Preámbulo
    Fecha por todas razones memorable es la de la conquista de Toledo (a.1085) en la historia de la civilización española. Desde entonces pudo juzgarse asegurada la empresa reconquistadora, y, creciendo Castilla en poder y en importancia, entró más de lleno en el general concierto de la Edad Media. Elementos en parte útiles, en parte dañosos para la cultura nacional, trajeron los auxiliares ultrapirenaicos de Alfonso VI: tentativas feudales, unas abortadas, otras que en mal hora llegaron a granazón, produciendo el triste desmembramiento del condado portugués; fueros y pobladores francos, exenciones y privilegios, dondequiera odiosos, y aquí más que en parte alguna por la tendencia unitaria y niveladora del genio español. Al mismo paso, y por consecuencia del influjo francés, alteróse nuestra liturgia, sacrificándola en aras de la unidad, pero no sin que a nuestro pueblo doliese, no sin tenaz y noble resistencia; y apretamos más y más los lazos de nuestra Iglesia con las otras occidentales y con la de Roma, cabeza de todas. El historiador español, al recordar la ruina de aquellas venerandas tradiciones, no puede menos de escribirla con pesar y enojo y calificar con dureza alguno de los medios empleados para lograrla; pero ¿cómo negar que el resultado fue beneficioso? Para que se cumpla el fiet unum ovile et unus pastor, necesaria cosa es la unidad, así en lo máximo como en lo mínimo. Y, por otra parte, ¿no sería absurdo pensar que la gloria y la santidad de nuestra Iglesia estaban vinculadas en algunas variantes litúrgicas, no tantas ni de tanto bulto como se pretende? (664) Por ventura, después de la mudanza de rito, ¿se apagó la luz de los Isidoros, Braulios y Julianes, o dejó nuestra Iglesia de producir [402] santos y sabios? Respondan, sobre todo, el siglo XV y el XVI.

    Como quiera, y antes de entrar en el estudio de las herejías del segundo período de la Edad Media, conviene dar alguna razón de este notable cambio, procurando sin ira ni afición, ya que las causas están tan lejos, poner en su punto la parte que a propios y a extraños cupo en esas novedades eclesiásticas.

    Sabido es que el rito malamente llamado gótico o muzárabe no es ni muzárabe ni gótico de origen, sino tan antiguo como el cristianismo en España, e introducido probablemente por los siete varones apostólicos. Claro que no nació en un día adulto y perfecto, ni se libró tampoco de sacrílegas alteraciones en tiempo de los priscilianistas, aunque ni duraron mucho ni se extendieron fuera del territorio de Galicia, donde se enmendó luego la anarquía gracias a la decretal del papa Vigilio (538) y al concilio Bracarense (561). El Toledano III (de 589) añadió al oficio de la misa el símbolo constantinopolitano, y el Toledano IV (633) uniformó la liturgia en todas las iglesias de España y de la Galia narbonense. Los más esclarecidos varones de aquella edad pusieron mano en el misal y en el breviario góticos. Pedro Ilerdense, Juan Cesaraugustano, Conancio de Palencia, San Leandro, San Isidoro, San Braulio, que compuso el oficio de San Millán; San Eugenio, de quien es la misa de San Hipólito; San Ildefonso, San Julián y otros acrecentaron el rito con oraciones, himnos, lecciones..., sin que sea fácil ni aun posible determinar lo que a cada uno de ellos pertenece. Al Doctor de las Españas se atribuye la mayor tarea en este arreglo de la liturgia, que por tal razón ha conservado entre sus nombres el de isidoriana (665).

    Ni esta liturgia especial quebrantaba en nada la ortodoxia, ni la Iglesia española era cismática, ni estaba incomunicada con Roma... Todos éstos son aegri somnia. Con sólo pasar la vista por el primer libro de esta historia, se verá el uso de las apelaciones en el caso de Basílides y Marcial, la intervención directa de San León y de Virgilio en el caso de los priscilianistas y la supremacía pontificia, altamente reconocida por San Braulio, aun después de la reprensión inmotivada del papa Honorio, mal informado, a los obispos españoles. Agréguense a esto la decretal de Sirico, las dos de Inocencio I, la de San Hilario a los obispos de la Tarraconense, las epístolas de San Hormisdas, las de San Gregorio el Magno, la de León II..., y se tendrá idea de las continuas relaciones entre España y la Santa Sede en los períodos romano y visigótico. Más escasas después [403] de la conquista árabe, por la miserable condición los tiempos, aún vemos al papa Adriano atajar los descarríos de Egila, Migecio y Elipando y dirigir sus epístolas omnibus Episcopis per universam; Spaniam commorantibus; y a Benedicto VII fijar los límites del obispado de Vich en 978.

    En cuanto a la pureza del rito, ¿cómo ponerla en duda cuando en él habían intervenido tan santos varones? Cierto que Elipando invocó en apoyo de su errado sentir textos del misal y del breviario góticos, dando motivo a que Alcuino y los Padres francofurdienses hablasen con poco respeto de los toledanos, pero el mismo Alcuino reconoció muy luego el fraude del herético prelado, que se empeñaba en leer adopción y adoptivo donde decía y dice assumptio y assumpto. Más adelante, en el siglo X, el rito muzárabe obtuvo plena aprobación pontificia. En 918, reinando en León Ordoño II, el legado Zanelo, que vino de parte de Juan X a examinar los misales, breviarios y sacramentales, informó favorablemente al Pontífice, y éste alabó y confirmó en el sínodo romano de 924 la liturgia española, mandando sólo que las secretas de la misa se dijesen según la tradición apostólica (666).

    Pasa un siglo más, y, cuando las tradiciones de la Iglesia española parecían firmes y aseguradas, viene a arrojar nuevas semillas de discordia la reforma cluniacense, entablando a poco los galicanos declarada guerra contra el rito español, la cual sólo termina con la abolición de éste en 1071 y 1090.

    La abadía de Cluny, célebre por la santidad y letras de sus monjes y por la influencia que tuvieron en la Iglesia romana, llegando muchos de ellos a la tiara, fue en el siglo X eficacísimo dique contra las barbaries, corrupciones y simonías de aquella edad de hierro. Aumentado prodigiosamente el número de monasterios que obedecían su regla (en el siglo XII llegaban, según parece, a 2.000), ricos de privilegios y de exenciones, fueron extendiendo los cluniacenses su acción civilizadora, aunque tropezando a las veces con los demás benedictinos no sujetos a aquella reforma, sin que por eso pudiera tachárselos de relajados. Por lo tocante a España, en modo alguno puede admitirse esa decadencia del monacato, y los documentos en que de ella se habla, dado que pasen por auténticos, son a todas luces de pluma parcial y extranjera. Pero ni aun de su autenticidad estamos seguros. Dicen los cronistas de la Orden de San Benito que a principios del siglo XI llegó a oídos [404] de D. Sancho el Mayor de Navarra la fama del monasterio de Cluny, y que envió a él al monje español Paterno para que estudiara la reforma y la introdujese en San Juan de la Peña. El mismo Paterno y otros monjes pinnatenses reformaron el monasterio de Oña, fundado como dúplice en 1011 por el conde D. Sancho, arrojando de allí a las religiosas, que vivían con poca reverencia, según dice el privilegio. Paterno dejó de abad a García. Conforme a otra versión, la reforma fue hecha por el ermitaño Íñigo, a quien trajo D. Sancho de las montañas de Jaca. Dícese también que era cluniacense el abad Ferrucio de San Millán de Siero, monasterio fundado por D. Sancho el Mayor en 1033.

    Hasta aquí las crónicas benedictinas. Los documentos que se alegan son un diploma del rey D. Sancho (667) fechado en 1033 y una Vida del abad San Íñigo, conservada en latín en el archivo de San Juan de la Peña y en castellano en Oña. El primero es por muchas razones sospechoso: la elegancia relativa de su latinidad; el decir D. Sancho que había acabado con los herejes de su reino, como si entonces los hubiera; el faltar del todo las firmas de los obispos de Navarra; el orden extraño y desusado de las suscripciones, junto con otros reparos más menudos, han quebrantado mucho, desde los tiempos de Masdéu, el crédito de este documento, que nadie defiende sino de soslayo y por ser tan grande la autoridad del P. Yepes, que le alega. Realmente pone grima el pensar que de una pluma española salieran aquellas invectivas contra la religiosidad de nuestra Iglesia y contra la virtud de las monjas de Oña, compañeras de Santa Tigridia. La Vida de San Íñigo (aunque no está en contradicción con el privilegio de D. Sancho, puesto que éste habla de una reforma anterior, y con ella serían dos en poco más de diecinueve años, cosa inverosímil) es realmente moderna, como reconocieron los Bolandos.

    Pero, aunque parezca contradicción la legitimidad de esos documentos, fuera excesivo pirronismo negar del todo las reformas cluniacenses en tiempo de D. Sancho. La mentira es siempre hija de algo; y quizá esos privilegios no son apócrifos, sino refundidos o interpolados cuando tantos otros, es decir, a fines del siglo XI, época del grande apogeo de los monjes galicanos. Por lo demás, la Iglesia española no necesitaba que vinieran los extraños a reformarla: la enmienda que había de ponerse en los abusos y vicios, aquí menores que en otras partes, hízola ella por sí, y buena prueba es el concilio de Coyanza.

    A fines del mismo siglo XI, en 1062, vino a Castilla de legado pontificio el célebre y revoltoso cardenal Hugo Cándido, [405] empeñado en destruir el rito muzárabe. Los obispos españoles reclamaron de aquel atropello, y enviaron a Roma cuatro códices litúrgicos; el libro de Órdenes (códice de Albelda), el Misal (códice de Santa Gemma, cerca de Estella), el Oracional y el Antifonario (códices de Hirache). Fueron comisionados para entregarlos a Alejandro II D. Munio, obispo de Calahorra; D. Jimeno, de Auca, y D. Fortún, de Álava. El papa reconoció y aprobó en el concilio de Mantua (1063) la liturgia española después de diecinueve días de examen (668).

    Hugo Cándido había seguido el bando del antipapa Cadolo; pero, reconciliado con Alejandro II, viósele volver a España en 1068 con el firme propósito de abolir en Aragón el rito muzárabe. Era el rey D. Sancho Ramírez aficionado por demás a las novedades francesas, y gran patrocinador de los cluniacenses de San Juan de la Peña, que lograron en su tiempo desusados privilegios, entre ellos el de quedar exentos de la jurisdicción episcopal. En vano se opusieron los obispos de Jaca y Roda a tal exención, desusada en España. El abad Aquilino fue a Roma, puso su monasterio bajo el patronato de la Santa Sede, y alcanzó el deseado privilegio.

    Así preparado el terreno, y dominando en el ánimo del rey los pinnatenses, logró sin dificultad Hugo Cándido la abolición del oficio gótico en Aragón, y poco después en Navarra. El 22 de mayo de 1071, a la hora de nona, se cantó en San Juan de la Peña la primera misa romana. No hablo de los falsos concilios de Leyre y San Juan de la Peña.

    Mayores obstáculos hubo que vencer en Castilla. Ya Fernando I el Magno, muy devoto del monasterio de Cluny, le había otorgado un censo, que publicó en 1077 su hijo Alfonso VI (669), casado en segundas nupcias con la francesa D.ª Constanza. Por muerte de Alejandro II había llegado a la silla de San Pedro el ilustre Hildebrando (San Gregorio VII), terror de concubinarios y sacrílegos, brazo de Dios y de la gente latina contra la barbarie de los emperadores germanos. El admirable propósito de unidad, acariciado por todos los grandes hombres de la Edad Media y reducido a fórmula clara y precisa en las epístolas de Gregorio VII, empeñóle en la destrucción de nuestro rito, mostrándose en tal empeño duro, tenaz y a las veces mal informado. En repetidas cartas solicitó de Alfonso de Castilla y de D. Sancho de Navarra la mudanza litúrgica, [406] alegando que «por la calamidad de los priscilianistas y de los arrianos había sido contaminada España y separada del rito romano, disminuyéndose no sólo la religión y la piedad, sino también las grandezas temporales» (670). En otra parte llama superstición toledana al rito venerando de los Leandros, Eugenios y Julianes. Palabras dignas, por cierto, de ser ásperamente calificadas, si no atendiéramos a la santidad de su autor y al noble pensamiento que le guiaba, por más que fuera en esta ocasión eco de las calumnias cluniacenses. Él mismo parece que lo reconoció más tarde.

    En pos de Hugo Cándido, lanzado por estos tiempos en abierto cisma y rebeldía contra Gregorio VII, y de Giraldo, enemigo también del rito español, vino el cardenal Ricardo, abad de San Víctor de Marsella, quien, según narra el arzobispo D. Rodrigo, coepi irregularius se habere (671), y tuvo acres disputas con otro cluniacense, Roberto, abad de Sahagún, que, a pesar de su origen, pasaba por defensor de los muzárabes. A punto llegaron las cosas, que el arzobispo de Toledo, don Bernardo, también francés y de la reforma de Cluny, encaminóse a Roma, y logró de Urbano II, sucesor de Gregorio VII, que retirase el legado. Pero el objeto de su legación estaba ya cumplido. Oigamos al arzobispo D. Rodrigo: «Turbóse el clero y pueblo de toda España al verse obligados por el príncipe y por el cardenal a recibir el oficio galicano; señalóse día, y, congregados el rey, el arzobispo, el legado y multitud grande del clero y del pueblo, se disputó largamente, resistiendo con firmeza el clero, la milicia y el pueblo la mudanza del oficio. El rey, empeñado en lo contrario, y persuadido por su mujer, amenazóles con venganzas y terrores. Llegaron las cosas a punto de concertarse un duelo para que la cuestión se decidiera. Y, elegidos dos campeones, el uno por el rey, en defensa del rito galicano, y el otro por la milicia y el pueblo, en pro del oficio de Toledo, el campeón del rey fue vencido, con grande aplauso y alegría del pueblo. Pero el rey, estimulado por doña Constanza, no cejó de su propósito, y declaró que el duelo no era bastante.

