Libro primero
Capítulo II
Siglos IV y V (continuación de la España romana).
I. Gnosticismo. -II. Los agapetas (Marco, Elpidio, Agape). -III. Prisciliano y sus secuaces. -IV. El priscilianisrno después de Prisciliano. -V. Literatura priscilianista. -VI. Exposición del priscilianismo: su importancia en la historia de las herejías y en la de la ciencia española. -VII. Reacción antipriscilianista: los italianos. -VIII. Opúsculos de Prisciliano y modernas publicaciones acerca de su doctrina. -IX. El origenismo (Avitos). -X. De la polémica teológica en la España romana: Prudencio, Orosio, etc., refutan a diversos herejes de su tiempo.
- I -
Orígenes y desarrollo de las escuelas gnósticas.
Las sectas heterodoxas que con los nombres de agapetas y priscilianistas se extendieron por la España romana eran los últimos anillos de la gran serpiente gnóstica que desde el primer [118] siglo cristiano venía enredándose al robusto tronco de la fe, pretendiendo ahogarle con pérfidos lazos. Y el gnosticismo no es herejía particular o aislada, sino más bien un conjunto o pandemonium de especulaciones teosóficas, que concuerdan en ciertos principios y se enlazan con dogmas anteriores a la predicación del cristianismo. Conviene investigar primero las doctrinas comunes y luego dar una idea de las particulares de cada escuela, sobre todo de las que en alguna manera inspiraron a Prisciliano..
Todos estos heresiarcas respondían al dictado general, y para ellos honorífico, de gnósticos. Aspiraban a la ciencia perfecta, a la gnosis, y tenían por rudos e ignorantes a los demás cristianos. Llámanse gnósticos, dice San Juan Crisóstomo, porque pretenden saber más que los otros. Esta portentosa sabiduría no se fundaba en el racionalismo (126) ni en ninguna metódica labor intelectual. Los gnósticos no discuten, afirman siempre, y su ciencia esotérica, o vedada a los profanos, la han recibido o de la tradición apostólica o de influjos y comunicaciones, sobrenaturales. Apellídense gnósticos o pneumáticos, se apartan siempre de los psyquicos, sujetos todavía a las tinieblas del error y a los estímulos de la carne. El gnóstico posee la sabiduría reservada a los iniciados. ¿Era nueva la pretensión a esta ciencia misteriosa? De ninguna suerte: los sacerdotes orientales, brahmanes, magos y caldeos, egipcios, etc., tenían siempre, como depósito sagrado, una doctrina no revelada al vulgo. En Grecia, los misterios eleusinos por lo que hace a la religión, y en filosofía las iniciaciones pitagóricas y la separación y deslinde que todo maestro, hasta Platón, hasta Aristóteles, hacía de sus discípulos en exotéricos y esotéricos (externos e internos), indican en menor grado la misma tendencia, nacida unas veces del orgullo humano, que quiere dar más valor a la doctrina con la oscuridad y el simbolismo, y en otras ocasiones, del deseo o de la necesidad de no herir de frente las creencias oficiales y el régimen del Estado. Lo que en Oriente fue orgullo de casta o interés político, y en Grecia procedió de alguna de las causas dichas o quizá de la intención estética de dar mayor atractivo a la enseñanza, bañándola en esa media luz que suele deslumbrar más que la entera, no tenía aplicación plausible después del cristianismo, que por su carácter universal y eterno habla lo mismo al judío que al gentil, al ignorante que al sabio, y no tiene cultos misteriosos ni enseñanzas arcanas. Si en tiempos de persecución ocultó sus libros y doctrinas, fue a los paganos, no a los que habían recibido el bautismo, y pasada aquella tormenta los mostró a la faz del orbe, como quien no teme ni recela que ojos escudriñadores los vean y examinen. La gnosis, pues, era un retroceso y contradecía de todo punto a la índole popular del cristianismo. [119]
Base de las doctrinas gnósticas fue, pues, el orgullo desenfrenado, la aspiración a la sabiduría oculta, la tendencia a poner iniciaciones y castas en un dogma donde no caben. El segundo carácter común a todas estas sectas es el misticismo: misticismo de mala ley y heterodoxo, porque, siendo dañado el árbol, no podían ser santos los frutos. Los gnósticos parten del racionalismo para matar la razón. Es el camino derecho. No prueban ni discuten, antes construyen sistemas a priori, como los idealistas alemanes del primer tercio de este siglo. Si encuentran algún axioma de sentido común, alguno de los elementos esenciales de la conciencia que parece pugnar con el sistema, le dejan aparte o le tuercen y alteran, o le tienen por hijo del entendimiento vulgar que no llegó aún a la gnosis, como si dijéramos, a la visión de Dios en vista real. Admitían en todo o en parte las Escrituras, pero aplicándoles con entera libertad la exégesis, que para ellos consistía en rechazar todo libro, párrafo o capítulo que contradijese sus imaginaciones, o en interpretar con violencia lo que no rechazaban. Marción fue el tipo de estos exegetas.
El gnosticismo, por sus aspiraciones y procedimientos es una teosofía. Los problemas que principalmente tira a resolver son tres: el origen de los seres, el principio del mal en el mundo, la redención. En cuanto al primero, todos los gnósticos son emanatistas, y sustituyen la creación con el desarrollo eterno o temporal de la esencia divina. Luego veremos cuántas ingeniosas combinaciones imaginaron para exponerle. Por lo que hace a la causa del mal, todos los gnósticos son dualistas, con la diferencia de suponer unos eternos el principio del mal y el del bien y dar otros una existencia inferior y subordinada, como dependiente de causas temporales, a la raíz del desorden y del pecado. En lo que mira a la redención, casi todos los gnósticos la extienden al mundo intelectual o celeste, y en lo demás son dóketos, negando la unión hipostática y la humanidad de Jesucristo, cuyo cuerpo consideran como una especie de fantasma. Su christologia muestra los matices más variados y las más peregrinas extravagancias. En la moral difieren mucho los gnósticos, aunque no especularon acerca de ella de propósito. Varias sectas proclaman el ascetismo y la maceración de la carne como medios de vencer la parte hylica o material y emanciparse de ella, al paso que otras enseñaron y practicaron el principio de que, siendo todo puro para los puros, después de llegar a la perfecta gnosis, poco importaban los descarríos de la carne. En este sentido fueron precursores del molinosismo y de las sectas alumbradas.
En las enseñanzas como en los símbolos, el gnosticismo era doctrina bastante nueva, pero no original, sino sincrética, por ser el sincretismo la ley del mundo filosófico cuando aparecieron estas herejías. En Grecia (y comprendo bajo este nombre todos los pueblos de lengua griega) estaba agotada la actividad [120] creadora: más que en fundar sistemas, se trabajaba en unirlos y concordarlos. Era época de erudición y, como si dijéramos, de senectud filosófica; pero de grande aunque poco fecundo movimiento. Las escuelas antiguas habían ido desapareciendo o transformándose. Unas enseñaban sólo moral, como los estoicos, que habían ido a sentar sus reales a Roma, y los epicúreos, que en el campo de la ética les hacían guerra, bastante olvidados ya de sus teorías físicas y cosmológicas, a las cuales no mucho antes había levantado Lucrecio imperecedero monumento. Fuera de esto, la tendencia era a mezclarse con el platonismo, que se conservaba vivo y pujante aun después de las dos metamorfosis académicas. Pero no se detuvo aquí el sincretismo, antes se hizo más amplio y rico (si la acumulación de teorías es riqueza) al tropezar en Alejandría con los dogmas del Egipto, de Judea, de Persia y aun de la India, aunque éstos de segunda mano. Así nacieron el neoplatonismo y la gnosis, sistemas paralelos y en muchas cosas idénticos, por más que se hiciesen cruda guerra, amparados los gnósticos por la bandera del cristianismo, que entendían mal y explicaban peor, y convertidos los últimos neoplatónicos en campeones del paganismo simbólicamente interpretado. La primera escuela sincrética de Alejandría anterior al gnosticismo fue la de los judíos helenistas Aristóbulo y Filón, que, enamorados por igual de la ley mosaica y de la filosofía griega, trataron de identificarlas, dando sentidos alegóricos a la primera, de la cual decían ser copia o reflejo la segunda. Aristóbulo intentó esta conciliación respecto del peripatetismo, que cada día iba perdiendo adeptos. Filón, más afortunado o más sabio, creó el neoplatonismo. Violenta los textos, da tormento a la Biblia y encuentra allí el logos platónico, las ideas arquetipas, el mundo intelectual ko/smoj nohto/j (127), la eterna Sophia, los dai/monej: afirma que en el alma hay un principio irracional, a)/logon, que no procede de Dios, sino de los espíritus inferiores, y enseña la purificación por sucesivas transformaciones, una vez libre el espíritu de la cárcel de la materia. Para Filón hay lid entre la luz y las tinieblas, entre el bien y el mal, pero lid que comenzó por el pecado, hijo de la parte inferior del alma, y que terminará con el restablecimiento del orden, gracias a los auxilios de la divina Sophia y de los buenos dai/monej, que él asimila a los ángeles de la Escritura. El sincretismo judaico-platónico de Filón encomia la vida ascética, y con él se enlaza la secta hebraica de los terapeutas. Filón es progenitor de la gnosis, no sólo por sus vislumbres emanatistas y dualistas, sino también y principalmente por la ciencia arcana que descubre en la Escritura y por las iluminaciones y éxtasis que juzga necesarios para conocer algo de la divina esencia.
