Libro primero
Capítulo I
Cuadro general de la vida religiosa en la Península antes de Prisciliano.
Preliminares. -I. Propagación del cristianismo. -II. Primeros heterodoxos: apóstatas libeláticos: Basílides y Marcial. -III. Errores respecto. a la encarnación del Verbo. -IV. Concilio de Ilíberis. -V. Vindicación de Osio, Potamio y Florencio. -VI. Cisma de los donatistas: Lucila. -VII. Cisma de los luciferianos: Vicencio.
Preliminares
(41)
Sabia máxima fue siempre, aunque no por todos practicada, sin duda en fuerza de ser trivial, la de comenzar por el principio. Buena parte del método estriba en no mutilar el hecho que se narra o el punto que se discute, ni menos introducir acontecimientos o materias ajenas a la que de presente llama y solicita la atención del escritor. ¡Cuánto se reducirían en volumen muchos libros si de ellos se quitase, enmendase y cercenase todo preliminar superfluo! Deseoso yo de no tropezar en tal escollo, tomo las cosas desde su origen y no antes, y abro la HISTORIA DE LOS HETERODOXOS ESPAÑOLES en el punto y hora en que el cristianismo penetra en España.
Qué religiones habían imperado antes en el pensamiento y en la conciencia de las razas ibéricas, asunto es cuya final resolución incumbe a los estudios etnográficos y filológicos, de lenguas y mitologías comparadas, que hoy se prosiguen con notable diligencia. No veo bastante luz en el asunto, sin duda por mi ignorancia. La clasificación misma de las gentes hispánicas parece llena de dificultades. Lo que se tiene por más cierto y averiguado es:
a) La existencia de una primitiva emigración, que algunos llaman turania, y otros, con mejor acuerdo y más prudencia, se limitan a apellidar éuscara o vascona. [80]
La verdadera prueba de que los llamados turanios hicieron morada entre nosotros está en la persistencia del vascuence, lengua de aglutinación (con tendencias a la flexión), no íbera, como vislumbró Humboldt (42), sino turania, si hemos de creer a muchos filólogos modernos (43). A éstos toca y pertenece resolver las cuestiones siguientes: «¿Ocuparon los turanios toda la Península o sólo la parte septentrional? ¿Cómo se entiende la semejanza de caracteres antropológicos entre los vascongados, que hablan ese dialecto, y las razas céltico-romanas (cántabros, etc.), vecinos suyos? ¿Qué explicación plausible tiene la indudable existencia de restos y costumbres celtas entre los éuskaros? Si los celtas impusieron su dominio a la población turania, que no debía ser inferior en número, ¿cómo adoptaron la lengua del pueblo vencido? Y, caso que la admitiesen, ¿por qué se verificó este fenómeno en una región limitadísima y no en lo demás del territorio?» Confieso no entender esto e ignoro asimismo cuál pudo ser la religión de esos turanios. Los que habitaron en la Persia, en la Susiana y en la Caldea profesaban el sabeísmo, o adoración a los astros, que es una de las más antiguas (si no la primera) formas de la idolatría. Quizás resten vestigios del culto sidérico en las tradiciones vascas, sin acudir al problemático Jaun-goicoa (44), Dios-luna, y aun habida consideración al elemento aryo representado por los celtas.
b) Una primera invasión indo-europea es, a saber, la de los iberos, que algunos confunden con los turanios, pero que parecen haber sido posteriores, idénticos a los ligures, sículos y aquitanos, y hermanos mayores de los celtas, puesto que la fraternidad de Iber y Keltos fue ya apuntada por Dionisio de Halicarnaso. Ocuparon los iberos toda la Península, de norte a mediodía (45).
c) Una segunda invasión arya, la de los celtas, cuya emigración por las diversas comarcas de Europa conocemos algo mejor. En España arrojaron del Norte a los iberos, y, adelantándose al otro lado del Ebro, formaron con los iberos el pueblo [81] mixto de los celtíberos, si es que esta palabra indica verdadera mezcla, que también es dudoso (46).
¿Qué culto fue el de los primitivos iberos? San Agustín, en La ciudad de Dios, capítulo IX del libro VII, les atribuye la noticia de un solo Dios, autor de lo creado..., incorpóreo..., incorruptible, a la cual noticia dice que había llegado merced a las enseñanzas de sus sabios y filósofos. Que los turdetanos, una de las tribus ibéricas que poblaron Andalucía, tenían sabios y filósofos, y hasta poemas de remotísima antigüedad, afírmalo Estrabón. Tampoco es imposible que se hubiesen elevado a la concepción monoteísta, o a lo menos dualista y zoroástrica, pues otro tanto hicieron en Persia sus hermanos los iranios. Creo, pues, no despreciable, antes digno de seria meditación, el texto de San Agustín a que me he referido. También se ha de advertir que es escaso el número de divinidades que puedan decirse indígenas de los iberos, aunque éstos recibieron con sobrada facilidad las fenicias y grecorromanas.
¿Cuál fue el culto de los primitivos celtas? Un panteísmo naturalista, adorador de las fuerzas de la materia, que debió combinarse fácilmente con el presunto sabeísmo de los turanios. De aquí la veneración a las fuentes y a los ríos, a las encinas y bosques sagrados. Este culto druídico admitía la metempsicosis, consecuencia natural de todo sistema panteísta y medio cómodo de explicar el trueque, desarrollo y muerte de las existencias, dependientes de una sola energía vital que trabaja y se manifiesta de diversos modos, en incesante paso del ser al no ser y de un ser a otro. Eran agoreros y arúspices los celtas, observaban el vuelo de la corneja sagrada y las entrañas palpitantes de la víctima (47), tenían en grande veneración a sacerdotes y druidesas [82], dotados del poder de la adivinación, y celebraban con hogueras y cantos el novilunio. Cada gentilidad o familia tenía por dioses lares a sus fundadores. El sacrificio entre los celtas recorría toda la escala natural, desde los frutos de la tierra hasta las víctimas humanas. Practicaban asimismo el culto de los muertos, según consta por varias inscripciones, y se ha sostenido con plausibles conjeturas que tampoco les era desconocido el del fuego.
Estrabón dice que era una la manera de vivir de los galaicos, astures y cántabros hasta los vascones y el Pirineo. El celticismo dejó huellas en toda esta zona septentrional. Quedan como reliquias de la lengua o de las lenguas algunos nombres de localidades, especialmente en nuestra montaña de Santander; quedan en varias partes, como memorias del culto externo, dólmenes y semidólmenes, trilitos y menhires, túmulos o mámoas, no en gran número, pero bastantes a testificar el hecho; queda como reminiscencia más profunda una mitología galaico-asturiana, de que algo habré de decir en otro capítulo. El naturalismo de los celtas, anatematizado repetidas veces por los concilios, se mezcló con elementos clásicos, y en una u otra forma ha llegado a nuestros días, constituyendo en ciertas épocas un foco de heterodoxia, al paso que hoy se reduce a sencillas tradiciones, inofensivas casi, porque su origen y alcance se han perdido.
¿Cómo conciliar con este naturalismo el gran número de divinidades gallegas y lusitanas que cada día nos revelan las inscripciones de aquellas dos comarcas indisputablemente celtas? Ya en el siglo pasado se conocían ocho o diez; hoy pasan de cincuenta. ¿Dónde colocar a Vagodonnaego, Neton y su mujer Neta, Endovélico, Vérora, Tullonio, Togotis, Suttunio, Poemana... y tantos otros enigmáticos númenes adorados por nuestros mayores? La cuestión es compleja, y sólo pudiera resolverse distinguiendo varios períodos en la vida religiosa de los celtas. El panteísmo, tal como le profesaban aquellas razas, tiende a convertirse en politeísmo cuando se pierde la clave o queda en manos de los sacerdotes tan sólo. De la adoración de los objetos naturales, como partícipes de la esencia divina, pasa fácilmente la imaginación popular a la apoteosis personal y distinta de cada objeto o fuerza. Así, de la veneración a las fuentes nació entre nuestros celtas el culto de la diosa Fontana. Pero a este natural desarrollo de sus ideas religiosas debe añadirse la influencia de los cultos extranjeros: la dudosa influencia fenicia, [83] la indudable griega, la más honda y duradera romana.. Obsérvense dos cosas: 1.ª, que esas inscripciones aparecen en Portugal y en Galicia, regiones visitadas por los mercaderes e invasores, extraños, y no en Asturias y en Cantabria, donde no pusieron la planta hasta muy tarde. No sé que se conozcan divinidades cántabras ni asturianas; 2.ª, que todas esas inscripciones (a lo menos las que yo he visto impresas) están en latín, por lo cual no pueden dar verdadera idea del primitivo culto galaico, sino del modificado y mixto que se conservaba en tiempos de los romanos. Además, ese catálogo de divinidades pugna con el texto de Estrabón, que supone ateos a los gallegos, quizá porque no tenían templos ni altares al modo de los griegos y romanos. No eran ateos, sino panteístas. Celtas y celtíberos adoraban al Dios desconocido (Dios anónimo le llama Estrabón), como si dijéramos, al alma del mundo. Quizá el Endovélico invocado en Portugal y en otras partes no era distinto de este Deus ignotus. Los demás nombres parecen, o de númenes semejantes a la Dea Fontana, o de divinidades forasteras, traducidas a lengua céltica, como el de Bandúa, a quién llaman compañero de Marte. No debía de ser de estirpe muy gallega la divinidad Neta Civeilferica, puesto que le hizo votos un tal Sulpicio Severo, nombre romano por cualquier lado que le miremos. Las divinidades clásicas recibían en cada país nuevas denominaciones, y mientras no tengamos otra cosa es imposible declarar indígenas a esos singulares númenes. ¿No es más natural suponer que los celtas, al tomar los dioses romanos, los bautizaron en su lengua? (48)
d) La que llaman invasión fenicia, y fue sólo una expedición de mercaderes a algunos puestos de la costa bética y lusitana, importó el culto panteísta de Baal y de Astarté, que todavía duraba con el nombre de Salambó cuando el martirio de las Santas Justa y Rufina. En Gades levantaron los fenicios un templo a Melkarte. Los cartagineses o libio-fenices contribuirían eficazmente a extender la religión de su antigua metrópoli.
e) Las colonias griegas, sobre todo las de la costa de Levante (Ampurias, Rosas, Sagunto, Denia, etc.), introdujeron el politeísmo clásico, allanando el camino a la civilización romana. Del culto de Artemis de Éfeso y de los templos levantados en su honor, del de Hermes Eiduorio, etc., tenemos bastantes recuerdos. [84]
f) Romanización absoluta de la Bética, donde impera el politeísmo grecolatino y se borra todo rastro de los antiguos cultos: romanización imperfecta de Celtiberia y de Lusitania, donde en una u otra forma sigue reinando el viejo naturalismo. Los cántabros y astures van perdiendo la lengua, pero conservan tenazmente las costumbres célticas. La población turania o ibero-turania, ni la lengua pierde, porque la asimilación era imposible.
