Capítulo IX
El luteranismo en Sevilla. -Rodrigo de Valer. -Los Doctores Egidio y Constantino. -Julianillo Hernández. Don Juan Ponce de León y otros protestantes.

I. Rodrigo de Valer.-II. El Dr. Egidio. Sus controversias con Fr. Domingo de Soto. Sus abjuraciones y retractaciones.-III. El Dr. Constantino Ponce de la Fuente. Predicador de Carlos V. Amigo del Dr. Egidio. Sus obras: Summa de doctrina christiana, Sermón del Monte, Confesión del pecador.-IV. Constantino, canónigo magistral, de Sevilla. Descubrimiento de su herejía. Su prisión y proceso.-V. Continúa la propaganda herética en Sevilla. Introducción de libros. Julianillo Hernández. Noticia de otros luteranos andaluces: D. Juan Ponce de León, el predicador Juan González, Fernando de San Juan, el Dr. Cristóbal de Losada, Isabel de Baena, el Mtro. Blanco (Garci-Arias), etc. Autos de fe de 24 de septiembre de 1559 y 22 de diciembre de 1560. Fuga de los monjes de San Isidro del Campo.-VI. Vestigios de protestantismo en otras comarcas. Fray Diego de Escalante: escándalo promovido en la iglesia de los Dominicos de Oviedo.




- I -
Rodrigo de Valer.

    «La ciudad de Sevilla (escribe el protestante Cipriano de Valera en su Tratado del Papa y de la Missa) es una de las más populosas, ricas, antiguas, fructíferas y de más suntuosos edificios que hay en España... Todo el tesoro de las Indias occidentales viene a ella... Ser fructífera se prueba por el Ajarafe, donde hay tantos y tantos olivares, de los cuales se saca tanta copia y abundancia de aceite... Vese también por las vegas de Carmona y de Jerez, tan abundantes de trigo, y por los campos tan llenos de viñas, naranjales, higueras, granados y otros infinitos frutos» (1777).

    En esta, pues, rica y hermosa ciudad y paraíso de deleites, centro de la contratación de las Indias occidentales, vivía por los años de 1540 un noble caballero natural de Lebrija llamado Rodrigo de Valer, el cual toda su vida ocupaba en mundanos ejercicios, deleitándose mucho en jugar y cazar y tener buenos caballos y bien enjaezados. De pronto, y como si estuviera movido por sobrenatural impulso, se le vio dejar sus antiguos pasatiempos y consagrarse todo a la lectura y meditación de la Biblia, que aprendió casi de memoria con ayuda de un poco de latín que en su mocedad había estudiado. En suma, se hizo un fanático, y, dejándose guiar por sus propias inspiraciones (y sin duda por algún libro protestante que le cayó en las manos, [54] aunque Valera y Reinaldo de Montes lo disimulan), a cada paso trababa disputas con clérigos y frailes, echándoles en cara la corrupción del estado eclesiástico. Y esto lo hacía en medio de plazas y de las calles y hasta en las mismas gradas de la catedral, que eran lonja de mercaderes y mentidero de ociosos. Decíase inspirado por el espíritu de Dios y nuncio y mensajero de Cristo para aclarar las tinieblas del error y corregir a aquella generación adúltera y pecadora.

    Tanto porfió el propagandista laico, que la Inquisición tuvo que llamarle a su Tribunal. «Y entonces -dice Cipriano de Valera- disputó valerosamente de la verdadera Iglesia de Cristo, de sus marcas y señales, de la justificación del hombre, y de otros semejantes puntos... cuya noticia Valer había alcanzado sin ningún ministerio ni ayuda humana, sino por pura y admirable revelación divina.»

    Los inquisidores se hubieron con él muy benignamente, le creyeron loco, y le pusieron en libertad, confiscándole parte de sus bienes. Pero como él siguiera en sus predicaciones, volvieron a llamarle algunos años después y le hicieron retractarse por los años de 1545; ceremonia que se verificó no en auto público, sino en la iglesia mayor entre los dos coros. Se le condenó a sambenito, cárcel perpetua, con obligación de oír misa y sermón todos los domingos en la iglesia del Salvador. Aun allí solía levantarse y contradecir al predicador cuando no le parecía bien lo que decía. De allí le llevaron al monasterio de Nuestra Señora de Sanlúcar de Barrameda, donde acabó sus días, siendo de edad de cincuenta años poco más o menos. Valióle mucho para que no se le tratara con más rigor el ser cristiano viejo, sin mezcla de sangre de judíos ni de moros (1778). Hizo algunos prosélitos de cuenta, entre ellos el Dr. Egidio.




- II -
El Dr. Egidio. -Sus controversias con Fr. Domingo de Soto. -Sus abjuraciones y retractaciones.

    Juan Gil o Egidio, como se llamó latinizando su nombre, era natural de Olvera y había estudiado en la Universidad de Alcalá, en los mejores tiempos de aquella escuela. El que quiera convencerse de la buena fe con que nuestros protestantes escribieron sus historias, no tiene más que leer la relación que hace de la vida de Egidio el autor de las Artes de la Inquisición. Si hubiéramos de creerle, en Alcalá, donde explicaban Nebrija, Hernán Núñez, los Vergaras, Demetrio Ducas Cretense, Lorenzo Bilbao y otros mil humanistas; en Alcalá, donde se imprimió por primera vez el texto griego del Nuevo Testamento y se dio a luz la primera Políglota del mundo; en aquella escuela tan [55] ensalzada por Erasmo..., ni siquiera se aprendía el latín y se despreciaban las sagradas Letras; tanto, que a Egidio, por aplicarse a ellas, le llamaban el bueno del biblista (bonus biblista). A quien miente así, a ciencia y conciencia, en hechos públicos y notorios, ¿qué fe hemos de darle en las demás cosas que refiere? Y lo peor es que apenas tenemos otra autoridad que la suya para las cosas de Egidio.

    Graduado éste en teología con cierto crédito de letras y aun de virtud, obtuvo en 1537 la canonjía magistral de Sevilla por llamamiento de aquel cabildo y sin que precedieran edictos ni oposiciones públicas, lo cual le atrajo no pocas enemistades. Cuando empezó a predicar túvosele por muy inferior a su fama, cayó en menosprecio general, e, irritada su vanidad con esto, quiso hacerse famoso y conspicuo por extraño modo. Para esto se unió con el fanático Rodrigo de Valer, que en pocas horas le enseñó el oficio del predicador cristiano, aconsejándole otros estudios, otros libros y otros directores que los que hasta entonces había tenido. Egidio siguió el consejo de aquel hombre, aunque le tenía por rudo e idiota; se hizo amigo del Dr. Constantino Ponce de la Fuente (1779), que por aquellos días había venido a Sevilla, y que le facilitó algunos libros luteranos, y volvió a predicar con más fervor que antes, esparciendo cautelosamente la semilla de la nueva doctrina en sus sermones y más aún en secretos conventículos.

    Así y todo, conservaba fuera de Sevilla su antigua reputación; tanto, que Carlos V le propuso en 1550 para el obispado de Tortosa. Con esto se levantaron sus émulos y le acusaron de hereje ante el santo Tribunal. Los cargos que se le hacían eran sobre la justificación, el valor de las obras, el purgatorio, la certidumbre de la salvación, el culto de las imágenes, la invocación de los santos la Biblia como única regla de fe. Había llevado su audacia hasta querer quitar de la catedral y hacer pedazos un lignum crucis y la imagen de la Virgen que llevaba San Fernando en sus expediciones. A todo esto se añadía la terca defensa que había hecho de Rodrigo de Valer durante su proceso. [56]

    Preso Egidio en las cárceles del Santo Oficio, escribió una apología de su sentir acerca de la justificación, obra tan herética y de tan mal sabor como sus sermones, defensa que contribuyó a empeorar su causa. Sin embargo, tan ciegos estaban los amigos de Egidio y tan poca noticia había aún en España de las opiniones luteranas, que el cabildo de Sevilla y el mismo emperador intercedieron por Egidio, y uno de los Inquisidores que habían de entender en su causa, el montañés Antonio del Corro, a quien llama Reinaldo de Montes venerandus senex, se inclinaba a absolverle, contra el parecer de su compañero Pedro Díaz, arrepentido de haber escuchado en algún tiempo las predicaciones de Rodrigo de Valer (1780).

    En la calificación de las proposiciones intervinieron varios teólogos. Egidio designó al Dr. Constantino y a Carranza, pero uno y otro estaban en los Países Bajos con el emperador. Entonces se acordó del Mtro. Garci-Arias, de la Orden de San Jerónimo, a quien decían el Mtro. Blanco, el cual ocultamente seguía los errores luteranos, como otros de su Orden. Era hombre astuto, ladino y disimulado y que de ningún modo quería comprometerse, y dio un parecer ambiguo, que no contentó ni a Egidio ni a sus jueces.

    Otro de los calificadores fue Fr. Domingo de Soto, que para esto sólo vino de Salamanca a Sevilla. Y aquí nos hallamos en grave duda y sin saber lo cierto, pues, mientras los católicos, como vimos al tratar del proceso de Carranza, inculparon a Soto de haber procedido demasiado benévolamente con Egidio, los protestantes forjan una historia que al mismo Llorente le pareció increíble y absurda.

    Dice, pues, Reinaldo González de Montes que Soto fue insinuándose por términos suaves en el ánimo de Egidio, y le persuadió a firmar una declaración de sus opiniones para leerla en la catedral en un día solemne. Llegó la hora; el templo se llenó de gente; colocáronse en dos púlpitos contrapuestos Egidio y Domingo de Soto; predicó este último, y, acabado el sermón, sacó del pecho no el escrito que había firmado Egidio, sino una abjuración y retractación en toda forma. Como los púlpitos estaban algo lejos y la gente hacía ruido, Egidio no entendió lo que se leía, aunque Soto levantaba mucho la voz y le preguntaba [57] por señas si estaba conforme. Lo cierto es que dijo que sí a todo, y gracias a esto salió absuelto con leves penas.

    Todo esto es historia narrada por Egidio a sus amigos luteranos después que salió de la cárcel, y forjada, sin duda, para que le perdonasen su apostasía. Anchas tragaderas o fanatismo loco se necesitan para dar por bueno tan mal hilado cuento. Si los púlpitos estaban enfrente, y Egidio no era sordo, y Domingo de Soto levantaba mucho la voz, es imposible que Egidio no le oyera en todo o en parte. ¿Quién ha de creer que esforzara la voz el que no quería ser oído?