Entre los precedentes de la gnosis han contado muchos (y el mismo Matter en la primera edición de su excelente libro) la Cabala, cuyos principios tienen realmente grandísima analogía [121] con los que vamos a estudiar. El rey de la luz, o Ensoph, de quien todo ha emanado; los Sephirot, o sucesivas emanaciones: el Adam Kadmon, tipo y forma de la existencia universal, creador y conservador del mundo; el principio maléfico, representado por los Klippoth y su caudillo Belial, principio que ha de ser absorbido por el del bien, resultando la palingenesia universal; la distinción de los cuatro principios (Nephes o apetitivo, Ruaj o afectivo, Nesjamah o racional y Jaiah o espiritual) en el alma del hombre; el concepto de la materia como cárcel del espíritu..., todo esto semeja la misma cosa con el path/r a)/gnowstoj; de los gnósticos, con los eones y el pleroma, con la Sophia y el Demiurgo, con las dos raíces del maniqueísmo y con la separación del pneu=ma, de la yuxh/ y de la u(/lh en el principio vital humano. Pero hoy, que está demostrado usque ad evidentiam que la Cábala no se sistematizó y ordenó hasta los tiempos medios y que el más famoso de los libros en que se contiene, el Zohar, fue escrito por Moisés de León, judío español del siglo XIII (128), aunque las doctrinas cabalísticas tuvieran antecedentes en los tiempos más remotos del judaísmo, habremos de confesar que la Cábala es un residuo y mezcla no sólo de zoroastrismo y de tradiciones talmúdicas, sino de gnosticismo y neoplatonismo, en cuya transmisión debió de influir no poco el libro emanatista de nuestro Avicebrón intitulado Fuente de la vida.
En el gnosticismo sirio entraron por mucho doctrinas persas y, sobre todo, la reforma mazdeísta, ya modificada por el parsismo. El Zrwan Akarana (eternidad) equivale al path/r a)/gnwstoj; el dualismo de sus emanaciones, Ormud y Ahrimanes, está puntualmente copiado en casi todas las herejías de los cuatro primeros siglos; los espíritus buenos Amhaspands, Izeds y Feruers y los maléficos o devas figuran, con diversos nombres, en la Kabala y en la gnosis, y la misma similitud hay en la parte atribuida a un espíritu ignorante o malvado, pero siempre de clase inferior (por los gnósticos llamado Demiurgo), en la creación del mundo y en la del hombre. Otro tanto digo de la restauración del orden, o llámese palingenesia final, que pondrá término al imperio del mal en el mundo.
La gnosis egipcia, más rica que la siríaca, se arreó también con los despojos de los antiguos cultos de aquella tierra. También allí había un dios oculto, llamado Ammon o Ammon Ra; pero la jerarquía celeste era mucho más complicada que entre los persas. Los gnósticos imitaron punto por punto la distribución popular de las deidades egipcias en triadas y en tetradas, para lo que ellos llamaron syzygias; convirtieron a Neith en Ennota; conservaron a Horus, variando un poco sus atributos; adoptaron los símbolos de Knuphis y de Phta, y algunas de las leyendas de Hermes, a quien identificaron con su Christos [122] antes que hubiesen venido los neoplatónicos a apoderarse del mito hermético para atribuirle libros, ni los alquimistas a suponerle inventor de la piedra filosofal. En resumen, los gnósticos de Egipto hicieron una tentativa audaz para cristianizar la antigua y confusa religión de su país, pero el cristianismo rechazó esa doctrina sincrética, cuyos elementos panteístas y dualistas venían a turbar y empañar la pureza de su fe (129).
En realidad, los gnósticos no eran cristianos más que de nombre. No puede darse cosa más opuesta a la sobria y severa enseñanza de las Epístolas de San Pablo, al non magis sabere quam oportet sapere, que esas teosofías y visiones orientales, que pretenden revelar lo indescifrable. Era destino del cristianismo lidiar en cada una de las dos grandes regiones del mundo antiguo con enemigos diversos. En Occidente tuvo que vencer al paganismo oficial y a la tiranía cesarista. En Oriente, la guerra fue de principios. Y no era la más temible la de los judíos recalcitrantes, ni la de los sacerdotes persas o sirios, ni la de los filósofos alejandrinos, sino la que cautelosa y solapadamente emprendían los gnósticos mezclados con el pueblo fiel, y partícipes en apariencia de su lenguaje y enseñanza.
Los primeros vestigios de esta contienda se hallan en el Nuevo Testamento. Ya San Pablo describió con vivísimos colores a los gnósticos de su tiempo y dijo a Timoteo: Depositum custodi, devitans prophanas verborum novitates et oppositiones falsi nominis scientiae (kainofoni/aj dice el texto griego), condenando en otro lugar de la misma epístola los mitos y genealogías interminables, que deben ser los eones-sephirot de los gnósticos, conforme sienten los antiguos expositores. En la Epístola a los Colosenses refuta más de propósito opiniones que, si no pertenecen a los gnósticos, han de atribuirse a los padres y maestros inmediatos de tales herejes. El Evangelio de San Juan, sobre todo en el primer capítulo, va dirigido contra los nicolaítas y los cerintianos, dos ramas del primitivo gnosticismo.
No voy a hacer la historia de éste, tratada ya por Matter con método y riqueza de datos, aunque con excesivo entusiasmo por aquellas sectas (130). Quien desee conocer las fuentes, deberá consultar la Pistis Sophia, atribuida por error al heresiarca Valentino; algunos evangelios apócrifos, en que han quedado vestigios de los errores de que escribo; los cinco libros de San Ireneo contra las herejías, los Stromata de Clemente Alejandrino, las obras de Orígenes contra Celso y Marción, los Philosophoumena, que con escaso fundamento se le atribuyen; los himnos antignósticos del sirio San Efrén, el tratado de las Herejías de San Epifanio, el de las Fábulas heréticas de Teodoreto; [123] y, por lo que hace a los latines (que en esta parte son de poco auxilio), los libros de Tertuliano (131) contra Valentino y Marción y los catálogos de herejías compilados por Filastro de Brescia y San Agustín. Si a esto se agrega la refutación de las doctrinas gnósticas hecha por el neoplatónico Plotino y las colecciones de piedras y amuletos usados por los partidarios de la gnosis egipcia (132), tendremos apuntados todos los materiales puestos hasta ahora a contribución por los historiadores de estas herejías. Yo daré brevísima noticia de las sectas principales, como preliminar indispensable para nuestro estudio.