Con la religión oficial latina penetraron en España muchos ritos y supersticiones de origen oriental y egipcio, de magos y caldeos, etc.; pero el que más se extendió fue el de Isis, muy en boga entre las mujeres romanas por los tiempos de Tibulo. Hay buen número de inscripciones a la diosa egipcia procedentes de Tarragona, de Sevilla, de Guadix, de Antequera y aun de Braga.
Cómo se fueron verificando todas estas metamorfosis maravillosas, pero indudables, es lo que no puedo decir con seguridad, ni interesa derechamente al asunto. Basta dejar consignada la situación religiosa de España al tiempo que los primeros trabajadores de la mies del Señor llegaron a nuestras costas (49).
- I -
Propagación del cristianismo en España.
¿Quién fue el primero que evangelizó aquella España romana, sabia próspera y rica, madre fecunda de Sénecas y Lucanos, de Marciales y Columelas? Antigua y piadosa tradición supone que el apóstol Santiago el Mayor esparció la santa palabra por los ámbitos hespéricos: edificó el primer templo a orillas del Ebro, donde la Santísima Virgen se le apareció sobre el Pilar, y extendió sus predicaciones a tierras de Galicia y Lusitania. Vuelto a Judea, padeció martirio, antes que ningún otro apóstol, cerca del año 42, y sus siete discípulos transportaron el santo cuerpo en una navecilla desde Jope a las costas gallegas (50). Realmente, la tradición de la venida de Santiago se remonta, por lo menos, al siglo VII, puesto que San Isidoro la consigna en el librillo De ortu et obitu Patrum, capítulos LXXI y LXXXI; y, aunque algunos dudan que esta obra sea suya, es indudable que pertenece a la época visigoda. Viene en pos el testimonio del oficio del misal que llaman Gótico o Muzárabe en estos versos de un himno:
Magni deinde filii tonitrui
adepti fulgent prece matris inclytae
utrique vitae culminis insignia
regens Ioannes dextra solus Asiam,
eiusque frater potitus Spaniam. [85]
O vere digne sanctior Apostole,
caput refulgens aureum Spaniae,
tutorque vernulus, et Patronus
vitando pestem esto salus caelitus (51).
Si a esto agregamos un comentario sobre el profeta Nahum, que se atribuye a San Julián y anda con las obras de los Padres toledanos, tendremos juntas casi todas las autoridades que afirman pura y simplemente la venida del apóstol a nuestra Península. Más antiguas no las hay, porque Dídimo Alejandrino en el libro II, capítulo IV, De trinitate y San Jerónimo, sobre el capítulo XXXIV de Isaías, ni siquiera nombran al hijo del Zebedeo, diciendo solamente que un apóstol estuvo en España. Alius ad Hispaniam... ut unusquisque in Evangelii sui atque doctrinae provincia requiesceret (D. Hierony). Los autores de la Compostelana no hacen mención de la venida (52). Temeridad sería negar la predicación de Santiago, pero tampoco es muy seguro el afirmarla. Desde el siglo XVI anda en tela de juicio. El cardenal Baronio, que la había admitido como tradición de las iglesias de España en el tomo I de sus Anales, la puso en duda en el tomo IX, y logró que Clemente VIII modificase en tal sentido la lección del breviario. Impugnaron a Baronio muchos españoles, y sobre todo Juan de Mariana en el tratado De adventu B. Iacobi Apostoli in Hispaniam, escrito con elegancia, método y serenidad de juicio (53). Urbano VIII restableció en el breviario la lección antigua; pero las polémicas continuaron, viniendo a complicarse con la antigua y nunca entibiada contienda entre Toledo y Santiago sobre la primacía y con la relativa al patronato de Santa Teresa. La cuestión principal adelantó poco (54). En cuanto a las tradiciones que se enlazan [86] con la venida de Santiago, hay mayor inseguridad todavía. La del Pilar, en sus monumentos escritos, es relativamente moderna. En 1155, el obispo de Zaragoza, D. Pedro Librana, habla de un antiguo templo de la Virgen en esta ciudad, pero sin especificar cosa alguna. «Era 1156, año 1118: Beatae et Gloriosae Virginis Mariae Ecclesiam quae dicitur (proh dolor!), subiacuit Saracenorum ditioni liberari satis audivistis, quam beato et antiquo nomine sanctitatis ac dignitatis pollere novistis» (55).
Si la venida de Santiago a España no es de histórica evidencia, la de San Pablo descansa en fundamentos firmísimos y es admitida aun por los que niegan o ponen en duda la primera (56). El Apóstol de las Gentes, en el capítulo 15 (28) de su Epístola a los Romanos, promete visitarlos cuando se encamine a España. El texto está expreso: di ) u(mw=n eij Spani/an (por vosotros, es decir, pasando por vuestra tierra a España.). Y adviértase que dice Spani/an y no Iberia, por lo que el texto no ha de entenderse en modo alguno de los iberos del Caúcaso. Fuera de que para el Apóstol, que escribía en Corinto, no era Roma camino para la Georgia, y sí para España. No cabe, por tanto, dudar que San Pablo pensó venir a España. Como las Actas de los Apóstoles no alcanzan más que a la primera prisión del ciudadano de Tarso en Roma, no leemos en ellas noticia de tal viaje, ni de los demás que hizo en los ocho últimos años de su vida. De su predicación en España responden, como de cosa cierta y averiguada, San Clemente (discípulo de San Pablo), quien asegura que su maestro llevó la fe hasta el término o confín de Occidente (Ep. ad Corinthios); el Canon de Muratori, tenido generalmente por documento del siglo II; San Hipólito, San Epifanio (De haeresibus c. 27), San Juan Crisóstomo, (homilía 27, in Matthaeum), San Jerónimo en dos o tres lugares, San Gregorio Magno, San Isidoro y muchos más, todos en términos expresos y designando la Península por su nombre menos anfibológico. No se trata de una tradición de la Iglesia española como la de Santiago, sino de una creencia general y antiquísima de la Iglesia griega y de la latina, que a maravilla concuerda con los designios y las palabras mismas del Apóstol y con la cronología del primer siglo cristiano (57).
Triste cosa es el silencio de la historia en lo que más interesa. De la predicación de San Pablo entre los españoles, nada [87] sabemos, aunque es tradición que el Apóstol desembarcó en Tarragona. Simeón Metafrastes (autor de poca fe), y el Menologio griego le atribuyen la conversión de Xantipa, mujer del prefecto Probo, y la de su hermana Polixena.
Algo y aun mucho debió de fructificar la santa palabra del antiguo Saulo, y así encontraron abierto el camino los siete varones apostólicos a quienes San Pedro envió a la Bética por los años de 64 ó 65. Fueron sus nombres Torcuato, Ctesifón, Indalecio, Eufrasio, Cecilio, Hesichio y Secundo. La historia, que con tanta fruición recuerda insípidas genealogías y lamentables hechos de armas, apenas tiene una página para aquellos héroes, que llevaron a término en el suelo español la metamorfosis más prodigiosa y santa. Imaginémonos aquella Bética de los tiempos de Nerón, henchida de colonias y de municipios, agricultora e industriosa, ardiente y novelera, arrullada por el canto de sus poetas, amonestada por la severa voz de sus filósofos; paremos mientes en aquella vida brillante y externa que en Corduba y en Hispalis remedaba las escenas de la Roma imperial, donde entonces daban la ley del gusto los hijos de la tierra turdetana, y nos formaremos un concepto algo parecido al de aquella Atenas donde predicó San Pablo. Podemos restaurar mentalmente el agora (aquí foro), donde acudía la multitud ansiosa de oír cosas nuevas, y atenta escuchaba la voz del sofista o del retórico griego, los embelecos o trapacerías del hechicero asirio o caldeo, los deslumbramientos y trampantojos del importador de cultos orientales. Y en medio de este concurso y de estas voces, oiríamos la de alguno de los nuevos espíritus generosos, a quienes Simón Barjona había confiado el alto empeño de anunciar la nueva ley al peritus iber de Horacio, a los compatriotas de Porcio Latrón, de Balbo, y de Séneca, preparados quizá a recibirla por la luz que da la ciencia, duros y obstinados acaso, por el orgullo que la ciencia humana infunde y por los vicios y flaquezas que nacen de la prosperidad y de la opulencia. ¿Qué lides hubieron de sostener los enviados del Señor? ¿En qué manera constituyeron la primitiva Iglesia? ¿Alcanzaron o no la palma del martirio? Poco sabemos, fuera de la conversión prestísima y en masa del pueblo de Acci, afirmada por el oficio muzárabe.
Plebs hic continuo pervolat ad fidem.
Et fit catholico dogmate multiplex... (58)
A Torcuato se atribuye la fundación de la iglesia Accitana (de Guadix), a Indalecio la de Urci, a Ctesifón la de Bergium (Verja), a Eufrasio la de Iliturgi (Andújar), a Cecillo la de Iliberis, a Hesichio la de Carteya y a Secundo la de Avila, única que está fuera de los límites de la Bética. En cuanto al resto de España, alto silencio. Braga tiene por su primer obispo a [88] San Pedro de Rates, supuesto discípulo de Santiago. Astigis (Écija) se gloría, con levísimo fundamento, de haber sido visitada por San Pablo. Itálica repite el nombre de Geroncio, su mártir y prelado. A Pamplona llega la luz del Evangelio del otro lado de los Pirineos con el presbítero Honesto y el obispo de Tolosa Saturnino. Primer obispo de Toledo llaman a San Eugenio, que padeció en las Galias, durante la persecución de Decio. Así esta tradición como las de Pamplona están en el aire, y por más de ocho siglos fueron ignoradas en España. De otras iglesias, como las de Zaragoza y Tortosa, puede afirmarse la antigüedad, pero no el tiempo ni el origen exactos. No importa: ellas darán buena muestra de sí cuando arrecie el torbellino de las persecuciones.
Una inscripción que se dice hallada cerca del Pisuerga, e incluida por primera vez en la sospechosa colección aldina de 1571, ha conservado memoria de los rigores ejercidos en tiempo de Nerón contra los primeros cristianos españoles: his qui novam generi humano superstitionem inculcabant; pero parece apócrifa (59), y casi nadie la defiende. Hasta el siglo III no padeció martirio en Tolosa de Aquitania el navarro San Firmino o Fermín. En tiempo de nuestro español Trajano ponen la muerte de San Mancio, obispo de Évora, segunda ciudad lusitana que suena en la historia eclesiástica. A la época de los Antoninos refiere con duda Ambrosio de Morales el triunfo de los Santos Facundo y Primitivo en Galicia; pero otros lo traen (y con fundamento) mucho más acá, a la era de Heliogábalo o a la de Gordiano II. Pérez Bayer puso en claro la patria aragonesa de San Laurencio o Lorenzo, diácono y tesorero de la Iglesia de Roma, que alcanzó la palma en la octava persecución, imperando Valeriano. La memoria del espantoso tormento del confesor oscense vive en un valiente himno de Prudencio:
Mors illa sancti martyris
mors vera templorum fuit... (60)
Los versos de aquel admirable poeta son la mejor crónica del cristianismo español en sus primeros tiempos. El himno VI del Peristephanon describe con vivísimos colores la muerte del obispo de Tarragona, Fructuoso, y de los diáconos Augurio y Eulogio, que dieron testimonio de su fe por los años de 259:
Felix Tarraco, Fructuose, vestris
attollit caput ignibus coruscum,
levitis geminis procul relucens.
