A LA NOBLEZA CRISTIANA DE LA NACIÓN ALEMANA ACERCA DEL MEJORAMIENTO
DEL ESTADO CRISTIANO


por Martín Lutero

1520


JESÚS

(Primera Parte)
(Segunda Parte)

Al reverendo y digno señor Nicolás Amsdorff, licenciado en las Sagradas Escrituras, mi especial y propicio amigo.

Dr. Martín Lutero

¡Primeramente, gracia y paz de Dios, reverendo, digno y amado señor y amigo! Pasó el tiempo de callar y ha llegado el tiempo de hablar, como dice el Eclesiastés 3. Según nuestro propósito, hemos reunido algunos fragmentos acerca de la reforma del estado cristiano para proponerlos a la nobleza cristiana de la nación alemana, si acaso Dios quisiera auxiliar a su iglesia mediante el estado laico, puesto que el estado eclesiástico, al cual con, más razón esto corresponde, lo ha descuidado completamente. Lo remito todo a Vuestra Reverencia pa¬ra juzgarlo y, si fuere menester, corregirlo. Me doy cuenta de que no dejarán de reprenderme por ser demasiado temerario, si yo, hombre despreciado y retirado del mundo, me atrevo a dirigirme a tan altos y magnos estados en tan graves e importantes asuntos, como si no hubiera nadie más que el doctor Lutero en el mundo que se preocupara del estado cristiano y aconsejara a personas tan extraordinariamen¬te inteligentes. Omito disculparme, ¡que me reprenda quien quiera! Quizás, quede debiendo aún una necedad a mi Dios y al mundo. Ahora me he propuesto, si lo logro, pagarla debidamente y ser también al¬guna vez bufón. Si no tengo éxito, me queda por lo menos una ven¬taja: nadie tendrá necesidad de comprarme un gorro, ni raparme la testa. El asunto es quién le pone los cascabeles al otro. Debo cum¬plir con el proverbio: en todo lo que hace el mundo no debe faltar un monje, aunque sea necesario pintarlo. Varias veces un necio habló sabiamente, y en muchas ocasiones, personas sabias hicieron el necio groseramente, como manifiesta Pablo: "El que quiere ser sabio há¬gase necio". Además, puesto que no sólo soy necio —sino también doctor jurado en las Sagradas Escrituras— estoy contento de que se me brinde la oportunidad de responder a mi juramento de una ma¬nera necia. Os ruego que me disculpéis ante los moderadamente dis¬cretos, puesto que no sé merecer el favor y la gracia de los extraor¬dinariamente sensatos, aunque tantas veces con gran empeño lo haya anhelado. Desde ahora en adelante ya no lo quiero tener ni apreciar. ¡Dios nos ayude a que no busquemos nuestra honra, sino solamente la suya! Amén.
Dado en Wittenberg, en el convento de los agustinos, en la víspera de San Juan Bautista del año 1520



A la Serenísima, Poderosísima Majestad Imperial  y a la  Nobleza: Cristiana de la Nación Alemana

Dr. Martín Lutero



¡Primero, gracia y fuerza de Dios, Serenísimos, Clementísimos y Amados Señores!

No ha sucedido por mera impertinencia ni por desafuero que yo, pobre hombre solitario, haya osado hablar ante Vuestras Altas Mer¬cedes. La miseria y el gravamen que pesan sobre todos los estados, máxime sobre los países alemanes, me han movido no sólo a mí, sino a cualquiera para gritar con frecuencia y pedir auxilio. Ahora tam¬bién me han obligado a gritar y a clamar para ver si Dios quiere dar a alguien el espíritu de socorrer a la miserable nación. Muchas veces los concilios emprendieron algo, pero ha sido impedido y empeorado hábilmente por la astucia de algunos hombres. Con la ayuda de Dios me propongo dilucidar semejante perfidia y maldad, para que, una vez conocidas, en adelante ya no entorpezcan y perjudiquen tanto. Dios nos ha dado por cabeza a un noble joven y con ello se ha des¬pertado una grande y buena esperanza en muchos corazones. Junto a esto corresponderá que nosotros contribuyamos con lo nuestro y usemos provechosamente el tiempo y la gracia.
Lo primero que en este asunto debemos observar es que por lo menos con toda seriedad nos cuidemos de no emprender nada con¬fiando en una gran fuerza o inteligencia, aunque el poder de todo el mundo fuera nuestro, puesto que Dios no puede ni quiere tolerar que una buena obra se empiece confiando en la propia fuerza e inteligen¬cia. Dios nos derriba —no hay remedio—.como dice el Salmo 33: "Ningún rey será salvo por su gran valor y ningún ejército por la mucha fuerza". Y presiento que por esta razón aconteció en tiempos pasados que los queridos príncipes, los emperadores Federico I y Federico II, y muchos emperadores alemanes más fueron tan pisoteados y oprimidos lastimosamente por los papas, aunque el mundo les temía. Acaso confiaron más en su poder que en Dios y por ello tuvieron que caer. Y en nuestra época, ¿qué elevó tan alto a Julio II, el ebrio de sangre? Presiento que Francia, los alemanes y Venecia confiaban en sí mismos. Los hijos de Benjamín derrotaron a 42.000 israelitas que confiaban en su poder.
Para que no nos suceda lo mismo con este noble Carlos, hemos de estar seguros de que en este asunto no tenemos que ver con hombres, sino con los príncipes del infierno que bien pueden llenar el mundo con guerra y derramamiento de sangre, pero ellos mismos no se de¬jan vencer así. Aquí hay que emprender la tarea con humilde con¬fianza en Dios, rechazando la fuerza física, y buscar la ayuda de Dios con seria oración, representándonos solamente la miseria y la desgra¬cia de la desventurada cristiandad, sin fijarnos en lo que haya me¬recido la gente mala. Si así no se hace, el juego se iniciará con gran apariencia, mas cuando se avance, los espíritus malos causarán tal confusión que todo el mundo flotará en sangre, y no obstante con ello no se logrará nada. Por lo tanto, procedamos en este asunto con el temor de Dios y con sabiduría. Cuanto más grande es el poder, tanto más terrible el infortunio, si no se actúa con el temor de Dios y con humildad. Hasta ahora los papas y los romanos con la ayuda del diablo pudieron confundir a los reyes entre sí. Lo podrán hacer también en el futuro, si obramos sin el auxilio de Dios, solamente con nuestro poder y conocimiento.
Con gran habilidad los "romanistas" se circundaron de tres mu¬rallas, con las cuales se protegían hasta ahora, de modo que nadie ha podido reformarlos y con ello toda la cristiandad ha caído terrible¬mente. Primero: cuando uno quería obligarlos por el poder secular, establecían y manifestaban que el poder secular no tenía ningún de¬recho sobre ellos, sino, por el contrario, el poder eclesiástico estaba por encima del secular. Segundo: si uno quería censurarlos mediante las Sagradas Escrituras, le objetaban que interpretar las Escrituras no le correspondía a nadie sino al Papa. Tercero: cuando uno los ame¬nazaba con un concilio, inventaban que nadie puede convocar un conci¬lio sino el Papa. De esta manera, nos hurtaron subrepticiamente los tres azotes para quedarse sin castigo, y se hicieron fuertes detrás de la pro¬tección de estas tres murallas para practicar toda clase de villanías y maldades, como lo vemos ahora. Y cuando se vieron forzados a ce¬lebrar un concilio , le restaron eficacia con anticipación, obligando previamente a los príncipes mediante juramentos a dejarlos tales co¬mo son. Además dieron al Papa pleno poder respecto al ordenamien¬to del concilio con supercherías y ficciones. Tan terriblemente temen por su pellejo ante un concilio correcto libre, que intimaron a los re¬yes y príncipes para que creyesen que estarían contra Dios, si no les obedeciesen en todas esas fantasmagorías pérfidas y astutas.
Que Dios nos ayude ahora y nos dé una de las trompetas con las cuales se destruyeron las murallas de Jericó, a fin de que derribe¬mos también de un soplo esas murallas de paja y papel, y tomemos los azotes cristianos para castigar el pecado y revelar la astucia y el embuste del diablo. Así, mediante el castigo, nos corregiremos y re¬cuperaremos el favor de Dios.


Empezaremos por atacar la primera muralla.

Se ha establecido que el Papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes sean llamados el estado eclesiástico; y los príncipes, los se¬ñores, los artesanos y los agricultores, el estado secular. Es una men¬tira sutil y un engaño. Que nadie se asuste y esto por la consiguiente causa: todos los cristianos son en verdad de estado eclesiástico y en¬tre ellos no hay distingo, sino sólo a causa del ministerio, como Pablo dice que todos somos un cuerpo, pero que cada miembro tiene su función propia con la cual sirve a los restantes. Esto resulta del hecho de que tenemos un solo bautismo, un Evangelio, una fe y somos cris¬tianos iguales, puesto que el bautismo, el Evangelio y la fe de por sí solas hacen eclesiástico y pueblo cristiano. El hecho de que el Papa o el obispo unja, tonsure, ordene, consagre y vista de otro modo que los laicos, puede hacer un hipócrita y falso sacerdote, pero jamás ha¬ce a un cristiano o a un hombre espiritual. Según ello, por el bautis¬mo todos somos ordenados sacerdotes, como San Pedro dice: "Vo¬sotros sois un sacerdocio real y un reino sacerdotal". Y en el Apocalipsis 20: "Y por tu sangre nos has hecho sacerdotes y reyes". Si en nosotros no hubiera una ordenación más alta que la que da el Pa¬pa u obispo, por la ordenación del Papa y obispo jamás se haría un sacerdote, tampoco podría celebrar misa, predicar y absolver.
