Capítulo IV
Noticia de diversas herejías del siglo XIV.
I. Preliminares. Triste estado moral y religioso de la época.-II. Los begardos en Cataluña (Pedro Oler, Fr. Bonanato, Durán de Baldach, Jacobo Juste, etc.).-III. Errores y aberraciones particulares (Berenguer de Montfalcó, Bartolomé Janoessio, Gonzalo de Cuenca, R. de Tárrega, A. Riera, Pedro de Cesplanes).-IV. Juan de Peratallada (Rupescissa).-V. La impiedad averroísta. Fray Tomás Scoto. El libro De tribus impostoribus.-VI. Literatura apologética. El Pugio fidei, de Ramón Martí.
- I -
Preliminares.-Triste estado moral y religioso de la época.
Caracterízase el siglo XIV por una recrudescencia de barbarie, un como salto atrás en la carrera de la civilización. Las tinieblas palpables del siglo X no infunden más horror ni quizá tanto. Reinan doquiera la crueldad y la lujuria, la sórdida codicia y el anhelo de medros ilícitos, desbócanse todos los apetitos de la carne; el criterio moral se apaga. La Iglesia gime cautiva en Aviñón, cuando no abofeteada en Anagni; crecen las herejías y los cismas; brotan los pseudoprofetas animados de mentido fervor apocalíptico; guerras feroces y sin plan ni resultado ensangrientan la mitad de Europa; los reyes esquilman a sus súbditos o se convierten en monederos falsos; los campesinos se levantan contra los nobles, y síguense de una y otra parte espantosos degüellos y devastaciones de comarcas enteras. Para deshacerse de un enemigo se recurre indistintamente a la fuerza o a la perfidia; el monarca usurpa el oficio del verdugo; la justicia se confunde con la venganza; hordas de bandoleros o asesinos pagados deciden de la suerte de los imperios; el adulterio se sienta en el solio, las órdenes religiosas decaen o siguen tibiamente las huellas de sus fundadores; los grandes teólogos enmudecen y el arte tiene por forma casi única la sátira. Al siglo de San Luis, de San Fernando, de Jaime el Conquistador y de Santo Tomás de Aquino sucede el de Felipe el Hermoso, Nogaret, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Clocester y Juan Wiclef. En vez de la Divina comedia se escribe el Roman de la rose y llega a su apogeo el ciclo de Renard.
Buena parte tocó a España en tan lamentable estado. Olvidada casi la obra de la Reconquista después de los generosos esfuerzos de Alfonso XI, carácter entero, si poco loable; desgarrado el reino aragonés por las intestinas lides de la unión, que reprime con férrea mano D. Pedro el Ceremonioso, político grande y sin conciencia; asolada Castilla por fratricidas discordias, [514] peores que las de los Atridas o las de Tebas, empeoraron las costumbres, se amenguó el espíritu religioso y sufrió la cultura nacional no leve retroceso.
Los testimonios abundan y no son, por cierto, sospechosos. Prescindamos del de Arnaldo de Vilanova, ya conocido; hablen otros autores más católicos. Basta abrir el enorme volumen De planctu Ecclesiae, que compuso Álvaro Peláez o Pelayo (Pelagius), obispo de Silves y confesor de Juan XXII (881), para ver tales cosas, que mueven a apartar los ojos del cuadro fidelísimamente trazado y, por ende, repugnante (882). No hay vicio que él no denunciara en los religiosos de su siglo; el celo le abrasaba. ¿Dónde hallar mayores invectivas contra la simonía (883) (Corpus Christi pro pecunia vendunt) y el nepotismo? (884) ¿Dónde más triste pintura de los monasterios, infestados, según él, por cuarenta y dos vicios? (885) No hay orden ni estado de la Iglesia o de la sociedad civil de su tiempo, desde la cabeza hasta los miembros, que no se encuentre tildado con feos borrones en su libro. Y el que esto escribía no era ningún reformista o revolucionario, sino un franciscano piadosísimo, adversario valiente de las novedades de Guillermo Occam y fervoroso partidario de la autoridad pontificia. Del seno de la Iglesia, no de la confusión del motín, se han alzado siempre las voces que sinceramente pedían corrección y reforma.
Así oímos, consonando con la de Álvaro Pelayo, la de Fray Jacobo de Benavente en su Viridario (886): «O perlados et ricos, desyt: ¿qué provecho os face el oro et la plata en los frenos et en las siellas?... ¿Et qué pro facen tantos mudamientos de pannos presciados et de las otras cosas sin necessidat?... Ya, ¡mal pecado!..., tales pastores no son verdaderos, mas son mercenarios [515] de Luzbel, et, lo que es peor, ellos mesmos son fechos lobos robadores... et pastores et perlados que agora son, por cierto velan et son muy acueidosos por fenchir los establos de mulas et de caballos, et las cámaras et las arcas de riquezas et de joyas et de pannos presciados. Et piensan de fenchir los vientres de preciosos manjares et aver grandes solaces, et de enriquescer et ensalzar los parientes: et non han cuidado de las sus ánimas nin de las de su grey que tienen en su acomyenda, sinon solamente que puedan aver de los súbditos o de las oveias mesquinas leche et lana.»
No con menos vigor, y en términos harto crudos, denuncia el insigne arzobispo de Sevilla D. Pedro Gómez de Albornoz, en su libro De la justicia de la vida espiritual (887), los concubinatos, la gula y el fausto de los clérigos de su diócesis.
De los de Toledo dejó tristes noticias el satírico Arcipreste de Hita en la Cantiga de los clérigos de Talavera; y aun en todo el cuerpo de sus desenfadadas poesías, donde el autor mismo aparece como personificación del desorden y sacrílegamente se parodian himnos sagrados y hasta el nombre de Trotaconventos, dado a una celestina, revela a las claras lo profundo del mal.
Seriedad mayor y espíritu didáctico muestra el canciller Pero López de Ayala en el Rimado de palacio, donde ni reyes, ni mercaderes, ni letrados, ni cortesanos, ni menos gente de iglesia, quedan bien librados (888):
La nave de Sant Pedro está en gran perdición,
por los nuestros pecados et la nuestra ocasión.
............................................................................
Mas los nuestros perlados que nos tienen en cura,
assás han á fazer por nuestra desventura:
cohechar los sus súbditos sin ninguna mesura,
et olvidar consciencia et la sancta Scriptura.
Desque la dignidad una vez han cobrado,
de ordenar la Iglesia toman poco cuidado:
en cómo serán ricos más cuydan ¡mal pecado!
Non curan de cómo esto les será demandado.
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Perlados sus eglesias debían gobernar,
por cobdicia del mundo allí quieren morar,
e ayudan revolver el reino á más andar,
como revuelven tordos el pobre palomar.
