Capítulo IV
Artes mágicas y de adivinación. -Astrología, prácticas supersticiosas en los períodos romano y visigótico.
I. Preliminares. La magia entre los antiguos, y especialmente en Grecia y Roma. -II. Prácticas supersticiosas de los aborígenes y alienígenas peninsulares. Vestigios conservados hasta nuestros tiempos. -III. Viaje de Apolonio de Tiana a la Bética. Pasajes de escritores hispanolatinos concernientes a las artes mágicas. -IV. Actas de los Santos Luciano y Marciano. Supersticiones anatematizadas en el concilio Iliberitano. Esfuerzos de Teodosio contra la magia. -V. Las supersticiones en Galicia bajo la dominación de los suevos. Tratado «De correctione rusticorum» de San Martín Dumiense. -VI. Artes mágicas y de adivinación entre los visigodos.
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Preliminares. -La magia entre los antiguos, y especialmente en Grecia y Roma.
Hora es, para cerrar este primer libro, de dirigir nuestra atención a otro elemento de desorden religioso no exclusivo de ninguna época o nación, sino eterna calamidad de todas. ¿Pertenecen a la historia que voy escribiendo las artes goéticas, las divinatorias y todo su cortejo de supersticiones y terrores? ¿Tienen [271] alguna importancia o realidad intrínseca tales prácticas para que puedan convertirse en objeto de seria indagación?
Que las artes demoníacas existen como perpetuo tentador de la voluntad humana es indudable. En cuanto a lo real y positivo de sus efectos, la cuestión varía. Teóricamente no podemos negarla. Históricamente no en todos casos, puesto que leemos en los sagrados Libros los prodigios verificados por los magos de Faraón y la evocación del alma de Samuel por la pitonisa de Endor. Pero, fuera de estos hechos indiscutibles y de algún otro que parece comprobado en términos que no dejan lugar a duda, hay que guardarse mucho de la nimia credulidad en esta parte. Dios puede (por altos fines) consentir a las potencias del abismo algún trastorno, más aparente que real, de las leyes naturales, como aconteció en Egipto; puede en circunstancias solemnísimas, como las que antecedieron a la pérdida de Saúl, hacer que los muertos respondan a la interrogación de los vivos. Todo cabe en la suma Omnipotencia. Pero sería necio y pueril suponer en el príncipe del infierno una como obligación de satisfacer a las vanas preguntas de cualquier iluso u ocioso a quien se le antoje llamarle con palabras de conjuro o ridículos procedimientos de mediums y encantadores. El demonio nunca ha tenido fama de mentecato. Hartos medios posee, y de funesto resultado, para extraviar la flaqueza humana sin que le sea necesario valerse de todo ese aparato de comedia fantástica. Aparte de que fuera hasta sacrílego e inductivo al maniqueísmo suponer esa acción constante del espíritu malo que esclaviza al hombre por prestigios y maravillas, consintiendo Dios semejante tiranía.
A Dios gracias, en la historia que voy a referir de las artes mágicas y supersticiosas en España, muy pocas veces o ninguna encontraremos esos graves casos de que algunos se dan por testigos presenciales. Meras preocupaciones de una parte y mala fe de otra será lo que hallemos.
Pero que tales artes son heréticas y prohibidas por toda ley divina y humana, resulta de su simple enumeración. Invocar al demonio con uno u otro fin, en una u otra manera, constituye un verdadero acto de apostasía, aunque el demonio no conteste, como suele suceder. El error astrológico, por lo que ata el libre albedrío a los influjos planetarios, es fatalismo puro, y del mismo o semejante yerro adolecen todos los medios divinatorios. Finalmente, las supersticiones de cualquier linaje se oponen tanto a la verdadera creencia como las tinieblas a la luz. Por eso, cuantos autores han tratado de magos y nigromantes los consideran ipso facto herejes, y Fr. Alfonso de Castro, en el tratado De iusta haereticorum punitione (l. 1 c. 13, 14, 15 y 16), decláralos sujetos a las mismas penas espirituales y temporales, haciendo sólo alguna excepción en favor de los sortilegios y augures que no mezclan en sus prácticas invocaciones al diablo. Realmente, [272] la superstición no es herejía formal, pero sapit haeresim, y entra, por tanto, en los lindes de la heterodoxia.
Nada hay a primera vista más extenso ni embrollado que el estudio de la magia y de la astrología en su relación histórica. Pero, si advertimos que esas artes son casi las mismas en todas las razas y épocas, fácil será reducirlas a tres principios capitales, fuentes de toda aberración humana. Tales son, a mi entender, el panteísmo naturalista, el maniqueísmo o dualismo y el fatalismo. Nace del primero esa legión de espíritus y emanaciones que vive y palpita en la creación entera, engendrando risueñas imágenes o nocturnos terrores. Hijos son del endiosamiento del principio del mal los procedimientos teúrgicos, los cultos demoníacos, las sanguinarias o lúbricas artes goéticas, los pactos, la brujería, el sábado. Proceden de la negación o desconocimiento de la libertad humana la astrología, los augurios, los sortilegios y maleficios, cuantos medios ha pretendido poseer el hombre para conocer lo futuro y las leyes que, según él, esclavizaban el libre ejercicio de su actividad. De una de las tres raíces dichas arranca toda superstición ilícita. Añádase a esto la ignorancia (no disipada aún del todo) sobre el modo de ser y obrar de ciertos agentes o fuerzas naturales. Por de contado, aquí tratamos sólo de la magia negra o goética, no de la blanca o natural, que era una especie de física recreativa, semejante sólo a la nigromancia por el misterio en que solía envolver sus operaciones. La famosa estatua de Memnon pasa por una de las más señaladas obras de esta magia entre los antiguos.
Dejado aparte todo esto, nada sería más fácil que ostentar erudición prestada discurriendo acerca de la magia de egipcios y caldeos, donde la adivinación, la astrología y la teurgia constituían verdaderas ciencias agregadas al culto, y en manos siempre de colegios o castas sacerdotales. A mí, que no soy egiptólogo, bástame ir al capítulo 7 del Éxodo, donde todos hemos leído: Llamó el Faraón a sus sabios y hechiceros, los cuales, por medio de encantamientos y palabras arcanas, hicieron algunas cosas semejantes a las que Moisés había hecho. (Vocavit autem Pharao sapientes et maleficos et fecerunt etiam ipsi per incantationes Aegyptiacas et arcana, quaedam, similiter.) La magia entre los egipcios llegó a tomar un carácter zoolátrico y semifetiquista. La astrología dio en absurdos que se tocan con los de nuestros priscilianistas. Cada uno de los astros tenía influjo sobre diversas partes del cuerpo, las cuales no bajaban de treinta (389). En los tiempos alejandrinos se modificaron estas doctrinas por el contacto de las griegas, y el libro De mysteriis Aegyptiorum, atribuido a Jámblico, nos da cumplida idea de aquella teurgia, en que el principal conjuro eran las palabras arcanas. [273]
Astrología y ciencia caldea o asiria son palabras casi sinónimas, a lo menos para los griegos. Al saber, no del todo vano, de los caldeos, debió la astronomía positivos adelantos; pero creció so el amparo de tales estudios la desoladora concepción fatalista. «Al decir de los caldeos (escribe Diodoro de Sicilia) los astros imperan soberanamente en el bueno o mal destino de los hombres. Los fenómenos celestes son señales de felicidad o desdicha para las naciones.» «Los caldeos (dice en otra parte) se dedican a la ciencia adivinatoria, anuncian lo futuro, hacen purificaciones, sacrificios y encantos. Interpretan el vuelo de los pájaros, los sueños y los prodigios; examinan las entrañas de las víctimas... Su ciencia se transmite de padres a hijos.» En el libro de Daniel aparecen asimismo los caldeos como adivinos, magos, arúspices e intérpretes de sueños; modos de adivinación idénticos a los usados en Roma. Pero en lo que más descollaba la ciencia asiria era en la formación del horóscopo o tema genetlíaco de cada individuo según la posición de los astros en el punto de su nacimiento.
La magia, que entre los caldeas había nacido del sabeísmo, fue entre los persas hija del dualismo mazdeísta, y se desarrolló tanto, que el nombre de magos o sacerdotes vino a equivaler al de hechicero. Los medios de adivinación en Persia practicados eran más numerosos que los de Babilonia. El libro atribuido a Osthanes mencionaba la hidromancia, las esferas mágicas, la aeromancia, la astrología, la necromancia y el uso de linternas y segures, de superficies tersas y lucientes. (Ut narravit Osthanes, dice Plinio, species eius plures sunt, namque et aqua et sphaeres, et aere, et stellis, et lucernis ac pelvibus, securibusque et multis aliis modis divina promittit: praeterea umbrarum, inferorumque colloquia.) La catoptromancia, ciencia de los specularios, adivinación por medio de espejos mágicos, procedía también de Persia, según Varrón, citado por San Agustín (De civitate Dei, l. 7), y era una variedad de la lecanomancia, o arte de evocar las imágenes en una copa, en un escudo, en la hoja de una espada o en una vasija llena de agua (390).
En cambio, la adivinación por varas de sauce era propia y característica de los escitas, según leemos en el libro 4 de Herodoto: «No faltan a los escitas adivinos en gran número, cuya manera de presagiar por medio de varas de sauce explicaré aquí. Traen al lugar donde quieren hacer la ceremonia grandes haces de mimbres, y dejándolos en tierra los desatan; van después tomando una a una y dejando sucesivamente las varillas, y al mismo tiempo están vaticinando; y sin cesar de murmurar, vuelven a juntarlas y a componer sus haces, este género de adivinación es heredado de sus abuelos.» [274]
«Los que llaman Enarees pretenden que la diosa Venus los hace adivinos y vaticinan con la corteza interior del tilo, haciendo tres varas de cada membranilla, arrollándolas a sus dedos y adivinando mientras las van desenvolviendo» (391). Los escitas daban gran crédito a sus augures; pero cuando erraban las predicciones, solían quemarlos vivos.
De los celtas de Galia y Germania trata Julio César en los capítulos 5 y 6 de su libro 8, pero sin advertir nada que concierna a las artes mágicas, como no sea la existencia del colegio sacerdotal de druidas (392) entre los galos y no entre los germanos. Algo más expreso anda Tácito en el opúsculo De situ, moribus, populisque Germaniae, y lo que dice conviene del todo con la noticia que de los escitas da Herodoto: «Consagran los germanos (escribe el historiador latino) muchas selvas y bosques, y con los nombres de los dioses apellidan aquellos lugares secretos que miran con veneración. Observan, como los que más, los agüeros y suertes; pero las suertes son sin artificio. Cortan de algún árbol frutal una varilla, la cual, partida en pedazos y puesta en cada uno cierta señal, echan, sin mirar, sobre una vestidura blanca, y luego el sacerdote de la ciudad, si es que se trata de negocio público, o el padre de familias, si es de cosa particular, después de hacer oración a los dioses, alzando los ojos al cielo, toma tres palillos, de cada vez uno, y hace la interpretación según las señas que antes habían puesto. Y si las suertes son contrarias, no tratan más aquel día del negocio, y si son favorables, procuran aún certificarse por agüeros; y también saben adivinar por el vuelo y canto de las aves. Mas es particular de esta nación observar las señales de adivinanza que para resolverse toman de los caballos. Éstos se sustentan a costa del pueblo en las mismas selvas y bosques sagrados; son blancos y que no han servido en ninguna obra humana; y cuando llevan el carro sagrado, los acompañan el sacerdote y el rey o príncipe de la ciudad y consideran atentamente sus relinchos y bufidos. Y a ningún agüero dan tanto crédito como a éste, no solamente el pueblo, pero también los nobles y grandes y los sacerdotes, los cuales se tienen por ministros de los dioses, y a los caballos por sabedores de la voluntad de ellos» (393). Poco más que esto es lo que de las supersticiones de los galos, germanos y britanos escriben los antiguos. Pero siendo el culto de los celtas naturalista y enseñando los druidas astronomía, como Julio César afirma, no podía faltarles la superstición astrológica; y como creían en la metempsicosis (según autoridad del mismo), debían de ser más que medianamente inclinados a la nigromancia y a las evocaciones. Las costumbres que aún subsisten nos dan razón de otras prácticas no mencionadas por los clásicos. Así como se conservó, aun después de [275] predicado el cristianismo, la veneración céltica a las fuentes sagradas, duró con ella la hidromancia. En varios puntos de las dos Bretañas, sobre todo en la fuente de Saint-Elian, condado de Denbigh, se practicó, hasta tiempos relativamente modernos, la adivinación por agujas o alfileres lanzados al agua. En Escocia se conservaron largo tiempo hechizos y conjuros para facilitar el parto (394). La cueva llamada en Irlanda Purgatorio de San Patricio, era, a no dudarlo, un necyomanteion antiguamente destinado a la evocación de las almas de los muertos (395).