En consecuencia, la ordenación por parte del obispo no es otra cosa que tomar a uno de entre la multitud en el lugar y por represen¬tación de toda la comunidad —puesto que todos tienen el mismo po¬der— y mandarle ejercer ese mismo poder por los demás. Es como si diez hombres, hijos del rey y herederos iguales, eligiesen a uno para administrar la herencia por ellos. Todos siempre seguirían siendo re¬yes y tendrían el mismo poder. No obstante, a uno se le manda go¬bernar. Y lo diré en forma aún más clara: si un número de buenos laicos cristianos fueran hechos prisioneros y llevados a un desierto, sin que hubiese entre ellos un sacerdote ordenado por un obispo, y poniéndose de acuerdo eligiesen a uno de ellos —esté casado o no— y le encomendasen el ministerio de bautizar, de celebrar misa, de ab¬solver y de predicar, éste sería verdaderamente sacerdote, como si todos los papas y obispos lo hubieran ordenado. Por esto, en caso de necesidad cualquiera puede bautizar y absolver, lo cual no sería posible si no fuésemos todos sacerdotes. Esta gran gracia y poder del bautismo y del estado cristiano, fueron aniquilados y anulados completa¬mente por medio del derecho canónico. De esta manera, en tiempos pasados, los cristianos elegían de entre la multitud a sus obispos y sus sacerdotes, los cuales eran confirmados después por otros obispos sin nada del lucimiento que ahora es de uso. Así llegaron a ser obispos San Agustín, Ambrosio y Cipriano.
Como el poder secular ha sido bautizado como nosotros y tiene el mismo credo y evangelio, debemos admitir que sus representantes sean sacerdotes y obispos que consideran su ministerio como un car¬go que pertenece a la comunidad cristiana y le debe ser útil. Pues el que ha salido del agua bautismal puede gloriarse de haber sido or¬denado sacerdote, obispo y papa, si bien no le corresponde a cualquie¬ra desempeñar tal ministerio. Como todos somos igualmente sacerdo¬tes, nadie debe darse importancia a sí mismo ni atreverse a hacer sin nuestra autorización y elección aquello en lo cual todos tenemos el mismo poder, porque lo que es común, nadie puede arrogárselo sin autorización y orden de la comunidad. Y donde sucediera que alguien, electo para tal ministerio, fuera destituido por abuso, esta persona sería igual que antes. Por ello; un estado sacerdotal no debería ser otra cosa en la cristiandad que el de un funcionario público. Mientras ejerza la función, manda. Si fuera destituido, sería labrador o ciuda¬dano como los demás. Por tanto, un sacerdote ya no es sacerdote en verdad cuando, lo destituyen. Mas ahora han inventado caracteres indelebiles y parlotean que un sacerdote destituido es, no obstante, una cosa distinta que un simple laico. Hasta sueñan con que un sacerdote jamás puede ser otra cosa que sacerdote. No puede volverse lego. Empero todo esto es sólo habladuría y ley inventada por el hombre.
De ello resulta que los laicos, los sacerdotes, los príncipes, los obis¬pos y, como dicen, los "eclesiásticos" y los "seculares" en el fondo sólo se distinguen por la función u obra y no por el estado, puesto que todos son de estado eclesiástico, verdaderos sacerdotes, obispos y papas, pero no todos hacen la misma obra, como tampoco los sacer¬dotes y monjes no tienen todos el mismo oficio. Y esto lo dicen San Pablo y Pedro, como manifesté anteriormente, que todos somos un cuerpo cuya cabeza es Jesucristo, y cada uno es miembro del otro. Cristo no tiene dos cuerpos ni dos clases de cuerpos, el uno eclesiás¬tico y el otro secular. Es una sola cabeza, y ésta tiene un solo cuerpo.
Del mismo modo, los que ahora se llaman eclesiásticos o sacerdo¬tes, obispos o papas, no se distinguen de los demás cristianos más amplia y dignamente que por el hecho de que deben administrar la palabra de Dios y los sacramentos. Esta es su obra y función. Así la autoridad secular tiene en la mano la espada y el azote para castigar a los malos y proteger a los buenos. Un zapatero, un herrero y un la¬brador tienen cada uno la función y la obra de su oficio. No obstante, todos son igualmente sacerdotes y obispos ordenados, y cada cual con su función u obra útil y servicial al otro, de modo que de varias obras , todas están dirigidas hacía una comunidad para favorecer al cuerpo y al alma, lo mismo que los miembros del cuerpo todos sirven el uno al otro.
Ahora mira con qué espíritu cristiano se ha establecido y afirma¬do, que la autoridad secular no esté por encima del clero ni que de¬ba castigarlo. Esto significaría que la mano no debe hacer nada cuan¬do el ojo sufre gravemente. ¿Acaso no es  antinatural, por no decir anticristiano, que un miembro deba ayudar al otro e impedir que se corrompa? Cuanto más noble es el miembro, con tanto mayor ahínco deben ayudarlo los demás. Por ello digo: como la autoridad ha sido instituida por Dios para castigar a los malos y proteger a los buenos, se le debe dar la libertad para su función, a fin de actuar sin obstácu¬los dentro de todo el cuerpo de la cristiandad sin mirar a la persona, aunque caiga sobre el  Papa, los obispos, los  curas, los monjes, las monjas o lo que sea. Si esto fuera suficiente para disminuir el po¬der secular, a fin de que sea inferior entre las funciones cristianas al ministerio de los predicadores y de los confesores o al estado eclesiás¬tico, deberíamos entonces impedir también que los sastres, zapateros, carteros,   carpinteros, cocineros, bodegueros, labradores y todos los oficios seglares fabricasen al Papa, a los obispos,  sacerdotes y mon¬jes artículos tales como zapatos,  vestidos, casas, comida y bebidas, y les pagasen contribuciones. Pero si dejan a estos laicos sus obras sin obstruirlas,  ¿qué  hacen los escribientes romanos con sus leyes reti¬rándose de la esfera de acción del poder secular cristiano para poder ser libremente malos? Así cumplen con lo que dice San Pedro: "Se levantarán entre vosotros falsos maestros y hablarán con vosotros palabras falsas e inventadas para engañaros".
Por tanto, el poder secular cristiano ha de ejercer su función li¬bremente y con ausencia de obstáculos, sin considerar si toca al Papa, a los obispos y a los sacerdotes. ¡Que sufra quien es culpable! Lo que dice el derecho canónico en contra es pura osadía inventada por los romanos, puesto que San Pablo dice a los cristianos: "Toda al¬ma (creo que también la del Papa) se someta a las potestades supe¬riores, puesto que no en vano lleva la espada. Con ella sirve a Dios para castigo de los malos y para alabanza de los buenos". También San Pedro: "Sed sujetos a toda ordenación humana por respeto a Dios que así lo quiere". También anunció que vendrían hombres que despreciarían la potestad secular. Así sucedió en efecto por el dere¬cho canónico.
Por tanto, creo que esta primera muralla de papel queda derrum¬bada, puesto que el gobierno secular se hizo parte del cuerpo cristia¬no. Aunque tenga una obra corporal, es, no obstante, de estado ecle¬siástico. Por ello, su obra debe entrar libremente y sin estorbos en todos los miembros del cuerpo entero para castigar y proceder donde la culpa lo merezca o la necesidad lo exija, sin preocuparse si se trata del Papa, de los obispos y de los sacerdotes, por más que amenacen y excomulguen a su antojo. Así sucede que los sacerdotes culpables que se entregan a la justicia secular, previamente son privados de las dignidades sacerdotales, lo que no sería justo, si anticipadamente la espada secular no tuviese poder sobre ellos por orden divina. Tam¬bién es excesivo que en el derecho canónico se destaquen tanto la libertad, el cuerpo y los bienes de los eclesiásticos, como si los laicos no fueran también tan buenos cristianos eclesiásticos o como si no pertenecieran a la Iglesia. ¿Por qué tu cuerpo, tu vida, tus bienes y tu honra son tan libres y no lo mío, puesto que somos igualmente cristianos y tenemos el mismo bautismo, la misma fe, el mismo espí¬ritu y todas las cosas? Cuando se mata a un sacerdote, se le impone al país el entredicho. ¿Por qué no ocurre también cuando se mata a un labrador? ¿De dónde proviene la diferencia tan grande entre cristianos iguales? De leyes e invenciones meramente humanas.
No debe ser espíritu bueno el que inventara semejante excepción dejando el pecado libre e impune. Todos estamos obligados a luchar contra el espíritu malo, sus obras y palabras, y a expulsarlo como podamos. Así nos lo manda Cristo y sus apóstoles. En consecuencia, ¿cómo nos podría ocurrir que quedemos quietos y callemos cuando el Papa y los suyos pronuncian palabras diabólicas o emprenden obras infernales? ¿Deberíamos renunciar acaso a causa de los hombres al mandamiento divino y a la verdad, que hemos jurado apoyar en el bautismo con cuerpo y vida? Ciertamente seríamos responsables de todas las almas que de este modo quedasen abandonadas y fuesen se¬ducidas. Por ello, el mismo príncipe de los diablos debe haber dicho lo que figura en el derecho canónico: "Si el Papa fuese tan pernicio¬samente malo que llevara las almas en masa al diablo, no podría, sin embargo, ser destituido". Sobre este maldito y diabólico fundamen¬to se apoyan en Roma, opinando que es mejor que todo el mundo se vaya al diablo que oponerse a su villanía. Si fuera suficiente que uno fuese superior al otro para quedar impune, ningún cristiano podría castigar al otro, puesto que Cristo manda que cada cual se tenga por el menor e ínfimo.