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De los prestes dice:
Non saben las palabras de la consagración,
nin curan de saber nin lo han á corazón: [516]
si puede aver tres perros, un galgo et un furón,
clérigo de aldea tiene que es infanzón.
Si éstos son ministros, sonlo de Satanás,
ca nunca buenas obras tú facer les verás,
gran cabaña de fijos siempre les fallarás,
derredor de su fuego que nunca y cabrás.
Puede tenerse por satírico encarecimiento lo que Juan Ruiz escribió de la simonía en la corte de Aviñón o lo que el Petrarca repitió en églogas latinas y sonetos vulgares:
Dell'empia Babilonia, ond'è fuggita
ogni vergogna, ond'ogni bene è fuori,
albergo di dolor, madre d'errori.
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¡Fiamma dal ciel su le tue treccie piova!
..............................................................
Nido di tradimenti, in cui si cova
quanto mal per lo mondo oggi si spande,
di vin serva, di letti e di vivande,
in cui lussuria fa l'ultima prova.
Pero no parece justo negar el crédito a severos moralistas como el gran canciller o Fr. Jacobo de Benavente. En realidad, los pecados clamaban al cielo.
No es de extrañar, pues, que a la sombra de tantas prevaricaciones creciese lozana la planta de la herejía aun en España, más libre siempre de esos peligros. El laicismo y el falso misticismo de los begardos, predecesores de los alumbrados; las supuestas profecías y revelaciones de algunos discípulos de Arnaldo, la impiedad oculta con el nombre de averroísmo: he aquí las principales plagas. Procuraré recoger las escasas noticias que quedan, algunas bien peregrinas aun para los doctos.
- II -
Los begardos en Cataluña (Pedro Oler, Fr. Bonanato, Durán de Baldach, Jacobo Juste, etc.)
De los primeros pasos de la Inquisición catalana he dicho en capítulos anteriores. Pudieran añadirse ciertos herejes cuyos nombres constan, aunque no la calidad de sus errores. En 1263 fue quemado (combustus), por crimen de herética pravedad, un tal Berenguer de Amorós, confiscándosele los bienes que tenía en Ciurana. Queda también noticia de haberse secuestrado una alquería en tierra de Valencia a Guillermo de Saint-Melio, condenado por hereje (889). Uno y otro serían quizá valdenses o más probablemente begardos.
De éstos hay noticias en el Directorium inquisitorum, de Fr. Nicolás Eymerich. En tiempo de Juan XXII, hacia 1320, predicaron esa doctrina en Barcelona Pedro Oler de Mallorca y [517] Fr. Bonanato. Fueron condenados por Fr. Bernardo de Puig-Certós, inquisidor, y por el obispo de Barcelona, entregados al brazo secular y quemado Pedro Oler. Fray Bonanato consintió en abjurar y salió de las llamas medio chamuscado.
En 1323 apareció en Gerona otro begardo, Durán (890) de Baldach, con varios secuaces, que condenaban la propiedad y el matrimonio. Fueron juzgados por el obispo Villamarín y por el inquisidor Fr. Arnaldo Burguet, entregados como impenitentes al brazo secular y quemados.
Fr. Bonanato reincidió en la herejía y la predicó en Villafranca del Panadés en tiempo de Benedicto XII. Fue condenado por el obispo de Barcelona, Fr. Domigo Ferrer de Apulia, y por el inquisidor Fr. Guillermo Costa. Bonanato fue quemado vivo, y su casa de Villafranca, arrasada. Los cómplices abjuraron.
En tiempo de Clemente VI (hacia 1344) se presentaron en Valencia muchos begardos, capitaneados por Jacobo Juste. Veneraban como mártires a sus correligionarios condenados antes por la Inquisición. Don Hugo de Fenollet, obispo de Valencia, y el inquisidor Fr. Nicolás Rosell, después cardenal, reprobaron sus predicaciones. Juste, después de abjurar, fue puesto en reclusión, donde murió. Se exhumaron los cadáveres de varios herejes: Guillermo Gelabert, Bartolomé Fuster, etc. (891)
¿Cuáles eran los errores de los begardos? Álvaro Pelagio los recopila en el capítulo III, libro II del Planctus Ecclesiae, con arreglo a una constitución de Clemente V contra aquellos herejes. Los principales capítulos de condenación eran:
1.º Que el hombre puede alcanzar en la presente vida tal perfección, que se torne impecable.
2.º Que de nada aprovechan al hombre la oración ni el ayuno después de llegar a la perfección, y que en tal estado pueden conceder libremente al cuerpo cuanto pida, ya que la sensualidad está domeñada y sujeta a la razón.
3.º Que los que alcanzan la perfección y el espíritu de libertad no están sujetos a ninguna obediencia humana, entendiendo mal las palabras del Apóstol: Ubi spiritus Domini, ibi libertas.
4.º Que el hombre puede llegar a la final beatitud en esta vida.
5.º Que cualquiera naturaleza intelectual es por sí perfectamente bienaventurada y que el alma no necesita de los resplandores de la gracia para ver a Dios en vista real.
6.º Que los actos virtuosos son muestra de imperfección, porque el alma perfecta está sobre las virtudes.
7.º Que el acto carnal es lícito, porque a él mueve e inclina la naturaleza, al paso que el ósculo es ilícito por la razón contraria. [518]
8.º Que se pierde la pura contemplación al meditar acerca del sacramento de la Eucaristía o la humanidad de Cristo, etc., por lo cual condenaban la veneración a la Hostia consagrada.
«Estos hipócritas (dice Álvaro) se extendieron por Italia, Alemania y Provenza, haciendo vida común, pero sin sujetarse a ninguna regla aprobada por la Iglesia, y tomaron los diversos nombres de Fratricelli, Apostólicos, Pobres, Beguinos, etc. (892) Vivían ociosamente y en familiaridad sospechosa con mujeres. Muchos de ellos eran frailes que vagaban de una tierra a otra huyendo de los rigores de la regla (893). Se mantenían de limosnas, explotando la caridad del pueblo con las órdenes mendicantes» (894).
Cuanto a su doctrina, cualquiera notará que es la misma profesada en el siglo XV por los herejes de Durango, en el XVI por los alumbrados y en el XVII por los molinosistas.
- III -
Errores y aberraciones particulares (Berenguer de Montfalcó, Bartolomé Janoessio, Gonzalo de Cuenca, R. de Tárrega, A. Riera, Pedro de Cesplanes).
