que los hombres nos sustenten ocultando y cubriendo nuestras faltas, que, en efecto, la palabra de Dios sea falsificada en favor nuestro? ¿Acaso se puede transfigurar a Dios? ¡No! El quiere que su palabra sea su imagen viviente. Ahora, si queremos ser adulados es como pretender que Dios cambie su naturaleza despojándose a sí mismo a efectos de complacernos. ¿Y acaso es no es una temeridad diabólica? Luego vengamos para escuchar la palabra de Dios con toda humildad y modestia, sabiendo que en este sentido nuestra obediencia tiene que ser probada, y que ninguno debe ser eximido, sino que las faltas sean expuestas con toda libertad, tal como corresponde.
Ahora venimos a lo que agrega Elíu. "Job," dice, "oye ahora mis razones, y escucha todas mis palabras. He aquí, yo abriré ahora mi boca, y mi lengua hablará en mi garganta. Mis razones declararán la rectitud de mi corazón y lo que saben mis labios lo hablarán con sinceridad." Vean ustedes la declaración de Eliú a efectos de ser escuchado, es decir, que no hablará con fingimiento, ni como hombre de doble intención, sino que presentará las cosas con pureza, de acuerdo a cómo las conocía, y cómo las mismas le habían sido reveladas. Ese es el primer punto. En segundo lugar agrega, "He aquí, yo soy con respecto a Dios como eres tú," o "conforme a tu boca." La palabra que realmente usa significa "boca," pero a veces se la interpreta como "medida." Ahora, hemos visto anteriormente, que Job pedía a Dios que no le viniera con ningún terror como el que estaba sintiendo. "Si Dios fuese como yo," dice Job, "yo podría responderle; y aunque él tuviese completa autoridad sobre mí, sin embargo, yo podría defender mi caso." Vean cómo habló Job. Entonces esta expresión podría ser expuesta así: "He aquí, yo soy conforme a tu propia boca," es decir, "conforme a lo que tú has pedido," o también: "He aquí yo soy conforme a tu medida," es decir, con respecto a Dios "yo soy semejante a ti." Sin embargo, la intención siempre será la misma; por eso no tenemos que insistir demasiado en esta palabra. Consideremos siempre adonde quiere llegar Eliú, esto es, que él no es Dios como para atemorizar a Job, sino que es hecho de barro igual que Job, es decir, él también es una criatura mortal y frágil que no tiene fuerza propia. Porque "es," dice, "el Espíritu de Dios el que me ha formado, y el soplo del Omnipotente me ha dado vida." En resumen, vemos que Eliú le dice a Job que le hablará con tales razonamientos que quedará convencido de ellos. "Ya no debes alegar," dice, "que Dios te atemoriza, que su gloria te es terrible, y que no puedes obtener justicia de su mano; no debes decir eso. ¿Porque quién soy yo? He aquí soy un pobre tipo de tierra y barro. Es cierto que tengo aliento y vida, pero provienen de Dios, no obstante, soy tan frágil como tú. De modo que solamente la razón ha de prevalecer entre nosotros dos, y seguirás turbado." En resumen, vemos los dos puntos contenidos aquí. El primero es que Eliú declara que sus palabras son la rectitud de su corazón, y que no hablará ninguna cosa sino lo que ha pensado o concebido en su interior. Esto bien vale la pena de ser notado; porque consecuentemente deduciremos la disposición que debe tener aquel que lleva la palabra de Dios, es decir, que no debe balbucear con el extremo de su lengua, ni hacer comentarios ligeros, ni aun hablar por hablar; sino que, de acuerdo a lo que le ha sido enseñado por Dios eso debiera comunicar a los que están a su cargo, esto es lo que ha sido grabado en su interior. De manera entonces, ¿queremos servir a Dios con pureza en nuestro oficio? Sobre todo debemos controlar nuestra lengua, para que no hable nada sino lo que está grabado en nuestro corazón. En efecto, oímos lo dicho por David y citado por San Pablo (éste lo aplica a todos los ministros de la palabra de Dios), "He creído y por eso he hablado."3 Ciertamente, esto es en general para todos los cristianos e hijos de Dios; pero principalmente debiera ser observado por aquellos a quienes Dios ha ordenado como instrumentos de su Espíritu Santo. Siempre que hablamos Dios quiere ser oído por medio de nuestras personas. Puesto que nos ha hecho un honor tan grande, al menos debiéramos tener su doctrina grabada en nosotros, y allí debiera echar raíces, y luego nuestra boca debiera testificar que la conocemos. Dicho brevemente, nos corresponde haber sido enseñados por Dios antes que podamos ser señores y maestros. Especialmente cuando predicamos, que no sólo le prediquemos a otros; sino que nos incluyamos en el número de la compañía. Eso, digo, es lo que tenemos que observar.