    En suma, Egidio se retractó, y sabemos la fecha precisa: domingo 21 de agosto de 1552. La sentencia existe en la Biblioteca Colombina y ya la publicó Adolfo de Castro (1781). Las proposiciones abjuradas fueron diez, ocho las retractadas y siete las declaradas. Se le condenó a un año de cárcel en el castillo de Triana (1782), con licencia de venir a la iglesia catedral quince veces seguidas o interpoladas, según él quisiere, pero siempre vía recta; a ayunar todos los viernes del año, a confesar cada mes una vez, comulgando o no, al arbitrio de su confesor; a no salir nunca de España; a no decir misa en todo un año y a no poder confesar, predicar, leer en cátedra ni explicar las Sagradas Escrituras, ni tomar parte en conclusiones y actos públicos por espacio de diez años.

    Egidio siguió en el fondo de su alma tan luterano como antes de esta retractación. Hizo un viaje a Valladolid para entenderse con los discípulos del Dr. Cazalla y pocos días después de su vuelta a Sevilla murió en 1556.

    Descubierta al poco tiempo la gran conspiración luterana de Castilla la Vieja y Andalucía, y comprometida la memoria de Egidio por las declaraciones de algunos de los procesados, abrióse nueva información, fue desenterrado su cadáver, confiscados los bienes que habían sido suyos y quemada su estatua en el auto de fe de 1560.

    Dejó manuscritos algunos comentarios en castellano sobre el Génesis, sobre algunos salmos y el Cantar de los Cantares y sobre la Epístola de San Pablo a los Colosenses; obras todas que se han perdido y que sus amigos elogian mucho. Algunas de ellas fueron trabajadas durante su prisión (1783). [58]




- III -
El Dr. Constantino Ponce de la Fuente. -Predicador de Carlos V.-Amigo del Dr. Egidio. -Sus obras: «Summa de doctrina christiana», «Sermón del Monte», «Confesión del pecador».

    Tierra fecunda de herejes, iluminados, fanáticos y extravagantes persona es de todo género, a la vez que de santos y sabios varones, fue siempre el obispado de Cuenca. Si se honra con los ilustres nombres de D. Diego Ramírez de Fuenleal, espejo de prelados; de Melchor Cano, de Fr. Luis de León, de Gabriel Vázquez y de Luis de Molina, también oscurecen su historia, a manera de sombras, Gonzalo de Cuenca, en el siglo XIII; los dos Valdés, Juan y Alonso Díaz, Eugenio Torralba y el Dr. Constantino, en el XVI; la beata Isabel, en el XVIII. Hay, a no dudarlo, algo de levantisco, innovador y resuelto en el genio y condición de aquella enérgica raza.

    El Dr. Constantino era, pues, manchego, natural de San Clemente (1784), y había sido estudiante en la Universidad de Alcalá, donde dejó fama por su buen humor y dichos agudos y mordicantes y por lo suelto, alegre y licencioso de su vida. El mismo Reinaldo González de Montes, acérrimo panegirista suyo, confiesa que tuvo «una juventud nada laudable, conforme a la libre educación de los escolares». (Pro studiosorum invenum libera educatione.) Gustaba mucho de hablar mal de clérigos, frailes y predicadores, y algunos de sus chistes y cuentos llegaron a hacerse proverbiales y le perjudicaron no poco en adelante.

    Quédese para Reinaldo González de Montes el hablar de la universal ignorancia de España (¡precisamente en el primer tercio del siglo XVI!) y empeñarse en decir que Constantino «era casi el único que sabía entonces las lenguas hebrea, griega y [59] latina y que las había aprendido sin maestro». A nosotros cumple sólo decir que tuvo en todas ellas más que medianos conocimientos, que se aplicó mucho a la teología y a las sagradas Letras y que escribía con mucha pureza, propiedad y energía la lengua castellana, no siendo indigno a veces de compararse con nuestros buenos ascéticos. Pero Dios le había concedido, sobre todo, el don de la elocuencia, de que tan funesto uso había de hacer después. La gente invadía las iglesias, desde las cuatro y las tres de la madrugada, por oírle. Y al aplauso popular respondía el de los doctos. Nadie elogió tanto a Constantino como el célebre humanista Alfonso García Matamoros, catedrático de retórica en el Gimnasio complutense y autor de uno de los mejores tratados de oratoria sagrada que por entonces se escribieron. Dice así en su curiosísima Apología pro adserenda Hispanorum eruditione:

    «Uno de estos insignes predicadores es el Dr. Constantino, cuyos sermones, mientras vivió en Sevilla, fueron oídos con aquella general admiración que Marco Tulio tenía por una de las primeras señales del mérito de un orador... Era su modo de decir tan natural y tan llano, tan apartado del uso de las escuelas, que parecían sus palabras tomadas del sentir del vulgo, siendo así que tenían sus raíces en las más íntimas entrañas de la divina filosofía... Mucho debió al arte, pero mucho más a la naturaleza y a la rica vena de su ingenio, que cada día produce cosas tales, que el arte mismo con dura y pertinaz labor no podría alcanzarlas» (1785).

    Abundando en el mismo sentir, Juan Cristóbal Calvete de Estrella, en la Relación del felicísimo viaje (1786) y (1787), alaba a Constantino [60] «de muy gran filósofo y profundo teólogo, de los más señalados hombres en el púlpito y elocuencia que ha habido de grandes tiempos acá, como lo muestran bien claramente las obras que ha escrito, dignas de su ingenio».

    No consta la fecha precisa en que fue Constantino a Sevilla. Pero lo cierto es que se graduó de licenciado en el colegio de maese Rodrigo, y ya en 13 de junio de 1533 se habla de él en las Actas capitulares, y se le admitió como predicador de aquella santa iglesia con tanto salario como tenía el Maestro Ramírez, así de pan como de dineros. En 22 de mayo de 1535, vigilia de la Trinidad, recibió la orden de presbítero, que le administró el obispo de Marruecos, D. Fr. Sebastián de Obregón, por licencia y comisión del arzobispo, D. Alonso Manrique. Pero no a todos debían agradar sus sermones, porque en 29 de marzo de 1541 manifestaron algunos capitulares que tenían idea de haberse acordado en cabildo que Constantino no fuese recibido a predicar sino cuando se le llamase. Mas, no pareciendo en los libros el acuerdo, se confirmó a Constantino en su cargo de predicador de aquella santa iglesia.

    La fama de Constantino era tal, que algunos prelados quisieron atraerle a sus diócesis con ventajosos partidos. Pero él renunció un canonicato en la iglesia de Cuenca, y tampoco quiso admitir la magistralía con que sin oposición ni edictos le brindaba el cabildo de Toledo, dando la satírica respuesta de que no quería que fuesen inquietadas las cenizas de sus mayores. Aludía con esto a la sangre judaica de los suyos y al estatuto de limpieza del cardenal Silíceo (1788).

    De Constantino, así como de Cazalla, se ha dicho que aprendió sus ideas en el viaje a Alemania; pero de uno y otro es inexacto. Cazalla, como vimos, se pervirtió a la vuelta y Constantino era luterano años antes de ir en el séquito del emperador, si no miente Reinaldo de Montes. El cual expresamente dice que «Constantino fue el primero que dio a conocer en Sevilla la verdadera religión», ayudado por Egidio y por un cierto Dr. Vargas, a quien todos citan y de quien nadie da más puntual noticia. Los tres habían estudiado juntos en Alcalá. Los tres, de común acuerdo, se dieron con fervor a la propaganda. Vargas explicaba desde el púlpito el Evangelio de San Mateo y los Salmos. Egidio y Constantino predicaban con frecuencia (1789), [61] aunque más el primero que el segundo. Cipriano de Valera, en la Exhortación que precede a su Biblia, dice que Arias Montano, entonces estudiante, oía de muy buena gana esos sermones. Lo de muy buena gana puede ser exageración. Por lo demás, no solo los oía él, sino todo Sevilla.

    Y era tal el crédito de la elocuencia y sabiduría de Constantino, que el emperador Carlos V le hizo capellán y predicador suyo y con él viajó algunos años por Alemania y Países Bajos. Pero las noticias que de este período de su vida tenemos se reducen a bien poca cosa. Acompañó al príncipe D. Felipe en su viaje de 1584 a Flandes y a la Baja Alemania, y Calvete de Estrella, después de los vagos elogios ya transcritos, nos informa de que predicó en Castellón, antes de embarcarse el príncipe, el día 1.º de noviembre, fiesta de Todos los Santos, y que «el sermón fue tan singular como lo suele hacer siempre el Dr. Constantino». (Fol. 7 v.º) El 2 se embarcó en la galera Divicia del príncipe Doria, en compañía de Francisco Duarte y de D. Diego Laso de Castilla. En la Cuaresma de 1549 predicó en Bruselas famosísimos sermones.

    Vuelto a España y a Sevilla, tornó con nuevos bríos a su empresa dogmatizadora, sin arredrarse por las persecuciones de Rodrigo de Valer y Egidio. Y, aunque se sentía enfermo, flaco y desfallecido, predicó la segunda Cuaresma después de su vuelta, con gran concurso de gentes y no menor daño. El cual se acrecentó con ocasión de haberse encargado de una cátedra de Sagrada Escritura que el Maestro Escobar había fundado y sustentaba con rentas propias en el Colegio de Niños de la Doctrina (1790).

    Allí explicó Constantino los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares y la mitad del libro de Job. Todas estas lecciones y comentarios quedaron manuscritos en poder de sus discípulos, que, perseguidos más adelante por el Santo Oficio, llevaron los papeles a Alemania. Reinaldo González Montano tuvo pensamiento de publicarlos. Después hubieron de extraviarse.

    Otros libros del Dr. Constantino andan impresos, y aquí conviene dar noticia de ellos, porque su publicación fue por este tiempo.