No faltaron herejes de otra laya en Cataluña. En 1353, el arzobispo de Tarragona, D. Sancho López de Ayerbe, condenó a Berenguer de Montfalcó, cisterciense de Poblet, por enseñar que sólo es lícito obrar bien por puro amor de Dios y no por esperanza de la vida eterna (895) ,doctrina muchas veces reproducida, [519] v.gr., en las Máximas de los santos, de Fenelón, y reprobada en el siglo XVII con los demás yerros de los quietistas.
En 1352, el italiano Nicolás de Calabria divulgó en Barcelona las siguientes extravagancias, que exceden a cuanto puede imaginar la locura humana:
1.ª Que un cierto Gonzalo de Cuenca, maestro suyo, era el hijo de Dios unigénito.
2.ª Que dicho Gonzalo era inmortal y eterno.
3.ª Que el Espíritu Santo debía encarnar en los futuros tiempos, y que entonces Gonzalo convertiría a todo el mundo.
4.ª Que el día del juicio, Gonzalo rogaría a su Eterno Padre por los pecadores y condenados, y todos serían salvos.
5.ª Que en el hombre hay tres esencias: el alma, formada por Dios Padre; el cuerpo, creación del Hijo, y el espíritu, infundido por el Espíritu Santo; en apoyo de lo cual traía el texto: Formavit Deus hominem de limo terrae, et spiravit spiraculum vitae et factus est in animam viventem. (896)
De estos errores abjuró pública y solemnemente Nicolás de Calabria en Santa María del Mar de Barcelona, siendo penitenciado con prisión y sambenito perpetuos. Pero no tardó en reincidir, y en 20 de abril de 1357 fue denunciado por Fr. Berenguer Gelati. En 30 de mayo del mismo año, el inquisidor Eymerich y Arnaldo de Busquets, vicario capitular de Barcelona, condenaron pública y solemnemente estas aberraciones y entregaron al delirante italiano al brazo secular. Entonces fue quemado el Virginale, libro compuesto por Gonzalo de Cuenca y Nicolás de Calabria bajo la inspiración del demonio, que se les apareció visiblemente, dice Eymerich.
En el pontificado de Urbano V, hacia 1363, un mallorquín, Bartolomé Jarioessius, publicó varios libros, De adventu Antichristi, que fueron examinados y reprobados en consulta de maestros de teología convocados por el obispo de Barcelona y por Fr. Nicolás Eymerich. El autor se retractó. Enseñaba, siguiendo las huellas de Arnaldo de Vilanova, que el anticristo y sus discípulos habían de aparecer el día de Pentecostés de 1360, cesando entonces el sacrificio de la misa y toda ceremonia eclesiástica; que los fieles pervertidos por el anticristo no se habían de convertir nunca, por ser indeleble el sello que él les estamparía [520] en la mano o en la frente, para ser abrasados, aun en vida, por el fuego eterno. Esto se entiende con los cristianos que tuvieren libre albedrío, pues los niños y de igual manera los judíos, sarracenos y paganos, etc., habrían de convertirse después de la muerte del anticristo, viniendo la Iglesia a componerse sólo de infieles convertidos.
Los fratricelli penetraron en Cataluña durante los pontificados de Inocencio VI, Urbano V y Gregorio XI. Fray Arnaldo Muntaner, su corifeo, enseñó en Puigcerdá, diócesis de Urgel:
1.ª Que Cristo y los apóstoles nada habían poseído propio ni común.
2.ª Que nadie podía condenarse llevando el hábito de San Francisco.
3.ª Que San Francisco baja una vez al año al purgatorio y saca las almas de los que fueron de su Orden.
4.ª Que la Orden de San Francisco había de durar siempre.
Fray Arnaldo no quiso abjurar, aunque alguna vez fingió hacerlo. Citado a responder no compareció, persistiendo en tal empeño diecinueve años. Al cabo, Nicolás Eymerich y el obispo Berenguer Daril le declararon públicamente hereje en la Seo de Urgel (897).
Famoso más que ninguno de los anteriores fue Raimundo de Tárrega. ¡Ojalá se conservara su proceso, que aún existía en tiempo de Torres Amat! Hoy hemos de atenernos a los escasos datos que del Diccionario de escritores catalanes y de la obra de Eymerich resultan. Raimundo de Tárrega, natural de la villa de este nombre, en el obispado de Solsona, era de familia de conversos, y por eso se le llamó el neófito y el rabino. A los once años y medio abrazó la religión cristiana. Fraile, después, de la Orden de Predicadores y señalado en las disputas escolásticas por su agudeza e ingenio, hubo de defender proposiciones disonantes, e insistiendo en ellas fue delatado al inquisidor general de Aragón, que lo era entonces el dominico Fr. Nicolás Eymerich. Vanas fueron las exhortaciones de éste para que Raimundo se retractara: vióse precisado a encarcelarle y solicitó de Gregorio XI especiales letras apostólicas para procesarle. La causa empezó en 1368, preso Tárrega en el convento de Santa Catalina de Barcelona, y duró hasta 1371. Los calificadores declararon unánimemente erróneas y heréticas las proposiciones; pero el reo se negaba a abjuralas a pesar de los ruegos del general de su Orden.
Acudió Tárrega a la curia romana, quejándose de varias irregularidades en el proceso, y el cardenal Guido, obispo de Perusa, por orden de Gregorio XI, escribió desde Aviñón, a 15 de febrero de 1371, al inquisidor Eymerich, para que, junto con el arzobispo de Tarragona, terminase cuanto antes la causa de Raimundo. El Pontífice mismo escribió con ese objeto a Eymerich [521] y al prelado tarraconense, mandándoles que fallasen en breve el proceso y le remitiesen a la Silla Apostólica. Es más: se formó una congregación de treinta teólogos para calificar de nuevo las proposiciones e informar al Pontífice (898).
Así las cosas, el 20 de septiembre de 1371 apareció Raimundo muerto en su cama, no sin sospechas de suicidio o de violencia, sobre lo cual mandó el arzobispo de Tarragona a Eymerich y al prior de los canónigos regulares de Santa Ana, de Barcelona, abrir una información judicial. La fecha de esta carta es de 21 de octubre de 1371.
Las proposiciones sospechosas parece que versaban sobre el sacrificio de la misa, adoración y culto y sobre la fe explícita de los laicos.
Las obras de R. de Tárrega condenadas y mandadas quemar en 1372 por Gregorio XI eran un libro De invocatione daemonum y unas Conclusiones variae ab eo propugnatae. Se le atribuyen, además, tratados De secretis naturae, De alchimia, etc., y son suyos muy probablemente algunos de los escritos alquímicos que corren a nombre de Lull. Raimundo Lulio llaman algunos al de Tárrega, lo cual ha sido ocasión de que muchos atribuyeran al Beato mallorquín culpas del hereje dominico (899), notable adepto de las ciencias ocultas.
