Libro Quinto



Capítulo I
Sectas místicas. -Alumbrados. -Quietistas. -Miguel de Molinos. -Embustes y milagrerías.

I. Orígenes de la doctrina. -II. Un fraile alumbrado en tiempo de Cisneros. La beata de Piedrahita. Alumbrados de Toledo. Noticia de sus errores. Proceso de Magdalena de la Cruz. -III. La doctrina de los alumbrados en el Cathecismo de Carranza. Procesos de varios santos varones falsamente acusados de iluminismo: El Venerable Juan de Ávila, los primeros Jesuitas, Fr. Luis de Granada, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, etc. -IV. Los alumbrados de Llerena. Hernando Álvarez y el P. Chamizo. Cuestiones del P. La Fuente con los jesuitas. -V. Los alumbrados de Sevilla. La beata Catalina de Jesús y el P. Villalpando. Edicto de gracia del cardenal Pacheco. El P. Méndez y las cartas de D. Juan de la Sal, obispo de Bona. Impugnaciones de la herejía de los alumbrados por el Dr. Farfán de los Godos y el Mtro. Villava. -VI. Otros procesos de alumbrados en el siglo XVII. La beata María de la Concepción. Las monjas de San Plácido y Fr. Francisco García Calderón. -VII. El quietismo. Miguel de Molinos (1627-1696). Exposición de la doctrina de su Guía espiritual. -VIII. Proceso y condenación de Molinos. Ídem de los principales quietistas italianos. Bula de Inocencio XI. -IX. El quietismo en Francia. El P. Le Combe y Juana Guyón. Condenación de las Máximas de los santos, de Fenelón. -X. El quietismo y la mística ortodoxa.




- I -
Orígenes de la doctrina.

    ¡Con qué pocas ideas viven una secta y un siglo! Bastóles a los protestantes la doctrina de la justificación por los solos méritos de Cristo y sin la eficacia de las obras. Bastóles a los alumbrados y quietistas la idea de la contemplación pura, en que, perdiendo el alma su individualidad, abismándose en la infinita Esencia, aniquilándose por decirlo así, llega a tal estado de perfección e irresponsabilidad, que el pecado cometido entonces no es pecado.

    Lejos de ser esta herejía una secuela o degeneración de nuestra grande escuela mística, es muy anterior en su desarrollo al crecimiento de esta escuela. No nace en el siglo XVII, ni tampoco en el XVI, ni aún en la Edad Media, sino que se remonta a los primeros siglos cristianos. Y aún no había cristianismo en el [146] mundo, cuando ya enseñaban las brahmanes o gimnosofistas de la India que el fin último y la perfección del hombre consiste en la extinción y aniquilación de la actividad propia hasta identificarse con Dios, y librarse así de las cadenas de la transmigración. Todo el panteísmo indio descansa en el mismo principio, que no rechazan los yoguis o discípulos de Patandjali. Y sabido es que los budistas, con ser ateos, según la opinión más recibida, ponen por término y corona de su sistema el nirwana, es decir, la muerte y aniquilación absoluta de la conciencia individual. Y, sin embargo, la moral de los budistas, por una rara inconsecuencia, es pura y severa, en cuanto lo consentían las nieblas de la ciega gentilidad.

    La escuela neoplatónica de Alejandría, por una parte, y el gnosticismo, por otra, resucitaron casi simultáneamente estas enseñanzas orientales: y desde Simón Mago hasta los ofitas y carpocracianos, desde éstos hasta los nicolaítas, cainitas y adamitas, que más que sectas religiosas fueron ocultas asociaciones de malhechores y forajidos, enseñóse, con gran séquito y lamentables efectos morales, que, siendo todo puro para los puros, los actos cometidos durante el éxtasis y en la contemplación de la mónada primera eran inocentes aunque pareciesen pecaminosos. ¿Quién iba a juzgar ni condenar a los elegidos, a los perfectos, a los creyentes, a los que poseían la absoluta sabiduría, pues nada menos que esto quería decir el nombre de gnósticos? Todos los gnósticos son iluminados; pero ninguno se parece tanto a los de España como Carpocrates hasta en el menosprecio absoluto de las buenas obras, de las prácticas exteriores y de toda vida activa.

    Por otro camino y sin tropezar en nefandas impurezas, enseñaron Plotino, Porfirio y Jámblico que, en la unión extática, el alma y Dios se hacen uno, quedando el alma como aniquilada por el golpe intuitivo, hasta olvidarse de que está unida al cuerpo y perder, finalmente, la noción de su propia existencia. Pero tenían por cosa dificilísima el llegar a esta unión; Plotino no la alcanzó más que cuatro veces, y esto después de muchas purificaciones, sobriedad y silencio, mortificando y haciendo callar los sentidos. Jámblico, o quien quiera que sea el autor del libro de los Misterios de los egipcios, exageró estas ideas hasta el delirio.

    Este pseudomisticismo enervador y enfermizo es muy antiguo en España. Le profesaron los agapetas, le difundieron en Galicia los priscilianistas y duró, en tenebrosos conciliábulos, hasta el fin de la monarquía sueva. Permaneció en el siglo XIII con los albigenses de Cataluña y León, y, no ahogado del todo por el humo de las hogueras que encendió San Fernando, volvió a salir a la superficie en el XVI, era tristísima en que se removió todo cieno.