Hispanos Deus aspicit benignus,
arcem quandoquidem potens Iberam
trino martyre Trinitas coronat. [89]
Y torna a recordarlos en aquella brillante enumeración con que abre el himno de los confesores cesaraugustanos, en versos que hace tiempo traduje así:
Madre de santos, Tarragona pía,
triple diadema ofrecerás a Cristo,
triple diadema que en sutiles lazos
liga Fructuoso.
Cual áureo cerco las preciadas piedras,
ciñe su nombre el de los dos hermanos:
de entrambos arde en esplendor iguales
fúlgida llama.
Ya lo dijo Prudencio: A cada golpe del granizo, brotaban nuevos mártires. Viose clara esta verdad en la última y más terrible de las persecuciones excitadas contra el Evangelio, la de Diocleciano y Maximiano (año 301). Vino a España con el cargo de gobernador o presidente (praeses) un cierto Daciano, de quien en los martirologios y en los himnos de Prudencio hay larga y triste, aunque para nuestra Iglesia gloriosa memoria. No hubo extremo ni apartado rincón de la Península, desde Laietania a Celtiberia, desde Celtiberia a Lusitania, donde no llegase la cruenta ejecución de los edictos imperiales. En Gerunda (Gerona), pequeña pero rica por tal tesoro, según dice Prudencio, fueron despedazados
Los santos miembros del glorioso Félix.
A los ocho días padeció martirio en Barcelona su hermano Cucufate, muy venerado en Cataluña con el nombre de San Cugat, y poco después, y en la misma ciudad, la virgen Eulalia, distinta de la santa de Mérida, a quien celebró Prudencio. Pero ninguna ciudad, ni Cartago ni Roma (afirma el poeta), excedieron a Zaragoza en el número y calidad de los trofeos. Hay que leer todo el himno prudenciano para entender aquella postrera y desesperada lid entre el moribundo paganismo y la nueva ley, que se adelantaba radiante y serena, sostenida por el indomable tesón y el brío heroico del carácter celtíbero. Aquellos aragoneses del siglo III y comienzos del IV sucumbían ante los verdugos de Daciano con un valor tan estoico e impasible como sus nietos del siglo XIX ante las legiones del Corso, rayo de la guerra. Y por eso cantó Prudencio, poeta digno de tales tiempos y de tales hombres:
La pura sangre que bañó tus puertas
por siempre excluye la infernal cohorte:
purificada la ciudad, disipa
densas tinieblas.
Nunca las sombras su recinto cubren:
huye la peste del sagrado pueblo, [90]
y Cristo mora en sus abiertas plazas,
Cristo do quiera.
De aquí ceñido con la nívea estola,
emblema noble de togada gente,
tendió su vuelo a la región empírea
coro triunfante.
Aquí, Vicente, tu laurel florece:
aquí, rigiendo al animoso Clero,
de los Valerios la mitrada estirpe
sube a la gloria.
Aragonés era, y en Zaragoza fue ungido con el óleo de fe y virtud aquel Vicente a cuya gloria dedicó Prudencio el quinto de sus himnos, y de quien en el canto triunfal que he citado vuelve a hablar en estos términos:
Así del Ebro la ciudad te honra.
Cual si este césped te cubriera amigo,
cual si guardara tus preciados huesos
tumba paterna.
Nuestro es Vicente, aunque en ciudad ignota
logró vencer y conquistar la palma:
tal vez el muro de la gran Sagunto
vio su martirio.
El mismo Prudencio tejió corona de imperecederas flores a la virgen Encrates o Engracia en otro pasaje, que, traducido malamente, dice así:
Aquí los huesos de la casta Engracia
son venerados: la violenta virgen
que despreciara del insano mundo
vana hermosura.
Mártir ninguno en nuestro suelo mora
cuando ha alcanzado su glorioso triunfo:
sola tú, virgen, nuestro suelo habitas,
vences la muerte.
Vives, y aun puedes referir tus penas,
palpando el hueco de arrancada carne:
los negros surcos de la horrible herida
puedes mostrarnos.
¿Qué atroz sayón te desgarró el costado,
vertió tu sangre, laceró tus miembros?
Cortado un pecho, el corazón desnudo
viose patente.
¡Dolor más grande que la muerte misma!
Cura la muerte los dolores graves,
y al fin otorga a los cansados miembros
sumo reposo.
Mas tú conservas cicatriz horrible,
hinchó tus venas el dolor ardiente,
y tus medulas pertinaz gangrena
sorda roía. [91]
Aunque el acero del verdugo impío
el don te niega de anhelada muerte,
has obtenido, cual si no vivieras,
mártir, la palma.
De tus entrañas una parte vimos
arrebatada por agudos garfios:
murió una parte de tu propio cuerpo,
siendo tú viva.
Título nuevo, de perenne gloria,
nunca otorgado, concediera Cristo
a Zaragoza, de una mártir viva
ser la morada...
En esta poesía de hierro, a pesar de su corteza horaciana; en estas estrofas, donde parece que se siente el estridor de las cadenas, de los potros y de los ecúleos, hemos de buscar la expresión más brillante del catolicismo español, armado siempre para la pelea, duro y tenaz, fuerte e incontrastable, ora lidie contra el gentilismo en las plazas de Zaragoza, ora contra la Reforma del siglo XVI en los campos de Flandes y de Alemania. Y en esos himnos quedó también bautizada nuestra poesía, que es grande y cristiana desde sus orígenes. ¡Cómo ha de borrarse la fe católica de esta tierra que para dar testimonio de ella engendró tales mártires y para cantarla produjo tales poetas!
Con Santa Engracia vertieron su sangre por Cristo otros dieciocho fieles, cuyos nombres enumera Prudencio, no sin algunas dificultades y tropiezos rítmicos, en las últimas estrofas de su canto. Y a todos éstos han de añadirse los confesores Cayo y Cremencio,
Llevando en signo de menor victoria
palma incruenta.
Y, finalmente, los innumerables, de cuyas nombres pudiéramos decir con el poeta:
Cristo los sabe, y los conserva escritos
libro celeste.
Ninguna ciudad de España dejó de dar frutos para el cielo y víctimas a la saña de Daciano. Muchos nombres ha conservado Prudencio en el himno referido para que los escépticos modernos, incapaces de comprender la grandeza y sublimidad del sacrificio, no pusieran duda en hechos confirmados por autoridad casi coetánea y de todo punto irrecusable. De Calahorra nombra a los dos guerreros Emeterio y Celedonio, a quienes dedicó himno especial, que es el primero del Peristephanon; de Mérida a la noble Eulalia, que tiene asimismo canto aparte, señalado con el número tercero; de Compluto a les niños Justo y Pastor; de Córdoba a Acisclo, a Zoylo y a Victoria (las tres coronas). Dejó de hacer memoria de otros mártires y confesores que tienen oficio en el misal y breviario de San Isidoro [92] o están mencionados en antiguos martirologios y santorales, cuales son Leucadia o Leocadia (Blanca), de Toledo; Justa y Rufina, de Sevilla; Vicente, Sabina y Cristeta, de Ávila; Servando y Germán, de Mérida; el centurión Marcelo y sus doce hijos, de León. De otros muchos se hallará noticia en los libros de Ambrosio de Morales, del P. Flórez y del Dr. La Fuente, que recogieron los datos relativos a esta materia y trabajaron en distinguir y separar lo cierto e histórico de lo legendario y dudoso.
Juzgaron los emperadores haber triunfado de la locura de la cruz (insania crucis), y atreviéronse a poner ostentosamente en sus inscripciones: Nomine Christianorum deleto qui rempublicam evertebant. Superstitione Christianorum ubique deleta et cultu Deorum propagato (61) epígrafes que muestran el doble carácter de aquella persecución tan política como religiosa. Pero calmóse al fin la borrasca antigua, y la nave que parecía próxima a zozobrar continuó segura su derrotero, como la barca de San Pedro en el lago de Tiberíades. Constantino dio la paz a la Iglesia, otorgándole el libre ejercicio de su culto y aun cierta manera de protección, merced a la cual cerróse, aunque no para siempre, la era de la persecución y del martirio y comenzó la de controversias y herejías, en que el catolicismo, por boca de sus concilios y de sus doctores, atendió a definir el dogma, fijar la disciplina y defenderlos de todo linaje de enemigos interiores y exteriores.
La insania crucis, la religión del sofista crucificado, que decía impíamente Luciano, o quien quiera que fuese el autor del Philopatris y del Peregrino, había triunfado en España, como en todo el mundo romano, de sus primeros adversarios. Lidió contra ella el culto oficial, defendido por la espada de los emperadores, y fue vencido en la pelea, no sólo porque era absurdo e insuficiente y habían pasado sus días, sino porque estaba, hacía tiempo, muerto en el entendimiento de los sabios y menoscabado en el ánimo de los pueblos, que del politeísmo conservaban la superstición más bien que la creencia. Pero lidió Roma en defensa de sus dioses, porque se enlazaban a tradiciones patrióticas, traían a la memoria antiguas hazañas y parecían tener vinculada la eternidad del imperio. Y de tal suerte resistió, que, aun habida consideración al poder de las ideas y a la gran multitud (ingens multitudo) de cristianos, no se entiende ni se explica, sin un evidente milagro, la difusión prestísima del nuevo culto. Por lo que hace a nuestra Península, ya en tiempos de Tertuliano se había extendido hasta los últimos confines (omnes termini) (62), hasta los montes cántabros y asturianos, inaccesibles casi a las legiones romanas (loca inaccessa). Innumerables dice Arnobio que eran los cristianos en España (63). El antiguo culto (se ha dicho) era caduco: poco [93] debía costar el destruirlo cuando filósofos y poetas le habían desacreditado con argumentos y con burlas. Y no reparan los que esto dicen que el cristianismo no venía sencillamente a levantar altar contra altar, sino a herir en el corazón a la sociedad antigua, predicando nueva doctrina filosófica, nunca enseñada en Atenas ni en Alejandría, por lo cual debía levantar, y levantó contra sí, todos los fanatismos de la escuela: predicando nueva moral, que debía sublevar, para contrarrestarla, todas las malas pasiones, que andaban desencadenadas y sueltas en los tiempos de Nerón y Domiciano. Por eso fue larga, empeñada y tremenda la lucha, que no era de una religión vieja y decadente contra otra nueva y generosa, sino de todos los perversos instintos de la carne contra la ley del espíritu, de los vicios y calamidades de la organización social contra la ley de justicia, de todas las sectas filosóficas contra la única y verdadera sabiduría. En torno del fuego de Vesta, del templo de Jano Bifronte o del altar de la Victoria no velaban sólo sacerdotes astutos y visionarios, flamines y vestales. De otra suerte, ¿cómo se entiende que el politeísmo clásico, nunca exclusivo ni intolerante, como toda religión débil y vaga, persiguiese con acerbidad y sin descanso a los cristianos? Una nueva secta que hubiese carecido del sello divino, universal e infalible del cristianismo habría acabado por entrar en el fondo común de las creencias que no se creían. Poco les costaba a los romanos introducir en su Panteón nuevos dioses.