Eymerich, en sus obras inéditas, da noticia de otros heterodoxos de su tiempo en cuyos procesos intervino. El decimoquinto de los tratados suyos, que encierra el códice 3171 de la Biblioteca Nacional de París, es una refutación de veinte proposiciones divulgadas en el Estudio de Lérida por un escolar valenciano, Antonio Riera. Decía:
1.º Que el Hijo de Dios puede dejar la naturaleza humana que tomó y condenarla in aeternum.
2.º Que se acercaba, según los vaticinios de los santos, el tiempo en que debían ser exterminados todos los judíos, sin que quedase uno en el mundo.
3.º Que había llegado, conforme a las profecías, la era en que todos los frailes Predicadores, y Menores, y los clérigos seculares, habían de perecer, cesando todo culto por falta de sacerdotes.
4.º Que todas las iglesias se convertirían en establos y se aplicarían a usos inmundos.
5.º Que cesaría totalmente el sacrificio de la misa.
6.º Que llegaría tiempo en que la ley de los judíos, la de los cristianos y la de los sarracenos se redujesen a una ley sola; cuál de ellas, sólo Dios lo sabía. [522]
7.º Que todas esas cosas habían de pasar dentro de aquel centenario.
8.º Que, acabada esa persecución, los cristianos irían a Jerusalén a recobrar el Santo Sepulcro y elegir allí papa.
9.º Tachaba de falsedad el Evangelio de San Mateo.
10º. Que Cristo hubiera podido pecar y condenarse.
11.º Que el judío que cree de buena fe será salvo.
12.º Que al rústico le basta creer en general, y no artículo por artículo, lo que la Iglesia cree.
13.º Que el adulto que se bautiza alcanza más gracia por el bautismo que el párvulo.
Las demás proposiciones que Eymerich apunta no merecen tomarse en cuenta. Decía Riera que la doctrina luliana era buena y católica, lo cual no era herejía, mal que le pesara a Fr. Nicolás, llevado de su manía contra los lulianos, puesto que la Iglesia no la había condenado ni la condena. Otras son modos lulianos de expresarse, impropios en rigor teológico; v.gr., «que la esencia de Dios, referida al Padre, engendra; referida al Hijo, es engendrada; referida al Espíritu Santo, espira y procede» (900).
Los vaticinios del próximo fin del mundo, decadencia o extinción del culto eclesiástico, etc., parecen asimilar a Riera con Arnaldo y Juan de Rupescissa. Pero la herejía gravísima y característica suya, la refundición de las tres leyes en una sola, no pertenece más que a los averroístas, que solían ponerlas en parangón e igualdad. Es el cuento de los tres anillos. Algunos han atribuido absurdamente esa idea de conciliación y tolerancia, como dicen, a Ramón Lull, al fervoroso misionero que tanto se afanó por la cristianización de judíos y mahometanos, intentando a veces, con sobrada osadía, demostrarlo todo por razones naturales, pero sin imaginar nunca que el resultado hubiera de obtenerse por concesiones mutuas, sino por concesión sincera del error a la verdad.
Si hemos de creer a Eymerich, un cierto Pedro Rosell, luliano, enseñó que «en tiempo del anticristo todos los teólogos han de apostatar de la fe, y entonces los discípulos de Lulio convertirán con la doctrina de su maestro a todo el mundo». El mismo Rosell decía que «la doctrina del Antiguo Testamento se atribuye [523] a Dios Padre; la del Nuevo Testamento, al Hijo; la de Raimundo Lulio, al Espíritu Santo; que toda disciplina teológica ha de perecer fuera de la de Lulio y que los teólogos modernos nada alcanzan de verdadera teología». Todas éstas son ponderaciones e hipérboles de discípulos apasionados, que quizá no tenían tanta trascendencia ni alcance como Eymerich quiere darles en su Dialogus contra lulistas, escrito en 1389.
El mismo inquisidor, en un tratado sin título, combatió a Pedro de Cesplanes, rector de Sella en el reino de Valencia, por haber dicho en una cédula extendida ante notario que «en Cristo hay tres naturalezas: humana, espiritual y divina» (901). Cuando se leyó en público esta cédula (902), levantóse un mercader y comenzó a gritar: «¡No, no!», de lo cual resultó un tumulto entre el pueblo y el clero. Sabido por el inquisidor de Valencia, mandó hacer información y arrestar al rector en el palacio episcopal. El cardenal de Valencia y el inquisidor reunieron una junta de veintiocho teólogos, juristas y médicos. La mayoría decidió en la primera sesión que la cédula era herética, aunque algunos dijeron que podía entenderse en sentido católico. Le condenaron en la tercera sesión a abjurar públicamente su yerro, so pena de degradación y entrega al brazo secular, y tras esto a cárcel perpetua, a privación de beneficio y de licencias de predicar. Esta sentencia podía mitigarse al arbitrio del cardenal de Valencia y de los inquisidores. La primera abjuración fue en la cámara episcopal un sábado. Al domingo siguiente abjuró en la iglesia, teniendo en la mano una vela de cera y siendo azotado al fin de la misa por el sacerdote con una correa. Pero la retractación fue simulada y el reo huyó a Cataluña y a las Baleares, reclamando contra la sentencia del arzobispo y del inquisidor a la curia romana. Entonces compuso Eymerich su tratado, el año decimosegundo del papa Clemente (1390), en Aviñón. Allí atribuye a Pedro de Cesplanes otro error: el de suponer que en el cuerpo de Cristo existen las tres personas de la Santísima Trinidad.
- IV -
Juan de Peratallada (Rupescissa).
Peratallada, villa del Bajo Ampurdán y solar de los barones de Cruilles, designada en documentos de los siglos XI, XII y XIII con los nombres de Petra taliata, Petra incisa o Petra scisa, quizá por unas grandes canteras inmediatas o por sus fosos abiertos [524] en roca viva, patria de varios ilustres guerreros, generalmente Bernardos y Dalmacios, en los siglos XI y XII; de un abad de San Félix de Gerona en el XIII y del obispo Guillermo, que rigió la sede gerundense desde 1160 a 1168 (903), parece haberlo sido también del célebre alquimista franciscano Juan de Rippacisa, Rupescissa, Peratallada o Ribatallada, que con todos estos nombres se le designa (904).
Forma Juan de Rupescissa, con Arnaldo de Vilanova y Ramón Lull, el triunvirato de la ciencia catalana en el siglo XIV. Su vida fue, como la de ellos, aventurera y agitada, su espíritu, inclinado a profecías y visiones. Señalóse en su Orden como maestro teólogo y misionero, predicó en Viena y en Moscú con gran fruto y a los noventa años volvió a su patria. Quedan a su nombre varios tratados alquímicos, aunque no es fácil separar los ciertos de los dudosos. Sobre las circunstancias de su vida reina oscuridad grande (905).
