Preámbulo
Con la ayuda de Dios damos comienzo a la historia de la llamada Reforma en España, asunto no poco diverso de los que en libros anteriores nos han ocupado, aunque no tanto como pudieran imaginar los que en la Reforma se obstinan en ver no una de tantas herejías parciales, más o menos grave y nueva, sino un mero fenómeno histórico, un hecho. De ellos es nuestro Balmes en su obra inmortal de El protestantismo comparado con el catolicismo. Y no porque el filósofo de Vich desconociese en manera alguna la importancia de las diferencias dogmáticas entre católicos y protestantes, sino porque juzgó sabiamente que las materias deben tratarse conforme a las necesidades del tiempo, moviéndole esto a considerar tan sólo las consecuencia sociales de la Reforma y a mostrar lo vano y mal sentado de los títulos de gloria que bajo este aspecto le atribuían sus secuaces. Pero no acertó en suponer que «si se quiere atacar al protestantismo en sus doctrinas no se sabe adónde dirigirse, porque no se sabe nunca cuáles son éstas y aun él propio lo ignora, pudiendo decirse que bajo este aspecto el protestantismo es invulnerable», a lo cual añade que sólo se le puede refutar por el método de Bossuet, es decir, haciendo la historia de sus variaciones. Buen método es éste, porque lo que varía no es verdad, y bueno es también el de Balmes, porque al árbol se le conoce por sus frutos y a la doctrina por sus consecuencias históricas; pero es notoria exageración que de ninguna suerte hubieran aceptado los grandes controversistas católicos del siglo XVI, ni en nuestros días el autor de La Simbólica, el decir que el protestantismo no tiene doctrinas. Sí que las tiene, y muy funestas y perniciosas y en su esencia comunes a todas las sectas.
Entiéndase que cuando hablamos de protestantismo entendemos referirnos al del siglo XVI, en que las cuestiones teológicas dividían hondamente los ánimos, y no al de nuestros días, que apenas conserva del antiguo mas que el nombre, y viene a ser las más de las veces un racionalismo o deísmo mitigado, en que hasta cabe la negación de lo sobrenatural, que hubiera horrorizado al más audaz de los innovadores antiguos. [656] De estos reformados modernos, bien puede decirse que no tienen dogmas, o que no se sabe a punto fijo cuáles sean, o que los interpretan con toda latitud y según mejor les cuadra. Pero no era así en tiempo de Lutero, Zuinglio y Calvino, intolerantes y exclusivos todos, cada cual a su manera.
De esa consideración parcial y puramente histórica del protestantismo resultan graves erros, en que incurren así los apologistas como los impugnadores. Empéñanse los unos en presentar a aquellos heresiarcas como campeones o mártires del libre examen y de la libertad cristiana, cuando de todo se cuidaban más que de esto, y a renglón seguido de proclamar el principio, faltaban a él en teoría y en práctica, sustituyendo su propia autoridad a la de la Iglesia, erigiéndose cada cual en dictador y maestro y persiguiendo, quemando y encarcelando con mayor dureza que los ortodoxos. Esto cuando la autoridad estaba en sus manos, como aconteció a Calvino en Ginebra o a Enrique VIII e Isabel en Inglaterra, porque cuando andaban perseguidos y desterrados, como nuestros calvinistas Corro y Valera, solían invocar la tolerancia y libertad de conciencia. Es error grave prestar ideas modernas a los que en esto obraban como cualquier otra secta herética de la antigüedad y de los tiempos medios. El libre examen, la inspiración individual, el derecho de interpretar cada cual las Escrituras, nada tenía de nuevo. Muchas sectas lo habían predicado, desde los gnósticos en adelante. Claro que no está en el libre examen la esencia del protestantismo. Si hubieran comprendido los luteranos y calvinistas el alcance de este principio, ni un día hubiera durado la Reforma. Los socinianos hubieran acabado con ella, a poca lógica que los primeros protestantes hubiesen tenido. Vemos, sin embargo, que la ortodoxia reformista se conservó bastante bien durante dos siglos. Luego tenía dogmas menos movedizos que el libre examen, y es preciso investigarlos.
Otro error no menos grave, aunque ya mil veces refutado, es el de fijarse sólo en el nombre de Reforma y considerarla como una protesta contra los abusos y escándalos de la Iglesia, cuando, lejos de atajar ninguno, vino a acrecentarlos y a traer otros nuevos e inauditos. Que la Iglesia y las costumbres no estaban bien a fines del siglo XV y principios del XVI, verdades, aunque harto triste, y nunca lo han negado los escritores católicos, aunque en el señalar las causas haya alguna diversidad.