Pero basta de consideraciones generales, puesto que no trato aquí de la caída del paganismo, tema ya muy estudiado, y que nunca lo será bastante. Volvamos a la Iglesia española, que daba en la cuarta centuria larga cosecha de sabiduría y de virtudes, no sin que germinasen ya ciertas semillas heréticas, ahogadas al nacer por la vigilancia de los santos y gloriosos varones que en todo el Occidente produjo aquella era. Entramos de lleno en el asunto de estas investigaciones.
- II -
Herejes libeláticos: Basílides y Marcial.
Durante la persecución de Decio (antes de 254) cupo la triste suerte de inaugurar en España el catálogo de los apóstatas a los obispos Basílides de Astorga y Marcial de Mérida; caída muy ruidosa por las circunstancias que la acompañaron. Cristianos pusilánimes y temerosos de la persecución, no dudaron aquellos obispos en pedir a los magistrados gentiles lo que se llamaba el libelo, certificación o patente que los ponía a cubierto de las persecuciones, como si hubiesen idolatrado. Miraban con horror los fieles esta especie de apostasía, aun arrancadas por la fuerza, y a los reos de tal pecado llamaban libeláticos, a diferencia de los que llegaban a adorar a los ídolos y recibían por ende el deshonroso nombre de sacrificados o sacrifículos. Aunque la abjuración de los dos obispos había [94] sido simulada y obtenida con dinero para no verse en el riesgo de idolatrar o de padecer el martirio, no se detuvieron aquí Marcial y Basílides. El primero hizo actos públicos de paganismo, enterrando a sus hijos en lugares profanos, asistiendo a los convites de los gentiles y manchándose con sus abominaciones, y, finalmente, renegó de la fe ante el procurador ducenario de su provincia. Basílides blasfemó de Cristo en una grave enfermedad. Confesos uno y otro de sus delitos, las iglesias de Astorga y de Mérida acordaron su deposición, y reunidos los obispos comarcanos, cum assensu plebis, como era uso y costumbre, eligieron por sucesor de Basílides a Sabino, y por obispo de Mérida a Félix (64). Fingió Basílides someterse, fue admitido a la comunión laical y mostró grande arrepentimiento de sus pecados y voluntad de ofrecer el resto de su vida a la penitencia; pero duróle poco el buen propósito, y, determinado a recobrar su silla, fuese a Roma, donde con artificios y falsas relaciones engañó al papa Estéfano I, que mandó restituirle a su obispado, por ser la deposición anticanónica. Ésta es la primera apelación a Roma que encontramos en nuestra historia eclesiástica. Animóse Marcial con el buen éxito de las pretensiones de Basílides, y tentó por segunda vez tornar a la silla emeritana. En tal conflicto, las iglesias españolas consultaron al obispo de Cartago, San Cipriano, lumbrera de la cristiandad en el siglo III. Entre España y lo que después se llamó Mauritania Tingitana, las relaciones eran fáciles y continuas. Recibidas las cartas de Mérida que trajeron Sabino y Félix, consultó San Cipriano a 36 obispos de África, y fue decisión unánime que la deposición de los apóstatas era legítima, sin que pudiese [95] hacer fuerza en contrario el rescripto pontificio, dado que estaba en vigor la constitución del papa San Cornelio que admitía a los libeláticos a penitencia pública, pero no al ministerio sacerdotal. Y conformé a esta decisión, respondió San Cipriano al presbítero Félix y a los fieles de León y Astorga, así como al diácono Lelio y pueblo de Mérida, en una célebre epístola, que es la 68 de las que leemos en sus obras. Allí censura en términos amargos a los obispos que habían patrocinado la causa de Basílides y de Marcial, nota expresamente que el rescripto había sido arrancado por subrepción y exhorta a los cristianos a no comunicar con los dos prevaricadores. Esta carta fue escrita en 254, imperando Valeriano, y es el único documento que tenemos sobre el asunto. Es de presumir que el Pontífice, mejor informado, anulase el rescripto y que Félix y Sabino continuasen en sus prelacías (65).
Alguna relación tuvo con la causa que se ha referido, y mayor gravedad que ella, la cuestión de los rebautizantes, en que San Cipriano apareció en oposición abierta con el Pontífice, y después de escribir varias cartas, alguna de ellas con poca reverencia, juntó en Cartago un concilio de 80 obispos africanos, en 258, y decidió que debía rebautizarse a los bautizados antes por apóstatas y herejes (66). Los enemigos de la autoridad pontificia han convertido en arma aquellas palabras del obispo de Cartago: Neque enim quisquam, nostrum Episcopum se esse Episcoporum constituit, aut tyrannico terrore ad obsequendam necessitatem collegas suos adigit, quando habeat omnis Episcopus pro licentia libertatis arbitrium proprium iudicare. Mas esta enconada frase ha de achacarse sólo a la vehemencia y acritud que la contienda excita, y ni es argumento contra la Santa Sede, pues el mismo San Cipriano, en su tratado De unitate Ecclesiae, escribió: Qui cathedram Petri, super quam fundata est Ecclesia, deserit, in Ecclesia non est: qui [96] vero Ecclesiae unitatem non tenet, nec fidem habet; ni puede acusarse de rebeldía al santo obispo africano, ya que no mostró verdadera pertinacia en la cuestión de los rebautizantes, ni el Pontífice le separó nunca de la comunión de los fieles, como hizo con Firmiliano de Cesarea por el mismo error sostenido con pertinacia después de condenado.
En cuanto a los libeláticos, punto que más derechamente nos interesa, tampoco hubo verdadera discordia entre los obispos de África y España y el Pontífice, puesto que no se trataba de dogma ni decisión ex cathedra, sino de un punto de hecho, en que Estéfano había sido mala y siniestramente informado, como advirtió San Cipriano. Y nótese que ni él ni los demás obispos negaban ni ponían en duda la autoridad de Roma, antes se apoyaban en una constitución pontificia, la de San Cornelio, que por su carácter universal no podía ser anulada en virtud de un rescripto o de unas letras particulares obtenidas por malas artes (67) (68)
- III -
Errores respecto a la Encarnación del Verbo.
De cierta falsa decretal atribuida al papa San Eutiquiano y dirigida al obispo Juan y a otros prelados andaluces, parece deducirse que algunos herejes habían sembrado en la Bética errores acerca de la encarnación del Hijo de Dios. La decretal está datada en el consulado de Aureliano y Tito Annonio Marcelino, que corresponde al 276 de la era cristiana; pero es apócrifa, y por tal reconocida, y no hace fe. El hecho de la herejía puede, sin embargo, ser cierto, y adelante veremos retoñar más de una heterodoxia sobre el mismo artículo.
- IV -
Concilio Iliberitano.
El concilio de Ilíberis, primero de los celebrados en España cuyas actas se han conservado, merece por varios títulos veneración señalada y detenido estudio. Reunióse en los primeros años del siglo IV, comienzos del imperio de Constantino, unos veinticuatro años antes del sínodo Niceno. Asistieron al de Ilíberis 19 obispos de varias provincias españolas, enumerados así en la suscripción final: Accitano, Hispalense, Evagrense, Mentesano, Urcitano, Cesaraugustano, Toledano, Ossonobense, Eliocrocense, [97] Malacitano, Cordubense (éralo el insigne Osio), Castulonense, Tuccitano, Iliberitano, Emeritense, Legionense o Asturicense, Salariense, Elborense y Bastetano. Fuera de Osio, sólo uno de estos obispos tiene nombre conocido: Valerio el de Zaragoza, perteneciente a la casa mitrada, domus infulata, de que habló Prudencio.
En 81 cánones dieron los Padres de Ilíberis su primera constitución a la sociedad cristiana española, fijándose, más que en el dogma, que entonces no padecía contrariedad, en las costumbres y en la disciplina. Condenaron, no obstante, algunas prácticas heréticas o supersticiosas y tal cual vestigio de paganismo: de todo lo cual importa dar noticia, sin perjuicio de insistir en dos o tres puntos cuando hablemos de las artes mágicas.
Trataron, ante todo, nuestros obispos de separar claramente el pueblo cristiano del gentil y evitar nuevas apostasías, caídas escandalosas y simuladas conversiones. No estaba bastante apagado el fuego de las persecuciones para que pudiera juzgarse inútil una disciplina severa que fortificase contra el peligro. Para condenar a los apóstatas, escribióse el canon 1, que excluye de la comunión, aun en la hora de la muerte, al cristiano adulto que se acerque a los templos paganos e idolatre (69). Igual pena se impone a los flámines o sacerdotes gentiles que, después de haber recibido el bautismo, tornen a sacrificar, o se manchen con homicidio y fornicación (70); pero a los que no sacrifiquen con obras de carne ni de sangre, sino que se limiten a ofrecer dones, otórgales el perdón final, hecha la debida penitencia. Prueban estos cánones el gran número de sacerdotes gentiles que abrazaban la cristiana fe y lo frecuente de las recaídas, y lo mismo se deduce del 4, que manda admitir al bautismo al flamen catecúmeno que por tres años se haya abstenido de profanos sacrificios. Sólo después de diez años volverá al seno de la Iglesia el bautizado que haya subido al templo de Jove Capitolino para adorar (can. 59). Impónense dos años de penitencia al flamen que lleve las coronas del sacrificio (71) y uno al jugador, quizá porque el juego traía consigo la invocación de las divinidades gentílicas, grabadas en los dados (can. 79).
Para evitar todo contacto de paganismo, veda el canon 40 [98] que los fieles reciban cosa alguna de las que hayan sido puestas en ofrenda a los dioses, separando de la comunión al infractor por cinco años, y amonestando en el 41 a los dueños de esclavos que no consientan adoración de ídolos en su casa (72).
Prohíbe otro artículo (73) los matrimonios de cristianos con gentiles, herejes o judíos, porque no puede haber sociedad alguna entre el fiel y el infiel, y con más severidad condena aún a quien case sus hijas con sacerdotes paganos, puesto que le excluye de la comunión in articulo mortis, al paso que, en las demás ocasiones análogas, impone sólo una penitencia de cinco años (74). Para los conversos de herejía dictóse el canon 22, que admite en el gremio de la Iglesia al que haga penitencia de su error por diez años (75). El cristiano apóstata que se aleje de la Iglesia por tiempo indefinido, pero que no llegue a idolatrar, será recibido a penitencia con las mismas condiciones (can. 46). El apóstata o hereje converso no será promovido al sacerdocio, y, si antes fuere clérigo, será depuesto (can. 51). Con esta decisión vino a confirmar el concilio de Ilíberis lo que San Cipriano y los demás obispos de África habían opinado en el sínodo Cartaginense a propósito de Basílides y de Marcial.
