Epílogo
Apostasías.-Judaizantes y mahometizantes.
I. Preliminares.-II. Proselitismo de los hebreos desde la época visigoda. Judaizantes después del edicto de Sisebuto. Vicisitudes de los judíos en la Península. Conversiones después de las matanzas. Establécese el Santo Oficio contra los judaizantes o relapsos. Primeros actos de aquel Tribunal.-III. «Mahometizantes». Sublevaciones y guerras de los «muladíes» bajo el califato de Córdoba. Los renegados y la civilización musulmana. Fray Anselmo de Turmeda, Garci-Ferrandes de Gerena y otros apóstatas.
- I -
Preliminares
No sería completo el cuadro que en este libro presentamos de las aberraciones medievales en punto a religión si prescindiéramos de dos elementos poderosísimos de extravío y caída: el judaísmo y el mahometismo. No porque debamos hacer sujeto de este apéndice la historia de judíos y musulmanes, ya que los que nunca fueron bautizados, mal pueden figurar en una Historia de los heterodoxos, sino porque herejes son los apóstatas, según el autorizado parecer del Santo Oficio, que [632] siempre los nombra así en sus sentencias (1104). Ya sé que esta costumbre española no se ajusta muy bien con el general dictamen de canonistas y teólogos, los cuales hacen clara distinción entre el crimen de herejía y el de apostasía. Pero, a decir verdad, esta distinción es de grados, y si adoptamos el vocablo más general, heterodoxia, para designar toda opinión que se aparta de la fe, nadie llevará a mal que, siquiera a modo de apéndice, tratemos de judaizantes y mahometizantes, mucho más habida consideración al íntimo enlace de algunas apostasías con los sucesos narrados en capítulos anteriores. Empezaremos por la influencia judaica, mucho más antigua en nuestro suelo.
- II -
Proselitismo de los hebreos desde la época visigoda.-Judaizantes después del edicto de Sisebuto.-Vicisitudes de los judíos en la Península.-Conversiones después de las matanzas.-Establécese el santo oficio contra los judaizantes o relapsos.-Primeros actos de aquel Tribunal.
El Sr. Amador de los Ríos, cuya reciente pérdida lloran los estudios de erudición española, describió con prolijidad y copia de noticias verdaderamente estimables las vicisitudes del pueblo de Israel en nuestro suelo. A su libro y a los de Graetz, Kayserling y Bedarride (1105) puede acudir el curioso en demanda de mayores noticias sobre los untos que voy a indicar, pues no gusto de rehacer trabajos lechos -y no mal- antes de ahora.
Sería en vano negar, como hacen los modernos historiadores judíos y los que sin serlo se constituyen en paladines de su causa, ora por encariñamiento con el asunto, ora por mala voluntad a España y a la Iglesia católica, que los hebreos peninsulares mostraron muy temprano anhelos de proselitismo, siendo ésta no de las menores causas para el odio y recelo con que el pueblo cristiano comenzó a mirarlos. Opinión ya mandada retirar es la que supone a los judíos y a otros pueblos semíticos Incomunicables y metidos en sí. ¿No difundieron su religión entre los paganos del imperio? ¿No habla Tácito de transgressi in morem Iudaeorum? ¿No afirma Josefo que muchos griegos abrazaban la Ley? Y Juvenal, ¿no nos ha conservado noticia de los romanos, que, desdeñando las creencias patrias, aprendían y observaban lo que en su arcano volumen enseñó Moisés? Las mujeres de Damasco eran casi todas judías en tiempo de Josefo; y en Tesalónica y en Beroe había gran número de prosélitos, según leemos en las Actas de los Apóstoles. [633]
Cierto que esta influencia, que entre los gentiles, y por altos juicios de Dios, sirvió para allanar el camino a la Ley Nueva, debía tropezar con insuperables obstáculos enfrente de esta misma ley. ¿Qué especie de prosélitos habían de hacer los judíos entre los discípulos de Aquel que no vino a desatar la ley, sino a cumplirla? La verdad, el camino y la vida estaban en el cristianismo, mientras que, ciegos y desalumbrados los que no conocieron al Mesías, se iban hundiendo más y más en las supersticiones talmúdicas.
No tenía el judaísmo facultades de asimilación y, sin embargo, prevalido de la confusión de los tiempos, del estado de las clases siervas, de la invasión de los bárbaros y de otras mil circunstancias que impedían que la semilla cristiana fructificase, tentó atraer, aunque con poco fruto, creyentes a la sinagoga.
Sin remontarnos a los cánones de Ilíberis, en otro lugar mencionados, donde vemos que los judíos bendecían las mieses, conviene fijar la atención en la época visigoda. El concilio III de Toledo les prohíbe tener mujeres o concubinas cristianas y circuncidar o manchar con el rito judaico a sus siervos, quedando éstos libres, sin rescate alguno, caso que el dueño se hubiera empeñado en hacerles judaizar. Para en adelante prohibía a los hebreos tener esclavos católicos, porque entre ellos se hacía la principal propaganda.
Continuó ésta hasta el tiempo de Sisebuto, quien manda de nuevo manumitir a los esclavos cristianos, con prohibición absoluta de comprarlos en lo sucesivo (leyes 13 y 14 tít.2, 1.12, del Fuero juzgo); veda el circuncidar a ningún cristiano libre o ingenuo y condena a decapitación al siervo que, habiendo judaizado permaneciese en su pravedad.
Justo era y necesario atajar el fervor propagandista de los hebreos; pero Sisebuto no se paró aquí. Celoso de la fe, aunque con celo duro y poco prudente, promulgó un edicto lamentable, que ponía a los judíos en la alternativa de salir del reino o abjurar su creencia. Aconteció lo que no podía menos: muy pocos se resignaron al destierro, y se hicieron muchas conversiones o, por mejor decir, muchos sacrilegios, seguidos de otros mayores. Cristianos en la apariencia, seguían practicando ocultamente las ceremonias judaicas.
No podía aprobar la conducta atropellada de Sisebuto nuestra Iglesia, y de hecho la reprobó en el IV concilio Toledano (de 633), presidido por San Isidoro, estableciendo que a nadie se hiciera creer por fuerza. Pero ¿qué hacer con los judíos que por fuerza habían recibido el bautismo y que en secreto o en público eran relapsos? ¿Podía la Iglesia autorizar apostasías? Claro que no, y por eso se dictaron cánones contra los judaizantes, quitándoles la educación de sus hijos, la autoridad en todo juicio y los siervos que hubiesen circuncidado. Todo esto es naturalísimo, y me maravilla que haya sido censurado. Ya [634] no se trataba de judíos, sino de malos cristianos, de apóstatas. Porque Sisebuto hubiera obrado mal, no era lícito tolerar un mal mayor.
Chintila prohíbe habitar en sus dominios a todo el que no sea católico. Impónese a los reyes electos el juramento de no dar favor a los judíos. Y Recesvinto promulga durísimas leyes contra los relapsos, mandándolos decapitar, quemar y apedrear,(Fuero juzgo, leyes 9.10 y 11 tít. 2 1.12). En el concilio VIII presenta el mismo rey un memorial de los judíos de Toledo, prometiendo ser buenos cristianos y abandonar en todo las ceremonias mosaicas, a pesar de la porfía de nuestra dureza y de la vejez del yerro de nuestros padres, y resistiéndose, sólo por razones higiénicas, a comer carne de puerco.