Quizá no haya fundamento para calificarle de hereje. Siguió las huellas de Arnaldo cuanto a venerar y comentar las profecías de Cirilo y de Joaquín; cayó en la manía de señalar fechas y nombres a los vaticinios apocalípticos; increpó con excesiva dureza y generalidad las costumbres del clero, pero de aquí no pasa. Es una especie de P. Lacunza del siglo XIV. Sus profecías se asemejan mucho a La venida del Mesías en gloria y majestad.
He visto tres códices de ellas en la Biblioteca Nacional de París. El más completo es el 3498, intitulado Visiones fratris Ioannis de Rupescissa, obra dedicada al cardenal Guillermo y escrita en noviembre de 1349 en Aviñón, donde los superiores de su Orden habían hecho encarcelar a Rupescissa para curarle de la manía profética. Allí dice que con oraciones y penitencias alcanzó la vista de las cosas futuras, y que en julio de 1345, pocos días antes de la fiesta de Santiago, tuvo una visión estupenda. Entendió que de la estirpe de Federico II y del rey don Pedro III de Aragón había de proceder el Anticristo, el cual no sería otro que Luis de Baviera, enemigo de la Iglesia y fautor de un antipapa. Él subyugaría la Europa y el África, mientras que en Oriente se levantaría un horrendo tirano. Anuncia estas calamidades para el año 1366. En pos vendrá el cisma, eligiéndose un papa bueno y otro malo; la Orden de los frailes Menores se dividirá en tres partes, siguiendo muchos al papa, otros al antipapa, algunos ni a uno ni a otro, pero sí el reino general del [525] Anticristo de Baviera. Los carmelitas y dominicos se irán todos con el antipapa. Los judíos predicarán libremente. El Anticristo se hará señor de todo el orbe, conquistando primero España, luego Berbería y, a la postre, Siria y la Casa Santa. Estallará tremenda lid entre ingleses y franceses. Se levantarán muchas sectas heréticas. Muerto el Anticristo, sucederán cuarenta y cinco años de guerras, y el cetro del imperio romano pasará a Jerusalén y tierras ultramarinas. Convertidos los judíos y destruida la monarquía del Anticristo, seguirán mil años de paz, concordia y dicha (el reino de los milenarios). Los judíos conversos poseerán el mundo y Roma quedará desolada. Jerusalén será el asiento del Sumo Pontífice. Todos vivirán en la tercera regla de San Francisco, y los frailes Menores serán modelos de santidad y pobreza, extendiéndose prodigiosamente la Orden. Pero después caerán todos en grandes abominaciones y torpezas (sodomía, embriaguez, etc.). Durante estos mil años, los herejes, que después de la muerte del Anticristo no habrán querido convertirse, vivirán en las islas de los mares y en montes inaccesibles. De allí saldrán al fin de la época milenaria para inundar la tierra, y habrá grande aflicción, y aparecerá el último Anticristo, y bajará fuego del cielo para abrasar a él y a sus partidarios. Tras de lo cual vendrá el fin del mundo y el juicio final. Hay mucho de milenarismo carnal en esta exposición del Apocalipsis, pero el autor concluye sometiéndose humildemente al juicio de la Iglesia (906).
El códice 7371 no contiene más que retazos de estas visiones. El 2599 es un Comentario a las profecías de Cirilo y del abad Joaquín, dividido en ocho tratados, y en el cual sustancialmente se repiten las mismas ideas, con alusiones continuas al cisma (907).
Eximenis, en el libro X de su Chrestiá, inserta un extracto de las profecías de Rupescissa tocantes al juicio final.
- V -
La impiedad averroísta.-Fray Tomás Scoto. El libro De tribus impostoribus.
Sabemos ya lo que era el averroísmo como doctrina filosófica, pero esa palabra tuvo un doble sentido en la Edad Media y, sobre todo, en el siglo XIV. El Comento, de Averroes, se había convertido en bandera de incredulidad y materialismo. [526]
Nadie se fijaba en el fondo del sistema, sino en sus últimas consecuencias, libérrimamente interpretadas: negación de lo sobrenatural, de los milagros y de la inmortalidad del alma. «Hay en el mundo tres leyes, se decía; la religión es un instrumento político, el mundo ha sido engañado por tres impostores.» Esta blasfemia sonó, quizá por primera vez, en la corte siciliana de los Hohenstaufen. Federico II, suelto y relajado en sus costumbres, dado al trato de judíos y musulmanes (908), envuelto en perennes discordias con la Santa Sede y a la vez príncipe inteligente y de aficiones literarias, es el primero de esos averroístas impíos. Su cruzada a Jerusalén no pasó de sacrílega burla. Pedro de las Viñas, Ubaldini, Miguel Scoto, todos los familiares de Federico, eran de ortodoxia sospechosa.
Los primeros impugnadores de Averroes, Guillermo de Alvernia, Alberto el Magno, Santo Tomás, nuestro Ramón Martí, de quien tornaré a hablar cuando trate de los apologistas españoles de la ortodoxia, atacaron doctrinas verdaderamente averroístas: el intelecto uno, la eternidad del mundo, etc.
El otro Averroes, corifeo de la impiedad, aparece por primera vez en el libro de Egidio Romano De erroribus philosophorum (909). Allí se le acusa de haber vituperado las tres religiones, afirmando que ninguna ley es verdadera, aunque pueda ser útil. Usaban los averroístas, como término de indiferentismo, la expresión loquentes in tribus legibus, entendiendo a los cristianos, israelitas y mahometanos, y se abroquelaban con pasajes de su maestro en el comento a los libros II y XI de la Metaphysica y al III de la Physica.
Acosados por los doctores católicos, solían acudir al sofisma de que una cosa puede ser verdadera según la fe y no según la razón, y, fingiéndose exteriormente cristianos, se entregaban a una incredulidad desenfrenada, poniendo todas sus blasfemias en cabeza de Averroes. Achacábanle el dicho de que la religión cristiana es imposible; la judaica, religión de niños; la islamita, religión de puercos. ¡Qué secta la de los cristianos, que comen a su Dios!, contaban que había exclamado. Muera mi alma con la muerte de los filósofos era otra de las frases que se le atribuían.