    Tenemos, en primer lugar, la Summa de doctrina christiana. En que se contiene todo lo principal y necesario que el hombre christiano debe saber y obrar. Usoz conjetura que la primera edición debió de hacerse en 1540. Hoy conocemos una de 1545 (Sevilla, por Juan de León), otra de 1551 (Sevilla, por Christóbal Álvarez) y otra incompleta, que parece ser de Arriberes, por Martín Nucio; todas tres rarísimas y todas tres acompañadas del Sermón del Monte (c.5, 6 y 7 de San Mateo), traducido y declarado por el mismo Dr. Constantino. La primera, de Sevilla, lleva, además, dos epístolas de San Bernardo: De la perfección [62] de la vida y Del gobierno de la casa, romanzadas por el Mtro. Martín Navarro, canónigo de Sevilla y autor de un Tratado del santísimo nombre de Jesús, que estampó Cromberger en 1525 (1791) (1792). El libro se imprimió después de visto y examinado por los inquisidores y por el Consejo del emperador y se reimprimió varias veces sin obstáculo. En realidad, contiene muy pocas proposiciones de sabor luterano, y éstas muy veladas; es un libro casi inocente comparado con el Cathecismo de Carranza. El Dr. Constantino no era lerdo ni se aventuraba en sus escritos tanto como en sus sermones. No se descuidó de dedicar su libro al cardenal arzobispo de Sevilla, D. García de Loaisa, con una epístola, donde encarece el daño y perdición de la falsa doctrina. Su libro era para gente llana, sin erudición ni letras, de los que gastan su tiempo en libros de vanidades.

    Está en forma de diálogo; los interlocutores son tres: Patricio, Dionisio y Ambrosio. El estilo del autor es firme, sencillo y de una tersura y limpieza notables; sin grandes arrebatos ni movimientos, pero con una elegancia modesta y sostenida; cumplido modelo en el género didáctico. Es el mejor escrito de los catecismos castellanos, aunque, por desgracia, no el más puro. Con todo eso, si el nombre del autor no lo estorbara, con solo expurgar unas cuantas frases (que la Inquisición dejó pasar sin reparo), pudiera correr, ya que no como libro de devoción, como texto de lengua. La misma doctrina de la fe y las obras está expuesta en términos que admiten interpretación católica, aunque [63] la mente de Constantino fuera otra. «Y no penséis que son vanas las oraciones que hace la Iglesia y los Sanctos della, ni otras buenas obras. Porque, bien entendido todo esto, son pedazos y sobras de la riqueza de Jesu Christo, y todo se atribuye a Él tiene valor por Él... y en Él se ha de poner la confianza. Y esta manera aprovecha lo que sus miembros hazen e piden, por la virtud que resciben de estar unidos e incorporados con Él. De aquí veréis que se peca contra este artículo confiando en nuestras propias obras, ensoberbeciéndonos de ellas, pensando... que por ellas habemos de ser santos, que por nuestras solas fuerzas nos habremos de aventajar y contentar a Dios que nos tenga por justos y nos dé el cielo... Mucho habemos de trabajar por hacer buenas obras y servir mucho a Dios, más no sólo las obras y los servicios, más también el trabajar para ello e quererlo hacer, lo habemos de atribuir a J. C. nuestro Salvador y Rey, y tener por sabido y cierto que todos son dones recaudados para nosotros por mérito suyo... que Él es nuestra justicia, nuestra confianza, nuestro bien obrar... e no estribar en otra cosa.» (Páginas 45 y 46 de, la reimpresión de Usoz.)

    Más que la doctrina, lo que ofende a es el sabor del lenguaje y la intención oculta y velada del autor. En la materia de la Iglesia católica está ambiguo y cuando habla de la Cabeza parece referirse siempre a Cristo. No alude una sola vez al primado del pontífice, ni le nombra, ni se acuerda del purgatorio, ni mienta las indulgencias. El libro, en suma, era mucho más peligroso por lo que calla que por lo que dice. Todos los puntos de controversia están hábilmente esquivados. Sólo se ve un empeño en apocar sutilísimamente las fuerzas de la voluntad humana y disminuir el mérito de las obras, aunque recomienda mucho la oración, la limosna y el ayuno y admite la confesión auricular, y se explica en sentido ortodoxo acerca de la misa. Como celestial compendio y síntesis de la moral cristiana, puso por corona de su libro el Sermón del Monte, admirablemente traducido y con algunas notas brevísimas.

    Como esta Summa parecía demasiado extensa para niños y principiantes, publicó Constantino en 1556 un Cathecismo más breve, de que no se conoce más edición que la de Amberes (1793). [64] ¿Será éste el Cathechismus que hubiese sido de poco momento in locis liberioribus de que habla Reinaldo González de Montes? (p.295). Está dedicado a D. Juan Fernández Temiño, obispo de León, Padre del concilio de Trento y amigo de Arias Montano (1794).

    El verdadero interés de este opúsculo, al cual son aplicables todas las observaciones hechas sobre la Summa, no está en él mismo, sino en la Confesión del pecador, que le sigue; hermoso trozo de elocuencia ascética y prueba la más señalada del ingenio de Constantino. Ya que no tenemos ningún sermón suyo ni nos es dado juzgar más que por relaciones del portentoso efecto de su oratoria, conviene transcribir alguna muestra de esta Confesión para dar idea de su estilo. Es el mejor trozo que he leído en nuestros místicos protestantes.

    «Si yo, Señor, conosciera cuán poca necesidad teníades Vos de mis bienes, cuán poco montaba para la grandeza de vuestra Casa estar o no estar en ella una nada como yo; si considerara, por otra parte, mis atrevimientos y ofensas contra Vuestra Majestad, cuán dañoso era para los vuestros, cuán estorbador de la gloria que ellos os daban, temiera vuestro juicio y pusiera algún término en mis pecados. Mas como era ciego para lo uno, ansí lo era para lo otro. De no conocerme a mí procedía que tampoco os conosciese a Vos. De no saber estimar la grandeza de vuestra misericordia, nacía que no estimase la de vuestro juicio y de vuestra justicia. Encaminábase de aquí mi locura y mi perdición, porque cuando Vos me buscábades con los regalos, me hacía yo más soberbio y consideraba menos de qué mano podrían venir. Cuando me llamábades con los castigos, entonces me endurescía más, con malo y rebelde esclavo.

    Con tan grandes ceguedades, con tan grandes ignorancias de Vos y de mí, con tan grande olvido de vuestros bienes... no podían ser mis penitencias sino muy falsas, doradas con falso oro, aparejadas para ser llevadas del primer viento y primer peligro con que me tentase el demonio o la concupiscencia de mi corazón. Si yo edificara sobre Vos, que sois firme piedra; sobre conoscimiento de quien Vos sois, de vuestra misericordia y de vuestra justicia, no bastaran todas las tempestades del mundo a llevarme, porque me defendiérades Vos. Mas como edifiqué sobre arena, con hermoso edificio en el parescer y falso en los fundamentos, estaba mi caída cierta, como era cosa cierta que había de ser combatido... Seáis Vos, Señor, bendito y bendito el Padre que os envió; que perdiéndome yo, como oveja loca, y apartándome de vuestra manada por tantos y tales caminos, por todos me habéis buscado, porque no llegase al cabo mi perdición. Pues que me habéis esperado, claro está que [65] me buscábades. Pues que tantas veces como mi enemigo me vio en sus manos no me llevó, cierta cosa es, Señor mío, que le atábades Vos las manos. Él tenía ya su ganancia, y no tenía mas que esperar. Vos sois el que me esperábades, porque no me perdiese yo...»

    «Véngome a Vos, como el Hijo pródigo, a buscar el buen tratamiento de vuestra casa... Y por mucho que la consciencia de mis pecados me acuse, por mucho mal que yo sepa de mí, por mucho temor que me pone vuestro juicio, no puedo dejar de tener esperanza que me habéis de perdonar, que me habéis de favorescer, para que nunca más me aparte de Vos. ¿No tenéis Vos dicho, Señor, y jurado, que no queréis la muerte del pecador? ¿Que no rezebís plazer en la perdición de los hombres? ¿No dezís que no venistes a buscar justos, sino pecadores? ¿No a los sanos, sino a los enfermos? ¿No fuistes Vos castigado por los pecados agenos? ¿No pagastes por lo que no hezistes? ¿No es vuestra sangre sacrificio para perdón de todas las culpas del linaje humano? ¿No es verdad que son mayores vuestras riquezas para mis bienes, que toda la culpa y miseria de Adam para mis males? ¿No llorastes Vos por mí, pidiendo perdón por mí, y vuestro Padre os oyó? ¿Pues quién ha de quitar de mi corazón la confianza de tales promesas?...»

    «Dadme el alegría que vos soléis dar a los que de verdad se vuelven a Vos. Hazed que sienta mi corazón el oficio de vuestra Misericordia: la unzión con que soléis untar las llagas de los que sanáis, porque sienta yo cuán dulce es el camino de Vuestra Cruz y cuán amargo fue aquel en que me perdí» (páginas 383, 84, 86 y 92 de la reimpresión de Usoz).

    Así está escrita toda la Confesión. Aunque su mérito es mérito de lengua, ha tenido y tiene grandes admiradores entre los protestantes extranjeros. Hay una traducción francesa muy mala de Juan Crespín, el colector del llamado Martirologio de Ginebra (1795), y otra inglesa, moderna y muy elegante, de Mr. John T. Betts, amigo de Wiffen (1796). [66]

    Aún existe otro Tratado de doctrina christiana, que Usoz no reimprimió (aunque le conocía), sin duda por contener en sustancia las mismas ideas y a veces las mismas palabras que los otros dos Catecismos. Fue impreso en 1554 en Amberes, en casa de Juan Steelsio, y que ha de haber edición anterior a juzgar por las aprobaciones de ésta (1797). Es el más extenso de todos los trabajos catequísticos de Constantino, pero quedó incompleto; a lo menos no se conoce más que la primera parte, que trata de los artículos de la fe.

    En el privilegio para la impresión de la Summa (20 de agosto de 1548) se menciona «cierta exposición del salmo Beatus vir», y Reinaldo González de Montes afirma también que Constantino dejó seis discursos o sermones sobre este tema; pero, si llegaron a imprimirse, como parece probable, no se conoce, a lo menos, ejemplar alguno. Nicolás Antonio llega a decir que la edición es de Amberes, por Martín Nucio.




- IV -
Constantino, canónigo magistral de Sevilla. -Descubrimiento de su herejía. -Su prisión y proceso.