En efecto, cuando una persona habla la palabra de Dios sin sentir ella misma un poder, ¿qué otra cosa está haciendo sino mera palabrería? Y ¡qué sacrilegio es eso! ¡Qué corrupción de la palabra de Dios! De modo entonces, pensemos diligentemente en nosotros mismos; y, cada vez que vayamos al pulpito meditemos bien en la lección que aquí se nos da, es decir, que la rectitud de nuestro corazón se manifieste en nuestra lengua. Por eso si vemos que la doctrina es recta, y que la persona que habla está tratando de edificarnos, sepamos que somos ingratos y completamente rebeldes contra Dios, si no escuchamos con toda humildad lo que él nos propone. Ahora bien, Eliú al hacer este prefacio, no está hablando humanamente, sino mostrando como Dios quiere sujetarnos a sí. ¿De qué manera? "Atiéndanme," dice, escúchenme, porgue no hay sino rectitud en mis declaraciones." Es como si en el nombre de Dios estableciera una regla, es decir, si la doctrina que se presenta es santa, y nosotros estamos convencidos de que lo es, pero luego no nos rendimos con toda reverencia para conformarnos a ella, no seremos culpables de haber resistido al hombre que nos habló, sino de haber provocado simplemente al Dios viviente. De modo entonces, que cada uno esté atento cuando es predicada la palabra de Dios; y puesto que es tanta su gracia con nosotros que nos levanta hombres para declararnos individualmente su voluntad, no seamos tan salvajes con él, más bien estemos dispuestos a ser enseñados en las cosas que sabemos que proceden de él. Y puesto que la ley, los profetas y el evangelio nos han sido comunicados por hombres cuya rectitud es suficientemente conocida y testificada, observemos que todo aquel que no se sujeta a esta doctrina ya no necesita otro juicio para ser condenado. En resumen, notemos que nuestro Señor ha autorizado a sus profetas y apóstoles para que la doctrina que nos dieron ya no sea puesta en duda, sino aceptada como una decisión irrevocable. Suficiente con esto para un tema. Al mismo tiempo se nos advierte que los fieles no tienen que ser deliberadamente tan estúpidos de recibir todo lo que se les dice, que, en cambio, examinen si la doctrina proviene de Dios o no. Y por eso es que se nos manda a probar los espíritus. Y esto tiene que ser notado cuidadosamente. Porque vemos que los pobres papistas se dejan llevar sin discreción alguna, y la fe que tienen no es más que pura estupidez, porque tienen que cerrar sus ojos y no razonar más. Al contrario, Dios quiere que pensemos y que tengamos la prudencia para no ser engañados ni seducidos por las doctrinas falsas que la gente nos trae. ¿Cómo ocurrirá eso? Ciertamente no tenemos que presumir de juzgar la verdad de Dios conforme a nuestro juicio e imaginación, más bien nuestro razonamiento y entendimiento tienen que estar sujetos a él, como lo muestran las escrituras. No obstante, tenemos que orar a Dios que quiera darnos prudencia para así discernir si lo que se nos propone es o no bueno y recto. Además, que con toda humildad no pretendamos otra cosa que ser gobernados por él, y estar bajo su mano, con la certeza de que de esta manera seremos capaces de saber si hay rectitud o no en las declaraciones que se nos proponen.