    El defensor del oficio toledano fue de la casa de los Matanzas, cerca de Pisuerga...

    Levantóse gran sedición en la milicia y el pueblo: acordaron poner en el fuego el misal toledano y el galicano. Y, observado por todos escrupuloso ayuno y hecha devota oración, alabaron y bendijeron al Señor al ver abrasado el oficio galicano, mientras saltaba sobre todas las llamas del incendio el toledano, enteramente ileso. Mas el rey, como era pertinacísimo [407] en sus voluntades, ni se aterró por el milagro ni se rindió a la súplicas, sino que, amenazando con muertes y confiscaciones a los que resistían, mandó observar en todos sus reinos el oficio romano. Y así, llorando y doliéndose todos, nació aquel proverbio: «Allá van leyes do quieren reyes» (672).

    En esta magnífica leyenda comprendió el pueblo castellano todas las angustias y conflictos de aquella lucha, en que el sentimiento católico, irresistible en la raza, se sobrepuso a todo instinto de orgullo nacional, por grande y legítimo que fuese. Doliéronse y lloraron los toledanos, pero ni una voz se alzó contra Roma, ni dio cabida nadie a pensamientos cismáticos, ni pensaron en resistir, aunque tenían las armas en la mano (673).

    Para completar la reforma, el concilio de León de 1091 confirmó la abolición del rito y mandó asimismo que se desterrase la letra isidoriana.

    Desde entonces nadie puso trabas al poderío de los cluniacenses. Declarados libres y exentos de toda potestad secular o eclesiástica, ab omni iugo saecularis seu ecclesiasticae potestatis, cosa jamás oída en Castilla, fueron acrecentando día tras día sus rentas y privilegios. Ellos introdujeron en el fuero de Sahagún las costumbres feudales, fecundísimo semillero de pleitos [408] y tumultos para los abades sucesivos. Levantáronse a las mejores cátedras episcopales de España monjes franceses, traídos o llamados de su patria por D. Bernardo: Giraldo, obispo de Braga; San Pedro, obispo de Osma; Bernardo, obispo de Sigüenza y después arzobispo de Compostela; otros dos Pedros, obispo el uno de Segovia y el otro de Palencia; Raimundo, que sucedió a D. Bernardo en la silla de Toledo; D. Jerónimo, obispo de Valencia después de la conquista del Cid, y de Zamora cuando Valencia se perdió...; a todos éstos cita D. Rodrigo como iuvenes dociles et litteratos traídos de las Galias por D. Bernardo. No ha de negarse que alguno de ellos, como San Pedro de Osma, fue glorioso ornamento de nuestra Iglesia; pero tantos y tantos monjes del otro lado del Pirineo que cayeron sobre Castilla como sobre tierra conquistada, repartiéndose mitras y abadías, ¿eran por ventura mejores ni más sabios que los castellanos? Responda el cisterciense San Bernardo: Nisi auro Hispaniae salus populi viluisset. Y el abad de Sahagún, Roberto, ¿no tuvo que apellidarle el mismo Gregorio VII demonio, al paso que su compañero de hábito y nación Ricardo le acusaba de lujurioso y simoníaco? De los atropellos e irregularidades del mismo Ricardo quedó larga memoria en Cataluña. Ni es tampoco para olvidado el antipapa Burdino.

    De la tacha de ambiciosos y aseglarados nadie podrá salvar a muchos cluniacenses. Tantas falsificaciones de documentos en provecho propio como vinieron a oscurecer nuestra historia en el siglo XII, tampoco acreditan su escrupulosa conciencia. Lo peor es que el contagio se comunicó a los nuestros, y ni Pelayo de Oviedo ni Gelmírez repararon en medios cuando del acrecentamiento de sus diócesis se trataba. En Gelmírez, protegido de D. Raimundo de Borgoña, vino a encarnarse el galicanismo. Ostentoso, magnífico, amante de grandezas y honores temporales, envuelto en perpetuos litigios, revolvedor y cizañero, quizá hubiera sido notable príncipe secular; pero en la Iglesia Española parece un personaje algo extraño, si se piensa en los Mausonas y en los Leandros. Y eso que manos amigas, y más que amigas, trazaron la Historia compostelana.

    No es mi ánimo maltratar a los cluniacenses, que están harto lejos, para que no parezca algo extemporánea la indignación de Masdéu y otros críticos del siglo pasado. Mas, aparte de la mudanza del rito, hecho en sí doloroso, pero conveniente y aun necesario, poco o ningún provecho trajeron a la civilización española: en la Iglesia, el funesto privilegio de las exenciones y un sinnúmero de pleitos y controversias de jurisdicción; en el Estado, fueros como el de Sahagún, duros, opresores, antiespañoles y anticristianos; en literatura, la ampulosa y vacía retórica de los compostelanos. ¿Qué trajeron los cluniacenses para sustituir a la tradición isidoriana?

    Cierto que el influjo francés, por ellos en parte difundido, [409] extendió en alguna manera el horizonte intelectual, sobre todo en lo que hace a la amena literatura. Divulgáronse los cantares de gesta franceses, y algo tomaron de ellos nuestros poetas, hasta en las obras donde con más energía protesta el sentimiento nacional contra forasteras intrusiones. Fueron más conocidas ciertas obras didácticas y poéticas de la baja latinidad, como la Alexandreis, de Gualtero de Chatillon, por ejemplo, y en ellas se inspiraron los seguidores del mester de clerecía durante el siglo XIII. Hallaron más libre entrada en España las narraciones religiosas y épicas, que constituyen el principal fondo poético de la Edad Media. Por eso nuestra literatura, cuando empieza a formularse en lengua vulgar, aparece ya influida, si no en el espíritu, en los pormenores, en las formas y en los asuntos. Lejos de perder nacionalidad con el transcurso de los siglos, ha ido depurándola y arrojando de su seno los elementos extraños. Pero ésta no es materia para ser tratada de paso ni en este lugar.

    A cambio de lo que pudimos recibir de los franceses y demás occidentales en los siglos XI, XII y XIII, dímosles, como intermediarios, la ciencia arábiga y judaica y algún género oriental, v.gr., el apólogo. Y henos conducidos, como por la mano, a la apreciación de otro linaje de novedades que siguieron, no en muchos años, a la conquista de Toledo, y en las cuales sólo hemos de tener en cuenta el aspecto de la heterodoxia, representada aquí por el panteísmo semítico, tal como fue interpretado en las escuelas cristianas.

    Sin las relaciones frecuentísimas entre España y Francia, consecuencia de la abolición del rito y de la reforma cluniacense, no hubiera sido tan rápida la propagación de la filosofía oriental desde Toledo a París. Además, un cluniacense, D. Raimundo, figura en primera línea entre los mecenas y protectores de esos trabajos.

    Tres reinados duró la omnipotente influencia de los monjes de Cluny, mezclados en todas las tormentas políticas de Castilla, en las luchas más que civiles de D.ª Urraca, el Batallador y Alfonso VII. Desde 1120 su poderío va declinando y se menoscaba más y más con la reforma cisterciense.

    Mientras esto pasaba, la Reconquista había adelantado no poco, a pesar de la espada de los almorávides y de los desastres de Uclés y de Zalaca. La conquista de Zaragoza y la osada expedición del Batallador en demanda de los muzárabes andaluces; los repetidos triunfos de Alfonso VII, coronados con la brillante, más que duradera ni fructífera empresa de Almería, habían mostrado cuán incontrastable era la vitalidad y energía de aquellos Estados cristianos. ¡Cómo no, si un simple condottiero había clavado su pendón en Valencia!

    Entretanto, germinaba en todos los espíritus la idea de unidad peninsular, y el Batallador, lo mismo que su entenado, tiraron a realizarla, llegando el segundo a la constitución de un [410] simulacro de imperio, nuevo y manifiesto síntoma de influencias romanas y francesas. Mucho pesaba en la Edad Media el recuerdo de Carlomagno, y aun el de la Roma imperial, con ser vana sombra aquel imperio.

Capítulo I
Entrada del panteísmo semítico en las escuelas cristianas.-Domingo Gundisalvo.-Juan Hispalense.-El español Mauricio.

I. Indicaciones sobre el desarrollo de la filosofía arábiga y judaica, principalmente en España.-II. Introducción de la ciencia semítica entre los cristianos. Colegio de traductores protegido por el arzobispo D. Raimundo, Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense.-III. Tratados originales de Gundisalvo. De processione mundi.-IV. Viajes científicos de Gerardo de Cremona, Herman el alemán y otros extranjeros a Toledo.-V. El panteísmo en las escuelas de París. Herejías de Amaury de Chartres. El español Mauricio.

- I -
Indicaciones sobre el desarrollo de la filosofía arábiga y judaica, principalmente en España.

    Sin asentir en manera alguna a la teoría fatalista de las razas, puede afirmarse que los árabes, no por ser semitas, sino por su atrasada cultura y vida nómada antes del Islam y por el círculo estrecho en que éste vino a encerrar el pensamiento y la fantasía de aquella gente, han sido y son muy poco dados a la filosofía, ciencia entre ellos exótica y peregrina, ya que no mirada con aversión por los buenos creyentes. La filosofía, se ha dicho con razón, es un mero episodio en la vida de los musulmanes. Y aun se puede añadir que apenas se contó un árabe entre esos filósofos. Casi todos fueron sirios, persas y españoles.

    El papel que corresponde a la cultura muslímica en la historia de la metafísica, no es otro que el de transmisora de la ciencia griega, generalmente mal entendida. No dejaron los árabes de tener algunos rastros y vislumbres de filosofía propia, porque no hay pueblo ni raza que carezca de ellos. La filosofía posible entre los sarracenos se mostró en sus sectas heterodoxas. Así el conflicto de la predestinación y el libre albedrío hizo brotar las sectas de kadaríes y djabaríes. La negación de todo atributo positivo en la Divinidad, hecha por los partidarios del Chabar, fue ásperamente combatida por los sifatíes o antropomorfitas. De estos débiles principios fue naciendo la secta de los motáziles o disidentes, impugnadores asimismo de los atributos y del fatalismo. Sirvieron los motáziles como de cadena entre la ortodoxia y la filosofía. La ciencia del [411] calam (palabra), especie de teología escolástica, enseñada por los motacallimun, vástago de los motáziles, es ya una doctrina filosófica, nacida de la lucha entre el peripatetismo y el dogma muslímico y acrecentada con doctrinas griegas, como que tiene una base atomística. Pero antes conviene hablar de los peripatéticos.

    Cuando los árabes se apoderaron de Siria, Caldea y Persia, duraba allí el movimiento intelectual excitado por los últimos alejandrinos, a quienes arrojó de su patria el edicto de Justiniano, y por los herejes nestorianos, que expulsó Heraclio. Algunas monarcas persas, como Nuschirvan, habían protegido estos estudios y hecho traducir a su lengua algunos libros. Los árabes no se percataron al principio de nada de esto; pero cuando a los Omeyas sucedieron los Abasíes, ya aplacados los primeros furores de la conquista, vióse a los médicos nestorianos, a los astrólogos y matemáticos, penetrar en el palacio de los califas, tan solícitos en honrarlos como lo habían sido algunos monarcas del Irán. En el califato de Almansur se tradujeron ya los Elementos de Euclides. En tiempo de Harún-al-Rachid, y sobre todo de Almamún, apenas se interrumpe la labor de las traducciones de filósofos, médicos y matemáticos griegos, puesto que la amena literatura clásica fue del todo desconocida para los árabes, harto incapaces, por carácter y costumbres, de entender la pureza helénica. Debiéronse la mayor parte de esas versiones, que a veces eran refundiciones y extractos, a Isaac, a Honain-ben-Isaac, a Costa-ben-Luca y a otros nestorianos persas y sirios. Unos traducían del siríaco al árabe, otros directamente del griego. Entonces conocieron los árabes a Aristóteles y a algunos neoplatónicos.

    La importancia y celebridad de Aristóteles había subido de punto en los últimos tiempos de la escuela de Alejandría, suplantando casi a la fama de Platón, merced a los comentarios de Temistio, Simplicio y Juan el Gramático o Filopono. Con los libros auténticos del Estagirita llegaron a manos de los árabes otros apócrifos y de doctrina enteramente opuesta, como la llamada Teología de Aristóteles, obra de algún seudomístico alejandrino, e inspiradora, como veremos, de la Fuente de la vida, de Avicebrón. Aparte esto, de los neoplatónicos alcanzó a los árabes el rechazo más que la doctrina. Avempace y Tofail se parecen a Plotino, pero no le conocían ni le nombran. De Proclo manejaban, según parece, un libro apócrifo: el que los cristianos llamaron De causis. La filosofía prearistotélica, incluso la de Platón, conocíanla sólo por las referencias de Aristóteles, y de allí tomaron los Motacallimun su atomismo. Corrían, sin embargo, libros con nombre de Empédocles, Pitágoras y algún otro pensador antiguo, pero todos de fábrica reciente y saturados de neoplatonismo.

    El neoplatonismo, pues, en sus últimas evoluciones, no el de las Enéadas, y el peripatetismo en toda su extensión y comentado [412] por los alejandrinos, constituyen el caudal científico de los árabes y la base de sus especulaciones. Pero el nombre de Aristóteles es siempre el que ellos invocan hasta con fervor supersticioso, siquiera en los pormenores, en el cariño especial con que tratan algunas cuestiones y aun en la solución que a veces les dan, se muestran un tanto originales.