    Vacante la canonjía magistral de Sevilla por muerte del doctor Egidio, anuncióse su provisión por edictos en 5 de febrero de 1556.

    En 24 de abril alegaron sus méritos los opositores, entre ellos el Dr. Constantino, que presentó su título de licenciado en teología por el colegio de Santa María de Jesús, de la Universidad de Sevilla. Sus contrincantes eran el Dr. Pedro Sánchez Zumel, magistral de Málaga; el Dr. Francisco Meléndez, el doctor Francisco Moratilla y D. Miguel Mazuelo.

    El domingo 26 de abril se reunieron los canónigos ordena, dos in sacris, únicos que tenían derecho para intervenir en la elección, y dieron por buenos los títulos de los opositores.

    Algunos de ellos tomaron puntos y predicaron en los días siguientes. Constantino se excusó por enfermo. [67]

    El Dr. Miguel Mazuela presentó en 8 de mayo un requerimiento para que «los opositores no leyesen ni disputasen públicamente, pues no estaban obligados a ello, bastándoles el título de doctor en Universidad aprobada y el examen hecho». Puesto a votación el punto, acordó la mayoría del cabildo que no se obligara a disputar al que no quisiera, pues las bulas no obligan a ello.

    Aprovechándose de esta tolerancia, presentó Constantino tres días después las testimoniales de haberse ordenado de presbítero, y junto con ellas un certificado de tres médicos: el Dr. Monardes, el Licdo. Olivares y el Dr. Cabra, quienes unánimes declaraban que Constantino adolecía de una enfermedad harto peligrosa, «así por el poco sueño como por la hinchazón que tiene en el estómago y vientre, y grandes calores y sed ingentísima, y dureza grande en las venas que atraen el mantenimiento del estómago para el hígado», por lo cual no podía predicar ni leer en público «sin poner su salud en peligro».

    Reunidos la misma tarde los capitulares, y visto que los opositores que habían querido buenamente leer lo habían hecho, alegó el provisor Francisco de Ovando (1798), que, conforme a las bulas y decisiones apostólicas, debía preceder a la elección un público y riguroso examen para que se entendiera la pureza de doctrina de los opositores y no tornase a suceder el caso del Dr. Egidio. Ítem, que por estatuto de la santa iglesia de Sevilla se había establecido que ningún descendiente de padres o abuelos sospechosos en la fe pudiera tener asiento en el cabildo. Por todo lo cual pidió y requirió que se guardase la forma de las bulas, costumbres y estatutos y que se hiciese información de linajes y examen público. En otro caso protestaba de la nulidad de todo y apearía a la Sede Apostólica, y, como juez ordinario de la Iglesia y arzobispado, conminaba, con pena de excomunión mayor y multa de 500 ducados, a los capitulares que fueren osados a votar a ninguno de los opositores sin esas condiciones previas.

    El tiro iba derecho contra Constantino, que era de sangre judaica y esquivaba, además, el examen público, temeroso de que se descubriese su herejía.

    Y aún hizo más el provisor. Sabiendo que algunos canónigos prometían gracia y favor a Constantino, repitió todas las amonestaciones y conminaciones canónicas, añadiendo de palabra que por información sumaria había llegado a entender que el Doctor Constantino era casado, y por tanto, incapaz de beneficio eclesiástico «mientras no califique su persona y liquide cómo no hace vida maridable con su mujer, y la dispensación que para ello tiene...» El conflicto era grave, porque la mayor parte del cabildo estaba por Constantino y era víctima de sus trapacerías y engaños. Para responder al requerimiento del provisor se dio [68] comisión a los Dres. Esquivel, Ramírez, Fernando de Saucedo y Ojeda, los cuales, sin más dilación que la de veinticuatro horas, presentaron su respuesta, donde alegaban que las bulas de los papas Inocencio VIII y León X, a que el provisor se refería, no eran usadas ni recibidas en España y que la de Sixto IV no exigía a los opositores más que el título de doctor o maestro en universidad aprobada. Ítem, que ninguno de los opositores estaba comprendido en el estatuto de limpieza, pues éste sólo prohibía la admisión de condenados, reconciliados, etc.; que era falso de todo punto cuanto el provisor decía de intrigas, amaños y sobornos; y, finalmente, que no siendo el rovisor juez ordinario en esta elección, sino coelector, no podían ser válidas sus censuras conforme a derecho.

    Del Dr. Constantino dijeron que «era hombre de muy buena vida y ejemplar conducta y buena opinión, tenido de más de veinte años a esta parte por sacerdote de misa y por muy eminente predicador y teólogo... sin saberse ni entenderse dél otra cosa en contrario; porque, si otra cosa fuera, no pudiera ser menos sino que nosotros lo supiéramos y entendiéramos, por haber estado siempre e residido en esta ciudad, y predicado en esta santa iglesia... Y por ser tal persona, el Serenísimo y Católico Rey D. Felipe N. S. lo tuvo en su servicio, e se confesó con él, y le hizo proveer de la maestrescolía de Málaga, y le da salarlo por su predicador, y estando en servicio de Su Md. le fue ofrecida esta prebenda otra vez sin oposición alguna, y no la quiso acetar, lo cual todo es notorio».

    La buena fe de los canónigos brilla en este documento; parece que Constantino había echado una espesa niebla sobre los ojos de ellos. ¡Y esto después del escarmiento del Dr. Egidio!

    El provisor, vista la parcialidad de los fautores de Constantino, los recusó como jueces sospechosos. Ellos hicieron todo género de apelaciones y protestas de fuerza; él persistió en negarles el recurso, ellos en votar y hacer la elección. El provisor los excomulgó, y ellos, unánimes, votaron al Dr. Constantino.

    Inmediatamente se levantó el clérigo Alonso Guerrero, como procurador de Constantino, pidiendo que se le diese colación, provisión y canónica institución de la canonjía en nombre de él, señalándole asiento en el coro y haciendo todas las demás formalidades en caso tal requeridas. Así se hizo, no obstante las las protestas del provisor, que lo dio por nulo y eligió por su parte al Dr. Zumel.

    Tomada posesión a las cinco de la tarde y jurados los estatutos de la Iglesia, protestó Alonso Guerrero contra la elección de Zumel, asistiéndole en su apelación los canónigos Juan de Urbina y Pedro de Valdés, como procuradores del cabildo. A esta apelación respondió el provisor encarcelando a Constantino, si bien le puso en libertad a los pocos días.

    En tal estado las cosas, se allanó nuestro doctor a leer en público como los demás opositores, «para no ser ocasión de pleitos [69] y revueltas», y pidió puntos el miércoles 20 de mayo por la tarde. El cabildo consintió en ello «por le hacer placer y dar contentamiento», sin perjuicio de la elección que había hecho antes persistiendo ésta en todo su vigor.

    Leyó Constantino sobre la trigésima distinción del Maestro de las Sentencias, y acabó de deslumbrar a los capitulares, que en 3 de julio, y sin más oposición que la del arcediano de Écija, D. Alonso Manrique, votaron gastos extraordinarios para la prosecución del pleito en Roma; y finalmente, le ganaron al cumplirse aquel año.

    Tan ciegos estaban por Constantino, que en 21 de julio de 1557 le dispensaron de las horas canónicas todos los días que se ocupara en predicar o estudiar para sus sermones (1799).

    Comenzaba por entonces a establecerse en Sevilla la Compañía de Jesús, y a ella estaba reservado atajar el daño de las predicaciones de Constantino y descubrir su solapada maldad. El astuto heresiarca vio pronto el peligro y quiso esquivarle por diversos modos. Comenzaron él y los suyos a poner lengua en la doctrina de la Compañía, en sus oraciones y ejercicios, y a calificarla de secta de herejes alumbrados, que, con afectación de modestia y buena compostura y rostros macilentos y descoloridos, querían engañar al mundo. Y esto decían, sobre todo, del apostólico varón P. Bautista, que iba logrando maravillosas conversiones y había emprendido una obra de regeneración moral en Sevilla.

    No pudo contener sus iras el astuto magistral a pesar de su refinada prudencia, y una vez que predicaba del evangelio de los falsos profetas aludió tan claramente a los jesuitas, que por muchos días no se habló de otra cosa en Sevilla. «¿De dónde ha salido -dijo- esa cantera de la nueva hipocresía? Diréis que son humildes. Y lo parecen. Muy grandes ojos tenéis, aguda vista alcanzáis..., asperezas os predican extraordinarias; andad, que ya ha caducado la ley y esas son armas perdidas.»

    El escándalo fue grande. Otros predicadores amigos de Constantino le imitaron, y con chistes, cuentecillos y donaires quisieron alborotar a aquel pueblo alegre y novelero contra los jesuitas. Constantino hizo más: tenía espías cerca de los Padres para que le informasen de su vida y costumbres. Y, cuando supo que eran hombres sin vicios y humildes, con humildad no fingida, cuentan que exclamó: «No digáis más, que si ellos son hombres de oración y no amigos de familiaridad con mujeres, ellos perseverarán en lo comenzado.» ¡Tanta es la fuerza de la verdad (exclama Martín de Roa), que aun de los enemigos saca testimonios de abono!

    No se pudo contener el P. Bautista viendo el estrago que hacía la predicación de Constantino, y una tarde, después de haberle oído, se subió al mismo púlpito y comenzó a impugnar [70] su doctrina y a descubrir sus marañas, aunque sin nombrarle. Y fue tanto el calor y el brío con que habló, que los contrarios se aterraron y entraron en recelo los indiferentes.

    Animados con esto los Mtros. Salas y Burgos, de la Orden de Santo Domingo, y algunos otros religiosos y gente docta, empezaron a advertir con más cuidado las palabras y acciones de los nuevos apóstoles, tras de los cuales iba embobado el vulgo «con el gusto de su lenguaje y palabras sabrosas, como tras los cantos de las sirenas».