Había en las Galias hechiceros llamados tempestarii, porque provocaban el trueno y el granizo; arúspices e intérpretes de sueños. A las divinidades célticas destronadas por la fe sucedió en tierras del Norte un tropel de Gnomos, Silfos, Kobolds, Trolls, Ondinas, Niks: encantadores, duendes, trasgos, genios del mar, de los ríos, de las fuentes y de las montañas. Estos restos de antiguas mitologías han resistido tenazmente, como las dos festividades solsticiales, y la verbena, y el trébol de cuatro hojas: reminiscencias del sagrado muérdago.
Pero dejemos pueblos bárbaros, de que sólo por referencia puedo hablar, y vengamos a los griegos y latinos, de quienes procede nuestra civilización. La magia, así en Grecia como en Roma, fue de dos especies: una oficial, pública y asociada al culto; otra popular, heterodoxa y hasta penada por las leyes. Expresión brillante de la primera y centro de la vida política de los helenos fueron los oráculos, cuya historia no nos incumbe, porque han tenido poca o ninguna parte en las supersticiones de los pueblos cristianos, y menos de los de la península Ibérica. El arte augural, menos importante y respetado que entre los latinos, dominó en tiempos anteriores a la consolidación y política influencia de los oráculos. Recordemos en la Ilíada aquel adivino Calcas, que revela las causas de la peste enviada por Febo a los aqueos: Calcas, el que en Aulide había anunciado la voluntad de los dioses respecto al sacrificio de Ifigenia. La observación de los sueños aparece en el libro 2 del mismo poema, si el trozo no es uno de los intercalados. Y ya en tiempo del padre Homero debía de reinar el escepticismo en cuanto a adivinaciones, conforme lo indica aquella sublime respuesta de Héctor: El mejor agüero es pelear por su tierra. Pero la ley del fatum es para los héroes homéricos inflexible: en el libro 19, Xanto, uno de los divinos caballos de Aquiles, habla inspirado por Juno y predice al hijo de Peleo su temprana y próxima muerte. «Entonces Aquiles, el de los pies ligeros, replicó a Xanto: ¿Por qué me vaticinas la muerte? Nada te importa; bien sé que es hado mío perecer lejos de mi dulce padre y de mi madre; pero no cesaré hasta que los troyanos se hayan saciado de pelea.» [276]
En la Odisea, poema de tiempo y civilización muy distintos, las artes divinatorias y mágicas son más respetadas. Telémaco ve en el libro 2 dos águilas enviadas por Zeus, y toma de su vuelo auspicios favorables. El tipo de la farmaceutria, de la hechicera, no conocido por el autor de la Ilíada, es en la Odisea Circe, cuya vara mágica tiene el poder transmutatorio y convierte en puercos a los compañeros de Ulises, atraídos por su canto:
Carminibus Circe socios mutavit Ulyssi,
y por el dulce sabor del vino Pramnio y de los manjares amasados con queso, harina y miel; pero no al mañoso itacense, que resistió los hechizos con la hierba moly que le había dado Mercurio. Circe es una encantadora, risueña y apacible, como la fantasía de los griegos podía imaginarla; no una bruja hórrida y repugnante, como las de Macbeth. Ulises parece un bárbaro cuando acomete, espada en mano, a aquella diosa euplócama, que acaba por enamorarse perdidamente de él y regalarle en su maravilloso palacio. Todo es de suave color en la Odisea, menos la necromancia o evocación de los muertos en el canto 11, que tiene el carácter de una verdadera goetia. Ulises va a la tierra de los cimmerios, abre un hoyo, lo llena con la sangre de las víctimas, hace tres libaciones y empiezan a acudir las almas del Erebo, sedientas de aquella negra sangre. Ulises les prohíbe acercarse hasta que se levanta la sombra del ciego Tiresias, adivino tebano, que le predice su vuelta a Ítaca y otros sucesos. En el libro 20, los amantes de Penélope son aterrados por un funesto agüero, y Teoclimeno les anuncia la muerte.
Los ritos órficos, los misterios de Eleusis y Samotracia, entraron por parte no pequeña en la difusión de los procedimientos teúrgicos, unidos a las expiaciones y purificaciones. Una noble y hermosa poesía hierática, de la cual ni vestigios auténticos quedan, debía de enlazarse con las ceremonias a que Epiménides el cretense y otros justos del paganismo debieron su fama. La leyenda de Epiménides, el que hacia la olimpíada 56 purificó a Atenas, profanada por el crimen de Cylon, es de suyo singularísima. Aquel taumaturgo era alimentado por las ninfas y podía dejar el cuerpo y volver a él cuando le viniera en talante. Lo mismo se refiere de Hermótimo de Clazomene.
Los presagios astrológicos en relación con la agricultura, los días fastos y nefastos y otras supersticiones ocupan buen lugar en Las obras y los días, de Hesíodo, que llega a señalar las lunas propicias al matrimonio y aquellas otras en que las Furias desencadenadas recorren la tierra. No olvida la adivinación por el vuelo de los pájaros, pero concede poca o ninguna atención a las artes transmutatorias y goéticas.
Nuevos y hermosos tipos de vates, profetisas y taumaturgos lanzó a la escena el ingenio de los trágicos atenienses. Esquilo encarnó la manteia, doble vista o espíritu profético, en la [277] troyana Casandra, hermosa figura levantada entre el cielo y la tierra para anunciar los males que van a caer sobre Agamenón y la casa real de Micenas. Inspiración sacerdotal palpita en la terrible poesía de las Euménides, inmortales vengadoras del crimen y ejemplar de tantas otras representaciones fantásticas de todo país y tiempo. Ni falta en los Persas una necromancia: la sombra de Darío, que se presenta al conjuro de los ancianos de Susa para oír de labios de Atossa el desastre de Jerjes y pronunciar graves y tristes sentencias sobre la fortuna y la instabilidad de las cosas humanas.
El ciego Tiresias, sabedor de todas las cosas del cielo y de la tierra, reaparece en el Edipo tirano, de Sófocles, y ve menospreciada su ciencia por el obcecado rey de Tebas, que, herido a su vez por inaudita desgracia, conviértese (en el Edipo en Colona) en vate, en profeta, en objeto sagrado, que anuncia futuras victorias y prosperidades a la tierra donde descansen sus cenizas. ¡Alta y peregrina idea de los griegos suponer inseparables el poder divinatorio y esas grandes calamidades con que los dioses oprimen al que por desvanecimiento o soberbia se alejó de la serenidad, de la templanza, de la sophrosyne! El que es ejemplo vivo de la cólera celeste debe anunciar sus decretos a los mortales.
Dulces son de recordar estas cosas clásicas. Indefinible horror producen en la Electra el sueño de Clitemnestra, presagio de la venganza de Orestes, simbolizado en aquella serpiente que devora el seno de la homicida mujer de Agamenón. Y elemento mágico y sobrenatural de otra índole es en las Traquinianas la túnica del centauro Neso.
Eurípides usa y abusa de todos los prestigios. Su tipo de encantadora es Medea, distinta de Circe en lo vengativa y celosa. La pasión vence en ella a la hechicería, al revés de lo que acontece en la imitación de nuestro Séneca, inspirada en esta parte por los Metamorfóseos ovidianos.
Un sabio español del siglo XVII, Pedro de Valencia, en su Discurso (inédito) sobre las brujas y cosas tocantes a magia, encontraba analogía grande entre el sábado y las nocturnas fiestas de Las Bacantes, como se describen en la singular y terrorífica tragedia de Eurípides que lleva ese título. La narración que de cierta bacanal hace el Nuncio, parece que nos transporta al aquelarre de Zugarramurdi. Sólo falta el macho cabrío; pero ni aun éste se echaba de menos en las sabasias o fiestas de Baco Sabasio, degenerada secuela de las bacanales y verdadero origen del sábado hasta en el nombre.
El culto orgiástico y hondamente naturalista de Dionisio, las abominaciones y nocturnos terrores del Citheron, tardaron, de igual suerte que el rito fenicio de Adonis y otras supersticiones orientales en aclimatarse en Grecia, y nunca perdieron su carácter misterioso, arcano y sólo a medias tolerado por los legisladores. De esta suerte venían a enlazarse con otra superstición [278] oculta y sombría, practicada especialmente por las mujeres de Tesalia, el culto de Hécate triforme, invocada de noche en los trivios con ceremonias extrañas y capaces de poner espanto en el corazón más arrojado. Orígenes, o quienquiera que sea el autor del Philosophoumena, nos ha conservado la fórmula de conjuro. «Ven, infernal, terrestre y celeste (triforme) Bombón, diosa de los trivios, guiadora de la luz, reina de la noche, enemiga del sol, amiga y compañera de las tinieblas; tú que te alegras con el ladrido de los perros y con la sangre derramada y andas errante en la oscuridad cerca de los sepulcros, sedienta de sangre, terror de los mortales, Gorfón, Mormón, luna de mil formas, ampara mi sacrificio.» De una manera semejante invocaban al demonio las brujas castellanas del siglo XV, si hemos de estar al testimonio de la incomparable Celestina.
En un maravilloso idilio de Teócrito, el segundo en orden, intitulado Pharmaceutria, contémplase una escena de encantamientos a la moderna. Simeta, joven siracusana, quiere hechizar a Delfis, que se aleja; prepara un filtro, ciñe la copa con vellón de oveja, invoca a la
reina de la noche y las estrellas,
Hécate, que en los trivios escondidos
do resuenan del perro los ladridos,
negra sanguaza en los sepulcros huellas.
Da a mis hechizos fuerza poderosa,
cual diste a los de Circe o de Medea,
como a los de la rubia Perimea.
¡Brille pura tu faz, nocturna diosa!
Tras esta plegaria, echa harina y sal en el fuego, quema una rama de laurel, hace derretir una figura de cera, da vueltas al rombo mágico y llama al ave Jingx para que torne a Delfis a sus brazos:
Como el laurel se abrasará mi amante,
derretiráse como blanda cera:
cual gira sin cesar la rauda esfera,
vueltas dará a mi casa el inconstante.
Conduce, ¡oh Jingx!, aquel varón a casa...
La composición de los filtros amorosos con el hipómanes de Arcadia y el pelo arrancado de la frente del potro era una de las principales ocupaciones de las hechiceras tésalas, que poseían además la virtud de atraer las Empusas, monstruos de pies de asno, a que más de una vez se refiere Filóstrato en la Vida de Apolonio de Tiana.
Otro poder más singular aún, el de las transformaciones, poseían las brujas de Tesalia. Tal nos lo muestra la célebre novela de Luciano, Lucio o el Asno, especie de parodia de las Metamorfosis de Lucio de Patrás. La huéspeda del héroe de Luciano, después de desnudarse y echar en una linterna dos [279] granos de incienso, coge una redoma, se unta de pies a cabeza, conviértese en cuervo y echa a volar; lo mismo que las brujas alavesas castigadas en el auto de Logroño. Lucio quiere imitarla, pero equivoca el ungüento y se transforma en asno, de cuyo estado sale, tras muchas aventuras, comiendo unas rosas.
