V
A falta de otro mérito, tienen los últimos tratados del códice de Würzbourg la importancia de ser trasunto de la enseñanza oral y pública de Prisciliano, puesto que todos están compuestos en forma de exhortaciones y pláticas dirigidas al pueblo, y aun dos de ellos lo declaran en sus títulos (Tractatus ad populum I, Tractatus ad Populum II). Pero dentro de esta general categoría hay que distinguir los puramente parenéticos (cuales son, además de los dos citados, el Tractatus Paschae y la Benedictio super fideles) de los exegéticos o expositivos, como son las homilías sobre el Génesis, sobre el Éxodo y sobre los salmos primero y tercero. La originalidad de estos escritos es muy corta, y ciertamente que en ellos no aparece Prisciliano como el terrible reformador cuya trágica historia teníamos aprendida. Schepss prueba, mediante un cotejo seguido al pie de las páginas, que Prisciliano tomaba literalmente no sólo su doctrina, [201] sino hasta sus frases, de los libros De Trinitate de San Hilario, cuyo método alegórico seguía en la interpretación de las Sagradas Escrituras, zurciendo las palabras del santo obispo de Poitiers con los innumerables pasajes bíblicos de que está literalmente empedrado su estilo. Quizá un teólogo muy sabio y atento podrá descubrir en estos opúsculos alguna proposición que tenga que ver con las doctrinas imputadas de antiguo a Prisciliano; yo no he acertado a encontrar sino el ascetismo más rígido, un gran desdén hacia la sabiduría profana y cierto singular estudio en evitar la acusación de maniqueísmo (269), acaso por ser la que con más frecuencia se fulminaba contra él. En el Tractatus Genesis reprueba con igual energía a los filósofos que enseñan la eternidad del mundo, a los idólatras que divinizan los cuerpos celestes y les otorgan potestad sobre los destinos del género humano, y a los sectarios pesimistas que suponen la creación obra de un espíritu maligno, a quien cargan la responsabilidad de sus propias acciones, torpes e ilícitas. En el Tractatus Exodi formula enérgicamente su ideal ascético: castificación (sic) de la carne terrenal y del espíritu, y expone la doctrina del beneficio de Cristo, prefigurado en el símbolo pascual de la Ley Antigua (270). Acaso en las fórmulas de su cristología [202] pueda encontrarse algún resabio de panteísmo místico, análogo al que en tiempos más modernos profesó Miguel Servet; pero debe advertirse que en tiempo de Prisciliano no estaba fijada aún la terminología teológica con el rigor y precisión con que lo ha sido después por obra de los escolásticos, y podrían pasar por audacias de doctrina, en los escritores de los primeros siglos, las que son meras efusiones de piedad o, a lo sumo, leves impropiedades de expresión.
A este tratado, que es realmente una exhortación espiritual en tiempo de Pascua, siguen otros dos sobre los salmos primero y tercero. En uno y otro, Prisciliano prescinde casi enteramente del sentido literal, por atender al alegórico; y en uno y otro acentúa más y más el carácter íntimo de su cristianismo, basado en la renovación moral, en la purificación del alma para convertirla en templo digno de Cristo. Esta religión de la conciencia, avivada por la continua lección de las epístolas de San Pablo, le inspira frases enérgicas que, a pesar de su origen enteramente cristiano, recuerdan el estoicismo de Séneca en sus mejores momentos: «Somos templos de Dios, y Dios habita en nosotros: mayor y más terrible pena del pecado es tener a Dios por cotidiano testigo que por juez; y ¡cuán horrible será deber la muerte a quien reconocemos como autor de la vida!» (271)
El comentario al salmo tercero está incompleto: lo está también la primera de las pláticas de Prisciliano al pueblo; pero ni en ella, ni en la segunda, ni en la Benedictio super fideles, que es el último de los libros del códice de Würzbourg, encontramos nada que no hayamos visto hasta la saciedad en los tratados anteriores. La Benedictio es curiosa por su estilo oratorio y redundante y por cierta elevación metafísica; pero los principales conceptos y frases, aun los que pudieran parecer más atrevidos, están tomados de San Hilario, según costumbre (272).
Tales son los opúsculos cuyo feliz descubrimiento debemos al Dr. Jorge Schepss; pero hay otro libro de Prisciliano, conocido desde antiguo, que apenas había sido tomado en cuenta por los historiadores eclesiásticos y cuyo verdadero valor no era fácil apreciar antes del novísimo hallazgo. Con el título de Priscilliani in Pauli Apostoli Epistulas (sic) Canones a Peregrino [203] Episcopo emendati, existe una compilación, de la cual se conocen gran número de códices porque en las antiguas Biblias españolas solían copiarse al frente de las epístolas de San Pablo, lo cual es un indicio verdaderamente singular del crédito y reputación que todavía lograban los trabajos escriturarios de Prisciliano siglos después de haber sido condenada su doctrina.