    Y aconteció un día que al salir de un sermón de Constantino el magnífico caballero Pedro Megía, veinticuatro de Sevilla -antiguo amigo y corresponsal de Erasmo, hombre de varia erudición y escritor de agradable estilo en su Silva, Historia de los césares, Diálogos e historia del Emperador, a todo lo cual se juntaba el ser católico rancio y a machamartillo-, dijo en alta voz y de suerte que todos le oyeron: «Vive Dios, que no es esta doctrina buena, ni es esto lo que nos enseñaron nuestros padres.» Causó gran extrañeza esta frase e hizo reparar a muchos, por ser de persona tan respetada en Sevilla, a quien comúnmente llamaban el filósofo. Y como por el mismo tiempo hubiera venido a Sevilla San Francisco de Borja y repetido, al oír otro sermón de Constantino, aquel verso de Virgilio:

Aut aliquis latet error: equo ne credite, Teucri,

perdieron algunos el miedo y arrojáronse a decir en público que Constantino era hereje. Algunos le delataron a la Inquisición, y con esto le fueron abandonando sus amigos.

    Los inquisidores le llamaron varias veces al castillo de Triana, pero no pudieron probarle nada, y él solía decir: «Quiérenme quemar estos señores, pero me hallan muy verde.»

    Ocurriósele entonces un extraño pensamiento para salvarse, y fue entrar en la Compañía de Jesús. Acudió al provincial, Bartolomé de Bustamante; le refirió lo desengañado que estaba de la vanidad del mundo; le mostró su propósito de entrar en religión para hacer penitencia de sus pecados y corregir la lozanía y verdura de sus sermones, porque temía haber ganado con ellos más aplausos para sí que almas para Dios. Añadió «que rara hacer esto no le movían fervores inconsiderados, de los cuales por su edad y experiencia estaba libre, ni la falta de comodidad, de amigos, pues la ciudad toda tenía en su mano, chicos y grandes, plebeyos y nobles». Y prefería la Compañía de Jesús a las religiones antiguas «por hallarla en los fervores de sus principios y por la excelencia de su instituto y santas ocupaciones... a las cuales él tenía grande afición, al fin como criado y ejercitado en ellas».

    «Oyólo con atención el Padre Bustamante -prosigue en su admirable estilo Martín de Roa (1800)-, y tantas mudanzas sentía [71] en su corazón cuantas razones y palabras él hablaba; porque unas veces estaba muy alegre y daba gracias a nuestro Señor por lo que obraba en Constantino, pareciéndole que bien templado en la religión sería instrumento para grandes cosas, como hombre de tanta opinión y estima cerca de todos; mas luego se hallaba tan tibio en este sentimiento, que le ponía muy en duda el sí de la respuesta; otras veces revolvía en la memoria de cuentos pasados, y el poco gusto que de nuestras cosas había mostrado Constantino, y parecíanle aquellos deseos y hechos a fuerza de algún aprieto o necesidad que le obligaba a fingirlos.»

    Determinó, finalmente, entretenerle hasta ver en qué paraba aquella extraña resolución, y le despidió sin más que buenas palabras. Pasaron algunos días, y Constantino no cesaba de importunar con visitas a los Padres para que tomasen acuerdo. Llegaron a enterarse de sus tratos los inquisidores y, como estaba ya denunciado y sólo esperaban orden de la Suprema para prenderle, halláronse perplejos entre la obligación del secreto y el deseo de librar a la Compañía de aquella afrenta, que podía comprometer su nombre y dañarla en sus primeros pasos.

    En tales dudas, el inquisidor más antiguo, D. Francisco del Carpio, convidó a comer al P. Juan Suárez, con quien él tenía antigua amistad y por rodeos y cautelosamente fue trayendo la conversación a punto de preguntar al jesuita: «También dicen que el Dr. Constantino trata de entrar en la Compañía; ¿qué hay de esto?» «Es así, señor -respondió Suárez-; mas aunque está en buenos términos su negocio, no está concluido.» «Persona de consideración es -continuó el inquisidor y de grande autoridad por sus letras. Mas yo dudo mucho que un hombre de su edad y tan hecho a su voluntad y regalo, se haya de acomodar a las niñeces de un noviciado y a la perfección y estrechura de un instituto tan en los Principios de su observancia, si ya no es que, a título de ser quien es él, pretenda que se le concedan dispensaciones tan odiosas en comunidades, las cuales con ninguna cosa más conservan su punto que con la igualdad en las obligaciones y privilegios. Y una vez entrado, mucho daría que decir el despedirlo o salirse... Créame, Padre, y mírelo bien; que a mí dificultad me hacen estas razones; y aun si fuera negocio mío, me convencieran a no hacerlo.»

    El P. Juan Suárez, que no era necio, entendió lo que el inquisidor quería decirle, pero disimuló por entonces y, vuelto al colegio, se lo refirió todo al provincial. Constantino prosiguió sus visitas; pero los Padres le recibieron cada día con más sequedad, y, finalmente, le negaron su pretensión, avisándole [72] que para evitar murmuraciones viniera lo menos posible por aquella casa.

    Pensativo y melancólico quedó Constantino con tal desaire, viendo inminente su ruina, la cual sobrevino a los pocos días. Tenía depositados sus libros prohibidos y papeles heréticos en casa de una viuda, Isabel Martínez, afiliada a la secta; pero, habiéndola encarcelado la Inquisición, se procedió al embargo, de sus bienes, encargándose de ello el alguacil Luis Sotelo. Dirigióse éste a casa de Francisco Beltrán, hijo de la Martínez, y aturdido él con la improvisa nueva, pensó que venían no por las alhajas de su madre, sino por los libros del Dr. Constantino, y, derribando un tabique de ladrillo, mostró al alguacil el recatado tesoro. Por tal manera y tan inesperada vinieron a manos de los inquisidores las obras inéditas de Constantino. Había entre ellas un gran volumen, en que se trataba: Del estado de la Iglesia, del papa (a quien decía anticristo), de la eucaristía, de la misa, de la justificación, del Purgatorio (que llamaba cabeza de lobo, inventada por los frailes para tener que comer), de las bulas e indulgencias, de la vanidad de las obras, etc.

    En vano quiso negar Constantino su letra; al cabo fue confeso y convicto; se le encarceló en las prisiones del castillo de Triana, y allí pasó dos años, en que las enfermedades, la incomodidad del encierro y la melancolía le pusieron en trance de muerte (1801). Algunas relaciones del tiempo añaden que se suicidó introduciendo en la garganta los pedazos del vaso en que le servían el vino (1802). Los protestantes lo niegan, y Cipriano de Valera llega a decir que el rumor del suicidio fue fama echada por los hilos de la mentira.

    Así Luis Cabrera de Córdoba como Gonzalo de Illescas, dicen contestes que el doctor fue bígamo y que vivían aún sus dos mujeres cuando tomó las órdenes. Semejante tejido de sacrilegios parece increíble; pero en parte está confirmado por el requerimiento del provisor de Sevilla, que antes extractamos. Reinaldo González de Montes sólo dice que contrajo matrimonio antes de ordenarse.

    En el auto de fe de 2 de diciembre de 1560 salió en estatua Constantino y fueron quemados sus huesos.

    Cuentan que Carlos V había exclamado al saber la prisión de su antiguo capellán: «Si Constantino es hereje, será grande [73] hereje.» Y como hubieran procesado Por entonces a un tal fray Domingo de Guzmán, añadió, no sin gracia: «A ése por bobo le pueden prender.»

    Y ahora conviene añadir, como final y peregrina noticia que, con ser Constantino maestro tan extremado en el arte de la simulación e hipocresía, no llegó a engañar al que después fue venerable patriarca de Antioquía y arzobispo de Valencia, don Juan de Ribera (1803), que en su testamento, escrito de su propia mano, cerrado, sellado y encomendado a Gaspar Juan Micó, notario eclesiástico, en 5 de febrero de 1602, refiere, que «después del año 1549, persuadieron a su padre los Maestros Egidio y Constantino, personas entonces tenidas en gran veneración, que me enviase a estudiar la teología a Padua, donde decían que se leía con gran ventaja de Salamanca... y le representaron por grande y buena dicha hallarse en aquella occasión en Sevilla el Dr. Ruiz, el qual había estudiado en aquella Universidad, y venía gran teólogo, y assí podría llevarme y tenerme a cargo con comodidad, assí del gobierno de mi casa por la noticia que tenía de la tierra, como de la facultad, siendo docto como lo mostraba en las liciones de Scritura Sancta que leía en la Iglesia Mayor. Mi padre, deseando mi aprovechamiento, vino en ello, y mandó que me trugessen de Salamanca a Sevilla, donde él estaba, y assí vine con los criados que habían de passar conmigo; y estando ya todo deliberado, sin otra occasión más de habérselo querido Dios Nuestro Señor quitar de la voluntad a mi padre, dijo que no quería que fuesse, y me tornaron a poner casa en Salamanca. Este Dr. Ruiz que me había de llevar era grande hereje luterano, y assí fue preso por tal en Sevilla y castigado rigorosamente.

    Después de todo esto, el año 1556, siendo mi padre Virrey de Cataluña, passando por Barcelona el Dr. Constantino, que venía de la jornada que el Rey N. Sr. D. Felipe II hizo a Inglaterra... y hallándose con mi padre, le rogó que, pues iba a Sevilla, donde yo estaba entonces acompañando a la Ilma. doña María Henríquez, Marquesa de Villanueva del Fresno, viuda, mi tía y señora, me leyesse cada día Constantino una lición de Escritura Sancta, y el dicho maestro se lo ofresció, de que mi padre quedó muy contento, por ser muy grande la opinión de letras que tenía el Constantino, y principalmente en cosas tocantes a la Sagrada Escritura. Escribióme mi padre con él lo que había prometido, persuadiéndome que me aprovechasse de tan buena occasión, y con ser verdad que yo he sido siempre afficionado a las sagradas letras y obediente a mi padre, me puso Nuestro Señor por su bondad y misericordia tan grand aborrecimiento con la persona del Maestro Constantino, que aunque le veía estimar generalmente mucho por todo género de [74] personas, nunca me moví a pedirle que me leyesse, ni a tratarle ni conversarle, y esto sin saber yo dezir por qué causa» (1804).

- V -
Continúa la propaganda herética en Sevilla. -Introducción de libros. -Julianillo Hernández. -Noticia de otros luteranos andaluces: don Juan Ponce de León, el predicador Juan González, Fernando de San Juan, el Dr. Cristóbal de Losada, Isabel de Baena, el Mtro. Blanco (Garci-Arias), etc. -Autos de fe de 24 de septiembre de 1559 y 22 de diciembre de 1560. -Fuga de los monjes de San Isidro del Campo.