Los judíos, que en tiempo de Sisebuto habían emigrado a la tierra de los francos, volvieron en gran número a la Narbonense cuando la rebelión de Paulo; pero Wamba tornó a desterrarlos. Deseosos de acelerar la difusión del cristianismo y la paz entre ambas razas, los concilios XII y XIII de Toledo conceden inusitados privilegios a los conversos de veras (plena mentis intentione), haciéndolos nobles y exentos de la capitación. Pero todo fue en vano: los judaizantes, que eran ricos y numerosos en tiempo y de Egica, conspiraron contra la seguridad del Estado, quizá de acuerdo con los musulmanes de África. El peligro era inminente. Aquel rey y el concilio XVII de Toledo apelaron a un recurso extremo y durísimo, confiscando los bienes de los judíos, declarándolos siervos y quitándoles los hijos para que fuesen educados en el cristianismo.
Esta dureza sólo sirvió para exasperarlos, y, aunque Witiza se convirtiera en protector suyo, ellos, lejos de agradecérselo, cobraron fuerzas con su descuido e imprudentes mercedes para traer y facilitar en tiempo de D. Rodrigo la conquista musulmana, abriendo a los invasores las puertas de las principales ciudades, que luego quedaban bajo la custodia de los hebreos: así Toledo, Córdoba, Híspalis, Ilíberis.
Con el califato cordobés (1106) empieza la edad de oro para los judíos peninsulares. Rabí-Moseh y Rabí-Hanoc trasladan a Córdoba las Academias de Oriente. R. Joseph ben Hasday, médico, familiar y ministro de Abderramán III, tiende la mano protectora sobre su pueblo. Y, a la vez que éste acrece sus riquezas y perfecciona sus industrias brotan filósofos, talmudistas y poetas, predecesores y maestros de los todavía más ilustres Gabiroles, Ben-Ezras, Jehudah-Leví, Abraham-ben-David, Maimónides, etc. Pueblos exclusivamente judíos, como Lucena, llegan a un grado de prosperidad extraordinario.
El fanatismo de los almohades, que no hemos de ser solos los cristianos los fanáticos, pone a los judíos en el dilema de «islamismo o muerte». Hordas de muzmotos, venidos de África, [635] allanan o queman las sinagogas. Entonces los judíos se refugian en Castilla y traen a Toledo las Academias de Sevilla, Córdoba y Lucena, bajo la protección del emperador Alfonso VII. Otros buscan asilo en Cataluña y en el Mediodía de Francia.
De la posterior edad de tolerancia, turbada sólo por algún atropello rarísimo, como la matanza que hicieron los de Ultra-puertos en Toledo el año 1212, resistida por los caballeros de la ciudad, que se armaron en defensa de aquella miserable gente, no me toca hablar aquí. Otra pluma la ha historiado, y bien, poniendo en el centro del cuadro la noble figura de Alfonso el Sabio, que reclama y congrega los esfuerzos de cristianos, judíos y mudéjares para sus tareas científicas. Verdad es que ya en tiempo de Alfonso VII había dado ejemplo de ello el inolvidable arzobispo toledano D. Raimundo.
Que los judíos no renunciaban, a pesar de la humanidad con que eran tratados, a sus anhelos de proselitismo, nos lo indica D. Jaime el Conquistador en los Fueros de Valencia, donde manda que todo cristiano que abrace la ley mosaica sea quemado vivo. El rey conqueridor, deseoso de traer a los judíos a la fe, envía predicadores cristianos a las sinagogas, hace que dominicos y franciscanos se instruyan en el hebreo como en el árabe, y, accediendo a los deseos del converso Fr. Pablo Christiá, autoriza con su presencia, en 1263 y 1265, las controversias teológicas de Barcelona entre Rabí-Moseh-ben-Najman, Rabí-ben-Astruch de Porta y el referido Pablo, de las cuales se logró bien poco fruto, aunque en la primera quedó Najman muy mal, parado (1107).
A pena de muerte en hoguera y a perdimiento de bienes condena D. Alfonso el Sabio, en la partida VII (ley 7 tít.25), al malandante que se tornase judío, tras de prohibir a los hebreos «yacer con cristianas, ni tener siervos bautizados», so pena de muerte en el primer caso, y de perderlos en el segundo, aunque no intentaran catequizarlos.
La voz popular acusaba a los judíos de otros crímenes y profanaciones inauditas. «Oyemos decir, escribe el legislador, que en algunos lugares los judíos ficieron et facen el dia de Viernes Sancto remembranza de la pasión de Nuestro Señor Jesu Christo, furtando los niños et poniéndolos en la cruz, e faciendo imágenes de cera, et crucificándolas, quando los niños non pueden aver.» Gonzalo de Berceo, en los Milagros de Nuestra Señora, y el mismo D. Alonso, en las Cantigas, habían consignado una tradición toledana muy semejante.
Cámbiase la escena en el siglo XIV. La larga prosperidad de los judíos, debida en parte al ejercicio del comercio y de las artes mecánicas y en parte no menor a la usura y al arrendamiento de las rentas reales, excitaba en los cristianos quejas, [636] murmuraciones y rencores de más o menos noble origen.
Al fervor religioso y al odio de raza, al natural resentimiento de los empobrecidos y esquilmados por malas artes, a la mala voluntad con que el pueblo mira a todo cobrador de tributos y alcabalas, oficio dondequiera aborrecido, se juntaban pesares del bien ajeno y codicias de la peor especie. Con tales elementos y con la ferocidad del siglo XIV, ya antes de ahora notada como un retroceso en la historia de Europa, a nadie asombrarán las matanzas y horrores que ensangrentaron las principales ciudades de la Península, ni los durísimos edictos, que, en vez de calmar las iras populares, fueron como leña echada al fuego. Excepciones hay, sin embargo. Tolerante se mostró con los judíos D. Alfonso XI en el Ordenamiento de Alcalá, y más que tolerante, protector decidido e imprudente, D. Pedro el Cruel, en quien no era el entusiasmo religioso la cualidad principal. Los judíos eran ricos y convenía a los reyes tenerlos de su parte, sin perjuicio de apremiarlos y despojarlos en casos de apuro.
Las matanzas, a lo menos en grande escala, comenzaron en Aragón y en Navarra. Los pastores del Pirineo, en número de más de 30.000, hicieron una razzia espantosa en el Mediodía de Francia y en las comarcas españolas fronterizas. En vano los excomulgó Clemente V. Aquellas hordas de bandidos penetraron en Navarra (año 1321), quemando las aljamas de Tudela y Pamplona y pasando a cuchillo a cuantos judíos topaban. Y aunque el infante de Aragón, D. Alfonso, exterminó a los pastores, los navarros seguían a poco aquel mal ejemplo, incendiando en 1328 las juderías de Tudela, Viana, Estella, etc., con muerte de 10.000 israelitas. En 1360 corre la sangre de los judíos en Nájera y en Miranda de Ebro, consintiéndolo el bastardo de Trastamara, que hacía armas contra D. Pedro.
No mucho después comenzó sus predicaciones en Sevilla el famoso arcediano de Écija, Hernán Martínez, varón de pocas letras y de loable vida (in litteratura simplex, et laudibilis vitae.), dice Pablo de Santa María, pero hombre animado de un fanatismo sin igual y que no reparaba en los medios, lo cual fue ocasión de innumerables desastres. La aljama de Sevilla se quejó repetidas veces a D. Enrique II y a D. Juan I de las predicaciones de Hernán Martínez, y obtuvo albalaes favorables. Con todo eso, el arcediano seguía conmoviendo al pueblo para que destruyera las sinagogas, Y en vista de tal contumacia, el arzobispo D. Pedro Gómez Barroso le declaró rebelde y sospechoso de herejía, privándole de las licencias de predicar. Pero, vacante a poco aquella metropolitana, el arcediano, ya provisor, ordenó el derribo de las sinagogas de la campiña y de la sierra, que en parte se llevó a cabo, con resistencia de los oficiales del rey.