Así se encontró el filósofo cordobés, a mediados del siglo XIV, transformado de sabio pagano que había sido en una especie de demonio encarnado, cuando no en blasfemo de taberna, a quien llamó Duns Scoto iste maledictus Averroes; el Petrarca, canem rabidum Averroem, y Gerson, dementem latratorem; a quien pintó Andrés Orcagna en el camposanto de Pisa al lado de Mahoma [527] y del Anticristo, y a quien, en la capilla de los españoles de Santa María Novella, de Florencia, vemos, con Arrio y con Sabelio, oprimido por la vencedora planta de Santo Tomás en el admirable fresco de Tadeo Gaddi.
Esa especie de averroísmo también penetró en España. Nicolás Eymerich la anota en el gran registro de su Directorium, hablando de ciertos herejes que defendían en Aragón quod secta Mahometi est aeque catholica sicut fides Christi (910). ¿De dónde podía venir tal desvarío sino de Averroes?
Generalmente los impíos de la Edad Media eran hipócritas y cautelosos: deslizaban sus audacias en la interpretación de un texto o las ponían en boca de un infiel. Pero en España hubo una excepción de esta regla, un personaje hasta hoy casi desconocido: Fr. Tomás Scoto.
¿Dónde nació? Lo ignoro; sólo sé que era apóstata dominico y apóstata franciscano y que peregrinó, divulgando su mala doctrina por la Península, hasta que fue encarcelado en Lisboa, donde había tenido agrias disputas con Álvaro Pelagio, a quien debemos la noticia y relación de sus errores. Dice así en su obra inédita Collyrium contra haereses (911):
«Estas son las herejías y errores de que fue convicto Tomás Scoto:
1.ª Dijo que era fábula la longevidad de los antiguos patriarcas.
2.ª Que la profecía de Isaías (c.7): Ecce virgo concipiet, no se entendía de la Virgen María, sino de alguna criada o concubina del profeta, debiendo tomarse la palabra virgo en el sentido de puella o adolescentula.
3.ª Que tres impostores habían engañado al mundo. Moisés a los judíos, Jesús a los cristianos y Mahoma a los sarracenos.
4.ª Enseñó en las escuelas de Decretales de Lisboa que las palabras de Isaías Deus fortis, pater futuri saeculi no se referían a nuestro Señor Jesucristo.
5.ª Que después de la muerte las almas se reducían a la nada.
6.ª Que Cristo era hijo adoptivo y no propio o natural de Dios.
7.ª Negaba la perpetua virginidad de nuestra Señora.
8.ª Dijo en las escuelas que la fe se probaba mejor por razones filosóficas que por la Escritura, y que el mundo estaría mejor gobernado por los filósofos que por los teólogos y canonistas.
9.ª Defendía el concubinato de los frailes y hablaba con poco respeto de San Agustín y San Bernardo. [528]
10.ª Negaba que Cristo hubiese dado potestad a San Pedro, ni a sus sucesores, ni a los obispos.
11.ª Era preadamita.
12.ª Admitía la eternidad del mundo.
13.ª Negaba el juicio final, la resurrección de los muertos y la gloria futura.
14.ª Tenía a Aristóteles por más sabio que a Moisés y por mejor hombre que a Cristo (qui fuit homo malus et suspensus pro suis peccatis, et qui parabat se cum mulierculis loquentibus).
15.ª Blasfemó de la Eucaristía y del poder de las llaves.
16.ª Atribuía a arte mágica los milagros de Cristo.
17.ª Erraba en la materia de sacramentos.»
Era, además, mago nigromante y evocador de demonios, o, como diríamos hoy, espiritista. Conversaba día y noche con los judíos, y sus costumbres eran el colmo del escándalo.
Este tipo repugnante de fraile malo, impuro, apóstata y blasfemo, pero que tenía, a diferencia de otros averroístas, el mérito de la franqueza, hubiera figurado en primera línea a haber nacido cuatro o cinco siglos más tarde entre los Diderot, La Mettrie, Holbach y demás pandilla de materialistas y ateos de escalera abajo, que, sin gran fatiga, lo explicaban todo por impostura, trápala y embrollo. ¡Lástima que no hubieran tenido noticia de un predecesor tan egregio! (912)
Si el rótulo De tribus impostoribus corresponde a un libro y no a una simple blasfemia, repetida por muchos averroístas y por nadie escrita, ¿quién más abonado que Tomás Scoto para ser el autor? Pero ¿ha existido el libro? Todo induce a creer que no.
Cuestión bibliográfica es ésta que no pasa de curiosa y que puede tenerse por agotada después de los trabajos de La Monnoye y de Gustavo Brunet (913). Conviene, no obstante, decir algo, porque entre los supuestos autores de este libro suenan dos o tres españoles. Comencemos por advertir que antes del siglo XVI nadie habla del De tribus impostoribus como libro. Desde aquella época ha venido atribuyéndose a diversos personajes conocidos por sus audacias o impiedades. Prescindamos de Federico Barbarroja, que, a pesar de sus desavenencias con Roma, no dio motivo a que se dudase de su fe. Dejemos a Averroes, a quien pudo atribuirse la idea, pero nunca el libro. El primer nombre verdaderamente sospechoso es el de Federico II. Gregorio IX le acusa en una epístola muy conocida de haber dicho que «el mundo estaba engañado por tres impostores (tribus baratoribus) y de haber negado el misterio de la Encarnación y todo lo sobrenatural»; [529] pero no de haberlo escrito (914). Otro tanto puede decirse de su canciller Pedro delle Vigne, el que tuvo las llaves del corazón de Federico. El emperador negó una y otra vez ser suya aquella blasfemia: Absit de nostris labiis processisse, pero sin convencer a nadie de su ortodoxia.
Tomás de Cantimpré acusa al maestro parisiense Simón de Tournay (siglo XIII) de haber enseñado a sus discípulos que Moisés, Jesús y Mahoma eran tres impostores. En aquella Universidad reinaba licencia grande de opiniones, y el obispo Esteban Tempier tuvo que condenar proposiciones averroístas en 1269 y 1277.
Gabriel Naudé sacó a plaza el nombre de Arnaldo de Vilanova. Mis lectores saben su historia y la naturaleza de sus errores. A su modo era creyente fervoroso, y jamás se le pudo ocurrir la idea de poner en parangón la verdad cristiana con el judaísmo o el mahometismo. En ninguno de sus escritos hay huellas de esto, ni lo apunta la sentencia condenatoria.
También han citado algunos a Boccaccio, y da que sospechar el cuento de los tres anillos (jornada 1.ª n.3 del Decamerone), donde anda mal disimulado el indiferentismo. Cada cual de los hermanos tenía su anillo por verdadero, y uno de los tres lo era, pero ¿cuál? Boccaccio preludia la incredulidad ligera y mundana de los florentinos del Renacimiento, aunque bien amargamente se arrepintió de haber escrito ésta y otras impiedades entre el fárrago de sus cuentos obscenos. De todas maneras, hay diferencia de la idea de los anillos a la de los impostores. La una es escepticismo elegante; la otra, brutalidad de mal gusto; las dos por igual censurables, quizá más peligrosa la primera.