Afirman ciertos huraños escritores, reñidos con las musas y las gracias, de los cuales pudiéramos decir:
Nec deus hunc mensa, dea nec dignata cubili est,
que todo dependía del renacimiento y de la resurrección de las letras clásicas. Para sostener tamaño desvarío sería preciso borrar de la historia el siglo X, el siglo XVI y otros siglos medios, en que no había letras clásicas, pero sí muy malas costumbres, [657] unidas a una bárbara ignorancia, dado que la ignorancia y el mal gusto a nadie libran de caer en vicios y pecados (1145). El concubinato de los clérigos y la simonía no eran más frecuentes en el siglo XV que en tiempo de San Gregorio VII. Ni las Marozias y Teodoras disponían a su arbitrio de la tiara como en los días del siglo X. Los que en la Edad Media sólo ven virtudes y en el Renacimiento sombras, trabajo tendrán para explicar los pontificados de Sergio, de León VI y Juan XI. Aquella opresión continua de la Iglesia, entregada a emperadores germanos, barones de Toscana y mujeres ambiciosas; aquella serie de deposiciones y asesinatos..., cosas son de que apenas se encuentra vestigio en los tiempos del neopaganismo. ¿No hay razón para preferir cualquiera época a aquélla, de la cual escribió el cardenal Baronio estas amargas frases?: Quam foedissima Ecclesiae romanae facies, quum Romae dominarentur potentissimae aeque ac sordidissimae meretrices, quorum arbitrio mutarentur sedes, darentur episcopatus et, quod auditu horrendum et infandum est, intruderentur in sedem Petri earum amasii pseudo-pontifices, qui non sunt nisi ad consignanda tantum. tempora in catalogo Romanorum pontificum scripti! (1146) ¿Acaso se han perdido los escritos de San Pedro Damián, por donde sabemos que ningún vicio, ni aun de los más abominables y nefandos, era extraño a los clérigos de su tiempo, cuyas costumbres, con evangélica y valiente severidad, nota y censura? ¿No están las actas de los concilios clamando a voces contra esas apologías de la Edad Media en que se pretende establecer sacrílega alianza entre el cristianismo y la barbarie? ¡Qué clamores, qué resistencias no se alzaron contra San Gregorio VII cuando quiso restablecer la observancia del celibato y acabar con la simonía! Los clérigos simoníacos y concubinarios encontraron [658] defensa en la espada de los emperadores alemanes y no pararon hasta hacerle morir en el destierro. ¿Quién no conoce las recias invectivas de San Bernardo contra la gula y el lujo, la soberbia, avaricia y rapacidad de muchos monjes de su tiempo? Cierto que las costumbres mejoraron en el siglo XIII, época de mucha gloria para la Iglesia y de gran desarrollo para el arte que por excelencia llaman cristiano. Pero al terminar aquel siglo y en todo el XIV se verifica un como retroceso a la barbarie y a la corrupción, de que hay pruebas abundantísimas con sólo abrir cualquier libro de aquel tiempo, desde el Planctus Ecclesiae, de Alvaro Pelagio, hasta los cuentos de Bocaccio. Nuestros lectores saben ya a qué atenerse respecto de este siglo por lo que dijimos en uno de los capítulos anteriores, recogiendo los testimonios de autores españoles que describen aquel triste estado social. Se dirá (¿qué no se dice para sostener una tesis vana?) que ya comenzaba el Renacimiento; y a esto se puede y debe contestar que los horrores y aberraciones morales de este siglo fueron menores en Italia que en Francia, España, Inglaterra y Alemania, países donde el Renacimiento había penetrado muy poco o era casi desconocido.
Con Renacimiento y sin Renacimiento hubiera sido el siglo XV una edad viciosa y necesitada de reforma, dados tales precedentes. Sólo que en el siglo X había vicios y no había esplendor de ciencias y artes, y en el XV y XVI brillan y florecen tanto éstas, que a muchos críticos les hacen incurrir en el sofisma post hoc, o más bien, iuxta hoc, ergo propter hoc, sin considerar que en último caso no es el arte el que corrompe la sociedad, sino la sociedad la que corrompe al arte, puesto que ella le hace y produce. Esto suponiendo que el arte del Renacimiento fuera malo y vitando, lo cual es contrario a toda verdad histórica, a no ser que se tomen por tipo y norma general aberraciones y descarríos particulares, lo cual es otro sofisma muy vulgar y corriente. Claro que si se trae por ejemplar del arte de la Edad Media el Dies irae o el Stabat Mater, y del Renacimiento la Mandrágora, de Maquiavelo, o el Hermaphrodita, de Poggio, parecerá execranda y obra de demonios encarnados esta nueva literatura. Pero este argumento, a fuerza de probar mucho, no prueba nada. Con igual razón se puede decir: pónganse de una parte los edificantes fabliaux de la Francia del Norte o los versos provenzales del cruzado Guillermo de Poitiers y de Guillem de Bergadam, y de otra, la Cristiada, de Jerónimo Vida, y ésta parecerá obra de ángeles en el cotejo. La comparación, para ser igual, ha de establecerse entre obras del mismo género. ¿No vale más prescindir de estos insulsos lugares comunes de paganismo y renacimiento y confesar que el hombre, aun en las sociedades cristianas, ha solido andar muy fuera de camino, tropezando y cayendo, así en las obras artísticas como en la vida? [659]
Volvamos a la necesidad de reforma y al estado de la Iglesia. Nacía ésta de causas muy diversas, siendo la principal de todas el menoscabo de la autoridad pontificia desde los tiempos de Bonifacio VIII, de Nogaret y Sciarra Colonna. La traslación de la Santa Sede a Aviñón, el largo cautiverio de Babilonia, el cisma de Occidente, los concilios de Constanza y Basilea en sus últimas sesiones, todo había contribuido a quitar prestigio y fuerza a Roma en el ánimo de las muchedumbres, haciendo nacer un semillero de herejías: wicleffitas, husitas, etcétera, que abrieron el camino a Lutero. La tiranía de los príncipes seculares, sobre todo de los alemanes y franceses, había pesado durísimamente sobre el poder papal. La simonía y el concederse los más pingües beneficios eclesiásticos, en edad muy temprana, a hijos de reyes o de grandes señores, era frecuentísimo, así como el reunirse varias mitras en una misma cabeza. A consecuencia de la incuria e ignorancia de muchos prelados las iglesias yacían abandonadas, así como la instrucción religiosa de la plebe, que fácilmente se arrojaba a supersticiones y herejías. En muchas diócesis la administración de sacramentos no era tan frecuente como debiera. Los monasterios eran muy ricos y solían emplear sus riquezas para bien, pero no dejaban de resentirse de los males propios de la riqueza: el fausto y las comodidades, que se avenían mal con lo austero de la vida monástica. También las Ordenes mendicantes se habían apartado, y no poco, de las huellas de sus fundadores, y es unánime el testimonio de los escritores de entonces, no sólo de los protestantes, no sólo de los renacientes, sino de los más fervorosos católicos, en acusar a los frailes, quizá con demasiada generalidad, de ignorantes, glotones, aseglarados, díscolos y licenciosos. Por lo que hace a nuestra España, ¿no prueba demasiado la verdad de estas acusaciones la grande y verdadera reforma que tuvieron que hacer la Reina Católica y Cisneros? ¿ Y no se prueba la verdad de todo lo que venimos diciendo con la simple lectura de los capítulos De reformatione del Tridentino?