Donde hay pecado, ya no queda evasiva frente al castigo, como escribe San Gregorio , que, si bien todos somos iguales, la culpa suje¬ta uno al otro. Ahora vemos cómo tratan a la cristiandad. Se arrogan la impunidad, sin prueba bíblica alguna, por propia osadía, mientras Dios y los apóstoles los han sujetado a la espada secular. Existe el peligro de que no se trate del juego del anticristo o de su precursor más inmediato. La segunda muralla es aún más débil e inservible. Ellos solos quieren ser maestros de las Escrituras. Aunque durante toda su vida nada aprendan en ellas, se atribuyen a sí mismos la autoridad, y nos hacen creer con palabras desvergonzadas que el Papa no puede errar en la fe, ya sea malo o bueno, para lo cual no pueden aducir ni una letra siquiera. Esta es la causa por la cual en el derecho canóni¬co figuran tantas leyes heréticas y anticristianas y hasta antinatura¬les. No es menester hablar de eso ahora. Como creen que el Espíritu Santo no los abandona por indoctos y malos que fueren, se atreven a añadir lo que quieren. Si así fuese, ¿para qué serían necesarias y útiles las Sagradas Escrituras? Quemémoslas y conformémonos con los indoctos señores de Roma, a los cuales domina el Espíritu Santo, que sólo habita en corazones buenos. Si no lo hubiese leído me habría parecido increíble que el diablo de Roma afirmara tales disparates y consiguiera seguidores.
Pero, con el objeto de no luchar contra ellos con palabras, citare¬mos las Escrituras. San Pablo dice: "Si a alguien se le revela algo mejor, aunque esté sentado y escuche al otro en la Palabra de Dios, el primero que está hablando callará y cederá" . ¿Para qué servirá este mandamiento, si sólo tuviésemos que creer al que está hablando c está sentado en primera fila? También dice Cristo que todos los cristianos serán enseñados por Dios; bien puede suceder que el Papa y los suyos sean malos o no sean verdaderos cristianos, ni estén ense¬ñados por Dios ni tengan la concesión justa. Por otra parte, un hom¬bre sencillo puede tener la intelección recta. ¿Por qué no seguirlo? ¿Acaso no erró el Papa con frecuencia? ¿Quién socorrería a la cris¬tiandad, cuando el Papa errase, si no se creyera más a otro que tuvie¬se a su favor las Escrituras?
Por ello, es una fábula desaforadamente inventada y no pueden aducir ni siquiera una letra para comprobar que sólo el Papa es com¬petente para interpretar las Escrituras o para aprobar su interpreta¬ción. Ellos mismos se han atribuido esta facultad. Y aunque pretex¬ten que se le ha concedido el poder a San Pedro cuando le fueron da¬das las llaves, está manifiesto suficientemente que esas llaves no fueron entregadas solamente a San Pedro, sino a toda la comunidad. Además, las llaves no fueron estatuidas para la doctrina o para el ré¬gimen, sino únicamente para ligar o desatar el pecado, y es mera in¬vención, si a causa de las llaves se adjudican otras y más amplias atribuciones. Pero cuando Cristo dice a Pedro: "He rogado por ti, para que tu fe no falte" , no puede referirse al Papa, puesto que la mayor parte de los papas no han tenido fe, como ellos mismos deben confesar. Además, Cristo tampoco rogó sólo por Pedro, sino también por todos los apóstoles y cristianos, como dice Juan: "Padre, ruego por los que me diste, no solamente por éstos, sino también por todos los que han de creer en mí por la palabra de ellos". ¿No queda dicho esto con bastante claridad?
Piénsalo tú mismo. Ellos tienen que admitir que entre nosotros hay buenos cristianos que poseen la recta fe, el espíritu, el entendi¬miento, la palabra y el concepto de Cristo. ¿Por qué debemos des¬echar entonces su palabra y entendimiento y seguir al Papa que no tiene fe, ni entendimiento? Esto significaría negar toda la fe y la Iglesia cristiana. Fuera de eso no sólo el Papa ha de tener razón si está bien el artículo: "Creo en una santa Iglesia cristiana". ¿O deberíamos rezar así: "Creo en el Papa de Roma" y de esa manera reducir la Igle¬sia cristiana a un solo hombre? Este sería un error verdaderamente diabólico e infernal.
Además, todos somos sacerdotes, como se dijo arriba. Todos te¬nemos el mismo credo, el mismo Evangelio y el mismo sacramento. ¿Cómo no tendremos también poder de notar y juzgar lo que es recto o incorrecto en la fe? ¿Dónde queda la palabra de Pablo: "El hom¬bre espiritual juzga todas las cosas; pero él no es juzgado por na¬die", y "Tenemos el mismo espíritu de fe"? ¿Cómo no sentiríamos nosotros tan bien como un Papa incrédulo lo que es conforme a la fe y lo que es inadecuado? Por todas estas sentencias y muchas otras más, debemos llegar a ser valientes y libres. No debemos dejar ate¬morizar al espíritu de libertad (como lo llama Pablo) por palabras engañadoras del Papa. Al contrario, hemos de juzgar con desenvol¬tura, cuanto ellos hacen o dejar de hacer, según nuestra comprensión de creyente en las Escrituras, y obligarlos a seguir la interpretación mejor y no la suya propia. En tiempos pasados, Abraham tuvo que escuchar a Sara, la cual le estaba más estrictamente sujeta que noso¬tros a nadie en la tierra. También el asno de Balaam fue más in¬teligente que el profeta mismo. Si Dios habló contra un profeta por medio de un asno, ¿por qué no podría hablar contra el Papa por me¬dio de un hombre bueno? San Pablo reprende lo mismo a San Pedro por estar equivocado. Por ello le corresponde a todo cristiano preo¬cuparse por la fe, entenderla y defenderla, y condenar todos los erro¬res.
La tercera muralla se derrumbará por sí misma, cuando caigan las dos primeras, puesto que cuando el Papa obra en contra de las Es¬crituras, estamos obligados a acudir en ayuda de ellas, a vituperarlo y a compelerlo de acuerdo con las palabras de Cristo: "Si tu her¬mano pecase contra ti, ve y redargúyelo entre ti y él solo. Mas si no te oyere, toma aun contigo uno o dos. Y si no oyere a ellos, dilo a la iglesia. Y si no oyere a la iglesia, tenlo por pagano". Aquí se le manda a cada miembro preocuparse por el otro. Tanto más debemos cola¬borar, cuando obra mal un miembro que gobierna a la comunidad, el cual por su proceder origina mucho daño y escándalo a los demás. Pero para acusarlo ante la comunidad, por fuerza tengo que reuniría.
No tienen tampoco fundamento en las Escrituras para la preten¬sión de que sólo al Papa le corresponde convocar o aprobar un conci¬lio, sino únicamente en sus propias leyes, las cuales sólo tienen validez en cuanto no perjudiquen a la cristiandad ni a los mandamientos de Dios. Cuando el Papa sea vituperable, tales leyes dejarán de valer, por¬que es pernicioso para la cristiandad no censurarlo mediante un con¬cilio.
Así leemos que no fue San Pedro, sino todos los apóstoles y los ancianos quienes convocaron el concilio de los apóstoles. Si esto le hu¬biese correspondido solamente a San Pedro, no habría sido un con¬cilio cristiano, sino un conciliábulo herético. Y el celebérrimo Concilio de Nicea  no lo convocó ni lo confirmó el obispo de Roma, sino el emperador Constantino. Y después de él, muchos otros emperadores hicieron lo mismo. No obstante fueron concilios muy cristianos. Pero si el Papa sólo tuviese la autoridad, todos forzosamente habrían sido heréticos. Además cuando miro los concilios organizados por el Papa, no encuentro que se haya realizado nada de extraordinario.
Por esto, cuando la necesidad lo exija y el Papa resulte escanda¬loso para la cristiandad, ha de colaborar quien mejor pueda, como miembro fiel de todo el cuerpo, para que se realice un verdadero con¬cilio libre. Nadie puede hacer eso tan bien como la espada secular, sobre todo porque ahora son también cristianos, sacerdotes, eclesiás¬ticos y competentes en todas las cosas. Deben ejercer libremente su función y su obra que tienen de Dios sobre todo el mundo, allí donde sea menester y útil desempeñarlas. ¿No sería una conducta antinatu¬ral, si en una ciudad se produjese un incendio y todos quedasen inactivos y permitiesen que se siguiera quemando lo que se quiera que¬mar, por la sola razón de no tener la autoridad del burgomaestre, o porque, quizás, el fuego se hubiese declarado en la casa del mismo? En este caso, ¿no está obligado todo ciudadano a movilizar y a lla¬mar a los demás? Con más razón debe hacerlo en la ciudad espiritual de Cristo, al producirse un incendio de escándalo, ya sea en el régi¬men del Papa o dondequiera. Otro tanto acontece cuando los enemi¬gos atacan por sorpresa a una ciudad. Ahí merece honra y gratitud el que primero movilice a los demás. ¿Por qué no merecería honra el que denunciara a los enemigos infernales y despertara y llamara a los cristianos?
Es charlatanería que ellos se vanaglorien de su autoridad a la cual uno no debe oponerse. Nadie en la cristiandad tiene autoridad para hacer daño o para prohibir que se impida el perjuicio. No hay poder en la iglesia, sino para el mejoramiento. Por tanto, cuando el Papa usara de la potestad para oponerse a la organización de un concilio libre con el fin de impedir el mejoramiento de la iglesia, no debemos respetarlo a él ni a su poder. Y si excomulgara y tronara, deberíamos desdeñar esto como el proceder de un hombre loco y, confiando en Dios, excomulgarlo y acorralarlo por nuestra parte tanto como se pueda, pues semejante poder temerario no es nada. No lo posee tam¬poco y pronto será vencido por un pasaje de las Escrituras, puesto que Pablo dice a los corintios: "Dios nos ha dado potestad, no para destrucción, sino para mejorar la cristiandad" . ¿Quién puede pasar por alto este versículo? Es la potestad del diablo y del anticristo la que se opone a lo que sirve a la cristiandad para su corrección. En conse¬cuencia, no debemos acatarla, sino oponérnosle con cuerpo y bienes y con todo cuanto podamos.
Aun cuando se produjera un milagro en favor del Papa y en con¬tra del poder secular o alguien sufriese un mal, como ellos se vana¬glorian que haya sucedido, debemos considerarlo como originado por el diablo a causa de nuestra falta de fe en Dios, como Cristo lo anun¬cia: "Se levantarán en mi nombre falsos Cristos y falsos profetas y darán señales y prodigios, de tal manera que engañarán aun a los escogidos" . Y San Pablo afirma a los tesalonicenses que el anticristo tendrá potestad por Satanás en falsos prodigios.