    Los begardos de Cataluña y Valencia sostenían que el hombre puede llegar a tal perfección, que se torne impecable hasta [147] de pensamiento, sin que para alcanzar este estado de impecabilidad y beatitud, en que puede concederse libremente al cuerpo cuanto desee, ya que la raíz de la sensualidad está domeñada y muerta, aprovechen nada oraciones ni ayunos. En consonancia con tales principios, enseñaban los discípulos de Durán de Baldach, de Fr. Bonanato y de Jacobo Yuste la intuición de Dios en vista real; condenaban la veneración de la hostia consagrada y de la humanidad de Cristo, porque apartaba de la pura contemplación, y coronaban su sistema defendiendo la licitud de todo acto carnal. Mucho duró esta abominable herejía; solían predicarla frailes vagabundos, escapados de su convento y dados al trato de mujeres y a la mendicación viciosa. Con todo, aquí abundaron menos que en Italia, Alemania y Provenza.

    De esta secta nació la de los fratricellos, llamados en España herejes de Durango, cuyo corifeo fue Fr. Alonso de Mella, en 1442.

    La herejía, pues, peinaba las canas a principios del siglo XVI; pero entonces retoñó con más brío, influyendo en su crecer muy varias circunstancias.

    Fue la primera el nacimiento de la Reforma, que, proclamando el examen individual, la inspiración privada y el menosprecio de las obras, vino a cobijar bajo su manto a todo género de ilusos, fanáticos y malvados, desde los anabaptistas y Tomás Munzer hasta las beatas de Toledo y Llerena.

    Fue la segunda una espantosa corrupción de costumbres, de la cual nos dan bien amargo testimonio, no sólo las obras literarias del tiempo de los Reyes Católicos, desde la Celestina hasta el Cancionero de burlas provocantes a risa, sino los pormenores de la reforma claustral, iniciada y cumplida por Cisneros; las lamentaciones de los ascéticos y algunas causas de la Inquisición, especialmente una escandalosísima contra los Jerónimos de Guadalupe. En tiempos semejantes era natural que los hipócritas y malvados, menos cínicos o más hábiles, intentasen ocultar sus fechorías so capa de religión y buscasen el amparo de cualquier doctrina ancha, ya fuese el luteranismo, que por boca de fray Martín les gritaba: «Sé pecador, peca fuertemente, porque tu naturaleza es el pecado; pero ten fe y confianza robusta y alégrate y regocíjate en Cristo»; ya la superstición de los alumbrados, que daba el alma a Dios, y el cuerpo al demonio.

    Añádase a todo esto la influencia de los místicos alemanes más o menos sospechosos de panteísmo y quietismo. No se leía otra cosa; apenas había libros españoles de devoción en los primeros años del siglo XVI, y éstos no eran de primer orden. Faltaban, además, catecismos; faltaba sólida instrucción dogmática en la gran masa del pueblo y hasta en los conventos de monjas; y si es verdad que circulaban entre la gente piadosa libros tan maravillosos y de tan pura doctrina como el Kempis, que entonces llamaban Contemptus mundi; la Escala espiritual, de San Juan Clímaco; algunos tratadillos de San Buenaventura, [148] las Epístolas de Santa Catalina de Siena y pocos más, impresos casi todos magníficamente por orden y a expensas del cardenal Cisneros, también lo era que con ellos compartían el aplauso y aún los oscurecían y eran más leídos que ellos, por ser más favorables a la embriaguez contemplativa, los de Taulero, Suso, Ruysbroeck (a quien llamaban aquí Ruysbrochio), Henrico Herph y Dionisio Cartujano, por el cual, e indirectamente, venía a influir el maestro Eckart, principal fautor del quietismo y panteísmo entre estos alemanes. Por eso obró sabiamente el inquisidor D. Fernando de Valdés al vedar en su Índice el Espejo de perfección, llamado por otro nombre Theologia mystica, de Henrico Herpio; el De los cuatro postrimeros trances, de Dionisio Richel; las Instituciones, de Taulero; todos los cuales corrían traducidos al castellano y vienen a deponer contra la absurda opinión de Rousselot, que niega toda influencia de la mística alemana entre nosotros. Sí que la tuvo, y muy funesta.

    Como Eckart había sido condenado en Roma; como en Taulero y Suso, con ser varones piadosísimos, se notaban pasajes sospechosos, Lutero y los suyos pusieron en las nubes a estos místicos del siglo XIV y hasta los miraron como predecesores y maestros suyos, como testes veritatis. Y, amalgamando sus doctrinas y las de Melanchton y las que le sugirió su propio fanatismo, se levantó Juan de Valdés, el más notable de nuestros iluminados, a defender en las Consideraciones divinas no sólo el quietismo, sino la doctrina, enteramente molinosista en profecía, de que «con satisfacer el apetito se mortifican mejor los afectos», lo cual atenúa luego con mil primores y repulgos de expresión, sin duda para no escandalizar los castos oídos de Julia Gonzaga.

    Si de tal modo se torcían espíritus tan rectos y delicados como el del autor del Diálogo de la lengua, ¿qué había de hacer el populacho rudo, salvaje e ignorante; qué los frailes malos, groseros, concupiscentes y enojados de los rigores de la Orden; las monjas sin vocación, las beatas con puntas de celestinas, los soldados que volvían de Italia infestados con todos los vicios del bel paese?

    De aquí, por una parte, una relajación bestial, cuyos pormenores no siempre son para referidos, y de otra, un fanatismo increíble, un enjambre de falsos milagros, de embustes y extravagancias, que dieron bien en que entender al Santo Oficio. Providencial fue su establecimiento; ¿qué hubiéramos sido sin él con tales elementos dentro de casa y el mal ejemplo de fuera?