Deseoso de refrenar el celo indiscreto, prohibió el concilio de Elvira en el canon 60 que se contase en el número de los mártires al que hubiese derribado los ídolos y sufriese muerte por ello, porque ni está escrito en el Evangelio ni se lee nunca que los apóstoles lo hiciesen.
Sólo una doctrina heterodoxa encontramos condenada por aquellos Padres en términos expresos. Refiérese a la celebración de Pentecostés, que era entonces manzana de discordia entre las iglesias orientales y occidentales. Celebremos todos la Pascua, dicen, según la autoridad de las Sagradas Escrituras, y el que no lo haga será considerado como fautor de una nueva herejía (76). Manda también ayunar el sábado, condenando el error de los que no lo hacían, por juzgarlo quizá costumbre judaica (77).
Las malas artes y hechicerías aparecen vedadas en el canon 6, que aparta de la comunión, aun en la hora de la muerte, al que con maleficios cause la muerte de otro, porque tal crimen [99] no puede cometerse sin invocaciones idolátricas (78). No el arte augural, como algunos interpretaron, sino el de los aurigas o cocheros del circo, juntamente con la pantomima, incurre asimismo en la reprobación conciliar, disponiéndose en el canon 62 (79) que todo el que ejercite tales artes deberá renunciar a ellas antes de hacerse cristiano, y, si torna a usarlas, será arrojado de la Iglesia. La prohibición de las pantomimas se enlaza con la de los juegos escénicos, que entonces eran foco de idolatría y alimento de lascivia, según se deduce de las invectivas de los Santos Padres contra aquella comedia libertina, que para la historia del arte sería curiosa, y de la cual apenas tenemos noticia. Ninguna cristiana ni catecúmena (leemos en el canon 67) se casará con histriones o representantes, so pena de ser apartada de la comunión de los fieles (80).
Las antiguas supersticiones duraban, y el concilio acudió a extirparlas. El canon 34 prohíbe encender durante el día cirios en los cementerios, para no perturbar las almas de los santos, y el 35 se opone a que las mujeres velen en los cementerios so pretexto de oraciones, por los inconvenientes y pecados que de aquí resultaban (81). Las dos costumbres eran paganas, en especial la de la vela. Recuérdese en el Satyricon de Petronio aquel gracioso y profundamente intencionado cuento de la Matrona de Efeso. Él demostraría, a falta de otras pruebas, que no eran soñados los peligros y males de que se queja nuestro concilio (82).
Muchos y muy mezclados con la población cristiana debían de andar en esta época los judíos, dado que nuestros obispos atendieron a evitar el contagio, prohibiendo a los clérigos y a [100] todo fiel comer con los hebreos, bajo pena de excomunión (can. 51); mandando a los propietarios en el 49 que en ninguna manera consintiesen a los judíos bendecir sus mieses, para que no esterilizasen la bendición de los cristianos, y excomulgando de nuevo (en el 78) al fiel que pecase con una judía (o gentil), crimen que sólo podía borrarse con una penitencia de cinco años.
Establecidas así las relaciones de la Iglesia con paganos, judíos y herejes, atendió el concilio a la reforma de las costumbres del clero y del pueblo, procediendo con inexorable severidad en este punto. En catorce cánones, relativos al matrimonio, conminó con la acostumbrada y espantosa pena de negar la comunión, aun in hora mortis, a la mujer bígama (can. 8), al incestuoso (66), al adúltero pertinaz (47 y 48), a la infanticida (63), siempre que haya recibido el bautismo, puesto que la catecúmena era admitida a comunión in fine (68); al marido consentidor en el adulterio de su esposa (70); e impuso penas rigurosísimas, aunque no tan graves, a la viuda caída en pecado (72), a la mujer que abandone a su consorte (9), a los padres que quiebren la fe de los esponsales (54) y aun a las casadas que dirijan en nombre propio a los laicos cartas amatorias o indiferentes (81). Excluye para siempre de la comunión al reo de pecado nefando (71), a las meretrices y lenas o terceras (12), al clérigo fornicario (18) (83) a la virgen ofrecida a Dios que pierda su virginidad y no haga penitencia por toda la vida (13); niega el subdiaconado a quien haya caído en impureza (30), manda a los obispos, presbíteros, diáconos, etc., in ministerio positi, abstenerse de sus mujeres (33) (84), y les prohíbe tenerlas propias o extrañas en su casa, como no sean hermanas o hijas ofrecidas a Dios (27). Impone siete años de penitencia [101] a la mujer que con malos tratamientos mate a su sierva (5): muestra notable del modo como la Iglesia atendió desde sus primeros pasos a disminuir y mitigar aquella plaga de la esclavitud, una de las más lastimosas de la sociedad antigua. Singulares y característicos de la época son los cánones 19 y 20, que prohíben a los clérigos ejercer la usura, aunque les permiten el comercio ad victum conquirendum, con tal que no abandonen sus iglesias para negociar. Otro linaje de abusos vino a cortar el 24, que veda conferir las órdenes al que se haya bautizado en tierras extrañas, cuando de su vida cristiana no haya bastante noticia, así como el 25, que reguló el uso de las cartas confesorias, dadas por los mártires y confesores a los que estaban sujetos a penitencia pública, cartas que debían ser examinadas por el obispo primae cathedrae, conforme dispuso el canon 58. Los que llevan los números 73, 74, 75 y 52 condenan a los delatores, a los falsos testigos, a quien acuse a un clérigo sin probarlo y a quien ponga en la Iglesia libelos infamatorios. Cinco años de penitencia se impone al diácono de quien se averigüe haber cometido un homicidio antes de llegar a las órdenes, y tres a los que presten sus vestidos para ceremonias profanas (85) y acepten ofrendas del que esté separado de la comunión de los fieles (can. 28). El energúmeno no tendrá ministerio alguno en la Iglesia (can. 29).
Acerca de la excomunión tenemos el canon 32, que reserva a los obispos la facultad de imponerla y absolver de ella, previa la oportuna penitencia, y el 53, que impide a un obispo la comunión al excomulgado por otro.
Sobre la administración de sacramentos versan el 38, que concede a todos los fieles, excepto a los bígamos, el poder de administrar el bautismo en caso de necesidad, con tal que, si sobrevive el bautizado, reciba la imposición de manos del obispo; el 48, que prohíbe lavar los pies a los bautizados, como se hacía en otras iglesias, ni recibir sus limosnas; el 39, que versa sobre la confirmación, y los que directa o indirectamente se refieren a la penitencia o a la eucaristía, y quedan ya a otro propósito enumerados.
Finalmente, haré mención del 36, que prohíbe las pinturas en las iglesias, como inductivas a la idolatría, prohibición natural tratándose de gentes educadas en el paganismo y poco capaces, por ende, de comprender el sentido que en la nueva y verdadera religión tenían las imágenes (86).
He referido con tanto detenimiento los cánones de este concilio, aunque no todos vengan derechamente al propósito de esta historia, porque son el más antiguo y completo de los códigos disciplinarios de nuestra Iglesia y muestran, mejor que lo harían largas disertaciones, el estado de la sociedad cristiana de la Península [102] antes de la herejía de Prisciliano. Vemos hasta ahora unidad en el dogma, fuera de algunos restos gentílicos y de ciertos vislumbres más supersticiosos que heréticos; orden y rigor notables en la disciplina. Censurado ha sido por algunos el rigor draconiano de los cánones de Elvira; pero ¿cómo proceder de otra suerte, si había de mantenerse el vigor y la pureza de la ley en medio de un pueblo tan mezclado como el de la Península, cristiano ya en su mayor parte, pero no inmune de las relajaciones y malos hábitos del paganismo, y expuesto a continuas ocasiones de error y de pecado por la convivencia con gentes de culto extraño o enemigo? La misma gravedad de las penas con que todo lapsus se castiga, son prueba indudable, no de una corrupción tan profunda y general como opinan muchos (dado que delitos de aquel género existen y han existido siempre, y no son patrimonio ni afrenta de una época sola), sino indicación manifiesta del vigor y recio temple de los horribles que tales cosas exigían y de tal modo castigaban toda cobarde flaqueza. Derecho tenían a ser inexorables con los apóstatas y sacrílegos aquellos Osios y Valerios, confesores de Cristo, los cuales mostraban aún en sus miembros las huellas del martirio cuando asistieron al sínodo Iliberitano. En cuanto a la negación de la eucaristía a los moribundos, no llevaba envuelta la negación de la penitencia sacramental, por más que el P. Villanuño y otros hayan defendido esta opinión, que parece durísima y opuesta a la caridad cristiana, en que sin duda rebosaban los Padres reunidos en Ilíberis. Séanos lícito admirar la sabiduría y prudencia de sus decisiones, a pesar de las dificultades que ofrece la recta interpretación de aquel precioso y envidiado monumento de nuestra primitiva Iglesia (87).
- V -
Osio en sus relaciones con el arrianismo. Potamio y Florencio.
No precisamente para vindicarle, que no lo necesita, pues ya lo han hecho otros, especialmente Flórez y el P. Miguel José de Maceda (88), sino por lo enlazada que está su historia con la del arrianismo, y por ser propósito no omitir en esta obra personaje [103] alguno que con fundamento o sin él haya sido tildado de heterodoxia, voy a escribir brevemente del grande Osio, aprovechando tan favorable ocasión para refrescar la memoria de aquel ornamento de nuestra Iglesia, varón el más insigne que toda España produjo desde Séneca hasta San Isidoro.
El nombre de Osio (santo) es griego, pero el que lo llevó pertenecía a la raza hispanolatina, puesto que en el concilio Niceno tuvo que explicarse por intérpretes, según resulta de las actas (89). Nació Osio en Córdoba, si hemos de estar al irrecusable testimonio de San Atanasio (90) y al de Simeón Metafrastes (91), hacia el año de 256, puesto que murió en 357, a los ciento un años de edad con escasa diferencia. Fue electo obispo de Córdoba por los años de 294, puesto que en 355 llevaba sesenta de obispado, según San Atanasio (92). Confesor de la fe durante la persecución de Diocleciano, padeció tormento, cuyas huellas mostraba aún en Nicea (93), y fue enviado al destierro, conforme testifica el santo obispo de Alejandría (Apolog. de fuga sua.) De la confesión habla el mismo Osio en la carta a Constancio: Ego confessionis munus explevi, primum cum persecutio moveretur ab avo tuo Maximiano. Asistió después al concilio de Ilíberis, entre cuyas firmas viene en undécimo lugar la suya, como que no llevaba más que nueve o diez años de obispado. Salió de España, no sabemos si llamado por Constantino, a quien acompañaba en Milán el año 313 (94). El emperador tenía en mucha estima sus consejos, sobre todo en cosas eclesiásticas, y parece indudable que Osio le convirtió al cristianismo o acabó de decidirle en favor de la verdadera religión, pues el pagano Zósimo (95) atribuye la conversión del césar a un egipcio de España, debiéndose entender la palabra egipcio en el sentido de mago, sacerdote o sabio, como la interpretan casi todos los historiadores, quienes asimismo convienen en identificar a Osio con el egipcio, por no saberse de otro catequista español que siguiese la corte de Constantino en aquella fecha.