    Hasta el siglo IX, cuando buena parte de esos libros eran conocidos y divulgados, los árabes no dieron muestra de sí. El primero de sus filósofos de nombre conocido es Al-Kindi, que floreció en Bagdad en tiempo de los califas Almamún y Almotasin, y compuso, según dice, más de 200 obras, aunque hoy apenas se conserva ninguna. Especuló sobre la naturaleza de lo infinito, sobre el entendimiento, sobre el orden de los libros de Aristóteles, sobre el plan y propósito de éste en las «Categorías» y principalmente sobre la unidad de Dios, cuyos atributos positivos negaba (674).

    Eclipsólo Alfarabi, filósofo del siglo X, discípulo de un cristiano llamado Juan, hijo de Geblad (675), comentó el Organon de Aristóteles, y en nada esencial se aparta del peripatetismo. Tuvo mucha boga entre los escolásticos un tratadillo suyo, De scientiis, especie de metodología, citado con elogio por nuestro Fernando de Córdoba en el De artificio omnis scibilis. No parece que encerraba propósito alguno de concordia otro escrito de Alfarabi sobre las doctrinas de Platón y de Aristóteles. En cambio, es importante su tratado De los principios de los seres, conservado en la versión hebrea de Rabí-Samuel-ben-Tibbon y calificado por Maimónides de pura flor de harina. Reconoce Alfarabi seis principios, es a saber: la causa primera, las causas segundas o inteligencias de las esferas celestes, el entendimiento agente, el alma, la forma y la materia; independientes del cuerpo los tres primeros, unidos a él los tres segundos. Pone la ciencia y la felicidad humanas, como los demás filósofos árabes que le siguieron, en la unión con el entendimiento agente, pasando por los grados intermedios del entendimiento en efecto y del entendimiento adquirido. Es el entendimiento agente y separado una luz que irradia en todo lo inteligible y produce la intelección, como los colores la luz. Sólo las almas que alcancen su unión con el intelecto agente serán inmortales. Pero Alfarabi no llega al panteísmo, porque ni ese intelecto es Dios, ni la personalidad humana queda absorbida en la esencia divina; pues, según él, las almas separadas gozan en su unión, y el goce supone conciencia. Averroes le atribuye, sin embargo, el haber dicho que la inmortalidad del alma era un cuento de viejas (676). [413]

    En verdad que Aristóteles no hubiera conocido su teoría del intelecto paqiko/j y del poihtiko/j tal como los árabes la disfrazaron. Del texto del libro III De anima, por más interpretaciones que se le den y diga lo que quiera Renán, no resulta ni la unidad del entendimiento agente ni su separación del hombre. No existe para Aristóteles esa razón objetiva e impersonal (677). La impasibilidad e incorruptibilidad del intelecto agente, y no del posible, no significa más que la inmortalidad del alma en sus facultades superiores, tal como Aristóteles la entiende. Que los dos principios sean distintos y separados, Aristóteles lo dice expresamente; pero que el uno de ellos está fuera del alma y sea único, a la manera de una luz exterior que ilumine todas las inteligencias, ni lo dice ni puede deducirse de su libro, a pesar de algunas expresiones, que riñen con el resto de la doctrina del nou=j, y que parecen tomadas de Anaxágoras. No es ésta la primera vez que en cosas más graves ha puesto Renán sus propias imaginaciones en cabeza de los autores cuyos textos solicitaba blandamente para que respondiesen a su intento.

    Esta mala inteligencia de dos o tres frases del capítulo 5, libro III, De anima, es una de las mayores novedades y de los fundamentos del peripatetismo arábigo, aunque ya estuviera en germen en los comentos de Temistio y Filopono. La reducción de esta filosofía a cuerpo de doctrina débese principalmente al persa Avicena (Ben-Sina) (678), tan famoso como médico. En su gran compilación Al-Xifa y en el compendio que tituló Al-Nacha (679) desarrolla todo el círculo de las ciencias filosóficas al modo de Aristóteles, aunque por orden más breve y sencillo. Admite Avicena, contra la ortodoxia musulmana, la eternidad del mundo y toma de los neoplatónicos el sistema de la emanación para explicar cómo de lo uno (Dios) resulta lo múltiple (el mundo). De Dios emana la inteligencia, que mueve la primera esfera celeste, de ésta la que mueve la segunda, así sucesivamente hasta el intelecto agente y el alma humana, etc. Dios tiene el conocimiento de las cosas universales; a las inteligencias separadas compete el de las particulares y accidentales. A diferencia de otros filósofos árabes, en la vida práctica, antes que en la especulativa, pone Avicena el fin del hombre; admite el profetismo como estado sobrenatural, y cuando habla de la unión del alma con el intelecto agente, tiene rasgos místicos a su manera. Parece que en la Filosofía oriental, libro esotérico suyo, no conocido más que por las citas de Tofail y Averroes, defendía sin ambages el panteísmo.

    Por lo que Avicena se aparta del peripatetismo, atrájose las iras de Averroes y otros aristotélicos puros o que creían serlo. [414] Por lo que riñe con la ortodoxia muslímica, dio margen a las impugnaciones de Algazel y de los Motacallimun. Algazel (nacido en Tus, del Korasan, el año 1058) es un pensador singular, que llamó el escepticismo en apoyo de su religión, como otros modernos en defensa de mejor y más santa causa. Si yo creyera que Algazel obraba de buena fe, le llamaría el Pascal, el Huet o el Donoso Cortés del islamismo. Como ellos, emprendió el errado camino de combatir la razón para asegurar la fe. Algazel había pasado por las escuelas filosóficas y sectas de su tiempo, y en todas encontró dudas, refugiándose al cabo en el misticismo de los sufis. Entonces compuso su Tehafot o Destrucción de los filósofos, precedido de otro libro, que llamó Makasid, especie de resumen de las doctrinas que se proponía impugnar. Verdadera destrucción es el Tehafot, puesto que nada funda, reservando Algazel la exposición de sus doctrinas para otro libro que llamaba Fundamentos de la creencia. Las ideas impugnadas son las de Aristóteles, interpretado por Alfarabi y Avicena. En veinte puntos se fija principalmente Algazel, impugnando la eternidad de la materia y del mundo, la negación de los atributos y de la providencia particular y de detalle, la teoría acerca de las inteligencias de las esferas, el principio de la causalidad, que sustituye con el hábito, no de otra manera que David Hume, y defendiendo la resurrección de los muertos, etcétera (680).

    Ni Averroes ni Tofail creen que Algazel procediera de buena fe en estas refutaciones. Es más: existe un tratado, que compuso después de la Destrucción, para descubrir su pensamiento a los sabios, en que contradice lo mismo que había afirmado, y, si bien en forma oscura e indecisa, razona como cualquier otro peripatético árabe. Dice Tofail que ni éste ni los demás libros esotéricos de Algazel habían venido a España. Averroes combatió el Tehafot, en su Destrucción de la destrucción.

    El deseo de concertar en una síntesis el islamismo y la filosofía griega produjo en el siglo X la frustrada tentativa de los Hermanos de la pureza o sinceridad, sociedad que se juntó en Basora y compuso una especie de enciclopedia en cincuenta tratados (681).

    A defender la creación, la providencia y las penas y castigos de la otra vida, se levantaron con más éxito los Motacallimun (682), tomando de la filosofía sus propias armas para combatirla. Pero, ¡cosa rara!, no se apoyaron en Aristóteles, sino en Demócrito, y resucitaron el sistema atomístico. Dios creó los átomos, que por el movimiento se unieron en el vacío. El tiempo es para los Motacallimun una serie de instantes separados [415] por intervalos de quietud. Ningún accidente durados instantes, y Dios crea sin cesar accidentes nuevos por su libre y espontánea voluntad. Todos los accidentes son positivos, hasta la muerte, la privación y la ignorancia. A la causalidad sustituye, como en Algazel, el hábito. En suma, la ciencia de los Motacallimun es ciencia fluxorum, de fenómenos y apariencias, y parece increíble que un sistema teológico la haya tomado por base.

    Después de Avicena y de Algazel, la filosofía decae rápidamente en Asia, y, cada vez más acosada por los alfaquíes muslimes y por el dogmatismo oficial, escoge nuevo teatro, presentándose con singulares caracteres en España, donde bajo el cetro de los Omeyas de Córdoba se había desarrollado una cultura no inferior a la de Bagdad.

    A principios del siglo X, un cordobés llamado Mohamed-ben- Abdallah-Abenmassarra, que había viajado por Oriente, trajo a España los libros del seudo-Empédocles, explicó la doctrina en ellos contenida y tuvo muchos discípulos (683). El sistema de Empédocles tenía bastantes analogías con el de Avicebrón, que luego expondremos: una materia universal, una forma universal creada por Dios; de la unión de estos dos elementos resultaban primero las cosas simples y luego las compuestas. Vagas reminiscencias de la doctrina del verdadero Empédocles sobre el amor y el odio servían para anudar esta cadena neoplatónica de emanaciones, en que las almas individuales eran partículas del alma universal, cuyo atributo es el amor, al paso que la naturaleza, con ser efecto y aun emanación del alma, tiene por carácter la discordia. Lo que en esta teoría había de dualismo gnóstico, que en las consecuencias llegaba a ser maniqueísmo, rechazólo Avicebrón, como diremos luego.

    Un siglo después de Abenmassarra, en el XI, floreció el zaragozano Avempace (Ben-Pacha o Bacha), inclinado al misticismo, como toldos nuestros pensadores árabes y judíos, excepto Maimónides, y filósofo de los más notables, en la secta de los contempladores. En su tratado De la unión del alma con el entendimiento agente, enseñó ya el monopsichismo o panteísmo intelectual de Averroes. Pero la obra más notable de este moro aragonés es su libro Régimen del solitario, conocido hoy por el extenso análisis que hizo el judío Moisés de Narbona, y que ha reproducido Munck. El misticismo de Avempace es del todo opuesto al de Algazel: éste desprecia la razón, Avempace la ensalza, y sólo en su unión con el intelecto agente pone la felicidad humana. Hay en su libro una especie de utopía política enlazada con el sistema metafísico. El solitario está en la ciudad; pero forma ciudad y estado aparte, la ciudad de [416] los sabios, y es como la planta que nació en un desierto. Pero ya que el solitario vive en un estado imperfecto, debe tratar de mejorarle, después que se haya mejorado a sí propio y llegue al ápice de lo perfecto, mediante la percepción de las formas universales, y, sobre todo, del intelecto agente, venciendo y domando la parte hylica, material o pasiva de nuestra naturaleza. Cuando se llega a la posesión de esas formas especulativas, que Avempace llama también ideas de las ideas, del intelecto agente emana el intelecto adquirido, y el solitario ve las formas puras con abstracción de la materia, porque el intelecto adquirido es el substratum de estas mismas formas, las cuales se reducen a una sola y simplicísima en el intelecto agente, fundándose así la unidad de la ciencia. Para encontrar una concepción tan una y vigorosa, hay que retroceder a Plotino. Los árabes orientales quedan harto inferiores a Avempace.

    Buena parte de la gloria de éste ha recaído en su discípulo Abubeker-ben-Abdel-Malik Abentofail, filósofo y médico guadijeño de principios del siglo XII. Lo singular en el libro de Tofail es la forma. Con el título de Hai-ben-Jakdan escribió una especie de novela filosófica, Robinsón metafísico que han dicho algunos, algo semejante al Criticón, de Baltasar Gracián, y aun al Emilio, de Rousseau y a otras invenciones pedagógicas. Al traducirla Pococke al latín cambió el título en el de Philosophus autodidactus (684); y, en efecto, Hai, a diferencia de Andrenio y de Emilio, no tiene maestros, se educa a sí propio. Nacido en una isla desierta y criado por una cabra, va desarrollando sus ideas como si él solo estuviese en el mundo. Del conocimiento de lo sensible, de lo múltiple, del accidente, de la especie, se levanta al de lo espiritual, lo simple, la sustancia, el género: comprende la armonía de la naturaleza, adquiere las ideas de materia y forma, y la del motor inmóvil y supremo demiurgo. Desciende a la propia conciencia para reconocer la distinción de espíritu y cuerpo; y como la sustancia del hombre consiste en el espíritu, infiere que es preciso separarse de la materia, aniquilarse al modo de los sufis o de los joguis, e identificarse con Dios, en quien lo múltiple se reduce a unidad, y cuya luz se extiende y difunde en todo lo creado. El solitario Hai tiene éxtasis y revelaciones; estamos de lleno en el panteísmo místico de Jámblico y de Proclo. Para que semejantes doctrinas no se tuvieran por heterodoxas y malsonantes entre los muslimes, ocurriósele a Tofail una idea que no carece de belleza. Hai, el hombre de la naturaleza y del pensamiento libre, se encuentra, a los cincuenta años de soledad y de meditaciones, con un asceta musulmán que había parado en las mismas consecuencias que él por el solo camino de la religión. La forma literaria del Autodidacto no dejó de ejercer influencia en ciertas ficciones alegóricas de Ramón Lull, como veremos a su tiempo (685). [417]

    A todos los filósofos arábigo-hispanos excedió en fama, fecundidad y método, ya que no en originalidad e ingenio, el cordobés Averroes (Ben-Roxd), llamado en la Edad Media el comentador por excelencia:

Averrois che'l gran commento feo.

    Es error vulgar y que no necesita refutación, aunque anda en muchos libros, el de atribuir a Averroes traducciones de Aristóteles. Averroes no sabía griego, y se valió de las traducciones anteriores. Lo que hizo fue explanar todos los libros de Aristóteles, excepto la Política, que, según él mismo dice, no era conocida en España, y los libros de la Historia de los animales, con tres maneras de interpretaciones, llamadas comento mayor, comento medio y paráfrasis, aunque ni poseemos hoy todos estos trabajos, ni los que existen se han impreso todos (686). De la mayor parte no queda el texto árabe, sino traducciones hebreas y latinas, hechas generalmente del hebreo. Lo mismo acontece con la mayor parte de las obras filosóficas de los árabes por el motivo que luego expondré.