Si así andaba la cabeza, ¿cómo andaría el cuerpo? La traición y el envenenamiento era cosa común, sobre todo en Italia. Maquiavelo redujo a reglas la inmoralidad política, y no se cansó de describir los ingeniosos artificios de que se valió César Borgia para deshacerse de Vitellozo Vitelli, Oliverotto da Fermo, el señor Pagolo y el duque de Gravino Orsini. El faltar a la fe de los tratados y a la palabra empeñada se tenía por cosa de juego o muestra de habilidad, y no anduvo inmune de este pecado nuestro Fernando el Católico. De liviandades no se hable; a nadie escandalizaban los amancebamien, tos y barraganías públicas; dondequiera se tropezaba con bastardos de cardenales y príncipes de la Iglesia, el adulterio era asimismo frecuentísimo. Cundía la afición a la magia y a las ciencias ocultas... ¿Para que ennegrecer más este cuadro recordando [660] las liviandades de Sixto IV y Alejandro VI? Si alguna prueba necesitáramos de lo indestructible del fundamento divino de la Iglesia católica, nos la daría su estabilidad y permanencia en medio de tantas tribulaciones; el no haber emanado error alguno de la Cátedra de San Pedro, fuese quien fuese el que la ocupaba, y el haber tenido la Iglesia valor y constancia para reformar la disciplina y las costumbres de la manera con que lo llevó a cabo en el siglo XVI.
De tales abusos tomaron pretexto los protestantes para sus declamaciones, exagerándolo y abultándolo todo. Y, sin embargo, nadie deseaba tanto la reforma como los católicos. Desde los tiempos de San Bernardo se venía clamando por ella. «¡Quién me concediera, antes de morir, ver la Iglesia como en sus primeros días!», exclamaba aquel santo en una de sus epístolas (1147) al papa Eugenio. Y por la reforma clamaron Gerson y Pedro de Alliaco, y ya en el siglo XV el cardenal Juliano, legado en Alemania en tiempo de Eugenio IV. Contemplaba Juliano las reliquias de la herejía husita; veía el odio del pueblo contra el estado eclesiástico, que era, en su opinión, incorregible; anunciaba una revolución laica en Alemania y añadía proféticamente: «Ya está el hacha al pie del árbol.»
El hacha fue Lutero, que vino a traer no la reforma, sino la desolación; no la antigua disciplina, sino el cisma y la herejía; y que, lejos de corregir ni reformar nada, autorizó con su ejemplo el romper los votos y el casamiento de los clérigos y sancionó en una consulta teológica, juntamente con Melanchton y Bucero, la bigamia del landgrave de Hesse. La reforma pedida por los doctores católicos se refería sólo a la disciplina; la pseudo-reforma era una herejía dogmática, que venía a tras, tornar de alto abajo toda la concepción antropológica del cristianismo.
Si la Reforma no era protesta contra los abusos, ¿qué venía a ser y de qué fuentes nacía? Los que se desentienden completamente de sus dogmas y se enamoran de vacías fórmulas históricas, dicen que una consecuencia del Renacimiento; y esto lo afirman, con rara conformidad. ciertos amigos suyos y ciertos adversarios. Para darles la razón sería preciso que demostrasen que los grandes artistas y escritores del Renacimiento italiano eran partidarios o fautores de la doctrina de la fe que justifica sin las obras, punto capital de la doctrina luterana. Y como esto es un absurdo y no puede demostrarse; como el movimiento ni empezó ni hizo grandes progresos en Italia, foco principal del arte y de la ciencia restaurados, sino en Alemania, país antilatino y anticlásico por excelencia; como Erasmo y todos los demás que abrieron el camino a Lutero eran también germanos y no latinos, y emplearon la mitad de sus escritos en diatribas contra el paganismo de la corte de León X; como la Reforma, por boca de Melanchton, hizo un capítulo de acusación [661] a los católicos por haber aprendido en la escuela de los gentiles y haber seguido a Platón en el uso de los vocablos razón y libre albedrío, que se oponían al fatalismo protestante; como los errores y herejías que germinaron en la Italia del Renacimiento no se parecen a los de Alemania sino en ser herejías y errores, sin que tenga que ver nada Lutero con la impiedad política de Maquiavelo, ni con el materialismo de Pomponazzi, ni con los sueños teosóficos de la Academia de Florencia, ni con el culto pagano de Pomponio Leto; como el Renacimiento es un hecho múltiple y complicadísimo y la Reforma una herejía clara, bien definida y neta, al modo del gnosticismo o el nestorianismo, a cualquiera se le alcanza que esa supuesta filiación de la Reforma es un nuevo sofisma iuxta hoc, ergo propter hoc, aunque en él hayan caído escritores católicos de cuenta, sin advertir que de ese modo condenan y maldicen toda una maravillosa civilización, protegida y amparada por la Iglesia católica, y gloria del catolicismo; y vienen a dar indirectamente la razón a Erasmo, a Ulrico de Hütten, a Lutero y a todos los novadores del siglo XVI en sus bárbaras invectivas contra Roma, la que restauró el arte antiguo y, en vez de matar la candela, la puso sobre el celemín.
Se me replicará que Erasmo, Ulrico de Hütten, Melanchton y Joaquín Camerario eran humanistas; y yo respondo que antes que humanistas eran germanos, o, como en Italia se decía, bárbaros, lo cual se conoce hasta en la pesadez de su latín y en lo plúmbeo de sus gracias. Faltábales el verdadero sentimiento de la belleza clásica y sobrábales mala y envidiosa voluntad contra las grandezas del Mediodía. Y aun lo que tuvieron de humanistas les impidió caer en ciertas exageraciones y extravagancias, propias de Lutero y otros sajones de pura raza. A Erasmo le impidió su buen gusto unirse con los reformadores, y aunque Melanchton cayó, deslumbrado, como joven que era. por el prestigio y facundia de Lutero, anduvo toda su vida descontento y vacilante, censurando todas las violencias de sus correligionarios, lo cual puede atribuirse, tanto como a lo apacible de su índole, al culto asiduo que tributó a la belleza griega, de la cual puede afirmarse que emollit mores nec sinit esse feras. Otro tanto digo de nuestro Juan de Valdés.