Por lo tanto retengamos esto: que la potestad cristiana no puede hacer nada contra Cristo; como dice San Pablo: "Porque ninguna cosa podemos contra Cristo, sino para Cristo" . Pero si la potestad ha¬ce algo contra Cristo, entonces es con el poder del anticristo y del diablo. Aunque lloviese y granizase prodigios y plagas, nada com¬prueban, sobre todo en este último y peor tiempo, para el cual se han anunciado falsos prodigios en todas las Escrituras. Por eso, de¬bemos atenernos a la Palabra de Dios con firme fe. De este modo el diablo ya dejará de hacer prodigios.
Espero que con esto quedará anulado el falso y mentiroso terror con el cual los romanos llenaron durante mucho tiempo nuestras con¬ciencias de timidez y temor. Junto con todos nosotros están igual¬mente sujetos a la espada. No tienen poder de interpretar las Escri¬turas por mera violencia y sin conocimientos. No tienen potestad de oponerse a un concilio o según su petulancia gravarlo, forzarlo y qui¬tarle la libertad. Y si lo hacen, son verdaderamente de la comunidad del anticristo y del diablo. Con Cristo no tienen nada en común, sino el nombre.
Ahora veremos los temas que por razones obvias deberían ser tra¬tados en los concilios y ser estudiados debidamente día y noche por papas, cardenales, obispos y todos los hombres doctos, si amasen a Cristo y a su Iglesia. Pero si no lo hacen, la muchedumbre y la espada secular deben acudir sin inquietarse por el excomulgar y el tronar de aquéllos, puesto que una excomunión injusta es mejor que diez abso¬luciones justas, y una absolución injusta, peor que diez excomunio¬nes justas. Luego, amados alemanes, despertémonos y temamos a Dios, más que a los hombres, para no quedar culpables del destino de todas las pobres almas que tan lamentablemente se pierden por el oprobioso régimen diabólico de los romanos. Cada día el diablo ga¬naría más y más terreno, si fuera posible que tal régimen diabólico se volviera peor, cosa que me resisto a suponer o creer.
1. Es terrible y horroroso ver que el señor supremo de la cris¬tiandad, que se glorifica de ser vicario de Cristo y sucesor de San Pedro, ande tan mundano y lujoso, de modo que en ello no lo alcanza ni iguala rey o emperador alguno. Se hace llamar santísimo y espiritualísimo, y sin embargo, es más mundano que el mundo mismo. Lle¬va la corona triple mientras los más grandes reyes sólo usan una. Si esto es a semejanza del pobre Cristo y de San Pedro, trátase de una semejanza novedosa. Se parlotea que es herético hablar en contra de ello, ni tampoco se quiere oír cuan anticristiano y antidivino es semejante abuso. Mas creo que siempre debiera quitarse tal corona cuando ha de orar a Dios con lágrimas, puesto que nuestro Dios abo¬rrece toda ostentación. Porque la función del Papa no debe ser otra que la de llorar y orar diariamente por la cristiandad y darle un ejem¬plo de completa humildad.
Sea como fuere, semejante suntuosidad es escandalosa, y por la salvación de su alma, el Papa está obligado a apartarse de ella, por¬que San Pablo dice: "Apartaos de toda conducta que es escandalo¬sa", y nos amonesta a que "procuremos hacer lo que es bueno y no solo ante los ojos de Dios, sino también delante de todos los hombres". Para el Papa bastaría una corona episcopal común. Por sus conoci¬mientos y su santidad debería destacarse ante los demás y dejar la corona de la soberbia al anticristo, como lo hacían sus antecesores algunos cientos de años antes. Dicen que es un señor del mundo. Es mentira, puesto que Cristo, cuyo lugarteniente y representante se glorifica de ser, dijo ante Pilatos: "Mi reino no es de este mundo" . Nunca un lugarteniente puede gobernar más allá de su superior. El Papa no es tampoco lugarteniente de Cristo glorificado, sino de Cristo crucificado, como dice Pablo: "No me propuse conocer algo entre vosotros sino a Jesucristo, y a éste crucificado" , y: "Haya en¬tre vosotros este sentir que veis en Cristo, que se anonadó a sí mismo lomando forma de siervo". Además: "Mas nosotros predicamos a Cristo crucificado". Ahora hacen, al Papa lugarteniente de Cristo glorificado en el cielo. Y algunos han admitido que el diablo impera con tanta fuerza en ellos, que creen que el Papa está encima de los ángeles en el cielo y les puede dar órdenes. Esta es precisamente la obra genuina del verdadero anticristo.
2. ¿Para qué sirven en la cristiandad las gentes llamadas carde¬nales? Te lo diré. Italia y Alemania tienen muchos conventos, fundaciones, feudos y parroquias ricas. Para entregarlos de la mejor ma¬nera a Roma se nombraron cardenales, y a éstos se les entregaron en propiedad los obispados, los conventos y las prelacías, y así se des¬truyó el servicio divino. Por ello, se ve que Italia está casi desierta. Los conventos están aniquilados, los obispados consumidos; las prelaturas y las contribuciones de todas las iglesias se entregaron a Roma. Las ciudades se derrumbaron; países y habitantes quedaron arruina¬dos. Ya no hay servicios divinos ni predicación. ¿Por qué? Los car¬denales tendrán los bienes. Ningún turco habría sido capaz de asolar a Italia tan a fondo y de suprimir el servicio divino.
Ahora Italia ha quedado esquilmada y ellos llegan a Alemania. Empiezan con gran cautela. Cuidémonos, sin embargo: Alemania pronto estará igual que Italia. Ya tenemos algunos cardenales. Lo que los romanos buscan con ellos, los alemanes ebrios no lo deben com¬prender hasta que no les quede episcopado, convento, parroquia ni feudo alguno. Ni tampoco un solo céntimo. El anticristo ha de desen¬terrar los tesoros del mundo, como está anunciado. Se procede de este modo: extrayendo lo mejor de episcopados, conventos y feudos. Y como aún no se atreven a arruinarlos por completo, tal como lo hicie¬ron con los italianos, emplean mientras tanto el siguiente santo ar¬did: combinan diez o veinte prelacías y de cada una quitan anualmente un pedazo para que se reúna una suma. La jurisdicción prebostal de Würzburgo da mil ducados; la de Bamberg, también algo; lo mismo Maguncia, Tréveris y otras más. Así se juntan mil o diez mil ducados para que un cardenal en Roma lleve una vida como un fausto rey.
Si nos acostumbramos a esto, nombraremos en un solo día treinta o cuarenta cardenales y daremos a uno el cerro de San Miguel de Bamberg y, además, el obispado de Würzburgo, al cual pertenecen al¬gunas parroquias ricas, hasta que queden desiertas iglesias y ciuda¬des. Después diremos que somos los vicarios de Cristo y pastores de sus ovejas. Los locos ebrios alemanes tendrán que soportarlo.
Pero yo aconsejo que se nombren menos cardenales o que el Pa¬pa los mantenga de su peculio. Doce de ellos serían más que suficien¬tes, y que cada uno de ellos tenga mil ducados de entrada por año. ¿Cómo hemos llegado nosotros los alemanes a tolerar semejante robo y expoliación de nuestros bienes por parte del Papa? El reino de Francia lo rechazó. ¿Por qué permitimos, nosotros los alemanes, que nos burlen de esa manera y se burlen de nosotros? Todo sería más tolerable si así sólo nos robasen. Pero con ello destruyen las iglesias, privan a las ovejas de Cristo de sus buenos pastores y arruinan el servicio y la Palabra divinos. Si no hubiera cardenales, la Iglesia no se hundiría, pues ellos no hacen nada que beneficie a la cristiandad. Sólo se ocupan de dinero y de pleitos por los episcopados y prelacías. Esto lo podría hacer también un bandolero cualquiera.
3. Si de la corte del Papa se dejase subsistir la centésima parte, y se aboliesen las noventa y nueve partes restantes, aquella sería, no obstante, lo suficientemente grande todavía para dar respuesta en asuntos de fe. Ahora, en cambio, hay tal hormiguero y enjambre en Roma y todos se glorifican de ser papales de modo tal que ni en Ba¬bilonia existía algo semejante. Solamente escribientes hay más de tres mil. ¿Quién puede contar a los demás funcionarios? Hay tantos empleos que uno apenas puede enumerarlos. Todos acechan las fun¬daciones y feudos de Alemania como los lobos a las ovejas. Creo que Alemania paga más a Roma para el Papa que en tiempos pasados a los emperadores. Hasta estiman algunos que más de trescientos mil ducados anuales llegan de Alemania a Roma completamente en vano, sin objeto, por lo cual no ganamos otra cosa que burlas e ignomi¬nias y aún nos extrañamos que empobrezcan los príncipes, la nobleza, las ciudades, las fundaciones, el país y la población. Nos debe¬ría sorprender que todavía tengamos que comer.
Como con esto tocamos ahora el tema verdadero, nos detendremos un poco para demostrar que los alemanes no son del todo unos tontos groseros que no conocen ni comprenden las artimañas romanas. No lamento aquí que en Roma se menosprecie el mandamiento de Dios y el derecho cristiano, puesto que la situación de la cristiandad, so¬bre todo en Roma, no es tan buena como para quejarse por cosas tan altas. No deploro tampoco que el derecho natural o secular y la razón no valgan nada. Hay una causa aún más profunda: me quejo porque no observan su propio derecho canónico inventado por ellos mismos, ti cual de por sí es mera tiranía, avaricia y suntuosidad mundanal más que derecho. Esto lo veremos ahora.