    Mayor novedad que en estos comentarios y paráfrasis hay en algunos opúsculos de Averroes, v.gr., en el Tehafot al Tehafot (Destrucción de la destrucción), en que refuta a Algazel, en el De substantia orbis, en la Epístola sobre la conexión del intelecto agente o abstracto con el hombre y en el Del consenso de la filosofía y de la teología, cuyo texto árabe existe en El Escorial y fue publicado en 1859 por Müller.

    La filosofía de Averroes es panteísta, más resuelta y decididamente que la de Avicena. Sus dos grandes errores, los que fueron piedra de escándalo en las escuelas cristianas, son la eternidad de la materia y la teoría del intelecto uno. Averroes niega la creación ex nihilo y anula la personalidad racional. La generación es el movimiento de la materia prima, que por sí no tiene cualidades positivas y viene a ser, digámoslo con palabras de Isaac Cardoso, tanquam vagina et amphora formarum, una mera potencia de ser, que para convertirse en acto necesita recibir la forma. Esta recepción, movimiento o paso del ser en potencia al ser en acto, es eterno y continuo, y, por tanto, eterna y continua, sin principio ni término, la serie de las generaciones. Negada la creación, había que negar la Providencia, y Averroes lo hizo, reduciendo a Dios a la categoría de razón universal de las cosas y principio del movimiento.

    A la concepción peripatética de la materia y de la forma añadió Averroes la acostumbrada cadena de emanaciones neoplatónicas, con todo el cortejo de inteligencias siderales e intelecto agente, ese entendimiento objetivo o razón impersonal de que Renán hablaba. Averroes es padre del famoso argumento escolástico [418] Omne recipiens debet esse denudatum a substantia recepti..., el entendimiento posible es una mera capacidad de recibir las formas. Para que el conocimiento se verifique es precisa la intervención del intelecto agente. El primer grado en la unión del entendimiento posible con el agente es el entendimiento adquirido; el último, la identificación con los inteligibles mismos. En Averroes la nota mística es menos aguda que en Avempace y Tofail. En cambio, se muestra mucho más dialéctico en sus procederes, lo cual contribuyó no poco a su desastrosa hegemonía entre los cristianos. Como quiera, y aunque no recomiende el ascetismo de Ben Pacha ni hable de los éxtasis como Tofail, su doctrina no deja de ser un misticismo racionalista que por la ciencia aspira a la unión con Dios, una especie de gnosis alejandrina.

    Del segundo de los dos yerros capitales del averroísmo síguese lógicamente otro: la negación de la inmortalidad del alma, por lo menos de la inmortalidad individual, única que merece este nombre. Y en efecto: Averroes supone corruptible y perecedero el entendimiento posible, afirmando sólo la inmortalidad del agente, como si dijéramos, de la razón universal, de la especie o de la idea, inmortalidad parecida a la que nos prometen muchos hegelianos o a la que entendía referirse nuestro Sanz del Río cuando decía que todos nos salvamos en la Humanidad. ¡Consoladora inmortalidad y salvación por cierto!

    La teoría del intelecto uno con todas sus consecuencias es lo que da color y vida propia al averroísmo. Averroes la inculca a cada momento, y en su réplica al Tehafot, de Algazel, escribe: «El alma es una en Sócrates, en Platón y en todo hombre; la individuación no procede del entendimiento, sino de la sensibilidad.» Este panteísmo audaz, sin creación, sin Providencia, sin personalidad humana ni alma inmortal, fue la grande herejía de la Edad Media, desde el siglo XIII al XVI, y aun se arrastró penosa y oscuramente en la escuela de Padua hasta los fines del XVII. A la sombra del averroísmo científico y filosófico floreció otro averroísmo vulgar y grosero, despreciador de toda creencia y compendiado en la frase, que no libro, De tribus impostoribus.

    A decir verdad, Averroes, como casi todos los filósofos de su raza, había sido muy mal creyente, que profesaba absoluta indiferencia, aunque no odio, respecto del islamismo. En su opinión, el filósofo podía aventurarse cuanto quisiera, siempre que en lo externo respetara el culto establecido. Pero esta hipocresía no engañó a los teólogos muslimes. Ya en tiempo de los almorávides fueron quemados y destruidos muchos libros. Los almohades trajeron mucho más vivo el fervor de proselitismo; y aunque Averroes disfrutase algún tiempo del favor de Abdelmumen y de Yusuf, sufrió en tiempo de Jacob-Almanzor destierros y persecuciones, prohibiéndose, además, por edictos el estudio [419] de la filosofía y mandándose entregar a las llamas cuantos libros de tan pernicioso saber se encontrasen.

    Con la muerte de Averroes, ya muy anciano, en 1198, parece extinguirse toda filosofía entre los árabes andaluces. En cambio, proseguía su estudio con tesón, y recogió la herencia de los musulmanes, traduciendo y comentando sus escritos, otra raza semítica establecida de tiempo antiguo en nuestro suelo. Entiéndase, sin embargo, que el desarrollo filosófico de los judíos españoles, conforme a los datos que hoy tenemos, empieza cerca de un siglo antes que el de los sarracenos, excepción hecha de Masarra, y que tres de sus pensadores vencen en originalidad y brío a cuanto presentan los muslimes.

    Nuestros judíos comienzan a dar señales de vida literaria a mediados del siglo X (a. 948), en que Rabí-Moseh y Rabí-Hanoc trasladaron a Córdoba las famosas Academias de Pombeditah y Sura, haciendo a nuestra Patria centro de toda cultura rabínica. Los judíos de Oriente, fuera de Filón y de su escuela, habían permanecido casi extraños a la filosofía; como que cifraban su saber en la tradición y en el talmudismo. Si alguna especulación racional tuvieron, redújose a la Cábala, aunque en mantillas y tal como la encontramos en el Sepher Jatzirah o Libro de la Creación, mencionado, a lo que parece, en ambos Talmudes y traducido al árabe por Rabí-Saadía a principios del mismo siglo X. Enseña este libro, diremos con Jehudá Haleví, la deidad y la unidad por cosas que son varias y multiplicadas por una parte, pero por otra son unidas y concordantes y su unión procede del uno que los ordena (687). La teoría de los números y de los Sephirot o emanaciones, idéntica a la de los eones gnósticos, que en otra parte expusimos, está ya formulada en el Sepher, aunque muy distante de los desarrollos que logró en el Zohar (688). El paralelismo perpetuo entre el signo y la idea, en que a veces el primero ahoga a la segunda; la superstición judaica de las letras; los treinta y dos caminos de Adonai; las tres madres, las siete dobles, las doce sencillas: he aquí lo que pusieron de su cosecha los judíos en ese emanatismo de origen persa o caldeo, según la opinión más admitida, que comenzó a influir en ellos durante la cautividad de Babilonia. Pero, mirada la cuestión con ojos imparciales, todavía parece difícil admitir que el Sepher Jatzirah, tal como hoy le conocemos, se remonte a los tiempos talmúdicos, ni menos al siglo I ni al II de la era cristiana. Para admitirlo sería preciso borrar de ese libro innegables huellas neoplatónicas y gnósticas. El Sepher puede ser anterior en tres siglos, pero no más, a Rabí-Saadía. A fines del siglo I existía, a no dudarlo, entre los judíos una ciencia arcana, análoga al cabalismo; pero el Libro de la creación, que el Talmud babilónico y el ierosolimitano citan, y por medio del cual hacían Rabí-Janina [420] y Rabí-Josué ben Cananía maravillas tales como producir una novilla de tres años, que les servía en seguida de alimento, es distinto del Sepher Jatzirah que hoy tenemos, y por cuyas hojas pasó, no hay que negarlo, el hálito de la escuela alejandrina. Ni el aislamiento de los judíos y su ignorancia del griego fueron tan grandes como se pondera, ni se explican todas las semejanzas, aunque sí algunas, por un fondo común de tradiciones orientales. La dominación de los reyes de Egipto, la de los de Siria, la de los romanos, los judíos helenistas, Aristóbulo y Filón, la secta de los terapeutas... ¡cuántos motivos para que la filosofía griega penetrase entre los judíos!

    La protección dada por los califas Abasíes a los traductores nestorianos y sirios; el nacimiento de la filosofía arábiga con Al-Kendi y Alfarabi, hizo salir a los judíos de la eterna rutina del Talmud y de la Misnáh y de las interpretaciones alegóricas de la Mercaba o carro de Ezequiel. En tiempo de Almansur, Anan-ben David rompe el yugo del talmudismo y funda la secta de los caraítas, atenida estrictamente al texto de la Biblia. Del caraísmo nació una especie de escolástica, semejante a la de los Motacallimun árabes, y que tomaba de ella hasta los argumentos, como expresamente dice Maimónides, para defender la creación ex nihilo, la providencia y la libertad divinas (689). En cambio, Saadía, autor del Libro de las creencias y opiniones, y otros rabinos, invocaron ya la razón en apoyo del dogma.

    Débiles son, por cierto, los comienzos de la especulación filosófica entre los judíos; pero, trasplantada a España, creció de súbito, como los demás estudios de aquella raza, no sin que alguna parte tuviese en tal florecimiento el célebre médico de Abderramán III, Hasdai ben Isaac, traductor de Dioscórides.

    Las glorias de la filosofía judaico-hispana se compendian en tres nombres: Avicebrón, Jehudá Haleví, Maimónides.

    Bajo el extraño disfraz de Avicebrón fue conocido, en las escuelas cristianas Salomón Abengabirol, natural de Málaga, o, como otros quieren, de Zaragoza, eminentísimo poeta del siglo XI, autor del Keter Malkut, o Corona real, y de muchos himnos, oraciones y plegarias, que se cantan todavía en las sinagogas (690). Como filósofo, sólo podemos juzgarle por su Fuente de la vida (Mahor Hayim), puesto que, según todas las trazas, ha perecido otro libro que completaba su sistema y que los escolásticos citan con el rótulo de Liber de Verbo Dei agente omnia. El descubrimiento de la Fuente de la vida se debe al orientalista judío Munck, tan benemérito de nuestras letras. Avicebrón escribió su libro en árabe; pero sólo quedan un extracto hebreo de Sem-Tob-Falaquera, que es el impreso, traducido y comentado [421] por Munck, y una versión latina completa, que todavía aguarda editor (691).

    Avicebrón, con ser fervoroso creyente y poeta sagrado, puede pasar por el Espinosa del siglo XI. Es el más metódico y profundo de los panteístas de la Edad Media; así es que apenas tuvo discípulos entre los judíos. El fondo de su doctrina es, a no dudarlo, neoplatónico, y Munck ha mostrado las analogías que tiene la Fuente de la vida con el libro apócrifo de la Teología de Aristóteles, donde no sólo hay platonismo y emanatismo, sino gnosticismo puro, en la mala y herética teoría del Verbo. De la gnosis, de Proclo, y quizá del libro De causis, si el libro De causis no es posterior al Fons vitae, desciende Avicebrón; pero semejante analogía no empece a la novedad y encadenamiento de sus ideas. No ha habido pensador alguno absolutamente solitario.

    Pártese la Fuente de la vida en cinco libros o tratados. El primero contiene observaciones generales sobre lo que se ha de entender por materia y forma. El segundo trata de la forma corporal. El tercero, de las sustancias simples intermedias entre el agente primero (Dios) y el mundo corpóreo. El cuarto demuestra que también las sustancias simples tienen materia y forma. El quinto trata de la materia universal, de la forma universal y de la voluntad divina, que debe de ser el Verbum Dei agens omnia. Está el libro en forma de diálogo entre maestro y discípulo.

    Munck ha analizado prolijamente y con grande esmero la Fuente de la vida, y casi fuera temeridad rehacer su trabajo, aun cuando el plan de esta obra lo consintiera. Baste decir que en el sistema de Avicebrón todos los seres, excepto Dios, o sea la sustancia primera, están compuestos de materia y forma. La emanación fue producida libremente por la voluntad divina, que se mostró en varias hipóstasis, como decían los alejandrinos. El primer resultado de la emanación es la materia universal con la forma universal; la primera, considerada abstractamente y sin la forma, es sólo una potencia de ser; la forma le da existencia, unidad y sustancialidad. La forma universal es idéntica al entendimiento universal, unidad segunda, especie de las especies, razón de todas las formas parciales. La segunda emanación es el alma universal, que tiene dos modos de manifestarse: en el macrocosmos, como alma del mundo o naturaleza naturante; en el microcosmos, como alma racional. De la naturaleza naturante emana el mundo corpóreo en sus diferentes grados: mundo celeste e incorruptible, mundo de la generación y de la destrucción, etc. A su vez la materia tiene varios grados: 1.º Materia universal absoluta. 2.º Materia universal corpórea. 3º Materia [422] de las esferas celestes. 4.º Materia general natural o del mundo inferior. Cada una de éstas ciñe y abraza a la inferior, y a cada materia corresponde una forma, haciéndose más y más corpóreas formas y materias conforme van descendiendo y alejándose de la voluntad divina. El mundo superior es arquetipo del inferior; las formas visibles, reflejo de las invisibles. La forma universal se asemeja a la luz del sol, difundida en todo lo creado. La materia, lo mismo que la forma, es una en su esencia; y como la materia y la forma son emanaciones de la voluntad divina y la una no puede existir sin la otra, ¿quién dejará de inferir que en la voluntad se confunden y unimisman? ¿Quién podrá librar a Abengabirol de la nota de panteísmo, por más que haya procurado salvar el dogma de la creación?