    Y la Inquisición hizo cuanto en lo humano cabía por atajar el mal; no perdonó ni a uno solo de los embaucadores. Jamás dio cuartel al falso misticismo;, y, si no pudo cortarle de raíz, porque más fácilmente se curan las herejías que nacen de error del entendimiento que las que van envueltas en depravada voluntad y torpe lujuria, extinguió, sin embargo, los focos principales, las más numerosas congregaciones de la secta y la dejó [149] reducida a casos aislados. Procedamos con el orden y claridad posibles en esta embrollada historia.




- II -
Un fraile alumbrado en tiempo de Cisneros. -La beata de Piedrahita. -Alumbrados de Toledo. -Noticia de sus errores. -Proceso de Magdalena de la Cruz.

    Cuando Fr. Francisco Ximénez estaba más seriamente ocupado en la reforma de los claustrales, avisóle el custodio de la provincia de Castilla, Fr. Antonio de Pastrana, que un franciscano de Ocaña, alumbrado con las tinieblas de Satanás, había comenzado a predicar una supuesta revelación que decía haber tenido, conforme a la cual el susodicho fraile debía juntarse con diversas mujeres santas para engendrar en ellas profetas. Apenas lo supo el provincial, le mandó encarcelar y castigarle de tal modo, que a los pocos días abjuró de su error (1964). He aquí la primera vez que suena el nombre de alumbrados.

    Los partidarios de ésta y otras impuras herejías solían llamarse entonces, con voz latina o italiana, iluminados (1965). En 1498 los acusaba de nefandos vicios el chistoso médico de Fernando el Católico, Dr. Francisco de Villalobos, en su poema sobre las pestíferas bubas, indicándonos a la vez que los tales iluminados (sic) venían de Italia, pero que había mucha pestilencia de ellos entre nosotros, por lo cual convenía que se los curase con azotes, frío, cárceles y hambre. Los versos no son para citados (1966).

    No eran raros los casos de milagrería y embaucamientos. Uno de los más antiguos de que queda noticia es el de la beata de Piedrahita. No era mujer viciosa, pero sí fanática e iluminada. Hija de un labrador de la sierra de Ávila y criada en Salamanca, diose con tal fervor a la oración y a la vida contemplativa, que llegó a creer que tenía coloquios con nuestro Señor Jesucristo y que iba siempre acompañada de María Santísima. Permanecía en éxtasis largas horas, sin mover ni pie ni mano, y se decía y creía esposa del Salvador. Los más la tenían por santa; algunos pocos la llamaban ilusa. La examinaron muchos teólogos, y hubo entre ellos discordias de pareceres. El nuncio de Su Santidad y los obispos de Vich y de Burgos no se atrevieron a decidir si el espíritu que hablaba en aquella mujer era celeste o diabólico. La Inquisición la formó proceso por sospechas de iluminismo; pero, como no resultaba error claro [150] y positivo y la beata tenía altos protectores, la causa quedó indecisa. Acaeció esto en 1511 (1967).

    En 1529 se descubrió en Toledo una secreta congregación de alumbrados o dexados casi todos idiotas y sin letras. Unos fueron condenados a azotes, otros a cárceles. El cronista Alonso de Santa Cruz nos ha dejado una larga relación de sus errores (1968).

    Su doctrina era una mezcla de luteranismo y de iluminismo fanático. Decían que el amor de Dios en el hombre es Dios y negaban el hábito de caridad infuso. Afirmaban que en el dexamiento o éxtasis se alcanzaba tal perfección, que los hombres no podían pecar mortal ni aun venialmente, y que dexado o alumbrado era libre y exento de toda potestad y no tenía que dar cuenta de sus actos ni al mismo Dios, puesto que se dexaba o entregaba a Él. De aquí deducían el quietismo absoluto, la ineficacia de los méritos propios, de la oración vocal, de los ayunos y abstinencias, de las obras de misericordia, de todos los actos exteriores de adoración. No tomaban agua bendita, ni se hincaban de rodillas, ni veneraban las imágenes, ni oían a los predicadores; llamaban a la hostia consagrada pedazo de massa; a la cruz, un palo, y a las genuflexiones, idolatría. Tenían por supremo triunfo el aniquilar la propia voluntad y en el éxtasis o dexamiento resistían todos los pensamientos buenos y acariciaban los malos. No inquirían ni escudriñaban cuidadosamente los secretos de la Sagrada Escritura, sino que esperaban que Dios se los revelase. Tenían por ilícito el juramento y por interesadas las peticiones del Pater noster.

    Eran, en suma, más protestantes que los protestantes mismos, sobre todo si creemos a Santa Cruz, que les atribuye otros errores aún más peregrinos y radicales; hasta la negación del infierno (1969). [151] Lejos de llorar la pasión de Cristo, hacían todo placer y regocijo en Semana Santa. Afirmaban que el Padre había encarnado como el Hijo. Creían que hablaban con el mismo Dios ni más ni menos que con el corregidor de Escalona. Para acordarse de nuestra Señora miraban el rostro a una mujer en vez de mirar una imagen. Llamaban al acto matrimonial unión con Dios. La principal dogmatizadora de la secta parece haber sido una beata toledana llamada Isabel de la Cruz, asistida por cierto P. Alcázar.

    Casi al mismo tiempo pasaba en Córdoba por santa una monja del convento de Santa Isabel de los Ángeles, de la Orden de Santa Clara, llamada Magdalena de la Cruz, natural de la villa de Aguilar. Su proceso ha sido publicado íntegro por Campán, y fuera prolijo extractar aquel cúmulo de absurdos, que sólo indirectamente pueden entrar en una historia de los heterodoxos, ya que Magdalena de la Cruz, lo mismo que la priora de Lisboa y otras monjas milagreras, no profesaban doctrina alguna ni puede considerárselas como afiliadas a ninguna secta.