En tiempo de Luciano, las artes mágicas estaban en su período de mayor delirio y tristes efectos. Conforme se iban debilitando las creencias antiguas, crecía el amor a las prácticas supersticiosas y extranjeras. Poco o nada se creía en el poder de los oráculos, que callaban de tiempo atrás, según advirtió Plutarco; pero se consultaba con veneración el necyomanteion o antro de Trofonio, cuyos misterios eran pura goetia. Los antiguos adivinos, los Calcas y Tiresias, habían cedido el campo a los matemáticos caldeos, a los que decían la buenaventura y formaban el horóscopo, a los hechiceros de Asiria peregrinos, como aquél que suministraba a la Simeta de Teócrito jugos letales con que enviar al Orco el ánima de cualquier persona aborrecida; a los magos, discípulos de Osthanes, que veían lo futuro en el agua o en un espejo y trazaban en la pared horríficas figuras encendidas de súbito en la llama siniestra del betún y del asfalto (cf. Philosoph.); a los orpheotelestes, doctos en purificaciones y exorcismos; a los psichagogos o evocadores de espíritus; a los pitones o ventrílocuos; a los goetas, que invocaban a los dioses infernales con penetrantes aullidos; a los ophiogenas, que encantaban las serpientes:
Frigidus in pratis cantando rumpitur anguis;
a los seudo-profetas, semejantes a aquel Alejandro, cuyas trapacerías narró Luciano; a todo lo sobrenatural, inaudito y fuera de razón, que puede trastornar el cerebro de una sociedad enferma y perdida. Los encantadores conseguíanlo todo: mover de su lugar las mieses, atraer o conjurar la lluvia y el granizo, hacerse invisibles; ¿qué más?: traer la luna del cielo a la tierra:
Carmina de coelo possunt deducere lunam...
que a tales extremos había llegado el culto de Hécate. El que quiera encontrar noticias de éstas y otras estupendas prácticas recorra las amenísimas obras del satírico de Samosata, que de fijo le colmará las medidas. No hay superstición moderna a que no corresponda otra antigua. Si en España ha habido zahoríes que bajo siete estados de la tierra descubran el tesoro, lo mismo hacía Alejandro el seudomantis. Y entre los cuentos de Philopseudes, ¿cómo olvidar el de aquel egipcio, Pancrates, que tenía a su mandar una legión de espíritus y convertía, con palabras de conjuro, las piedras y los leños en criados que dócilmente le servían en todos los menesteres de su casa? ¿Qué es esto sino los espíritus familiares con que más de una vez hemos de tropezar en el curso de esta puntual historia? [280]
Sobre este conjunto de supersticiones populares se alzó una magia filosófica y erudita, que rechazaba el nombre de goetia y se decía teurgia, y fueron sus hierophantes los neoplatónicos alejandrinos, sucesores de los neopitagóricos al modo de Apolonio Tianense. Fundamento del sistema teúrgico de Plotino, Porfirio, Proclo y Marino, fue la creencia en una serie de demonios, buenos unos y otros malos, intermedios entre Dios y el hombre, los cuales podían ser atraídos o aplacados con purificaciones, conjuros y ritos mágicos. La demonología platónica se asimiló lo que quedaba de los misterios egipcios y órficos, mezclados con reminiscencias de cultos orientales. Entonces brotaron esas portentosas biografías de Pitágoras, que convirtieron al antiguo filósofo italiota en taumaturgo, dotado de ubicuidad, intérprete de sueños, que llega a presentarse con un muslo de oro en los juegos olímpicos. Aquellos ilusos de Alejandría no comprendían al pensador sino entre los oropeles de la teurgia. Plotino se jactaba de tener un dios en figura de dragón por familiar suyo (396), al paso que los sacerdotes egipcios tenían sólo un demonio. Porfirio evocaba a Eros y a Anteros, y las estatuas de estos diosecillos bajaban de su pedestal a abrazarle. Un tal Anthuso inventó la adivinación por las nubes. Ammonio tenía un asno muy erudito y amante de la poesía, tanto que dejaba el pienso por oír hexámetros. Otro teurgo alejandrino había logrado por artes diabólicas tener una voz tan fuerte como la de mil hombres... ¡Y estas cosas las escriben Proclo, Marino, Damascio; hombres, en lo demás, de seso, y personajes importantes en la historia de la filosofía! ¡Pobre entendimiento humano!
Las artes sobrenaturales siguieron en Roma los mismos pasos que en Grecia. Hubo una adivinación, parte esencial del culto, religiosa y política a la vez, en la cual pueden distinguirse dos partes: una indígena, el arte augural; otra aprendida de los etruscos, la haruspicina. Recuérdese la leyenda de Accio Nevio, que hiende la piedra con la navaja; la compra de los libros sibilinos hecha por Tarquino el Soberbio. La prepotente influencia etrusca, representada en estos mitos, explica el rápido desarrollo y la importancia que lograron las artes de adivinación en el pueblo latino. Ni un momento se apartan ya de su historia: lo que en Grecia fueron los oráculos, serán en Roma los augures, organizados en colegio sacerdotal; no se emprenderá ninguna guerra sin tomar los auspicios; el mal éxito de toda empresa será atribuido a algún olvido o sacrilegio, como el del cónsul Claudio Pulcher, vencido por los cartagineses; la superstición producirá espantosas hazañas, como la consagración de los tres Decios a los dioses infernales, el arrojarse de Curcio a la sima abierta en medio del Foro. Además de estos sacrificios expiatorios, dondequiera vemos en la historia de Tito [281] Livio prodigios singulares, lluvias de sangre, mutaciones de sexo, estatuas que sudan o que blanden la lanza. Infundían terror grande los eclipses y los cometas. La adivinación por el sueño es hoy mismo frecuentísima en Roma. A todo acto de la vida se enlazaban prácticas y terrores fatalistas.
El contacto con extrañas civilizaciones trajo a Roma nuevos y perniciosos ritos. Muéstralo bien el Senatus-consulto contra las bacanales venidas de Etruria y Campania con un carácter de sociedad secreta, lúbrica y feroz que no habían tenido en Grecia, a lo menos en igual grado. El culto de Hécate se propagó también, sin duda, por sus analogías con el de la antigua diosa itálica Mana-Geneta. Pronto aparecieron los astrólogos o matemáticos caldeos, unas veces tolerados, otras prohibidos y vistos siempre con terror mezclado de curiosidad por grandes y pequeños. Y en pos de los astrólogos aparecieron los chirománticos o adivinadores por las rayas de las manos, superstición de origen egipcio. La antigua creencia de los romanos en lemures y larvas les hizo aceptar de buen grado la necromancia, y las hechiceras tésalas fueron identificadas con las lamias, semejantes en todo a las modernas brujas.
En la literatura romana puede seguirse la historia de todas estas aberraciones. El augur Marco Tulio, en su discretísimo diálogo De divinatione, muéstrase del todo escéptico, cual si quisiera parafrasear la célebre sentencia de Catón el Antiguo: No sé qué dos augures puedan mirarse sin reírse. Y esta incredulidad debía de ser general; pero al mismo paso que las creencias nacionales, en otro tiempo vida y salvación de Roma, amenguaban, crecía la ponzoñosa y extranjera planta de las artes mágicas, de cuyos progresos son fieles cronistas los poetas de la era de Augusto.
La pharmaceutria o hechicera de Virgilio (égloga 8) manda a su criada ceñir el altar de vendas y traer incienso y verbenas; ofrece a la diosa cintas de tres colores; pasea tres veces en torno al altar la efigie de su amado; esparce la salsa mola, quema la rama de laurel, entierra en el umbral las prendas de Dafnis y confecciona un filtro con hierbas venenosas del Ponto. No ha de verse en todo esto una mera imitación de Teócrito, puesto que los ritos son casi diversos en el poeta mantuano y en el de Siracusa.
El tipo de la hechicera romana, de la lamia atormentadora de niños, es la Canidia del Venusino (épodos 5 y 17). Para sus maleficios usa el mismo arsenal que las farmaceutrias y venéficas hasta aquí conocidos: ramas de ciprés, plumas de búho, sangre de rana, hierbas de Joldos y de Iberia, dientes de perro. Ella misma se jacta de su pericia mágica:
¿De alguna planta la virtud ignoro?
¿No conozco las hierbas más extrañas
que en sus quiebras esconden las montañas?(Trad. de Burgos.) [282]
El objeto de todo este aparato y del infanticidio descrito por Horacio era el de siempre: atraer a un amante perjuro:
A mi seno traeránte
nuevas y desusadas confecciones;
ni de mí libraránte
de los Marsos las mágicas canciones.
Canidia es personaje histórico. Según los antiguos escoliastas, se llamaba Gratidia, era perfumista en Nápoles y hacía filtros amorosos. Horacio, por particulares resentimientos, repitió en el Ebodon los cuentos que acerca de ella corrían, y en la donosísima sátira 8 del libro I, Olim truncus erat, presentóla, en compañía de Sagana, buscando por la noche huesos en el cementerio Esquilino y abriendo con las uñas un hoyo para llenarlo con sangre de una cordera negra y hacer la necromancia o evocación de los manes. Pero las invocaciones a Tesífone y a Hécate no surtieron efecto, y un Príapo que estaba colocado en aquellos jardines castigó a las brujas de la manera que recordará todo el que haya leído aquella sátira.
De todas estas invectivas hizo Horacio retractación burlesca en el épodo 17, confesando el saber de Canidia, la fuerza de sus encantos (Libros carminum valentium), de su mágico rombo, o imágenes de cera, y quejándose del estado en que sus hechizos le habían puesto. El tono de burlas de todas estas composiciones induce a sospechar que Canidia, más que de infanticida, tenía de medianera de amorosos tratos. Entre ella y la heroína de Fernando de Rojas hay parentesco indudable.
A otro género de supersticiones menos infames y repugnantes era inclinada la hermosa Delia de Tibulo. Cuando las matronas rendíanse dóciles a la voluntad de cualquier agorero o venéfica, no es de extrañar que una pobre liberta pecase algo de supersticiosa, y Tibulo debía de serlo también o fingirlo para darle gusto, dado que en la elegía 2 del primer libro, dícele del cantar mágico que ha aprendido de la sabia hechicera, que tuerce el curso del torrente y hasta el de las estrellas, evoca las sombras y torna a hundirlas con libaciones de leche:
Habla, y el Sirio estivo arroja nieve;
habla, y el cielo airado se serena:
sola robó a Medea el arte aleve.
De Proserpina el can sola encadena.(Trad. de Pérez del Camino.)
Tibulo practicaba ritos mágicos. En la elegía 5 leemos:
Cuando de acerbo mal presa te viste,
mi ruego te salvó. De azufre puro
tres veces por mi afán lustrada fuiste;
mientras cantó la maga su conjuro,
tres ofrecí a los dioses pan sagrado... [283]
Y en la 3:
Tres veces en las suertes mi destino
consultó, tres feliz le halló el infante...
El número ternario era sagrado entre los antiguos:
Numero Deus impari gaudet,
dijo el poeta.
En la cuestión de artes mágicas, todos los eróticos, pintores fieles de las costumbres de su tiempo, están conformes. Propercio escribe en la elegía 28 del segundo libro (v. 34):
Deficiunt magico torti sub carmine rhombi;
et tacet extincto laurus adusta foco:
Et iam Luna negat toties descendere caelo:
nigraque funestum concinit omen avis.
Ovidio, aun dejados aparte los extensos relatos de las Metamorfosis (397), abunda en alusiones del mismo género. La vieja Dipsas de la elegía 8 de los Amores (l. 1 v. 9) hacía los siguientes portentos:
Cum voluit, toto glomerantur nubila caelo:
cum voluit, puro fulget in orbe dies.
Sanguine, si qua fides, stillantia sidera vidi;
purpureus lunae sanguine vultus erat.
Hanc ego nocturnas vivam volitare per umbras
suspicor, et pluma corpus anile tegi.
Suspicor, et fama est: Oculis quoque pupula duplex
fulminat, et gemino lumen ab orbe venit.
Evocat antiquis proavos atavosque sepulcris;
et solidam longo carmine findit humum.
Cualquier autor latino que abriésemos nos daría el mismo resultado. No hay para qué apurar la materia cuando ya lo hicieron otros, y especialmente Leopardi (398), que asimismo discurrió en capítulos separados de la adivinación por el estornudo, de los sueños, de los terrores nocturnos y de las supersticiones enlazadas con la hora del mediodía.
Creían los romanos en apariciones y fantasmas. Plinio el Joven (ep. 27 l. 7) y Tácito (l. 11 c. 20 de los Anales) hablan, con pasmosa seguridad, de aquella mujer de sobrehumana estatura (ultra modum humanum) que se apareció bajo los pórticos de Adrumeto a Curcio Rufo, pobre y oscuro a la sazón, y le dijo: Tu es Rufe, qui in hanc provinciam pro consule venies. Lo cual, al pie de la letra, se cumplió, como advierten ambos escritores.
Ninguna de estas supersticiones dejó de tener incrédulos y contradictores. Petronio, en unos versos célebres, explicó por modo natural los sueños, negando que fuesen enviados por Júpiter:
Somnia quae mentes ludunt volitantibus umbris
non delubra Deum, nec aethere Numina mittunt
sed sibi quisque facit... [284]
Plinio llamó a la magia inestabilem, irritam, inanem, habentem tamen quasdam veritatis umbras, sed in his veneficas artes pollere, non magicas (l. 30 de la Historia Natural).