Otros diversos ejemplares ha consultado el Dr. Schepss para reproducirlos; los más antiguos se remontan al siglo IX. En España tenemos tres del siglo X: dos en la ciudad de León (bibliotecas del cabildo y de la colegiata de San Isidoro) (273) y otro en la Nacional de Madrid, procedente de la de Toledo (274). Figuran también estos cánones en las Biblias llamadas de Teodulfo, preclaro obispo de Orleans y elegantísimo poeta, por quien la cultura de la España visigótica retoñó en la Francia carolingia.
Claro es que, siendo tan numerosos los códices de la Sagrada Escritura en que los cánones paulinos de Prisciliano se conservan, no habían podido ocultarse a las investigaciones de los eruditos del siglo pasado y del presente; y vemos, en efecto, que, con más o menos corrección y más o menos completos, los publicaron el P. Zaccaria en su Bibliotheca Pistoriensis (275), y el cardenal Angelo Mai en el tomo IX de su Spicilegium Romanum (276). Pero, aparte de los defectos materiales, que difícilmente podían evitarse en ediciones hechas sobre un solo códice, este texto no había sido comentado aún ni utilizado siquiera por los historiadores del priscilianismo.
Hay que advertir, ante todo, que el texto que poseemos no es el genuino de Prisciliano, sino otro refundido y expurgado en sentido ortodoxo por un obispo llamado Peregrino, [203] que antepuso a estos cánones un breve y sustancioso proemio en que declara haber corregido las cosas que estaban escritas con pravo sentido y haber conservado únicamente las de buena doctrina, añadiendo algunas de su cosecha (277). [204]
Nada se sabe de este obispo Peregrino; pero acaso podría identificársele, como han propuesto el docto canónigo Ferreiro y otros escritores, con aquel monje Bacchiario que residía en Roma a principios del siglo V y que, para librarse de la nota o sospecha de priscilianismo que recaía en él por su patria gallega (278), compuso una profesión de fe en que, hablando de sí mismo, se califica de peregrino: «Peregrinus ego sum...»
Resta, sin embargo, la dificultad de que Bacchiario no consta que fuese obispo, sino meramente monje; y, además, la calidad de peregrino o forastero es demasiado general para que pueda parecer verosímil que se convirtiera en nombre propio de nadie.
Pero más importante que poner en claro la personalidad del tal Peregrino sería averiguar qué género de enmiendas introdujo en los cánones de Prisciliano y cuáles fueron las cosas de prava doctrina que suprimió. Y aquí, desgraciadamente, nos falta todo medio de comparación, pues, una vez corregidos los cánones en sentido católico, desapareció la obra auténtica de Prisciliano, no siendo pequeña maravilla que el nombre de un heresiarca penado con el último suplicio se conservase por tantos siglos en la Iglesia española, y aun fuera de ella, nada menos que en preámbulos de los Sagrados Libros y alternando con el nombre de San Jerónimo.
Tales como están ahora estos Cánones (y Paret lo demuestra admirablemente en su tesis), constituyen un tratado de polémica antimaniquea, una impugnación, no por indirecta menos sistemática y enérgica, del dualismo oriental, de la oposición entre los dos principios y los dos Testamentos. Prisciliano no emplea nunca argumentos propios: no habla jamás en su propio nombre, excepto en el preámbulo, sino que se vale tan sólo de textos de las Epístolas del Apóstol de las Gentes, hábilmente eslabonados para que de ellos resulte un cuerpo de enseñanza teológica que no es otra que la doctrina de la justificación mediante el beneficio de Cristo, fundamento de la vida cristiana en Él y por Él.
Pero ¿cuál es la parte de Prisciliano, cuál la de Peregrino en estos Cánones? El problema es por ahora insoluble y lo será siempre si la casualidad no nos proporciona algún ejemplo de los primitivos Cánones de Prisciliano, descubrimiento cuya esperanza no debemos perder del todo, puesto que está tan reciente el todavía más inesperado de sus opúsculos. Entre tanto, conviene usar con parsimonia de este texto en las cuestiones priscilianistas, pero no prescindir de él, porque tiene un carácter de unidad de pensamiento que hace inverosímil la idea de una refundición [205] total, en que lo negro se hubiese vuelto blanco por virtud de Bacchiario, de Peregrino o de quien fuese. En todo este trabajo se ve la huella de un espíritu teológico algo estrecho, pero firme, consecuente y sistemático. Además, en el segundo proemio de los Cánones, Prisciliano hace alarde de la misma aversión a las especulaciones filosóficas que en sus opúsculos auténticos manifiesta, y el estilo y las ideas de este trozo son enteramente suyos (279).
En el próximo artículo (280), último de esta serie, apuntaremos las consecuencias que se deducen del árido y prolijo trabajo que venimos haciendo.
- IX -
El origenismo. -Los dos Avitos.