    Magdalena de la Cruz declaró en 3 de mayo de 1546, ante los inquisidores de Córdoba y Jaén, que, siendo todavía de edad de siete años, la indujo el demonio a fingir santidad y a simular la crucifixión. Un día, el mismo Satanás se le apareció en forma de Jesús crucificado y le estigmatizó los dedos de la mano (1970). A los doce años hizo pacto expreso con dos demonios íncubos, llamados Balbán y Pitonio, que se le aparecían en diversas formas: de negro, de toro, de camello, de fraile de San Jerónimo, de San Francisco, y le revelaban las cosas ausentes y lejanas para que ella se diese aires de profetisa. Como tantas otras monjas milagreras, Magdalena de la Cruz fingía llagas en las manos y en el costado y permanecía insensible aunque le picasen con agujas. Durante la comunión y en la misa solía caer en éxtasis o lanzar gritos y simular visiones. Por espacio de diez o doce años fingió alimentarse no más que con la hostia consagrada, aunque comía y se regalaba en secreto. Llevó sus sacrílegas invenciones hasta el absurdo extremo de afirmar con insistencia que había dado a luz al Niño Jesús y que por su intercesión habían salido sesenta almas del purgatorio. Como buena alumbrada, no tenía reparo en decir que era impecable y que ni a Dios mismo debía dar cuenta de sus actos y que era santa desde el vientre de su madre. Solía declarar que no veía, como los demás, el Santísimo Sacramento en forma de hostia, sino de cruz unas veces, y otras de niño con muchos ángeles en derredor. Aseguraba haber recibido del Salvador el don de la virginidad y que Él le había dicho en el coro: Filia mea tu es, et ego hodie [152] genui te. En suma: visión intuitiva, don de profecía, éxtasis e insensibilidad física, todos los síntomas de los convulsionarios, andan mezclados en la peregrina historia de esta mujer, que no fue sólo hipócrita de santidad, sino enferma de males nerviosos y casi demente. Logró crédito grande dentro de su Orden; fue elegida abadesa tres veces, en 1533, 1536 y 1539, y por espacio de treinta y ocho años casi todos la tuvieron por santa, hasta el inquisidor general D. Alonso Manrique, que vino a verla desde Sevilla y que se encomendaba a sus oraciones. La emperatriz le mandó su retrato y las mantillas con que se bautizó su hijo, el que fue después Felipe II. Hasta en los púlpitos se la ensalzaba, y a esto contribuía el ser afable y humilde en su trato y muy discreta y oportuna en cuanto decía. Corrían de boca en boca sus vaticinios; decíase que por segunda vista había anunciado la batalla de Pavía y prisión del rey Francisco. Ella misma escribió, por encargo de sus confesores, su vida y el relato de las gracias espirituales que había alcanzado.

    Al fin vino a descubrirse la impostura, y en 1º de enero de 1544, Magdalena de la Cruz fue encarcelada en el Santo Oficio de Córdoba. Vistas sus confesiones, se la declaró vehementer suspecta de herejía; y, teniendo consideración a su vejez, a sus enfermedades, a la Santa Orden en que había profesado, a lo espontáneo de sus confesiones y a lo sincero de su arrepentimiento, se la condenó a hacer pública abjuración de vehementi con una cuerda de esparto al cuello y un cirio en la mano y a vivir reclusa perpetuamente en un monasterio de la Orden, siendo la última de toda la comunidad en el coro, en el capítulo y en el refectorio, sin recibir por espacio de tres años el sacramento de la eucaristía, salvo en peligro de muerte, ni poder hablar con nadie, a excepción de su prelado, vicario y confesores. La abjuración se verifico en 3 de mayo de 1546, con mucha concurrencia de grandes señores y del pueblo (1971).




- III -
La doctrina de los alumbrados en el «cathecismo» de Carranza. -Proceso de varios santos varones falsamente acusados de iluminismo: el venerable Juan de Ávila, los primeros jesuitas, fr. Luis de Granada, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, etc.

    Quien atentamente haya leído la censura de Melchor Cano a los Comentarios, de Carranza, no habrá dejado de advertir la frecuencia con que el insigne dominico nota y censura en el libro de su adversario y compañero de hábito proposiciones de alumbrados tanto a más que de luteranos. El menosprecio de las obras de caridad; el dar a entender que puede alcanzarse certidumbre de la gracia; la confusa y ambigua preposición [153] de que la fe viva no sufre malas obras, en la cual se apoyaban los alumbrados para defender la impecabilidad de los justos; la proposición declarada y repetida en tantos lugares de que «para acertar en todo negocio, aun de los humanos, no hay otro camino que cierto sea sino consultar a Dios que alumbre nuestra razón», con lo cual parece inclinarse Carranza al sistema de la inspiración interior del Espíritu Santo. que «da cognoscimiento de las cosas criadas, más claro e más limpio que por ninguna ciencia natural»; los encarecimientos del sábado perpetuo, que parecían conducir al desprecio de la vida activa, y el decir, citando mal un texto de San Pablo, que «si la razón estuviesse en su grado e no se abatiesse a las bajezas de la carne, quedaría el, hombre... sin pecado, aunque ardiesse la sensualidad en sus pasiones, como en vivas llamas», todo esto es calificado por Melchor Cano de doctrina de alumbrados. «E de esta doctrina que el autor aquí pone se persuadían los alumbrados del reino de Toledo, hijos de los begardos o beguinos, que los perfectos no tenían necesidad de la oración vocal ni de señales e ceremonias exteriores, porque están tan bien dispuestos de dentro que las voces e señales de fuera no les ayudan, antes en alguna manera le son impedimento».