Vino el año 1391, de triste recordación, y, amotinada la muchedumbre en Sevilla con los sediciosos discursos de Hernán [637] Martínez, asaltó la judería, derribando la mayor parte de las sinagogas, con muerte de 4.000 hebreos. Los demás pidieron a gritos el bautismo. De allí se comunicó el estrago a Córdoba y a toda la Andalucía cristiana, y de Andalucía a Valencia, cuya riquísima aljama fue completamente saqueada. Sólo la poderosa y elocuente voz de San Vicente Ferrer contuvo a los matadores, y, asombrados los judíos, se arrojaron a las plantas del dominico, que logró aquel día portentoso número de conversiones.
Poco después era incendiada y puesta a saco la aljama de Toledo. Mas en ninguna parte fue tan horrenda la destrucción como en el Call de Barcelona, donde no quedó piedra sobre piedra ni judío con vida, fuera de los que a última hora pidieron el bautismo. Cobdicia de robar y no devoción, ya lo dice el canciller Ayala, incitaba a los asesinos en aquella orgía de sangre, que se reprodujo en Mallorca, en Lérida, en Aragón y en Castilla la Vieja en proporciones menores por no ser tanto el número de los judíos. Duro es consignarlo, pero preciso. Fuera de las justicias que D. Juan, el amador de toda gentileza, hizo en Barcelona, casi todos estos.. escándalos quedaron impunes.
El número de conversos del judaísmo, entre los terrores del hierro y del fuego, había sido grande. Sólo en Valencia pasaron de 7.000. Pero qué especie de conversiones eran éstas, fuera de las que produjo con caridad y mansedumbre Fr. Vicente Ferrer, escudo y defensa de los infieles hebreos valencianos, fácil es de adivinar, y por optimista que sea mi lector, no habrá dejado de conocerlo. De esos cristianos nuevos, los más judaizaban en secreto; otros eran gente sin Dios ni ley: malos judíos antes y pésimos cristianos después. Los menos en número, aunque entre ellos los más doctos, estudiaron la nueva ley, abrieron sus ojos a la luz y creyeron. Nadie los excedió en celo, a veces intolerante y durísimo, contra sus antiguos correligionarios. Ejemplo señalado es D. Pablo de Santa María (Selemoh-Ha-Leví), de Burgos, convertido, según es fama, por San Vicente Ferrer.
Gracias a este varón apostólico se iba remediando en mucha parte el daño de la conversión súbita y simulada. Muchos judíos andaluces y castellanos que en los primeros momentos sólo por el terror habían entrado en el gremio de la Iglesia, tornáronse en sinceros y fervorosos creyentes a la voz del insigne catequista, suscitado por Dios en aquel tremendo conflicto para detener el brazo de las turbas y atajar el sacrilegio, consecuencia fatal de aquel pecado de sangre.
Con objeto de acelerar la deseada conversión de los hebreos, promovió D. Pedro de Luna (Benedicto XIII) el Congreso teológico de Tortosa, donde el converso Jerónimo de Santa Fe (Jehosuah-Ha-Lorquí) sostuvo (enero de 1413), contra catorce rabinos aragoneses, el cumplimiento de las profecías [638] mesiánicas. Todos los doctores hebreos, menos Rabí-Joseph-Albo y Rabí-Ferrer, se dieron por convencidos y abjuraron de su error. Esta ruidosísima conversión fue seguida de otras muchas en toda la corona aragonesa.
Así iba perdiendo el judaísmo sus doctores, quienes con el fervor del neófito y el conocimiento que poseían de la lengua sacra y de las tradiciones de su pueblo, multiplicaban sus profundos y seguros golpes, levantando a altísimo punto la controversia cristiana. Seguían en esto el ejemplo de Per Alfonso, que en el siglo XII escribió sus Diálogos contra las impías opiniones de los judíos, y de Rabí-Abner, o Alfonso de Valladolid, que en los principios del XIV dio muestras de su saber escriturario en el Libro de las batallas de Dios, en el Monstrador de justicia y en el Libro de las tres gracias (1108). Jerónimo de Santa Fe, después de su triunfo de Tortosa, ponía mano en el Hebraeomastix, y D. Pablo de Santa María redactaba su Scrutinium Scripturarum, digno de veneración y rico hoy mismo en enseñanza: como que era su autor doctísimo hebraísta. Elevado el burguense a la alta dignidad de canciller de Castilla, redactó la severa pragmática de 1412 sobre encerramiento de judíos e moros.
La sociedad española acogía con los brazos abiertos a los neófitos, creyendo siempre en la firmeza de su conversión. Así llegaron a muy altas dignidades de la Iglesia y del Estado, como en Castilla los Santa Marías, en Aragón los Santa Fe, los Santángel, los La Caballería (1109). Ricos e influyentes los conversos, mezclaron su sangre con la de nobilísimas familias de uno y otro reino, fenómeno social de singular trascendencia, que muy luego produce una reacción espantosa, no terminada hasta el siglo XVII.
Nada más repugnante que esta interna lucha de razas, causa [639] principal de decadencia para la Península. La fusión era siempre incompleta. Oponíase a ella la infidelidad de muchos cristianos nuevos, guardadores en secreto de la ley y ceremonias mosaicas, y las sospechas que el pueblo tenía de los restantes. Unas veces para hacerse perdonar su origen y otras por verdadero fervor, más o menos extraviado, solían mostrarse los conversos enemigos implacables de su gente y sangre. No muestran caridad grande micer Pedro de La Caballería en el Zelus Christi ni Fr. Alonso de la Espina en el Fortalitium fidei. Señaladísimo documento, por otra parte, de apologética, y tesoro de noticias históricas.
Como los neófitos no dejaban por eso de ser ricos ni de mantener sus tratos, mercaderías y arrendamientos, volvióse contra muchos de ellos el odio antiguo de la plebe contra los judíos cobradores y logreros. Fue el primer chispazo de este fuego el alboroto de los toledanos en 1449, dirigidos por Pedro Sarmiento y el bachiller Marcos García Mazarambroz, a quien llamaban el bachiller Marquillos (1110), el primero de los cuales, alzado en alcalde mayor de Toledo, despojaba, por sentencia de 5 de junio, a los conversos de todo cargo público, llamándolos sospechosos en la fe. Y aunque por entonces fue anulada semejante arbitrariedad, la semilla quedó y de ella nacieron en adelante los estatutos de limpieza.
Entre tanto, Fr. Alonso de Espina se quejaba en el Fortalitium de la muchedumbre de judaizantes y apóstatas, proponiendo que se hiciera una inquisición en los reinos de Castilla. A destruir este judaísmo oculto dedicó con incansable tesón su vida. El peligro de la infección judaica era grande y muy real. Confesábalo el mismo Fr. Alfonso de Oropesa, varón evangélico, defensor de la unidad de los fieles, en su libro Lumen Dei ad revelationem gentium (1111), el cual, por encargo del arzobispo Carrillo, hizo pesquisa en Toledo, y halló, conforme narra el P. Sigüenza, «de una y otra parte mucha culpa: los cristianos viejos pecaban de atrevidos, temerarios, facinerosos; los nuevos, de malicia y de inconstancia en la fe» (1112).
