John Fox nació en Boston, en el condado de Lincolnshire (Inglaterra) en 1517, donde se dice que sus padres vivían en circunstancias respetables. Quedó huérfano de padre a una edad temprana, y a pesar de que su madre pronto volvió a casarse, permaneció bajo el techo paterno. Por su temprana exhibición de talento y disposición al estudio, sus amigos se sintieron impelidos a enviarlo a Oxford, para cultivarlo y llevarlo a la madurez.
Durante su residencia en Oxford, se distinguió por la excelencia y agudeza de su intelecto, que mejoró con la emulación de sus compañeros de estudios, junto con un celo y actividad incansables. Estas cualidades pronto le ganaron la admiración de todos, y como recompensa por sus esfuerzos y conducta gentil fue escogido «Fellow» del Magdalen College, lo que era considerado como un gran honor en la universidad, y que pocas veces era concedido: sólo en casos de gran distinción. La primera exhibición de su genio fue en poesía, y compuso algunas comedias latinas, que aún existen. Pero pronto dirigió su atención a una cuestión más seria, al estudio de las Sagradas Escrituras: y la verdad es que se aplicó a la teología con más fervor que prudencia, y descubrió su parcialidad hacia la Reforma, que para entonces había comenzado, antes que conociera a los que la apoyaban, o a los que le habían protegido. Y esta circunstancia vino a estar en el origen de sus primeros problemas.
Se dice que afirmó en muchas ocasiones que lo primero que lo llevó a su examen de la doctrina papista fue que vio diversas cosas de lo más contradictorias entre sí impuestas sobre los hombres a la vez; por esta razón su resolución y afán de obediencia a la Iglesia sufrieron una cierta sacudida, y gradualmente se estableció un desagrado hacia el resto.
Su primer cuidado fue investigar la historia antigua y la moderna de la Iglesia; determinar su origen y progreso; considerar las causas de todas aquellas controversias que habían surgido en el intervalo, y sopesar diligentemente sus efectos, solidez, debilidades, etc.
Antes de llegar a los treinta años había estudiado los padres griegos y latinos, y otros eruditos autores, las transacciones de los Concilios y los decretos de los consistorios, y había adquirido un conocimiento muy competente de la lengua hebrea. A estas actividades dedicaba frecuentemente una parte considerable de la noche, o incluso la noche entera; y a fin de relajar su mente después de un estudio tan incesante, acudía a una arboleda cercana al colegio, lugar muy frecuentado por los estudiantes al atardecer, debido a su recóndita lobreguez. En estos paseos solitarios se le oía con frecuencia emitir profundos sollozos y suspiros, y con lágrimas derramar sus oraciones a Dios. Estos retiros nocturnos, posteriormente, dieron origen a las primeras sospechas de su alejamiento de la Iglesia de Roma. Apremiado a que diera una explicación de su conducta, rechazó inventar excusa alguna; expuso sus opiniones; así, por sentencia del colegio, fue declarado convicto, condenado como hereje, y expulsado.
Sus amigos, al conocer este hecho, se sintieron sumamente ofendidos, y le ofrecieron, cuando había sido así rechazado por los suyos, un refugio en casa de Sir Tliomas Lucy, de Warwickshim, adonde fue llamado como preceptor de sus hijos. La casa está cerca de Stmtford-on-Avon, y fue este lugar el que, pocos años después, fue la escena de las tradicionales expediciones de pesca clandestina del niño Shakespeare. Fox murió cuando Shakespeare tenía tres años.
Posteriormente, Fox contrajo matrimonio en la casa de Sir Lucy. Pero el temor de los inquisidores papistas le hizo huir pronto de allí, por cuanto no se contentaban con castigar delitos públicos, sino que comenzaban también a inmiscuirse en los secretos de familias privadas. Comenzó ahora a considerar qué debía hacer para librarse de mayores inconvenientes, y resolvió dirigirse a la casa de su suegro.
El padre de su mujer era ciudadano de Coventry, y sus simpatías no estaban contra él, y era más que probable que se le pudiera persuadir, por causa de su hija. Resolvió primero ir a casa de él, y antes, mediante cartas, ver si su suegro le recibiría o no. Así lo hizo, y como respuesta recibió el siguiente mensaje: «Que le parecía cosa dura aceptar en su casa a alguien que sabía que era culpable y que estaba condenado por un delito capital; y que tampoco ignoraba el riesgo en que incurriría al aceptarlo; sin embargo, actuaría como pariente, y pasaría por alto su propio peligro. Si cambiaba de idea, podía acudir, bajo la condición de que estaría tanto tiempo como deseaba; pero si no podía persuadirse, que tenía que contentarse con una estancia más breve, y no poner en peligro ni a él ni a su madre.»
No se debía rechazar ninguna condición; además, fue secretamente aconsejado por su suegra que acudiera, y que no temiera la severidad de su suegro, «porque quizá era necesario escribir como lo hacía, pero si se daba la ocasión, compensaría sus palabras con sus acciones.» De hecho, fue mejor recibido por ambos que lo que había esperado.