    Y, en efecto, Carranza, hablando de la oración vocal y de las ceremonias sensibles, llega a decir, lo mismo que los herejes de Toledo, que, «alcanzando el fin, cesan los medios» y que los perfectos «no tienen necesidad de andar con estos instrumentos».

    Sabiamente advierte el autor De locis theologicis que no han de hacerse en términos tan generales, como quería Carranza, las ponderaciones de la vida contemplativa, porque el error de los alumbrados en esta parte procedía de dar como regla general lo que era útil en dos o tres casos particulares y tratándose de almas favorecidas con extraordinarios dones espirituales y muy adelantadas en la vía de la perfección.

    De aquí el que los varones prácticos y prudentes dieran en tener por peligrosos los libros místicos en lengua vulgar, cosa que hoy nos parece extremada y que hace que muchos declamen contra la Inquisición al ver escrito, por ejemplo, en sus primeros Índices el nombre de Fr. Luis de Granada. Pero, si se atiende a la malicia y peligros de aquellos tiempos, en que una tras otra surgían congregaciones de fanáticos y hordas de contemplativos en Toledo, en Llerena, en Sevilla, se juzgarán con más indulgencias las prohibiciones de Valdés, aunque sean la de la Guía de pecadores y el Tratado de la oración y meditación en sus primeras ediciones. Ya nos advierte Melchor Cano que «fray Luis de Granada pretendió hacer contemplativos e perfectos a todos e enseñar al pueblo en castellano lo que a pocos dél conviene, porque muy pocos pretenderán ir a la perfección por aquel camino de fray Luis, que no se desbaraten en los ejercicios de la vida activa competentes a sus estados. E por el provecho de algunos pocos dar por escripto doctrina en que muchos peligran... [154] siempre se tuvo por indiscreción perjudicial al bien público e contraria al seso y prudencia» (1972).

    Todo esto nos parece algo sacado de quicios, y no puede negarse que la aspereza natural de su condición, la extremosidad de su índole y quizá algún oculto resentimiento de intra claustra guiaban la pluma de Melchor Cano. Si no, ¿cómo hubiera afirmado que los libros de Fr. Luis contenían doctrinas de alumbrados y otras contrarias a la fe y religión católica?... Pero disculpable es alguna exageración en los que veían de cerca el peligro. No se les censure con demasiada dureza si alguna vez arrancaron con la cizaña el trigo y, atentos sólo a desarraigar la embriaguez contemplativa, el falso misticismo, enervador de la voluntad, lepra del alma, fuente del orgullo y de la insania, hirieron a veces el misticismo verdadero y procesaron, acabando siempre por reconocer su inocencia, a doctos y piadosos varones, venerados hoy algunos de ellos en los altares.

    Así fue encarcelado por breves días en Sevilla el venerable Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, pero pronto se reconoció la pureza de su vida y la buena doctrina de sus sermones, y el inquisidor Manrique, que mucho le admiraba, no sólo mandó ponerle en libertad, sino que le hizo predicar un día de fiesta en la iglesia de San Salvador. «Y en apareciendo en el púlpito, comenzaron a sonar las trompetas con grande aplauso y consolación de la ciudad», dice Fr. Luis de Granada» (1973)

. Y tuvo el Mtro. Ávila por dichosa esta prisión, afirmando que en ella había aprendido más que en todos los años de estudio.

    Entre las tribulaciones suscitadas contra la Compañía de Jesús muy desde comienzos, no fue la menos grave la acusación de alumbrados que recayó hasta en el santo fundador y en muchos de los primeros y más esclarecidos varones de la Compañía. Y eso que en pocas partes puede aprenderse tan bien como en el libro de los Ejercicios, de San Ignacio, la diferencia entre el bueno y el mal espíritu, el verdadero y el engañoso; como que el conocimiento que allí se da no es tanto especulativo como práctico, y más que para saber, para obrar.

    Con todo eso, hubo sospechas de la doctrina de San Ignacio, y ya cuando estudiaba en Alcalá, en 1526, hicieron pesquisa y comenzaron. a formar proceso los inquisidores de Toledo; pero, no hallando culpa, no se pasó adelante por entonces, contentándose [155] el vicario general, Licdo. Juan de Figueroa, con advertir a él y a sus tres compañeros que mudasen de hábito y no vistiesen de sayal para no dar en ojos con la novedad a la gente de la escuelas. Más adelante, y por fútiles pretextos, el vicario tuvo en las cárceles eclesiásticas a Ignacio y a los suyos no menos que cuarenta y dos días, aunque a la postre hubo de reconocer su inocencia, mandándoles sólo que en cuatro años se abstuviesen de enseñar al pueblo las cosas de la fe, pues aún no habían estudiado teología» (1974).