La historia de la astrología y de la ciencia de los caldeos está íntimamente enlazada con la del imperio romano. Livia interroga a Scribonio sobre el destino del hijo que llevaba encinta. Theógenes formó el horóscopo de Octavio. A pesar de esto, en 721, durante el triunvirato, fueron desterrados los astrólogos, y más tarde Augusto, por consejo de Mecenas, hizo quemar sobre dos mil libros divinatorios (fatidici libri) griegos y latinos. Nadie ignora los terrores que en Caprea asediaron el espíritu de Tiberio y la manera como probó la ciencia de su astrólogo Trasilo, al par que hizo despeñar a otros de aquellas rocas. Tiberio había aprendido en Rodas el arte de los caldeos, propio amaestramiento de tiranos. Un estrellero predijo a Agripina el parricidio de Nerón, y ella contestó: Reine él y muera yo. La casa de Sabina Popea estaba llena de astrólogos y adivinos. Didio Juliano se valía de la asteroscopia y de los espejos mágicos. Muchos se daban a la adivinación para saber cuándo morirían aquellos emperadores, que ordinariamente eran uno peor que otro.
Fácilmente pudiéramos alargar esta reseña histórica de las artes mágicas sin más que acudir a nuestras lecturas y reminiscencias clásicas. Los satíricos, especialmente Juvenal, nos dirían el poder de los astrólogos, y más en ánimos femeniles. Consultando a Petronio, tropezaríamos con la universal creencia en el poder de las ligaduras y de los encantos. Y finalmente, Apuleyo, ya en su propia Apología, ya en El asno de oro, sería para nosotros el último y más completo y fehaciente testimonio de las aberraciones del mundo antiguo en punto a hechicería y transformaciones (399). La deleitosa novela del retórico africano es un cúmulo de prodigios. Véase, sobre todo, en el libro III la descripción de las mágicas operaciones de Pánfila, mujer de Milón.
Apuleyo, como filósofo neoplatónico, era dado a la teurgia, y de él habla San Agustín en La Ciudad de Dios, donde largamente discurre de las artes mágicas (l. 18), atribuyéndolas en parte a influjo demoníaco, aunque otros Padres, entre ellos Tertuliano (De anima), Arnobio (Adversus gentes l. 1), San Cipriano (De idolorum vanitate), Orígenes y el mismo Lactancio no dudan en calificar la magia de griegos y latinos de fallacia, ludus, fraus, y negar que tenga algo de sólido y verdadero. Ars magica, dice Orígenes, non mihi videtur alicuius rei subsistentis vocabulum (400).
Las artes vedadas se convirtieron en última arma defensiva del moribundo politeísmo. El vulgo de los campos (pagani) se aferró a sus oscuros ritos, y la filosofía, representada por los [285] alejandrinos, apoyóse en la teurgia, que distinguía cuidadosamente de la goetia. Los cristianos negaban, y con razón, tales distinciones. Vinieron los edictos imperiales en ayuda de nuestros controversistas, y más adelante veremos la parte que nuestro Teodosio tomó en esta cruzada (401).
- II -
Prácticas supersticiosas de los aborígenas y alienígenas peninsulares. -Vestigios conservados hasta nuestros días.
Con ser España el país menos supersticioso de la tierra, pagó su tributo a la humanidad desde los días más remotos de su historia. Por desgracia, las noticias son tan escasas, controvertibles y oscuras, que poco puede afirmarse con seguridad entera. El estudio de las persecuciones populares está casi virgen entre nosotros, y sólo él, unido a los escasos testimonios de autores y concilios que iremos citando y al cotejo con los ritos y costumbres de otros pueblos, puede dar alguna luz sobre la materia.
Las zonas septentrional y occidental de España son, a no dudarlo, las que más restos de costumbres antiguas mantienen, siquiera no sea fácil distinguir lo que pertenece a cada una de las primitivas poblaciones turania, ibera y celta. Pero Estrabón salva en parte la dificultad aseverándonos ser una la manera de vivir de lusitanos, galaicos, astures y cántabros, hasta los vascones y el Pirineo. (Talis ergo est vita montanorum eorum qui septentrionale Hispaniae latus terminant, Gallaicorum, et Asturum, et Cantabrorum usque ad Vascones et Pyrenem: omnes enim eodem vivunt modo.) Y la misma similitud se observa entre sus artes mágicas y de adivinación.
Comencemos por los vascones, cual lo requiere su mayor antigüedad y diferencia de raza. Ellos, y no los cántabros, tuvieron en la antigüedad fama grande de agoreros. Lampridio, en la vida de Alejandro Severo, atribuye a este emperador suma pericia en la orneoscopia o adivinación por el vuelo de las aves, tanto que se aventajaba a los vascones de España y a los pannonios.
Tardaron los montañeses del Pirineo en ser convertidos al cristianismo, y aun después de evangelizados retuvieron el error de los augurios, puesto que en el siglo VI San Amando trabajó mucho para extirparle, y aun derribó en algunas partes ídolos, dicho sea con perdón de los que suponen a los vascongados monoteístas desde la más remota antigüedad. (Audivitque ab eis gentem quandam quam Vacceiam appellavit antiquitas, quae nunc vulgo nuncupatur VASCONIA, nimio errore deceptam, ita [286] ut auguriis, vel omni errore deceptam, IDOLA etiam pro Deo coleret.) Consta la predicación del Santo por el testimonio de su biógrafo Baudemando. Hacia el mismo tiempo, los vascones de la parte francesa estaban entregados al culto de los demonios, es decir, a la magia, conforme refiere el biógrafo de Santa Rictrudis (402).
Quedan al presente en la Vasconia francesa buen número de antiguas prácticas, que pueden verse registradas en la obra de Michel sobre Las razas malditas (403) y en otras partes, pero en nuestras Vascongadas hay muy pocas. Créese en las sorguiñas o brujas, que hacen pacto con el diablo y malefician hombres y animales, así como en las adivinas, en los saludadores, en los hechizos y en el mal de ojo (begui yecó miñá), contra el cual se previenen con exorcismo o haciendo cruces en una taza de agua llena de estaño derretido. Como estas supersticiones son comunes y corrientes en media Europa, apenas se puede determinar su filiación exacta. Más curiosas y características parecen las de la Navarra francesa, y, ¡cosa singular!, tienen semejanza grande con las de Galicia. Del otro lado del Pirineo créese en la aparición de almas en pena, en los laminiac, especie de seres fatídicos, y en cierto monstruo que habita en lo más oscuro de las selvas y llaman Bassa-Yaon o señor salvaje. La víspera de San Juan en unas partes, la mañana en otras, se celebraba con abluciones en ciertas fuentes. Otras se lavaban en el mar de Biarritz el domingo siguiente a la Asunción. Hago mérito de todas estas prácticas porque de nuestra Vasconia se comunicaron a Francia, aunque más tarde los vascos españoles las olvidasen, gracias a la perseverante y gloriosa lucha de la Iglesia española contra todo género de hechicerías y supersticiones (404). A los vascófilos pertenece averiguar su origen, para lo cual serviránles mucho las radicales de la lengua, cotejadas con las de los demás dialectos turanios. La paleontología lingüística debe ser la historia de los pueblos antiquísimos y que no tienen otra.
Adelante veremos convertidas las provincias vascas y sus aledañas en principal asiento de la brujería española por los siglos XV y XVI. Pasando ahora de la escualherria a los pueblos de raza céltica, hallamos en gradación descendente las supersticiones: pocas en Cantabria, más en Asturias, muchas en Galicia y Portugal. Pero conviene advertir que algunas tienden a desaparecer y otras pertenecen ya a la historia, no por el progreso de las luces, que diría algún inocente, sino por la acción viva y enérgica de la fe cristiana, que es la verdadera luz. [287]
Existe en nuestra Montaña la creencia en brujas, pero cada día es menor. La bruja montañesa en nada difiere de las de otros tiempos y países, sobre todo de las vascongadas y riojanas del siglo XVII. Pero aquí conviene dejar la palabra al peregrino ingenio que en dos libros de oro ha descrito las costumbres de la región cantábrica. «La bruja montañesa (dice mi buen amigo D. José María de Pereda) no es la hechicera, ni la encantadora, ni la adivina; se cree también en estos tres fenómenos, pero no se les odia; al contrario, se les respeta y se les consulta, porque, aunque también son familiares del demonio, con frecuencia son benéficas sus artes; dan la salud a un enfermo (405), descubren tesoros ocultos (406) y dicen dónde ha ido a parar una res extraviada o un bolsillo robado. La bruja no da más que disgustos: chupa la sangre a las jóvenes, muerde a sus aborrecidos por las noches, hace mal de ojo a los niños, da maldao a las embarazadas, atiza los incendios, provoca las tronadas, agosta las mieses y enciende la guerra en las familias. Que montada en una escoba va por los aires al aquelarre los sábados a medianoche es la leyenda aceptada para todas las brujas. Las de la Montaña tienen su punto de reunión en Cernécula, pueblo de la provincia de Burgos. Allí se juntan todas las congregadas, alrededor de un espino, bajo la presidencia del diablo en figura de macho cabrío. El vehículo de que se sirve para el viaje es también una escoba; la fuerza misteriosa que la empuja se compone de dos elementos: una untura negra como la pez, que guarda bajo las losas del llar de la cocina, y se da sobre las carnes, y unas palabras que dice después de darse la untura. La receta de ésta es el secreto infernal de la bruja; las palabras que pronuncia son las siguientes:
Sin Dios y sin Santa María,
¡por la chimenea arriba!
Redúcese el congreso de Cernécula a mucho bailoteo alrededor del espino, a algunos excesos amorosos del presidente, que por cierto no le acreditan de persona de gusto, y, sobre todo, a la exposición de necesidades, cuenta y razón de los hechos y consultas del conclave al cornudo dueño y señor... Si a un labrador se le suelta una noche el ganado en el establo y se acornea, es porque la bruja se ha metido entre las reses, por lo cual al día siguiente llena de cruces pintadas los pesebres; si un perro aúlla junto al cementerio, es la bruja que llama a la sepultura a cierta persona del barrio; si vuela una lechuza alrededor del campanario, es la bruja que va a sorber el aceite de la lámpara o a fulminar sobre el pueblo alguna maldición» (407).
A esta descripción, trazada por un sagacísimo observador, conviene añadir estas otras noticias, dadas por el excelente escritor [288] montañés que se oculta con el nombre de Juan García: «Más a menudo da asilo (la suposición cántabra) al misterioso y maléfico ser en el tronco carcomido de un ciprés secular. Como todas las criaturas de su ralea, la bruja escoge para sus maleficios las horas sombrías y calladas de la noche. Su agresión más marcada, su venganza favorita, consisten en sacar del lecho a la mujer de quien está sentida o de quien tomó inquina y exponerla desnuda a la intemperie en uno de los ejidos del lugar. Para evitar contingencias semejantes, la montañesa precavida, si tiene razón o sospecha de temer asalto nocturno, no se acuesta sin poner bajo su cama una buena ristra de ajos» (408).
Fuera de esto se cree en la Montaña en los mengues o espíritus familiares, en el poder de los saludadores y en el mal de ojo, contra el cual son preservativo los azabaches pendientes del cuello, como en Roma (donde esta superstición está más arraigada que en parte alguna) los cuernecillos de marfil. Y en verdad que, si se me preguntara por el origen probable de todas estas creencias, no dudaría en aseverar que era latino. De celticismo hay aquí pocos rastros, como no sea el de la verbena, que se coge o cogía la mañana de San Juan cual antídoto contra la mordedura de la culebra o cualquier dañino reptil. La Cantabria se romanizó mucho, y aun hay indicios para sospechar que la primitiva población fue casi exterminada.