De esta manera se mantuvo oculto durante un cierto tiempo, y después emprendió viaje a Londres, durante la última parte del minado de Enrique VIII. Siendo desconocido en la capital, se encontró con muchas estrecheces, e incluso quedó reducido al peligro de morir de hambre, si la Providencia no se hubiera interpuesto en su favor de la siguiente manera:
Un día, estando Fox sentado en la Iglesia de San Pablo, agotado tras largo ayuno, un extraño se sentó a su lado, y le saludó cortésmente, poniendo una suma de dinero en su mano, y exhortándole a que cobrara buen ánimo. Al mismo tiempo le informó que al cabo de pocos días se le abrirían nuevas perspectivas para su futuro mantenimiento. Nunca pudo saber quién era este extraño, pero al cabo de tres días recibió una invitación de la Duquesa de Richmond para que se encargara de la educación de los hijos del Conde de Surrey, que estaba encarcelado en la Torre, junto con su padre, el Duque de Norfolk, por los celos y la ingratitud del rey. Los hijos así confiados a sus cuidados fueron Thomas, que sucedió en el ducado; Henry, después Conde de Northampton; y Jane, que llegó a ser Condesa de Westmoreland. Y en el cumplimiento de estos deberes dio plena satisfacción a la duquesa, la tía de los niños.
Estos días apacibles prosiguieron durante la última parte del reinado de Enrique VIII y los cinco años del reinado de Eduardo VI, hasta que María heredó la corona, la cual, poco después de su accesión, dio todo el poder en manos de los papistas.
Para este tiempo Fox, que estaba todavía bajo la protección de su noble pupilo, el duque, comenzó a suscitar la envidia y el odio de muchos, particularmente, del doctor Gardiner, que era entonces Obispo de Winchester, y que posteriormente llegó a ser su más acerbo enemigo.
Fox se dio cuenta de esto, y viendo que comenzaba una terrible persecución, comenzó a pensar en abandonar el reino. Tan pronto como el duque conoció sus intenciones, trató de persuadirle para que permaneciera allí, y sus argumentos fueron tan poderosos y dichos con tanta sinceridad, que abandonó el pensamiento de abandonar su asilo por ahora.
En aquel tiempo el Obispo de Winchester tenía una gran amistad con el duque (habiendo sido por el patronazgo de su familia que había negado a la dignidad de que entonces gozaba,) y frecuentemente lo visitaba para presentarle su servicio cuando pidió varias veces poder ver a su antiguo tutor. Al principio el duque se negó a su petición, alegando en una ocasión su ausencia, y otra vez indisposición. Al final sucedió que Fox, no sabiendo que el obispo estaba en la casa, entró en la estancia en la que el duque y el obispo estaban conversando; pero, al ver al obispo, se retiró. Gardiner preguntó de quien se trataba, contestándole el duque que era «su médico, que era algo rudo, siendo recién llegado de la universidad». «Me gustan mucho su cara y aspecto», contestó el obispo, «y cuando tenga ocasión lo haré llamar». El duque entendió estas palabras como presagio de un peligro inminente, y consideró que era ya hora de que Fox abandonara la ciudad, e incluso el país. Así, hizo preparar todo lo necesario para su huida en secreto, enviando a uno de sus siervos a Ipswich para que alquilara una nave e hiciera todos los preparativos para la partida. También arregló la casa de uno de sus siervos, un granjero, para alojamiento hasta que el viento fuera favorable. Todo dispuesto, Fox se despidió de su noble protector, y con su mujer, que estaba entonces embarazada, partió en secreto hacia la nave.
Apenas si se habían dado a la vela cuando sobrevino una tempestad violenta, que duró todo el día y toda la noche, y que al día siguiente los empujó de vuelta al mismo puerto del que habían partido. Durante el tiempo en que la nave había estado en la mar, un oficial, enviado por el obispo de Winchester, había irrumpido en la casa del granjero con una orden de arresto contra Fox allí donde se encontrara, para devolverlo a la ciudad. Al saber las noticias, alquiló un caballo, bajo la apariencia de partir de inmediato de la ciudad; pero volvió secretamente aquella misma noche, y acordó con el capitán de la nave que zarpara rumbo a donde fuera tan pronto como el viento cambiara, sólo deseando que saliera, sin duda alguna de que Dios prosperaría su empresa. El marino aceptó, y al cabo de dos días sus pasajeros bajaban a tierra, sanos y salvos, en Nieuport.
Después de pasar unos pocos días en aquel lugar, Fox emprendió viaje a Basilea, donde encontró un grupo de refugiados ingleses, que habían abandonado su país para evitar la crueldad de los perseguidos, y se asoció con ellos y comenzó a escribir su «Historia de los Actos y Monumentos de la Iglesia»: que fue publicada primero en latín en Basilea en 1554, y en inglés en 1563.