    No se comprendería la rápida propagación del luteranismo en Sevilla, no hubieran bastado los sermones de Egidio y Constantino, ni los mil artificios y rodeos de éste para producir aquel incendio sin la ayuda de un singular personaje, el más activo de todos los reformadores, hombre de clase y condición humilde, pero de una terquedad y fanatismo a toda prueba, de un valor personal que rayaba en temeridad y de una sutileza de ingenio y fecundidad de recursos que verdaderamente pasman y maravillan. Este tipo de contrabandista puesto al servicio de una causa religiosa no era sevillano, ni andaluz siquiera, sino castellano viejo, de tierra de Campos, nacido en Villaverde. «Se había criado en Alemania entre herejes», dice el Padre Roa, y esto es cuanto se sabe de sus primeros años (1805). Dicen que era arriero; pero parece más probable que adoptó este oficio para introducir con más seguridad sus generos de ilícito comercio. Llamábase [75] Julián Hernández, y por la pequeñez de su estatura le apellidaron los españoles Julianillo, y los franceses, Julián le Petit. «Su cuerpo era tan macilento, que parecía constar sólo de piel y huesos», dice Reinaldo González de Montes (1806).

    Transportó de Ginebra a España en 1557 dos grandes toneles, no de biblias, como dice Montes, porque aún no habían publicado los protestantes ninguna completa en lengua castellana, sino de Nuevos Testamentos, traducidos por el Dr. Juan Pérez; y los esparció profusamente en Sevilla (1807), depositando parte de ellos en casa de D. Juan Ponce de León, hijo del conde de Bailén, y otra parte en el monasterio de San Isidro del Campo cuyos monjes, de la Orden jerónima, abrazaron casi todos la nueva doctrina.

    Preparado ya el terreno por Valer, Egidio y Constantino pronto se formó un conventículo tan numeroso y temible como el de Valladolid. Las memorias de esta sociedad secreta, que duró cerca de doce años, han sido escritas por uno de los afiliados, que, fugitivo después en Alemania, publicó, con el supuesto nombre de Reinaldo González Montano, el libro de las Artes de la Inquisición, tantas veces citado y aprovechado en estas páginas.

    Dos focos principales tenía el luteranismo sevillano: uno, en el monasterio de jerónimos de San Isidro, cerca de Sancti Ponce (antigua Itálica), fundación de D. Alonso Pérez de Guzmán el Bueno; otro, en casa de Isabel de Baena, donde se recogían los fieles para oír la palabra de Dios, según escribe Cipriano de Valera (1808).

    Los monjes de San Isidro tenían desde antiguo grandes rentas y muy mala fama; culpa, en parte, de la fertilidad y regalo de la tierra. Fueron al principio cistercienses; pero como viviesen con poco recato, se los expulsó en 1431, y les sustituyeron los jerónimos de Buena Vista, que moraban a la orilla opuesta del río. A casi todos los catequizó Egidio, pero disimularon por algún tiempo. Era prior de ellos Garci-Arias, llamado vulgarmente el Maestro Blanco (hoy diríamos albino), por ser como la nieve su tez y sus cabellos. Tipo acabado de doblez y falsía, homo vafer et versipellis, y a sus propios correligionarios, tantas veces engañados y vendidos por él, llaman taimado, astuto, [76] disimulado y maligno (1809). Cubría estos y otros vicios con máscara de santidad y pasaba por hombre de buen ingenio y de mucho saber en las sagradas Letras. Lejos de mostrar en público tendencias innovadoras, se le halló siempre tímido y reacio en la hora del peligro y artero y falso en todos sus procederes. Habiendo predicado el Dr. Gregorio Ruiz (1810) un sermón sobre la fe y las obras y los méritos y el beneficio de Cristo en sentido estrictamente luterano, le procesó la Inquisición, y él, dos días antes de comparecer en juicio para la defensa, tomó consejo de Garci-Arias y le manifestó sus argumentos. ¡Cuál sería el asombro de Ruiz cuando, llegado el día de la disputa pública, vio al Mtro. Blanco entre sus acusadores y contradictores! Con igual deslealtad se portó cuando tuvo que calificar las proposiciones del Dr. Egidio.

    Entre tanto que tales cosas hacía, iba acabando de pervertir uno por uno a los frailes de su convento e intentaba variar del todo la regla. Dicen que llegó a suprimir las horas canónicas y toda especie de rezo, sustituyéndole con la lectura de las Sagradas Escrituras y con pláticas diarias sobre los Proverbios de Salomón; y es cierto que vedó los ayunos, abstinencias y mortificaciones y el culto de las imágenes. Pero de repente, y arrebatado de la inconstancia de su condición o movido de la necesidad de disimular, quiso volver al estado antiguo e imponerles severísimas penitencias, tales, que alguno de los frailes llegó a perder el juicio y otros huyeron.

    Sus amigos Egidio y Vargas no alcanzaban a explicarse semejante conducta, y Constantino le dijo como en profecía: «Cuando la corrida de toros venga, no pienses que has de mirarla desde barreras, sino en la misma arena» (1811).

    Era, en suma, hombre más medroso que las liebres y las monas, en opinión de su correligionario y panegirista Montes (1812), el cual, por lo mismo, creo que miente o exagera cuando le atribuye la supresión absoluta del rezo canónico, cosa que ya pareció inverosímil a D. Adolfo de Castro y que raya en lo imposible si se repara que aún quedaban algunos monjes católicos y que la delación hubiera sido inmediata.

    Pasaba por el más docto de aquellos monjes Cristóbal de Arellano, muy versado en la teología escolástica, y especialmente en los libros de Santo Tomás, Escoto y Pedro Lombardo. Pero también él cayó miserablemente, y aplicó la sutileza de su ingenio y su facilidad en la disputa a la defensa de las nuevas [77] opiniones sobre la justificación: «Predicador de inculpada vida», le llama su biógrafo (1813).

    De la comunidad de San Isidro salieron también dos de los más señalados escritores de la Reforma española: Antonio del Corro y Cipriano de Valera. De ellos se dará noticia en el capítulo siguiente.

    De los secuaces no frailes de la herejía, el más ilustre y conspicuo por la nobleza de su cuna era D. Juan Ponce de León, hijo segundo de D. Rodrigo, conde de Bailén, muy dado a la lectura de los sagrados Libros y en extremo caritativo y limosnero; tanto, que vino a dar al traste con su opulento patrimonio. Pero ¿fue caridad todo? Reinaldo González de Montes confiesa que el «juicio inicuo del vulgo atribuyó la ruina de Ponte de León a su desidia y censurable prodigalidad» (1814). Para colmo de desdichas, le hizo protestante el Dr. Constantino, y se consagró en cuerpo y alma al servicio de la nueva idea. Decía que no deseaba las riquezas sino para gastarlas en la defensa y propagación de sus doctrinas, y todos los días pedía al Señor fervorosamente que le concediese la gloria de morir por ellas, así como a su mujer e hijos. Tan fanático era, que en la misa solía volverse de espaldas al altar cuando el sacerdote alzaba la hostia consagrada. Huía del viático si le encontraba en su camino y frecuentaba los quemaderos de la Inquisición para perder el miedo a los suplicios y arreciar el temple de su alma. Era su oráculo un predicador de linaje morisco, llamado Juan González (1815), a quien ya a los doce años había penitenciado la Inquisición de Córdoba por prácticas muslímicas. Es singular el número de prosélitos que hizo la Reforma entre los cristianos nuevos; ni podía producir más católicos frutos la antievangélica distinción que engendró los Estatutos de limpieza y alimentó el odio ciego del vulgo contra las familias de los conversos. Obsérvese bien: los Cazallas eran judaizantes; Constantino, también; Juan González y Casiodoro de Reina, moriscos. La cuestión de raza explica muchos fenómenos y resuelve muchos enigmas de nuestra historia.

    Más extraño motivo tuvo la apostasía del médico Cristóbal de Losada, mozo de honestísimas costumbres y muy afortunado en sus curaciones. El amor le hizo luterano. Galanteaba a la hija de un discípulo del Dr. Egidio, y el padre no quiso consentir en la boda si su futuro yerno no se ponía bajo la enseñanza del célebre magistral, y entraba en la secreta congregación. Y tanto progresó el mancebo, que después de la muerte de Egidio y Vargas y de la prisión de Constantino quedó por jefe o pastor de aquella iglesia, «escondida en las cuevas» (in cavernis delitescentem), que su historiador dice (1816). [78]

    No poco contribuyó a la difusión de la secta un diabólico maestro de niños llamado Fernando de San Juan. rector del Colegio de la Doctrina, donde por ocho años enseñó. El P. Roa y las relaciones del auto en que San Juan fue quemado le llaman idiota. Y Montes no acierta a ponderarle sino por el candor de su índole y por el deseo de hacer bien al prójimo (1817). ¡Pobres niños! ¡Y pobres mujeres también! Porque las había, aunque en menos número que en la congregación de Valladolid. Las principales eran: D.ª María Bohorques, hija bastarda de D. Pedro García de Xerez, noble caballero sevillano, docta en la lengua latina, al modo de tantas otras españolas del siglo XVI, y discípula del Dr. Egidio; su hermana D.ª Juana, mujer de D. Francisco de Vargas, Señor de la Higuera; D.ª Francisca Chaves, monja del convento franciscano de Santa Isabel, de Sevilla; D.ª María de Virués y la ya citada Isabel de Baena, cuya casa era el templo de la nueva luz (1818).

    Según una relación manuscrita que poseo, la congregación fue delatada por una mujer, a cuyas manos llegó, por error de los encargados de la distribución, un ejemplar de la Imagen del Antichristo, libro herético de los que repartía Julianillo Hernánrez (1819). Llegó a entender éste el peligro y huyó de Sevilla; pero le prendieron en la sierra de Córdoba, y después de él, a sus secuaces. Las cárceles se llenaron de gente. Más de 800 personas fueron procesadas, si hemos de creer a Montes, Julianillo estuvo impenitente y tenaz. Por más de tres años se hicieron esfuerzos extraordinarios para convencerle; todo en vano. Ni las persuasiones ni los tormentos pudieron domeñarle. Cuando salía de las audiencias solía cantar:

                         Vencidos van los frailes,
  vencidos van;
Corridos van los lobos,
  corridos van.