Otros han hablado de Poggio no más que por haber llenado sus Facecias de diatribas contra la corte romana; de Pedro Aretino, sólo por la triste fama que le dieron sus libros obscenos; de su amigo Fausto de Longino, que comenzó a escribir una obra impía: Tempio della verità; de Machiavelli, que pasaba por medio pagano, sobre todo en política; de Pomponazzi, que en el Tractatus de immortalitate animae trae un dilema sobre las tres leyes (aut igitur omnes sunt falsae... aut saltem duae eorum) [530] sin resolverle; de Cardano, que en el libro XI De subtilitate deja en pie una duda semejante (his igitur arbitrio victoriae relictis); de Fr. Bernardo Ochino, célebre heresiarca italiano; de nuestro Miguel Servet y de Giordano Bruno, que eran antitrinitarios y panteístas, pero que picaban demasiado alto para que se les pueda atribuir la pobreza del De tribus impostoribus; del estrafalario Guillermo Postel, a quien cuenta haber oído Enrico Stefano que de las tres religiones podía resultar una buena; de Mureto, a quien acusa Campanella; de Campanella, acusado por otros, pero que se defendió alegando que el libro estaba impreso treinta años antes de su nacimiento; de Vanini, de Hobbes, de Spinoza..., de todos los impíos que hasta fines del siglo XVII fueron apareciendo.
Y, entretanto, nadie había visto el libro de que todos hablaban. Algunos fijaban fechas y lugares de impresión. Fray Jerónimo Gracián (Diez lamentaciones del miserable estado de los atheístas) dice que el libro De los tres engañadores no se permitió imprimir en Alemania el año 1610. Berigardo, en el Círculo Pisano, llegó a citar, quizá por no decirlo en propio nombre, una opinión de ese libro en que se atribuían a magia los prodigios de Moisés. Teófilo Raynaldo menciona el nombre del impresor: Wechel. La reina Cristiana de Suecia ofreció 30.000 francos a quien le proporcionase un ejemplar; todo en vano. Los eruditos más avisados, Naudé, Ricardo Simón, Bayle, La Monnoye, tuvieron por fábula todo lo que se decía; el último dedicó una disertación a probarlo.
Un cierto Pedro Federico Arpe, de Kiel, autor de la Apología de Vanini, quiso impugnar la disertación de La Monnoye, contando que en 1706 en Francfort-sur-Mein había visto y copiado el manuscrito De tribus impostoribus, que él atribuía resueltamente a Federico II o a Pedro de las Viñas, y aun llegó a dar un extracto de sus seis capítulos. Tenía la relación de Arpe de novela, lo bastante para hacerle perder el crédito, y La Monnoye contestó que él no negaba que cualquier aficionado hubiese podido forjar el libro; pero que ni las ideas ni el estilo eran del tiempo de Pedro de las Viñas, y que olía a moderna, por sobrado elegante, la latinidad de la supuesta dedicatoria a Otón de Baviera (915).
Vino el siglo XVIII, y, excitada la codicia de libreros y eruditos, entonces, y sólo entonces, apareció el librejo De tribus impostoribus, y no uno, sino dos o tres, a cuál más insignificantes, con los cuales se especuló largamente. El más conocido y famoso está en latín, con la falsa data de 1598, y se reduce a 46 páginas en 8.º, llenas de vulgaridades, en mal estilo y pésimo lenguaje. Parece que la impresión es de Viena, 1753, y que se repitió [531] en Giersen, 1792, sin año ni lugar, aunque es fácil distinguir los ejemplares, porque tienen 62 páginas. Las dos ediciones escasean, y en la venta del duque de la Vallière (1784) valió la primera 474 francos. Gustos hay que merecen palos. Conozco cuatro reimpresiones modernas: de Genthe (Leipzig, 1833), de Weller (1846), de Brunet y de Daelli. Que el texto no es de la Edad Media, basta a demostrarlo la mención que se hace de los jesuitas. Todavía son más despreciables el Traité des trois imposteurs, alias Espíritu de Spinoza, que se tradujo al castellano y al inglés, y otro aborto por el estilo, que se atribuye al barón de Holbach o a su tertulia.
En resumen: el De tribus impostoribus, como obra de la Edad Media, es un mito.
- VI -
Literatura apologética.-El Pugio fidei.
No todos los que se dedicaban al estudio de las lenguas orientales, y traían a los idiomas modernos producciones filosóficas de árabes y judíos lo hacían con el dañado intento de esparcir cautelosamente, y a la sombra de un musulmán o hebreo, sus propias impiedades y errores. Muchos de estos orientalistas eran fervorosísimos católicos, y convertían su ciencia en instrumento apologético, y aun de catequesis. Así D. Alfonso el Sabio, que «fizo trasladar toda la secta de los moros, porque paresciessen por ella los errores en que Mahomad, el su falso profeta, les puso et en que ellos están hoy en día. Otrosí fizo trasladar toda la ley de los judíos, et aun el su Talmud et obras sciencias que han los judíos muy escondidos, a que llaman Kábala». Y esto lo hizo «porque paresce manifiestamente por la su ley que toda fue figura de esta ley que los cristianos avemos, et que también ellos como los moros están en gran error et en estado de perder sus almas» (916). Así Raimundo Lulio, como veremos en el capítulo que sigue. Así, más que todos, el grande hebraizante, dominico del siglo XIII, Ramón Martí, natural de Subirats, en Cataluña, autor de un vocabulario arábigo recientemente publicado por Sciapparelli y de una obra maestra de controversia y erudición rabínica, monumento inmortal de la ciencia española, muy utilizado por Pascal en sus famosos Pensamientos: el Pugio fidei (917).
Fue Ramón Martí (1230-1286?) uno de los ocho dominicos a quienes el cuarto general de la Orden, Fr. Juan de Vildeshuzen, destinó a aprender lenguas orientales. Su apología del cristianismo [532] difiere en el modo y en la sustancia de todas las que hasta entonces se habían emprendido, excepto la Summa contra gentes; y no sólo debe estimarse como cumplida demostración de la verdad católica contra moros y judíos, sino como libro de teología natural, en que hábilmente se refutan las doctrinas filosóficas, nacidas del estudio de la filosofía oriental, poniéndose más de una vez a contribución los argumentos de Algazel y otros impugnadores del peripatetismo muslímico. Una breve ojeada a la primera parte del libro bastará a probar su interés bajo este aspecto, no muy tenido en cuenta hasta ahora.