Siguiéronse los alborotos de Toledo en julio y agosto de 1467; los de Córdoba, en 1473, en que sólo salvó a los conversos de su total destrucción el valor y presencia de ánimo de D. Alonso de Aguilar; los de Jaén, donde fue asesinado sacrílegamente el condestable Miguel Lucas de Iranzo; los de Segovia, 1474, especie de zalagarda movida por el maestre don Juan Pacheco con otros intentos. La avenencia entre cristianos viejos y nuevos se hacía imposible. Quién matará a quién, era el problema. [640]
Clamaba en Sevilla el dominico Fr. Alonso de Hojeda contra los apóstatas, que estaban en punto de predicar la ley de Moisés y que no podían encubrir el ser judíos, y contra los conversos más o menos sospechosos, que lo llenaban todo, así la curia eclesiástica como el palacio real. Vino a excitar la indignación de los sevillanos el descubrirse en Jueves Santo de 1478 una reunión de seis judaizantes que blasfemaban de la fe católica (1113). Alcanzó Fr. Alonso de Hojeda que se hiciese inquisición en 1480, impetrada de Sixto IV bula para proceder contra los herejes por vía de fuego.
Los nuevos inquisidores aplicaron el procedimiento que en Aragón se usaba. En 6 de febrero de 1481 fueron entregados a las llamas seis judaizantes en el campo de Tablada. El mismo año se publicó el Edicto de gracia, llamando a penitencia y reconciliación a todos los culpados. Más de 20.000 se acogieron al indulto en toda Castilla. ¿Era quimérico o no el temor de las apostasías? Entre ellos abundaban canónigos, frailes, monjes y personajes conspicuos en el Estado.
¿Qué hacer en tal conflicto religioso y con tales enemigos domésticos? El instinto de propia conservación se sobrepuso a todo, y para salvar a cualquier precio la unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa incertidumbre, en que no podía distinguirse al fiel del infiel ni al traidor del amigo, surgió en todos los espíritus el pensamiento de inquisición. En 11 de febrero de 1482 lograron los Reyes Católicos bula de Sixto IV para establecer el Consejo de la Suprema, cuya presidencia recayó en Fr. Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz de Segovia.
El nuevo Tribunal, que difería de las antiguas inquisiciones de Cataluña, Valencia, etc., en tener una organización más robusta y estable y ser del todo independiente de la jurisdicción episcopal, introducíase en Aragón dos años después, tras leve resistencia. Los neófitos de Zaragoza, gente de mala y temerosa conciencia, dieron en la noche del 18 de septiembre de 1485 sacrílega muerte al inquisidor San Pedro Arbués al tiempo que oraba en La Seo (1114). En el proceso resultaron complicados la mayor parte de los cristianos nuevos de Aragón; entre los que fueron descabezados figuran mosén Luis de Santángel y micer Francisco de Santa Fe; entre los reconciliados, el vicecanciller micer Alfonso de La Caballería.
Fr. Alonso de Espina, distinto probablemente del autor del Fortalitium, fue enviado en 1487 a Barcelona de inquisidor por Torquemada, quien, no sin resistencia de los catalanes, atentos a rechazar toda intrusión de ministros castellanos en su territorio, había sido reconocido como inquisidor general en los [641] reinos de Castilla y Aragón. En el curioso registro que, por encargo del mismo Fr. Alonso, formó el archivero Pedro Miguel Carbonell, y que hoy suple la falta de los procesos originales (1115), pueden estudiarse los primeros actos de esta inquisición. El viernes 20 de julio de 1487 prestaron juramento de dar ayuda y favor al Santo Oficio el infante D. Enrique, lugarteniente real; Francisco Malet, regente de la Cancillería; Pedro de Perapertusa, veguer de Barcelona, y Juan Sarriera, baile general del Principado.
Los reconciliados barceloneses eran todos menestrales y mercaderes: pelaires, juboneros, birreteros, barberos, tintoreros, curtidores, drogueros, corredores de oreja. La nobleza de Cataluña no se había mezclado con los neófitos tanto como en Aragón, y apenas hay un nombre conocido entre los que cita Carbonell. El primer auto de fe verificóse el 25 de enero de 1488, siendo agarrotados cuatro judaizantes y quemados en estatua otros doce (1116). Las condenaciones en estatua se multiplicaron asombrosamente; porque la mayor parte de los neófitos catalanes habían huido.
Carbonell transcribe, además de las listas de reconciliados, algunas sentencias. Los crímenes son siempre los mismos: haber observado el sábado y los ayunos y abstenciones judaicas; haber profanado los sacramentos; haber enramado sus casas para la fiesta de los Tabernáculos o de les Cabanyelles, etc. Algunos, y esto es de notar, por falta de instrucción religiosa querían guardar a la vez la ley antigua y la nueva, o hacían de las dos una amalgama extraña, o, siendo cristianos en el fondo, conservaban algunos resabios y supersticiones judaicas, sobre todo las mujeres.
Una de las sentencias más llenas de curiosos pormenores es la del lugarteniente de tesorero real Jaime de Casafranca. Allí se habla de un cierto Sent Jordi, grande enemigo de los cristianos y hombre no sin letras, muy versado en los libros de Maimónides y autor él mismo de un tratado en favor de la ley de Moisés. Otro de los judaizantes de alguna cuenta fue Dalmáu de Tolosa, canónigo y pavorde de Lérida.
La indignación popular contra los judaizantes había llegado a su colmo. «El fuego está encendido (dice el cura de los Palacios); quemará fasta que falle cabo al seco de la leña que será necesario arder fasta que sean desgastados e muertos todos los que judaizaron; que no quede ninguno; e aun sus fijos... si fueren tocados de la misma lepra» (1117). Al proclamar [642] el exterminio con tan durísimas palabras, no era el cronista más que un eco de la opinión universal e incontrastable.
El edicto de expulsión de los judíos públicos (31 de marzo de 1492), fundado, sobre todo, en el daño que resultaba de la comunicación de hebreos y cristianos, vino a resolver en parte aquella tremenda crisis. La Inquisición se encargó de los demás. El edicto, tantas veces y tan contradictoriamente juzgado, pudo ser más o menos político, pero fue necesario para salvar a aquella raza infeliz del continuo y feroz amago de los tumultos populares. Es muy fácil decir, como el Sr. Amador de los Ríos, que debieron oponerse los Reyes Católicos a la corriente de intolerancia. Pero ¿quién se opone al sentimiento de todo un pueblo? Excitadas las pasiones hasta el máximo grado, ¿quién hubiera podido impedir que se repitieran las matanzas de 139l? La decisión de los Reyes Católicos no era buena ni mala; era la única que podía tomarse, el cumplimiento de una ley histórica.
En 5 de diciembre de 1496 seguía D. Manuel de Portugal el ejemplo de los reyes de Castilla; pero aquel monarca cometió la inicua violencia, así lo califica Jerónimo Osorio, de hacer bautizar a muchos judíos por fuerza con el fin de que no salieran del reino sus tesoros. «¿Quieres tú hacer a los hombres por fuerza cristianos? (exclama el Tito Livio de Toledo). ¿Pretendes quitalles la libertad que Dios les dio?»