    Tenía la manía teológica, y disputaba sin tino, pero con toda la terquedad y grosería de un hombre rudo e indocto. «Cuando le apretaban los católicos -escribe el P. Roa-, reducíalos a voces y escabullíase mañosamente de todos los argumentos.»

    Don Juan Ponce de León flaqueó al cabo de algunos meses; se dejó vencer por los ruegos y promesas de algunos eclesiásticos amigos suyos y firmó una retractación. Pero la víspera del auto de fe de 24 de septiembre de 1559, en que fue condenado, se desdijo, volvió a sus antiguos errores y no quiso confesarse (1820). [79] Lo mismo hizo el predicador Juan González, que se defendía con textos de la Escritura aun entre las angustias del tormento y no quiso nunca revelar sus cómplices. Imitáronle en tal resolución dos hermanas suyas, que le veneraban como oráculo suyo y varón santísimo. Lo mismo hicieron el médico Losada, Cristóbal de Arellano y (¿quién lo hubiera dicho?) Garci-Arias, que, trocado en otro hombre ante la perspectiva del suplicio, no solo se declaró protestante, sino que llevó su audacia hasta afrentar a los jueces con duras palabras, llamándolos «arrieros, más propios para guiar una recua que para sentenciar las causas de fe». Así lo cuenta Cipriano de Valera.

    Los monjes de San Isidro habían procurado con tiempo ponerse en salvo. Doce de ellos habían huido antes de la persecución; luego escaparon otros seis o siete. Refugiáronse unos en Ginebra, otros en Alemania, algunos en Inglaterra; pero no a todos les aprovechó la fuga. Uno de ellos, Fr. Juan de León, antiguo sastre en Méjico y dos veces apóstata de su Orden, tropezó en Estrasburgo con espías españoles, y fue preso en un puerto de Zelanda cuando quería embarcarse para Inglaterra juntamente con el vallisoletano Juan Sánchez (1821).

    Las mujeres estuvieron contumaces y pertinacísimas, sobre todo D.ª María Bohorques, con ser tierna doncellita, no más de veintiún años. En el tormento delató a su hermana, pero ni un [80] punto dejó de defender sus herejías y resistió a las predicaciones de dominicos y jesuitas, que en la prisión la amonestaron. Todos se condolían de su juventud y mal empleada discreción, pero ella prosiguió en sus silogismos y malas teologías, hasta ser relajada al brazo secular.

    El Mtro. Fernando de San Juan, que enseñaba a los niños el credo y los artículos de la fe con adiciones y escolios de su cosecha, hizo una confesión explícita en cuatro pliegos de papel; pero luego se retractó, aunque fue reciamente atormentado, y animó a perseverar en el mismo espíritu a su compañero de calabozo, el P. Morcillo, monje jerónimo.

    De todos los presos en los calabozos de Triana, sólo uno logró huir: el Licdo. Francisco de Zafra, beneficiado de la parroquial de San Vicente, de Sevilla. Pasaba por hombre docto en las Sagradas Escrituras y tan poco sospechoso, que había sido calificador del Santo Oficio. En 1555 le delató un beata, loca furiosa, que tenía reclusa en su casa, y esta delación, a la cual acompañaba una lista de otras trescientas personas comprometidas en la trama (1822), fue la piedra angular del proceso y puso en guardia a la Inquisición antes de los rigores de 1559.

    El Santo Oficio instruyó rápidamente todos estos procesos. Como D. Fernando de Valdés se hallaba ausente, ocupado en el castigo de los luteranos de Valladolid, subdelegó en el obispo de Tarazona, D. Juan González de Munabrega, antiguo inquisidor de Cerdeña, Sicilia y Cuenca. El cual, asistido por los inquisidores de Sevilla, Licdo. Miguel del Carpio y Andrés Gasco y por el provisor Juan de Ovando, dispuso la celebración del auto de fe de 24 de septiembre de 1559 en la plaza de San Francisco, de Sevilla. Asistieron a él los obispos de Lugo y Canarias, la Real Audiencia, el cabildo catedral, muchos grandes y caballeros, la duquesa de Béjar y otras señoras de viso y una multitud innumerable de pueblo. Los relajados al brazo seglar fueron veintiuno, y ochenta los penitenciados, no todos por luteranos.

    El licenciado Zafra salió en estatua.

    Los relajados en persona fueron:

    Isabel de Baena: mandóse arrasar su casa y colocar en ella un padrón de ignominia, lo mismo que en la de los Cazallas de Valladolid.

    Don Juan Ponce de León: Reinaldo González de Montes supone que fue quemado vivo. Es falso. Se confesó en el momento del suplicio; fue agarrotado y su cuerpo reducido a cenizas; así lo dicen las relaciones del auto y lo confirma Llorente. Como la sentencia de inhabilitación alcanzaba a sus hijos, no pudo heredar el mayor de ellos, D. Pedro, el título de conde de Balién, que recayó en un D. Luis de León, pariente más lejano. Pleiteó, sin embargo, el desposeído, y obtuvo de la Audiencia [81] de Granada el mayorazgo, pero no el título. Al fin se lo concedió Felipe III (1823).

    Juan González: caminó al auto con mordaza. Cuando se la quitaron recitó con voz firme el salmo 106: Deus, laudem meam ne tacueris; y mandó hacer lo mismo a sus hermanas. Fue quemado vivo.

    Garci-Arias (el Mtro. Blanco).

    Fray Cristóbal de Arellano.

    Fray Juan Crisóstomo.

    Fray Juan de León.

    Fray Casiodoro.

    La misma suerte tuvieron estos cuatro monjes de San Isidro. El primero protestó enérgicamente cuando oyó leer la sentencia, en que se le acusaba de negar la perpetua virginidad de Nuestra Señora. A Fr. Juan deLeón procuró convencerle un condiscípulo suyo y hermano de religión, pero en balde.

    Cristóbal de Losada.

    Fernando de San Juan.

    Doña María de Virués.

    Doña María Coronel.

    Doña María Bohorques.

    Las tres murieron agarrotadas, aunque habían dado pocos signos de arrepentimiento. Ponce de León exhortó a última hora a la Bohorques a convertirse y desoír las exhortaciones de Fr. Casiodo, pero ella le llamó ignorante, idiota y palabrero.

    El P. Morcillo abjuró a última hora, y evitó así la muerte de fuego.

    Los demás relajados no lo fueron por luteranos.

    Un año después, el 22 de diciembre de 1560, se celebró segundo auto en la misma plaza. Hubo catorce rebajados, tres en estatua, treinta y cuatro penitenciados y tres reconciliados. Las estatuas fueron de Egidio, Constantino y el Dr. Juan Pérez (1824). La efigie del primero era de cuerpo entero, en actitud de predicar.

    El principal relajado era Julianillo Hernández que murió como había vivido. Fue al suplicio con mordaza y él mismo se colocó los haces de leña sobre la cabeza. «Encomendaron los inquisidores esta maldita bestia -dice el P. Martín de Roa- al Padre licenciado Francisco Gómez, el cual hizo sus poderíos para poner seso a su locura; mas viendo que sólo estribaba en su desvergüenza y porfía y que a voces quería hazer buena su causa y apellidaba gente con ella, determinó quebrantar fuertemente su orgullo, y cuando no se rindiese a la fe, a lo menos confesase su ignorancia, dándose por convencido de la verdad, siquiera con mostrarse atado, sin saber dar respuesta a las razones de la enseñanza católica. Y fue así que, comenzando la disputa junto a la hoguera, en presencia de mucha gente [82] grave y docta y casi innumerable vulgo, el Padre le apretó con tanta fuerza y eficacia de razones y argumentos, que con evidencia le convenció; y atado de pies y manos, sin que tuviese ni supiese qué responder, enmudeció.»

    Con él murieron D.ª Francisca de Chaves, monja de Santa Isabel, que llamaba generación de víboras a los inquisidores; Ana de Ribera, viuda de Hernando de San Juan; Fr. Juan Sastre, lego de San Isidro; Francisca Ruiz, mujer del alguacil Francisco Durán; María Gómez, viuda del boticario de Lepe, Hernán Núñez (aquella misma beata que en un acceso de locura delató al Licdo. Zafra); su hermana Leonor Núñez, mujer de un médico de Sevilla, y sus tres hijas Elvira, Teresa y Lucía (1825).

    Entre los penitenciados figuraban D.ª Catalina Sarmiento, viuda de D. Fernando Ponce de León, veinticuatro de Sevilla; D.ª María y D.ª Luisa Manuel y Fr. Diego López, natural de Tendilla; Fr. Bernardino Valdés, de Guadalajara; Fr. Domingo Churruca, de Azcoitia; Fr. Gaspar de Porres, de Sevilla, y fray Bernardo de San Jerónimo, de Burgos, monjes todos de San Isidro.

    Abjuraron de vehementi o de levi, por sospechas de luteranismo, D. Diego de Virués, jurado de Sevilla; Bartolomé Fuentes, mendigo (que no creía que Dios bajase a las manos de un sacerdote indigno), y dos estudiantes, Pedro Pérez y Pedro de Torres, que habían copiado unos versos de autor incierto en alabanza de Lutero.

    Finalmente fue relajado al brazo secular un mercader inglés llamado Nicolás Burton, que había manifestado opiniones anglicanas en Sanlúcar de Barrameda y en Sevilla. Fueron confiscados sus bienes y el buque que los había conducido. Y, si dice verdad Reinaldo González de Montes, el Santo Oficio cometió la injusticia de no atender a las reclamaciones de otro inglés, Juan Fronton, vecino de Bristol, que vino a Sevilla para reclamar los efectos secuestrados, y que tuvo que abjurar de vehementi en este mismo auto. Fueron reconciliados asimismo, por sospechas más o menos leves, un flamenco y un genovés (1826), este último ermitaño, cerca de Cádiz (1827).

    En cambio, se proclamó la inocencia de D.ª Juana Bohorques, la cual desdichadamente había perecido en el tormento que bárbaramente se le dio cuando estaba recién parida (1828).

    Aquí termina la historia de la Reforma en Sevilla. Una enérgica reacción católica borró hasta las últimas reliquias del contagio. El monasterio de San Isidro fue purificado; los monjes católicos que allí quedaban suplicaron a los jesuitas que viniesen [83] a su convento a doctrinarlos con buenas pláticas. Las misiones duraron dos años (1829).