No tanto en Asturias, donde las supersticiones son más exóticas y lejanas del molde clásico, aunque bellas y características. Subsiste por de contado la creencia en brujas y en el mal de ojo, pero se conocen además los siguientes personajes, casi todos de origen céltico: los nuberos, rectores y agentes de las tronadas, que corresponden a los tempestarii de las Galias, citados por San Agobardo y por las Capitulares de Carlomagno; la hueste o buena xente, procesión nocturna de almas en pena, común a todos los pueblos del Norte; los moros encantados, que guardan tesoros, tradición asimismo germánica; el cuélebre o serpiente voladora, encargada de la misma custodia (este mito puede ser clásico y se asemeja al del dragón de Jolcos o al del huerto de las Hespérides); las xanas, ninfas de las fuentes, malignas y traidoras, que roban y encantan niños. Si yo fuera tan sistemático por la derivación clásica como los celtistas por la suya, asentaría de buen grado el parentesco de estas xanas con las ninfas que robaron al niño Hylas, Hylas puer, como se lee en la Argonáutica de Valerio Flaco y en otros poemas antiguos; pero no quiero abusar de las similitudes, y doy de barato a los partidarios de orígenes septentrionales la filiación de nuestras xanas de las ondinas de Germania y de cualquiera otra concepción fantástica que bien les pareciere. [289]
Los que en el resto de España se conocen con el nombre de saludadores, llámanse en Asturias ensalmadores, y su ocupación es curar con palabras de conjuro y raras ceremonias ciertas dolencias de hombres y bestias. En un entremés compuesto a mediados del siglo XVII por el donoso poeta bable D. Antonio González Reguera (Antón de la Mari-Reguera), el ensalmador aparece con otro carácter y pretensiones más subidas, y llega a conjurar el alma de una difunta que anda en figura de estornino:
Isi estornin fatal que tanto grita,
ie l'alma de to madre Malgarita,
que ñon terná descanso nin folgura
en Purgatorio ni ena sepoltura,
si el sábanu en que fora sepultada
non s'apodrez hasta que quede en nada.
Sigue una larguísima receta burlesca, en que entran el unto de oso, los pelos del zorro, dos hojas del breviario del cura, etc., y añade:
Y diréis: «Estornin de la estorneya
los figos deixa o dexa le pelleya:
si yes l'alma quiciás d'algún difunto,
márchate de aquí al punto...
Vete pal' Purgatorio, y si non quieres,
de mim rezos y mises non esperes.
¿Serás acasu en estornin tornado
l'alma d'un aforcado,
o la güestia que vien del otro mundo
y sal de los llumales del profundo?...
Al decir esto fáite cuatro cruces;
y encendiendo dos lluces...
Pondránsete los pelos respingados,
abullidos oirás, verás ñublados,
un sudor frío moyará to frente,
pero aquisi estornin impertinente
non tornará a gridar nin comer figos,
y deixaránte en paz los enemigos» (409).
Como se ve, estamos en plena evocación nigromántica, no para atraer, sino para ahuyentar espíritus; y esa alma transmigrada al estornino es uno de los pocos rastros de la metempsicosis céltica en nuestras comarcas septentrionales.
La bruja asturiana no difiere en sus maleficios de la montañesa. En una preciosa composición bable, El niño enfermo, anónima, pero generalmente atribuida al docto arqueólogo Sr. Caveda, leemos:
¿Si lu agüeyará
la vieya Rosenda
del otru llugar? [290]
Desque allá na cuerra
lu diera en besar,
pequeñin y apocu
morriéndose va.
Dalgún maleficiu
la maldita i fai;
que diz q'á Sevilla
los sábados va,
y q'anda de noche
por todu el llugar,
chupando los ñeños
que gordos están (410).
En Galicia se atribuye a las brujas, allí llamadas meigas chuchonas, la tisis, y a los espíritus malignos (que en la Montaña decimos mengues), las enfermedades nerviosas. Tiénese por remedio contra los maleficios el aspirar a medianoche el olor de la ruda o recibir a la misma hora las seis olas en el mar de la Lanzada, como los vascos franceses en el mar de Biarritz. A esta costumbre aludía en el siglo XV Juan Rodríguez del Padrón.
Los nuberos o tempestarii asturianos reciben en Galicia el nombre de nubeiros; la hueste apellídase estadía en unas partes, compañía en otras, y dícese que anuncia la muerte de aquéllos en cuyas heredades aparece. Las supersticiones enlazadas con el final tránsito del hombre son en Galicia extrañas y numerosas. Tiénese por funesto recibir la última mirada de los moribundos; no se cierran de golpe las portelas para no lastimar a las almas que allí purgan sus pecados, ni yendo de romería a San Andrés de Teixido se mata ningún reptil que se halle en el camino, por creerse que las almas de los muertos van en aquella forma a cumplir su romaxe, que no cumplieron de vivos (411). Cuéntase, por último, que queda maleficiado quien ve a un amigo cuando lo llevan al cementerio, pues el difunto le echa el aire para atraerlo. Líbrase de este pernicioso influjo la persona que ten o aire, especialmente si es mujer, yendo al cementerio a medianoche en compañía de tres Marías. Colócanse éstas en torno al sepulcro y conjuran a la difunta para que vuelva a la maleficiada el aire que le quitó, mientras ella, echada de bruces sobre la tierra, aspira con fuerza para trocar en vital el aliento maléfico.
Si necesitara probanza nueva el origen céltico de todos estos ritos, anticristianos y anticlásicos, encontraríamosla en su analogía con las supersticiones bretonas descritas por Brizeux [291] en sus poemas. Así lo ha notado antes que yo, y con buen acuerdo, el historiador de Galicia Sr. Murguía, a quien en esta parte sigo, teniéndole por fidedigno y conocedor de los usos de su país (412). La romaxe de los muertos gallegos equivale al Pardon de los bretones.
No sabemos, ni en parte alguna consta (antes puede sospecharse lo contrario), que entre nuestros celtas hubiese sacerdotes análogos a los druidas de las Galias. Pero el culto que llaman druídico arraigó profundamente en Galicia, y de él son monumentos los altares naturales, dólmenes, túmulos (en gallego mámoas o medorras), menhires y piedras vacilantes. Estas últimas servían para la adivinación, en la cual fueron insignes los gallegos y sus vecinos los lusitanos, a lo que se deduce del texto de Estrabón que citaré luego.
Entre los antiguos galaicos, calificados de ateístas por el mismo geógrafo, los bosques sirvieron de templos, las rocas de altares; el panteísmo céltico divinizó las aguas y los montes. Justino refiere que nunca tocaba el arado el Pico Sacro (Mons sacer), situado no lejos de Compostela. Los únicos santuarios que Galicia conoció fuera del druidismo debieron de ser templos de Cabyres, situados en ásperas cumbres, como aquel de Lemnos, al cual se refiere este fragmento del trágico latino Accio, que lo tradujo (según podemos conjeturar) de Esquilo:
Lemnia praesto
littora rara et celsa CABYRUM
delubra tenes, mysteria queis
pristina cartis concepta sacris
nocturno aditu occulta coluntur
silvestribus sepibus densa.
Murguía admite y defiende la existencia en Galicia de un cabirismo semejante al de Samotracia y al de los antiguos islandeses (413). Aquel misterioso culto del fuego, enlazado con la adoración sidérica y una trinidad naturalista, culto antiquísimo entre los pelasgos, hubo de ser la primitiva religión de nuestros iberos, absorbida luego por el avasallador dominio del panteísmo celta.
Gracias a la tormenta priscilianista tenemos algunos cánones de concilios y un tratado de San Martín Dumiense que nos dan cierta luz sobre las supersticiones gallegas. Más adelante utilizaré estos documentos. Pasemos ahora de Galicia a Lusitania, cuyos moradores, según Estrabón, eran muy dados a los sacrificios y predecían lo futuro por la observación de las entrañas de las víctimas o palpando las venas de los costados (414). [292]
Reminiscencias del culto druídico a las encinas y robles sagrados quedan en algunas partes de Portugal. Cerca de la villa de Alcarrede, en un sitio llamado Entre Cabezas, hay un carvalho (roble), y al pie de él una cisterna o depósito de aguas pluviales, que los vecinos del pueblo recogen para diversos usos, naturales unos y otros supersticiosos, entre ellos para preservarse de las brujerías y para matar el piojo de las habas (o piolho das fabas) el sábado santo. «En este hecho, dice Teófilo Braga (415), tenemos una muestra de la superstición germánica del roble Igdrassill y de la fuente de Urda.» No cabe dudar que muchas de las aguas minerales de la Península fueron ya veneradas como santas por los celtas y celtíberos. La tradición de las Mouras encantadas es en Portugal idéntica a las de Galicia y Asturias. Gil Vicente alude a la misma creencia:
Eu tenho muitos thesouros
que lhe poderao ser dados,
mas ficaram ENTERRADOS
d'elles do tempo dos mouros,
d'elles do tempo pasado... (416)
Esta leyenda, que no hemos de creer de origen arábigo, a pesar del nombre de moros (nacido quizá de un equívoco con la palabra celta mahra o mahr, que designa ciertos espíritus, y a veces el demonio íncubo), es de las más generalizadas en España. Encontróla en Extremadura Quintana, y con ser el poeta menos romántico que puede imaginarse, tomóla por asunto de un romance muy lindo, La fuente de la mora encantada, preferida por muchos a algunas de sus valientes y espléndidas odas (417). La mora quintanesca se parece no poco a la maligna xana de Asturias.
La erva fadada de que se habla en el romance portugués de D.ª Ausenda:
A porta de dona Azenda
está uma erva fadada,
mulher que ponha a mao n'ella
logo se sente pejada (418),
y en el asturiano de la Princesa Alexandra:
Hay una hierba en el campo
que se llama la borraja, etc. (419)
puede contarse con menos seguridad entre las primitivas supersticiones. Quizá entró en la Edad Media con los poemas del ciclo bretón, en que se atribuye la desdicha de la reina Iseo a haber comido una azucena. También se atribuían virtudes eróticas a [293] ciertas fuentes. En el romance portugués de Dona Areira (420), recogido en Coimbra por Theófilo Braga, aparece esta creencia:
A cidade de Coimbra
tem uma fonte de agua clara;
as mozas que beben n'ella
logo se veem pejadas.
En cambio, la fadada camisa, que volveremos a encontrar en el Poema de Alexandre, es superstición lusitana, y prohibida por las constituciones del obispado de Evora, aunque también se encuentra en los poemas franceses, y de allí la tomó el nuestro.
En la isla de San Miguel, una de las Azores, subsiste la creencia en la lycantropía (421), o transformación de hombres en lobos, encanto que se deshace por la efusión de sangre. Esta superstición es conocidísima en el Norte de Europa, y allí la colocó Cervantes en su Persiles (422). Ni la bruja ni la hechicera de Portugal difieren mucho de las del resto de España; pero en las Azores hay variantes curiosas. Supónese que las brujas van a la India en una cáscara de huevo, y métense bajo el mar cuando canta el gallo. Theófilo Braga cita un documento de visita del vicario Simón da Costa Rebello en San Pedro de Ponta Delgada el 30 de marzo de 1696: «Hay en esta isla (dice el visitador) unas mujeres que llaman entreabiertas, las cuales, por arte diabólica, afirman que vienen las almas de la otra vida a ésta para atormentar a los enfermos...» ¿Quién no ve el enlace de estas supersticiones con la del aire de Galicia? (423)
Fácilmente podríamos alargar esta reseña de las creencias y prácticas supersticiosas que en España parecen anteriores a la predicación del cristianismo. Pero en realidad no encontraríamos sino repeticiones. En Andalucía, donde la raza ibera no se mezcló con los celtas, ha sido tal el paso y trasiego sucesivo de civilizaciones, que parece difícil separar lo que a cada una pertenece; y por de contado, apenas hay tradiciones indígenas ni antiguas en el cúmulo de decires y cuentos a que es tan propensa la fantasía de aquel pueblo. Al elemento clásico, que parece allí el dominante, se sobrepuso más o menos el semítico, y a éste el de los pueblos cristianos de la Edad Media. De las creencias turdetanas, ni memoria queda. [294]
En las comarcas celtibéricas, los ritos debieron de ser análogos a los de los celtas; pero las pocas supersticiones que hoy duran entre aragoneses y castellanos viejos tienen escaso color de antigüedad y no dan motivo a particulares observaciones. El culto celtibérico por excelencia, las hogueras de la noche de San Juan, cristiana transformación de la fiesta del solsticio de verano, siguen encendiéndose de un extremo a otro de la Península, como en tiempo de Estrabón. A la misma fiesta se enlazaban otros usos raros, hoy casi perdidos. Todavía en el siglo XVI las muchachas casaderas, con el cabello suelto y el pie en una vasija de agua clara y fría, esperaban atentas la primera voz que sonase, y que debía traerles el nombre de su futuro esposo. En la linda comedia de Cervantes Pedro de Urdemalas dice Benita:
Tus alas, ¡oh noche!, extiende
sobre cuantos te requiebran,
y a su gusto justo atiende,
pues dicen que te celebran
hasta los moros de allende.