Considérase generalmente como primer caudillo de los gnósticos a Simón de Samaria, conocido por Simón el Mago, aquél de quien en las Actas de los Apóstoles leemos que pretendió comprar a San Pedro el don de conferir el pneuma mediante la imposición de manos. Este Simón, tipo de las especulaciones teosóficas y mágicas de su tiempo, fue, más que todo, un teurgo semejante a Apolonio de Tiana. En Samaria le llamaban el gran poder de Dios (h( du/namij tou= qeou= h( mega/lh ). Él mismo se apellidó, después de su separación de los apóstoles, Virtud de Dios, Verbo de Dios; Paráclito, Omnipotente, y aun llegó a decir en alguna ocasión: Ego omnia Dei, como pudiera el más cerrado panteísta germánico de nuestro siglo. El Ser inmutable y permanente tenía, en concepto de Simón el Mago, diversos modos de manifestarse en las cosas perecederas y transitorias; se parecía a la Idea hegeliana, en torno de la cual todo es variedad y mudanza. Asemejábase también a la sustancia de Espinosa, cuyos atributos son la infinita materia y el pensamiento infinito, puesto que, según el taumaturgo de Samaria, la raíz del universo se determina (como ahora dicen) en dos clases de emanaciones o desarrollos, materiales e intelectuales, visibles e invisibles. En otros puntos hace Simón una mezcla de cristianismo y platonismo, atribuyendo la creación a la e)/nnoia, logos o pensamiento divino. De esta e)/nnoia hizo un mito semejante al de Sophia, suponiéndola desterrada a los cuerpos humanos, sujeta a una serie de transmigraciones y de calamidades hasta que torne a la celeste esfera, y la simbolizó o, mejor dicho, la supuso encarnada en una esclava llamada Helena, que había comprado en la Tróade y hecho su concubina. Parece indudable que los discípulos de Simón confundían la e)/nnoia con el Pneuma y con la Sophia. Por lo demás, el mago de Samaria era a todas luces de espíritu sutil e invencionero. Hasta adivinó el principio capital de la pseudo-reforma del siglo XVI. Sabemos por Teodoreto que Simón exhortaba a sus discípulos a no temer las amenazas de la ley, sino a que hiciesen libremente cuanto les viniera en talante, porque la justificación (decía) procede de [124] la gracia, y no de las buenas obras ( ou) dia\ pra/cewn a)gaqw=n, a)lla\ dia\ xa/ritoj). Veremos cuán fielmente siguieron muchos gnósticos este principio. La secta de los simoníacos se extendió en Siria, en Frigia, en Roma y en otras partes. De ella nacieron, entre otras ramas menos conocidas, los dóketos y fantásticos, que negaban que el Verbo hubiese tomado realmente carne humana ni participado de nuestra naturaleza, y los menandrinos, así llamados del nombre de su corifeo, que tomó, como Simón, aires de pseudo-profeta y se dijo enviado por el poder supremo de Dios, en cuyo nombre bautizaba y prometía inmortalidad y eterna juventud a sus secuaces.
Más gnóstico que todos éstos fue el cristiano judaizante Cerinto, educado en las escuelas egipcias, el cual consideraba como revelaciones imperfectas el mosaísmo y el cristianismo, y tenía entrambos Testamentos por obra e inspiración de espíritus inferiores. Para él, el Xristo/j no era de esencia divina como para los demás gnósticos, sino un hombre justo, prudente, sabio y dotado de gran poder taumatúrgico. Cerinto era, además, Xiliasto/j, es decir, milenarista, como casi todos los judíos de aquella edad, y había escrito un Apocalipsis para defender tal opinión.
En el siglo II de nuestra era aparecieron ya constituidas y organizadas las escuelas gnósticas. Pueden considerarse tres focos principales: la gnosis siria, la que Matter apellida del Asta Menor y de Italia, y otros llaman sporádica, por haberse extendido a diversas regiones, y, finalmente, la egipcia.
Adoctrinados los gnósticos sirios por Simón, Menandro y Cerinto, muestran en sus teorías menos variedad y riqueza que los de Egipto, e insisten antes en el principio dualista, propio del zoroastrismo, que en la emanación por parejas o syzygias, más propia de los antiguos adoradores de la triada de Menfis. El principio del mal no es una negación ni un límite, como en Egipto, sino principio intelectual y poderoso, activo y fecundo. Por él fue creado el mundo inferior: de él emana cuanto es materia. Llámasele comúnmente Demiurgo (133).
La escuela siria tiende en todas sus ramas al ascetismo. Saturnino, el primero de sus maestres, parece haber sido hasta místico. En su doctrina, el dualismo se acentúa enérgicamente, y es visible la influencia del Zendavesta. Los siete ángeles creadores y conservadores del mundo visible, y partícipes sólo de un débil rayo de la divina lumbre, formaron al hombre, digo mal, a un Homunculus, especie de gusano, sujeto y ligado a la tierra e incapaz de levantarse a la contemplación de lo divino. Dios, compadecido de su triste estado, le envió un soplo de vida, un alma, llamada en el sistema de Saturnino no yuxh/ sino pneuma. El Satanás de esta teoría es diveso del Demiurgo y de los siete ángeles: es la fuente de todo mal como [125] espíritu y como materia. Saturnino enseña la redención en sentido doketista y la final palingenesia, volviendo todo ser a la fuente de donde ha emanado. Su moral rígida y sacada de quicios veda hasta el matrimonio, porque contribuye a la conservación de un mundo imperfecto.
Bardesanes, natural de Edesa, hombre docto en la filosofía griega y aun en las artes de los caldeos, empezó combatiendo a los gentiles y a los gnósticos, pero más tarde abrazó las doctrinas de los segundos, y para difundirlas compuso ciento cincuenta himnos, de gran belleza artística, que se cantaron en Siria hasta el siglo IV, en que San Efrén los sustituyó con poesías ortodoxas, escritas en iguales ritmos que las heréticas. Modificó Bardesanes la gnosis de Saturnino con ideas tomadas de los valentinianos de Egipto, y, como ellos, supuso a la materia madre de Satanás y engendradora de todo mal. De las enseñanzas de Valentino tomó asimismo los eones y las syzygias, que son siete en su sistema, y con el pa/thr a)/gnwstoj completan la ogdoada o el pleroma (plenitud de esencia). Afirmó la influencia decisiva de los espíritus siderales (resto de sabeísmo) en los actos humanos e hizo inútiles esfuerzos para conciliarla con el libre albedrío (134). En los himnos de Bardesanes, la creación se atribuía al Demiurgo, bajo la dirección de Sophia Axamoth, emanación imperfecta, espíritu degenerado del Pleroma y puesto en contacto con la materia. Su redención primero y después la de los pneumáticos fue verificada por el Xristo/j, que no se hizo carne, en concepto de este hereje, sino que apareció con forma de cuerpo celeste ( sw=ma ou)ra/nion). No había nacido de María, e)k Mari/aj (135), sino dia\ Mari/aj (por María); miserable sofisma que esforzó Marino, discípulo de Bardesanes. ¡Como si fuera más fácil comprender un cuerpo humano de origen celeste, lo cual es más absurdo hasta en los términos que la unión hipostática del Verbo! De la historia de los bardesianistas sabemos poco. Harmonio, hijo del fundador, acrecentó el sistema con nuevos principios, entre ellos el de la metempsícosis, y escribió gran número de himnos. Más adelante, los discípulos de Bardesanes y los de Saturnino fueron entrando en el gremio ortodoxo, y la gnosis siria murió del todo.