    Realmente, la unidad de materia, como si dijéramos la sustancia única, es lo que llamó la atención de los escolásticos en el sistema de Avicebrón. Omnes illos qui corporalium et incorporalium dicunt esse materiam unam, super quam positionem videtur esse fundatus liber qui dicitur «Fons vitae», escribe Alberto el Magno (692). En cambio, Giordano Bruno, que en pleno Renacimiento cita muchas veces a Gabirol suponiéndole árabe, extrema de todo punto las consecuencias de su doctrina, atribuyéndole lo que no dijo: «Algunos afirman que la materia es un principio necesario, eterno y divino; de ellos es aquel moro Avicebrón, que la llama dios y dice que está en todas las cosas» (693).

    En su poema Keter Malkuth desarrolla Gabirol las mismas ideas que en la Fuente de la vida. Es la Corona real un himno de soberana belleza al Dios de quien brota la fuente de la vida, de quien emanó la voluntad para difundirse, como el sol difunde sus rayos, en infinitas emanaciones. Hasta en sus libros de filosofía es poeta Gabirol y sabe exornarlos con bellas imágenes y comparaciones. «Las formas sensibles, dice en el libro II del Fons vitae, son para el alma lo que las letras de un libro para el lector. Cuando la vista ve los caracteres y los signos, el alma recuerda el verdadero sentido oculto bajo estos caracteres.» Este pensamiento es favorito de los místicos: «¿Qué serán luego todas las criaturas de este mundo, tan hermosas y tan acabadas, sino unas como letras quebradas e iluminadas que declaran bien el primor y sabiduría de su autor?», exclama Fr. Luis de Granada. «Y porque vuestras perfecciones, Señor, eran infinitas y no podía haber una sola criatura que las representase todas, fue necesario criarse muchas, para que así, a pedazos, cada una por su parte nos declarase algo dellas» (694). Pero ¡qué diferencia entre el espiritualismo cristiano de Luis de Granada y el panteísmo místico de Avicebrón! (695) [423]

    Resumamos: el Fons vitae contiene en sustancia la doctrina de Plotino, expuesta con método aristotélico, aunque Avicebrón, con más talento y buen deseo que resultado, quiere concertarla con la personalidad divina y con el dogma de la creación. Imposible era unir cosas contradictorias, y los judíos obraron con prudencia dejando a un lado las teorías emanatistas de Gabirol, mientras ponían sobre su cabeza los himnos y oraciones del mismo; porque allí la vaguedad e indecisión de las formas poéticas velaba lo heterodoxo del pensamiento (696). Sólo los cabalistas, los compiladores del Zohar, explotaron grandemente el libro de Avicebrón.

    Sin detenernos en los Aben Ezras ni el moralista Bahya-ben-Joseph, reparemos un momento en la hermosa figura del castellano Jehudá-Leví (mediados del siglo XII), uno de los grandes poetas de la Península Ibérica, superior al mismo Ben-Gabirol y comparado por Enrique Heine con el padre Homero. Jehudá-Leví no era un espíritu aventurero ni salió nunca de los límites de la creencia mosaica. Así, en sus himnos como en el libro de teología y filosofía que llamó Kuzari, la inspiración religiosa domina sobre todo. Combate frente a frente las audacias de la filosofía peripatética, rinde su tributo a la tradición y se inclina al misticismo y a la Cábala. Pero no es un escéptico como Algazel ni niega las fuerzas de la razón, sino que le da un puesto inferior y subordinado a la fe. La fe no está contra la razón, sino sobre ella, y la filosofía griega, que sólo en la razón se apoya, [424] da flores y no fruto. El libro del Kuzari está en diálogo y es de muy discreto artificio literario y amena lectura (697). Compúsolo en árabe Jehudá-Leví, tradújole al hebreo Jehudá-Ben-Tibon, y al castellano, en el siglo XVII, Jacob de Avendaña.

    El movimiento filosófico de los árabes arrastraba a los judíos hacia el Peripato, no obstante los esfuerzos de Jehudá Haleví y sus discípulos. Para buscar algún modo de concordia entre el dogma y la teología, compuso Abraham-ben-David, de Toledo, su libro de la Fe excelsa, y más adelante el cordobés Moisés ben Maimon (Maimónides), su Guía de los que dudan. Maimónides, la mayor gloria del hebraísmo desde que faltaron los profetas, sentía el mismo entusiasmo y fervor por la Biblia que por Aristóteles; pero la nota racionalista predominaba en él, como en Jehudá Leví la mística. Abraham-ben-David había combatido la doctrina de Gabirol. Maimónides no le nombra y se ensaña principalmente con los Motacallimun, malos defensores de la religión y malos filósofos. En el Guía hay que distinguir dos partes, aunque suelen andar mezcladas: una de filosofía, otra de exégesis racional. Esta última es sobremanera audaz; puede decirse que preludia el Tratado teológico-político de Espinosa. Maimónides da de la profecía una explicación puramente psicológica; expone por el método alegórico multitud de antropomorfismos y teofanías y da tormento a la Biblia para encontrar dondequiera las ideas de Aristóteles, de quien sólo se separa en un punto: el relativo a la eternidad del mundo. En teodicea rechaza Maimónides los atributos positivos, abriendo así puerta al panteísmo y aun al ateísmo y dándose la mano con Avicebrón y con Plotino; pero los restablece luego, por una feliz inconsecuencia, con el nombre de atributos de acción, y los mismos atributos negativos, tomados a la inversa, se convierten en positivos en sus manos; v.gr.: Dios no es ignorante, luego es sabio; no es injusto, luego es justo, etc. Lo que Maimónides quiere dar a entender es que no hay paralelo ni semejanza posibles entre la naturaleza divina y la humana, y que la justicia, la sabiduría, el poder, la bondad, etc., son de una manera muy distinta de las que vemos en los hombres.

    No está exento Maimónides de frases de sabor emanatista ni falta en su sistema la acostumbrada jerarquía de inteligencias separadas, que desde Avicena o antes de Avicena presidía a la concepción cosmológica de árabes y judíos. Pero el autor de la Guía procura identificar esas inteligencias con los ángeles de la Escritura. ¡Cuánto camino habían andado los daimones, alejandrinos!

    Como quiera, en la doctrina de Maimónides quedan a salvo [425] la personalidad divina y la creación. ¿Sucede así con la inmortalidad del alma? En este punto anda oscuro. A las veces como que indica que sólo las almas absortas en la contemplación y en el saber, las que lleguen a la unión con el intelecto agente, serán inmortales. Mas ¿esta inmortalidad supone conciencia y distinción o es semejante a la de Averroes? Maimónides no responde categóricamente, pero se inclina al monopsichismo y rechaza la idea de número y de pluralidad en el mundo de los espíritus.

    Maimónides ha pasado entre los profanos por antecesor de Espinosa; lo es realmente como teólogo y exegeta, y aun casi como adversario de lo sobrenatural, según comprueban sus teorías del profetismo y de los milagros; pero como filósofo, aunque se dé la mano con él en dos o tres puntos relativamente secundarios, tiene Espinosa antecedentes más directos en Avicebrón y en la Cábala. Sin embargo, había leído mucho a Maimónides, y le cita en el Tratado teológico (698), aunque suele tratarle con dureza.

    El libro de Maimónides era demasiado racionalista para que contentase a los judíos. Pero la autoridad grande de que gozaba, y aun hoy goza, su autor como talmudista y comentador de la Misnáh, hizo que los pareceres se dividiesen. Cuando el Guía, escrito originalmente en árabe, fue trasladado al hebreo por Samuel-ben-Tibon, produjo una verdadera tempestad en las sinagogas de Provenza. Cruzáronse de una parte a otra condenaciones y anatemas, y en 1305 un sínodo de Barcelona, presidido por Salomón-ben-Adrath, prohibió, so pena de excomunión, el estudio de la filosofía antes de los veinticinco años (699). Pero esta providencia, como todas las que al mismo intento se tomaron, salió infructuosa. El demonio de la filosofía se había apoderado de los judíos, y a ellos se debió la traducción y conservación de la mayor parte de los libros árabes ya mencionados. De las vicisitudes de esa filosofía durante los siglos XIV y XV no me toca hablar ahora.

    Para completar esta reseña conviene decir algo del Zohar, principal monumento cabalístico, escrito o compilado en España y durante el siglo XIII, según la opinión más probable, por un judío llamado Moisés de León. En su texto se han notado palabras castellanas, como esnoga (sinagoga) y guardián. [426]

    La Cábala, en sus principios fundamentales y en su simbolismo, es una de tantas formas de la doctrina de la emanación y se parece mucho a las invenciones gnósticas de Basílides y Valentino. Munck ha mostrado, además, las relaciones que tiene con el Makor de Avicebrón.

    Dios, en el sistema de los cabalistas, es una especie de pater agnostos, el oculto de los ocultos, la unidad indivisible; se le llama Ensoph. Su luz llenaba el espacio, o más bien el espacio era él. Para crear, concentró su luz, produjo el vacío y le fue llenando con sucesivas emanaciones de su lumbre. La primera es el arquetipo de todo lo creado, el Adam Kadmon. De él emanaron cuatro mundos. En el primero y más excelso, en el Acilah o mundo de la emanación, se distinguen las diez cualidades activas, inteligencias o sephirot del Adam Kadmon. Sus nombres son: 1.º, Corona; 2.º, Prudencia; 3.º, Intelecto; 4.º, Grandeza; 5.º, Fuerza; 6.º, Hermosura; 7.º, Victoria; 8.º, Majestad; 9.º, Fundamento, y 10.º, Reino. De este mundo emanaron los otros tres; el último es el mundo de la materia y del mal, las heces de la creación. El hombre, o microcosmos, es imagen del Adam Kadmon y participa de los tres mundos inferiores, puesto que en él se distinguen tres principios: nephes (aliento vital), rual (espíritu), nesjamah (alma racional). Hay bastante dualismo y aun tendencias maniqueas en la Cábala, pero están absorbidas por el panteísmo que la informa. Parece increíble que dentro del judaísmo y como ciencia sagrada y arcana haya podido vivir tantos siglos una doctrina contraria en todo al espíritu y letra de las Sagradas Escrituras (700).

    Ha convenido adelantar un poco las ideas y los hechos y traer la filosofía semítica hasta fines del siglo XIII para excusar enfadosos preliminares en otros capítulos de nuestra obra.

- II -
Introducción de la ciencia semítica entre los cristianos.-Colegio de traducciones protegido por el Arzobispo D. Raimundo.-Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense.

    Con harto dolor hemos de confesar que debemos a un erudito extranjero las primeras noticias sobre los escritores que son asunto de este capítulo, sin que hasta ahora haya ocurrido a ningún español no ya ampliarlas, sino reproducirlas y hacerse cargo de ellas. El eruditísimo libro en que Jourdain reveló la existencia de lo que él llama Colegio de traductores toledanos apenas es conocido en España, con haberse impreso en 1843. (El libro de Jourdain está impreso en París por Grapelet, 8.º) Y, sin embargo, pocos momentos hay tan curiosos en la historia de nuestra cultura medieval como aquel en que la ciencia de árabes [427] y judíos comienza a extender sus rayos desde Toledo y, penetrando en Francia, produce honda perturbación y larga lucha entre los escolásticos, para engendrar a la postre el averroísmo. Pero antes de Averroes aparecieron en lengua latina merced a nuestros traductores, Al Kindi, Alfarabi, Avicena y, sobre todo, Avicebrón. La Fuente de la vida hizo escuela, y de ella desciende, según toda probabilidad, el panteísmo del Mtro. Amalrico, que en manera alguna puede confundirse con el de Averroes (701).

    Como intérprete de lo bueno y sano que hubiera en la ciencia arábiga, cabe a España la primera gloria, así como la primera responsabilidad, en cuanto a la difusión del panteísmo. No trato de encarecer la una ni de disimular la otra, aunque bien puede decirse que Domingo Gundisalvo y Juan Hispalense fueron heterodoxos inconscientes, a diferencia del español Mauricio, que suena como dogmatizante.

    Ni la importancia ni la curiosidad de estos sucesos han sido parte a que nuestros escritores nacionales los tomen en cuenta. El que más, se contenta con referir a los tiempos de Alfonso el Sabio lo que llaman infiltración de la cultura semítica en el pueblo castellano, asentando que ésta se redujo a las ciencias matemáticas y naturales y a los libros de apólogos y de ejemplos. Hasta se ha atribuido al Rey Sabio la traslación de las academias hebreas a Toledo, no sin permitirse donosas invectivas a propósito del fanatismo de la clerecía, que había impedido antes tales progresos.

    La verdad histórica contradice todas estas imaginaciones. El influjo semítico debió de comenzar a poco de la conquista de Toledo y llegó a su colmo en el reinado de Alfonso VII el Emperador (muerto en 1157), que dio franca acogida y generosa protección a los más ilustres rabinos arrojados de Andalucía por el edicto de Abdelmumen, última expresión del fanatismo almohade. Desde entonces tuvieron asiento en Toledo las antiguas escuelas y academias de Córdoba y Lucena (702).

    En cuanto al fanatismo de la clerecía, baste decir que un arzobispo de Toledo fue, con la mejor intención del mundo, el principal mecenas de la serie de trabajos científicos que voy a enumerar. «La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales (ha dicho Renán, autoridad nada sospechosa) divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas... El honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla desde 1130 a 1150» (703).