Yo, por conseguir mi intento,
los cabellos doy al viento,
y el pie izquierdo a una bacía,
llena de agua clara y fría,
y el oído al aire atento.
Eres, noche, tan sagrada,
que hasta la voz que en ti suena
dicen que viene preñada
de alguna ventura buena.
(1.ª jornada.)
En Cataluña se conserva, o conservaba, aunque en términos más cristianos, una costumbre parecida, a juzgar por un romance de mi maestro Rubió y Ors:
Enceneu ninetas,
de Sans Joan los fochs,
perque Deu vos done
gentils amadors (424).
¡Y cuántas cosas raras y singulares no acontecen en nuestros romances la mañana de San Juan!
Captiváronla los moros
la mañana de Sant Juane...
La mañana de San Juan
salen a coger guirnaldas...
¡Quién hubiese tal ventura
sobre las aguas del mar,
como tuvo el conde Arnaldos
la mañana de San Juan...!
La mañana de San Juan,
cuando se cogen las yerbas... (425) [295]
Y lo mismo en los cantos populares de Cataluña y Portugal:
Por manhan de Sam Joao,
manhan de doce alvorada...
Algunos rastros de antigua superstición pueden hallarse en los cuentos y consejos que repite nuestro pueblo; mas siempre habría que separar un gran número de importaciones orientales y occidentales de la Edad Media. El poder de las encantadoras y de los hechizos vese manifiesto en el popularísimo relato de La reina convertida en paloma, que aprovechó el erudito Durán para su cuento de Las tres toronjas (426). En otras narraciones se descubre influencia clásica. En Andalucía, en Cantabria y en otras partes se cuenta, aunque reducida y menoscabada, una fábula semejante a la Psiquis de Apuleyo. El cíclope de la mitología griega se ha convertido para nuestros montañeses en ojáncano, y los casos que se le atribuyen tienen hasta semejanza con los del Polifemo de la Odisea.
El nombre de fada en Castilla (escribe el eminente Milá y Fontanals), como en los demás pueblos célticos romanizados, proviene de fatum (pl. fata), tomado como singular femenino. Hay los refranes: Quien malas fadas tiene en la cuna, las pierde tarde o nunca (427); Acá y allá, malas fadas hay. El Arcipreste de Hita (coplas 713 y 798) escribe:
El día que vos nacistes,
albas fadas vos fadaron...
Que las malas fadas negras
non se parten de mi...
Y Rodrigo Yáñez, en el poema de Alfonso XI (copla 879):
A vos fadó malas fadas
en tiempo que naciemos...
En este mismo sentido de Parcas o hados lo vemos en cuentos de otras naciones... (428)
El mismo Sr. Milá, en sus Observaciones sobre la poesía popular (429), nos da estas noticias de supersticiones catalanas: «Dominaba ha poco... la supersticiosa y grosera creencia en las brujas, no del todo desarraigada en nuestros días, y aun hemos [296] visto un cuadro de reciente fecha que se pintó para celebrar la salvación de un niño a quien, según costumbre, intentaban aquéllas llevarse por una ventana la noche de San Silvestre... Hubo también los hechiceros, que sólo se distinguían de los curanderos o empíricos ordinarios en que adivinaban las enfermedades: los llamados saludadores o personas que habiendo nacido la noche de Navidad tenían, además de un signo impreso en el paladar, el privilegio de curar la hidrofobia; los que practicaban la magia blanca o negra, hombres de gran poderío, pero que acababan por empobrecerse; los fantasmas, que entre la niebla de la montaña se distinguían con los dos pies sobre sendos pinos, y finalmente los follets (duendes o trasgos)... Mas las hadas propiamente dichas, entes de sospechosa procedencia..., no se mientan absolutamente ni en los relatos serios ni siquiera en las rondallas de la vora del foch.»
En estas rondallas, de que el mismo Sr. Milá publica algunas muestras y que luego ha reunido en colección riquísima el señor Maspons y Labrós, no faltan metamorfosis y encantamientos.
Háblase además en Cataluña (según testimonio del señor Milá) de castillos y ruinas habitados por espíritus, de lagos misteriosos, como el de Canigó, y del cazador errante, cuyos perros aúllan entre el mugir del viento, llamado por los payeses viento del cazador. Esta leyenda, que también se halla en Alemania y en Francia (y es explicada por algunos como símbolo astronómico), dio asunto a Burger para una leyenda.
Las xanas de Asturias aparecen en Cataluña con los diversos nombres de donas d'aigua, alojas (por suponerse que su bebida es agua aloja), gojas (esto es, jovenetas) y alguna vez bruixas o encantadas. Viven en perpetuos festines, disfrutan de juventud eterna, atraen y hechizan a los viandantes y cantan y danzan en las noches de luna llena. Ocúltalas de la vista de los mortales un tejido de espesas mallas.
El Sr. Maspons (430), que ha recogido curiosísimos pormenores sobre estas creencias (cada día menos vivas), se inclina a la derivación germánica. Yo creo que la clásica es muy sostenible y que todo puede explicarse por un fondo de tradiciones ibero, céltico-romanas, sin acudir a godos ni a francos.
En los cantos populares de Cataluña, como en los de Portugal, vive la superstición grecorromana de las sirenas:
Despertéu, vos, vida mía,
si voléu sentir cantar,
sentiréu cant de sirena...
dice un romance recogido por Milá (431).
Chegae aquella janella,
ouvi un doce cantar, [297]
ouvi cantar as sereias,
no meio d'aquelle mar...
leemos en un canto de las islas Azores (432).
Entre las creencias antiguas casi olvidadas en España debe contarse la de los duendes o trasgos, quienes, según el autor del Ente dilucidado (obra que en su lugar analizaremos), «no son ángeles buenos, ni ángeles malos, ni almas separadas de los cuerpos», sino unos espíritus familiares, semejantes a los lemures de los gentiles, conforme a la opinión de P. Feijoo. A todo el que haya seguido con paciencia el anterior relato no se le ocultará el origen céltico-romano de esta nueva aberración. Y más se convencerá de ello si sabe que en la Montaña es superstición añeja coger estos espíritus en forma de ujanos (gusanos), a las doce de la noche, bajo los helechos. El que posea uno de estos ujanos puede hacer todo linaje de hechicerías y vendar los ojos a cualquiera, menos al que tenga réspede (lengua) de culebra (433), antídoto semejante a la hierba moly de Ulises.
Tampoco ha de ser muy moderna la creencia en zahoríes, aunque el nombre parezca arábigo, pues más fácil es que se truequen los nombres que las cosas. Lo cierto es que entre los griegos había zahoríes esto es, adivinos descubridores de tesoros, como Alejandro el Pseudomantis, personaje lucianesco. El zahorí español tenía la virtud de conocer el tesoro oculto bajo siete estados de tierra y debía esta maravillosa propiedad a haber nacido en Viernes Santo. Antes del cristianismo sería otra cosa. Esta superstición duraba por los tiempos de Feijoo, que escribió un largo discurso para combatirla.
Hasta aquí lo que pudiéramos llamar historia conjetural (si estas dos palabras no riñen) de las creencias, prácticas y ritos españoles que por algún concepto pueden creerse anteriores a la predicación del Evangelio y que permanecieron después más o menos modificados. De historia positiva apenas hay otra cosa que las indicaciones de Estrabón sobre los lusitanos, y de Lampridio acerca de los vascones, y el llamar Silio Itálico a los gallegos fibrarum et pennae divorumque sagaces.
Fenicios, griegos, cartagineses y romanos introdujeron en nuestro suelo sus respectivas artes mágicas y divinatorias. Muchas inscripciones nos habían de augures y arúspices. Sin acudir a la colección de Hügner, en la antigua de Masdéu encontramos memoria de Marco Valerio, Pío Reburro, augur de la provincia Tarraconense; de Lucio Flaviano, arúspice (434), y de Lucio Minucio, augur. A la sombra del culto romano entraron los egipcios y orientales. Las recientes excavaciones del cerro de los Santos parece que han revelado la existencia de un templo de magos caldeos en aquel sitio (435) y de un hemeroscopio u observatorio diurno. [298]
- III -
Viaje de Apolonio de Tiana a la Bética. -Pasajes de escritores hispanolatinos concernientes a las artes mágicas.
Bajo el imperio de Nerón, cuando el cristianismo comenzaba a extenderse en España, llegó a la Bética un singular personaje que, directa o indirectamente, debió de influir en el desarrollo de las artes mágicas. Era éste el famoso pitagórico Apolonio de Tiana, señalado tipo de las aspiraciones y dolencias morales de su época. Hanos transmitido su biografía el retórico Filóstrato, si de biografía hemos de calificar una manera de novela tejida de casos maravillosos y largas declamaciones. Fúndase en las memorias, quizá supuestas, de un asirio llamado Damis, compañero de Apolonio, especie de Sancho Panza de aquel caballero andante de la filosofía. Apolonio, según el relato de Filóstrato, era el dios Proteo, encarnado; tenía el poder de los exorcismos, resucitaba muertos, evocaba sombras, poseía la doble vista y la virtud de la adivinación. Emprendió largos viajes a la India, al Egipto, a Etiopía, para consultar a los bracmanes y a los gymnosofistas, cuyo poder taumatúrgico no iba en zaga al suyo. Allí veríais moverse las trípodes, llenarse por sí mismas las copas, hincharse la tierra como las olas del mar, etc. El libro de Filóstrato está lleno de monstruosidades: sátiros, pigmeos, empusas. Apolonio era, por lo demás, un santo varón, casto y sobrio, que practicaba rigurosamente la abstinencia pitagórica; pero tenía sus puntas de revolucionario, por lo cual le persiguieron Nerón y Domiciano, aunque esquivó la muerte con sus artes. En uno de sus continuos viajes llegó a Cádiz, pero el relato de Filóstrato es tan breve como lleno de absurdas patrañas. Dice que los habitantes de Gades eran griegos y que adoraban a la Vejez, a la Muerte, al Arte y a la Pobreza. Del clima afirma con verdad que es tan agradable como el del Ática en tiempo de los misterios. Pero ¿cómo hemos de darle crédito cuando refiere que los moradores de Hispola (sin duda, Hispalis) nunca habían presenciado juegos escénicos y tuvieron por demonio a un representante? Y esto en la Bética, en una región del todo romanizada. No sabemos a punto fijo que Apolonio hiciese en España prosélitos de su ciencia teúrgica. Tuvo, sí, largos coloquios con el gobernador de la Bética, pero con intentos políticos, según parece inferirse de Filóstrato. Pronto estalló la sublevación de Vindex (436). [299]
De los escritores hispanorromanos puede sacarse bastante luz para la historia de las ciencias ocultas, aunque no, con relación a nuestra Península. Fijémonos, ante todo, en la familia Annea. Séneca el filósofo trató de los agüeros en el libro II de las Cuestiones naturales, mostrándose partidario del fatalismo estoico. Como poeta, describió en la Medea, una de sus tragedias auténticas, los prestigios de la hechicería. Véase en el acto cuarto, verso 740, la invocación que principia:
Vos precor, vulgus silentum, vosque ferales deos
et chaos coecum atque opacam Ditis umbrosi domum.
Pero a quien llama principalmente la hechicera es a Hécate, sidus noctium:
Pessimos induta vultus: fronte non una minax.
La maga de Séneca recorre los bosques ocultos con desnudo pie, congrega las lluvias, detiene la marea, hace que las medrosas Ursas se bañen en el Océano, que la tierra dé mieses en invierno y flores en estío, que las ondas del Fasis tornen a su fuente y el Istro detenga sus aguas. Al imperio de la voz de Medea huyen las nubes, se embravecen los vientos, para el sol su carrera y descienden las estrellas dóciles al conjuro. Suena el precioso metal de Corinto: la hechicera hiere su brazo para acostumbrarse a la sangre, mueve Hécate su carro, y Medea le suplica que dé fuerza a sus venenosas confecciones para que la túnica nupcial abrase hasta las entrañas de Creusa (437).
Séneca hace uso excesivo de los recursos augurales, aruspicinos y mágicos en todas las tragedias que corren a su nombre. En el acto tercero del Edipo, Creón describe prolijamente una necromancia verificada por el adivino Tiresias para conocer los hados de Edipo; ciento cincuenta versos tiene esta descripción indigesta y recargadísima de circunstancias y ornatos.