Levantóse por el mismo tiempo en África la herejía de los donatistas, sostenida por la española Lucila, de quien daré noticia en párrafo aparte. Depusieron aquellos sectarios al obispo de Cartago Ceciliano, acusándole de traditor, es decir, de haber entregado a los gentiles en la última persecución los libros sagrados, eligieron anticanónicamente a Mayorino. Llegó el cisma a oídos del papa Melquiades, quien, llamando a Roma a Ceciliano con doce [104] de los suyos y otros tantos donatistas, pronunció sentencia en favor del legítimo obispo, previa consulta a tres prelados de las Galias y a quince italianos (año 313). Apelaron los donatistas, fueron condenados de nuevo al año siguiente, y recurrieron a Constantino, el cual, lejos de oírlos, les amenazó con sus rigores. Vengáronse acusando a Osio, consejero del emperador, y al papa Melquiades de traditores, partidarios y cómplices de Ceciliano. Pero ya dijo San Agustín, en el salmo Contra donatistas:
Sed hoc libenter finxerunt quod se noverunt fecisse,
quia fama iam loquebatur de librorum traditione,
sed qui fecerunt latebant in illa perditione:
inde alios infamaverunt ut se ipsos possint celare.
De suerte que el crimen estaba de parte de los donatistas. Decían de Osio que había sido convicto de tradición por los obispos españoles y absuelto por los de las Galias, y que él era el instigador de Constantino contra los de la facción de Donato. San Agustín (l. 1 c. 5, Contra epistolam Parmeniani) declara calumniosas ambas acusaciones, y en verdad que riñen con todo lo que sabemos de la persecución sufrida por Osio; siendo además de advertir que sus enemigos los arrianos nunca repitieron el cargo formulado por los donatistas. En punto a su proceder con estos sectarios, San Agustín advierte que Osio torció in leniorem partem el ánimo del emperador, enojado con las cabezas y fautores del cisma.
De la sana y enérgica influencia de Osio en el ánimo de Constantino, responde la ley de manumissionibus in Ecclesia, a él dirigida, que se lee en el código Teodosiano (l. 4 tít. 7).
Mayor peligro que el del cisma de Donato fue para la Iglesia la herejía de Arrio, presbítero alejandrino, cuya historia y tendencias expondré cuando lleguemos a la época visigoda. Aquí basta recordar lo que todo el mundo sabe, es decir, que Arrio negaba la divinidad del Verbo y su consustancialidad con el Padre. Enviado Osio a Alejandría para calmar las disensiones entre Arrio y San Atanasio, vio imposible reducir al primero y opinó por la celebración de un concilio (96). Juntóse éste en Nicea de Bitinia el año 325, con asistencia de 318 obispos, presididos por el mismo Osio, que firma el primero después de los legados del papa, en esta forma: Hosius episcopus civitatis Cordubensis, provinciae Hispaniae, dixit: Ita credo, sicut superius dictum est. Victor et Vincentius presbyteri urbis Romae pro venerabili viro papa et Episcopo nostro Sylvestro subscripsimus, etc. Aquel concilio, el primero de los ecuménicos, debe ser tenido por el hecho más importante de los primeros siglos cristianos, en que tanto abundaron las maravillas. Viose a la Iglesia sacar incólume de la [105] aguda y sofística dialéctica de Arrio el tesoro de su fe, representado por uno de los dogmas capitales, el de la divinidad del Logos, y asentarle sobre fundamentos firmísimos, formulándose en términos claros y que cerraban la puerta a toda anfibología. La Iglesia, que jamás introduce nueva doctrina, no hizo otra cosa que definir el principio de la consustancialidad tal como se lee en el primer capítulo del Evangelio de San Juan. La palabra homoousios (consustancial), empleada la primera vez por el Niceno, no es mas que una paráfrasis del Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum. El cristianismo no ha variado ni variará nunca de doctrina. ¡Qué gloria cabe a nuestro Osio por haber dictado la profesión de fe de Nicea, símbolo que el mundo cristiano repite hoy como regla de fe y norma de creencia! «Creemos en un Dios, Padre omnipotente, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles, y en Jesucristo, hijo de Dios, unigénito del Padre, esto es, de la sustancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, nacido, no hecho, homoousios, esto es, consustancial al Padre, por quien han sido hechas todas las cosas del cielo y de la tierra...» Que Osio redactó esta admirable fórmula, modelo de precisión de estilo y de vigor teológico, afírmalo expresamente San Atanasio (ep. Ad solitarios): Hic formulam fidei in Nicaena Synodo concepit. La suscribieron 318 obispos, absteniéndose de hacerlo cinco arrianos tan sólo. En algunos cánones disciplinarios del concilio Niceno, especialmente en el 3 y en el 18, parece notarse la influencia del concilio Iliberitano, y por ende la de Osio (97).
Asistió éste en 324 al concilio Gangrense, celebrado en Paflagonia. Firma las actas pero no en primer lugar. Los cánones se refieren casi todos a la disciplina.
Muerto Constantino en 337, dícese que Osio tornó a España. En los últimos años de su vida había parecido inclinarse el emperador al partido de los arrianos, y hasta llegó a desterrar a Tréveris a San Atanasio, el gran campeón de la fe nicena, aunque es fama (y así lo advierte Sozomeno) que en su testamento revocó la orden y encargó el regreso de Atanasio. Vuelto a su diócesis de Alejandría el ardiente e indomable atleta, levantáronse contra él los arrianos, y en el conciliábulo de Antioquía, en 341, depusieron a Atanasio, eligiendo en su lugar a Gregorio. El nuevo obispo penetró en Alejandría con gente armada, y San [106] Atanasio hubo de retirarse a Roma, donde alcanzó del papa San Julio la revocación de aquellos actos anticanónicos; pero el emperador Constancio persiguió de tal suerte al santo Obispo, que éste se vio precisado a mudar continuamente de asilo, sin dejar de combatir un punto a los arrianos de palabra y por escrito. Convocóse al fin un concilio en Sardis, ciudad de Iliria, el año 347. Concurrieron 300 obispos griegos y 76 latinos. Presidió nuestro Osio, que firma en primer lugar, y propuso y redactó la mayor parte de los cánones, encabezados con esta frase: Osius Episcopus dixit. El sínodo respondió a todo: Placet. San Atanasio fue restituido a su silla, y condenados de nuevo los arrianos. Otra vez en España Osio, reunió en Córdoba un concilio provincial, en el cual hizo admitir las decisiones del Sardicense y pronunció nuevo anatema contra los secuaces de Arrio (98). No se conservan las actas de este sínodo.
Por este tiempo habíase puesto resueltamente Constancio del lado de los arrianos, y consentía en 355 que desterrasen al papa Liberio por no querer firmar la condenación de Atanasio. No satisfechos con esto el emperador y sus allegados, empeñáronse en vencer la firmeza de Osio, de quien decían, según refiere San Atanasio: «Su autoridad sola puede levantar el mundo contra nosotros: es el príncipe de los concilios; cuanto él dice se oye y acata en todas partes; él redactó la profesión de fe en el sínodo Niceno; él llama herejes a los arrianos» (99). A las porfiadas súplicas y a las amenazas de Constancio, respondió el gran prelado en aquella su admirable carta, la más digna, valiente y severa que un sacerdote ha dirigido a un monarca (100). «Yo fui confesor de la fe (le decía) cuando la persecución de tu abuelo Maximiano. Si tú la reiteras, dispuesto estoy a padecerlo todo, antes que a derramar sangre inocente ni ser traidor a la verdad. Mal haces en escribir tales cosas y en amenazarme... Acuérdate que eres mortal, teme el día del juicio, consérvate puro para aquel día, no te mezcles en cosas eclesiásticas ni aspires a enseñarnos, puesto que debes recibir lecciones de nosotros. Confióte Dios el Imperio, a nosotros las cosas de la Iglesia. El que usurpa tu potestad, contradice a la ordenación divina; no te hagas reo de un crimen mayor usurpando los tesoros del templo. Escrito está: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Ni a nosotros es lícito tener potestad en la tierra, ni tú, emperador, la tienes en lo sagrado. Escríbote esto por celo de tu salvación. Ni pienso con los arrianos ni les ayudo, sino que anatematizo de todo corazón su herejía; ni puedo suscribir la condenación de Atanasio, a quien nosotros y la Iglesia romana y un concilio han [107] declarado inocente» (101). Separación maravillosa de los límites de las dos potestades como tales, anticipado anatema a los desvaríos de todo príncipe teólogo, llámese Constancio o León el Isáurico, Enrique VIII o Jacobo I: firmeza desusada de tono, indicio seguro de una voluntad de hierro; hondo sentimiento de la verdad y de la justicia, todo se admira en el pasaje transcrito, que con toda la epístola nos conservó San Atanasio. Cien años tenía Osio cuando escribió esta carta, que hizo bramar de cólera al altivo y pedante emperador, el cual mandóle comparecer en Syrmio, ciudad de la Pannonia. En el concilio allí celebrado, hiciéronse esfuerzos sobrehumanos para doblegar la constancia del obispo cordobés; pero se negó tenazmente a firmar contra Atanasio, limitándose su condescendencia a comulgar o comunicar con los arrianos Ursacio y Valente, debilidad de que se arrepintió luego, como testifica San Atanasio. Verum ne ita quidem eam rem pro levi habuit: moriturus enim quasi in testamento suo vim protestatus est, et Arianam haeresim condemnavit, vetuitque eam a quoquam probari aut recipi. Y es lo cierto que Osio murió el mismo año 357, a la edad de ciento un años, después de haber sido azotado y atormentado por los verdugos de Constancio, conforme testifica Sócrates Escolástico (l. 2 c. 31) (102) (103).
Increíble parece que a tal hombre se le haya acusado de heterodoxo. ¡Al que redactó el símbolo de Nicea, y absolvió a San [108] Atanasio en el concilio Sardicense, y a los cien años escribió al hijo de Constantino en los términos que hemos visto! Y, sin embargo, es cosa corriente en muchas historias que Osio claudicó al fin de su vida, y que, no contento con firmar una profesión de fe arriana, vino a la Bética, donde persiguió y quiso deponer a San Gregorio Iliberitano, que no quería comunicar con él. Y cierran toda la fábula con el célebre relato de la muerte repentina de Osio, a quién se torció la boca con feo visaje (104) cuando iba a pronunciar sentencia contra el santo prelado de Ilíberis.