Decir que la Reforma tomó del Renacimiento el espíritu de rebeldía es no decir nada, porque la rebeldía es mucho más antigua en el hombre que el Renacimiento y la Reforma y que los romanos y los griegos, como que viene desde el paraíso terrenal, en que Adán fue el primer protestante, aunque fuera de este mundo tenía ya antecedentes en aquel príncipe de las tinieblas que dijo: «Pondré mi trono sobre el Aquilón y seré semejante al Altísimo.» ¿Por ventura no hubo heresiarcas y espíritu de rebeldía cuando no se estudiaba a los clásicos?
Ciertos apologistas de la Reforma lo tomaron por otro camino, y aseguran que se parece al Renacimiento en cuanto [662] vino a matar el ascetismo de los tiempos medios y a restituir a la vida todas sus alegrías. En primer lugares un error vulgarísimo, y ya refutado por Ozanam, el de considerar la Edad Media como época de flagelaciones y martirios, siendo así que en lo profano tenía trovadores y juglares, y costumbres caballerescas y rústicas de mucha poesía, y leyendas épicas y devotas de extraordinaria belleza, y fiestas y regocijos continuos; y en lo religioso, órdenes mendicantes, cuyos fundadores profesaron el más simpático y hondo amor a la naturaleza. Además. ¿cómo puede alegrar la vida un culto iconoclasta, frío y árido, que nada concede a la imaginación ni a los sentidos y quita al arte la mitad de su dominio? ¡ Cuán ingrata debía de ser la vida en aquella república de Ginebra, tal como la organizó Calvino, sin fiestas ni espectáculos, y donde todo estaba reglamentado, hasta los vestidos y las comidas, al modo de los antiguos espartanos, y con un tribunal de censura para los actos más insignificantes! ¿Y qué diremos de los puritanos ingleses?
La propagación rápida del protestantismo ha de atribuirse, entre otras causas, al odio inveterado de los pueblos del Norte contra Italia, a esa antipatía de razas, que explica gran parte de la historia de Europa desde la invasión de los bárbaros hasta las luchas del- sacerdocio y del imperio, o cuestión de las investiduras, y desde ésta hasta la Reforma. En los germanos corre siempre la sangre de Arminio, el que destruyó las legiones de Varo. Hay en ellos una tendencia a la división, que ha tropezado siempre con la unidad romana y con la unidad católica. Por eso los pueblos del Mediodía han rechazado y rechazan enérgicamente la Reforma.
¿Y cómo no, si lleva en sus entrañas la negación del libre albedrío? Lo singular es que naciones enteras hayan adoptado este principio mortífero y que, a pesar de eso, no se haya detenido el curso de su civilización. Y es que, por una feliz inconsecuencia, el sentido común se ha sobrepuesto a la tiranía del sistema, hablando y obrando los luteranos y calvinistas como si no llevasen tales principios en su bandera.
Sistema que tal contradicción interior encierra, bien puede decirse que nace muerto, pero el protestantismo ha vivido por enlazarse desde sus comienzos con intereses temporales, ya de príncipes del imperio, como el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, ya de los reyes de Inglaterra, ya de los cantones suizos, ya de los Países Bajos. Unos querían resistir a la prepotencia del emperador, otros a la de España, cuáles a la del duque de Saboya; los más, echarse sobre los bienes de iglesias y monasterios y contentar con ellos la rapacidad de sus parciales. Los reyes tendían al poder absoluto aun en lo eclesiástico... Y una vez satisfechos todos y creados intereses, como en la jerga de ahora se dice, la revolución estaba consolidada, ni más ni menos que se consolidan todas las revoluciones. Por eso es protestante Inglaterra. [663]
No hay para qué entrar en la relación de hechos por todo el mundo sabidos: la cuestión de las indulgencias, los abusos que en su predicación pudieron cometerse, las primeras predicaciones de Lutero, la bula de León X, la ruptura completa del heresiarca sajón con la Iglesia romana, sus diatribas y furores de taberna, propias de un bárbaro septentrional orgulloso y feroz; nada de esto nos interesa. Vamos a fijarnos en la esencia dogmática del protestantismo (1148).
Diferénciase éste de la mayor parte de las antiguas herejías y del socinianismo moderno en dar más importancia a la cuestión antropológica que a la cristológica. Sobre el estado primitivo de hombre afirma la católica doctrina que Adán fue creado en santidad y justicia, pero no por naturaleza, sino por don sobrenatural (1149). Esta doctrina es de la más alta importancia, porque después del pecado original perdió el hombre la santidad y la justicia, pero no el libre albedrío, que era de su naturaleza, aunque ésta quedase menoscabada. Por el contrario, Lutero sostuvo que esa justicia primitiva era de natura, de essentia hominis, y no un don quod ab extra accederet, un atributo accidental, como decían los escolásticos. Seguidamente se lanzó en el fatalismo más crudo, negando en absoluto la libertad humana, en lo cual le siguió su discípulo Melanchton, de quien es el principio: Dios obra todas las cosas, y a quien le parecía pernciosísimo vocablo el de libre albedrío... (1150) Verdad es que más adelante suavizó un poco estas primeras proposiciones y anduvo toda la vida inquieto y vacilante, acercándose ya a los reformistas, ya a los católicos.
De un abismo a otro abismo: negado el libre albedrío, la lógica exigía hacer a Dios autor del pecado, y por horrible que esta consecuencia parezca, es lo cierto que la sostuvo en términos expresos el dulce Melanchton. Para él, Dios es autor del mal como del bien; no sólo permite el mal, sino que le obra, y tanto se le debe atribuir la traición de Judas como la vocación de San Pablo (1151). El mismo Melanchton rechazó más [664] adelante estas proposiciones, y en la Confesión de Ausburgo expone una doctrina muy contraria, es a saber: que la causa del pecado es la voluntad de los malos. Cómo se concilia esto con la negación del libre albedrío, averígüelo quien pueda.