Cuando infestaba a Galicia el priscilianismo, dos presbíteros bracarenses, llamados los dos Avitos, salieron de España, el uno para Jerusalén, el otro para Roma. Adoptó el segundo las opiniones de Mario Victorino (filósofo platónico y orador, convertido en tiempo de Juliano y autor de una impugnación de los maniqueos y de un libro De Trinitate), que abandonó muy luego para seguir las de Orígenes, cuyos libros (281) y doctrina trajo de Oriente el otro Avito. Vueltos a España, impugnaron vigorosamente el priscilianismo, enseñando sana doctrina sobre la Trinidad, el origen del mal y la creación ex nihilo. Con esto y el buen uso que hacían de las Escrituras, convirtieron a muchos gnósticos, que sólo se mostraron reacios en cuanto a la creación de la nada.
Por desgracia, los libros del grande Orígenes, que eran el [206] principal texto de los Avitos, contenían algunos yerros o (si creemos a los apologistas de aquel presbítero alejandrino) opiniones que fácilmente pudieran torcerse en mal sentido. No es éste lugar oportuno para entrar de nuevo en cuestión tan debatida. Adviértase sólo que los errores de Orígenes (dado que los cometiera) nunca nacieron de un propósito dogmático, sino de la oscuridad que en los primeros siglos de la Iglesia reinaba sobre puntos no definidos todavía.
Los dos origenistas españoles profesaron la teoría platónica de las ideas, pero en sentido menos ortodoxo que Orígenes, afirmando que en la mente de Dios estaban realmente (factae) todas las cosas antes de aparecer en el mundo externo. A este realismo extremado unieron concepciones panteístas, como la de afirmar que era uno el principio y la sustancia de los ángeles, príncipes, potestades, almas y demonios, a pesar de lo cual suponían una larga jerarquía angélica, fundada en la diferencia de méritos. Del todo platónica era su doctrina acerca del mundo, que consideraban como lugar de expiación para las almas que habían pecado en existencias anteriores. Combatieron asimismo la eternidad de las penas, llegando a afirmar que no había otro infierno que el de la propia conciencia y que el mismo demonio podría finalmente salvarse quoad substantiam, porque la sustancia era buena, una vez consumida por el fuego la parte accidental y maléfica. Admitían una serie de redenciones para los ángeles, arcángeles y demás espíritus superiores antes de la redención humana, no sin advertir que Cristo había tomado la forma de cada una de las jerarquías que iba a rescatar. Tenían por incorruptibles, animados y racionales los cuerpos celestes.
Extendióse rápidamente la nueva herejía en las comarcas dominadas por el priscilianismo; pero de sus progresos no tenemos noticia sino en una carta de Orosio, bracarense (282), lo mismo que los Avitos (según la opinión más plausible). El cual salió de España llevado, como él dice, por invisible fuerza (occulta quadam vi actus) para visitar a San Agustín en Hipona, y le presentó su Commonitorium o consulta sobre los errores de priscilianistas y origenistas, en el cual refiere todo lo dicho y protesta de la verdad. (Est veritas Christi in me). Corría el año de 415 cuando Orosio ordenó este escrito, que fue contestado por San Agustín en el tratado que impropiamente llaman Contra Priscillianistas et Origenistas. De la doctrina de Prisciliano apenas dice nada, refiriéndose a lo que había escrito en sus obras contra los maniqueos. Hácese cargo de los que negaban la creación ex nihilo, fundados en que la voluntad de Dios era aliquid: sofisma fácil de disolver, como San Agustín lo hizo, mediante la distinción entre el fiat creator y la materia subiecta, entre el poder activo y la nada pasiva. Con argumentos de autoridad [207] y de razón defiende luego la eternidad de las penas, clara y manifiesta en la Escritura (ignis aeternus) y correspondiente a la intrínseca malicia del pecado como ofensa al bien sumo y trastorno de la universal armonía. Ni puede tenerse por única pena, como aseveraban nuestros origenistas y repiten algunos modernos, el tormento de la conciencia, que tanto llega a oscurecerse y debilitarse en muchos hombres.
En cuanto a la teoría de las ideas, San Agustín está felicísimo. También él era platónico, pero niega que en Dios estén las cosas ya hechas (res factae), sino los tipos, formas o razones de todas las cosas (rationes rerum omnium), a la manera que en la mente del artífice está la idea de la casa que va edificar, sin que esté la casa misma. Quizá sería ésta, en el fondo, la doctrina de los Avitos; pero como no acertaban a expresarla con la lucidez y rigor científico que el prelado hiponense, podía inducir a graves yerros y hasta a negar la creación y la individualidad de los seres, que fuera de la mente divina tendrían sólo una existencia aparente.