En  tiempos  pasados,  los emperadores y príncipes  alemanes  con¬sentían en que el Papa cobrase las anatas sobre todos los feudos de la nación alemana, esto es, la mitad de los ingresos del primer año sobre todo feudo. Empero ese permiso se dio con el fin de que me¬diante tan  elevadas sumas el Papa reuniera un  tesoro para  luchar contra los turcos y los infieles, y proteger la cristiandad para que a la nobleza no le resultase tan difícil luchar ella sola, sino que los sacerdotes cooperasen también. De tal intención buena e ingenua de la nación alemana se   aprovecharon los papas para cobrar ese dinero hasta ahora o sea por espacio de más de cien años, e hicieron de ello una contribución y  un impuesto debidos y obligatorios.  No  sólo no atesoraron nada, sino que con ese dinero fundaron muchos cargos y empleos en Roma para pagar los sueldos anuales, como si se tratara de una  contribución  hereditaria.  Ahora  bien: cuando  pretenden  luchar contra los turcos promulgan mensajes para reunir dinero. Mu¬chas  veces también publican indulgencias con  el pretexto  mismo  de luchar contra los turcos. Creen que los locos alemanes seguirán sien¬do  eterna  e incansablemente unos  perfectos tontos,  y que  así  conti¬nuarán  dando  dinero  para  satisfacer  la  inefable  avaricia  del  Papa. Sin embargo, vemos claramente que ni de las anatas ni del dinero de las  indulgencias,  ni  de  nada se  asigna  céntimo  alguno  para  luchar contra los turcos, sino que todo va a la bolsa sin fondo. Mienten y engañan; estipulan y celebran  convenios  con  nosotros de los  cuales no piensan cumplir un ápice. Todo ello lo debe encubrir después  el santo nombre de Cristo o de San Pedro.
En este caso, la nación alemana, los obispos y los príncipes debe¬rían tenerse también por cristianos y gobernar y defender al pueblo que se les encomienda en sus bienes espirituales y temporales y pro¬tegerlos de tales lobos voraces, que vienen vestidos de ovejas como pastores y gobernadores. Y como los romanos abusan ignominiosamen¬te de las anatas y no han cumplido con lo convenido, los príncipes no deberían permitir que ellos maltratasen y destruyesen sus países y sus pueblos sin derecho alguno, sino que mediante una ley imperial o de toda la nación deberían retener las anatas o volver a abolirías. Co¬mo ellos no cumplen con lo convenido, castigar semejante hurto y robo, o al menos rechazarlos, tal como exige la ley. En ello deberíamos ayudar al Papa y fortalecerlo. Quizás, y sea demasiado débil frente a semejante abuso. Pero si en cambio anhela fomentarlo y practicarlo, debemos oponernos y resistirnos a él como a un lobo y tirano, porque carece de potestad para hacer o defender lo malo. Asimismo, si alguna vez se quisiera reunir tal tesoro contra los turcos, deberíamos de una vez quedar debidamente escarmentados y darnos cuenta de que la nación alemana puede conser¬varlo mejor que el Papa, puesto que la nación alemana misma tiene suficientes soldados para la lucha, siempre que haya dinero. Con las anatas aconteció lo mismo que con muchos otros propósitos romanos. Además, después se dividió el año entre el Papa y los obispos gober¬nantes y las fundaciones, de modo que el Papa tuviera seis meses en el año para otorgar los feudos que se desocupasen en ese tiempo que le correspondiera. Con ello casi todos los feudos se llevan a Roma, sobre todo las mejores prebendas y dignidades. Y los que una vez caen en poder de Roma no vuelven a salir más de allí, aunque en adelante ya no se desocupen en el mes del Papa, con lo cual las fundaciones sufren mucho detrimento. Es un verdadero robo. No quieren que nada salga de su poder. Por esta razón, el asunto está bien maduro y ha llegado el momento de abolir del todo los meses del Papa y de recu¬perar todo lo caído en poder de Roma. Los príncipes y la nobleza de¬ben insistir en que se devuelvan los bienes robados, que se castigue a los ladrones y que los que abusaron de su autoridad queden privados de ella. Es costumbre y derecho que al día siguiente después de su elección, el Papa dicte las reglas y leyes en cancillería, por las cuales se roban nuestras fundaciones y prebendas, cosa que no tiene dere¬cho de hacer. Tanto más valdrá que el emperador Carlos, en el día siguiente de su coronación, dicte una regla y ley para que de toda Alemania ya no vaya ningún feudo ni prebenda a Roma en el mes del Papa, y que lo que se ha ido quede librado y salvado de los ladrones lómanos. Para ello tiene derecho por su dignidad a causa de su espada.
Ahora la Silla Romana, hecha de avaricia y rapiña, apenas puede esperar la oportunidad para apoderarse por medio de los meses pa¬pales de todos los feudos, uno tras otro, y dado su vientre insaciable, se apura para arrebatarlos lo más pronto posible. Y además de las anatas y meses ideó un ardid para conseguir que feudos y prebendas queden retenidos en Roma de tres maneras:
Primero: Si alguien con prebenda libre muere en Roma o en ca¬mino a ella, dicha prebenda ha de pertenecer para siempre a la Silla Romana, digo, a la silla rapaz. Y luego no quieren que uno los llame salteadores. En verdad, nadie ha oído o leído jamás de una rapiña semejante.
Segundo: También ocurre lo anterior, si alguno de los "familia¬res" del Papa o de los cardenales tiene un feudo o lo recibe, o estan¬do en posesión de un feudo, entra al servicio del Papa o de un carde¬nal. Ahora bien: ¿quién puede contar la servidumbre del Papa y de los cardenales? El Papa lleva consigo sólo para pasearse tres o cuatro mil jinetes montados en muía, en desafío a todos los emperadores y reyes. Cristo y San Pedro caminaban a pie para que sus lugartenien¬tes tuviesen más esplendor y suntuosidad. Ahora la avaricia se ha ingeniado más aún y procura que también fuera de Roma muchos tengan el nombre de servidores del Papa lo mismo que en la metró¬poli, a fin de que en todas partes el pérfido término de servidores del Papa baste para llevar todos los feudos a la Sede Romana y los radi¬que eternamente allí. ¿No son éstas escandalosas artimañas diabó¬licas? Cuidémonos de que de esa manera Maguncia, Magdeburgo y Halberstadt sean entregadas con mucha sutileza a Roma, y que el cardenalato se tenga que pagar a precio harto elevado. De acuerdo a esto deberíamos convertir en cardenales a todos los obispos alemanes para que nada quede afuera.
Tercero: Igualmente sucede, cuando inician pleito en Roma por un feudo, lo cual considero que es casi el camino más común y más ancho para llevar las prebendas a Roma. Pues, si aquí no hay pleito, en Roma se encuentran innumerables bribones que sacan pleitos de debajo de la tierra e impugnan prebendas a su antojo. Y muchos sa¬cerdotes buenos perderían sus prebendas o tendrían que comprar el pleito con una suma de dinero por algún tiempo. Con razón o sin ra¬zón, tales feudos afectados por pleitos han de pertenecer también eternamente a la Silla Romana. No sería extraño que Dios desde el cielo lloviera azufre y fuego infernal y hundiese a Roma en el abismo, como en tiempos pasados hiciera con Sodoma y Gomorra. ¿Para qué sirve un Papa en la cristiandad, si sólo emplea su potestad para semejante perfidia capital y la protege y la practica? ¡Ay, nobles príncipes y señores! ¿Hasta cuándo dejaréis abiertas y accesibles vues¬tras tierras y pueblos para tales lobos feroces?
Como no bastaba semejante artimaña, y la codicia no podía espe¬rar más para apoderarse de todos los obispados, la consabida avaricia ideó que los obispados, si bien nominalmente quedaban fuera de Ro¬ma, en verdad le pertenecieran. Ningún obispo está confirmado si no compra el palio por una fuerte suma de dinero y no se obliga por juramentos terribles a ser siervo del Papa. Esta es la causa por la que ningún obispo se atreve a proceder contra el Papa. Eso es lo que los romanos buscaban con sus juramentos. De tal manera, los obispados más ricos quedaron en deuda y perdición. Supe que Maguncia pagó veinte mil ducados. ¡Por cierto son romanos auténticos! En tiempos pasados estipularon en el derecho canónico entregar el palio de balde, disminuir la servidumbre del Papa, reducir los pleitos, de¬jar su libertad a los beneficiarios de fundaciones y a los obispos. Pero esto no producía dinero. Por este motivo se dio vuelta la hoja: se les privó de toda potestad a los obispos y a las fundaciones. Se convirtie¬ron en meros números. No tienen ni función ni poder ni obra. Los bribones principales de Roma lo gobiernan todo, hasta el empleo del sacristán y campanero en todas las iglesias. Todos los pleitos se lle¬van a Roma. Por la potestad del Papa, cada cual hace lo que se le antoja.
¿Qué ocurrió este año? El obispo de Estrasburgo quería gobernar bien su capítulo y reformarlo en cuanto al servicio divino, y estableció algunos artículos divinos y cristianos, útiles para ese fin. ¡Pero he aquí que mi amado Papa y la Santa Silla Romana, a solicitud de los sacerdotes, anonadan y condenan del todo tal santo orden espiritual! ¡A esto se llama apacentar a las ovejas de Cristo! ¡Así se corrobora a los sacerdotes contra el propio obispo y se les defiende en su desobe¬diencia frente a las leyes divinas! Creo que ni el anticristo infligiría a Dios semejante afrenta pública. Aquí lo tenéis al Papa como que¬ríais. ¿Por qué sucede esto? Cuando una iglesia se reforma, el comien¬zo violento resulta peligroso. Quizás, la reforma le toque también a Roma. Por ello, es preferible que ningún sacerdote esté de acuerdo con el otro. Hasta ahora, tienen costumbre de sembrar discordia entre los príncipes y reyes y de llenar el mundo de sangre de cristianos para que bajo ningún concepto la unidad de los cristianos cause mo¬lestias a la Silla Romana mediante reformas.
Hasta el momento hemos comprendido cómo proceden con las pre¬bendas que vencen y quedan vacantes. Pero son demasiado pocas las que quedan vacantes para la consabida avaricia. Por eso, extendió su circunspección también a los feudos que todavía están ocupados por sus titulares, a fin de que aquellos igualmente queden vacantes, aunque no lo estén. Lo hacen de varias maneras.
