El Pietista y el Perfeccionista
Por Abraham Kuyper (1837 – 1920)
Este artículo es extraído del libro clásico de Kuyper, La Obra del Espíritu Santo (1888; edición Americana, 1900), volumen 3, capítulo 11. La edición electrónica de este artículo fue explorada con scanner y editada por Shane Rosenthal para TINTA DE LA REFORMA. Es de dominio público y puede ser libremente copiado y distribuido. La
compaginación original ha sido mantenida para propósitos de referencia.
“Él nos disciplina para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad.” – Heb. 12:10
La SANTIFICACIÓN es una obra de Dios llena de gracia, mediante la cual de una manera sobrenatural Él gradualmente despoja del pecado las inclinaciones y disposiciones de los regenerados y los viste con
santidad.
Aquí nos hallamos con una seria objeción que merece nuestra cuidadosa atención. Para el observador superficial, la experiencia espiritual de los hijos de Dios parece diametralmente opuesta a su profesado don de santificación. Uno dice: “¿Puede ser que por más de diez años he sido el sujeto de una operación divina mediante la cual mis deseos e inclinaciones han sido despojados del pecado y vestidos con santidad? Si esto es el Evangelio, entonces no pertenezco a los redimidos del Señor; pues en mí mismo apenas percibo algún progreso; solo sé que mi primer amor se ha enfriado y que la corrupción interna es espantosa. Algunos sueñan con el progreso, pero en mí mismo apenas descubro algo sino recaídas. No hay ganancia sino pérdida, tal es el triste resultado de la cuenta. Mi única esperanza es Emmanuel mi Fiador.”
Aunque la experiencia de un corazón quebrantado desahoga su dolor de esta manera, otros nos exhortan a no estimular el orgullo espiritual. Dicen: “No deberíamos fomentar el orgullo espiritual en los hijos de Dios, pues por naturaleza ya están inclinados hacia ella. ¿Qué conduce más al orgullo espiritual que la presunción de una santidad que siempre está avanzando? ¿No es la santidad el logro más alto y glorioso? ¿No es nuestra oración total el ser hechos partícipes de Su santidad? ¿Y haría Ud. que estas almas se imaginen que, puesto que fueron convertidos hace algunos años, deben haber ya alcanzado un grado considerable de esta divina perfección? ¿Daría Ud. licencia a los Cristianos con más años de sentirse por encima de sus hermanos más jóvenes? La santidad quiere ser notada; por tanto los incitas a hacer un despliegue de sus buenas obras. ¿Qué es esto sino cultivar un espíritu de Fariseísmo?”
No podemos descansar hasta que esta objeción de la conciencia sensible sea enteramente removida. No es que podamos escapar de todos los peligros del Fariseísmo. Esto silenciaría toda exhortación a la vida santa. La luz sin sombras es imposible; las sombras desaparecen solo en la oscuridad absoluta. En los días de los antiguos Fariseos, Jerusalén, comparada con Roma y Atenas, era una ciudad temerosa de Dios. El Fariseísmo nunca estuvo más vivo que en los días de Jesús. Y la historia muestra que el peligro del Fariseísmo siempre ha sido menor en el Romanismo y más grande en las iglesias Reformadas; y entre las últimas, es más fuerte donde el nombre de Dios es más exaltado. La santidad es imposible sin la sombra del Fariseísmo. Mientras más brillante sea la luz y gloria de la primera, más oscura será la sombra de la segunda. Para escapar completamente del Fariseísmo uno debe descender a los lugares más bajos de la sociedad, donde nada refrena las pasiones de los hombres.
Y esto es natural. El Fariseísmo no es una corrupción común, sino el moho del fruto más noble que la tierra haya visto – es decir, la santidad. Los círculos que son libres del Fariseísmo también carecen del bien más alto; entonces, ¿cómo podría decaer ese bien allí? Y los círculos en donde este peligro es mayor son los mismos círculos en donde el bien más alto es conocido y exaltado.
Pero, aparte de esta escaramuza sin propósito con el fantasma del Fariseísmo, el escrúpulo mencionado arriba tiene nuestra más cordial simpatía. Si fuese cierto que la santificación ha impresionado al alma como para incitarla al orgullo, ella no podría ser el artículo real; pues de toda la iniquidad el orgullo es el más abominable. Es la dulce y sincera súplica de David: “Preserva también a tu siervo de las soberbias; que no se enseñoreen de mí; entonces seré íntegro, y estaré limpio de gran rebelión.” La concepción fundamental de la gracia está tan íntimamente ligada con la idea de volverse como un niño pequeño, y su don se halla tan fuertemente condicionado a una posición humilde, que el don que aliente el orgullo espiritual no puede ser un don de gracia.