Tampoco duró mucho la sporádica, o digamos del Asia Menor y de Egipto, escuela que se distingue por sus tendencias prácticas, espíritu crítico y escasa afición a las nebulosidades teosóficas. Su moral era pura y aun ascética, como la de los sirios. De Siria procedía realmente su fundador, Cerdón, que predicó y fue condenado en Roma. Allí conoció a Marción, natural del Ponto Euxino, hombre piadoso, fanático enemigo de los judíos y de los xiliastas o milenaristas, que esperaban el reino temporal del Mesías. Poseído de un fervor de catecúmeno sobre toda regla y medida, empeñóse en demostrar que la revelación cristiana no tenía parentesco alguno con la ley antigua; [126] negó que Cristo fuese el Emmanuel esperado por los judíos; rechazó el Antiguo Testamento como inspirado por el Demiurgo, ser ignorante e incapaz de comprender lo mismo que hacía, por lo cual este mundo, que él creara, salió tan malo; confundió a este Demiurgo con el Dios de los judíos, sin identificarle, no obstante, con el principio del mal, y escribió, con el título de Antítesis, un libro enderezado a señalar las que él suponía profundas y radicales entre el Jehovah de los profetas y el Padre revelado por Cristo. Aún llegó más allá su audacia: persuadido de que la nueva fe estaba alterada con reminiscencias de judaísmo, anunció el propósito de tornarla a su pureza; y como los libros del Nuevo Testamento eran un obstáculo para sus fines, los rechazó todos, excepto el Evangelio de San Lucas y diez epístolas de San Pablo; pero mutilándolos a su capricho, en términos que no los hubiesen conocido el Apóstol de las Gentes ni su discípulo si hubieran tornado al mundo. Baste decir, para muestra de tales alteraciones, que los dos primeros capítulos de San Lucas fueron del todo suprimidos por Marción, que, como todos los gnósticos, era dóketos, y no asentía al dogma de la encarnación, ni menos al del nacimiento de Cristo de una virgen hebrea. Comienza, pues, su Evangelio por la aparición de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm.
Continuaron los discípulos de Marción el audaz trabajo exegético (si tal puede llamarse) de su maestro, y Marco, Luciano, Apeles, introdujeron en el sistema alteraciones de poca monta, exagerando cada vez más las antítesis y el dualismo. Esta doctrina duró hasta el siglo IV, y tuvo secuaces, y hasta obispos, en todo el orbe cristiano, como que era la reacción más violenta contra las sectas judaizantes. Todavía hubo quien los excediera en este punto.
Tales fueron algunos partidarios de la gnosis egipcia, la menos cristiana, menos judía y más panteísta de todas, como nacida y criada al calor de la escuela alejandrina. Pero ha de notarse que el fundador de esta secta, como el de la itálica, fue un sirio, porque en Siria está la cuna de toda enseñanza gnóstica. Basílides, compañero de Saturnino y discípulo tal vez de Simón y de Menandro, llevó a Egipto la tradición arcana, que pretendía haber aprendido de Glaucias, discípulo de San Pedro; enlazóla con las creencias del país, alteradas por el influjo griego, y dio nueva forma al pitagorismo y platonismo de Aristóbulo y de Filón. La doctrina amasada con tales elementos, y sostenida en las falsas revelaciones proféticas de Cham y de Barchor, fue expuesta en los veinticuatro libros de Exegéticas o Interpretaciones, hoy perdidos, fuera de algunos retazos. Basílides, como era natural, aparece mucho más dualista que los posteriores heresiarcas egipcios: supone eternos los dos principios, contradiciendo en esta parte al Zendavesta; establece la ogdoada, que con el padre ignoto forman sus siete atributos [127] hipostáticos: nous (entendimiento), logos (verbo), phronesis (prudencia o buen juicio), sophia (sabiduría), dynamis (fuerza), dikaiosune (justicia); y añade a esta primera serie o corona una segunda, que es su reflejo, y después otra, y así sucesivamente hasta completar el número de trescientas sesenta y cinco inteligencias, expresado con la palabra abracas, que se convirtió luego en amuleto, y encuéntrase grabada en todas las piedras y talismanes basilídicos. Las inteligencias van degenerando, según sus grados en la escala; pero la armonía no se rompió hasta que el imperio del mal y de las tinieblas invadió el de la luz. Para restablecer el orden y hacer la separación o dia/krisij entre los dos poderes, una inteligencia inferior, el a)/rxwn, equivalente al Demiurgo de otras sectas, creó (inspirado por el Altísimo) el mundo visible, lugar de expiación y de pelea. Aquí el Pneuma, emanación de la luz divina, va peregrinando por los diversos grados de la existencia hylica, dirigido siempre por las celestes inteligencias, hasta purificarse del todo y volver al foco de donde ha procedido. Pero, encadenada a la materia y ciega por las tinieblas de los sentidos, no cumpliría sus anhelos si el Padre no se hubiera dignado revelar al mundo su primera emanación, el nous, la cual se unió al hombre Jesús cuando éste fue bautizado por el Precursor (que para Basílides era el último profeta del Archon o Demiurgo) a orillas del Jordán. Su cristología es doketista y no ofrece particular interés.
Basílides estableció en su escuela el silencio pitagórico; dividía en clases a sus sectarios, según los grados de iniciación, y reservaba las doctrinas más sublimes para los e)klektoi/ o elegidos. Pero muy pronto se alteró el sistema, y ya en los días de Isidoro, hijo del fundador, penetraron en aquella cofradía doctrinas cerintianas y, sobre todo, valentinianas. Estas últimas, con su lozanía y riqueza, ahogaron las modestas teorías de Basílides y cuantas nacieron a su lado. Sólo como sociedad secreta vivió oscuramente el basilismo hasta el siglo V por lo menos.
A decir verdad, la escuela de Valentino (año 136) es la expresión más brillante y poética de la gnosis. En teorías como en mitos, recogió lo mejor de las heterodoxias y sistemas filosóficos anteriores, llevando a sus últimos límites el sincretismo, con lo cual, si perdía en profundidad, ganaba en extensión y podía influir en el ánimo de mayor número de secuaces. Como buen gnóstico, tenía Valentino enseñanzas esotéricas que hoy conocemos poco. La parte simbólica y externa de su doctrina, expuesta fue en la Pistis Sophia (sabiduría fiel), libro realmente perdido, por más que dos veces se haya anunciado su descubrimiento y anden impresos dos libros gnósticos, uno de ellos muy importante, con este título (136). De qué manera entendió Valentino la causa del mal y la generación de los eones, dirálo el siguiente resumen que he procurado exponer en términos claros y brevísimos. [128]
En alturas invisibles e inefables habita desde la eternidad el Padre ( buqo/j o abismo), acompañado de su fiel consorte, que es cierto poder o inteligencia de él emanada, y tiene los nombres de Ennoia, xa/rij (felicidad) o sigh/ (silencio). Estos dos eones engendraron en la plenitud de los tiempos a Nous y )Ale/qeia (entendimiento y verdad). A estas primeras syzygias o parejas siguen Logos y Zoe (el verbo y la vida), Anthropos y Ecclesia (el hombre y la Iglesia), constituyéndose así la ogdoada, primera y más alta manifestación de Bythos. La segunda generación del Pleroma es la década, y la tercera, la dodécada, de cuyos individuos haré gracia a mis lectores, fatigados sin duda de tanta genealogía mítica, bastando advertir que la última emanación de la dodécada fue Sophia. Y aquí comienza el desorden en el universo, pues devorada esta Sophia por el anhelo de conocer a Bythos, de cuya vista le apartaban las inteligencias colocadas más altas que ella en la escala, anduvo vagando por el espacio, decaída de su prístina excelencia, hasta que el Padre, compadecido de ella, envió en su auxilio al eon Horus que la restituyera al Pleroma (137). Mas, para restablecer la armonía, fue necesaria la emanación de dos nuevos eones: Xristo/j y el Pneuma, los cuales procedieron de Nous y de Aletheia. Gracias a ellos fue restaurado el mundo intelectual y redimido el pecado de Sophia.
La cual, durante su descarriada peregrinación, había producido, no se dice cómo, un eón de clase inferior, llamado Sophia Axamoth, que reflejaba y reproducía, aunque menoscabados, los atributos de su madre. Y esta Axamoth, excluida del Pleroma y devorada siempre por el anhelo de entrar en él, vagaba por el espacio exhalando tristes quejas, hasta preguntar a su madre: ¿Por qué me has creado? Esta hija de adulterio dio el ser a muchos eones, todos inferiores a su madre, cuales fueron el Alma del mundo, el Creador o Demiurgo, etc., y a la postre fue conducida al Pleroma por Horus y redimida por Christos, que la hizo syzygia suya, celebrando con ella eternos esponsales y místicos convites.