Primero se ponen al acecho de las prebendas gordas u obispales ocupadas por un anciano o un enfermo, o también por alguno afectado por un defecto presunto. A éste la Santa Silla le da un coadjutor, puesto que éste pertenece a los siervos del Papa o paga dinero o lo ha merecido por una prestación personal a favor de los romanos. No se respeta la libre elección del capítulo o el derecho del que otorga la prebenda. Todo cae en manos de los romanos.
Segundo. Existe la palabrita encomienda. El Papa manda un cardenal u otro de los suyos para que obtenga un convento rico e impor¬tante o una iglesia, lo mismo que si yo te mando guardar cien duca¬dos. Esto no se llama ni conferir ni destruir el monasterio ni abolir el servicio divino, sino sólo se le ordena que lo tenga en su poder. No está obligado a conservarlo ni a edificarlo. Por lo contrario, expulsa al titular. Tiene el usufructo de los bienes y cobra las entradas, em¬pleando a cierto monje apóstata que ha abandonado su convento y que cobra cinco o seis ducados al año, mientras que de día está sen¬tado en la iglesia para vender medallas y estampitas a los peregri¬nos. Allí ya no hay más canto ni lectura. Si a esto se llama destruir un convento y suprimir el servicio divino, el Papa debería llamarse destructor de la cristiandad y supresor del servicio divino, porque en verdad procede así en todo. Pero esto sería un lenguaje duro en Roma. Por ello ha de llamarse encomienda o mandato de tener el convento. En un año el Papa puede hacer encomienda de cuatro o más de esos conventos, de los cuales uno sólo tiene más de seis mil ducados de entrada. De semejante manera promueven en Roma el servicio divino y conservan los monasterios. Esto se aprende también en Alemania.
Tercero: Existen algunos feudos que ellos llaman incompatibilia, los cuales, según el orden del derecho canónico, no pueden pertenecer a una sola persona, como por ejemplo dos parroquias, dos obispados, etc. En este caso, la Santa Silla Romana logra evitar el derecho canónico haciendo glosas como unió e incorporatio. Esto quiere decir que junta muchos incompatibilia en un solo cuerpo, de modo que uno forme miembro del otro y así sean tenidos por una sola prebenda. De ese modo, ya no son incompatibilia y se cumple el santo derecho canónico que sólo obliga a los que no compran tales glosas al Papa y a su datarlo. El mismo carácter tiene también la unió, lo cual quiere decir unión. Por ella se juntan muchos feudos parecidos y por tal aunamiento todos son tenidos por uno solo. De esta manera, en Roma se encontrará un cortesano que solamente para sí cuenta con veintidós parroquias, siete prebostazgos y cuarenta y cuatro prebendas. Para todo ello sirve tal glosa magistral y hace que no sea ilegal. Cada cual puede imaginarse lo que posee un cardenal y otros prelados. Así se les vacía la bolsa a los alemanes y se les quita su petulancia.
Una de las glosas es también la administratio. Fuera de su obispa¬do alguien dispone de una abadía o dignidad y disfruta de todos sus bienes. Pero no lleva el nombre sino que se llama solamente administrator. En Roma basta con que cambien los términos y no los he¬chos, como si yo enseñase que la patrona del prostíbulo se llama mu¬jer del burgomaestre y, no obstante, sigue siendo tan hábil como es. San Pedro anunció tal régimen romano cuando dice: "Vendrán falsos maestros que por avaricia harán mercadería de vosotros con pa¬labras fingidas para obtener su lucro" .
La consabida avaricia romana también ideó el uso de vender las prebendas y feudos concediéndolos con el privilegio de que el ven¬dedor o traficante se reserva la reversión y reivindicación. Cuando muere el poseedor, el feudo se devuelve libre al que lo vendió, lo concedió o lo entregó. Así las prebendas se convierten en bienes here¬ditarios que ya nadie puede conseguir, sino aquel a quien el vende¬dor quiere venderlas o a quien le concede testamentariamente su de¬recho. Además, hay muchos que conceden a otro un feudo sólo por el título sin que perciba céntimo alguno. Ahora es también costumbre inveterada que uno conceda a otro un feudo reservándose algunas su¬mas de la entrada anual. En tiempos anteriores esto se llamaba simo¬nía. Y así hay muchos ardides más, imposibles de enumerar. De esta manera proceden con las prebendas mucho más ignominiosamente que los paganos debajo de la cruz con la vestimenta de Cristo.
Pero todo lo que se ha dicho hasta ahora ya es costumbre invete¬rada en Roma. Otra cosa más ideó la avaricia y espero que sea la úl¬tima y que se ahogue en ella. El Papa tiene una noble artimaña que se llama pectoralis reservatio, es  decir,  reserva mental, et proprius motus, o  propia arbitrariedad en  su potestad. Esto se desenvuelve así: alguien consigue en Roma un feudo que se le asigna y adjudica honradamente, como es costumbre.  Pero viene  otro que trae dinero o hace valer algún mérito del cual vale más no hablar. Éste pide el mismo feudo al Papa, quien se lo da quitándoselo a otro. Cuando se dice que esto es una injusticia, el Santísimo Padre debe disculparse para que no lo reprendan por proceder tan públicamente con violen¬cia contra el derecho. En este caso, el Papa dice que en su corazón y mente ha reservado este feudo para sí y para su plena potestad, aun¬que antes no haya pensado en esto en toda su vida, ni oído hablar de ello.  Ahora ha  inventado, por consiguiente, una glosita, por la cual en su propia persona puede mentir, engañar, chasquear a todos y bur¬larse de ellos, y todo eso desvergonzada y públicamente. No obstante, quiere ser la cabeza de la cristiandad, dejándose manejar por el espíritu malo con mentiras públicas.
Esta voluntad arbitraria y virtuosa reserva del Papa originan en Roma un abuso que nadie puede detallar. Es un comprar, vender, cambiar, permutar, alborotar, mentir, engañar, arrebatar, hurtar, os¬tentar, fornicar, bribonear y un despreciar a Dios de muchas maneras, de modo que resulta imposible que el anticristo gobierne más escan¬dalosamente. Venecia, Amberes y El Cairo no significan nada en com¬paración con esa feria y tráfico de Roma. Sólo que allí se observan la razón y el derecho, mientras que aquí se procede como el mismo diablo quiera. Y de este mar fluye ahora la misma virtud a todo el mundo. Con razón la gente de esa calaña teme una reforma y un con¬cilio libre. Prefieren desavenir a todos los reyes y príncipes. ¿Quién querrá que se revele su villanía?
Por último, fuera de todos esos nobles negociados, el Papa instaló una casa de comercio propia: la casa del datario, en Roma. Allí han de acudir todos los que de esa manera tratan de feudos y prebendas. En esa casa se deben comprar tales glosas y negocios y obtener auto¬rización para cometer semejantes bribonadas capitales. Hace tiempo, todavía se mostraban benignos en Roma, cuando alguien tenía que comprar la justicia o suprimirla mediante dinero. Pero ahora, Roma se ha vuelto tan exigente que no deja practicar vileza a nadie que no compre la autorización mediante sumas de dinero. Si esto no es uno de los peores burdeles que se puede imaginar, entonces no sé a qué darle tal nombre.
Si tienes dinero, en esa casa puedes obtener todas las cosas men¬cionadas y no solo éstas, porque aquí toda clase de usura se vuelve honesta por dinero, y todo bien hurtado y robado queda justificado. Aquí se anulan los votos: se les da a los monjes libertad de abandonar ,1a orden; aquí está en venta el estado matrimonial de los sacerdotes: hijos ilegítimos pueden llegar a ser legítimos; toda deshonra e igno¬minia se vuelva digna; todo defecto y mácula se arman caballeros y se tornan nobles. Aquí se admite el matrimonio en los grados prohibi¬dos o el que tenga otro impedimento. ¡Ay, cuánta extorsión y explo¬tación existe allí! Parece que todas las leyes eclesiásticas se hubieran formulado con el único fin de tener muchos torcedores para arrebatar el dinero. Uno debe librarse de esas disposiciones si quiere ser cris¬tiano. Aun el diablo llega a ser santo y hasta Dios. Lo que no pueden realizar el cielo y la tierra, lo puede hacer esa dataría. Se habla de compositiones, entiéndase sin embargo, compositiones y hasta confu¬siones. ¡Oh!, ¡cuan moderados son los aranceles de la aduana del Rin en comparación con esa casa!
Nadie crea que yo exagero. Todo es público y notorio, de modo que ellos mismos en Roma tendrán que confesar que es más horrible y sobrepasa todo cuanto uno puede decir. No me he referido aún —ni quiero hacerlo tampoco— a la verdadera hez infernal de vicios per¬sonales. Sólo hablo de las cosas comunes y corrientes, y, sin embargo, no puedo agotarlas con palabras. Habría sido obligación de los obis¬pos y sacerdotes, y ante todo de los doctores de las universidades, quienes para esto reciben su sueldo, escribir y protestar en conjunto contra esos abusos, cumpliendo con su deber. No obstante, pasa todo lo contrario.
Falta aún la parte final. También de ella hablaré. No le basta a la inmensa avaricia con todas estas expoliaciones que fácilmente con¬formarían a tres reyes poderosos. Ahora comienza a transferir y ven¬der sus negocios a los Fugger de Augsburgo. La concesión, la per¬muta y la venta de los obispados y el negocio con bienes eclesiásticos han llegado con ello al lugar más indicado. Se hizo un tráfico de ellos y de los seculares. Ahora yo quisiera escuchar una razón tan sutil que ideara lo que pudiera suceder a causa de la avaricia romana y que no haya acaecido aún, a no ser que Fugger también empeñase o vendiese a alguien sus dos negocios ahora unidos. Creo que con ello se ha llegado al colmo.