Durante aquel intervalo, la religión reformada volvió a florecer en Inglaterra, y a decaer mucho la facción papista tras la muerte de la Reina María. Esto indujo a la mayoría de los exiliados protestantes a volver a su país natal.
Entre otros, al acceder Elisabet al trono, también volvió Fox. Al llegar, encontró en su anterior pupilo, el Duque de Norfolk, a un fiel y activo amigo, hasta que la muerte le privó de su benefactor. Después de este acontecimiento, Fox heredó una pensión que el duque le había testado, y que fue ratificada por su hijo, el Conde de Suffolk.
Y no se detuvo aquí el buen suceso del buen Fox. Al ser recomendado a la reina por su secretario de estado, el gran Cecil, su majestad lo nombró canónigo de Shipton, en la catedral de Salisbury, lo cual fue en cierta manera obligado a aceptar, porque fue muy difícil convencerlo para que lo aceptara.
Al volverse a instalar en Inglaterra, se dedicó a revisar y a ampliar su admirable Martirologio. Con un cuidado prodigioso y un estudio constante dio fin a su célebre obra en once años. Tratando de alcanzar una mayor corrección, escribió cada línea de este extenso libro por sí mismo, y transcribió por sí mi todos los registros y documentos. Pero, en consecuencia a un trabajo tan afano al no dejar parte de su tiempo libre de estudio, y al no permitirse ni el recreo ni el recito que la naturaleza demanda, su salud quedó tan reducida, y tan demacrado y alterado, que aquellos amigos y parientes suyos que sólo veían de tanto en tanto apenas si podían reconocerle. Pero, aunque cada día agotaba más, prosiguió con sus estudios con tanta diligencia como solía, que se le pudiera persuadir para que redujera el ritmo de sus trabajos. Los papistas, previendo lo perjudicial que sería para la causa de ellos aquella historia de sus errores y crueldades, recurrieron a todos los ardides para rebajar reputación de su obra; pero su malicia dio un señalado servicio' tanto para mismo Fox como para la Iglesia de Dios en general, por cuanto hizo que libro fuera más intrínsecamente valioso, al inducirle a sopesar, con la m escrupulosa atención, la certidumbre de los hechos que registraba, y la validez de las autoridades de las que conseguía su información.
Pero en tanto que estaba así infatigablemente dedicado a impulsar la causa de la verdad, no descuidó por ello los otros deberes de su posición; era caritativo, compasivo y solícito ante las necesidades, tanto espirituales como temporal de sus prójimos. Con vistas a ser útil de manera más extensa, aunque no tenía deseos de cultivar la amistad de los ricos y de los grandes en su propio favor, no declinó la amistad de los que se la ofrecían desde las más altas posiciones y nunca dejó de emplear su influencia entre ellos en favor de los pobres necesitados. Como consecuencia de su probidad y caridad bien conocidas, fueron frecuentemente entregadas sumas de dinero por parte de personas ricas, dinero que aceptaba y distribuía entre los que padecían necesidades. También acudía ocasionalmente a la mesa de sus amigos, no tanto en busca de placer como por cortesía, y para convencerles de que su ausencia no estaba ocasionada por temor a exponerse a las tentaciones del apetito. En resumen: su carácter como hombre y como cristiano era irreprochable.
Aunque los recientes recuerdos de las persecuciones bajo María la Sangrienta añadieron amargura a su pluma, es de destacar que él era personalmente más conciliador de los hombres, y que aunque rechazaba de corazón a la Iglesia de Roma en la que había nacido, fue uno de los primeros en intentar la concordia de los hermanos protestantes. De hecho, fue un verdadero apóstol de la tolerancia.
Cuando la peste azotó Inglaterra en 1563, y muchos abandonaron sus deberes, Fox permaneció en su puesto, ayudando a los desvalidos y actuando con limosnero de los ricos. Se dijo de él que jamás pudo rechazar ayudar a nadie que se lo pidiera en nombre de Cristo. Tolerante y con un gran corazón, ejerció su influencia cerca de la Reina Elisabet para confirmarla en su intención de mantener la cruel práctica de dar muerte a los que mantuvieran convicciones religiosas opuestas. La mina le tenía gran respeto, y se refería a él como «Nuestro Padre Foxe».
Fox tuvo gozo en los frutos de su obra mientras vivía aún. Su libro vio cuatro grandes ediciones antes de su muerte, y los obispos dieron orden de que f puesto en cada iglesia catedral en Inglaterra, donde a menudo se encontraba encadenado, como la misma Biblia en aquellos tiempos, a un atril, al que tenía acceso el pueblo.
Al final, habiendo dado largo servicio tanto a la Iglesia como al mundo mediante su ministerio, por medio de su pluma, y por el brillo impecable de una vida benevolente, útil y santa, entregó humildemente su alma a Cristo, dieciocho de abril de 1587, a los setenta años de edad. Fue sepultado el presbiterio de St. Giles, en Cripplegate, parroquia en la que había sido vicario por cierto tiempo, al comienzo del reinado de Elisabet.
Fuente: www.kerigma.com
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