Si Adán no tenía libertad, ¿en qué consistió el pecado? Los protestantes no lo explican; pero, en cambio, exageran las consecuencias del pecado mismo. Melanchton afirma en la Confesión augustana que el hombre nace sin temor de Dios, sin confianza en El y con la concupiscencia. «Pero el temor y la confianza presuponen un acto de inteligencia, de que el niño es incapaz», le replicaron los católicos. Y él respondió en la Apología que no se refería al acto, sino a la potencia. Según el texto expreso del Libro de la concordia, no le quedó al hombre, después de su caída, nada bueno, ni siquiera la capacidad, aptitud o fuerza para las cosas espirituales. No se puede rebajar más la condición humana. «Antes que el hombre sea iluminado por el Espíritu Santo, dice una de las confesiones de la secta, es como una piedra, un tronco o un poco de barro» (1152). «Ni piensa, ni cree, ni quiere», dice el Libro de la concordia. El hombre perdió por el pecado la imagen de Dios. Lutero proclama audazmente la sustancialidad del pecado. Según él, pecar es la naturaleza y esencia del hombre, la cual se alteró del todo con la primera culpa... El hombre es no sólo pecador, sino el mismo pecado. Y Melanchton compara la fuerza nativa que arrastra al hombre al pecado con la del fuego y con la del imán (1153). Qué consecuencias éticas se deducen de aquí, no es preciso decirlo. Declarar al hombre siervo de la concupiscencia, negarle todas sus fuerzas naturales, aun como auxiliares o sinergéticas, ¿no era aniquilar toda responsabilidad moral? El dar sustancialidad al pecado, ¿no era entrar de lleno en el maniqueísmo?
En conformidad con tales principios, los luteranos niegan la distinción entre el pecado original y los pecados actuales, puesto que éstos no son más que consecuencias y derivaciones del primero, como ramos, flores y frutos del mismo árbol (1154). Toda acción del hombre, después de su caída es necesariamente pecado. Melanchton escribe que las virtudes de los antiguos deben tenerse por vicios. (1155) Y conviene recordar esto, y más tratándose de un humanista tan notable, para acabar de convencer a los que se obstinan en ver parentesco entre la Reforma alemana y las aficiones clásicas. Melanchton condena y maldice la filosofía de la antigüedad, que, según él, sólo inspira [665] orgullo y vicios (1156). Después mudó algo de opinión, y admitió de Aristóteles únicamente la Dialéctica.
Los luteranos insisten, sobre todo, en la doctrina de la justificación. Todo lo atribuyen a la fe, nada a las obras. La obra de la regeneración es exclusivamente beneficio de los méritos de Jesucristo; el hombre nada hace ni nada puede. Claro que las obras siguen a la fe, pero el Espíritu Santo es quien obra (1157). Para el catolicismo, que realza más que ninguna otra doctrina la alteza y dignidad humanas, la regeneración es obra divina y humana a un tiempo. La gracia excita y ayuda, pero el hombre puede o no responder a ella, y sólo mediante la activa cooperación de él llega a ser regenerado. ¿Para qué serviría el impulso divino si no tuviera el hombre libertad de admitirle o rechazarle? ¿Cabe el mérito ni el demérito en semejante sistema?
La proposición «el hombre no coopera a la gracia» equivale a convertirle en ente pasivo y negarle toda facultad religiosa y moral. Toda nuestra justicia está fuera de nosotros, dicen los teólogos de la Confesión de Ausburgo. Esa justificación protestante no consiste más que en una relación exterior con Cristo, en una fe especulativa, y sobre ella fundan su vanísima seguridad del perdón, independiente de la seguridad del arrepentimiento. Han rechazado siempre la distinción entre fe viva y fe muerta; han sacrificado la caridad a la fe, en vez de proclamar la fe vivificada por el amor, que es la que justifica y salva. Y nada han sido para ellos aquellas palabras del Apóstol: «Aunque hablase todas las lenguas de los ángeles y de los hombres, y tuviese el don de profecía, y penetrase los misterios, y tuviese tanta fe que moviera de su lugar las montañas, sin caridad no sería nada» En cambio, la fe protestante, tal como Melanchton la define, «es una confianza en la gratuita misericordia de Dios, sin ningún respecto a nuestras buenas o malas acciones» (1158). «¿Para qué el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción?, añade Lutero; sé pecador, peca fuertemente, con tal que tengas firme confianza y te alegres en Cristo» (1159). Al leer estas absurdas sentencias se comprende y justifica toda [666] persecución contra la Reforma. Afortunadamente, el sentido común de las naciones protestantes se ha sobrepuesto a los sofismas de sus doctores. Lutero llega a decir que, «si en la fe se pudiese cometer adulterio, éste no sería pecado». Y como la fe, en el sentido luterano y calvinista, es muerta, claro está que no excluye ningún pecado. Si no, ¿a qué vendría el fortiter pecca? Y ¿cómo se aviene éste con afirmar Lutero y los suyos que la fe, además de justificar, produce buenas obras? Sabiamente advirtió Moehler que los protestantes habían caído en estos errores por no hacer distinción entre los méritos de Cristo, considerados en sí mismos, y la aplicación particular que de ellos se hace a los fieles, y por considerar la caridad como mero producto de las fuerzas naturales, siendo así que es un don celeste, lo mismo que la fe. Y la fe (como advierte el cardenal Sadoleto en su admirable carta a los ginebrinos) «ha de entenderse como amplio y pleno vocablo, que contiene en sí no sólo la credulidad y la confianza, sino también el deseo de obedecer a Dios, y la caridad, príncipe y señora de todas las virtudes cristianas» (1160).
Con su fe, que es puramente negativa y externa, claro está que los luteranos enseñan que «debemos estar certísimos y seguros de la remisión de los pecados, de la justificación y de la gloria del cielo, aunque dudemos si habrá perseverancia en el bien», añade Melanchton; porque «nada hay más inicuo que estimar la voluntad de Dios por nuestras obras» (1161). De aquí a la absoluta predestinación no había más que un paso, pero los alemanes se detuvieron y dejaron sacar las consecuencias a Calvino.