Eso también es lo que alega nuestro Señor Jesús cuando quiere que recibamos sus dichos. "No busco mi propia gloria" dice, "sino la gloria de aquel que me ha enviado."^ Entonces, tenemos que inquirir siempre en la intención del hombre que habla. Porque si vemos que el fin perseguido es que Dios sea glorificado y que tenga dominio sobre todos los nombres, ya no debe haber disputas al respecto; tenemos que darnos por totalmente satisfechos. Pero si contrariamente su doctrina tiende a oscurecer la gloria de Dios, de apartarnos de su servicio, de aumentar la ambición y vanidad, de manera que no seamos edificados para ser verdaderos templos de Dios; si con su doctrina no somos establecidos como para someternos totalmente a Dios invocándole con pureza, confiando y descansando en su gracia y en su bondad paternal; entonces, ciertamente, debemos notar que no hay rectitud. Es cierto que si en primer lugar Dios no nos hubiera mostrado lo que es la verdadera rectitud, ahora estaríamos seriamente incapacitados, pero teniendo los principios que él nos ha dado, será error nuestro si fallamos. He aquí, Dios dice que quiere ser exaltado y que los hombres reconozcan que toda bondad proviene de él; nuevamente, también quiere tener todo el señorío y gobierno sobre nuestra vida, y de esa manera tenernos de tal modo bajo su control que seamos gobernados por él, conforme a su buena voluntad. El quiere que los nombres queden totalmente despojados y exentos de la confianza en su propia justicia, sabiduría y fuerza; quiere que saquemos el agua de nuestro señor Jesucristo como de la fuente de toda bondad; quiere que le invoquemos con pureza; quiere que los sacramentos por él ordenados sean recibidos como testimonios de su gracia, y como medios y auxilios que nos invitan a servirle con un corazón tanto más libre y sincero. Estas son cosas en las cuales no puede haber sombra, ni ninguna oscuridad ni dificultad. De modo entonces, tengamos siempre esta piedra de toque cuando venimos para probar alguna doctrina. Entonces sabremos si es recta o torcida, verdadera o falsa, pura o corrupta y mezclada, conforme a la verdadera rectitud que Dios nos ha mostrado. Digo, ya no tenemos que estar rodeados de dudas sobre este asunto; solamente abramos nuestros ojos y luego oremos a Dios que quiera guiarnos mediante su Espíritu Santo; porque sin ello estaremos yendo de un lado a otro incapaces de discernir, como los niñitos; según dice San Pablo "El Espíritu de Dios tiene que ser como lámpara para alumbrarnos,"5 de lo contrario nunca comprenderemos los secretos de Dios. Estos son espirituales en tanto que nosotros, por naturaleza, somos carnales y terrenales, y nosotros siempre estamos doblados hacia abajo. Pero si Dios nos ilumina por su Espíritu Santo, nosotros juzgaremos la doctrina y discerniremos de tal manera que no podremos ser engañados por ninguna de todas las tentaciones de Satanás. Y aunque no envíe seductores, y levante muchos autores de discordias, que tratan de trastornar todas las cosas, no obstante, eso no podrá vencernos, siempre y cuando el Espíritu de Dios sea nuestra luz. Además, aunque a veces Dios hable por boca de los malvados (como se ha dicho que a veces el reino de nuestro Señor Jesucristo será avanzado accidentalmente, que los hipócritas o gente que no tiene temor de Dios, gente que, en cambio, es motivada por vanagloria y otras vanidades, podrán servirle por un tiempo, y Dios recomendará su doctrina para salvación de los elegidos, aunque ello sea para mayor condenación de aquellos) aunque entonces, esto pueda ocurrir a veces, sin embargo, no es lo común. Porque cuando Dios quiere que seamos edificados en él, inmediatamente levanta a hombres que hablan de todo corazón y claramente y, en efecto, les da tal unción a la palabra que sale de sus bocas que los hombres pueden reconocer el poder de su Espíritu Santo, como también San Pablo lo dice. Y es por eso que quienes están en el oficio de predicar la palabra de Dios tienen que practicar tanto mejor lo que he dicho, es decir, de ser instruidos ellos mismos antes de exponer algo, de manera que su corazón hable antes que sus bocas. Para hacer esto, pidan a Dios que quiera tocarlos de tal manera en lo más íntimo, que puedan tener su palabra bien arraigada en el alma, que puedan ser capaces de servir a sus semejantes y percibir que no están avanzando inadvertidamente por ellos mismos, sino que son competidos por el Espíritu Santo. Entonces ustedes ven lo que tenemos que recordar en este pasaje.