Pero tenemos confianza de que la doctrina de la santificación, como se presentan en estas páginas y de acuerdo a la Sagrada Escritura, no tiene nada en común con esta caricatura. Dado que en Paraíso el pecado brotó de la primera incitación satánica al orgullo, y que toda impiedad espiritual y carnal todavía crece a partir de esa raíz ponzoñosa, es evidente que el primer efecto de la santa disposición implantada debe ser la humillación de este orgullo, el derribamiento de esta fortaleza; y al mismo tiempo la vigorización de un espíritu humilde, manso, similar al de un niño.
La idea de que la santificación consiste en inspirar al santo con el horror de pecados crasos y externos, sin el previo derribamiento de la auto-presunción, no es escritural y las iglesias Reformadas se le oponen. La Escritura enseña que el Espíritu Santo nunca aplica la santificación al creyente sin atacar todos sus pecados de una vez. “Empiezan a vivir firmemente, no sólo según algunos, sino según todos los mandamientos de Dios.” (Catecismo de Heidelberg)
De todos los pecados el orgullo es el más digno de maldición, pues en todas sus manifestaciones se halla la transgresión al primer mandamiento. Por tanto, la santificación real y divinamente operada es inconcebible sin, primero que todo, destruir el orgullo, y crear una disposición humilde, quieta, que no confía en sí misma y similar a la de un niño.
Y esto resuelve toda la dificultad. El que teme que la santificación conducirá al orgullo y a la autopresunción confunde su falsificación humana con la obra real divinamente realizada. Por eso, con esta objeción, él debe atacar al hipócrita, y no a nosotros.
Sin embargo, una interpretación errónea de lo que la Escritura llama “carne” podría introducir la idea. Si “carne” significa las inclinaciones sensuales y los apetitos del cuerpo, y si la santificación consiste casi completamente en la oposición a estos pecados, la santificación así entendida podría estar acompañada por un incremento de orgullo espiritual. Pero, por la “carne” pecaminosa la Escritura denota al hombre entero, cuerpo y alma, incluyendo los pecados que son espirituales lo mismo que sensuales; por tanto la santificación se dirige de una vez al cambio de las inclinaciones espirituales y sensuales del hombre, y primero que todo a su tendencia al orgullo.
En el artículo anterior dijimos que la santificación incluía un descenso lo mismo que un ascenso. Cuando el Señor nos levanta, también descendemos. No hay un levantamiento del hombre nuevo sin una muerte del viejo; y todo intento por enseñar santificación sin hacer plena justicia de ambas realidades no es escritural.
Por lo tanto, nos oponemos a los esfuerzos del Pietista y del Perfeccionista, quienes dicen que no tienen más que hacer con el viejo hombre, que nada queda en ellos para ser mortificado, y que todo lo que se requiere de ellos es apresurar el crecimiento del nuevo hombre. E igualmente nos oponemos a lo opuesto, que admite la muerte del viejo hombre, pero niega el surgimiento del nuevo, y que el alma recibe todo de lo que carece.
Toda conversión verdadera y duradera, de acuerdo a nuestro Catecismo, debe manifestar en sí misma estas dos partes, a saber, una mortificación del viejo hombre, y un surgimiento del nuevo, en iguales proporciones.
Y al contestar la pregunta, “¿Qué es la mortificación del viejo hombre?” el Catecismo de Heidelberg contesta, “Una disminución gradual,” pues dice: “En que sintamos pesar, de todo corazón, de haber ofendido a Dios con nuestros pecados, aborreciéndolos y evitándolos más y más.” Mientras que la vivificación del nuevo hombres es expresada igual de positivamente: “Es alegrarse de todo corazón en Dios por Cristo, y desear vivir conforme a la voluntad de Dios, así como ejercitarse en toda buena obra” – una declaración que se repite en la respuesta a la pregunta 115, que describe de esta forma la mortificación: “para que durante toda nuestra vida conozcamos más cuán grande es la inclinación de nuestra naturaleza a pecar”; y la que habla de la vivificación del nuevo hombre como “volverse más y más conforme a la imagen de Dios.”
Por lo tanto, hay dos partes, o más bien dos aspectos de la misma cosa: (1) el derribamiento del viejo hombre; (2) una creciente conformidad a la imagen divina.
Mortificar y vivificar, matar y hacer vivir, más y más – esta es, según la Confesión de los padres, la obra del Dios Trino en la santificación.