Del África pasó Orosio a Tierra Santa para consultar a San Jerónimo sobre el origen del alma racional. Devorábale el anhelo de saber y no le arredraban largos y trabajosos viajes para satisfacerle. Allí habitó en la gruta de Belén a los pies de San Jerónimo, como dice él mismo, creciendo en sabiduría y en temor de Dios; y aunque ignorado, extranjero y pobre, tuvo parte en el concilio reunido en la Santa Hierosolyma contra los errores de Pelagio. Por este tiempo fueron encontrados los restos del protomártir San Esteban, de cuya invención escribió en griego un breve relato el presbítero Luciano. Tradújolo al latín un Avito bracarense que entonces moraba en Jerusalén, distinto de los dos Avitos herejes, como demostraron claramente Dalmases y el P. Flórez. El Avito traductor del opúsculo de las reliquias de San Esteban no conocía aún en 409 el libro De principiis, de Orígenes, puesto que en dicho año se lo envió San Jerónimo con una carta en que mostraba los errores introducidos en dicho tratado, contra la voluntad y parecer de Orígenes, por los que se llamaban discípulos suyos.
Desde los tiempos de Orosio no se vuelve a hablar de origenismo en nuestra Península. Ni sabemos que en la época romana se desarrollasen más herejías que las antedichas, dado que Vigilancio, a quien refutó San Jerónimo, no nació en Calahorra, sino en la Galia aquitánica, como es notorio (283) aunque también lo es que predicó sin fruto sus errores en tierra de Barcelona (284). [208]
- X -
Polémica teológica en la España romana. -Impugnaciones de diversas herejías.
Incompleto sería el cuadro religioso que de esta época (en la cual incluyo el laborioso período de transición a la monarquía visigoda) he presentado si no diese alguna noticia de las refutaciones de varias herejías por teólogos ibéricos; nueva y fehaciente demostración del esplendor literario de aquella edad, olvidada o desconocida. Servirános además de consuelo, mostrando que nunca enfrente del error, propagado dentro o fuera de casa, dejó la Iglesia española de armar invictos campeones y lanzarlos al combate.
El primero de esta gloriosa serie de controversistas fue San Gregorio Bético, obispo de Ilíberis (285), que escribió un elegante [209] tratado, De fide seude Trinitate, contra los arrianos y macedonianos, según refiere San Jerónimo (De viris Illustribus c. 105). Más que dudosa es la identidad de esta obra con los siete libros [210] De Trinitate, que a nombre de Gregorio publicó en 1575 el docto humanista portugués Aquiles Estaço y que más bien parecen obra de Faustino, presbítero luciferiano, dedicada por él [211] a la reina Flaccila, mujer de Teodosio, y no a Gala Placidia, como se lee en el texto impreso por Estaço (286).
El Idacio emeritense, perseguidor de los priscilianistas, es diverso del autor de un tratadito, Adversus Warimadum Arianum, que se lee en el tomo IV de la Bibliotheca Veterum Patrum (287). Redúcese a una exposición de los lugares difíciles de la Escritura acerca de la Trinidad, y el autor advierte que compuso esta obrilla en Nápoles, ciudad de Campania.
En Gennadio, De scriptoribus ecclesiasticis (c. 14), hallamos esta noticia: «Audencio, obispo español, dirigió contra los maniqueos, sabelianos y arrianos, pero especialmente contra los fotinianos, que ahora llaman bonosiacos, un libro De fide adversus omnes haereticos, en el cual demostró ser el Hijo de Dios [212] coeterno al Padre y no haber comenzado su divinidad cuando el Hombre-Jesús fue concebido por obra y gracia de Dios y nació de María Virgen.»
Contra los arrianos lidió asimismo Potamio, obispo ulissiponense, amigo y secuaz de Osio, y acusado, como él, de prevaricación por los que amparaban el cisma de Lucifero. Queda una Epistola Potamii ad Athanasium, ab Arianis impetitum, postquam in Concilio Ariminensi subscripserunt, publicada la primera vez por el benedictino D'Achery (288).La suscripción determina su fecha, posterior al 359. El estilo es retumbante, oscuro y de mal gusto; pero el autor se muestra razonable teólogo y docto en los sagrados Libros. El P. Maceda le ilustró ampliamente.
Carterio, uno de los prelados asistentes al concilio de Zaragoza, escribió, al decir de San Jerónimo (289), un tratado contra Helvidio y Joviniano, que negaban la perpetua virginidad de Nuestra Señora. Sabemos de Carterio (por testimonio de San Braulio en carta a San Fructuoso) que era gallego y que alcanzó larga vida con fama de santidad y erudición: laudatae senectutis et sanctae eruditionis pontificem. Por una carta de San Jerónimo (290) escrita hacia el año 400 y dirigida al patricio Oceano, consta que por entonces estaba Carterio en Roma y que los priscilianistas le tenían por indigno del sacerdocio, porque antes de su ordenación había sido casado dos veces, contraviniendo al texto de San Pablo: Unius uxoris virum. A lo cual contesta San Jerónimo que el primer matrimonio de Carterio había sido antes de recibir el bautismo y, por lo tanto, no debía contarse (291).