Ahora bien, en segundo lugar, Eliú afirma ser un hombre transitorio y frágil de manera que no puede atemorizar a Job, y que no quiere ganar el argumento excepto mediante la razón y la verdad. Antes de llegar al punto principal tenemos que observar de paso el tipo de discurso que utiliza: que el Espíritu de Dios lo ha creado, y que el soplo del Omnipotente le ha dado vida; y, además, que él solo es barro y cieno. Esto es digno de ser notado por todos los hombres. Porque si pudiéramos recordar adecuadamente lo que aquí se nos muestra, sin lugar a duda todo orgullo en nosotros sería sepultado. Porque, ¿por qué se glorifican los hombres a sí mismos y por qué son tan presuntuosos, cuando, en primer lugar no saben reconocer su origen, y en segundo lugar no saben cómo ser totalmente conscientes de que cuántos bienes tienen los tienen de parte de Dios y que no es herencia sino que tanto la vida como todo lo demás les pertenece porque a Dios le agrada preservarlo? Si entonces los hombres pudieran recordar primero de dónde vienen, y en segundo lugar, que todo el bien que hay en ellos lo tienen únicamente por la gracia de Dios, ciertamente se humillarían de verdad. Por eso dice que somos hechos de tierra y cieno. Ahora bien, podemos j acatarnos y recomendarnos todo lo que queramos, pero no podemos cambiar nuestra naturaleza. Por eso, si una persona se ve tentada por el orgullo y quiere elevarse demasiado, que se examine a sí misma y considere: "¿De dónde provengo? ¿De dónde me tomó Dios?" Basta con que nuestros pies estén embarrados para creernos indignos. Basta con que la suciedad toque nuestros zapatos para que nos parezca estar sucios. Sin embargo, somos completamente hechos de barro. Por eso no debemos olvidar nunca nuestro origen, es decir, "no eres más que tierra y barro." Es cierto que este dicho es suficientemente popular y que toda persona lo confiesa, pero entre tanto, nadie lo reconoce. Un reconocimiento así nos purgaría de todo nuestro orgullo. ¿Qué es la impertinente presunción que hay en los hombres, sino viento porque se hinchan de arrogancia, y se olvidan de ellos mismos? Tanto más entonces, debemos pesar bien este discurso en el cual se dice, "somos creados de barro y cieno." Es cierto que habría alguna dignidad y excelencia en nuestra naturaleza digna de ser recomendada si fuésemos sinceros, pero no nos sería lícito enorgullecemos de ello. Puesto que así como somos estamos corrompidos en Adán; es cierto, debiéramos estar doblemente avergonzados. ¿Y por qué? Fuimos creados a la imagen de Dios. ¿Y cómo está esa imagen ahora? La imagen está desfigurada; estamos tan pervertidos que la marca que Dios ha puesto en nosotros para ser glorificado por medio de ella, se ha vuelto para vergüenza suya; y todos los dones de gracia que nos fueron concedidos son otros tantos testigos para declararnos culpables delante de Dios, porque nosotros los corrompemos; y mientras continuemos en nuestra naturaleza, no hacemos sino abusar de los beneficios que hemos recibido aplicándolos al mal. De esa manera ustedes ven que nuestra confusión siempre aumenta con los dones que Dios nos ha comunicado. Pero supongamos que fuésemos libres de corrupción como nuestro padre Adán al principio. ¿Y acaso por eso hemos de presumir de nosotros mismos bajo el pretexto de haber sido ennoblecidos por Dios? Cuánto tenemos proviene de él. ¿Qué nos separa de las bestias brutas y nos hace más excelentes? ¿Acaso lo hemos adquirido por nuestra propia capacidad? Lo hemos adquirido por nuestra propia fuerza? ¿Lo tenemos por herencia de nuestros ancestros? ¡De ninguna manera! Lo tenemos porque Dios nos lo ha dado en su propia libre bondad. De modo entonces, ¿qué queda por hacer, sino humillarnos?