    La erudición profana de los escolásticos anteriores a esta [428] época estaba reducida al Timeo de Platón, traducido por Calcidio; a los tratados lógicos de Aristóteles interpretados por Boecio, a las compilaciones de Casiodoro, Beda, San Isidoro y Alcuino y a algunos libros de Séneca y Apuleyo, sin olvidar la Isagoge de Porfirio, en torno de la cual rodaba la disputa de nominalistas y realistas (704). Con tan escasos materiales se había levantado el maravilloso edificio de la ciencia de Lanfranco, Roscelino, San Anselmo, Guillermo de Champeaux, Hugo y Ricardo de San Víctor y Pedro Abelardo, dogmáticos y místicos, apologistas y heterodoxos. Es error grave, aunque, a Dios gracias, ya casi extirpado, el considerar la filosofía escolástica como un puro peripatetismo. De Aristóteles sólo se conocían antes del siglo XII los tratados lógicos y sólo podía imitarse, por lo tanto, el procedimiento dialéctico.

    No conoció otra cosa Gerberto, a quien malamente se ha supuesto discípulo de los árabes. A mediados del siglo XI, Constantino el Africano, que había viajado mucho por Oriente, tradujo al latín, de la traducción árabe, algunos libros de Galeno. Del inglés Adelardo de Bath dicen que recorrió España, Grecia, Egipto y Arabia para traducir y compendiar varias obras de matemáticas y astronomía, entre ellas los Elementos, de Euclides, siempre sobre versiones orientales. Contemporáneo suyo fue un cierto Platón de Tívoli (Plato Tiburtinus), traductor de los Cánones astronómicos, de Albategni, hacia el año 1116 (705).

    Pero hasta la época de D. Raimundo nadie había pensado en traducir obras de filosofía. Hemos nombrado antes a los dos intérpretes de que se valió: Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla.

    Las noticias de Gundisalvo eran oscuras y confusas antes de la publicación de Jourdain. Nicolás Antonio (706) hace de él tres personajes distintos. Menciona primero a un cierto Gonzalo, español, que escribió en el siglo XII De ortu scientiarum, De divisione philosophiae, De anima, y tradujo del árabe los libros De caelo et mundo, según refieren Juan Wallense, franciscano, en su Florilegium de vita et dictis illustrium philosophorum, y Lucas Wading, de la misma orden, que en 1665 publicó ese libro. Cita en otra parte a Domingo, arcediano de Segovia, intérprete de un libro de filosofía de Algazel. Y finalmente, con autoridad de Bartholoccio en la Bibliotheca Rabinica, atribuye a Juan Gundisalvo y a un tal Salomón el haber puesto en lengua latina la Física de Avicena, de la cual había y hay un códice en la Biblioteca Vaticana entre los libros que fueron de la Urbinate.

    Pérez Bayer puso a Gundisalvo entre los autores de época desconocida; pero sospechó ya que el traductor de los libros [429] De caelo et mundo y el de la Física debían de ser una misma persona.

    Jourdain resolvió este embrollado punto bibliográfico comparando las suscripciones finales de los códices parisienses, que en bastante número contienen obras de Gundisalvo. Es evidente que el magister Dominicus, archidiaconus Segoviensis, que tradujo la Metafísica de Algazel, es la misma persona que el Dominicus Gundisalvi archidiaconus, intérprete de la Metafísica de Avicena, y que el Dominicus archidiaconus, traductor del libro De anima, del mismo filósofo. El nombre de Ioannes Gundisalvi resulta de un error de Bartholoccio, que confundió al arcediano con su colaborador Juan Hispalense, haciendo de dos personajes uno. En cuanto a Salomón, no atino quién sea.

    Todavía tiene más nombres Gundisalvo. En el códice que encierra el tratado De Processione mundi se le llama Gundisalinus, y Vicente de Beauvais cita como de Gundisalino la traducción del De caelo et mundo (707). Nueva prueba de la identidad del personaje.

    El colaborador de Gundisalvo era un judío converso llamado Juan, natural, según parece, de Sevilla. Dictaba éste la traducción en lengua vulgar, y Gundisalvo la escribía en latín. Así resulta del prólogo del tratado De anima de Avicena, enderezado al arzobispo D. Raimundo: Hunc igitur librum vobis praecipientibus, et me singula verba vulgariter proferente et Dominico archidiacono singula in latinum convertente ex arabico translatum. El cognomen de Juan es en algunos códices Avendehut, añadiéndosele las calificaciones de israelita y philosophus, y en Alberto el Magno, Avendar. En muchos manuscritos se le llama Juan Hispalense, Hispanense y Lunense (Juan de Sevilla, Juan el Español, Juan de Luna); pero es evidente que se trata de una sola persona, comprobándose la identidad por las fechas y por las dedicatorias al arzobispo D. Raimundo (708).

    Las obras en que trabajaron de consuno Gundisalvo y Juan son numerosas y están en parte inéditas. Hablaré primero de las traducciones, y luego, de los originales. Me he valido principalmente de los códices de la Biblioteca Nacional de París, rica como ninguna en manuscritos escolásticos.

    Entre ellos merece especial estudio el 6443 del antiguo fondo latino, códice del siglo XIII, que perteneció en el XVI a De Thou. Contiene:

    Metaphysica Avicennae... sive de prima philosophia. Terminados los diez libros, se lee: Completus est liber quem transtulit Dominicus Gundisalvus archidiaconus Toleti, de arabico in latinum (fol.43 Col.1.ª).

    Physicorum Avicennae liber primus. Siguen los otros cuatro y acaba sin suscripción en el folio 68, columna 2.ª Parece [430] traducción de Gundisalvo y su compañero por el asunto, por el estilo y por el lugar que ocupa en el códice. Además, en un manuscrito de la Urbinate están expresos sus nombres.

    Liber de anima Avicennae. Antecédele una curiosa dedicatoria de Juan Avendehut, israelita ad archiepiscopum Toletanum Reimundonem (709). El tratado se divide en cinco partículas y acaba al folio 89 vuelto con esta suscripción: Explicit liber Avicennae de anima. Liber Avicennae, de caelo et mundo. (Atribuida por Wading a Gundisalvo, fol.142.) Metaphysica Algazelis (en cinco libros). No consta el nombre del traductor en este códice, pero en el 6552 se dice expresamente que lo fue el Mtro. Domingo, arcediano de Segovia.

    Folio 156 vuelto: Incipit Physica Algazelis.

    Acabados los cinco libros (fol. 164v.º), dice: Explicit Algazel totus.

    Folio 185: Liber Avicennae de ortu scientiarum. Le cita como de Gundisalvo Juan Guallense.

    Folio 201: Incipit Logica Algazel.

    Folio 208: Logica Avicennae. La cita como traducción de Juan Avendar Alberto el Magno.

    Las demás traducciones de Al-Kindi, Alfarabi, Alejandro (de Afrodisia), Isaac (ben-Honain), contenidas en el tomo, son de Gerardo de Cremona. La de Averroes, De substantia orbis, y el De animalibus, de Avicena, pertenecen a Miguel Escoto.

    No menos interesante que este códice es el 6552 de la misma Biblioteca, que al folio 43 contiene la Metafísica de Algazel, así encabezada: Incipit liber Philosophiae Algazel, translatus a magistro Dominico archidiacono Segobiensi, apud Toletum, ex arabico in latinum. En el folio 62: Incipit liber fontis vitae. Esta Fuente de la vida no es otra que la de Avicebrón. Munck publicó largos extractos de ella, dándola por anónima. Jourdain ya había sospechado quiénes pudieron ser los traductores. Su conjetura resulta plenamente confirmada por otra copia del Fons vitae descubierta en la Biblioteca Mazarina por el Dr. Seyerlen (710). [431]

    Tiene el número 510 entre los códices latinos y acaba así: Finitus est tractatus quintus qui est de materia universali et forma universali, et ex eius consummatione consummatus est totus liber cum auxilio Dei et eius misericordia Avencebrol.

                            Libro praescripto, sit laus et gloria Christo,
per quem finitur quod ad eius nomen initur.
Transtulit Hispanis (sic) interpres lingua Ioannis
tunc ex arabico, non absque iuvante Domingo.

    Domingo, pues, y Juan el Español trasladaron de lengua arábiga este notabilísimo monumento de la filosofía judaica.

    Yo he hallado otro códice del Fons vitae en la Biblioteca Colombina de Sevilla. Tiene en el catálogo de Gálvez la marca Z-136-44, y hoy el 5-25 en la serie formada con los libros que pertenecieron a D. Fernando Colón. Es del siglo XIII, como los dos de París, y se encabeza así: Incipit liber «fontis vitae» Avicebrois philosophi. Scinditur autem in quinque tractatus. Ocupa 55 follos y acaba: Consummatus totus liber cum auxilio Dei et eius misericordia. Va precedido de algunos tratados de Alejandro de Afrodisia, del De animalibus, de Avicena, y del Libellus Moysi Egiptii (Maimónides). De plantis tactis a calore, etcétera.

    En un códice de la Biblioteca Nacional de París (suplemento lat. 49) se atribuye a Gerardo de Cremona la versión del tratadito De scientiis, de Alfarabi, que en otras copias está como de Gundisalvo.

    El De anima, de Avicena, hállase reproducido desde el folio 79 en adelante del códice 8802 de la misma Biblioteca con el prólogo de Avendehut antes citado.

    Finalmente, en dos manuscritos de la misma Biblioteca (6506 del antiguo fondo latino, 1545 del fondo de la Sorbona) se encuentra el tratadito de Costa-ben-Luca sobre La diferencia entre el espíritu y el alma, traducido por Juan Hispalense: Explicit textus de differentia spiritus et animae. Costa-ben-Luca cuidam amico, scriptori cuiusdam regis, edidit; et Ioannes Hispalensis ex arabico in latinum Ramundo Toletanae sedis archiepiscopo transtulit.

    Doce son, pues, las traducciones hasta ahora conocidas de libros filosóficos árabes hechas por Gundisalvo y su intérprete. Las de Avicena constituían Al-Nacha, las de Algazel el Makásid; unas y otras encerraban en breve resumen la doctrina peripatética y suplían en parte la falta de las obras de Aristóteles, cuyos libros físicos y metafísicos no habían penetrado aún en las escuelas cristianas. Unas y otras fueron muy leídas por los escolásticos y llegaron a ser impresas en los siglos XV y XVI, aunque anónimas y con variantes. La primera edición de Avicena es de 1495; la primera de Algazel, de 1506 (711). En cambio, la Fuente de la vida quedó inédita, aunque influye portentosamente [432] en la Edad Media y la citan Alberto Magno y Santo Tomás.

    De Juan Hispalense se conservan, además, muchas versiones y extractos de libros astronómicos. Apenas hay historiador de las ciencias matemáticas que no le mencione; pero nadie ha formado aún el catálogo de sus escritos ni yo me empeñaré en ello por no ser materia de este lugar. El hecho de mezclarse en estos libros supersticiones astrológicas me induce a reservar su noticia para el capítulo de las artes mágicas. Baste decir que Juan Hispalense tradujo, entre otras obras, el libro de Alfergani De scientia astrorum et radicibus motuum coelestium, la Isagoge astrologica, de Abdelaziz; qui dicitur Alchabitius, el Thebit, De imaginibus, un tratado De quiromancia, el Liber Mesallach, De receptione, y de ninguna manera los libros de Mercurio Trimegisto, por más que lo afirme Miguel de Medina (712).

- III -
Tratados originales de Gundisalvo.-De processione mundi.

    No se limitó Gundisalvo a la tarea de interpretar libros filosóficos de extrañas literaturas. Creciendo su afición a las especulaciones racionales, quiso pensar y escribir por su cuenta, aunque siguiendo no muy lejos las huellas de sus modelos, especialmente de Avicebrón, en cuya doctrina estaba empapado. El virus panteísta se le había inoculado sin él pensarlo ni saberlo, dado que era privilegio de los varones de aquella remota edad el ignorar cierta clase de peligros. El emanatismo oriental y neoplatónico vino a reflejarse por desusado camino en los escritos originales de nuestro arcediano.

    Dos son los que han llegado a nuestros días, y de entrambos dio Jourdain la primera noticia. Uno de ellos, el más inocente, se rotula De immortalite animae y está contenido en un códice de la Biblioteca Nacional de París (fondo de la Sorbona 1793). Convencido Gundisalvo de que el error materialista destruye el fundamento de toda honestidad y religión, se propone recopilar en su tratado las pruebas que convencen de la inmortalidad del alma, como son las leyes y costumbres de todos los pueblos, la razón, la revelación, el sentido íntimo y hasta el testimonio de la experiencia por lo que hace a aparecidos y resucitados. En este tratado luchan constantemente el instinto sano y ortodoxo de Gundisalvo y sus reminiscencias de Avicena y Avicebrón. Cuando dice, por ejemplo, que las almas conocen su procedencia y continuidad de la fuente de la vida [433] y que nada puede interponerse entre ellas y la fuente de la vida ni apartar las aguas que de ésta emanan, ¿como no recordar el emanatismo del Makor Hayim, que él había tan fielmente traducido? (713)



    El segundo tratado se intitula De processione mundi, está en el códice 6443 de la Nacional de París y ha sido calificado por Jourdain de uno de los más antiguos e importantes monumentos de la filosofía española influida por la musulmana. Tan importante y tan curioso es, que no he dudado en hacerlo copiar con exactitud paleográfica y ofrecérselo a los lectores por apéndice de este capítulo, seguro de que me lo han de agradecer los amantes de la ciencia española y de la filosofía de los tiempos medios. Hasta ahora no ha merecido ni un extracto, ni un análisis, ni más indicación que la ligerísima de Jourdain antes citada.