Mucho más esclarecido en la historia del cristianismo y en la de las letras es el nombre del papa San Dámaso, gloria de España, como lo demostró Pérez Bayer. Reunió este Pontífice contra diversos herejes cinco concilios. El primero rechazó la fórmula de Rímini y las doctrinas de Auxencio, obispo de Milán, que había caído en el arrianismo; el segundo, las de Sabelio, Eunomio, Audeo, Fotino y Apolinar, que volvió a ser anatematizado en el tercero; el cuarto confirmó la decisión del sínodo de Antioquía respecto a los apolinaristas, y el último y segundo de los ecuménicos, llamado Constantinopolitano (famosísimo a par del de Nicea), túvose en 381 contra la herejía de Macedonio, que negaba la divinidad del Espíritu Santo (292). Si un español había redactado el símbolo niceno, que [213] afirmó la consustancialidad del Hijo, a otro español fue debida la celebración del sínodo que definió la consustancialidad del Espíritu Santo. Osio y Dámaso son las dos grandes figuras de nuestra primitiva historia eclesiástica.
No muy lejano de ellos brilla San Paciano, obispo de Barcelona, entre cuyas obras, por dicha conservadas, hay tres epístolas contra Novaciano y Semproniano (293), su discípulo. Novaciano, antipapa del siglo III, había sostenido el error de los rebautizantes, condenaba las segundas nupcias y el admitir a penitencia a quien pecara después del bautismo si no volvía a recibir este sacramento. Con su Paraenesis, o exhortación a la penitencia, y con el Sermón a los fieles y catecúmenos acerca del bautismo (obras en verdad ingeniosas y elegantes), se opuso San Paciano a los progresos de tal herejía; pero la atacó más de propósito en las cartas citadas, contestación a dos tratados de Semproniano, uno De Catholico nomine, esto es, Cur Catholici ita vocarentur, y otro De venia poenitentiae sive de reparatione post lapsum (294).
Se ha perdido la obra que Olimpio, a quien dicen sucesor de Paciano en la sede barcinonense, escribió contra los negadores del libre albedrío, (Qui naturam et non arbitrium in culpam vocant cap. III) y los que suponían el mal eterno (295). San Agustín (Contra Iulianum) cita con grande encomio esta refutación del fatalismo maniqueo, llamando a Olimpio varón gloriosísimo en la Iglesia y en Cristo. Es seguro que el tratado del obispo barcelonés se dirigía en modo especial contra los priscilianistas, única rama maniquea que llegó a extenderse en España. [214]
Dulce es ahora traer a la memoria el nombre de Prudencio, poeta lírico el más inspirado que vio el mundo latino después de Horacio y antes de Dante (296). Pero no he de recordar aquí los maravillosos himnos en que celebró los triunfos de confesores y de mártires, a la manera que Píndaro había ensalzado a los triunfadores en el estadio y en la cuadriga, ni he de hacer memoria de su poema contra Símmaco, rico de altas y soberanas bellezas de pensamiento y de expresión, que admira encontrar en autor tan olvidado, ni de la Psycomaquia, que, aparte de su interés filosófico, coloca a Prudencio entre los padres del arte alegórico, sino de otros dos poemas teológicos, la Apoteosis y la Hamartigenia, que son formales refutaciones de sistemas heréticos.
En cuatro partes puede considerarse dividida la Apoteosis. Enderézasela primera (v.1-178) contra los patripasianos, que, no admitiendo distinción entre las Personas de la Trinidad, atribuían la crucifixión al Padre. Del vigor con que está escrita esta parte del poema, sin que la argumentación teológica dañe ni entorpezca al valiente numen de Prudencio, da muestra este pasaje, en que expone la unión de las dos naturalezas en Cristo.
Pura [divinitas] serena, micans, liquido praelibera motu
subdita nec cuiquam, dominatrix utpote rerum;
cui non principium de tempore, sed super omne
tempus, et ante diem maiestas cum Patre summo,
immo animus Patris, et ratio, et via consiliorum
quae non facta manu, nec voce creata iubentis,
protulit imperium, Patrio ructata profundo.
.............................................................................
His affecta caro est hominis, quem foemina praegnans
enixa est sub lege uteri, sine lege mariti.
Ille famem patitur, fel potat, et haurit acetum:
ille pavet mortis faciem, tremit ille dolorem.
Dicite, sacrilegi Doctores, qui Patre summo
desertum iacuisse thronum contenditis illo
tempore, quo fragiles Deus est illapsus in artus:
Ergo Pater passus? Quid non malus audeat error?
Ille puellari conceptus sanguine crevit?