Ustedes ven en general, lo que tenemos que recordar de este pasaje, donde Eliú confiesa ser hecho de barro, y que se lo debe a Dios el tener vida y aliento, ya que estos le fueron comunicados por la mera bondad de Dios. Sin embargo, aquellos que Dios quiere que le sirvan en puestos de honor deben recordar tanto más esta lección. Porque cuando Dios extiende su mano a los hombres y los pone en cierto grado de honor, no es para que se exalten, sino más bien para que reconozcan cuánto están obligados a él, para ser motivados tanto más para honrarlo, y que debieran agudizar y aplicar todo su ingenio y todos sus sentidos a ello para que Dios sea honrado por ellos; como está escrito que un candelabro no tiene que ser escondido, sino puesto sobre la mesa, o sobre una mesada, para que pueda iluminar toda la casa. Aquellos entonces, a quienes Dios ha mostrado el favor de exaltarlos a algún llamamiento más elevado, o más digno, tendrían que ser tanto más encendido para iluminar a sus semejantes y darles un ejemplo tal de que la gracia que han recibido realmente no sea estrangulada. Esto es lo que tenemos que observar aquí en segundo lugar. En cuanto a esto observemos, en términos generales, que los hombres no pueden atribuir a Dios la gloria debida, a menos que se despojen totalmente de sí mismos. Porque mientras pretendemos reservar una pequeña parte, en esa misma medida disminuimos la gloria de Dios. ¿Qué hay que hacer entonces? Cuando hayamos analizado cuidadosamente el bien que hay en nosotros, contemos lo que hemos recibido y reconozcamos que tenemos nada por nosotros mismos que no hayamos recibido. De esta manera es como los hombres dejarán de despojar a Dios de su alabanza, es decir, cuando estudien para conocerse a sí mismos no dejando una sola gota de bondad propia, sino que cada detalle es puesto en un inventario de aquello por lo cual somos responsables delante de Dios. Además, cuando nuestros egos son aniquilados de esa manera, no perdemos nada; porque no dejaremos de ser vestidos nuevamente; en efecto, si estamos verdaderamente unidos a Dios tributándole la debida alabanza, seremos mucho más ricos que aquellos que están tan llenos de presunción, suponiendo poseer, no sé qué clase de herencia. De manera entonces, no tengamos miedo de toda gloria; porque nuestro Señor no quiere que seamos privados de ningún bien; no obstante, es preciso que seamos turbados. Sin embargo, cuando sabemos que no podemos hacer hada, excepto aquello que nos es concedido desde lo alto, seamos sabios para aplicar todo lo que Dios pone en nosotros al uso por él indicado. Porque nuestro Señor no nos ha investido con los poderes de su Espíritu Santo excepto porque quiere que los mismos sean aplicados a un buen propósito; no deben permanecer sin uso. Por eso, seamos sabios para que lo recibido sea presentado y ofrecido a Dios como en sacrificio, y puesto que con ellos quiere promover la salvación de nuestros semejantes, tengamos, sobre todas las cosas, consideración de edificarnos los unos a los otros. Ustedes ven lo que tenemos que recordar aquí.