El Demiurgo, nacido de Sophia Axamoth, creó el mundo, separando el principio psyquico del hylico, confundidos antes en el caos, y estableció seis esferas o regiones, gobernadas por sendos espíritus. Creó después al hombre, a quien Sophia comunicó un rayo de divina luz, que le hizo superior al Demiurgo. Celoso éste, le prohibió tocar el árbol de la ciencia, y como el hombre infringiese el precepto, fue arrojado a un mundo inferior, y quedó sujeto al principio hylico y a todas las impurezas de la carne. Dividió Valentino a los mortales en pneumáticos, psyquicos e hylicos. La redención de los primeros se verifica por la unión con el Christos. No hay para qué insistir en el doketismo que Valentino aplicó a la narración evangélica, ni en la [129] manera como explicaba la unión de sus tres principios en Jesucristo. En lo esencial no difiere de otros gnósticos.
Para los hylicos no admitía rescate: los psyquicos se salvan por los méritos de la crucifixión padecida por el hombre Jesús después que se apartó de él el Pneuma o el Christos. El sistema termina con la acostumbrada palingenesia y vuelta de los espíritus al plh/rwma, de donde directa o indirectamente han emanado.
En esta teoría, el principio del mal entra por muy poco. Es puramente negativo; redúcese a las tinieblas, al vacío, a esa materia inerte y confusa de que es artífice el Demiurgo. El desprecio de la materia llega a su colmo en las sectas gnósticas, y de ahí esa interminable serie de eones o inteligencias secundarias, hasta llegar a una que degenere y participe del elemento hylico y pueda, por tanto, emprender esa desdichada obra de la creación, indigna de que el padre ignoto ni sus primeras emanaciones pongan en ella las manos. La creación, decían con frase poética, aunque absurda, los valentinianos, es una mancha en la vestidura de Dios. Y no reparaban en la inutilidad de esos eones, puesto que, siendo atributos de Dios, o, como ellos decían, Dios mismo, tan difícil era para Sophia o para el Pneuma ponerse en contacto con la materia como para Bythos o para Logos. ¡A tales absurdos y contradicciones arrastra la afirmación de la eternidad e independencia de la materia y el rechazar la creación ex nihilo!
El valentinianismo tuvo innumerables discípulos en todo el mundo romano, pero muy pronto se dividieron, formando sectas parciales, subdivididas hasta lo infinito. Cada gnóstico o pneumático se creyó en posesión de la ciencia suprema con el mismo derecho que sus hermanos, y, como es carácter de la herejía el variar de dogmas a cada paso, surgieron escuelas nuevas y misteriosas asociaciones. Ni Epifanio, ni Marco, ni Heracleon siguieron fielmente las huellas de Valentino.
Mucho menos los ofitas (138), así llamados por haber adoptado como símbolo la serpiente, que consideraban cual espíritu bueno enviado por la celeste Sophia al primer hombre para animarle a quebrantar los tiránicos preceptos de Jaldabaoth, o sea el Demiurgo. El dualismo, la antítesis y el odio a las instituciones judaicas crecen en esta secta, pero no llegan al punto de delirio que en la de los cainitas, cuyos adeptos emprendieron la vindicación de todos los criminales del Antiguo Testamento (Caín, los habitantes de Sodoma, Coré, Datán y Abirón, etc.), víctimas, según ellos, de la saña del vengativo y receloso Demiurgo o Jehovah de los judíos. La moral de esta secta (si tal puede llamarse) iba de acuerdo con sus apreciaciones históricas. Hacían gala de cometer todos los actos prohibidos por el Decálogo, ley imperfecta, como emanada de un mal espíritu, y seguir lo que ellos [130] llamaban ley de la naturaleza. Pero todavía les excedieron los carpocratianos, que proclamaron absoluta comunidad de bienes y de mujeres y dieron rienda suelta a todos los apetitos de la carne. Por lo que hace a dogmas, los carpocratianos reducían toda la gnosis a la contemplación de la mónada primera, reminiscencia platónica que no dice muy bien con el resto del sistema.
La decadencia y ruina de la gnosis llega a su postrer punto en las escuelas de borborios, phibionistas, adamitas y pródicos, pobrísimas todas en cuanto a doctrina y brutalmente extraviadas en lo que hace a moral. Los adamitas celebraban su culto enteramente desnudos. Apenas es lícito repetir en lengua vulgar lo que de estas últimas asociaciones dijo San Epifanio. Difícilmente lograron los edictos imperiales acabar con los nocturnos y tenebrosos misterios de cainitas, nicolaítas y carpocracianos.
Así murió la gnosis egipcia, mientras que la de Persia y Siria, no manchada por tales abominaciones, legó su negro manto (139) a otros herejes, si herejes fueron al principio y no teósofos, educados fuera de la religión cristiana y del judaísmo. Tales fueron los maniqueos, de quienes he de decir poco, porque su sistema no es complicado, y de él tiene noticia todo el que haya recorrido, cuando menos, las obras de San Agustín.
Pasa por fundador de esta doctrina el esclavo Manes, educado en el magismo, si no en las enseñanzas del Zendavesta cuyos principios alteró con los de la gnosis, que había aprendido en los escritos de un cierto Scythiano. Como Simón el Mago y otros pseudoprofetas, apellidóse Paráclito y Enviado de Dios, y anunció la depuración del cristianismo, que, según él, había degenerado en manos de los apóstoles. Redúcese la teoría maniquea a un dualismo resuelto y audaz: el bien contradice al mal, las tinieblas a la luz; Satanás, príncipe de la materia, al Dios del espíritu. Los dos principios son eternos: Satanás no es ángel caído, sino el genio de la materia, o más bien la materia misma. En el imperio de la luz establece Manes una serie de espíritus o eones, que en último análisis se reducen a Dios y no son más que atributos y modos suyos de existir, infinitos en número. Otro tanto acontece en el imperio de las tinieblas. Y los campeones del Ahrimán maniqueo lidian con los de Ormud incesantemente. Entre los espíritus malos estalló en cierta ocasión la discordia; algunos de ellos quisieron invadir el reino del bien y asimilarse a los eones, porque la tendencia a lo bueno y a la perfección es ingénita aun en los príncipes del caos. Dios, para detenerlos, produjo una nueva emanación, la madre de la vida, que entrara en contacto con la materia y corrigiera su natural perverso. El hijo de esta madre, el primer hombre (prw=toj a)/nqrwpoj), engendra el alma del mundo, que anima la materia, la fecunda y produce la creación. La parte de esta alma que no se mezcla con el mundo visible torna a las [131] celestes regiones, y es el redentor, el salvador, el Christos, que tiende siempre a recoger los rayos de su luz esparcidos en lo creado.
El cuerpo del hombre fue creación de los demonios. Ellos le impusieron también el precepto del árbol de la ciencia que Adán quebrantó aconsejado por un espíritu celeste, como en el sistema de los ofitas, y crearon a Eva para encadenarle más y más a los estímulos de la carne. En absoluta consecuencia con estos preliminares, condenan los maniqueos el judaísmo, como religión llena de errores y dictada por los espíritus de las tinieblas, y someten al hombre a un fatalismo sideral, en que los dos principios se disputan, desde los astros donde moran, el absoluto dominio de su voluntad y de su entendimiento. No hay para qué decir que la redención era entendida por los maniqueos en sentido doketista; la luz, decían, no puede unirse a las tinieblas, y por eso las tinieblas no la comprendieron. La cruz fue un símbolo, una apariencia externa para los psyquicos (usemos el lenguaje gnóstico), pero no para los elegidos, e)klektoi/, que en los demás sistemas que hemos apuntado se llaman pneumáticos. En punto al destino de las almas en la otra vida, no carece de novedad el maniqueísmo. Las almas que en este mundo se han ido desatando de todos los lazos terrestres por el ascetismo, entran en la región de la luna, donde son bañadas y purificadas en un lago; de allí pasan al sol, donde reciben el bautismo de fuego. Fáciles son, después de esto, el tránsito a las esferas superiores y la unión íntima con la divinidad; condenadas están, por el contrario, las almas impuras a la transmigración hasta que se santifiquen. Por lo demás, niega Manes la resurrección de los cuerpos y limita mucho la palingenesia de los espíritus. Será absolutamente aniquilada la materia.