Algo, aunque menos, adolece de este vicio Lucano en la terrorífica escena que cierra el libro 6 de la Farsalia, desde el verso 420:
Sextus erat, Magno proles indigna parente...
Sexto Pompeyo, la víspera de la batalla, va a consultar a una maga tésala llamada Erictho, que anima los cadáveres y les hace responder a las preguntas de los vivos. En una hórrida gruta, consagrada a los funéreos ritos, coloca la hechicera un muerto en lid reciente, inocula nueva sangre en sus venas, hace un formidable hechizo, en que se entran la espuma del perro, las vísceras del lince, la medula del ciervo mordido por la serpiente, los ojos del dragón, la serpiente voladora de Arabia, el echino que detiene las naves, la piel de la cerasta de Libia, la víbora guarda de las conchas en el mar Rojo. Y después, [300] con una voz más potente que todos los conjuros, voz que tenía algo del ladrido del perro y del aullar del lobo, del silbido de la serpiente y del lamento de búho nocturno, del doliente ruido (planctus) de la ola sacudida en los peñascos y del fragor del trueno, dirige tremenda plegaria a las Euménides, al Caos, a la Estigia, a Perséfone y al infernal barquero. «No os pido (dice) un alma que esté oculta en el Tártaro y avezada va a las sombras, sino un recién muerto que aún duda y se detiene en los umbrales del Orco.»
Parete precanti
non in Tartareo latitantem poscimus antro,
adsuetamque diu tenebris, modo luce fugata
descendentem animam: primo pallentis hiatu
haeret adhuc Orci..............................................(Fars. l. 6 v. 724.)
Aparece de súbito una ligera sombra: es el alma del difunto, que resiste y no quiere volver a la vida porque
extremum cui mortis munus iniquae
eripitur, non posse mori.
Erictho se enoja de la tardanza, azota el cadáver, amenaza a Tesifone, a Megera, a Plutón, con hacer entrar la luz en las regiones infernales. Entonces la sangre del muerto comienza a hervir; lidia por algunos momentos la vida con la muerte; al fin palpitan los miembros, vase levantando el cadáver, ábrense desmesuradamente sus ojos, y a la interrogación de la hechicera contesta prediciendo el desastre de Pompeyo, causa de dolor en el Elíseo para los Decios, Camilos, Curios y Escipiones, ocasión de alegría en los infiernos para Catilina, Mario, los Cetegos, Druso y aquellos tribunos tan enérgicamente caracterizados por el poeta:
Legibus immodicos, ausosque ingentia Grachos.
Dada la respuesta, el muerto quiere volver al reino de las sombras, y Erictho le quema vivo, condescendiendo a sus deseos: Iam passa mori (438). De esta especie es lo maravilloso en la Farsalia, y no ha de negarse que infunde terror verdadero ese tránsito de la vida a la muerte, descrito con vivísimo colorido y sombría expresión por el vate cordobés. ¡Ésa era la religión del mundo imperial: augurios y terrores!
El gaditano Columela, que (como dice Leopardi) escribía de agricultura sin ser agricultor y estaba, por ende, libre de las preocupaciones de la gente del campo, exhorta (en el l. 1, c. 8 de su elegantísima obra De re rustica) al labrador a no dar crédito a arúspices, brujas (sagas) y demás gentes que con vanas supersticiones los embaucan y hacen caer en inútiles gastos y quizás en delitos (439). [301]
Merece, finalmente, citarse, aparte de algún epigrama de Marcial, la declamación que con el titulo de Sepulchrum incantatum anda entre las atribuidas a Quintiliano.
- IV -
Actas de los Santos Luciano y Marciano. -Supersticiones anatematizadas en el Concilio Iliberitano. -Esfuerzos de Teodosio contra la magia.
Curiosas son y poco conocidas las actas del martirio de los Santos Luciano y Marciano, que se supone padecieron en Vich durante la persecución de Decio. Habían sido, cuando gentiles, magos y encantadores, valiéndose de sus reprobadas artes y venenosos filtros para vencer la castidad de doncellas y casadas (440) y satisfacer personales venganzas. Encendiéronse en amores por una virgen cristiana honesta, temerosa de Dios y en quien no cabía impureza ni aun de pensamiento. En vano agotaron los recursos de su diabólica ciencia. La doncella se defendía con ayunos, vigilias y oraciones. Ellos, con execrables conjuros, invocaban a sus dioses o demonios; pero éstos les respondieron: «Cuando quisisteis derribar almas infieles y que no sabían del Dios que está en el cielo, fácil nos fue ayudaros; pero contra esta alma castísima, que guarda su virginidad para Jesucristo, nada podemos. Él, que murió en la cruz por la salvación de todos, la defiende y nos aflige. Nunca lograremos vencerla.» Aterráronse de tales palabras Luciano y Marciano y cayeron en tierra como muertos. Luego que volvieron en sí, decidieron abandonar a los demonios, que tan mal les habían servido: encendieron una hoguera en medio de la plaza y arrojaron a ella sus libros de nigromancia, haciendo después, en la iglesia, pública confesión de sus pecados. Su vida fue desde entonces una cadena de austeridades y penitencias. El procónsul Sabino los condenó a las llamas. [302]
Nadie habrá dejado de advertir la semejanza de esta leyenda con la de San Cipriano de Antioquía y Justina, eternizada por Calderón en El mágico prodigioso (441).
El P. Flórez y el Dr. La Fuente admiten la tradición de Vich que hace hijos de aquella ciudad a Luciano y Marciano; pero el P. Villanueva (Viaje literario t. 6 p. 113) la rechaza (y a mi ver con fundamento), apoyándose en el unánime testimonio de los antiguos martirologios, que ponen el tránsito de esos santos en Nicomedia o en África. Los de Vich sólo alegan un Flos Sanctorum en lemosín, obra del siglo XIV, y una pastoral del obispo Berenguer Zaguardia en 1326, documentos uno y otro modernísimos. Lo cierto es que en la capilla de San Saturnino de Vich se conservan las reliquias de esos mártires, pero no que allí padeciesen (442).
Vimos en el capítulo I que el concilio de Elvira, por su canon 6, apartaba de la comunión, aun en la hora de la muerte, al que con maleficios e invocaciones idolátricas causase la muerte de otro. Superstición pagana se nos antoja asimismo la de encender durante el día cirios en los cementerios, que aparece vedada en el canon 34 para que no sean perturbadas las almas de los santos.
De los priscilianistas, de sus creencias astrológicas, de sus amuletos y de los anatemas del concilio de Zaragoza hemos dado larga razón en el capítulo 2.
Tristes efectos producía en aquella era la universal creencia en el poder de astrólogos y magos. Imperando Valente, formaron los caldeos horóscopo sobre quién debía sucederle en el imperio. El nombre por ellos adivinado comenzaba con estas letras: Theo; y Valente, para frustrar la predicción, dio cruda muerte a su secretario Teodoro y al español Honorio Teodosio, gobernador de África. Y, sin embargo, quiso la suerte que un hijo de Honorio llamado Teodosio, y por la historia el Grande, fuese asociado al imperio por Graciano, sobrino de Valente.
Y el césar español, cristiano fervoroso y enemigo de aquellas vanas artes, que habían ocasionado la ruina de su padre, mostróse inexorable con los saberes y ritos ocultos. En 20 de diciembre de 381 prohibió los sacrificios secretos y nocturnos (443). En 25 de mayo de 385 conminó con el último suplicio a los sacrificadores y a los arúspices que predijeran por inspección de las entrañas o del hígado de las víctimas (444). Enlazábanse estas [303] prescripciones con un enérgico y consecuente plan de guerra contra el politeísmo, reducido ya a un conjunto de prácticas teúrgicas. En vano protestó el célebre y honrado sofista Libanio en su Oratio pro templis. Vinieron sucesivamente los rescriptos de 27 de febrero y 17 de junio de 391 y a la postre el de 8 de noviembre de 392 (ley 12 tít. 10 l. 16 del Cód. Theodosiano), que veda hacer sacrificios, inmolar víctimas, ofrecer dones, encender fuego ante los lares, libar vino al Genio ni quemar incienso a los penates o coronar sus aras de flores, y declara reo laesae maiestatis al arúspice, al que pretende descubrir por medios ilícitos lo futuro o con maleficios atente contra la vida, salud o bienestar de otro (445) (446).
Por estas leyes vino a colocarse Teodosio entre los grandes bienhechores de la humanidad. El anhelo de destruir el culto pagano era como hereditario en su familia. Bien lo muestra su sobrina Serena, la que arrancó el collar de la estatua de Vesta y a quien tumultuaria e inicuamente asesinaron los romanos cuando las hordas de Alarico se acercaban a la Ciudad Eterna. También a aquella hermosa e insigne española, mujer de Stilicon, acusa el pagano Zósimo de haber administrado un filtro maléfico a su yerno Honorio (447).
Los primitivos escritores cristianos españoles hablan más de una vez de la magia. Prudencio (l. 1 Contra Simaco v. 89 ss.) atribuye su origen a Mercurio:
Necnon thesalicae doctissimus ille magiae
traditur extinctas sumptae moderamine virgae
in lucem revocasse animas, cocythia lethi
iura resignasse, sursum revolantibus umbris:
ast alias damnasse, neci penitusque latenti
inmersisse Chao................................................
Murmure nam magico tenues excire figuras,
atque sepulchrales scite incantare favillas,
vita itidem spoliare alios, ars noxia novit.
El hijo de Maya era para Prudencio no un mito ni un demonio, sino un taumaturgo, una especie de Apolonio. En el himno que el poeta celtíbero dedicó al martirio de San Cipriano de Cartago, distinto del Cipriano de Antioquía, inmortalizado, siglos [304] después, por otro vate español en El mágico prodigioso, figura el santo antes de su conversión como dado a las artes ilícitas:
Unus erat iuvenum doctissimus artibus sinistris,
fraude pudicitiam perfringere, nil sacrum putare:
saepe etiam magicum cantamen inire per sepulchra,
quo geniale thori ius solveret, aestuante nupta (448).
Orosio, siguiendo las huellas de San Agustín, anatematizó en más de un pasaje la magia y las supersticiones astrológicas.
- V -
Las supersticiones en Galicia bajo la dominación de los suevos. -Tratado «De correctione rusticorum», de San Martín Dumiense.
Sabida es la persistencia de los antiguos y profanos ritos entre la gente de los campos y de las aldeas, por esto llamados paganos. A esta primera causa de idolatría y vanas observancias unióse en Galicia la dolencia priscilianista con sus resabios mágicos y astrológicos. Para atajar en aquel pueblo tan graves males, compuso San Martín Dumiense el libro De correctione rusticorum (449). Consta este breve tratado de dos partes: una en que se recuerdan los principales dogmas cristianos, y otra en que gravemente reprende el santo los ritos idolátricos de los campesinos gallegos. «Muchos demonios (escribe) de los expulsados del cielo presiden en el mar, en los ríos, en las fuentes o en las selvas y se hacen adorar de los ignorantes como dioses. A ellos hacen sacrificios: en el mar invocan a Neptuno; en los ríos, a las Lamias; en las fuentes, a las Ninfas; en las selvas, a Diana... Dan sus nombres a los días de la semana: día de Marte, de Mercurio, de Jove, de Venus, de Saturno...; pésimos nombres todos entre la gente griega...» «Y ¿qué diré de la superstición de aquellos que veneran a las polillas y a los ratones? Estas vanas idolatrías y sacrificios de la langosta, del ratón y de otras mil tribulaciones que Dios envía, hacéis pública u ocultamente y nunca cesáis en ellas...» «No acabáis de entender cuánto os engañan los demonios en esas observaciones y agüeros que esperáis. Como dice el sabio Salomón, Divinationes et auguria vana sunt... ¿Qué esperan esos infelices, atentos siempre al vuelo de las aves? ¿Qué es sino adoración diabólica el encender cirios a las piedras, a los árboles, a las fuentes o por los trivios y el observar las kalendas, y echar en el fuego la ofrenda sobre el tronco, o poner vino y pan en las fuentes?... ¿Qué es sino culto diabólico invocar las mujeres a Minerva cuando tejen su tela... o encantar las hierbas con maleficios, y conjurar a los demonios con encantos?» «¿Dejasteis el signo de la cruz recibido en el bautismo y esperáis otras señales del diablo por adivinaciones y estornudos?» (450) [305]
Duraban, pues, entre los gallegos del siglo VI las invocaciones a los númenes paganos en todos los actos de la vida, los sacrificios y ofrendas a las fuentes sagradas, el rito romano de las kalendas, el maleficio por hierbas, el culto céltico de las piedras y de los árboles, la veneración a los trivios, lugar predilecto para encantos y hechicerías por los adoradores de Hécate, el arte augural y dos nuevas supersticiones (entre otras muchas que San Martín no expresa): la adivinación por el estornudo y la ridícula observancia de los ratones y de las polillas, cuyos hartazgos a principios de año eran tenidos por de buen agüero y presagiaban abundancia en la casa visitada por tan incómodos huéspedes: Ut quasi sicut in introitu anni saturetur laetus ex omnibus, ita et illi in toto anno contingit. También censura San Martín que el año empiece por las kalendas de enero y no por las de abril, sin duda porque a las primeras se enlazaba la fiesta céltica del solsticio de invierno, apellidada en otras tierras fiesta de Joel. Entonces se echaba al fuego con diversas ceremonias un tronco, lo cual asimismo veda San Martín a sus diocesanos. Los nombres gentílicos de los días de la semana se conservan en toda España, menos en Portugal, donde se los designa a la manera eclesiástica: prima feira, terza feira, etc., lo cual no sería aventurado atribuir a influjo del obispo dumiense y de otros metropolitanos de Braga que siguieron sus huellas.