Ipse verecundae distendit virginis alvum? (297)
(V. 87)
La segunda división del poema defiende el dogma de la Trinidad contra los sabelianos o unionistas y comienza en el verso:
Cede prophanator Christi, iam cede, Sabelli...
(V. 178)
Pocas páginas adelante se tropieza con esta feliz expresión, aplicada a la dialéctica de Aristóteles:
Texit Aristoteles torta vertigine nervos...
(V. 202.) [215]
Contra los judíos se dirige la tercera parte (v. 321-552), y es la que tiene más color poético, aunque no nos interesa derechamente ahora. Pero séame lícito recordar los breves y enérgicos rasgos en que describe el poeta celtíbero la propagación del cristianismo y la ruina de las antiguas supersticiones:
Audiit adventum Domini, quem solis iberi
vesper habet, roseus et quem novus excipit ortus.
Laxavit Scythicas verbo penetrante pruinas
vox evangelica, hyrcanas quoque fervida brumas
solvit, ut exutus glaciel iam mollior amnis
Caucassea de cote fluat Rhodopeius Hebrus.
Mansuevere getae feritasque cruenta Geloni...
Libatura sacros Christi de sanguine potus...
Delphica damnatis tacuerunt sortibus antra,
non tripodas cortina regit, non spumat anhelus
lata siby1linis fanaticus edita libris.
Perdidit insanos mendax Dodona vapores,
mortua iam mutae lugent oracula Cumae.
Nec responsa refert Libycis in syrtibus Ammon:
Ipsa suis Christum capitolia Romula moerent
principibus lucere Deum, destructaque templa
imperio cecidisse ducum: iam purpura supplex
sternitur Aeneadae rectoris ad atria Christi,
vexillumque crucis summus dominator adorat!(V. 424.)
El que en medio de una árida discusión teológica encontraba tales acentos, no era poeta de escuela, como ha osado decir Comparetti, sino el primero de los poetas cristianos de Occidente, como afirma Villemain; el que a veces emula a Lucrecio, en concepto de Ozanam; el Horacio cristiano, como decían los sabios del Renacimiento; aquél de quien Vives afirmó que tenía cosas iguales a los antiguos y algunas también en que los vencía.
Tiene por objeto la cuarta parte de la Apoteosis combatir el error de los ebionitas, marcionitas, arrianos y de todo hereje que niega la divinidad del Verbo. ¡Y quién creyera que ni aun en estas arduas y dogmáticas materias pierde el poeta sus condiciones de tal y no sólo muestra grandeza, sino hasta amenidad y gracia, como en estos versos!:
Estne Deus cuius cunas veneratus Eous
lancibus auratis regalia fercula supplex,
virginis ad gremium pannis puerilibus offert!
Quis tam pennatus, rapidoque simillimus Austro
nuncius Aurorae populos, atque ultima Bactra
attigit, illuxisse diem, lactantibus horis,
qua tener innupto penderet ab ubere Christus?
(V. 608.)
Mientras ilustres doctores griegos, como Sinesio, tropezaban en el panteísmo y tenían el alma por partícula de la divina esencia; mientras otros la juzgaban corpórea, aunque de materia [216] sutilísima, Prudencio evita diestramente ambos escollos en poco más de un verso:
Sed speculum Deitatis homo est. In corpore discas
rem non corpoream...(V. 834.)
Así argumenta contra el panteísmo:
Absurde fertur [anima] Deus, aut pars esse Dei, quae
divinum summumque bonum de fonte perenni
nunc bibit obsequio, nunc culpa, aut crimine perdit,
et modo supplicium recipit, modo libera calcat.
(V. 884.)
Sobre el origen de las almas, objeto de duda para San Agustín, no duda Prudencio, sino que, desde luego, combate la idea de los que las suponían derivadas de Adam por generación, de igual suerte que la doctrina emanatista. Su explicación de la manera como el pecado original se transmite, confórmase estrictamente a la ortodoxia:
Quae quamvis infusa [anima] novum penetret nova semper
figmentum, vetus illa tamen de crimine avorum
ducitur: illuto quoniam concreta veterno est.
(V. 92l.)
En la última sección de la Apoteosis se impugna al doketismo de los maniqueos:
Aerium Manichaeus ait sine corpore vero
pervolitasse Deum, mendax phantasma, cavamque
corporis effigiem, nil contrectabile habentem.
(V. 957.)
Contra el dualismo de Marción y de la mayor parte de los gnósticos escribió Prudencio el poema de la Hamartigenia o Del origen del pecado. Enfrente del error que separa y distingue el Dios de Moisés del del Evangelio, afirma nuestro poeta que el Hijo es la forma del Padre, entendiendo por forma el logos o verbo, a la manera de algunos peripatéticos. Para Prudencio, la forma es inseparable de la esencia:
Forma Patris veri verus stat Filius, ac se
unum rite probat, dum formam servat eamdem.(V. 51.)