Todavía más que a los judíos aborrecía el pueblo a los conversos, y éstos se atraían más y más sus iras con crímenes como el asesinato del Niño de la Guardia, que es moda negar, pero que fue judicialmente comprobado y que no carecía de precedentes asimismo históricos (1118). Los conversos Juan Franco, Benito García, Hernando de Rivera, Alonso Franco, etc., furiosos por haber presenciado en Toledo un auto de fe en 21 de mayo de 1499, se apoderaron, en represalias, de aquella inocente criatura llamada en el siglo Juan de Pasamontes y ejecutaron en él horribles tormentos, hasta crucificarle, parodiando en todo la pasión de Cristo (1119). Descubierta semejante atrocidad y preso Benito García, que delató a los restantes, fueron condenados a las llamas los hermanos Francos y sus ayudadores, [643] humanas fieras. La historia del Santo Niño, objeto muy luego de veneración religiosa, dio asunto en el siglo XVI a la elegante pluma del P. Yepes y a los cantos latinos de Jerónimo Ramírez, humanista eminente:
Flagra cano, saevamque necem renovataque Christi
vulnera, et invisae scelus execrabile gentis
quae trucis indomitas effundens pectoris iras
insontem puerum praerupti in vertice montis
compulit exiguo maiorem corpore molem
ferre humeris, tensosque cruci praebere lacertos.
La negra superstición de los conversos llegaba hasta hacer hechicerías con la hostia consagrada, según consta en el proceso del Niño de la Guardia, cuyo corazón reservaron para igual objeto.
Las venganzas de los cristianos viejos fueron atroces. En abril de 1506 corría la sangre de los neófitos por las calles de Lisboa; horrenda matanza que duró tres días y dejó muy atrás los furores de 1391.
En tanto, el inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez Lucero, hombre fanático y violento, inspirado por Satanás, como dice el P. Sigüenza, sepultaba en los calabozos, con frívolas ocasiones y pretextos, a lo más florido de aquella ciudad y se empeñaba en procesar como judaizante nada menos que al venerable y apostólico arzobispo de Granada, Fr. Hernando de Talavera, y a todos sus parientes y familiares (1120). Y es que Fray Hernando, sobrino de Alonso de Oropesa y jerónimo como él, era del partido de los claustrales, puesto al e los observantes, de que había sido cabeza Fr. Alonso de Espina, cuanto al modo de tratar a los neófitos que de buena fe vinieron al catolicismo, y le repugnaba la odiosa antievangélica distinción de cristianos viejos y nuevos.
Tan lejos de los hechos, no es fácil decidir hasta dónde llegaba la culpabilidad de algunos conversos entre los infinitos cuyos procesos y sentencias constan. Pero no es dudoso que recayeron graves sospechas en micer Gonzalo de Santa María, asesor del gobernador de Aragón y autor de la Crónica de don Juan II, y en el mismo Luis de Santángel, escribano racional de Fernando el Católico, el cual, más adelante, prestó su dinero para el descubrimiento del Nuevo Mundo. Santa María fue penitenciado tres veces por el Santo Oficio y al fin murió en las cárceles; su mujer, Violante Belviure, fue castigada con sambenito en 4 de septiembre de 1486. Santángel fue reconciliado el 17 de julio de 1491.
Hasta 1525 los procesos inquisitoriales fueron exclusivamente de judaizantes. En cuanto a números, hay que desconfiar mucho. Las cifras de Llorente, repetidas por el Sr. Amador de los Ríos, descansan en la palabra de aquel ex secretario del [644] Santo Oficio, tan sospechoso e indigno de fe siempre, que no trae documentos en su abono. ¿Quién le ha de creer, cuando rotundamente afirma que desde 1481 a 1498 perecieron en las llamas 10.220 personas? ¿Por qué no puso los comprobantes de ese cálculo? El Libro Verde de Aragón sólo trae 69 quemados con sus nombres. Sólo de 25 en toda Cataluña habla el Registro de Carbonell (1121). Y si tuviéramos datos igualmente precisos de las demás inquisiciones, mal parada saldría la aritmética de Llorente. En un solo año, el de 1481, pone 2.000 víctimas (1122), sin reparar que Marineo Sículo las refiere a diferentes años. Las mismas expresiones que Llorente usa, poco más o menos, aproximadamente, lo mismo que otros años, demuestran la nulidad de sus cálculos. Por desgracia, harta sangre se derramó, Dios sabe con qué justicia. Las tropelías de Lucero, v.gr., no tienen explicación ni disculpa, y ya en su tiempo fueron castigadas, alcanzando entera rehabilitación muchas familias cordobesas por él vejadas y difamadas.
La manía de limpieza de sangre llegó a un punto risible. Cabildos, concejos, hermandades y gremios, consignaron en sus estatutos la absoluta exclusión de todo individuo de estirpe judaica, por remota que fuese. En este género, nada tan gracioso como el estatuto de los pedreros de Toledo, que eran casi todos mudéjares y andaban escrupulizando en materia de limpieza.
Esta intolerancia brutal, que en el siglo XV tenía alguna disculpa por la abundancia de relapsos, fue en adelante semillero de rencores y venganzas, piedra de escándalo, elemento de discordia. Sólo el progreso de los tiempos pudo borrar esas odiosas distinciones en toda la Península. En Mallorca duran todavía.
Antes de abandonar este antipático asunto, que ojalá pudiera borrarse de nuestra historia, conviene dejar sentado:
1.º Que es inútil negar, como lo hacen escritores judíos alemanes, siguiendo a nuestro Isaac Cardoso, que hubiera en los israelitas españoles anhelo de proselitismo. Fuera de que éste es propio de toda creencia, responden de lo contrario todos los documentos legales, desde los cánones de Toledo hasta las leyes de encerramiento de la Edad Media y hasta el edicto de expulsión de 1492, donde se alega como principal causa «el daño que a los cristianos se sigue e ha seguido de la participación, conversación e comunicación que han tenido e tienen con los judíos, los quales se precian que procuran siempre, por cuantas vías e maneras pueden, de subvertir de Nuestra Sancta Feé Cathólica a los fieles, e los apartan della e tráenlos a su dañada creencia e opinión, instruyéndolos en las creencias e cerimonias de su ley, faciendo ayuntamiento, donde les leen e enseñan lo que han de tener e guardar según su ley, procurando [645] de circuncidar a ellos e a sus fijos, dándoles libros por donde recen sus oraciones..., persuadiéndoles que tengan e guarden quanto pudieren la ley de Moysén, faciéndoles entender que non hay otra ley nin verdad si non aquella..., lo cual todo consta por muchos dichos e confesiones, así de los mismos judíos como de los que fueron engañados por ellos». Todo esto denuncia una propaganda activa, que, según los términos del edicto, había sido mayor en las cibdades, villas y logares del Andalucía.
2.º Que es innegable la influencia judaica, así en la filosofía panteísta del siglo XII, cuyo representante principal entre nosotros es Gundisalvo, como en la difusión de la Cábala, teórica y práctica, ya que también se daba ese nombre a ciertas supersticiones y artes vedadas.
3.º Que conversiones atropelladas e hijas del terror, como las de 1391 o las que mandó hacer D. Manuel de Portugal, no podían menos de producir infinitas apostasías y sacrilegios, cuyo fruto se cosechó en tiempo de los Reyes Católicos.
4.º Que grandísimo número de los judaizantes penados por el Santo Oficio eran real y verdaderamente relapsos y enemigos irreconciliables de la religión del Crucificado, mientras que otros, con ser cristianos de veras, conservaban algunos rastros y reliquias de la antigua ley. Los rigores empleados con estos últimos fueron contraproducentes, sirviendo a la larga para perpetuar una como división de castas y alimentar vanidades nobiliarias, con haber en Castilla, Aragón y Portugal muy pocas familias exentas de esta labe, si hemos de atenernos al Tizón, del cardenal Bobadilla.