    De Alcalá fue el Santo a Salamanca, donde el vicario y parte de los dominicos de San Esteban comenzaron a murmurar de su doctrina y a reprenderle, porque, no siendo teólogo, hablaba en público de las cosas de la fe. De aquí deducían temerariamente: que San Ignacio debía de ser alumbrado y moverse por espíritu fanático y creer que tenía revelaciones del Espíritu Santo. Le delataron, pues, al provisor del obispo (bachiller Frías), que no sólo le encarceló, sino que le trató durísimamente en la prisión, cargándoles de grillos y cadenas. Ignacio entregó el libro de los Ejercicios para que examinara y calificara su doctrina. Cuatro jueces, «hombres todos graves y de muchas letras», vieron el libro e interrogaron a San Ignacio sobre cosas de teología muy recónditas y exquisitas, a las cuales respondió con admirable discreción y sabiduría. A los veintidós días de prisión se le puso en libertad, reconociéndose en la sentencia que «era hombre de vida y doctrina limpia y entera, sin mácula ni sospecha, y que podía enseñar al pueblo, como antes lo hacía, y hablar de las cosas divinas», guardándose sólo de meterse en muchas honduras, como, v. gr., declarar la diferencia entre el pecado mortal y venial hasta que hubiese estudiado cuatro años de teología. San Ignacio contestó que obedecería sólo mientras estuviese en la jurisdicción de Salamanca, pues no era justo que, por una parte, se declarase inculpable su vida y buena su doctrina y, por otra, se le quitase la facultad de hablar libremente de las cosas de Dios. «Y pues él era libre y señor de sí para ir donde quisiese, él miraría lo que le cumplía» (1975).

    Y, en efecto, fue a estudiar a la Sorbona de París, y allí prosiguió aconsejando y doctrinando a los estudiantes, sobre todo a los españoles. Con esto volvió a levantarse contra él la borrasca pasada, y tomó a ser denunciado al inquisidor general, Mateo Ory. Pero los cargos eran niñerías y vanidades, y con presentarse espontáneamente Ignacio a dar cuenta de su doctrina al inquisidor y someter a su examen el libro de los Ejercicios, de que Ory gustó tanto, que hizo copiarle para. sí, se sosegó la tormenta, logrando San Ignacio un testimonio público de su inocencia (1976). [156]

    Pero aún tuvo que pasar por más duras pruebas el santo fundador. En Venecia le acusaron sus émulos de «hereje iluminado y fanático, fugitivo de España, donde le habían quemado en estatua, y preso también en París». Hízose una información judicial, y todo aquel cúmulo de falsas suposiciones vino a tierra. El nuncio apostólico, Hierónimo Veralo, dio al Santo un nuevo testimonio de la entereza de su vida y doctrina (1977).

    Todo esto no bastó para aquietar a los émulos de la naciente Compañía, que en Roma, y en 1538, reprodujeron con más vigor sus antiguas acusaciones. Predicaba allí un fraile agustino llamado Agustín Piamontés, sembrando en sus sermones no pocos yerros luteranos. Hacíanle la contra los jesuitas, y, enojados con esto ciertos caballeros españoles amigos del fraile, determinaron vengarse de ellos, tomando por instrumento de su venganza a un estudiante de París, a quien decían Miguel, amigo falso de San Ignacio. Comenzó a murmurar Miguel de los Ejercicios espirituales, y aun arrojóse a decir que Íñigo era hombre perdido y facineroso, que en España, en París y en Venecia había sido tres veces condenado por hereje. Conoció el Fundador que aquello no era menos que ardid de Satanás para ahogar la Compañía en sus principios, y dispúsose a la resistencia, logrando probar su inocencia en términos que el acusador Miguel fue desterrado de Roma por sentencia del gobernador y los demás se retractaron públicamente ante el cardenal de Nápoles, creyendo los jueces que con esto podía acabarse el pleito aunque no se diera sentencia. Pero otros eran los pensamientos de San Ignacio, que derechamente se fue al papa, y logró que se hiciera información de testigos, que lo fueron el vicario Figueroa, que le había preso y absuelto en Alcalá, el inquisidor Ory y el Dr. Gaspar de Doctis, su juez de Venecia. Y vistos, además, los públicos instrumentos y sentencias que presentó Ignacio de España, París, Venecia, Vicenza, Bolonia, Ferrara y Siena en favor de él y de sus compañeros, los absolvió en toda forma el gobernador Bernardino Corsini, declarando vanas y de toda verdad ajenas las cosas que se les imputaban, y a ellos hombres de mucha virtud y muy buenos. El fraile causa de esta tempestad acabó por hacerse luterano, y lo mismo dos de los acusadores, viniendo el uno a morir en las cárceles de Roma, arrepentido y consolado por los Padres de la Compañía, en 1559" (1978).

    Llorente afirma (1979) que también el segundo prepósito general, Diego Laínez, fue delatado a la Inquisición por luterano y alumbrado; pero nadie hizo caso de tal delación. Lo que parece es que los agentes del arzobispo Valdés en Roma hablaban mal de Laínez y querían mezclarle en la causa de Carranza. Así resulta de una carta del P. Rivadeneyra a Antonio Araoz, fecha en 1º de agosto de 1566, que Llorente cita sin decir de dónde [157] la toma, según su costumbre. Y tan leve fundamento le basta para escribir el nombre de Laínez en el catálogo de los sabios y piadosos varones procesados por la Inquisición; como si fuera lo mismo recibir una delación y no darla curso que procesar. Verdad es que pone también a San Ignacio, que jamás tuvo que ver con la Inquisición, sino con tribunales eclesiásticos ordinarios, y tres de ellos fuera de España. Con tal conciencia escribía aquel secretario del Santo Oficio.

    Tampoco a San Francisco de Borja, tercer general de la Orden, procesó la Inquisición; porque no son proceso las declaraciones de algunos protestantes de Valladolid que trataron de comprometerle, ni menos las hablillas y rumores de Melchor Cano y de los agentes del arzobispo Valdés en Roma. Sabido es que el egregio obispo de Canarias tuvo toda su vida odio y animadversión loca contra los jesuitas,y que su poderoso entendimiento se cegó hasta el extremo de decir en carta a Fr. Juan de Regla, confesor de Carlos V, que «aquéllos eran los alumbrados y dexados que el demonio tantas veces sembró en la Iglesia desde los gnósticos hasta ahora» (1980).