    Propónese el autor del Liber Gundissalvi llegar al conocimiento de Dios por el espectáculo de las cosas visibles, fundado en el texto Invisibilia Dei per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur. Vestigios son del Creador las criaturas visibles: forman sus obras una como escala para llegar a Él. En las cosas hemos de distinguir su composición y división, y la causa que produce entrambas. La composición es principiorum coniunctio; la disposición, coniunctorum ordinata habitudo. La causa motora puede ser primera, segunda, tercera, etc. Para la especulación son necesarias tres cosas: razón, demostración, inteligencia. A la razón bástale la posibilidad; a la demostración, la necesidad; la inteligencia sólo se aquieta con la concepción pura y simple. A la inteligencia se asciende por el intelecto, o sea por la demostración; al intelecto, por la razón; a la razón, por la imaginación; a la imaginación, por los sentidos. Los sentidos aprehenden las formas sensibles presentes; la imaginación, las formas sensibles in materia absenti; la razón, las formas [434] sensibles abstractas de la materia; el entendimiento, las formas inteligibles; la inteligencia, una sola y sencilla forma: Dios. La razón procede componiendo y resolviendo: resolviendo, asciende; componiendo, desciende. Al resolver empieza por los últimos grados; al componer, por los primeros (síntesis y análisis).

    Todo cuerpo consta de materia y forma; la forma y la materia son de opuestas propiedades, pues la una sostiene y la otra es sostenida; la una recibe y la otra es recibida; la una informa y la otra es informada; ergo non conveniunt per se y necesitan una causa que las haga unirse y entrar en composición. Todo lo que empieza a ser, pasa de la potencia al efecto, de la posibilidad al acto; ahora bien, al pasar de la potencia al acto es un movimiento; todo lo que empieza a ser se mueve hacia el ser; todo lo que se mueve, por otro es movido. Ninguna cosa pudo darse el ser a sí misma; de aquí la necesidad del primer motor y de la primera causa, puesto que el proceso hasta lo infinito es absurdo.

    Demostrada la existencia de la causa primera o del ser necesario, fundamento del ser y de la nada y última razón de todo; demostrada también su unidad e inmovilidad, porque el movimiento supondría imperfección y ajeno impulso, pasa a tratar de las causas segundas y de la creación, composición y generación, entrando ipso facto en la cuestión de principiis. Estos son dos: la materia y la forma, diversos entre sí, porque sin diversidad no habría composición. Ni la materia ni la forma tienen existencia real fuera de la composición, quia non perficitur «esse» nisi ex coniunctione utriusque. Lo que tienen por sí la materia y la forma es el ser en potencia, y de su unión resulta el ser en acto. Podemos definir al ser existencia de la forma en la materia. Ni la materia precedió en tiempo a la forma ni la forma a la materia; la posibilidad de entrambas comenzó al mismo tiempo. Fuera del Creador, todos los seres están compuestos de materia y forma. El Creador mismo no antecede en tiempo, sino en causa y eternidad, a los dos principios. La materia es una e inmutable, semper permanet; la forma, aunque no toda forma, advenit et recedit, siendo causa de toda generación y destrucción. La materia apetece, naturalmente, la forma, puesto que por ella pasa de la potencia al acto, del no ser al ser, de lo no perfecto a la perfección. Las formas se dividen en sensibles e inteligibles. La inteligencia sólo conoce el ser por sus formas. El término materia es idéntico al de sustancia: nec est aliud materia quam substantia. La materia primera, abstractamente considerada, puede llamarse sustancia, porque contiene en potencia el ser de todas las cosas, como el huevo contiene en potencia al animal. La materia no tuvo principio, porque es posibilidad de ser: esse materiae est igitur sine initio. La materia contiene en sí todas las cosas (in se omnia est): es eterna e increada si la consideramos en potencia, [435] porque existió siempre en la mente del Creador, y lo mismo la forma. En acto comenzaron a existir cuando Dios las unió para constituir todos los seres sacándolas de la nada, no de su propia esencia. Sólo la materia y la forma tienen ser por creación; las demás cosas proceden de ellas por composición y generación.

    Niega Gundisalvo el caos (cita la descripción de Ovidio) y rechaza las interpretaciones que los teólogos hacían del primer capítulo del Génesis, procurando él, de grado o por fuerza, ajustarle a su doctrina peripatético-avicebronista. Sostiene que el alma de los ángeles y la del hombre se componen de materia y forma. La forma y la materia son el principio masculino y el femenino del mundo. La primera unión de la materia con la forma es semejante a la de la luz con el aire, a la del calor con la cuantidad, a la de la cuantidad con la sustancia, a la del entendimiento con lo inteligible, a la del sentido con lo sensible. Así como la luz ilumina las cosas visibles, así la forma hace cognoscible la materia. «Y como el Verbo es luz inteligible que imprime su forma en la materia, todo lo creado refleja la pura y sencilla forma de lo divino, como el espejo reproduce las imágenes. Porque la creación no es más que el brotar la forma de la sabiduría y voluntad del Creador y el imprimirse en las imágenes materiales, a semejanza del agua que mana de una fuente inagotable. Y la impresión (sigillatio) de la forma en la materia es como la impresión de la forma en el espejo.» Es imposible que la materia sea sustancia sin ser una: la unidad es inseparable de la sustancialidad. La forma puede ser espiritual, corporal o media, intrínseca o extrínseca, esencial o accidental. Toda sustancia, así corpórea como espiritual, es incorruptible; sólo se mudan y desaparecen los accidentes. Siguen algunas consideraciones sobre la teoría de los números y sobre el movimiento que reciben unas de otras las esferas celestes (714).

    Tal es en compendio el libro, hasta hoy desconocido, donde el arcediano Gundisalvo trató de exponer, aunque atenuadas, las doctrinas de Avicebrón sobre la materia y la forma. Aunque salva, como su maestro, la personalidad de Dios y el dogma de la creación, todavía pueden notarse en su sistema los errores siguientes:

    I. Unidad de materia, es decir, unidad de sustancia, puesto que el mismo Gundisalvo confiesa que las frases son sinónimas.

    II. Suponer compuestos de materia y forma el espíritu angélico y el humano, lo cual nota y censura en Avicebrón Santo Tomás. [436]

    III. Negar la creación in loco et in tempore.

    IV. Eternidad e incorruptibilidad de la materia y forma (715) y (716).

- IV -
Viajes científicos de Gerardo de Cremona, Herman el alemán y otros extranjeros a Toledo.

    «Uno de los fenómenos más singulares de la historia de la Edad Media es la rapidez con que los libros se esparcían de un cabo a otro de Europa.» Ejemplo notable de esta verdad tenemos en la propagación de los textos árabes de la filosofía y ciencias naturales. Dada la señal por el arzobispo D. Raimundo, divulgadas las versiones de Gundisalvo y Juan Hispalense, creció la fama de Toledo como ciudad literaria y foco de todo saber, aun de los vedados, y acudieron a ella numerosos extranjeros, sedientos de aquella doctrina greco-oriental que iba descubriendo ante la cristiandad absorta todas sus riquezas. Aún está por escribir la historia literaria de esta época memorable, en que cupo a España el papel de iniciadora. [437]

    Venían, por lo común, estos forasteros con poca o ninguna noticia de la lengua arábiga; buscaban algún judío o muzárabe toledano que literalmente y en lengua vulgar o en latín bárbaro les interpretase los textos de Avicena o Averroes: traducíanlo ellos en latín escolástico, y la versión, hecha por tal manera, se multiplicaba luego en innumerables copias por todas las escuelas de Francia y Alemania, donde era ávidamente recibida, y engendraba a las veces herejías y revueltas. París y Toledo compendian el movimiento de las ideas en el siglo XII.

    Recordaremos los nombres de algunos de estos traductores, puesto que en España aprendieron y sirven como eslabones entre Gundisalvo y las audacias de Amaury, de Mauricio y de los averroístas.

    A mediados del siglo XII, Pedro el Venerable, abad de Cluny, mandó hacer una versión del Korán para que, siendo conocida su doctrina, pudiese ser mejor refutada. Siguióse el procedimiento ya conocido. Un judío toledano llamado maestre Pedro interpretó verbalmente y en mal latín el libro sagrado de los sarracenos; un arcediano inglés, Roberto de Rétines, ayudado por Herman el Dálmata y por el monje Pedro, lo puso en forma más literaria (717). No se descuidaron los traductores de añadir una breve Summa contra haereses et sectas sarracenorum. Roberto de Rétines fue después arcediano de Pamplona. Pero ni su vocación ni la de su compañero era por los estudios apologéticos. Uno y otro habían venido a aprender en España astrología y matemáticas. Herman el Dálmata trasladó del árabe el Planisferio, de Tolomeo (718).

    Inglés como Roberto de Rétines y contemporáneo de Ricardo Corazón de León fue Daniel de Morlay, que, ardiendo en deseos de poseer las ciencias matemáticas, hizo larga residencia en Toledo y escribió De principiis mathematicis, De superiori mundo, De inferiori mundo, etc. (719)

    Mucho más conocido es el italiano Gerardo Cremonense, a quien algunos han querido hacer español llamándole Gerardo de Carmona. Aprendió el árabe en Toledo e hizo, solo o con ayuda de judíos, prodigioso número de traducciones de astronomía, medicina y ciencias filosóficas. Gracias a él conocieron los latinos el Almajesto, de Tolomeo; el Sanon, de Avicena; la Práctica, el Antidotario y el libro De las divisiones, de Abubeker (Rasís); el Breviario médico, de Juan Serapión, el Methodus medendi, de Albucassem; la Terapéutica, de Juan Damasceno [438]; la Astronomía, de Geber; el libro de Alfragán De aggregationibus stellarum; el de Abubeker De mensuratione terrarum; los tres primeros libros de los Meteoros, de Aristóteles, etc., y, por lo que hace a la filosofía, dos tratados de Al-Kindi (De somno et visione y De ratione); el de Alfarabi De intellectu y algo de Alejandro de Afrodisia (De sensu, De motu et tempore), etc. (720) A setenta y seis llegaron sus obras, según el cronista Pipini, contándose entre ellas algunas originales, v.gr., la Theorica planetarum, la Geometría, etc. Apenas hay biblioteca de Europa que no posea numerosos códices de estas versiones, sobre todo del Almagesto y de algunos tratados de medicina. En filosofía influyó poco o nada; mucho en astrología judiciaria.

    En pos de Gerardo de Cremona, y ya en los primeros años del siglo XIII, apareció en Toledo Miguel Escoto, personaje de primera talla como intérprete de Averroes e introductor del averroísmo en Italia y Francia. «En tiempo de Miguel Escoto, que se presentó en 1230 trayendo algunas partes de los libros filosóficos y matemáticos de Aristóteles con exposiciones nuevas, fue magnificada la filosofía aristotélica entre los latinos» (721), escribe Rogerio Bacon, quien, además, acusa a Miguel Escoto de haberse apropiado los trabajos de su intérprete, que era un judío converso de Toledo llamado Andrés (722). Tradujo -o dio su nombre Miguel Escoto a las traducciones de- los comentarios de Averroes De caelo et mundo y De anima, atribuyéndosele además, y con buenos fundamentos, la de los comentarios De generatione et corruptione y de los Meteoros, de las paráfrasis de los Parva naturalia y del libro De substantia orbis, que se encuentran a continuación de los primeros en códices de París, no sin que alguno incluya también la Física y la Metafísica. A todo lo cual ha de agregarse el de Aristóteles De animalibus y el tratado de la Esfera, del célebre renegado hispalense Alpetrongi o Alpetrangio, llamado Avenalpetrardo (de su antiguo nombre Petrus) en algunos códices (723). Ni se contentó Miguel Escoto con el papel de traductor, si es que realmente lo fue. Impregnadas están de averroísmo sus Quaestiones Nicolai peripatetici, tan severamente juzgadas por Alberto el Magno, que llama a su autor hombre ignorante en la filosofía natural y mal entendedor del texto de Aristóteles (724). Acogido Miguel Escoto en la corte siciliana de los Hohenstaufen, galardonado con franca mano por el impío Federico II, alcanzó grande y misteriosa [439] reputación de nigromante e incrédulo, en cuyos conceptos habremos de hacer memoria de él más adelante.

    Siguió las huellas de Miguel Escoto Herman el Alemán, patrocinado por el rey de Sicilia Manfredo, hijo de Federico. Las obras de Herman son más inocentes que las de su predecesor, dado que se limitó a trasladar las glosas de Alfarabi sobre la Retórica, de Aristóteles; el compendio de la Poética de Averroes y su Comentario medio sobre la Ética a Nicómaco, traducción acabada en la capilla de la Santa Trinidad de Toledo en junio de 1240. Queda también un compendio de Ética con su nombre (725).

    Según Rogerio Bacon, Herman, lo mismo que Miguel Escoto, fue poco más que testaferro en estas versiones, puesto que se valió de algunos mudéjares qui fuerunt in suis translationibus principales (726). La barbarie de estas traducciones excede a cuanto puede imaginarse. Casi llegan a ser ininteligibles, a diferencia de las de Gundisalvo y Juan, que siempre ofrecen un sentido claro y a las veces cierta elegancia y aliño literario, notables sobre todo en la Fuente de la vida (727). [440]

    La empresa de transmitir al mundo latino la ciencia oriental fue continuada con mayores bríos y espíritu más sano por nuestro rey Alfonso el Sabio, a quien se debe la primera aplicación de las lenguas vulgares a asuntos científicos. Pero las versiones hechas por su mandato fueron principalmente de libros astronómicos, no sin que entre ellos se deslizase a veces la superstición astrológica, como veremos a su tiempo.

- V -
El Panteísmo en las escuelas de París.-Herejía de Amaury de Chartres.-El español Mauricio.

    A principios del siglo XIII, casi todos los filósofos árabes y judíos, si exceptuamos a Avempace y Tofail, conocidos sólo de oídas por los escolásticos, y a Averroes, cuya influencia directa principia más tarde, estaban en lengua latina. Al-Kindi, Alfarabi, Avicena, Algazel, Avicebrón y los libros originales de Gundisalvo corrían de mano en mano, traídos de Toledo como joyas preciosas. Una nube preñada de tempestades se cernía sobre los claustros de París.