Considero chapucería aquello que en todos los países robaron y aún están robando y extorsionando por medio de indulgencias, bulas, breves de confesión, breves de mantequilla y otros conjessionalia. Es como si alguien arrojase un diablo al infierno. No es que tales co¬sas rindan poco, ya que de ellas podría mantenerse un poderoso rey. Sin embargo, no es comparable con los ríos de dinero arriba mencio¬nados, y aún callo dónde ha llegado el dinero de las indulgencias. El Campo de Fiore y el Belvedere y algunos lugares más saben de ello.
Como semejante régimen diabólico no sólo es un público robo, en¬gaño y tiranía de las puertas infernales, sino que corrompe también a la cristiandad en cuerpo y alma, debemos empeñarnos en resistir a tal miseria y destrucción de la misma. Si queremos luchar contra los turcos, empecemos aquí donde son peores. Con razón ahorca¬mos a los ladrones y decapitamos a los bandoleros. ¿Por qué entonces dejamos impune la avaricia romana que es el peor de los ladrones y bandidos que hayan aparecido o puedan aparecer en la tierra y todo esto en el santo nombre de Cristo y de San Pedro? ¿Quién, al fin, puede soportarlo y callar? Es fruto de robo y hurto casi todo cuanto el Papa posee. Lo podemos probar por todas las historias que así efectivamente es. El Papa jamás compró bienes tan grandes para que pueda cobrar de los oficios alrededor de diez veces cien mil duca¬dos, sin contar las minas arriba mencionadas y su país. Esto no se lo han legado ni Cristo, ni San Pedro. Tampoco nadie se lo dio ni se lo prestó. No lo adquirió tampoco por posesión, ni prescripción. Dime, entonces, ¿de dónde lo tendrá? De ello podrás desprender lo que bus¬can y a qué aspiran cuando envían legados afuera para reunir dinero contra los turcos.
Aunque soy demasiado humilde para hacer proposiciones útiles con el fin de subsanar semejante abuso horrible, seguiré en mi rol de bufón w y diré, en cuanto mi inteligencia alcance, lo que puede y de¬be hacerse por parte del poder secular o de un concilio general.
1. Todo príncipe, todo noble y toda ciudad deberían sin más pro¬hibir a sus súbditos pagar anatas a Roma y abolirías del todo, puesto que el Papa rompió el pacto e hizo de las anatas un robo en perjuicio y para ignominia de toda la nación alemana. Las da a sus amigos, las vende a alto precio y funda sobre ellas oficia. Por esto, perdió el de¬recho a ellas y mereció castigo. Luego el poder secular está obligado a defender a los inocentes e impedir la injusticia, como enseñan Pablo y San Pedro, y hasta el derecho canónico xvi q. VII de filiis. De ello resulta que se dice al Papa y a los suyos; tu ora, es decir, ora tú; al emperador y a los suyos: tu protege, es decir, protege tú, y al hombre común: tu labora, es decir, trabaja tú. Esto no quita que cada cual deba orar, proteger y trabajar, puesto que cuanto uno realiza en su profesión es orar, proteger y trabajar, sino que a cada cual se le indica su tarea específica.
2. El Papa con sus artimañas romanas, sus encomiendas, coad¬jutorías, reservaciones, gratias expectativas, meses del Papa, incor¬poraciones, uniones, pensiones, palios, derechos de cancillería y otras bribonadas, se apodera de todas las fundaciones alemanas sin autorización ni derecho, las da y las vende en Roma a extranjeros que en Alemania no hacen nada por ellas. De esta manera priva a los titulares de sus derechos y convierte a los obispos en simples ceros y personas figurativas. Así procede en contra de su propio derecho ca¬nónico y en contra de la naturaleza y de la razón. De este modo se llegó al extremo de que por mera avaricia las prebendas y los feudos se vendieran a groseros asnos indoctos y a villanos en Roma. Las bue¬nas personas instruidas no gozan de sus méritos, ni de sus conocimien¬tos. Por ello, el pobre pueblo de la nación alemana debe carecer de buenos prelados eruditos y perecer. En consecuencia, la nobleza cris¬tiana debe oponerse al Papa como a un enemigo común y destructor de la cristiandad. Por la salvación de las pobres almas que se perde¬rán por semejante tiranía deben establecer, mandar y ordenar que en adelante ya no se transfiera un solo feudo a Roma; que este no se obtenga allí de manera alguna, sino que todos los feudos se reivindi¬quen del poder tiránico y se mantengan fuera de él. A los titulares debe restituírselos en su derecho y cargo de administrar tales feudos como mejor puedan en la nación alemana. Y cuando llegara por aquí un cortesano, se le debe ordenar seriamente que desista o se arroje al Rin o al río más cercano y le dé un baño frío a la excomunión roma¬na con sellos y breves. Así los de Roma repararían en que los alemanes no siempre son locos y ebrios, sino que alguna vez también se vuelven cristianos y no piensan tolerar por más tiempo la burla e ignominia del santo nombre de Cristo, bajo el cual acontece semejante vileza y perdición de almas, sino que desean respetar más a Dios y a su honor que al poder de los hombres.
3. Debe publicarse una ley imperial, para que no se busque en lo sucesivo en Roma capa episcopal alguna, sino que se restablezca la disposición del santísimo y celebérrimo concilio de Nicea, según la cual el obispo está confirmado por otros dos obispos próximos o bien por el arzobispo. Si el Papa anula tal estatuto y el de todos los con¬cilios, ¿para qué sirven los concilios? ¿Quién le dio poder de despre¬ciar de esta manera los concilios y desautorizarlos? Destituyamos, pues, a todos los obispos, arzobispos y primados, convirtámoslos en simples párrocos para que sólo el Papa sea superior, como en efecto lo es ahora, puesto que no les deja verdadera autoridad ni función a los obispos, arzobispos y primados, arrebatándoles todo y dejándoles el mero nombre. Llega al extremo de sustraer los conventos, los aba¬des y prelados del poder regular del obispo. De ese modo, la cristian¬dad es privada de todo orden. De ello ha de resultar lo que ha suce¬dido; remisión de las penas y libertad para hacer el mal en todo el mundo, de modo que temo que podamos llamar al Papa homo peccati. ¿A quién hay que atribuirle la culpa de que no haya disciplina, castigo, régimen ni orden en la cristiandad, sino al Papa mismo, que ; por su propio poder desmedido toma del brazo a todos los prelados arrebatándoles el azote, y abre la mano a todos los subalternos otor¬gándoles o vendiéndoles la libertad?
Mas, para que no se queje de quedar privado de su autoridad, de¬berá disponerse lo siguiente: si los primados o arzobispos no pudieran arreglar un asunto o entre ellos se suscitaran pleitos, la causa se pre¬sentaría al Papa, pero no una bagatela cualquiera. Así sucedía en tiempos anteriores, y así lo dispuso el memorabilísimo concilio de Ni¬cea. Lo demás debe arreglarse sin la intervención del Papa, para que Su Santidad no sea molestado por estas nimiedades, sino que pue¬da atender la oración como de ello se ensalza; así lo hicieron los apóstoles, y dijeron: "No es justo que nosotros dejemos la Palabra de Dios y sirvamos a las mesas. Nosotros persistiremos en la oración y en el ministerio de la Palabra y pongamos a otros en la obra". Sin em¬bargo, ahora en Roma no hay más que desprecio del Evangelio y de la oración, predominando el servicio de mesas, es decir, de bienes se¬culares. El régimen de los apóstoles y el del Papa concuerdan como Cristo y Lucifer, como cielo e infierno, como día y noche. No obstan¬te, el Papa se llama vicario de Cristo y sucesor de los apóstoles.
4. Se ha de disponer que ningún asunto secular se transfiera a Roma, sino que todos permanezcan en el poder secular, como ellos mismos lo establecen en el derecho canónico, aunque no lo observan. El cargo del Papa debe consistir en ser el más docto en las Escrituras y no nominal, sino verdaderamente el más santo: en gobernar los asuntos relacionados con la fe y con la vida santa de los cristianos; en estimular a los primados y a los arzobispos, obrando con ellos en ese sentido, en preocuparse, como enseña Pablo, reprendiéndolos por ocuparse en asuntos mundanos. En todos los países produce un daño intolerable que tales asuntos se vean en Roma, porque originan gas¬tos cuantiosos. Además, los jueces no conocen los usos, el derecho y las costumbres de los países y así deforman y modelan las cosas con frecuencia según sus derechos y opiniones, y las partes sufren injus¬ticia.
Con relación a esto también debe prohibirse en todos los capí¬tulos los abominables vejámenes de los officiales , a fin de que se ocupen exclusivamente de asuntos de la fe y de las buenas costum¬bres. En lo que respecta a dinero, bienes, cuerpo u honra, deben de¬jarlo en manos de los jueces seculares. En consecuencia, el poder se¬cular no debe permitir la excomunión y el apremio cuando no se trate de la fe y de la vida buena. El poder espiritual debe gobernar los bienes espirituales, tal como enseña la razón. Pero el bien espiritual no consiste en dinero ni en cosas corporales, sino en la fe y en las buenas obras.
Sin embargo, puede admitirse que los asuntos relacionados con feudos o prebendas se traten ante obispos, arzobispos y primados. Por tanto, para arreglar pleitos y contiendas, la primacía de Germania debería contar, si fuese posible, con un consistorio común con audito¬res y cancilleres, el cual gobernaría, como en Roma, signatura gratiae et iustitiae. A este consistorio en Alemania deberían llevarse los asuntos ordenadamente por apelación, y ante él habrían de ser resueltos. A los miembros no se les debería asignar un sueldo que, como en Roma, consistiría en donaciones y dádivas casuales, ya que con ello se acostumbran a vender justicia e injusticia, como ahora tienen que hacerlo en Roma, porque el Papa no les paga sueldo y permiten que se ceben a si mismos con obsequios. En Roma no le interesa jamás a nadie lo que es justo o injusto, sino lo que es o no es dinero. Se les debería pagar un sueldo de las anatas o bien habría que pensar en otro camino. Esto lo podrían resolver bien los hombres muy inteligen¬tes que en estos asuntos tengan más experiencia que yo Sólo quiero dar un estímulo y un motivo para pensar a aquellos que son capaces y dispuestos a ayudar a la nación alemana a volver a ser cristiana y libre del miserable régimen pagano y anticristiano.