Ascética en grado sumo era la moral de los maniqueos, prohibiendo el matrimonio y el uso de las carnes. Constituían la jerarquía eclesiástica doce llamados apóstoles y setenta y dos discípulos, que muy pronto se pusieron en discordia, como era de sospechar. Algunos confundieron a Cristo con Mithra, cuando no con Zoroastro o con Buda. En Occidente penetró no poco la doctrina maniquea, porque no era pura especulación teosófica como la gnosis, sino que llevaba un carácter muy práctico y quería resolver el eterno y temeroso problema del origen del mal (140). A espíritus eminentes como San Agustín sedujo la aparente ilación y claridad del sistema, libre ya de las nebulosidades en que le envolviera la imaginación persa o siria. Pero muy [132] pronto se convencieron de la inanidad y escaso valor científico del dogma de Manes, de su no disimulada tendencia fatalista y de las consecuencias morales que por lógica rigurosa podían deducirse de él. El santo obispo de Hipona fue el más terrible de los contradictores de esta herejía, mostrando evidentísimamente en su tratado De libero arbitrio, y en cien partes más, que el mal procede de la voluntad humana y que ella sola es responsable de sus actos. La Providencia, de una parte; la libertad, de otra, nunca han sido defendidas más elocuentemente que en las obras de aquel Padre africano. Todo lo creado es bueno, el pecado, fuente de todo mal en el ángel y en el hombre, no basta romper la universal armonía, porque el mal es perversión y decadencia, no sustancia, sino accidente.
Previos estos indispensables preliminares, que he procurado abreviar, estudiemos el desarrollo de la gnosis y del maniqueísmo en España.
- II -
Primeros gnósticos españoles. -Los agapetas.
A mediados del siglo IV apareció en España, viniendo de la Galia aquitánica, donde había tenido gran séquito, y más entre las mujeres, un egipcio llamado Marco, natural de Menfis, y educado probablemente en las escuelas de Alejandría. Este Marco, a quien en modo alguno ha de confundirse con otros gnósticos del mismo nombre, entre ellos Marco de Palestina, discípulo de Valentino (141), era maniqueo y, además, teurgo y cultivador de las artes mágicas. En España derramó su doctrina, que ha sido calificada de mezcla singular de gnosticismo puro y de maniqueísmo (142), pero de la cual ninguna noticia tenemos precisa y exacta (las de San Ireneo se refieren al otro Marco), y sólo podríamos juzgar por inducción sacada del priscilianismo. Atrajo Marco a su partido a diversos personajes de cuenta, especialmente a un retórico llamado Elpidio, de los que tanto abundaban en las escuelas de España y de la Galia narbonense, y a una noble y rica matrona llamada Agape. Es muy señalado el papel de las mujeres en las sectas gnósticas: recuérdense la Helena de Simón Mago, la Philoumena de Apeles, la Marcellina de los carpocracianos, la Flora de Ptolomeo; y, aun saliendo del gnosticismo, encontraríamos a la Lucilla de los donatistas y a la Priscilla de Montano.
Fundaron Marco y Agape la secta llamada de los agapetas, quienes (si hemos de atenernos a los brevísimos y oscuros datos de los escritores eclesiásticos) se entregaban en sus nocturnas [133] zambras a abominables excesos, de que había dado ejemplo la misma fundadora. Esto induciría a sospechar que los agapetas eran carpocracianos o nicolaítas, si por otra parte no constara su afinidad con los priscilianistas. Fuera de estar averiguado que todas las sectas gnósticas degeneraron en sus últimos tiempos hasta convertirse en sociedades secretas, con todos los inconvenientes y peligros anejos a semejantes reuniones, entre ellos el de la murmuración (a veces harto justificada) de los profanos. Qui male agit, odit lucem.
Si los discípulos de Marco fueron realmente carpocracianos, como se inclina a creer Matter, nada de extraño tiene que siguiesen la ley de la naturaleza y enseñasen que todo era puro para los puros. Esto es cuanto sabemos de ellos, y no he de suplir con conjeturas propias el silencio de los antiguos documentos (143).
- III -
Historia de Prisciliano.
¡Lástima que la autoridad casi única en este punto sea el extranjero y retórico Sulpicio, y que hayamos de caminar medio a tientas por asperezas y dificultades, sin tener seguridad en nombres ni en hechos! Procuraré apurar la verdad, dado que tan pocas relaciones quedan. [134]
En el consulado de Ausonio y de Olybrio (año 379) (144) comenzó a predicar doctrinas heréticas un discípulo de Elpidio y de Agape llamado Prisciliano, natural de Galicia, de raza hispanorromana, si hemos de juzgar por su nombre, que es latino de igual suerte que los de Priscus y Priscilla. El retrato que de él hace Sulpicio Severo nos da poquísima luz, como obra que es de un pedagogo del siglo V, servilmente calcada, hasta en las palabras, sobre aquella famosa etopeya de Catilina, por Salustio. Era Prisciliano, según le describe el retórico de las Galias, de familia noble, de grandes riquezas, atrevido, facundo, erudito, muy ejercitado en la declamación y en la disputa; feliz, ciertamente, si no hubiese echado a perder con malas opiniones sus grandes dotes de alma y de cuerpo. Velaba mucho: era sufridor del hambre y de la sed, nada codicioso, sumamente parco. Pero con estas cualidades mezclaba gran vanidad, hinchado con su falsa y profana ciencia, puesto que había ejercido las artes mágicas desde su juventud (145). De esta serie de lugares comunes, sólo sacamos en limpio dos cosas: primero, que Prisciliano poseía esa elocuencia, facilidad de ingenio y varia doctrina necesaria a todo corifeo de secta; segundo, que se había dado a la magia desde sus primeros años. Difícil es hoy decidir qué especie de magia era la que sabía y practicaba Prisciliano. ¿Era la superstición céltica o druídica, de que todavía quedaban, y persistieron mucho después, restos en Galicia? ¿O se trata de las doctrinas arcanas del Oriente, a las cuales parece aludir San Jerónimo cuando llama a Prisciliano Zoroastris magi studiosissimum? (146) Quizá puedan conciliarse entrambas opiniones, suponiendo que Prisciliano ejercitó primero la magia de su tierra y aprendió más tarde la de Persia y Egipto, que en lo esencial no dejaba de tener con la de los celtas alguna semejanza. Sea de esto lo que se quiera, consta por Sulpicio Severo que Prisciliano, empeñado en propagar la gnosis y el maniqueísmo, no como los había aprendido de Marco, sino con variantes sustanciales, atrajo a su partido gran número de nobles y plebeyos, arrastrados por el prestigio de su nombre, por su elocuencia y el brillo de su riqueza. Acudían, sobre todo, las mujeres, ansiosas siempre de cosas nuevas, víctimas de la curiosidad, y atraídas por la discreción y cortesanía del heresiarca gallego, blando en palabras, humilde y modesto en el ademán y en el traje: medios propios para cautivar el amor y veneración [135] de sus adeptos (147). Y no sólo mujeres, sino obispos, seguían su parecer, y entre ellos Instancio y Salviano, cuyas diócesis no expresa el historiador de estas alteraciones. Extendióse rápidamente el priscilianismo de Galaecia a Lusitania, y de allí a la Bética, por lo cual, receloso el obispo de Córdoba Adygino o Higino, sucesor de Osio (148), acudió en queja a Idacio o Hydacio, metropolitano de Mérida, si hemos de leer en el texto de Sulpicio Emeritae civitatis, o sacerdote anciano, si leemos, como otros quieren, emeritae aetatis. Comenzó Idacio a proceder contra los