Ahora vengamos a las proposiciones hechas aquí por Eliú, y a la médula de la misma. Eliú dijo, "El Espíritu de Dios me ha creado, y su aliento me ha dado vida. De manera entonces," dice, "no hay terror en mí para atemorizarte," sino que únicamente prevalecerá la razón. Aquí Eliú muestra cuál es la tarea de un buen maestro, es decir, que debe mirarse adecuadamente a sí mismo y contemplarse, antes de abrir su boca. ¿Y por qué? Porque aquellos que no han conocido su propia fragilidad no tendrán compasión de sus semejantes, y cuando quieran amonestar a aquellos que han fallado, lo hacen con tal violencia que los extraviados se extravían aun más, en vez de volver al buen camino. Cuando se trata de consolar, no tienen la habilidad para hacerlo; cuando se trata de enseñar lo hacen con desdén. Por eso, si queremos enseñar adecuadamente la palabra de Dios, comencemos conociendo nuestras propias debilidades. Y conociéndolas seremos motivados a tal modestia y benignidad que tendremos un buen espíritu para pronunciar la palabra de Dios. Es cierto que, habiendo muchos que están llenos de orgullo y rebelión, la palabra de Dios tiene que serles como un martillo para aplastar y quebrantar su dureza; de todos modos, en primer lugar, hemos de enseñar a aquellos que se manifiestan dóciles. ¿Y cómo vamos a hacerlo excepto que hayamos comprendido que debemos sufrir con ellos? Pero no podemos sufrir con ellos si no sentimos cuan frágiles somos nosotros mismos. Porque aquel que no conoce sus propias debilidades no tiene compasión para compartir los dolores de otros y de responder a ellos. De manera entonces, ¿queremos enseñar fielmente a los ignorantes? Tenemos que entender que no hay nada sino ignorancia en nosotros mismos y que con nosotros hubiera sido peor que con todos los demás, si Dios no nos hubiera dado lo que de él hemos recibido. Nuevamente, ¿queremos consolar a los angustiados y afligidos? Entendamos, en primer lugar, lo que significa estar afligido; hayamos arrevesado nosotros mismos ese camino, y hayamos sido tocados con aflicción y tristeza para poder consolarnos con aquellos que están sufriendo, y saber cómo sufrir con ellos. Si luego queremos amonestar a los que han fallado, no lo hagamos con demasiada violencia, más bien apiadémonos de su destrucción. Es cierto que algunas veces hay que unir inmediatamente la vehemencia, porque cuando vemos perecer las almas desgraciadas, no hay tiempo de estarlas lisonjeando; si los hombres son obstinados en su rebelión, no solamente tenemos que punzarlos sino herirlos en el más hondo. En efecto, pero anteriormente tenemos que haber hecho lo siguiente: es decir, tenemos que haber conocido nuestras propias debilidades y tiene que entristecernos el trato riguroso. Así también, aunque el padre castiga a sus hijos y usa palabras mucho más rudas con ellos que con extraños, no obstante, su corazón sangra al tener que transformarse así. Observemos entonces que una persona nunca será indicada como maestro, hasta no haber asumido un afecto paternal y haber conocido, en primer lugar, sus propias debilidades. Estas lo moldearán a ser suficientemente compasivo como para apiadarse de todos aquellos con quienes tiene que tratar. Esto es lo que se nos muestra aquí por medio de Eliú.