    A la herética enseñanza de Fernando de San Juan sustituyó la de los Padres de la Compañía. Ofreció la ciudad 2.000 ducados, y con ellos y otras limosnas particulares comenzaron los jesuitas a enseñar gramática, con gran concurso de estudiantes, que en pocos años, desde 1560 a 1564, llegaron a 900. Después se dio un curso de letras humanas y otro de artes y filosofía.




- VI -
Vestigios del protestantismo en otras comarcas. -Fr. Diego de Escalante: escándalo promovido en la iglesia de los Dominicos de Oviedo.

    Recojamos ahora cuidadosamente los escasos y aislados rastros de luteranismo fuera de Valladolid y Sevilla. La tarea es fácil y breve por fortuna, y eso que la continuaremos hasta fines del siglo XVII.

    Afirma Llorente (1830) que «apenas dejó de salir un luterano en cada auto desde 1560 a 1570»; pero la mayor parte eran extranjeros; otros no pasaban de sospechosos, y todos gente oscurísima. Así, v. gr., en el auto de 8 de Septiembre de 1560 en Murcia hubo cinco penitenciados, y once en el de 20 de mayo de 1563. Dos de ellos eran presbíteros franceses: Pedro de Montalbán y Francisco Salar; abjuraron de formali, fueron reclusos por un año en la cárcel de piedad y desterrados luego de España, con apercibimiento de ir a galeras si tornaban a entrar. Aquí la Inquisición trabajaba mucho, pero casi siempre en materia de judaizantes.

    Lo mismo acontecía en Toledo, donde se celebraron autos solemnísimos en 25 de febrero de 1560, con asistencia de Felipe II, de la reina Isabel y del príncipe D. Carlos; en 9 de marzo de 1561, en 17 de junio de 1565, en 4 de junio de 1571 y en 18 de diciembre de 1580. Salieron en el primero algunos sospechosos de la doctrina protestante; en el segundo fueron quemados cuatro por impenitentes, dos de ellos frailes españoles y otros dos seculares franceses, y reconciliados diecinueve, la mayor parte flamencos. Entre ellos estaba un paje del rey, llamado D. Carlos Street, a quien, por intercesión de la reina le fueron perdonadas todas las penitencias.

    En el auto de 1565 empieza a designarse a algunos reos de ultrapuertos con el nombre de huguenaos o hugonotes. En el de 1571 pereció el Dr. Segismundo Archel, médico sardo, que había dogmatizado en Madrid y huido de las cárceles de Toledo. Era grande enemigo de los papistas; murió impenitente y amordazado. Finalmente, en el de 1571, notable por la extravagancia de los crímenes que en él se penaron (1831), hallo los nombres de [84]Fr. Vicente Cielbis, dominico flamenco; de Ursula de la Cruz, natural de Viena, monja de las Recogidas de Alcalá de Henares, y de Juan Pérez García, natural de Tendilla; condenados los dos primeros a cárcel perpetua y el tercero a azotes y a galeras por diez años. Conforme pasaba el peligro iba disminuyéndose el rigor de los castigos, que siempre fue menor también con los extraños que con los naturales.

    La Inquisición de Zaragoza tuvo harto que hacer con los hugonotes del Bearne, que entraban en Aragón por Jaca y el Pirineo como mercaderes. Felipe II encargó la más escrupulosa vigilancia a las guardas de los puertos, y se llegó a considerar como sospechosos de herejía a los contrabandistas que llevaban caballos a Francia. Pero ni esto ni los procesos políticos ocasionados por la fuga de Antonio Pérez tienen que ver nada con el propósito de nuestra historia. Cuando en 1592 los refugiados aragoneses, y a su cabeza D. Diego de Heredia y D. Martín de Lanuza, entraron por el valle de Tena acaudillando 500 bearnes que puso a su servicio la princesa Catalina, nada les dañó tanto como este inoportuno auxilio. Y, aunque habían consultado el caso con teólogos y vedado, so graves penas, a sus heréticos soldados que hiciesen daño en iglesias y monasterios, con todo eso, el país se levantó contra ellos y ni un solo aragonés se les unió. El obispo de Huesca llegó a armar a clérigos y frailes como para la guerra santa (1832).

    Parece que D. Carlos de Seso dejó en la Rioja alguna semilla protestante, que se acrecentó con el trato de algunos calvinistas de la Navarra francesa. Todavía en un auto de Logroño de 1593 fueron quemados en estatua cuatro de ellos. Pero la especialidad de aquel tribunal fueron los procesos de brujería, como veremos a su tiempo (1833).

    El mismo año fueron penitenciados en Granada dos sospechosos de luteranismo. [85]

    El peligro de infección debía ser mayor en los puertos. A la vista tengo una lista de los sambenitos colocados en la iglesia de San Juan de Dios, de Cádiz, y mandados quitar por las Cortes de 1812. Encuentro sólo dos protestantes relajados en persona al brazo secular y catorce reconciliados desde 1529 hasta 1695. Todos son mercaderes y herreros ingleses, toneleros flamencos, maestros de navío franceses. Sólo hay un español, fray Agustín de la Concepción, agustino descalzo, reconciliado con penitencias leves en 1695 (1834).

    De intento he reservado para este lugar la noticia de un extraño y desconocido caso, aparecer de heterodoxia, que sucedió donde menos pudiera imaginarse: en Oviedo. Tenía largo y empeñado pleito el obispo, D. Juan de Ayora, hombre de carácter duro e inflexible, a la vez que de gran celo y pureza de doctrinas, con el prior y frailes dominicos del convento del Rosario, extramuros de aquella ciudad, sobre el púlpito y prebenda magistral de dicha iglesia, y quería despojarlos de la posesión en que estaban de predicar allí los sermones ordinarios. La Chancillería de Valladolid dio la razón a los frailes, pero el obispo persistió en su empeño y prohibió a los Dominicos predicar el sermón de Mandato el Jueves Santo de 1568. Subióse al púlpito un fraile (montañés a lo que entiendo) llamado fray Diego de Escalante, hombre revolvedor y temerario. Apenas lo supo el Obispo, salió de su palacio con sus criados y familiares y se presentó en la iglesia con ánimo de impedirlo. Escalante y los suyos, que recelaban aquella fuerza, tenían prevenido al escribano Gabriel de Hevia para que diese testimonio de ella, pero el obispo no quiso oír el requerimiento, «y con gran ímpetu y furia mandó a sus criados y familiares que derribasen del púlpito abajo al dicho Fr. Diego, por lo cual Pedro de Vitoria, Alguacil mayor del Obispo, y Jusepe Victoria, su paje, arremetieron al dicho fraile, y le echaron las manos a los cabezones y a los hábitos, e arrastrándole e dándole muchos empujones e rompiéndole sus hábitos, le bajaron del dicho púlpito» (1835). Hubo con este motivo razonable cantidad de puñadas y mojicones; el fraile y todos los de su comunidad protestaron a grandes voces, y el obispo dijo que quitasen de allí aquel bellaco luterano. Alborotóse la gente; echáronse por medio el Licdo. Cifuentes y el bachiller Lorenzana, jueces ordinarios de la ciudad, pusieron mano a las espadas los criados y familiares del obispo y llevaron preso a Escalante. [86]

    En un memorial de agravios que él y los de su convento enviaron a Roma, refiere este Escalante de la manera más cómica y divertida del mundo las angustias de su prisión y atropello: «Echáronme sus criados del púlpito abajo, quitáronme el hábito, rompiéronme la cinta, rompiéronme la saya o túnica, truxiéronme delante todo el pueblo por espacio de media hora por la Iglesia Mayor, dándome muchos golpes, llamándome muchas infamias y luterano; lleváronme preso el Provisor y criados del Obispo, asido de pies y manos, como si fuera muerto; tendiéronme en un corredor: manda el Provisor cerrar las puertas: díceme allá a solas grandes injurias, manda traer unos grillos, métenme en un cerrado estrecho... cierran por defuera muy bien; consultan fuera no sé qué; quedo con temor que me pornán la vida en peligro: era tanta la fatiga que tenía que por muy gran espacio no podía alcanzar huelgo... Con el temor que me matarían, quité los grillos, salté por una ventana sobre un tejado, sin capa y sin zapatos y sin cintas: la ventana estaba del suelo en alto, diez o doce brazas poco más o menos: viome gente mucha sobre el tejado; concurrieron dando voces no me echase del tejado abajo: quité las tejas y techumbre e hice un agujero: bajéme a un desván, salí ansí por la puerta, vino mucha gente conmigo, acompañándome no me tornase a coger la gente del Obispo... Lloraban de compasión de ver tan mal tratamiento», etc.

    Después de estas ridículas angustias, contadas por el paciente no sin rapidez y gracia, ocurre preguntar: ¿sería Diego de Escalante luterano de veras? Pero el no haber tenido consecuencias el negocio y la sencillez y buena fe con que todo su memorial está escrito, me persuaden de lo contrario. Indudablemente, lo de luterano fue una frase pronunciada por el obispo en momentos de indignación y que no ha de tomarse como suena. La verdad es que los dominicos de Oviedo y el obispo, cada cual por su parte, eran cizañeros y litigantes eternos. ¡Más de cien pleitos dice el memorial que tenían!

    Del otro lado de los mares, en las regiones americanas, llegó algún venticello de protestantismo con los mercaderes y piratas extranjeros, pero sin consecuencia notable. En el primer auto de fe celebrado en Méjico en 1574 fueron relajados al brazo secular un francés y un inglés por impenitentes; y entre los penitenciados hay algunos por sospechas de luteranismo (1836).

    Rara avis in terra era un protestante en el siglo XVII. Por eso debo hacer especial mención del auto de Madrid de 21 de enero de 1624, en que fue relajado un cierto Ferrer, franciscano catalán (de linaje judaico por parte de madre), dos veces expulso de su Orden y hereje calvinista, que en un rapto de diabólico furor había arrancado la hostia consagrada de manos [87] de un sacerdote que decía misa y héchola pedazos. Fue quemado vivo cerca de la puerta de Alcalá. La concurrencia al auto fue grande y presidió a los familiares Lope de Vega. Hiciéronse muchas procesiones, novenas y funciones de desagravios (1837).


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Biblioteca
Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro cuarto