priscilianistas de Lusitania con extremado celo, lo cual, según el parecer de Sulpicio Severo, que merece en esto escasa fe, por ser enemigo capital suyo, fue causa de acrecentarse el incendio, persistiendo en su error Instancio y los demás gnósticos que se habían conjurado para ayudar a Prisciliano. Tras largas y reñidas contiendas, fue necesario, para atajar los progresos de la nueva doctrina, reunir (año 380) un concilio en Zaragoza. A él asistieron dos obispos de Aquitania y diez españoles, entre ellos Idacio, que firma en último lugar. Excomulgados fueron por este sínodo los prelados Instancio y Salviano y los laicos Helpidio y Prisciliano (149). Los ocho cánones en Zaragoza promulgados el 4 de octubre de dicha era, únicos que hoy conocemos, más se refieren a la parte externa de la herejía que a sus fundamentos dogmáticos. El primero veda a las mujeres la predicación y enseñanza, de igual modo que el asistir a lecciones, prédicas y conventículos virorum alienorum. El segundo prohíbe ayunar, por persuasión o superstición, en domingo, ni faltar de la iglesia en los días de Cuaresma, ni celebrar oscuros ritos en las cavernas y en los montes. Anatematizóse en el tercero al que reciba en la iglesia y no consuma el cuerpo eucarístico. Nadie se ausentará de la iglesia (dice el cuarto) desde el 16 de las calendas de enero (17 de diciembre) hasta el día de la Epifanía, ni estará oculto en su casa, ni irá a la aldea, ni subirá a los montes, ni andará descalzo... so pena de excomunión. Nadie se arrogará el título de doctor, fuera de aquellas personas a quienes está concedido. Las vírgenes no se velarán antes de los cuarenta años. Téngase en cuenta todas estas indicaciones, que utilizaremos en lugar oportuno. Ahora basta fijarse en la existencia de conciliábulos mixtos de hombres y mujeres, en el sacrílego fraude con que muchos recibían la comunión y en la enseñanza confiada a legos y mujeres, como en la secta de los agapetas. De otro canon hizo ya memoria Sulpicio Severo: el que prohíbe a un obispo recibir a comunión al excomulgado por otro; copia textual de uno de los decretos de Ilíberis. Contra el ascetismo que afectaban los priscilianistas [136] se endereza el sexto, que aparta de la Iglesia al clérigo que, por vanidad y presunción de ser tenido en más que los otros, adoptase las reglas y austeridades monásticas.
Firman las actas Fitadio, Delfino, Eutiquio, Ampelio, Augencio, Lucio, Itacio, Splendonio, Valerio. Symposio, Carterio e Idacio. La notificación y cumplimiento del decreto que excomulgaba a los priscilianistas con expresión de sus nombres, como textualmente afirman los Padres del primero Toledano, confióse a Itacio, obispo ossonobense, en la Lusitania, a quien hemos de guardarnos de confundir con Idacio el de Mérida, a pesar de la semejanza de sus nombres y doctrinas y vecindad de obispados (150).
No se había mantenido constante en la fe el obispo de Córdoba Higino, que fuera el primero en apellidar alarma contra los priscilianistas; antes prevaricó con ellos, razón para que Itacio le excomulgase y depusiese, apoyado en el decreto conciliar, sin que sepamos el motivo de la caída del prelado bético, natural, sin embargo, dentro de las condiciones de la humana flaqueza, y no difícil de explicar, si creemos que Prisciliano era tan elocuente y persuasivo como nos le describen sus propios adversarios.
Si con la deposición de Higino perdían un obispo, otro pensaron ganar los gnósticos Instancio y Salviano, elevando anticanónica y tumultuariamente a la silla de Ávila (151) a su corifeo Prisciliano, persuadidos del no leve apoyo que sus doctrinas alcanzarían si armasen con la autoridad sacerdotal a aquel heresiarca hábil y mañoso. Redoblaron con esto la persecución Idacio e Itacio, empeñados en descuajar la mala semilla, y acudieron (parum sanis consiliis, dice Severo) a los jueces imperiales. Éstos arrojaron de las iglesias a algunos priscilianistas, y el mismo emperador Graciano, a la sazón reinante, dio un rescripto (en 381) que intimaba el destierro extra omnes terras a los herejes españoles. Cedieron algunos, ocultáronse otros, mientras pasaba la tormenta, y apareció dispersarse y deshacerse la comunidad priscilianista.
Pero no eran Prisciliano, Instancio ni Salviano hombres que se aterrasen por decretos emanados de aquella liviana corte [137] imperial, en que era compra y venta la justicia (152). Esperaban mucho en el poder de sus artes y de sus riquezas, bien confirmado por el suceso. Obcecábalos de otra parte el error, para que ni de grado ni por fuerza tornasen al redil católico. Salieron, pues, de España con el firme propósito de obtener la revocación del edicto y esparcir de pasada su doctrina entre las muchedumbres de Aquitania y de la península Itálica. Muchos prosélitos hicieron entre la plebe Elusana y de Burdeos (153) pervirtiendo en especial a Eucrocia y a su hija Prócula, en cuyas posesiones dogmatizaron por largos días. Entrambas los acompañaron en el viaje a Roma, y con ellas un escuadrón de mujeres (turpis pudibundusque comitatus, dice Sulpicio), con las cuales es fama que mantenían los priscilianistas relaciones no del todo platónicas ni edificantes. De Prócula tuvo un hijo el mismo autor y fautor de la secta, entre cuyas ascéticas virtudes no resplandecía por lo visto la continencia, aun después de haber ceñido su cabeza con las sagradas ínfulas, por obra y gracia de sus patronos lusitanos (154).
En la forma sobredicha llegó el nuevo obispo a Roma, viaje en verdad excusado, puesto que el gran pontífice San Dámaso, que, como español, debía de tener buena noticia de sus intentos, se negó a oír sus excusas ni a darle audiencia. Sólo quien ignore la disciplina de aquellos siglos podrá extrañar que se limitase a esto y no pronunciase nuevo anatema contra los priscilianistas. ¿A qué había de interponer su autoridad en causa ya juzgada por la Iglesia española reunida en concilio, constándole la verdad y el acierto de esta decisión y siendo notorios y gravísimos los errores de los gnósticos que tiraba a resucitar Prisciliano?
Nuevo desengaño esperaba a nuestros herejes en Milán, donde encontraron firmísima oposición en San Ambrosio, que les cerró las puertas del templo como se las había de cerrar al gran Teodosio. Pero tenían Prisciliano y los suyos áurea llave para el alcázar de Graciano, y muy pronto fue sobornado Macedonio, magister officiorum, que obtuvo del emperador nuevo rescripto, a tenor del cual debía ser anulado el primero y restituidos los priscilianistas a sus iglesias. ¡Tan desdichados eran los tiempos y tan funestos resultados han nacido siempre de la intrusión del poder civil (resistida donde quiera por la Iglesia) en materias eclesiásticas! Pronto respondió la ejecución al decreto. El oro de los galaicos amansó a Volvencio, procónsul de Lusitania, antes tan decidido contra Prisciliano; así éste como Instancio volvieron a sus iglesias (Salviano había muerto en Roma), y dio comienzo una persecución anticatólica, en que sobre todo corría peligro Itacio, el más acre y resuelto de los contradictores [138] de la herejía. Oportuno juzgó huir a las Galias, donde interpuso apelación ante el prefecto Gregorio, el cual, por la autoridad que tenía en España, llamó a su tribunal a los autores de aquellas tropelías, no sin dar parte al emperador de lo acontecido y de la mala fe y venalidad con que procedían sus consejeros en el negocio de los priscilianistas.