5.º Que este alejamiento y mala voluntad de los cristianos viejos respecto de los nuevos retardó la unidad religiosa aun después de expulsados los judíos y establecido el Santo Oficio.
- III -
Mahometizantes.-Sublevaciones y guerras de los muladíes bajo el califato de Córdoba.-Los renegados y la civilización musulmana.-Fray Anselmo de Turmeda, Garci-Ferrandes de Gerena y otros apóstatas.
En el libro II de su Histoire des musulmans d'Espagne ha expuesto Dozy la historia política de los muladíes o renegados españoles. La historia literaria está por escribir, y sólo otro arabista puede hacerla; entonces quedará demostrado que mucha parte de lo que se llama civilización arábiga es cultura española de muzárabes o cristianos fieles y de cristianos apóstatas (1123).
Con el nombre de renegados o tornadizos se designa no sólo a los que abjuraron de la fe católica, sino a sus descendientes, lo cual dificulta mucho la averiguación y los excluye ipso facto de esta historia mientras no conste que renegaron ellos y no sus padres. Por eso me limitaré a indicaciones generales. [646]
En una sociedad tan perdida como lo era en gran parte la visigoda del siglo VIII, poco firme en las creencias, apegada a los bienes temporales, corroída por el egoísmo, extenuada por ilícitos placeres y con poca unidad y concierto en todo, pues aun duraba la diferencia de razas y el mal de la servidumbre no se había extinguido, debía ser rápida, y lo fue, la conquista; debían ser frecuentes, y no faltaron, en verdad, las apostasías. Los siervos se hacían islamitas para obtener la libertad; los ingenuos y patricios, para conservar íntegra su hacienda y no pagar la capitación.
No todos los muladíes (1124) eran impenitentes y pertinaces: a muchos punzaba el buen ejemplo de los muzárabes cordobeses, protesta viva contra la debilidad y prevaricación de sus hermanos. Como la apostasía de éstos era hija casi siempre de motivos temporales; como los musulmanes de raza los miraban con desprecio y los cristianos con indignación, llamándolos transgressores; como la ley mahometana les prohibía, so pena de muerte, volver a su antigua creencia, y en la nueva estaban excluidos de los cargos públicos, patrimonio de la privilegiada casta del desierto, trataron de salir de aquella posición odiosa recurriendo, puesto que eran muchos, a la fuerza de las armas. Comenzó entonces una interminable serie de tumultos y rebeliones.
Los renegados del arrabal de Córdoba se levantaron contra Al-Hakem en 805 y 806, siguiendo su ejemplo los toledanos, excitados por los cantos de un poeta de sangre española, Garbîb. Para domeñar a los rebeldes se valió el califa de otro renegado de Huesca, Amrúst quien, con infernales astucias, preparó contra los de su raza la terrible matanza conocida con el nombre de día del foso, en que fueron asesinados más de 700 ciudadanos, los más conspicuos e influyentes de Toledo.
Siete años después, en mayo de 814, estalla en Córdoba otro importante motín de renegados, dirigidos por los alfaquíes, que llamaban impío a Al-Hakem. Éste se encierra en su palacio, manda a un esclavo que le unja la cabeza con perfumes, para que los enemigos le distingan entre los muertos, y en una vigorosa salida destroza a los cordobeses, mientras que arden las casas del arrabal. Ni después de esta carnicería e incendio cesaron los furores de Al-Hakem. Trescientas cabezas hizo clavar en postes, a la orilla del río, y expulsó en el término de tres días a los renegados del arrabal; 15.000 de ellos no pararon hasta Egipto, donde hicieron proezas de libro de caballerías que recuerdan las de los catalanes en Grecia; tomaron por fuerza de armas a Alejandría, sosteniéndose allí hasta el año de 826, en que un general del califa Al-Mamún los obligó a capitular, y de allí pasaron a la isla de Creta, que conquistaron de los bizantinos. El renegado Abu-Hafs-Omar, oriundo del campo de Calatrava, fundó allí una dinastía que [647] duró hasta el año de 961: más de siglo y medio. Otros 8.000 españoles se establecieron en Fez, donde dominaban los idrisíes. Todavía en el siglo XIV se les distinguía de árabes y bereberes en rostro y costumbres.
Los toledanos habían vuelto a levantarse; pero Al-Hakem los sometió, quemando todas las casas de la parte alta de la ciudad. El herrero Háchim arrojó de la ciudad en 829 a los soldados de Abderramán II, y con sus hordas de renegados corrió y devastó la tierra, hasta que Mohammed-ben-Wasim los dispersó con muerte del caudillo. Toledo se mantuvo en poder de los muladíes ocho años, hasta 837, en que Walid la tomó por asalto y redujo a servidumbre, reedificando la ciudad de Amrús como perpetua amenaza. En estas luchas se ve a algunos renegados, como Maisara y Ben-Mohâchir (1125), hacer armas contra su gente. En Córdoba aparece la repugnante figura del eunuco Nazar, grande enemigo de su sangre y del nombre cristiano aún más que otros apóstatas. Cuando el mártir Perfecto se encaminaba al suplicio, emplazó a aquel malvado ante el tribunal de Dios en el término de un año, antes que tomase la fiesta del Ramadán. Así se cumplió (1126), muriendo víctima del mismo veneno que había preparado contra Abderramán.
Otro tipo de la misma especie, y todavía más odioso, fue el cátib o exceptor Gómez, hijo de Antonino, hijo de Julián, cuyo nombre jamás pronuncian Álvaro Cordobés ni San Eulogio, como si temieran manchar con él sus páginas (1127). Hablaba y escribía bien el árabe y tenía mucho influjo en la corte (gratiâ dissertudinis linguae arabicae quâ nimium praeditus erat, dice San Eulogio). Él se presentó, en nombre de Abderramán, en el concilio que presidía Recafredo para pedir que se condenara la espontaneidad en el martirio y se pusiera en prisiones a San Eulogio y a los demás que le defendían. El decreto conciliar fue ambiguo, aliud dicens et aliud sonans, como inspirado por el miedo. Gómez, que en materia de religión era indiferente, se hizo musulmán, reinando Mohamed, para lograr el empleo de canciller. Asistía con tanta puntualidad al culto, que los alfaquíes le llamaban la paloma de la mezquita (1128). A esta apostasía siguieron otras muchas.
Nueva sublevación de los toledanos, capitaneados por un [648] cierto Síndola (Suintila?), en 853. Los rebeldes se adelantan hasta Andújar y amenazan a Córdoba. Síndola hace alianza con el rey de León, Ordoño I, que manda en su ayuda a Gatón, conde del Bierzo, con numerosas gentes. Mohamed derrota a los toledanos y leoneses, haciendo en ellos horrible matanza. Sin embargo, Toledo seguía independiente, y lo estuvo más de ochenta años, hasta el reinado de Abderramán III.