    Pero de estas ferocidades de Melchor Cano no participaba la Inquisición, ni tampoco la Orden de Santo Domingo, en la cual tenía el naciente instituto, a la vez que acérrimos contradictores, amigos entusiastas. Nadie lo era tanto como Fr. Luis de Granada, que escribiendo a un jesuita en 31 de marzo de 1556, se quejaba así de la escandalosa agresión de su sabio e intemperante hermano de hábito: «Lo que aquel Padre toma por medio para abatirlos, toma Dios por remedio para levantarlos, y más verdad es que él barbecha para Vuessas Reverencias que Vuessas Reverencias para el Antecristo... Yo no tendría por inconveniente que por parte del Consejo de la Inquisición se pusiese silencio a persona que escandaliza el pueblo, poniendo boca en estado que la Iglesia tiene tan aprobado y llamado uñas del Antecristo a los que no pueden probar que son herejes».

    Nadie fue acusado de iluminismo con tanta porfía y tenacidad como Fr. Luis de Granada. Y se comprende: era el más notable de los místicos que hasta entonces habían escrito en lengua castellana, y todo libro de mística en romance parecía sospechoso. Pero es falso que la Inquisición le procesara. Lo que aconteció fue lo siguiente:

    Por los años de 1586 gozaba fama grande de santidad en Lisboa sor María de la Visitación, priora del convento de la Anunziada (1981). Tenía largos éxtasis, decía haber recibido especiales [158] favores de la divinidad. y mostraba, en pies, manos y costado, siete llagas o marcas rojas, que todos los viernes se abrían y manaban sangre; las cuales llagas le había impreso con rayos de fuego Cristo crucificado. Todos los jueves, al Ave María, sentía en su cabeza los dolores de la corona de espinas. Veíanse en torno de la dicha monja extraños resplandores y claridades. A veces, como arrebatada por sobrenatural poder, se levantaba del suelo durante la oración y quedaba suspensa en el aire. Y otras cien maravillas a este tenor. No era alumbrada, sino embustera; las llagas eran simuladas, y la santidad fingida; pero casi todos le dieron crédito, y como tantos otros, Fr. Luis de Granada, que era un santo varón, tan cándido como elocuente, incapaz de sospechar tanta hipocresía y maraña. Y lo que él sentía díjoselo a otros de palabra y por escrito, contribuyendo a aumentar con su reputación de virtud y ciencia y su autoridad de provincial de Santo Domingo el crédito de santidad de aquella monja.

    No todos los que entraron en este negocio pecaban de igual candidez, y dícenos expresamente Fr. Agustín Salucio que había en el fondo de toda aquella milagrería un fin político y anticastellano, pretendiendo los adversarios de la sucesión de Felipe II dar crédito de profetisa a aquella mujer y valerse de ella para sus planes (1982).

    Al fin, la Inquisición entró en sospechas, y algunas monjas de su propio convento delataron a sor María. El cardenal Alberto mandó hacer una averiguación, y, aunque la priora estuvo en un principio negativa, acabó por confesar de plano que parte de las llagas eran pintadas y que otras se las abría con un cuchillo y que todas sus revelaciones, suspensiones y arrebatamientos eran ficción y trapacería suya para deslumbrar a los incautos.

    En 7 de noviembre de 1588 se la condenó a privación del cargo de priora y de voz activa y pasiva en su comunidad, a cárcel perpetua en un monasterio fuera de Lisboa y a ciertos ayunos, disciplinas y rudas penitencias. Parece que se arrepintió de todo e hizo desde entonces muy loable vida. Y, como había cundido tanto la fama de su santidad y hasta se habían pintado cuadros de ella con las llagas, mandáronse quitar y borrar, así [159]como recoger todos los papeles, escrituras y reliquias que ella daba y los suyos habían divulgado.

    La tribulación de Fr. Luis de Granada fue grande. El y fray Juan de las Cuevas y Fr. Gaspar de Aveiro, confesor de la priora, habían examinado las llagas en 25 de noviembre de 1587 y las habían declarado reales y verdaderas (1983), sin sospecha de engaño ni falsía. Realmente, Fr. Luis no vio a la monja, porque estaba casi ciego, y su buen deseo y sencillez le engañaron. Quiso, con todo eso, dar pública muestra de su desengaño, y escribió el admirable Sermón de las caídas públicas, sobre el texto de San Pablo: Quis infirmatur et ego non infirmor? Quis scandalizatur et ego non uror? que parece haber sido la postrera de sus obras, aunque no es producción de entendimiento ni de estilo cansados. «Dos males -dice el Tulio español- se siguen cuando alguna persona de reputación de virtud cae en algún error o pecado público. El uno es descrédito de la virtud de los que son verdaderamente buenos, pareciendo a los ignorantes que no se debe fiar de ninguno, pues éste que lo parecía vino a dar tan gran caída. El otro es desmayo y cobardía de los flacos, que por esta ocasión vuelven atrás o desisten de sus buenos ejercicios. Y en estos casos, así como son diversos los juicios de los hombres, así también lo son sus afectos y sentimientos, porque, unos lloran, otros ríen, otros desmayan; lloran los buenos, ríen los malos, y los flacos desmayan y aflojan en la virtud, y el común de las gentes se escandaliza».