Cuento tan mal forjado ha sido deshecho y excluido de la historia por el mayor número de nuestras críticos, y, sobre todo, por el P. Flórez en su Disertación apologética, y por Maceda, en la suya Hosius vere Hosius, ya citada. No hay para qué detenernos largamente en la vindicación. Las acusaciones contra Osio se reducen a estos tres capítulos:
a) Comunicó con los arrianos Ursacio y Valente. Así lo dice un texto que pasa por de San Atanasio: Ut afflictus, attritusque malis, tandem aegreque cum Ursacio et Valente communicavit, non tamen ut contra Athanasium scriberet (105). Dando por auténticas estas palabras, discurrían así los apologistas de Osio, incluso Flórez: en el trato con herejes excomulgados, severamente prohibido por los antiguos cánones, cedió Osio a una violencia inevitable, de la cual se arrepintió después amargamente; pero ni pecó contra la fe ni suscribió con los arrianos. Hizo, en suma, lo que San Martín de Tours, que (como veremos en el capítulo siguiente) consintió en comunicar con los obispos itacianos, para salvar de los rigores imperialistas a los priscilianistas, aunque después tuvo amargos remordimientos de tal flaqueza, y moestus ingemuit, dice Sulpicio Severo. El hecho de Osio, en todo semejante, lo refiere San Atanasio sin escándalo, y no fue óbice para que él diese repetidas veces el nombre de santo al obispo de Córdoba.
El P. Maceda fue más adelante; sostuvo que el texto de la epístola Ad solitarios no podía menos de estar interpolado (lo cual ya habían indicado los apologistas del papa Liberio), porque resultarían, si no, contradicciones cronológicas insolubles, verbigracia, la de suponer vivo en 358 (106) al obispo de Antioquía Leoncio y porque no enlaza ni traba bien con lo que precede ni con lo que sigue. Y como son tres los pasajes de San Atanasio (en las dos Apologías y en la epístola Ad solitarios) donde se dice de Osio que flaqueó un momento (cessit ad horam), el P. Maceda declara apócrifos los tres, ya que la primera Apología parece escrita el año 350, y la segunda en 356. Pero ¿no pudo San Atanasio intercalar después estas narraciones? La verdad es [109] que en todos los códices se hallan, y siempre es aventurado rechazar un texto por meras conjeturas, aunque desarrolladas con mucho ingenio. Ni la defensa de Osio requiere tales extremos. Constante el apologista en su plan, dedica largas páginas a invalidar por apócrifos los testimonios de San Hilario, cuando bastaba advertir (como advierte al principio), que, desterrado aquel Padre en Frigia y poco sabedor de las cosas de Osio, se dejó engañar por las calumnias que Ursacio y Valente habían propalado y tuvo por auténtica la segunda fórmula de Sirmio.
b) Firmó en Sirmio una profesión de fe arriana. En ninguna parte lo indica San Atanasio, que debía de estar mejor informado que nadie en asuntos que tan de cerca le tocaban. Se alega el testimonio de San Epifanio (Adversus haereses 3 haer. 73 n. 14); pero estas palabras no son suyas, sino interpoladas por algún copista, que las tomó del Hypomnematismo de Basilio Ancyrano y Jorge de Laodicea (107). Allí se habla de las cartas que los arrianos cazaron o arrancaron por fraude al venerable obispo Osio: Quo nomine Ecclesiam condemnare se posse putarunt in litteris quas a Venerabili viro Episcopo Hosio per fraudem abstulerunt. El silencio de San Atanasio es prueba segura de que no hubo carta firmada por Osio, aunque los arrianos lo propalaran y el rumor llegase a los autores del Hypomnematismo. Además, si la firma fue arrancada por fraude, es como si no hubiera existido.
Cierto que San Hilario, en el libro De Synodis, al transcribir la herética fórmula de Sirmio, encabézala con estas palabras: Exemplar blasphemiae apud Syrmium per Hosium et Potamium conscriptae; pero semejante rótulo riñe con el contexto de la fórmula, donde ésta se atribuye a Ursacio, Valente y Germinio, nunca a Osio ni a Potamio, obispo de Lisboa (108). Parece evidente que San Hilario (o su interpolador, según el mal sistema del P. Maceda) cedió a la opinión vulgar difundida en Oriente por los arrianos en menoscabo del buen nombre de Osio y Potamio. Y que no pasó de rumor, lo confirma Sulpicio Severo: Opinio fuit. ¿Hemos de creer, fiando en el testimonio de Sozomeno (109), que Osio juzgó prudente prescindir de las voces homoousio y homoiousio, por amor de paz, para atraer a los herejes y disipar la tormenta? El P. Maceda no anda muy distante de este sentir, y defiende a Osio con ejemplos de San Hilario y San Basilio Magno, quienes, en ocasiones semejantes, se inclinaron a una prudente economía, sacrificando las palabras a las cosas. Admitido esto, todo se explica. La condescendencia de Osio fue mal interpretada, [110] por ignorancia o por malicia, y dio origen a las fábulas de arrianos y luciferianos (110).
c) San Isidoro, en los capítulos 5 y 14 De viris illustribus, refiere, con autoridad de Marcelino, la portentosa muerte del sacrílego Osio, que iba a dar sentencia de deposición contra San Gregorio, después de haber trabajado con el vicario imperial para que desterrase a aquel obispo, que se negaba a la comunión con él teniéndole por arriano. Esta narración queda desvanecida en cuanto sepamos que Osio no murió en España, como supone San Isidoro, sino desterrado en Sirmio, a lo que se deduce del Menologio griego: e)n e)cori/a to\n bi/on kate/luse (111) (acabó la vida en el destierro), y se convence por las fechas. Constancio salió de Roma para Sirmio el día 4 de las calendas de junio de 357. Allí atormentó a Osio para que consintiese en la comunicación con Ursacio y Valente. Osio murió dentro del mismo año 357, según San Atanasio, y el día 27 de agosto, como afirma el Menologio griego. En mes y medio escasos era muy difícil en el siglo IV de nuestra era hacer el viaje de Sirmio a España, aunque prescindamos del tiempo que tardó Constancio en su viaje a la Pannonia y del que se necesitaba para la celebración del concilio. Y en mala disposición debió de estar Osio para viajes tan rápidos con ciento un años de edad y afligido con azotes y tormentos por orden de Constancio.
La autoridad de San Isidoro tampoco hace fuerza, porque su narración es de referencias al escrito de Marcelino. Este Marcelino, presbítero luciferiano, en unión con otro de la misma secta, llamado Faustino, presentó a los emperadores Valentiniano y Teodosio un Libellus precum, que mejor diríamos libelo infamatorio, donde pretendían justificar su error, consistente en no admitir a comunión ni tener trato alguno con el obispo o presbítero que hubiese caído en algún error aun después de tornado al gremio de la Iglesia. El escrito de los luciferianos ha sido fuente de muchas imposturas históricas, especialmente del relato de la tradición del papa San Marcelino. Lo que se refiere a Osio, a Potamio y a Florencio, españoles todos, merece traducirse siquiera como curiosidad histórica, muy pertinente al asunto de este libro (112). [111]
«Potamio, obispo de Lisboa, defensor de la fe católica al principio, prevaricó luego por amor de un fundo fiscal que deseaba adquirir. Osio, obispo de Córdoba, descubrió su maldad e hizo que las iglesias de España le declarasen impío y hereje. Pero el mismo Osio, llamado y amenazado por el emperador Constancio, y temeroso, como viejo y rico, del destierro y de la pérdida de sus bienes, ríndese a la impiedad, prevarica en la fe al cabo de tantos años y vuelve a España con terrible autoridad regia para desterrar a todo obispo que no admitiese a comunión a los prevaricadores. Llegó a oídos del santo Gregorio, obispo de Ilíberis, la nueva de la impía prevaricación de Osio, y negóse con fe y constancia a su nefanda comunicación... El vicario Clementino, a ruegos de Osio, y obedeciendo al mandamiento imperial, llamó a Gregorio a Córdoba..., y decían las gentes: ¿Quién es ese Gregorio que se atreve a resistir a Osio? Porque muchos ignoraban [112] la flaqueza de Osio y no tenían bien conocida la virtud del santo Gregorio, a quien juzgaban prelado novel y bisoño... Llegan a la presencia del vicario, Osio como juez, Gregorio como reo... Grande inquietud en todos por ver el fin de aquel suceso. Osio, con la autoridad de sus canas; Gregorio, con la autoridad de la virtud. Osio, puesta su confianza en el rey de la tierra; Gregorio, la suya en el Rey sempiterno. El uno se fundaba en el rescripto imperial, el otro, en la divina palabra... Y viendo Osio que llevaba lo peor en la disputa, porque Gregorio le refutaba con argumentos tomados de sus propios escritos, gritó al vicario: «Ya ves cómo éste resiste a los preceptos legales; cumple lo que se te ha mandado, envíale al destierro.» El vicario, aunque no era cristiano, tuvo respeto a la dignidad episcopal, y respondió a Osio: «No me atrevo a enviar un obispo al destierro: da tú antes sentencia de deposición.» Viendo San Gregorio que Osio iba a pronunciar la sentencia, apeló al verdadero y poderoso juez, Cristo, con toda la vehemencia de su fe, clamando: «Cristo Dios, que has de venir a juzgar a los vivos y a los muertos, no permitas que hoy se dé sentencia contra mí, indigno siervo tuyo, que soy perseguido por la confesión de tu nombre. No porque yo tema el destierro, pues todo suplicio me es dulce por tu amor, sino para que muchos se libren de la prevaricación al ver tu súbita y prestísima venganza.» Y he aquí que repentinamente a Osio, que iba a dar la sentencia, se le torcieron la boca y el cuello y cayó en tierra, donde expiró, o, como otros dicen, quedó sin sentido. Cuentan luego que el vicario se echó a los pies del Santo, suplicándole que le perdonase.»
«No quedó impune (prosigue diciendo) la prevaricación de Potamio. Murió cuando iba a aquel fundo que había obtenido del emperador en pago de una suscripción impía, y no vio, ni por asomos, los frutos de su viña. Murió de un cáncer en aquella lengua impía con que había blasfemado.»
«También fue castigado con nuevo género de suplicio Florencio (obispo de Mérida), que había comunicado con los prevaricadores Osio y Potamio. Cuando quiso ocupar su silla delante del pueblo fue arrojado de ella por un poder misterioso y comenzó a temblar. Intentó otra vez y otra, y siempre fue rechazado como indigno, y, caído en tierra, torcíase y retemblaba como si interiormente y con gran dureza le atormentasen. De allí le sacaron para enterrarle.»