Comienza Ramón Martí por dividir a los enemigos del cristianismo en dos clases: o tienen ley o no tienen otra que la natural. Estos últimos se dividen en temporales o epicúreos, naturales y filósofos. Los primeros ponen la felicidad en el placer y niegan la existencia de Dios. Los segundos confiesan la existencia de Dios, pero niegan la inmortalidad del alma. Los filósofos combaten a unos y otros, pero niegan por su parte la creación, la resurrección de los cuerpos y el conocimiento particular que Dios tiene de las cosas. Tales son Avicena y Alfarabi, al decir de Algazel, de quien está tomada esta distinción.
La existencia de Dios se prueba contra los epicúreos con cinco argumentos: 1.º, necesidad de la primera causa; 2.º, necesidad del primer motor; 3.º necesidad de la concordia; 4.º, porque nuestra alma ha tenido principio; 5.º, por la contemplación de las cosas creadas.
Que el sumo bien no es el deleite, lo persuade el autor del Pugio fidei con razones tornadas de la Escritura, de los Padres, de los clásicos y de los filósofos, como Algazel en el Lampas luminum, Avicena en el Alixarat, Aben Rost (sic) y otros.
Por la inmortalidad del alma invoca estos argumentos: 1.º, utilidad moral de esta creencia; 2.º, justicia de Dios incompleta en este mundo; 3.º, el alma sólo alcanza su perfección separada del cuerpo; 4.º, no se debilita con él; 5.º, es incorruptible, y no ha de confundirse con el temperamento o la complexión, como pretendió Galeno y sostenían algunos médicos en tiempo de Raimundo.
El cual templa mucho las invectivas de Algazel contra los filósofos, que, sin embargo, reproduce, aseverando con la sana filosofía católica que «no todo lo que hay en los filósofos es malo, aunque la fe, y no la ciencia, es la que salva».
Defendían los panteístas de entonces la eternidad del mundo con dos clases de argumentos: unas ex parte Dei, otros ex parte creaturae. Alegaban que Dios obra eternamente y del mismo modo; que su querer y su bondad son infinitos y eternos, y que eterna e infinita debe ser también la creación. A lo cual Raimundo contesta: 1.º, que la novedad del efecto divino no demuestra novedad de acción en Dios, porque su acción es su esencia; 2.º, que de la eternidad de la acción no se deduce la eternidad del efecto; 3.º, que la misma voluntad que quiere y [533] determina el ser, quiere y determina la actualidad (tale... tunc); 4.º, que, aunque el fin de la divina voluntad no pueda ser otro que su bondad misma, no obra, sin embargo, necesariamente, porque su bondad es eterna e inmutable, y no se le puede acrecentar nada. Ni puede decirse que Dios obra por mejorarse, porque Él es su propia bondad. Obra, pues, o crea libremente (918).
Ex parte creaturae defendían los filósofos la eterna conservación de las especies, alegando la imposibilidad de que no existan algunas criaturas y la incorruptibilidad de otras. Pero nuestro apologista responde que la necesidad de ser en las criaturas es necesidad subordinada y de orden, y que la virtud de ser incorruptibles supone la producción de sustancia.
Trata luego del alma, de su naturaleza, de su unidad o diversidad, impugnando el monopsichismo de los averroístas:
1.º Porque todo compuesto requiere una forma sustancial, que es su primera perfección. El alma racional es la forma sustancial de cada individuo humano.
2.º Porque los principios de las cosas particulares han de ser particulares también.
3.º Porque ningún motor produce a un tiempo diversos movimientos contrarios,
4.º Porque, si el intelecto o el alma racional fuese única, acontecería que los hombres tendrían una sola forma sustancial, pero no una sola animalidad, cosa a todas luces contradictoria.
La creación, como artículo que es de fe, no está probada directamente en el Pugio fidei; pero sí destruidos los argumentos contrarios, no sin que advierta sabiamente el autor, con testimonios de Maimónides, Averroes, Algazel y Rasi, que el mismo Aristóteles no tuvo por demostrativas simpliciter, sino secundum quid, sus razones en defensa de la eternidad del mundo. La doctrina de Maimónides en el More Nebuchim le sirve de grande auxilio en esta parte.
Viene después la gran cuestión: «Si Dios conoce alguna cosa distinta de sí mismo», dado que las cosas particulares son materiales, contingentes, perecederas, muchas en número, viles y malas. El filósofo catalán contesta sabiamente:
1.ª Que Dios no puede dejar de tener el conocimiento de lo particular, porque es causa de ello, porque conoce sus principios, porque sabe los universales y porque su conocimiento mismo es causa de las cosas.
2.º Que Dios tiene el conocimiento de las cosas que no existen, porque conoce las causas y porque el artífice sabe bien lo que puede hacer, aunque no lo haga.
3.º Que Dios tuvo desde la eternidad noticia de los particulares contingentes, porque conoce sus causas. [534]
4.º Que Dios conoce todas las voluntades y pensamientos, porque entiende las cosas en sus causas, y su entender es causa del entendimiento humano.
5.º Que Dios conoce infinitas cosas, porque su ser es infinito y porque el mismo entendimiento humano en potencia es cognoscitivus infinitorum.
6.º Que Dios conoce las cosas pequeñas y viles, porque la vileza no redunda per se, sino per accidens, en el que conoce.
7.º Que Dios conoce lo malo como contrario de lo bueno y que el conocimiento de lo malo no es malo.
Con la traducción de una carta de Averroes sobre el conocimiento que Dios tiene de los particulares contingentes y los argumentos de Algazel en pro de la resurrección de los muertos, termina esta primera parte del Pugio fidei. La doctrina, como se ha visto, es la misma de Santo Tomás, pero expuesta con cierta originalidad y con profundo conocimiento de la filosofía semítica. En España no se escribió mejor tratado de teodicea en todo el siglo XIII. Ramón Martí demostró prácticamente el provecho que podía sacar la filosofía ortodoxa de aquellos mismos peripatéticos árabes, que eran el gran texto de la impiedad averroísta.
De la segunda parte, en que con portentosa y todavía no igualada erudición hebraica prueba la venida del Redentor y el cumplimiento de las profecías mesiánicas, y de la tercera, en que discurre de la Trinidad, del pecado original, de la redención y de los sacramentos, no es oportuno tratar ahora. Quédese para el afortunado escritor que algún día ha de tejer digna corona a este insigne teólogo, filósofo, escriturario y filólogo, gloria de las más grandes e injustamente oscurecidas de nuestra olvidadiza España. El maestro de Pascal, siquiera por este título, alguna consideración ha de merecer aun a los más acérrimos despreciadores de la ciencia católica de nuestros padres.