La forma no implica sólo similitud, sino identidad de existencia. Desarrolla Prudencio esta gallarda concepción y pasa luego al origen del mal por el pecado del ángel y del hombre, haciendo una hermosa pintura del trastorno introducido en el mundo de la naturaleza y en el del espíritu. Acaba esta larga descripción con versos que parecen imitados de un célebre pasaje de las Geórgicas:
Felix qui indultis potuit mediocriter uti
muneribus, parcumque modum servare fruendi! [217]
Quem locuples mundi species et amoena venustas,
et nitidis fallens circumflua copia rebus
non capit, ut puerum, nec inepto addicit amori.
(V. 330.)
Con expresivas imágenes muestra el absurdo de suponer un principio malo, sustancial y eterno:
Nil luteum, de fonte fluit, nec turbidus humor
nascitur, aut primae violatur origine venae:
sed dum liventes liquor incorruptus arenas
praelambit, putrefacta inter contagia sordet.
(V. 354.)
El libre albedrío queda enérgicamente defendido en este poema, que cierra el teólogo aragonés con una ferviente plegaria a Cristo, en que con humildad pide no los goces de la gloria, de que se considera indigno, sino las llamas del purgatorio:
Oh Dee cunctiparens, animae dator, oh Dee Christe,
cuius ab ore Deus subsistit Spiritus unus:
te moderante regor, te vitam principe duco...
......................................quam flebilis hora
clauserit hos orbes, et conclamata iacebit
materies, oculisque suis mens nuda fruetur...
......................................non poseo beata
in regione domum: sint illic casta virorum
agmina, pulvereum quae dedignantia censum,
divitias petiere tuas: sit flore perenni
candida virginitas...
At mihi tartarei satis est, si nulla ministri
occurrat facies...
Lux immensa alios, et tempora vincta coronis
glorificent: me poema levis clementer adurat.
(V. 93l.)
Literariamente, la Hamartigenia vale aún más que la Apoteosis; pero el estudio de entrambos libros bajo tal aspecto, así como en la relación filosófica, quédese para el día en que pueda yo publicarlos traducidos e ilustrados, juntamente con las demás inspiraciones de Prudencio.
Aquí conviene hacerse cargo de las acusaciones de heterodoxia que alguna vez se han dirigido al poeta cesaraugustano. Han supuesto Pedro Bayle y otros que Prudencio, al calificar el alma de líquida y llamarla elemento (en el himno 10 del Cathemerinon, en el libro II Contra Simmaco y en otras partes) la tenía por material y perecedera. Fúndase interpretación tan fuera de camino en estos versos:
Humus excipit arida corpus,
animae rapit aura liquorem.(Cath. X v. 11.)
Pero ¿quién no ve que el alma líquida y el aura que la lleva [218] son expresiones figuradas en boca del poeta, que en el mismo himno dice:
Sed dum resolubile corpus
revocas, Deus, atque reformas,
quanam regione iubebis
animam requiescere puram?
(Cath. X v. 149)
y que en la Apoteosis distinguía, como vimos, in corpore rem non corpoream? ¿Cómo pudo decir Bayle, sino arrastrado por su amor a la paradoja, que la doctrina de nuestro poeta en este lugar difería poco de la de Lucrecio cuando afirma:
Nec sic interimit mors res, ut materiai
corpora confaciat, sed coetum dissupat ollis:
inde aliis aliud coniungit, et efficit, omnes
res ita convortant formas, mutentque colores...?
(Luc. II v. 1001.)
En cuanto a la palabra elemento, ¿cómo dudar que Prudencio la aplica a todo principio, no sólo a los materiales, de la misma suerte que Lactancio en el libro III, capítulo 6 de sus Instituciones divinas: Ex his duobus constamus elementis quorum alterum luce praeditum est, alterum tenebris, donde claramente se ve que alude a la unión del principio racional y de la materia? ¿No dijo Cicerón en las Cuestiones académicas que la voz elementa era sinónima de initia y traducciones las dos del a)rxai/ griego?
Tampoco puede creerse con Juan Le Clerc que Prudencio se incline al error de los maniqueos en cuanto a la absoluta prohibición de las carnes, pues aunque diga en el himno III del Cathemerinon:
Absit enim procul illa fames,
caedibus ut pecudum libeat
sanguineas lacerare dapes.
Sint fera gentibus indomitis
prandia de nece quadrupedum;
(Cath. III 58.)
deduciremos que recomienda como mayor perfección la abstinencia practicada por innumerables cristianos de aquellos siglos, pero no otra cosa.