No así en cuanto a las obras. Aun la mejor es considerada por Lutero como un pecado venial, y esto no por su naturaleza, sino por misericordia de Dios. Si se atendiera a la justicia, toda obra del justo sería condenable y pecado mortal, como quiera que aun después de la justificación subsiste el pecado original con todos sus efectos (1162). Todas nuestras obras y conatos son pecados, según Melanchton, pues, aunque procedan del espíritu de Dios, se realizan en carne impura, con lo cual viene a establecerse una especie de dualismo en el hombre. [667]
Cierto que Melanchton anduvo en esto, como en otras cosas, indeciso, y da a entender en algunos pasajes de la Confesión de Ausburgo la necesidad de las obras en uno u otro sentido. Las palabras son terminantes: Bona opera esse necessaria. Con razón exclama Moehler: «¿Qué son las obras cristianamente buenas sino la fe externamente manifestada?»
En consonancia con su doctrina sobre la justificación, rechazan las sectas protestantes el purgatorio y las obras supererogatorias, sin que expliquen cómo se verifica la final liberación del pecado; rechazan ran parte de las ceremonias como resabios del judaísmo, del cual vino a emanciparnos la libertad cristiana, y establecen una distinción casi marcionita entre el Evangelio y la Ley.
Los sacramentos no son, en el sistema luterano, más que signos y memorias, que no tienen valor objetivo ni propia e intrínseca eficacia, sino dependientes del estado de confianza en que se reciban; que no son ex opere operato, como los escolásticos decían. La Confesión de Ausburgo se acerca algo más a la doctrina católica, y en su Apología se dice expresamente que por medio de los sacramentos se comunica la gracia santificante. Estos sacramentos los redujeron a dos: el Bautismo y la Eucaristía. Prescinden de la confesión auricular y reducen la penitencia a la le y a la contrición, entendiendo por ésta no más que los terrores de la conciencia. Los primeros reformadores no se mostraron del todo hostiles a la abso, lución sacramental ni aun a la confesión. Lutero llega a decir que Je agrada mucho y le parece útil y necesaria y que no conviene abolirla» (1163); pero sus discípulos no fueron de este parecer. Nada de obras satisfactorias ni de indulgencias cabía en un sistema que niega la eficacia de las obras, y sabido es que por las indulgencias comenzó la cuestión.
Lutero defendió siempre la presencia real en el sacramento de la Eucaristía, pero no la transustanciación o mutación de sustancias (1164). Decía que el cuerpo está in pane, sub pane, cum pane, a la manera que el fuego está en el hierro o el vino en el tonel, concepción extraña y grosera, que le llevó a sostener la ubicuidad del cuerpo de Cristo.
La Escritura como única regla de fe; el desprecio de la tradición y de los Padres, menos acentuado en los primeros reformadores, [668] sobre todo en Melanchton, que en los siguientes; la rebeldía contra Roma, a quien llaman Babilonia, como al papa Anticristo, aplicándole las profecías apocalípticas, lo cual también desagradaba a Melanchton, que se opuso, por ende, a uno de los artículos de Smalkalda; el sacerdocio universal y la abolición de la jerarquía (puesto que «el Espíritu Santo, dice Lutero, con su interna unción, enseña todo a todos»), de los votos y de la invocación de los santos, acaban de caracterizar esta herejía, en la cual estaban las semillas de otras muchas, como iremos viendo. Al proclamar que ni papa, ni obispo, ni hombre alguno tenía el derecho de prescribir nada a un cristiano» (1165) como lo proclamó el fraile sajón, se abría la puerta al espíritu privado y a todo género de novedades.
Carlostadio, hombre audaz, grosero, inquieto y revoltoso, y por lo mismo muy popular entre la plebe luterana, derribó en 1521 las imágenes que Lutero había respetado: suprimió la elevación del Santísimo Sacramento y la misa privada y restableció la comunión bajo las dos especies. Lutero pasó con más o menos disgusto por todas estas innovaciones, a las cuales daba poca importancia;. pero no sucedió así cuando Carlostadio impugnó la presencia real, siguiéndole en esto Zuinglio y Ecolampadio y, en general, todas las iglesias helvéticas, que produjeron el primer cisma dentro de la Reforma.
Zuinglio, pastor de Zurich, hombre de arrebatada elocuencia y de claridad y precisión en sus conceptos, pero de crasa ignorancia teológica, andaba predicando por Suiza una especie de cristianismo naturalista, sin profundidades ni misterios, basado en la inflexible necesidad y en la negación del libre albedrío, suponiendo autor del mal a Dios, el cual se vale del hombre como de un instrumento, con lo cual venía a borrarse toda diferencia entre lo lícito y lo ilícito (1166). Del pecado original decía que no era tal pecado, sino una inclinación o tendencia al mal, nacida del amor propio (1167), de donde infería que el bautismo no lava ningún pecado, sino que éstos se perdonan por la sangre y el beneficio de Jesucristo. Más que a Lutero se parece Zuinglio a los herejes panteístas de la Edad Media. «Fuera de Dios, es decir, del Ser infinito, no hay nada», escribe (cum igitur unum, ac solum infinitum sit, necesse est praeter hoc nihil esse); de aquí su fatalismo y el inclinarse, como se inclina, a la transmigración de las almas. No ve en los sacramentos [669] más que ceremonias y símbolos externos, y en la Eucaristía un sentido figurado y una conmemoración.
Con Zuinglio y Carlostadio se unió Ecolampadio, pastor de Basilea, y así nació la secta de los sacramentarios, sostenida por los suizos y por cuatro ciudades alemanas: Memmingen, Lindau, Constanza y Estrasburgo, donde era pastor Bucero, dominico apóstata. El redactó en 1530, a nombre de los demás partidarios del sentido figurado, la Confesión de las cuatro ciudades, a la vez que los luteranos presentaban la de Ausburgo. Jamás llegaron a entenderse, a pesar de los equívocos y ambages del doctor alsaciano, y llovieron de una parte a otra anatemas y diatribas. Lutero sostuvo con poderosos argumentos la presencia real y se mostró muy superior en ciencia teológica a sus adversarios, si bien contradiciéndose en lo de negar la transustanciación.