Los montañeses de la serranía de Ronda (Regio montana o simplemente Regio), así renegados como cristianos, levantaron poco después la cabeza, y Omar-ben-Hafsún, el Pelayo de Andalucía, comenzó aquella heroica resistencia, menos afortunada que la de Asturias, pero no menos gloriosa (1129). Desde su nido de Bobastro hizo temblar a Mohamed y Abdallah y puso el califato de Córdoba a dos dedos de su ruina. A pique estuvo de fundar un imperio cristiano en Andalucía y adelantar en cinco siglos la Reconquista. Aunque era de familia muladí, cuando vio consolidado su poder, abrazó el cristianismo con todos sus parientes, y cristianos eran la mayor parte de los héroes que le secundaban, aunque en los primeros momentos no juzgó oportuno enajenarse la voluntad de los renegados, que al fin, como españoles, odiaban de todo corazón a los árabes.
En todas partes se hacían independientes los muladíes. Aragón estaba dominado por la familia visigoda de los Banu-Cassi, de la cual salió el renegado Muza, señor de Tudela, Zaragoza y Huesca, que se apellidaba tercer rey de España; tenía en continuo sobresalto a los príncipes cristianos y al emir cordobés y recibía embajadas de Carlos el Calvo. Fue vencido en el monte Laturce, cerca de Albelda, por Ordoño I (1130). Desde entonces, los Banu-Cassi (uno de ellos Lupo-ben-Muza, que era cónsul en Toledo) hicieron alianza con los reyes de León contra el común enemigo, es decir, contra los árabes. Sólo Mohamad-ben-Lupi (hijo de Lope), por enemistad con sus tíos, Ismael y Fortun-ben-Muza, rompió las paces en tiempo de Alfonso el Magno y se alió con los cordobeses (1131). Lidiaron contra él los demás Banu-Cassi y fueron vencidos, viniendo a poder de Mohamed casi todos los antiguos estados de Muza. [649]
En Mérida había fundado otro reino independiente el renegado Ibn-Meruan, que predicaba una religión mixta de cristianismo y mahometismo. Apoyado por Alfonso III y por los reyezuelos muslimes, de sangre española (1132), derrotó en Caracuel un ejército mandado por Háchim, favorito de Mohamed, y llevó sus devastaciones hacia Sevilla y el condado de Niebla.
Tales circunstancias aprovechó Omar-ben-Hafsún (entre los cristianos Samuel) para sus empresas. No me cumple referirlas, porque Omar no era renegado, aunque así le llamasen. A su sombra se levantaron los españoles de Elvira, ya cristianos, ya renegados, y encerraron a los árabes en la Alhambra; y aunque Sawar y después el célebre poeta Said los resistieron con varia fortuna, la estrella de Omar-ben-Hafsún, nuevo Viriato, no se eclipsaba por desastres parciales.
En cambio, los renegados de Sevilla, que eran muchos y ricos, fueron casi exterminados por los yemeníes.
Aún hubo más soberanías españolas independientes. En la provincia de Ossonoba (los Algarbes), un cierto Yahya, nieto de cristianos, fundó un estado pacífico y hospitalario. En los montes de Priego, Ben-Mastana; en tierras de Jaén, los Banu-Habil; en Murcia y Lorca, Daisam-ben-Ishac, que dominaba casi todo el antiguo reino de Teodomiro; todos eran renegados o muladíes. Los mismos cristianos de Córdoba entraron en relaciones con Ben-Hafsún; y el conde Servando, aquel pariente de Hostegesis y antiguo opresor de los muzárabes, creyó conveniente ponerse al servicio de la causa nacional para hacer olvidar sus crímenes.
El combate de Polei quebrantó mucho las fuerzas de Omar-ben-Hafsún, que, a no ser por aquel descalabro, hubiera entrado en Córdoba, y la división entre los caudillos trajo al fin la ruina de la causa nacional. Abderramán III los fue domeñando o atrayendo. Al hacerse católicos Omar-ben-Hafsún y Ben-Mastana, se habían enajenado muchos partidarios. En la serranía de Regio, poblada casi toda de cristianos, la resistencia fue larga, y Ben-Hafsún murió sin ver la derrota ni la sumisión de los suyos. Su hijo Hafs rindió a Abderramán la temida fortaleza de Bobastro. Su hija Argéntea, fervorosa cristiana, padeció el martirio. Otro hijo suyo, Abderramán, más dado a las letras que a las armas, pasó la vida en Córdoba copiando manuscritos.
Toledo, que formaba una especie de república, se rindió por hambre en 930. Todos los reinos de taifas desaparecieron, menos el de los Algarbes, cuyo príncipe, que lo era el renegado Kalaf-ben-Beker, hombre justiciero y pacífico, ofreció pagar un tributo.
Desde este momento ya no se puede hablar de renegados. Estos se pierden en la general población musulmana, y los que [650] volvieron a abrazar la fe, en mal hora dejada por sus padres, se confunden con los muzárabes.
Empresa digna de un historiador serio fuera el mostrar cuánto influye este elemento español en la general cultura musulmana. Él nos diría, por ejemplo, que el célebre ministro de Abderramán V Alí-ben-Hazm, a quien llama Dozy «el mayor sabio de su tiempo, uno de los poetas más graciosos y el escritor más fértil de la España árabe», era nieto de un cristiano, por más que él renegara de su origen y maldijera las creencias e sus mayores. Con fundamento, el mismo Dozy, a quien cito por no ser sospechoso, después de transcribir una lindísima narración de amores escrita por Ibn-Hazm, y que sentaría bien en cualquiera novela íntima y autobiográfica de nuestros días, añade: «No olvidemos que este poeta, el más casto y, hasta cierto punto, el más cristiano entre los poetas musulmanes, no era de sangre árabe. Nieto de un español cristiano, no había perdido el modo de pensar y de sentir propio de su raza. En vano abominaban de su origen estos españoles arabizados; en vano invocaban a Mahoma y no a Cristo; siempre en el fondo de su alma quedaba un no sé qué puro, delicado, espiritual, que no es árabe» (1133). Esta vez, por todas, Dozy nos ha hecho justicia.
Diríanos el que de estas cosas escribiera que el famoso historiador Ben-al-Kutiya (hijo de la goda) descendía de la regia sangre de Witiza; que Almotasín, rey de Almería, poeta y gran protector del saber, era de la estirpe española de los Banu-Cassi; que el poeta cristiano Margari y otro llamado Ben-Kuz-mán, muladí, según parece, aclimataron en la corte de Almo-tamid de Sevilla los géneros semipopulares del zéjel y de la muwasaja. Nos enseñaría si tiene o no razón Casiri cuando afirma que el célebre astrónomo Alpetruchi o Alvenalpetrardo era un renegado cuyo verdadero nombre fue Petrus, cosa que Munk y otros negaron (1134).
Ahora sólo me resta hablar de dos o tres españoles de alguna cuenta, bien pocos por fortuna, que en tiempos posteriores islamizaron. El cautiverio en Granada y Marruecos hacía mártires, pero también algunos apóstatas, gente oscura por lo común. «Tornábanse moros con la muy grand cueita que avien» dice Pedro Marín en los Miráculos de Santo Domingo. Fuera de estos infelices, a quienes procuraba apartar del despeñadero San Pedro Pascual, obispo de Jaén, con la Bibria pequena y la Impunación de la secta de Mahomah, sólo recuerdo dos apóstatas de alguna cuenta: Fr. Anselmo de Turmeda (1135), tipo de [651] fraile aseglarado y aventurero, y el estrafalario trovador Garci Ferrandes de Gerena.