    La nube estalló al fin y abortó un panteísmo brutal, que, dejando a un lado los trampantojos de la materia y de la forma, condensó en fórmulas crudas y precisas la doctrina de unidad de sustancia; herejía tremenda, pero de historia oscura y en la cual anda envuelto el nombre de un español que no es la menor de las oscuridades. Breves son los datos que tenemos.

    Cuenta Rigore (Rigordus) en sus Anales (728) que hubo en la Facultad de Teología de París un clérigo llamado Amalrico o Amaury, natural de Bene, en el territorio de Chartres, el cual fue muy docto en lógica y disciplinas liberales, pero cometió graves errores teológicos, entre ellos el de afirmar que todo cristiano es «sustancialmente» miembro de Cristo (729). El papa Inocencio III condenó esta sentencia, y Amaury se vio obligado a abjurar, aunque de mala gana. Al poco tiempo enfermó, murió y fue sepultado en el monasterio de San Martín des Champs. Pero la propaganda fue continuada por sus discípulos, quienes, entre otras cosas, sostenían que la ley antigua había sido anulada por la nueva, que los sacramentos eran inútiles y que cada cual se salvaba por la gracia interior del Espíritu Santo, sin acto alguno exterior. Proclamaban, además, la licitud de los actos malos ejecutados in charitatis nomine. Sabedores de esta predicación Pedro, obispo de París, y Fr. Guerino, consejero del rey Felipe Augusto, por las revelaciones del clérigo Radulfo de Nemours, que se fingió hereje para sorprender sus secretos, los condenaron en el concilio de París (año 1209), los degradaron de las sagradas órdenes y los entregaron al brazo secular, que hizo quemarlos en el Campelus extra portam, perdonando a las mujeres y a los fanáticos o ilusos. El cuerpo de [441] Amaury fue desenterrado y reducido a cenizas, que se esparcieron por los estercoleros.

    Hasta aquí la relación de Rigore, monje de Saint Denis y médico del rey, o más bien la de su continuador Guillermo el Bretón. Pero aun hay un párrafo que nos da más luz y que interesa mucho.

    «En aquellos días se leían en París ciertos libros de Metafísica, compuestos, según se decía, por Aristóteles, traídos nuevamente de Constantinopla y trasladados del griego al latín, cuyas sutilezas no sólo daban asidero a la herejía de Amalrico, sino que podían engendrar otras nuevas. Por cuya razón fueron mandados quemar y se vedó, so pena de excomunión, que nadie los copiase, leyese o retuviese» (730).

    César de Heisterbach, autor de un libro De cosas peregrinas e historias memorables, escribe, después de hablar de la herejía de los amalricianos: «Entonces se prohibió en París que nadie leyese durante tres años los libros de filosofía natural. Los del maestro David de Dinant y los libros franceses de teología fueron destruidos y quemados.»

    Confirma la primera noticia Hugo, continuador de la Crónica de Roberto de Auxerre. Según él, se prohibió por tres años la lección de los libros aristotélicos de filosofía natural que se habían comenzado a explicar en París pocos años antes (731).

    Conviene insertar el texto mismo de la sentencia conciliar:

    «Decretos del maestro Pedro de Corbolio, arzobispo de Sens. obispo de París, y de los demás obispos en París congregados sobre quemar a los herejes y destruir los libros no católicos.

    El cuerpo del maestro Amalrico sea extraído del cementerio y arrojado en tierra no bendita. Su nombre sea excomulgado en todas las iglesias de esta provincia.

    Bernardo; Guillermo de Arria, orífice; Esteban, presbítero de Cella; Juan, presbítero de Occines; el maestro Guillermo de Poitou; Dudon, sacerdote; Domingo del Triángulo, Odon y Elinans, clérigos de San Clodoardo, sean degradados y entregados al brazo secular. Ulrico, presbítero de Lauriaco, y Pedro de San Clodoardo, antes monje de San Dionisio; Guerino, presbítero de Corbolio, y el clérigo Esteban, sean degradados y sometidos a cárcel perpetua. [442]

    Los cuadernos del maestro David de Dinant sean presentados antes de Navidad al obispo de París y quemados.

    Nadie lea en París pública ni secretamente los libros de Aristóteles de filosofía natural ni sus comentarios, bajo pena de excomunión.

    Desde Navidad en adelante será tenido por hereje todo el que retenga los cuadernos del maestro David.

    Mandamos que los libros teológicos escritos en romance, y el Credo y el Padre nuestro en romance, pero no las vidas de los santos, sean presentados a los obispos diocesanos antes del día de la Purificación, so pena de ser tenido por hereje el que los retenga» (732).

    Este Credo y este Padre nuestro, si el texto no está errado, debían ser heréticos y obra de los amalricianos.

    En lo que toca a los libros de Aristóteles y David de Dinant, la prohibición surtió poco efecto, puesto que hubo de renovarse en los estatutos que el legado Roberto de Courzon dio en 1215 a la Universidad de París. Autoriza en ellos la lección de los libros dialécticos y éticos de Aristóteles, pero prohíbe los de metafísica y filosofía natural, la Suma o compendio de ellos y los tratados que encerraban doctrinas de Amaury de Chartres, David de Dinant y Mauricio el Español. Non legantur libri Aristotelis de Metaphysica et naturali Philosophia nec summa de eisdem aut de doctrina Mag. David de Dinant aut Amalrici haeretici, aut Mauritii Hispani (733).

    Gregorio IX, por bula dirigida en abril de 1231 a los maestros y estudiantes de París, prohibió asimismo el uso de los libros de filosofía natural hasta que fuesen examinados y corregidos, así como el tratar de materias teológicas entre los indoctos y en lengua vulgar (734).

    Como se deduce de todo lo expuesto, ni la Física ni la Metafísica de Aristóteles fueron condenadas nunca en absoluto y como obras dañosas, sino recogidas temporalmente, porque [443] presentaban a los incautos ocasión de errar y porque los herejes comprobaban con ellas sus vanas imaginaciones. Lejano es, sin embargo, el parentesco entre Aristóteles y Amaury de Chartres, y a primera vista nada más absurdo que hacer al Estagirita responsable de la herejía de los amalricianos. Pero ¿qué Aristóteles era el que explicaban aquellos maestros? Veremos si se descubre alguna luz recurriendo a otras fuentes.

    Según Gerson, la doctrina de Amaury se reducía a estas proposiciones (735): «Todo es Dios, Dios es todo. El Creador y la criatura son idénticos. Las ideas crean y son creadas. Dios es el fin de todo, porque todas las cosas han de volver a él para reposarse en él inmutablemente y formar un todo sustancial... Dios es la esencia de todas las criaturas.»

    Es evidente que semejantes principios nada tienen que ver con la Metafísica del hijo de Nicómaco; pero pueden ser una consecuencia lógica, una forma popular, como ahora se dice, del misticismo de Proclo, traducido por los árabes, y de la Fuente de la vida, de Avicebrón. En realidad, Amaury no quería que su doctrina muriese solitaria en las escuelas, sino que agitase a las muchedumbres, y, tras de emplear la lengua vulgar, él o sus sectarios formularon, según el analista Rigore, las siguientes consecuencias: «Decían que el cuerpo de Cristo no está en el Sacramento del altar más que en cualquiera otra parte... Negaban la resurrección de los cuerpos, el paraíso y el infierno, diciendo que el que tuviese el conocimiento de Dios que ellos tenían tendría dentro de sí el paraíso, mientras el que cayese en pecado mortal llevaría en su alma el infierno. Llamaban idolatría a las imágenes y altares de los santos y al ofrecer incienso. Reprendían a los que veneraban las reliquias de los mártires... Nadie puede pecar, decían, mientras el espíritu de Dios esté en nosotros. Y aun llegaban a creer que cada uno de ellos era Cristo y el Espíritu Santo» (736).

    Fuera de los teólogos, el corifeo más notable de la secta era un tal Guillermo, orífice, que se decía profeta y anunciaba cuatro plagas: una de hambre sobre el pueblo, otra de hierro contra los príncipes; la tercera, en que se abriría la tierra y sepultaría a los burgenses, y la cuarta, de fuego que bajaría del cielo para devorar a los miembros del anticristo, que eran [444] los prelados. Llamaba a Roma Babilonia, y al papa, anticristo.

    Henos ya bien lejos de Avicebrón, pero muy cerca de los cátaros, albigenses, valdenses y pobres de León y hasta de los begardos y alumbrados; en suma de todos los predecesores y aliados de la Reforma. Las pasiones populares no saben filosofía, pero tienen una lógica brutal, y escrito está que quien siembra vientos recogerá tempestades. Los amalricianos dieron forma vulgar y sin ambages al panteísmo, sin descuidarse de sacar todas sus consecuencias religiosas, éticas y sociales, sobre todo la irresponsabilidad individual y la negación de los premios y castigos de la otra vida, mezclándose a todo ello cierto espíritu profético y revolucionario. ¡Qué ajenos estarían el piadoso Gundisalvo y su cofrade de que tales aguas habían de manar de la Fuente de la vida!

    Negaba Amaury la Trinidad, considerando las tres personas como tres sucesivas manifestaciones de la esencia divina (737). El reinado del Hijo había terminado y comenzaba entonces el del Espíritu Santo. ¿Quién no ve ya en germen el Evangelio eterno?

    Entre la herejía de los amalricianos y la de David de Dinant había alguna diferencia, como Santo Tomás advierte. Los primeros aseveraban que Dios era el principio formal de todas las cosas; el segundo identificaba a Dios con la materia prima (738). El sistema de David de Dinant es el de Ben-Gabirol, menos la personalidad de Dios.

    «Dividió David de Dinant (dice en otra parte Santo Tomás) todas las cosas en cuerpos, almas y sustancias separadas. Al principio indivisible que entra en la composición de los cuerpos llamó hyle; al constituido de las almas, noyn o mente. Al principio indivisible de las sustancias eternas llamó Dios. Y dijo que estos tres principios eran uno y el mismo, porque todas las casas tienen a mismas esencia» (739). Estos sectarios de la Edad Media tenían a lo menos el mérito de la claridad y de la franqueza, en lo cual no los han imitado gran cosa los panteístas y panenteístas que han venido después (740). [445]

    Las pocas noticias que hemos dado (y no quedan muchas más) bastan para formar cumplida idea del carácter y tendencias de esta herejía. Ahora sería oportuno investigar quién fue el español Mauricio; pero, desgraciadamente, sólo nos queda su nombre, y con tan poco hemos de contentarnos, puesto que los Archivos de la Sorbona callan. Ni Duboulay, ni Launoy, ni Jourdain, ni Haureau (741), averiguaron nada. Renán (742) ha aventurado una conjetura poco verosímil. Según él, Mauritius pudo ser una de tantas corruptelas del nombre de Averroes, extrañamente [446] desfigurado por los copistas de la Edad Media. Pero el mismo Renán ha demostrado, y parece confirmarlo un texto de Rogerio Bacon, que hasta el tiempo de Miguel Escoto (hacia 1217) el comentario de Averroes no fue conocido entre los cristianos, lo cual se opone a que fuera condenado en 1215. ¿El nombre de Mauritius será algún diminutivo de Maurus?

    Ni aun es fácil indicar con precisión las fuentes en que bebieron su panteísmo Amaury, David y Mauricio. Tenían a mano no el texto de Aristóteles, sino los compendios de Avicena y de Algazel, con algunos tratados de Alfarabi y quizá de Alejandro de Afrodisia, pero sobre todo el Fons vitae y el libro De causis. De este último han tratado largamente Alberto Magno y Santo Tomás. Según el Ángel de las Escuelas, era un extracto de la Elevación teológica, de Proclo, hecho por algún árabe (743). En opinión de Alberto, el judío David había compaginado dicho libro con trozos de la epístola de Aristóteles De principio universi, que es tenida por apócrifa, y de los libros de Alfarabi, Avicena y Algazel, ordenándolos por orden geométrico. Se encuentra citado con los títulos de Liber de essentia purae bonitatis, De lumine luminum, De floribus divinorum, De bonitate pura, etc. (744) El mismo David había compuesto un tratado de Física que cita Alberto Magno: Pervenit ad nos per eumdem modum Physica perfecta. Gundisalvo parece haber tenido a la vista el libro De causis para el suyo De processione.

    La noticia que Rigore da de una versión directa de la Metafísica traída de Constantinopla parece contradecir esta influencia arábigo-hispana, confesada por todos los historiadores de la escolástica; pero quizá el buen analista padeció en esto alguna confusión. Si la Metafísica de Aristóteles estaba directa y fielmente traducida del griego, ¿qué tenía que ver con las herejías de Amaury de Chartres? ¿Cómo podían escudarse con ella sus parciales?

    Como precedentes de Amaury y Mauricio, dentro de la escolástica, se han citado, además, el libro De divisione naturae, de Escoto Erígena, y aun el realismo de Guillermo de Champeaux. Todo pudo influir, porque ¿quién contará todos los hilos de una trama? Pero la genealogía más natural y directa no parece ser otra que la que hemos expuesto. El libro De causis está ya citado por Alano de l'Isle.

    Por lo que hace a su parte práctica hay en el amalricianismo un como rechazo de las herejías populares, de que hablaré en el capítulo siguiente, al paso que éstas acrecieron sus bríos con las disputas de la escuela. Y repetiré, aun a riesgo de ser [447] enojoso, que la novedad del panteísmo de Amaury consistía en ser popular: 1.º, por lo preciso y brutal de las fórmulas ontológicas; 2.º, por el empleo de la lengua vulgar; 3.º, por el laicismo y el pseudo-profetismo (745).
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro tercero
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