Pero ¿quién contendrá el torrente desbordado? A la vez que la cuestión sacramentaria, surgió la secta de los anabaptistas, acaudillada por Nicolás Storck y Tomás Munzer, secta milenaria de iluminados, profetas y reveladores, que, como otras de la Edad Media, planteó, a la vez que la cuestión religiosa, la social, lanzando a los campesinos alemanes a una guerra contra sus señores, semejante a la de la Jacquerie en Francia o a la de los Pagesos de Remensa en Cataluña. Los anabaptistas, llamados así porque negaban el bautismo a los párvulos, amotinaron con audaces predicaciones comunistas al pueblo de Turingia y de Franconia contra los príncipes, magistrados, obispos y nobles; excitaron a los mineros de Mansfeld a deshacer con los martillos las cabezas de los filisteos, y siguiéronse horrorosas devastaciones, incendios y matanzas. La revolución había comenzado desde arriba, como sucede siempre, y encontraba, al descender a las últimas capas sociales, su providencial castigo.
El elector de Sajonia, el landgrave de Hesse, todos aquellos príncipes alemanes que por saciar su codicia, ambición y lujuria habían dado armas y prestigio a la Reforma, veían levantarse contra su feudal tiranía una turba hambrienta y fanática, que con inflexible lógica sacaba las consecuencias de la libertad cristiana de Lutero. Este se aterró y predicó a los príncipes «que exterminasen aquella plebe miserable y la entregasen a los verdugos (carnifici committendum) sin usar misericordia alguna con ellos». Tal era la mansedumbre y caridad evangélica del reformador. La desunión, la ignorancia y la ferocidad misma de los anabaptistas (1168) acabaron con ellos. El reino apocalíptico de Juan de Leyden en Munster excedió a toda locura humana; pero las represalias de los señores feudales fueron atroces.
Seguir las infinitas variaciones de los protestantes sobre la presencia real y la justificación; enumerar una por una sus confesiones [670] de fe, tantas veces corregidas y retocadas, según era la incertidumbre y confusión de sus parciales o la necesidad de acomodarse al tiempo, hasta el punto de decir Melanchton en su carta al legado Campegio: «No tenemos ningún dogma que difiera de la Iglesia romana, y estamos prontos a obedecerla...», y de sostener Bucero el mérito de las obras y la intercesión de los santos; los innumerables subterfugios y artimañas del mismo Bucero y de Capitón para lograr la concordia entre sacramentarios y luteranos..., materias son todas en que fuera enojoso insistir después del admirable libro de Bossuet, que es de los que ni mueren ni envejecen. ¿Quién podría creer que, en sus últimos días, Melanchton, que tan rudamente había impugnado el libre albedrío, llegó a atribuirle el principio de las obras sobrenaturales, ni más ni menos que los semipelagianos? Y, sin embargo, es cierto, aunque los suyos anatematizaron resueltamente tal doctrina y siguieron tenaces en negar la eficacia de las obras.
A remediar la anarquía entre las iglesias suizas se levantó Calvino, el único talento organizador que produjo la Reforma; carácter envidio, mezquino, duro y vengativo, escritor de mucha precisión y limpieza. Fugitivo de Francia, su patria, impuso sus doctrinas a la iglesia de Ginebra (1169), secundado por Beza y otros, y se convirtió en dictador y maestro de ella, formando un partido tan fuerte y poderoso como el de los luteranos. Su doctrina sobre la justificación aún es más fatalista que la de Lutero. Verdad es que sostiene que el primer hombre estaba dotado de libertad (1170), y no cree que Dios sea autor del pecado, porque Dios obra siempre a fin de ejercitar la justicia (1171) aunque los medios parezcan malos; y en cuanto al pecado original, no admite que la imagen de Dios haya sido del todo aniquilada y borrada, sino sólo desfigurada y corrompida (1172); pero no por eso deja de afirmar que toda obra humana es pecado (quidquid in homine est, peccatum est) y de establecer la predestinación absoluta, extendiendo a la salvación eterna la certeza, que Lutero aplicaba sólo a la justificación, y añadir que la justicia, una vez adquirida, nunca se pierde. Difiere también de los luteranos en sostener que el bautismo no es necesario para la salvación, puesto que los hijos de los fieles nacen en gracia, y de luteranos y sacramentarios en admitir la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, pero no presencia real, sino virtual y por fe, aplicándose aquí la figura metonimia, que da al signo el nombre de la cosa significada. El culto calvinista es aún más desnudo de ceremonias que el luterano. Sus sectarios, con el nombre de hugonotes, fueron causa principal [671] de las guerras de religión en Francia. Los calvinistas y zuinglianos, unidos, tomaron el nombre de reformados o evangélicos.