Torres Amat, en el Diccionario de escritores catalanes, afirma que Fr. Anselmo nació en Montblanch o en Lérida. Pero el mismo Turmeda, en el Libro del asno, se dice natural de Mallorca. Era fraile franciscano en Montblanch y abandonó su convento, juntamente con Fr. Juan Marginet, monje de Poblet, y con Na Alienor (D.ª Leonor), monja de Santa Clara. Marginet se convirtió muy pronto y murió en olor de santidad (1136); pero Fr. Anselmo se fue a Túnez en 1413 y renegó de la fe, tomando el nombre de Abdalla. Arrepentido más tarde, comenzó a predicar el Evangelio, por lo cual el rey de Túnez lo mandó descabezar en 1419.
Esta es la versión aceptada por todos los escritores catalanes; pero D. Adolfo de Castro pone en duda que Fr. Anselmo llegase a renegar, ya que en libros compuestos durante su residencia en Túnez habla como cristiano. De todas maneras, es raro que un cristiano y fraile pudiera sin apostatar ser oficial de la Aduana de Túnez y gran escudero del Rey Maule Brufret, como Turmeda se apellida en el Libro del asno. Los indicios del Sr. Castro no convencen, y es lástima; porque es Fr. Anselmo personaje bastante conspicuo en la historia de las letras, y bueno fuera quitarle esa mancha.
La más popular y conocida de sus obras es un libro de consejos morales y cristianos no sin alguna punta de sátira, por el cual deletreaban los muchachos en Cataluña hasta hace pocos años. Se le llama vulgarmente Fransélm y Frantélm, del nombre del autor; pero su verdadero título, en copias antiguas, es Llibre compost per Frare Ansélm Turmeda, de alguns bons amonestaments; la sia qu'ell los haja mal seguits, pero pense n'aver algun mérit per divulgarlos a la gent, y comienza:
En nom de Deu Omnipotent
vull comensar mon parlament,
qui aprendre voll bon nodriment
aquest seguescha.
Al fin dice:
Y no ll'e dictat en latí
perque lo vell e lo fadrí,
l'extranger y lo cosí
Entendre 'el puguen... [652]
Aso fou fet lo nies d'abril
temps de primavera gentil,
norantavuy trescents y mil
llavors corren (1137).
Es anterior, por tanto, a la época de su apostasía real o supuesta. Respira cierta bonhomie socarrona, a la vez que ingenua, que no deja de hacer simpático a Fr. Anselmo. Muchas de sus sentencias se han convertido en proverbios. Hay infinitas ediciones populares de su libro, adicionadas con las coplas del juicio final, la oración de San Miguel, la de San Roque y la de San Sebastián (1138).
En la Biblioteca de El Escorial se conserva un manuscrito de profecías de Fr. Anselmo: De les coses que han de esdevenir segons alguns profetes, e dits de alguns estrolechs, tant dels fets de la esglesia e dels regidors de aquella e de lurs terres e provincies. A estas profecías se refiere, sin duda, Monfar (Historia de los condes de Urgel) (1139) cuando escribe que «la condesa Margarita, para animar más a su hijo (Jaime el Desdichado), valíase de unos vaticinios y profecías de un Fr. Anselmo Turmeda, que había pasado a Túnez y renegado de la fe, y de Fr. Juan de Rocatallada y del abad Joaquín de Merlín y de una Cassandra». Estas profecías ponen a Fr. Anselmo en el grupo de Arnaldo de Vilanova y de Rupescissa.
El Sr. D. Mariano Aguiló, en su inapreciable Cansoner de les obretes mes divulgades en nostra lengua materna durant les segles XIV, XV e XVI, ha impreso con singular elegancia unas Cobles de la divisió del regne de Mallorques, escrites en pla catalá per frare Anselm Turmeda. Any mil trecents noranta vuyt; composición fácil y agradable.
En la Biblioteca de Carpentras hay de Fr. Anselmo otras coplas sobre la vida de los marineros y un diálogo en prosa que empieza: «¿De qué es fondat lo castell d'amor?...» (1140)
Compuso además Fr. Anselmo una obra alegórico-satírica cuyo original no parece, aunque consta que se imprimió en Barcelona, 1509, con el rótulo de Disputa del Ase contra frare Enselme Turmeda sobre la natura et nobleza dels animals. Tan rara como el libro catalán es la traducción castellana, que sólo se halla citada en los antiguos índices expurgatorios: Libro llamado del «asno», de Fr. Anselmo Turmeda. Hay que recurrir, pues, a la traducción francesa, que también anda muy escasa y se encabeza: La disputation de l'asne contra frère Anselme Turmeda sur la nature et noblesse des animaux, faite et ordonnée par le dit frère Anselme en la cité de Tunnies, l'an [653] 1417. Traduicte de vulgaire Hespagnol en langue francois. Lyon, par Laurens Buyson, 1548; reimpresa en París, 1554 (1141).
La traza del libro es ingeniosa y muy del gusto de la Edad Media. El autor se pierde en un bosque, donde halla congregados a los animales y se ve precisado a disputar con un asno que le prueba las excelencias de los animales sobre el hombre. La vis satírica de Fr. Anselmo se toma en esta discusión muchos ensanches, sobre todo en la censura de los religiosos de su tiempo, sin acordarse que su tejado era de vidrio. Ésta debió de ser la causa de la prohibición del Libro del asno, que está escrito con verdadera agudeza.
Imitóle Nicolás Macchiavelli en su poema en tercetos Dell'asino d'oro (1142), que muchos, guiados por el sonsonete del título, creen mera paráfrasis de Apuleyo. El capítulo 8, sobre todo, está inspirado en la Disputa de Turmeda (1143).
Todas las noticias que tenemos de Garci Ferrandes de Gerena resultan de las rúbricas del Cancionero de Baena: «Aquí se comienzan las cantigas e desires que fizo e ordenó en su tiempo Garci Ferrandes, el qual, por sus pecados e grand desaventura, enamoróse de una juglara que avia sido mora, pensando que ella tenía mucho tesoro e otrosy porque era mujer vistosa, pedióla por muger al Rey e diógela; pero después falló que non tenía nada.» Después de este engaño despidióse del mundo e púsosse beato en una ermita cabe Jerena... enfingiendo de muy devoto contra Dios. Allí hizo varias poesías místicas, entre ellas una graciosa canción a la Virgen:
Virgen; flor d'spina,
siempre te serví,
santa cosa e dina,
ruega a Dios por mí...
Pero (como dice Baena) otra maldad tenía Garci Ferrandes en su corazón, y, poniendo en obra su feo e desventurado pensamiento, tomó su mujer, disiendo que yba en romería a Jerusalén, e metiósse en una nao, e llegado a Málaga quedósse ende con su mujer..., e después se fue a Granada con su mujer e con sus fijos, e se tornó moro, e venced la fe de Jesu Christo e dix mucho mal de ella, e estando en Granada enamorósse de una hermana de su mujer, e siguióla tanto, que la ovo e usó con ella. Y aun le compuso una cantiga, no mala, que anda en el Cancionero. Viejo ya y cargado de hijos volvió a Castilla [654] y a la fe, no sin que los demás trovadores le recibiesen con pesadas burlas. Baena trae un decir de Alfonso Álvarez de Villasandino contra Garci Ferrandes en gallego:
Ya non te podes chamar perdidoso, etc.
Las obras de este pecador se reducen a doce cantigas, unas gallegas y otras castellanas con resabios gallegos. Tienen bastante armonía y halago (1144). Floreció en tiempo de D. Juan I.
También Fr. Alonso de Mella, el dogmatizador de los fratricelli de Durango, renegó en morería con muchos de sus secuaces.
De los moriscos hablaré en el volumen que sigue.