- VI -
Artes mágicas y de adivinación entre los visigodos.
El concilio Narbonense, celebrado en 589, reinado de Recaredo, separa de la Iglesia y condena a una multa de seis onzas de oro al godo, romano, sirio, griego o judío que consulte a adivinos, caragios et sorticularios. Los siervas y criadas (servi et ancillae) debían ser además azotados en público. Las multas quedarían en favor de los pobres. En el canon siguiente (15) reprueba el mismo sínodo la pagana costumbre de celebrar el jueves (diem Iovis) y no trabajar en él, de lo cual todavía quedan vestigios. El que incurriese en tal pecado debía hacer penitencia por un año, y si era siervo o criada, incurría además en pena [306] de azotes. Lo que acontecía en la Narbonense debía de suceder, con escasa diferencia, en el resto de los dominios visigodos.
Las Etimologías isidorianas, en su libro 8 y capítulo 9, contienen larga enumeración y noticia de las artes mágicas, aunque sin expresa relación a España. Para San Isidoro, Zoroastro fue el primer mago, y Demócrito perfeccionó el arte. Entre los asirios y caldeos floreció mucho, según testimonio de Lucano. Inventáronse después la aruspicina, los agüeros, los oráculos y la necromancia, vanidades nacidas todas de la tradición o enseñanza de los ángeles malos (ex traditione angelorum malorum). Cita San Isidoro el caso de los magos de Faraón, el de la pitonisa de Endor (aunque no admite que hubiera verdadera evocación del alma de Samuel, sino cierto fantasma, phantasticam illusionem, hecho por arte del demonio), habla de la Circe homérica, cita el verso de Virgilio:
Haec se carminibus promittit solvere mentes,
y el trozo de Prudencio contra Símaco en que se atribuye a Mercurio la invención de la goetia. Hace después San Isidoro la siguiente clasificación de las ciencias ocultas, puesta, sin duda, la mira en las aberraciones de su tiempo, sin olvidar las enseñanzas clásicas:
«Magos o maléficos: conturban los elementos, trastornan las mentes humanas, y sin veneno, por la sola fuerza de los conjuros, causan la muerte. Usan también de sangre y de víctimas.
Nigromantes: aparentan resucitar los muertos e interrogarlos. Animan los cadáveres con la transfusión de sangre, mezclada de agua, porque los demonios aman mucho la sangre.
Hydromantes: evocan en el agua las sombras, imágenes o fantasmas de los demonios y de los muertos. Varrón dice que este género de adivinanza procede de los persas. A la misma clase se refieren la adivinación por la tierra (geomantia), por el aire (aeromantia), por el fuego (pyromantia).
Adivinos (divini): llamados así porque se fingen poseídos de la divinidad (pleni a Deo).
Encantadores: los que se valen de palabras y conjuros.
Ariolos: los que pronuncian nefandas preces ante las aras de los ídolos o hacen funestos sacrificios y aguardan la respuesta de los demonios.
Arúspices: así llamados, quasi horarum inspectores, porque señalan los días y horas en que ha de hacerse cada cosa. También examinan las entrañas de las víctimas.
Augures y también auspices: los que entienden el canto y el vuelo de las aves. Apellídanse estas observaciones auspicia, quasi avium auspicia y auguria, quasi avium garria.
Pythones: llamados así del Pitio Apolo, inventor de la adivinación.
Astrólogos: los que presagian por los astros (in astris augurantur). [307]
Genetlíacos: porque consideran el día natal y someten a los doce signos el destino del hombre. El vulgo los llama matemáticos; antiguamente, magos. Esta ciencia fue permitida antes del Evangelio. (Dijo esto San Isidoro acordándose de los Reyes Magos.)
Horóscopos (sic): los que especulan la hora del nacimiento del hombre.
Sortílegos: los que con falsa apariencia de religión echan suertes invocando a los santos o abriendo cualquier libro de la Escritura. (Restos de las sortes homericae y virgilianae, tan comunes en la antigüedad.)
Salisatores: los que anuncian sucesos prósperos o tristes por la observación de cualquier miembro saliente o del movimiento de las arterias.»
A todo lo cual deben agregarse las ligaduras mágicas empleadas para ciertas enfermedades, las invocaciones, los caracteres, etc.
Atribuye el sabio prelado hispalense la invención de los agüeros a los frigios; el arte de los praestigiatores, a Mercurio; la aruspicina, a los etruscos, que la aprendieron de un cierto Tages (451). Todas estas artes son para San Isidoro vitandas y dignas de la execración de todo cristiano.
La tendencia didáctica de este pasaje, la falta de referencias contemporáneas y el estar fundado casi todo en reminiscencias griegas y romanas, sobre todo de nuestro Lucano, tan leído siempre en España, no permiten darle el nombre de documento histórico, sino de estudio erudito. Pero que muchas de aquellas supersticiones vivían mas o menos oscuramente en el pueblo español y en el visigodo muéstranlo con repetidas prohibiciones, los concilios toledanos y el Fuero Juzgo.
El IV concilio (año 633), cuya alma fue el mismo San Isidoro, escribe en su canon 29: «Si algún obispo, presbítero o clérigo consulta a magos, arúspices, ariolos, augures, sortílegos o a cualquiera que profese artes ilícitas, sea depuesto de su dignidad y condenado a perpetua penitencia en un monasterio.»
El concilio V, reunido en tiempo de Chintila (año 636), anatematiza en su canon 4 al que pretenda adivinar por medios ilícitos cuándo morirá el rey para sucederle en el trono.
Crecía, a par con la decadencia del imperio visigodo, el contagio de las artes mágicas; y Chindasvinto y su hijo Recesvinto trataron de cortarlo con severas prohibiciones. Las leyes 1, 3 y 4 del título 2, libro 6, del Fuero Juzgo hablan de los ariolos, arúspices y vaticinadores que predecían la muerte de los reyes; de los magos e incantatores, agentes de las tronadas (tempestarii o nuberos), asoladores de las mieses, invocadores y ministros del demonio; de los pulsadores o ligadores, cuyas ataduras [308] se extendían a hombres y animales. Mataban, quitaban el habla (obmutescere) y podían esterilizar los frutos de la tierra. El hombre ingenuo que en tales prevaricaciones incurriese quedaba sujeto a la pérdida de bienes y servidumbre perpetua; el esclavo podía ser azotado, decalvado, vendido en tierras ultramarinas (probablemente en Mauritania), atormentado de diversos modos (diverso genere tormentorum), puesto a la vergüenza (ut alii corrigantur) y encarcelado perpetuamente, de modo que no pudiera hacer daño a los vivos (ne viventibus nocendi aditum habeant). Imponíaseles además la pena del talión, en vidas o haciendas, si habían conspirado contra el bienestar del prójimo con malas artes (452).
¡Y, sin embargo, Recesvinto, de quien algunas de estas leyes emanaron, sacrificaba a los demonios, es decir, se daba a las artes mágicas, si hemos de creer a Rodrigo Sánchez de Arévalo en su Historia Hispanica: Fuit autem pessimus, nam sacrificabat daemonibus! Ignoro de dónde tomó esta noticia el castellano de Santángelo.
Este culto de los demonios, estas artes mágicas, eran el sacrilegio de la idolatría, muy extendido en España y en las Galias, de que se había quejado el tercer concilio Toledano. En los tristes días de Ervigio llegó a su colmo el desorden y hubo de condenar el concilio XII de Toledo (681) a los adoradores de ídolos, encargando a sacerdotes y jueces que extirpasen tal escándalo. Excomunión y destierro para los ingenuos, azotes para los esclavos, son las penas que el canon impone.
La ley 3, título 2, libro 6, del Fuero Juzgo, dada por Ervigio, muéstranos bien toda la profundidad de aquella llaga. Jueces había que para investigar la verdad de los crímenes acudían a vaticinadores y arúspices. El legislador les impuso la pública pena de cincuenta azotes (quinquagenis verberibus) (453). ¡Cómo andaría la justicia, confiada a la decisión de adivinos y hechiceros!
Aun cabía mayor descenso; el concilio XVI renueva en su canon 1 la condenación de los adoradores de ídolos, veneradores de piedras, fuentes o árboles, de los que encendiesen antorchas y de los augures y encantadores (cultores idolorum, veneratores lapidum, accensores facularum, excolentes sacra fontium vel arborum, auguratores quoque seu praecantatores). El XVII, en su canon 5, manda deponer al sacerdote que para causar la muerte de otro diga misa de difuntos, superstición execrable y último delirio a que puede llegar el entendimiento torcido por voluntades perversas. Y en el canon 21 de los supletorios arroja de la Iglesia al clérigo que sea mago o encantador o haga los amuletos llamados phylateria quae sunt magna obligamenta animarum. [309]
Como costumbres más o menos paganas, quedaban entre los godos, fuera de las artes mágicas, los epitalamios, que San Isidoro define: «Cantares de bodas entonados por los estudiantes en loor del novio y de la novia» (carmina nubentium quae cantantur a scholasticis in honorem sponsi et sponsae); los trenos, que eran obligado acompañamiento de los funerales (similiter ut nunc, dice el mismo santo); los juegos escénicos del teatro y del anfiteatro, con su antiguo carácter de superstición gentílica. San Isidoro, en el libro 18, capítulos 41 y 59, exhorta a los cristianos a abstenerse de ellos. Sisebuto, conforme se infiere de sus cartas, reprendió a Eusebio, obispo de Barcelona, por consentir representaciones profanas en su diócesis.
Pero de todos estos elementos letales, ninguno tan funesto como el de las artes mágicas, propias para enturbiar la conciencia, enervar la voluntad, henchir la mente de presagios y terrores, alimentar codicias, ambiciones y concupiscencias y borrar, finalmente, hasta la noción del propio albedrío. No sin razón se ha contado a estas supersticiones prácticas entre los hechos que aceleraron la ruina de la gente visigoda. Pueblo en que la voluntad flaquea, aunque el entendimiento y la mano estén firmes, es pueblo muerto. Y entre los visigodos, nadie se libró de la dolencia: ni rey, ni clero, ni jueces, ni pueblo (454).
Otras supersticiones y abusos gentílicos duraban, además de la magia, entre los cristianos españoles. ¡Lástima grande que se haya perdido el libro intitulado Cervus o Kerbos, que escribió San Paciano de Barcelona contra la costumbre que tenían sus diocesanos de disfrazarse en las kalendas de enero con pieles de animales, y especialmente de ciervo, para correr de tal suerte las calles pidiendo estrenas o aguinaldos y cometer mil excesos y abominaciones! Parte de estas costumbres quedan, ya en las fiestas de principio de año, ya en las carnestolendas (455). En cuanto a las estrenas, ¿quién desconoce su origen romano, aunque no sea más que por la elegía de Tibulo:
Martis romani festae venere Kalendae?
Hace notar San Paciano que, a despecho de sus pastorales exhortaciones, los barceloneses no dejaron de celebrar la Hennula Cervula, o fiesta del ciervo, al año siguiente y con el mismo ruido y escándalo que de costumbre.
Dícese que este mal uso, tal como él lo describe, duró hasta fines del siglo pasado en algunos puntos del Mediodía de Francia.