En Inglaterra, Enrique VIII, no pudiendo lograr de Roma su inicua pretensión de divorcio, se proclamó cismáticamente cabeza de la iglesia anglicana; nombró arzobispo de Cantorbery a Crammer, que era luterano, aunque sagazmente disimulaba sus errores; suprimió los monasterios y se incautó de sus ren, tas, enriqueciendo con ellas a sus nobles; se manchó con la sangre de Tomás Moro y de muchos otros, así católicos como protestantes, y dio propria auctoritate una definición dogmática en que respetaba todas las doctrinas, prácticas y ceremonias católicas, sin exceptuar ninguna. Crammer pasó por todo, esperando mejores tiempos. Enrique, que presumía de teólogo y que se había separado de la Iglesia por torpe lascivia y no por yerro de entendimiento, defendió toda su vida la transustanciación, la comunión bajo una sola especie, la confesión auricular, la misa, los votos monásticos y el celibato de los sacerdotes, castigando con la muerte a quien los impugnase. Sólo en la cuestión del primado estaba la diferencia. Pero, muerto Enrique VIII, el tutor de su hijo Eduardo, Seymour, que era zuingliano, trató, de acuerdo con Crammer, de implantar las nuevas doctrinas, y llamó a los dos famosos italianos Ochino y Pedro Mártir. Se reformó la liturgia, se suprimió la misa y la oración por los muertos y se atacó de todas maneras el dogma de la presencia real, lo mismo que las imágenes y el celibato. Tras la breve reacción católica de María, ocupó el trono Isabel, que lo mismo que su padre, y por interés político, se declaró gobernadora suprema de la Iglesia y promulgó una Constitución de 39 artículos, en que se conservaban la jerarquía episcopal y las ceremonias y quedaba en términos vagos e indecisos lo de la presencia real, aunque inclinándose al sentido de los calvinistas. De esta suerte pusieron los reformados ingleses a los pies de la potestad real el dogma y disciplina de la Iglesia, y a esto vino a quedar reducido el libre examen de que tanto blasonaban. Algunos no se sometieron y tomaron el nombre de puritanos o no conformistas. Vinieron tiempos de revolución, e Inglaterra se vio dividida por las sectas más extrañas, ya turbulentas, como la antes citada; ya pacíficas, como los cuáqueros y los metodistas, nacida la una en el siglo XVII y la otra en el pasado.
En Italia la Reforma hizo pocos prosélitos, aunque más que en España. Así los italianos como los españoles (Valdés, Ochino, Servet, Valentino, Gentili, etc.) manifestaron muy luego tendencias antitrinitarias. Lelio y Fausto Socino, de Siena, dieron su nombre a la forma moderna de la herejía unitaria: el socinianismo.
De los Países Bajos hablaremos más adelante, y de otras naciones septentrionales no hay para qué hacer memoria, pues [672] sus herejías tuvieron poca o ninguna influencia en España. Por igual razón omito hablar de la secta de los arminianos o remonstrantes, que no tuvo un solo prosélito español.
Tal es, brevemente expuesto, el desarrollo de la Reforma en cuanto a nosotros interesa, como preliminar a la historia de los protestantes españoles. Basta la simple enumeración de sus errores para comprender los beneficios que la humanidad debe a Lutero y a Calvino. En filosofía, la negación de la libertad humana. En teología, el principio del libre examen, absurdo en boca de quien admite la revelación, puesto que la verdad no puede ser más que una y una la autoridad que la interprete. En artes plásticas, la iconomaquia, que derribó el arte de la serena altura del ideal religioso para reducirle a presentar lo que en la pintura holandesa y en su más eximio maestro se admira: síndicos en torno de una mesa o arcabuceros saliendo de una casa de tiro, obras donde el ideal se ha refugiado en los efectos de claroscuro. En la literatura, baste decir que Ginebra rechazaba todavía en el siglo XVIII el teatro y que ni Ariosto, ni Tasso, ni Cervantes, ni Lope, ni Calderón, ni Camoens fueron protestantes, y que hasta es muy dudoso que Shakespeare lo fuera. Ni ¿cómo había de engendrar una doctrina negadora del libre albedrío al artista que más enérgicamente ha interpretado la personalidad humana, la cual tiene en la libertad su raíz y fundamento? Bien dijo Erasmo: Ubicumque regnat Lutheranismus, ibi litterarum est interitus. Ni la libertad política de Inglaterra es obra del protestantismo, sino que venía elaborándose desde los tiempos medios, ni los progresos de las ciencias exactas y naturales, de la población y la riqueza, del comercio y la náutica, pueden atribuirse a una causa tan diversa de ellos, so pena de incurrir en el sofisma: post hoc, ergo propter hoc. Ni la decantada moralidad relativa de ciertos pueblos septentrionales, en la cual mucho influye el clima, tiene que ver con el protestantismo, antes riñe con sus principios, los cuales, entendidos como suenan y como los explican sus doctores, no hay aberración moral que no justifiquen. Dice que Lutero creó o fijó la lengua alemana y la patria alemana; pero aunque esto fuera cierto, que no lo es, ¿por qué los meridionales, que ya teníamos lengua y patria, hemos de extasiarnos ante esas creaciones y participar del entusiasmo fanático de los perpetuos enemigos de nuestra raza?
¿Quién que tenga en sus venas sangre española y latina no preferirá aquella otra reforma que hicieron los Padres de Trento, y que los jesuitas dilataron hasta los confines del orbe? ¿Quién dudará, aun bajo el aspecto artístico y de simpatía, entre San Ignacio y Lutero o entre Laínez y Calvino? Dios suscitó la Compañía de Jesús para defender la libertad humana, que negaban los protestantes con salvaje ferocidad; para purificar el Renacimiento de herrumbres y escorias paganas; para cultivar, so la égida de la religión, todo linaje de ciencias y disciplinas [673] y adoctrinar en ellas a la juventud; para extender la luz evangélica hasta las más rudas y apartadas gentilidades. Orden como las necesidades de los tiempos la pedían, y que debía vivir en el siglo, siendo tan docta como los más doctos, tan hábil como los más hábiles, dispuesta siempre para la batalla y no rezagada en ningún adelanto intelectual. Allí el geómetra al lado del misionero; el director espiritual, el filósofo y el crítico en amigable consorcio.
Le reforma intelectual y la reforma moral brillaron en todo su esplendor cuando honraban la tiara pontífices como San Pío V; el capelo, cardenales como Baronio, Toledo y Belarmino, la mitra, prelados como San Carlos Borromeo y Santo Tomás de Villanueva. ¿Cuánta gloria dieron a España la reforma franciscana de San Pedro de Alcántara, la carmelitana de San Juan de la Cruz y Santa Teresa, almas abrasadas en el amor divino, maestros de la vida espiritual y de la lengua castellana? ¿Qué puede oponer la Reforma a estos santos? ¿Qué a los milagros de caridad de San Vicente de Paúl y San Juan de Dios o a la angélica dulzura del Obispo de Ginebra?