De impía han tachado algunos la oración final de la Hamartigenia que transcribí antes. Creyeron que allí solicitaba nuestro poeta el fuego del infierno y no el del purgatorio, lo cual no fuera petición humilde, como dijo Bayle, sino impía y desesperada, semejante a la de Felipe Strozzi, que antes de matarse pedía al Señor que pusiese su alma con la de Catón de Útica y otros antiguos suicidas. Entre esto y el Moriatur anima mea morte philosophorum, atribuido en las escuelas a Averroes, hay poca [219] diferencia. Pero como Prudencio no habla del Tártaro, sino del purgatorio, desaparece toda dificultad y sólo hemos de ver en sus palabras la expresión modesta del espíritu que no se juzga digno de entrar en la celeste morada sin pasar antes por las llamas que le purifiquen. Si algún exceso hay en esto, será exceso de devoción o de libertad poética.
Así calificó el cardenal Belarmino la singular doctrina de Prudencio en el himno V del Cathemerinon, donde dice que en la noche del sábado de Pascua los condenados mismos se regocijan y sienten algún alivio en sus tormentos:
Marcent suppliciis Tartara mitibus:
exultatque sui carceris otio
umbrarum populus, liber ab ignibus...
(Cath. V v. 133.)
Esta opinión, hoy insostenible, no era rara en tiempos de Prudencio, y San Agustín (De civitate Dei l. 21 c. 24) no se atreve a rechazarla, pues, aunque las penas sean eternas (dice), puede consentir Dios que en algunos momentos se hagan menos agudas y llegue cierta especie de misericordia y consuelo a las regiones infernales. El Índice expurgatorio de Roma del año 1607 ordena que al margen de esos versos prudencianos se ponga la nota Caute legendi.
Si algunos han tenido por sospechosos conceptos y frases de Prudencio, otros han tomado el partido de los herejes que él atacaba, y Pedro Bayle le acusa de contestar a los maniqueos con una petición de principio. ¿Por qué no impide Dios el mal?, preguntaban aquéllos: quien no impide el mal es causa de él. Y Prudencio no contesta, como Bayle supone, porque el hombre peca libremente, sino porque el hombre fue creado libre para que mereciese premio. Y como es más digno de la Providencia crear seres libres que fatales, la contestación de Prudencio ni es petitio principii ni tan fácil de resolver como el escéptico de Amsterdam imagina (298).
Al combatir a los maniqueos, marcionistas, patripasianos, etc., no es dudoso que Prudencio tenía en mientes a los priscilianistas, que comulgaban (como diría un discípulo de Krause) en las mismas opiniones que estos herejes. Sin embargo, en la Hamartigenia sólo nombra a Marción, y en la Apoteosis, a Sabelio, por lo cual no le he colocado entre los adversarios directos del priscilianismo.
Contra el francés Vigilancio, que negaba la intercesión de los santos, la veneración a las reliquias de los mártires, etcétera, y predicó estas doctrinas en el país de los vectones (o, como otros leen, vascones), arevacos, celtíberos y laletanos, levantóse Ripario, presbítero de Barcelona, que dio a San Jerónimo noticias [220] de los errores de aquel heresiarca, a las cuales contestó el santo en una epístola rogándole que le enviase, a mayor abundamiento, los escritos de Vigilancio. Así lo hizo Ripario y con él otro presbítero, Desiderio, y de tales datos se valió San Jerónimo en su duro y sangriento Apologeticon adversus Vigilantium. No se conservan las cartas de Ripario y Desiderio ni sabemos que esta herejía tuviese muchos prosélitos en España (299).
No me atrevo a incluir entre los controversistas españoles a Filastrio, obispo de Brescia, autor de un conocido Catálogo de herejías, por más que Ulghelli en la Italia sacra, y con él otros extranjeros, le den por coterráneo nuestro.
Contra los pelagianos esgrimió Orosio su valiente pluma en la apología De arbitrii libertate, aunque algunos, entre ellos Jansenio, han dudado que esta obra le pertenezca (300).
Evidente parece que el monje Bacchiario, autor de dos opúsculos muy notables uno De reparatione lapsi y otro que pudiéramos titular Confessio fidei, no era inglés ni irlandés, sino español y gallego, como demostraron Francisco Flori, canónigo de Aquilea, y el P. Flórez (301). Salió Bacchiario de su patria en peregrinación a Roma; y como allí le tuviesen por sospechoso de priscilianismo, escribió la referida Confesión de fe, en que, tras de quejarse de los que le infaman por su patria (Suspectos nos facit non sermo, sed regio: qui de fide non erubescimus, de provincia confundimur), manifiesta su sentir católico en punto a la Trinidad, encarnación, resurrección de la carne, alma racional, origen del pecado, matrimonio, uso de las carnes, ayuno, etc., oponiendo siempre sus doctrinas a las de los priscilianistas, aunque sin nombrarlos, y copiando a veces hasta en las palabras la Regula fidei del concilio Toledano, como fácilmente observará el curioso que los coteje. También rechaza los errores de Helvidio y Joviniano. El Sr. Ferreiro opina que Bacchiario es el peregrino citado por Zaccaria, pues en alguna parte dice nuestro monje: Peregrinus ego sum. [221]