Además, todos aquellos que han sido puestos en lugares de autoridad consideren bien que no deben abusar del poder ejerciendo tiranía mediante la opresión de sus inferiores. De lo contrario, tendrán que rendir doble cuenta delante de Dios si bajo el pretexto de la autoridad quieren que los hombres le teman y estén aterrorizados por ellos, sin buscar principalmente el honor de Dios y la salvación de aquellos que les han sido encomendados. Vean como Ezequiel habla de los malos pastores que con tiranía maltrataron al pueblo de Dios.6 Dice que gobernaron con poder y con toda autoridad. Pero, por el contrario, se nos muestra aquí que todos aquellos que quieren conducirse realmente con Dios y con sus semejantes, al ser puestos en lugares más altos, no por eso deben exaltarse ellos mismos, sino más bien, saber que, si intentan ejercer el terror para atemorizar a la pobre gente, Dios tendrá que mostrarles que su intención no era la de poner bestias salvajes que aterroricen a su rebaño ni cabras que lo empujen con sus cuernos y enturbien sus aguas, como dice aquí este pasaje de Ezequiel.7 Dios quiere mostrar entonces que aquellos a quienes ha dado la espada y el asiento de justicia, y aquellos a quienes ha puesto en el pulpito para enseñar su palabra, no están allí para ser cabras que pisoteen y opriman a las pobres ovejas. Ustedes ven lo que tenemos que notar en este pasaje. En cuanto a esto Eliú muestra cómo debiéramos recibir la doctrina: esto es, si sabemos que es verdadera y recta, tenemos que aprobarla sin contradicción, aunque no seamos forzados ni compelidos.
Ustedes ven entonces lo que tenemos que recordar en cuanto a las circunstancias y al lugar de la proposición. Es decir, cuando nos es propuesta una doctrina, muy bien, el que habla solo es una persona mortal. Pero, ¿vemos que es recto y verdadero? Sepamos que replicándole no sólo combatimos a Dios sino también a nuestra propia conciencia, que es juez suficiente para condenarnos. De esto podemos deducir una advertencia útil: es que cada vez que la doctrina presentada es recta, ya no tiene que haber objeciones. Porque nada ganaremos discutiendo. Si es verdad, tenemos que someternos. Además, esto no debe impedirnos de poner la majestad de Dios delante de nuestros ojos, porque la doctrina que nos es propuesta no debe ser juzgada por nuestro propio ingenio y fantasía. Por eso es preciso combinar dos cosas. Una es que decidamos nuestra disposición de obedecer a Dios, haciendo esta conclusión: "Nuestro Creador tiene que tener toda majestad, y nosotros debiéramos estar sujetos a El." Esta es la preparación que hay que hacer. Luego tenemos que juzgar, es decir, tenemos que examinar la doctrina, y no con orgullo, no pensando que somos suficientemente sabios por nosotros mismos, sino orando a Dios que él quiera gobernarnos mediante su Santo Espíritu, para que podamos seguir la doctrina que él nos ha mostrado. Ustedes ven entonces las dos cosas que tienen que ser combinadas. Y esta combinación no produce confusión. Porque aquel que está preparado para obedecer a Dios, no por eso dejará de abrir sus ojos para considerar cómo distinguir entre lo falso y lo verdadero. Sin embargo, aprendamos a no ser tan temerosos de no considerar al hombre que habla; reconozcamos en cambio que Dios nos hace un gran favor al complacerse en usar sus criaturas y a descender tanto a nosotros que nuestra ocasión de considerar su palabra sea mayor. Porque si viniera a nosotros en su majestad estaríamos perdidos; pero cuando se nos presenta por medio de hombres se acomoda a nuestras debilidades para que podamos conocer más convenientemente su verdad la cual él nos propone.
Ustedes ven entonces, en resumen, lo que hemos de recordar de este pasaje, y el resto quedará para mañana.
Ahora inclinémonos en humilde reverencia ante el rostro de nuestro Dios.
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NOTAS DELTEXTO
SERMÓN NO. 17
*Sermón 122 en Calvini Opera, Corpus Reformatorum, V. 35, pp. 40-52.
1.Francés: qu'il faut qu'il prenne un front d'airain pour batailler. Jeremías 15:20 "Y te pondré en este pueblo por muro fortificado de bronce."
2.II Corintios 10:5.
3.Salmo 116:10; II Corintios 4:13.
4.Juan 8:50.
5.Efesios 1:18.
6.Ezequiel 34:4.
7.Ezequiel 34:18.