¿Qué decir de todas estas escenas melodramáticas, que, por otra parte, no dejan de acusar fuerza de imaginativa en sus autores? Ese Osio que viene revestido de terrible autoridad, ese San Gregorio Bético que pide y alcanza súbita y terrible venganza, plegaria tan ajena de la mansedumbre y caridad, y aun de la justicia, tratándose de Osio, columna de la Iglesia, aun dado caso que hubiese incurrido en una debilidad a los cien años; ese vicario, que es pagano y tiene tanto respeto a la dignidad episcopal, cuando en tiempos de Constancio era [113] cosa frecuentísima el desterrar obispos, y luego pide a Osio que deponga a Gregorio, como si para él variase la cuestión por una fórmula más o menos; esa duda, finalmente, en que los autores del libelo se muestran, ignorando si Osio cayó muerto o desmayado, ¿qué es todo esto sino el sello indudable de una torpe ficción? Adviértase, además, que la muerte o castigo de Florencio se parece exactamente a la de Osio, coincidencia natural, puesto que las dos relaciones son de la misma fábrica. Hasta terminan con la misma protesta: «Bien sabe toda España que no fingimos esto (scit melius omnis Hispania, quod ista non fingimus); esto lo sabe toda Mérida: sus ciudadanos lo vieron por sus propios ojos.» Pero no hay que insistir en las contradicciones y anacronismos de una ficción que por sí misma se descubre.
De Florencio y Potamio poco más sabemos, y por eso no hago de ellos capítulo aparte. Probablemente fueron buenos obispos, libres de la terquedad y bárbara intolerancia de los cismáticos luciferianos. San Febadio habla de una epístola, De possibilitate Dei, que los herejes fotinianos hicieron correr a nombre de Potamio (113).
Contra ese cuento absurdo que llama avaro y tímido al Osio autor de la carta a Constancio y dos veces confesor de la fe, hemos de poner el testimonio brillante de San Atanasio, que con él lidió bizarramente contra los arrianos: «Murió Osio protestando de la violencia, condenando la herejía arriana y prohibiendo que nadie la siguiese ni amparase... ¿Para qué he de alabar a este santo viejo, confesor insigne de Jesucristo? No hay en el mundo quien ignore que Osio fue desterrado y perseguido por la fe. ¿Qué concilio hubo donde él no presidiese? ¿Cuándo habló delante de los obispos sin que todos asintiesen a su parecer? ¿Qué iglesia no fue defendida y amparada por él? ¿Qué pecador se le acercó que no recobrase aliento o salud? ¿A qué enfermo o menesteroso no favoreció y ayudó en todo?» (114).
La Iglesia griega venera a Osio como santo el 27 de agosto. La latina no le ha canonizado todavía, quizá por estar en medio el libellus de los luciferianos (115).
Los escritos de Osio que a nosotros han llegado son brevísimos y en corto número, pero verdaderas joyas. Redúcense a la profesión de fe de Nicea, a la carta a Constancio y a quince [114] cánones del concilio de Sardis (116). San Isidoro le atribuye, además, una carta a su hermana, De laude virginitatis, escrita, dice, en hermoso y apacible estilo, y un tratado sobre la interpretación de las vestiduras de los sacerdotes en la Ley Antigua (117). San Atanasio parece aludir a escritos polémicos de Osio contra los arrianos. Pensó en traducir al latín el Timeo de Platón, pero no llegó a realizarlo, y encargó esta tarea a Calcidio, que le dedico su versión, señalada en la historia de la filosofía por haber sido casi el único escrito platónico que llegó a noticia de la Edad Media.
¡Hasta en los estudios filosóficos ha sido benéfica la influencia de Osio, representante entre nosotros del platonismo católico de los primeros Padres! (118)
- VI -
Los donatistas: Lucila.
He hablado incidentalmente de los donatistas. Aquí conviene añadir unos renglones sobre el cisma que promovieron. Vivía en Cartago una española (119) rica, llamada Lucila, mujer altiva y devota, pero no muy escrupulosa en sus devociones. Aborrecía de muerte a Ceciliano, obispo de Cartago, porque éste le había reprendido el culto casi idolátrico que tributaba a las reliquias de un mártir no canonizado. Enojada Lucila, potens et factiosa femina, como la llama Optato Milevitano, unióse al bando de Donato de las Casas Negras y otros descontentos por la elección de Ceciliano, compró gran número de partidarios, prodigando su dinero a manos llenas, y produjo un cisma que por muchos años dividió la Iglesia africana.
Juntos los cismáticos en número de unos setenta, celebraron conciliábulo en Cartago, depusieron a Ceciliano y nombraron en su lugar a Mayorino, criado de Lucila, acusando a Ceciliano de traditor, para cohonestar su atropello. Al cisma unieron algunos errores dogmáticos, como el de afirmar que [115] sólo en su partido y secta estaba la verdadera Iglesia, de lo cual deducían que debía ser rebautizado todo el que viniese a ellos, porque fuera de la Iglesia no es válido el bautismo. En lo de los rebautizantes no hacían más que convertir en sustancia la antigua decisión de los obispos africanos, que sostuvieron tenazmente la misma opinión respecto a los apóstatas y herejes. La iglesia donatista, levantada contra Roma, fue una de las infinitas formas del espíritu de rebeldía en todos tiempos, pero dogmáticamente influyó poco. Ya hemos hecho mérito de los primeros concilios que la condenaron y de las voces que los cismáticos esparcieron contra Osio. Entre los impugnadores de su temeridad distinguióse Olimpio, obispo de Barcelona, que en compañía de Eunomio pasó al África, comisionado por el emperador para apaciguar aquellos escándalos. En los cuarenta días que estuvieron en Cartago dieron audiencia a entrambas partes y sentenciaron contra los donatistas (120). Ni con esto cesó la contienda. A Mayorino había sucedido un segundo Donato, hombre de agudo ingenio, que esparció doctrinas arrianas. San Agustín tuvo aún no poco que hacer para acabar con los restos de esta herejía. Recuérdese su curiosísimo salmo Contra Donatistas:
Omnes qui gaudetis pace, modo verum iudicate:
homines multum superbi, qui iustos se dicunt esse,
sic fecerunt scissuram et altare contra altare:
diabolo se tradiderunt, cum pugnant de traditione
et crimen quod commiserunt in alios volunt transferre,
ipsi tradiderunt libros et nos audent accusare,
ut peius committant scelus quam commiserunt ante.
Esta especie de salmodia, que es muy larga, y debía recitarse en el tono de los cantos de iglesia, hubo de contribuir mucho a arruinar el crédito de los últimos donatistas entre el pueblo de Hipona, de Tagaste y de Cartago.
Con varias alternativas, duró el donatismo en África cerca de siglo y medio, y es muy curiosa la historia de aquella polémica teológica, que a veces degeneró en lucha sangrienta y a mano armada en los campos y en las plazas (121). Lidióse con toda la vehemencia del carácter africano; pero no me incumbe proseguir tal historia, contentándome con señalar de pasada el papel de Lucila en tales disturbios (122). Al pie van los pasajes de Optato Milevitano que se refieren a ella (123). [116]
- VII -
Luciferianos: Vincencio.
Cuando en el conciliábulo de Rímini, celebrado en 359, suscribieron algunos prelados una profesión de fe arriana, prodújose notable escándalo en el orbe cristiano, y muchos obispos excomulgaron a los prevaricadores. Lucifero, obispo de Cáller en Cerdeña, fue más lejos, y se negó a comunicar con los arrianos ni a recibirlos en modo alguno a penitencia. Sostenida con pertinencia esta opinión, realmente opuesta al espíritu evangélico, que no quiere que el pecador muera, sino que se convierta y viva, nació una secta más cismática que herética, la cual fue refutada por San Jerónimo en el diálogo Adversus Luciferianos. Han querido suponer algunos que San Gregorio Bético perteneció a esta secta, apoyados en el libelo de Marcelino, del cual di noticias al hablar de Osio; en la carta de Eusebio Vercellense, pieza a todas luces apócrifa, y, finalmente (y es el único testimonio de peso), en estas palabras de San Jerónimo: Lucifer Calaritanus Episcopus moritur, qui cum Gregorio Episcopo Hispaniarum et Philone Lybiae, numquam se Arianae miscuit pravitati. Resulta de aquí que Gregorio y Filón no se mezclaron con los arrianos ni cayeron en su impiedad, pero no que asintiesen con Lucifero en negarles la penitencia. De Lucifero sólo, no de los demás, prosigue diciendo San Jerónimo: Ipse a suorum communione descivit.
No sé qué pensar del presbítero Vicente, cuya historia se cuenta así en el libelo de los luciferianos: «¡Cuánto sufrió en España Vicente por no consentir en la maldad de los prevaricadores, ni querer seguirles en ella, y por ser de la comunión del santo Gregorio! Le acusaron primero ante el gobernador consular de la Bética. Acudieron luego un domingo, con gran multitud, a la iglesia, y no encontraron a Vicente, que ya sospechaba y había anunciado al pueblo lo que iba a acontecer... Pero ellos, que venían preparados a la venganza, por no dejar sin empleo su furor, golpearon con estacas a ciertos ministros del Señor, que no tardaron en expirar» (124). Cuentan luego los autores del libro que aquellos arrianos hicieron prender a algunos de los principales de la ciudad y mataron a poder de hambre y frío a uno de ellos que se mantuvo constante en la fe. Autores de este tumulto, y aun de la profanación de la iglesia, fueron los dos obispos Lucioso e Higino. La plebe se retiró [117] con Vicente y levantó templo aparte en un camino vecino a la ciudad. Con lo cual, irritados de nuevo los malos obispos, llamaron en su ayuda a los decuriones y a la plebe, y, dirigiéndose a la capilla recién fundada, quebraron las puertas, robaron los vasos sagrados y pusieron el altar cristiano a los pies de un ídolo.
Todo esto debe de ser historia arreglada por los luciferianos a medida de su deseo, pues en ninguna otra parte hay noticia de semejantes atropellos, ni se dice en qué ciudad acontecieron. Hubo un Higino, obispo de Córdoba, que sonará bastante en el capítulo de los priscilianistas. El presbítero Vicente o Vincencio es tan oscuro, que no hay para qué detenernos en su vindicación, cuando faltan datos suficientes y no podemos afirmar ni negar que fuese luciferiano. Poco importa.
De alguno de los relatos anteriores hemos de inferir que ya por estos tiempos había arrianos en España; pero no se conservan más noticias que las indicadas, y por eso no les dedico capítulo aparte.
En este momento, pues, cuando la discordia crecía entre nuestros obispos y se aflojaba el lazo de unión entre las iglesias; cuando el grande Osio había muerto y sus sucesores se hacían encarnizada guerra, y (si hemos de creer al libelo de Marcelino) arrianos y luciferianos convertían en campo de pelea el templo mismo, y de África llegaban vientos donatistas, levantó la cabeza el priscilianismo, la primera de las grandes calamidades que ha tenido que superar la Iglesia española en el largo y glorioso curso de su historia. Verémoslo en el capítulo siguiente (125).