El pecado no es simplemente la “falta de justicia.” Tan pronto como desaparecen la justicia, la bondad y la sabiduría, la injusticia, el mal y la necedad toman su lugar. Puesto que Dios implantó en el hombre las primeras tres nombradas, así el pecado no meramente se las roba, sino que coloca las últimas tres en su lugar. El pecado no solamente mató a en Adán al hombre de Dios, sino que vivificó en él al hombre de pecado; por tanto, la santificación debe efectuar en nosotros exactamente lo opuesto. Debe mortificar aquello que el pecado ha vivificado, y vivificar lo que el pecado ha mortificado.
Si esta regla es totalmente entendida, no puede haber confusión. Nuestra idea de santificación necesariamente se corresponde con nuestra idea de pecado. Aquellos que consideran al pecado como un mero veneno, y niegan la pérdida de la justicia original, son Pietistas e ignoran la mortificación del viejo hombre, y siempre están ocupados adornando al nuevo. Y los que dicen que el pecado es la pérdida de la justicia original, y niegan sus efectos positivos y malvados, están inclinados al Antinomianismo, y reducen la santificación a una emancipación imaginaria del viejo hombre, rechazando el surgimiento del nuevo.
Por supuesto, esto toca la doctrina del hombre viejo y del nuevo. La representación de que el alma del convertido es una arena donde los dos están sumidos en una pelea mano a mano es incorrecta, y no tiene un solo texto satisfactorio para su apoyo. Rechazamos las dos representaciones siguientes: la del Antinominiano, que dice: “El ego que cree es el nuevo hombre en Cristo Jesús; no soy responsable por el viejo hombre, el ego personal y pecaminoso; puede pecar tanto como le plazca”; y la representación del Pietista, quien se considera a él todavía como el viejo hombre, parcialmente renovado, y quien está siempre ocupado remodelándolo. Estos dos no pertenecen a la Iglesia de Cristo.
La Escritura enseña, no que el viejo hombre es santificado al ser transformado en el nuevo, sino que el viejo hombre debe ser mortificado hasta que no quede nada de él. Tampoco enseña que en la regeneración solamente una pequeña parte del viejo hombre es renovada – que lo que queda ha de ser parchado gradualmente – sino que un completo hombre nuevo es implantado.
Esto es de la mayor importancia para el correcto entendimiento de estas cosas santas. El pecado produjo en nosotros un viejo hombre, el cuerpo del pecado, no meramente una parte, sino completo, con todo lo que pertenece a él, cuerpo y alma. Por lo tanto, aquel hombre viejo debe morir, y el Pietista con todas sus obras de piedad nunca puede vivificar ni un solo músculo de su cuerpo. Es, totalmente, de ningún provecho, y debe perecer bajo su justa condenación.
De igual manera, y con mucha gracia, Dios regenera en nosotros una nueva criatura, el cual también un hombre completo. Por lo tanto, no podemos tomar al nuevo hombre como la restauración gradual del viejo. Los dos no tienen nada en común sino la base mutua de la misma personalidad. El nuevo no brota del viejo, sino que lo suplanta. Estando solo en forma germinal, puede ser enterrado en el recién generado, pero brotará y entonces la obra de Dios aparece gloriosamente. Dios es su Autor, Creador y Padre. No es el viejo hombre, sino el nuevo hombre el que clama: “¡Abba, Padre!”
Sin embargo, nuestro ego es asociado al agonizante hombre viejo y al ascendente hombre nuevo. El ego de una persona no-elegida se identifica con el viejo hombre; ellos son el mismo. Pero en la consumación de la gloria celestial, el ego de los hijos de Dios es identificado con el nuevo hombre.
Pero durante los días de nuestra vida terrenal no es así. El nuevo hombre de un no-regenerado, pero que es una persona elegida, existe aparte de él, pero escondido en Cristo. Todavía está casado con su viejo hombre. Pero en la regeneración y conversión Dios disuelve este nefasto matrimonio, y Él une su ego al nuevo hombre. No obstante, a pesar de todo eso, todavía no se libra del viejo hombre. Ante Dios y ante la ley, desde el punto de vista de la eternidad, él puede ser considerado así, pero no verdadera y realmente.
Y esta es la causa del conflicto por dentro y por fuera. Todas las ataduras de maldad no son disueltas de una vez, y todos los lazos divinos no son unidos de una vez. Por medio de la unión mística con Cristo el hijo de Dios realmente posee al hombre nuevo total, aún si él muriese mañana; pero no tiene todavía el disfrute de ello. Él se halla siendo unido en matrimonio al nuevo hombre delante de Dios, por medio de un proceso doloroso; no obstante, ha de morir al viejo hombre, y por la gracia divina el nuevo hombre ha de ser levantado en él. Y esta es su santificación: la muerte del viejo y el levantamiento del nuevo, por el cual Dios crece y nosotros disminuimos. ¡Bendita manifestación de la fe!
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