5. No debe haber reserva que valga. Ningún feudo debe quedar retenido en  Roma cuando  muera  el titular y cuando se  suscite  un pleito por su causa, o cuando pertenezca a un servidor de un cardenal o del Papa. Hay que prohibir severamente e impedir que un cortesano inicie pleito acerca de un feudo, cite a los buenos sacerdotes, los atri¬bule con tretas procesales y los impulse a aceptar algún  arreglo. Si por esta causa llegara de Roma una excomunión o una coerción eclesiástica, habría que desestimarla lo mismo que si un ladrón excomul¬gara a alguien por no dejarlo robar. Hasta deberían ser castigados se¬veramente por estar abusando de manera tan escandalosa de la exco¬munión y del nombre de Dios con  el fin  de facilitar su latrocinio. Quieren impulsarnos a tolerar y alabar semejante blasfemia contra el nombre divino y tal abuso de la potestad cristiana, y ante Dios ha¬cernos partícipes de su maldad. Estamos obligados ante Dios  a opo¬nernos, como San Pablo los reprende, no sólo porque hacen tales cosas, sino también porque consienten y permiten que semejantes cosas se hagan. Pero ante todo es intolerable la engañosa  reservatio pectoralis; por la cual tan escandalosa y públicamente se colma la cristiandad de  ignominia y  escarnio,  puesto que el sumo sacerdote procede con mentiras notorias. A causa de los malditos bienes engaña desvergonzadamente a todos mofándose de ellos.
6. Deben abolirse los casus reservati, es decir, los casos reserva¬dos, con los cuales no sólo se despoja de mucho dinero a la gente, tino que los furiosos tiranos enredan y confunden muchas pobres conciencias para insufrible menoscabo de su fe en Dios. Ante todo, se trata de los casos ridículos cuya importancia se exagera mediante la bula Coena Dominis, puesto que ellos no merecen ser contados entre los pecados comunes, más aún casos tan graves que el Papa no los remite por indulgencia alguna, como por ejemplo, cuando alguien impide que un peregrino vaya a Roma, o alguno lleva armas a los turcos o falsifica breves del Papa. Nos engañan con cosas tan groseras, atolondradas y torpes. Sodoma y Gomorra y todos los pecados que se cometan o puedan cometerse en contra del manda¬miento de Dios, no cuentan entre los casus reservati. En cambio, aquellos que Dios jamás ha mandado y que ellos inventaron han de ser casus reservan. Solamente no hay que impedir que alguien lleve dinero a Roma y que ellos, asegurados contra el turco, vivan lujurio¬samente y mantengan al mundo bajo su tiranía con sus bulas y breves fútiles e inútiles.
Sería justo que todos los sacerdotes lo supieran o que fuera un orden público que ningún pecado oculto y no denunciado constituya un caso reservado. Todo sacerdote tiene potestad de remitir toda clase de pecados, lleven estos el nombre que quisieren, mientras se man¬tengan ocultos. Ningún abad ni obispo ni papa tiene poder de reservar algunos de ellos para sí. Si lo hiciese, no valdría nada en absoluto. Ellos mismos deberían ser castigados, porque se inmiscuyen en los juicios de Dios y enredan y molestan sin motivo las pobres concien¬cias poco instruidas. Empero, cuando se trata de graves pecados pú¬blicos, máxime contra los mandamientos de Dios, habría motivo de establecer casus reservati. Mas tampoco deben ser demasiados y no ha de instituirse por poder propio sin motivo, puesto que Cristo no puso tiranos, sino pastores en su iglesia, como dice San Pedro.
7. La Silla Romana debe suprimir los officia y disminuir el hor¬miguero y enjambre de empleados en Roma, a fin de que el Papa pueda mantener a sus servidores de su propio peculio y para que su corte no supere a la de todos los reyes en boato y gastos. Semejante exceso no sólo jamás fue útil para los asuntos de la fe cristiana, sino que también estorbó a los papas en el estudio y en la oración. De esta manera, ellos mismos ya no saben qué decir sobre la fe. Lo evidenciaron groseramente en este último concilio romano. Allí, entre muchos artículos pueriles y superficiales, se estableció también que el alma humana es inmortal y que un sacerdote está obligado a rezar su oración, por lo menos una vez por mes, si no quiere perder su feudo. Estos hombres no pueden juzgar los asuntos de la cristian¬dad y de la fe, puesto que están empedernidos y enceguecidos por su gran avaricia, su riqueza y su fausto mundano. Ahora establece» en primer lugar que el alma es inmortal, lo que es una vergüenza para la cristiandad que traten la fe tan ignominiosamente en Roma. Si tuvieran menos riquezas y boato podrían estudiar y orar mejor. De este modo, se volverían dignos y hábiles para tratar de los asuntos de la fe. Así fue en tiempos anteriores, cuando eran obispos y no se arrogaban ser reyes de todos los reyes.
8. Deben abrogarse los graves y horribles juramentos que el Papa obliga a prestar a los obispos sin derecho alguno. En ellos quedan cautivos como siervos conforme a lo que estatuye el inútil e indocto capítulo Significasti por propia potestad y con grave irreflexión. ¿No basta con que nos graven la fortuna, el cuerpo y el alma, con lo cual se debilita la fe y se corrompe la cristiandad? También apri¬sionan la persona, su fuerza y su obra. A esto se añade la investi¬dura, que en tiempos pasados correspondía a los emperadores ale¬manes y que en Francia y en algunos reinos más pertenece aún a los reyes. Los papas sostuvieron una gran guerra y contienda acerca de la investidura con los emperadores, hasta que se apoderaron del derecho con violencia atrevida y lo retienen hasta ahora, como si los alemanes, más aún que todos los restantes cristianos de la tierra, debieran ser títeres del Papa y de la Silla Romana y hacer y soportar lo que nadie quiere tolerar y hacer. Como esto es mera violencia y latrocinio que se opone a la regular potestad episcopal y perjudica a las pobres almas, el emperador y su nobleza están obligados a resistir a semejante tiranía y a castigarla.
9. El Papa no debe tener ningún poder sobre el emperador, salvo que lo unja y lo corone en el altar como un obispo corona a un rey. De ninguna manera debe admitirse en adelante la diabólica arrogan¬cia de que el emperador bese los pies al Papa o se siente a sus pies o le tenga, como se dice, los estribos y la brida de la muía cuando el Papa la monta. Mucho menos aún debe jurar obediencia y fiel sumisión al Papa, como ellos desvergonzadamente se atreven a exigir como si tuviesen derecho a ello. No vale ni un bledo el capítulo Solitae, por el cual la potestad del Papa se eleva por encima del poder del emperador. Todos los que se basan en él o lo temen están equivocados, puesto que no hace más que forzar las santas palabras de Dios y apartarlas de su recto sentido de acuerdo con sus sueños propios, como lo expuse en latín.
El diablo ideó semejante pretensión excesiva, altanera y frívola en demasía, para introducir, andando el tiempo, al anticristo y elevar al Papa por encima de Dios, como ya muchos lo hacen y lo han hecho. No le corresponde al Papa elevarse sobre el poder secular, a no ser en funciones espirituales, como predicar y absolver. Ha de estar sujeto en otros aspectos, como enseñan San Pablo y Pedro. Como he dicho anteriormente, el Papa no es vicario de Cristo en el cielo, sino solamente del Cristo que anda por la tierra, porque Cristo en el cielo, en su calidad de gobernante, no necesita vicario, sino que está mentado y ve, hace y sabe todas las cosas y las puede realizar. Pero el Papa puede serlo en forma de sirviente,  tal como Cristo  andaba por la tierra con trabajos, predicaciones, padecimientos y muerte. Mas los romanos lo tergiversan.   Quitan al  Cristo la celestial  forma  de gobernante, dándosela al Papa, y suprimen del todo este cariz de su servidumbre. De ese modo el Papa vendría a ser casi el contra¬cristo, al que las Escrituras  llaman el anticristo, ya que todo su ser, obra y actividad se dirigen contra Cristo  exterminando y des¬truyendo su ser y su obra. Es también risible y pueril que el Papa se vanaglorie de ser heredero legal de la dignidad imperial cuando esta quede  vacante,  por  una causa engañadora y absurda en la decretal Pastoris. ¿Quién se la dio? ¿Lo hizo Cristo al decir:   "Los reyes de los gentiles se enseñorean de ser tales. Mas no así vosotros?" ¿Se la legó San Pedro? A mí me duele que en el derecho canónico ten¬gamos que  leer y enseñar semejantes  mentiras descaradas, groseras y atolondradas, debiendo  tenerlas por doctrina cristiana, aunque  en verdad sean mentiras diabólicas. A esta categoría pertenece también te   inaudita   mentira   De   Donatione Constantini. Debe haber sido una plaga especial enviada por Dios, para que tantas personas razo¬nables  se  hayan   dejado  persuadir  para   aceptar  semejante  mentira. En verdad es tan grosera y torpe que, a mi criterio, un labriego ebrio podría mentir con más habilidad y destreza. ¿Cómo podrían coexistir con las preocupaciones de la gobernación de un imperio, la predica¬ción, la oración, el estudio y la atención de los pobres? Pues son las funciones verdaderas y propias del Papa y las que Cristo le impuso con  tanta severidad  que hasta le prohibió  llevar hábito y  dinero. Apenas puede atender semejante ministerio el que tiene que gobernar una sola cosa. Y el Papa  pretende administrar el imperio y  seguir siendo Papa. Esto lo idearon los picaros que, mediante el Papa y bajo el nombre de Cristo, anhelaban ser los señores del mundo y levantar de nuevo al destruido imperio romano tal como existiera en tiempos pasados.

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