Supieron éstos parar el golpe, porque a todo alcanzaban los tesoros de Prisciliano y la buena voluntad de servirle que tenía Macedonio. Por un nuevo rescripto quitó Graciano el conocimiento de la causa al prefecto de las Galias y remitióla al vicario de España, en cuyo foro no era dudosa la sentencia. Y aún fue más allá Macedonio, sometido dócilmente a los priscilianistas. Envió gente a Tréveris para prender a Itacio, que se había refugiado en aquella ciudad so la égida del obispo Pritanio o Britanio. Allí supo burlarlos hábilmente, mientras acontecían en la Bretaña señaladas novedades, que habían de influir eficazmente en la cuestión priscilianista.
La anarquía militar, eterna plaga del imperio romano, contenida en Oriente por la fuerte mano de Teodosio, cayó de nuevo sobre el Occidente en los últimos y tristes días de Graciano, bien diversos de sus loables principios. Las legiones de Britania saludaron emperador al español Clemente Máximo, que tras breve y simulada resistencia aceptó la púrpura, y pasó a las Galias al frente de 130.000 hombres. Huyó Graciano a Lugdunum (Lyón) con pocos de sus partidarios, y fue muerto en una emboscada, dúdase si por orden y alevosía de Máximo, cegado entonces por la ambición, aunque le adornaban altas prendas. El tirano español entró victorioso en Tréveris, y su compatriota Teodosio, que estaba lejos y no podía acudir a la herencia de Graciano, tuvo que tratar con él y cederle las Galias, España y Britania para evitar mayores males. Corría el año de 384, consulado de Ricimero y Clearco.
Era Máximo muy celoso de la pureza de la ortodoxia, aunque de sobra aficionado, como todos los emperadores de la decadencia, a poner su espada en la balanza teológica. Sabía aquella virtud y este defecto nuestro Itacio, que trató de aprovecharlos para sus fines, dignos de loa si no los afeara el medio; y le presentó desde luego un escrito contra Prisciliano y sus secuaces, lleno de mala voluntad y de recriminaciones, según dice con su habitual dureza Sulpicio Severo. Bastaba con la enumeración de los errores gravísimos anticatólicos y antisociales de aquella secta gnóstica para que Máximo se determinara al castigo; pero más prudente que Itacio, remitió la decisión al sínodo de Burdeos, ante el cual fueron conducidos Instancio y Prisciliano. Respondió el primero en causa propia, y fue condenado y depuesto por los Padres del concilio, a quienes no parecieron suficientes sus disculpas. Hasta aquí se había procedido canónicamente; pero, temeroso Prisciliano de igual sentencia, prefirió (enhorabuena para él) apelar al emperador, a [139] cuyos ministros esperaba comprar como a los de Graciano; y los obispos franceses, con la inconstancia propia de su nación (dícelo Sulpicio, que era galo), consintieron en que pasase una causa eclesiástica al tribunal del príncipe, a quien sólo competía en último caso la ejecución de los decretos conciliares. Fortuna que Máximo era católico, y aquella momentánea servidumbre de la Iglesia no fue para mal, aunque sí para escándalo y discordia. Debieron los obispos (dice Severo) haber dado sentencia en rebeldía contra Prisciliano, o si los recusaba por sospechosos, confiar la decisión a otros obispos, y no permitir al emperador interponer su autoridad en causa tan manifiesta, y tan apartada de la legislación civil, añadiremos. En vano protestó San Martín de Tours contra aquellas novedades, y exhortó a Itacio a que desistiese de la acusación, y rogó a Máximo que no derramase la sangre de los priscilianistas. Mientras él estuvo en Tréveris, pudo impedirlo y aun obtener del emperador formal promesa en contrario, pero, apenas había pasado de las puertas de la ciudad, los obispos Magno y Rufo redoblaron sus instancias con Máximo, y éste nombró juez de la causa al prefecto Evodio, varón implacable y severo. Prisciliano fue convicto de crímenes comunes, cuales eran el maleficio, los conciliábulos obscenos y nocturnas reuniones de mujeres, el orar desnudo y otros excesos de la misma laya, semejantes a los de los carpocracianos y adamitas. Remitió Evodio las actas del proceso a Máximo; abrió éste nuevo juicio, en que apareció como acusador, en vez de Itacio, Patricio, oficial del fisco, y a la postre fueron condenados a muerte y decapitados Prisciliano, los dos clérigos Felicísimo y Armenio, neófitos del priscilianismo; Asarino y el diácono Aurelio, Latroniano y Eucrocia.
De todos estos personales tenemos escasísimas noticias y la rápida narración de Sulpicio Severo no basta para satisfacer la curiosidad que despiertan algunos nombres. Aún es más breve el relato del Chronicon atribuido a San Próspero de Aquitania, que tiene a lo menos la ventaja de señalar la fecha: En el año del Señor 385, siendo cónsules Arcadio y Bauton..., fue degollado en Tréveris Prisciliano, juntamente con Eucrocia, mujer del poeta Delfidio; con Latroniano y otros cómplices de su herejía (155)
¡Ojalá tuviéramos algunos datos acerca de Latroniano o Matroniano! San Jerónimo le dedica este breve y honroso artículo en el libro De viris illustribus (c. 122): «Latroniano, de la provincia de España, varón muy erudito y comparable en la poesía con los clásicos antiguos, fue decapitado en Tréveris con Prisciliano, Felicísimo, Juliano, Eucrocia y otros del mismo partido. Tenemos obras de su ingenio, escritas en variedad de metros.» ¡Lástima grande que se hayan perdido estas poesías, que encantaban [140] a San Jerónimo, juez, tan delicado en materias de gusto!
De Eucrocia, madre de aquella Prócula que sirvió de Tais a Prisciliano, y mujer del retórico y poeta de Burdeos Delfidio, hay memoria en otros dos escritores, Ausonio y Latino Pacato. Ausonio, en el quinto de los elegantes elogios que dedicó a los profesores bordeleses, llama afortunado a Delfidio, porque murió antes de ver el error de su hija y el suplicio de su mujer:
Minus malorum munere expertus Dei,
medio, quod aevi raptus es,
errore quod non deviantis filiae,
poenaque laesus coniugis (156).
En el Panegírico de Teodosio aprovechó Pacato la remembranza del suplicio de Eucrocia para ponderar la clemencia teodosiana, en cotejo con la crueldad de Máximo, ya vencido y muerto en Aquilea. Exprobrabatur mulieri viduae, dice, nimia religio et diligentius culta divinitas (157). Esta afectación de religiosidad y de ascetismo, que podía deslumbrar a un declamador gentil como Pacato, era común en los priscilianistas.
A la ínsula Sylina, una de las Británicas (158) fueron relegados Instancio y Tiberio Bético. Valióle al primero haber sido condenado por el sínodo, pues de otra suerte hubiera padecido igual suplicio que Prisciliano. Tértulo, Potamio, Juan y otros priscilianistas de ninguna cuenta quedaron sometidos a temporal destierro en las Galias. Urbica, discípula de Prisciliano, fue apedreada en Burdeos por el pueblo (159).
Tiberiano Bético tiene capítulo (que es el 123) en Los varones ilustres de San Jerónimo: Escribió (dice el Santo) un apologético en hinchado y retórico estilo, para defenderse de la acusación de herejía; pero vencido por el cansancio del destierro, mudó de propósito, e hizo casar a una hija suya, que había ofrecido a Dios su virginidad. Este pasaje es oscuro, aun dejando aparte la interpretación de los que han leído absurdamente matrimonio «sibi» copulavit. Como los priscilianistas condenaban el matrimonio, parece que con casar a su hija quiso dar Tiberiano muestras de que había vuelto la espalda a sus antiguos errores, aunque incurrió en el de no respetar los votos. Por eso dijo de él San Jerónimo que había tornado como perro al vómito (canis reversus ad vomitum).
No se extinguió con la sangre derramada en Tréveris el incendio priscilianista. Pero antes de proseguir la historia de esta herejía, quieren el orden de tiempo y el de razón que [141] demos noticia de sus exagerados adversarios los itacianos y de los graves sucesos que siguieron en las Galias al suplicio de los gnósticos españoles.