    Pocas veces se ha escrito con más elocuencia sobre el pecado de escándalo, especialmente en las caídas de personas religiosas. Los efectos del sermón, aunque no llegó a pronunciarse, fueron admirables para alentar a los flacos y tibios. Pocos días después de haberle acabado, en 31 de diciembre de 1588, expiraba santamente Fr. Luis de Granada, sin que antes ni después de su muerte molestara la Inquisición su persona ni su memoria ni fuera obstáculo nada de esto para que se entablara su proceso de beatificación. De sus primeros libros, vedados en el Índice de Valdés, hablaremos en otra parte. Y ahora es de añadir que fue el venerable granadino muy amigo del Santo Oficio y de él escribió hermosamente en el mismo Sermón de las caídas que «era muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión cristiana, arma contra los herejes, lumbrera contra los engaños del enemigo y toque en que se prueba la fineza de la doctrina, si es falsa o verdadera».

    Y piedra de toque fue también para la doctrina de la sublime reformadora del Carmelo. Suele decirse, con pasión y sin fundamento, que la Inquisición persiguió a Santa Teresa. Esta persecución es tan fabulosa como las anteriores. Lo que hubo [160] fueron denuncias, exámenes y calificaciones, de que ni Santa Teresa ni nadie puede librarse, porque a nadie se le canoniza en vida y porque la Iglesia, única maestra y regla de fe, aún no había sentenciado ni aprobado su espíritu. Y, cuando pululaban los alumbrados y las alumbradas y el fanatismo místico quería alzar la cabeza en los conventos de monjas, natural era que se examinase despacio la enseñanza de una mujer que discurría de palabra y por escrito sobre las más sutiles cuestiones de teología mística. No juzguemos por nuestras impresiones y devociones de hoy, sino pongámonos en el siglo XVI, y la conducta de la Inquisición nos parecerá prudentísima.

    Cuando comenzaba la fundación del convento de San José de Ávila, vinieron vinieron algunos con mucho misterio a decir a Santa Teresa «que andaban los tiempos recios», y que podría ser que la delatasen a los inquisidores. «A mí -añade la Santa- me cayó esto en gracia y me hizo reír... y dije que de eso no temiesen, que harto mal sería para mi alma si en ella hubiese cosa que fuese de suerte que yo temiese la Inquisición; que si pensase que había para qué, yo me la iría a buscar, y que si era levantado, que el Señor me libraría y quedaría con ganancia». (Capítulo 33 de su Vida.)

    Cierto es que la Inquisición tuvo recogido el libro de su Vida; pero conviene aclarar el cómo y porqué. Santa Teresa había escrito su Vida en 1561 por mandato de su confesor, Fr. Pedro Ibánez, y tornó a escribirla con muchos aumentos en 1565. El manuscrito anduvo en poder de varias damas de la corte. Quiso verle la voluntariosa y liviana princesa de Éboli, y le guardó con tan poco recato, que hasta sus pajes y dueñas le leyeron, e hicieron mucha risa de las las visiones y éxtasis de la Santa. Más adelante, la de Éboli se enojó con Santa Teresa y sus monjas, que de resultas salieron de Pastrana, y para vengarse de ellas delató el libro a la Inquisición de Toledo. Allí estuvo diez años, y fue examinado por Fr. Fernando del Castillo y otros teólogos, que nada malo encontraron. En 1588 le imprimió Fr. Luis de León por una copia que tenía la duquesa de Alba. El original que estuvo en la Inquisición es el mismo que hoy se conserva en El Escorial (1984) en el camerín de las reliquias.

    De la persecución suscitada en 1578 contra las Carmelitas Descalzas de Sevilla, discípulas de Santa Teresa, nos dejó escrita larga relación la venerable priora María de San José. Atribúyela en parte a la enemistad de los Padres Calzados contra el P. Gracián y la reforma carmelitana, y en parte, a la delación de una novicia que estando para profesar salió de la Orden y, de acuerdo con ciertos clérigos, acusó a Santa Teresa y a sus monjas de alumbradas en tiempo en que se habían levantado los herejes de Llerena. «Habíanos dejado nuestra Madre -prosigue [161] María de San José- un confesor clérigo, siervo de Dios, aunque ignorante, confuso y sin letras ni experiencia... Le comencé a ir a la mano en algunas cosas en que se estremecía en el gobierno del convento... Y él andaba desbaratándome la casa y libertando a las monjas de la obediencia».

    Este clérigo, y con él dos monjas, «la una lega y la otra simplecilla», dieron nuevos memoriales a la Inquisición y al provincial contra Santa Teresa, María de San José y el P. Gracián. «Y estaban ya los mantos en casa, porque entendieron que, en llegando los papeles luego nos mandarían ir... Y supimos que por momentos aguardaban que viniesen por nosotras, a lo menos por mí... Nuestro Señor me dio tan buen ánimo que estaba deseando llegase aquella hora... Al fin como debían de ser las cosas como las que la otra había dicho, y ya las habían averiguado, no hicieron caso de ellas» (1985).

    Esta fue toda la persecución inquisitorial contra Santa Teresa y sus monjas ya que de las discordias entre Descalzos y Calzados no hay para que hablar aquí, por ser rencillas domésticas y no cuestiones de ortodoxia. La acusación de alumbrado se había convertido en un lugar común, y salió a relucir contra todos los reformadores del Carmen. San Juan de la Cruz fue delatado tres o cuatro veces a las Inquisiciones de Toledo, Sevilla y Valladolid; pero jamás encarcelado ni molestado por el Santo Oficio, y sí únicamente por los frailes mal avenidos con la reforma. Ni la Inquisición puso tacha ni mácula en su doctrina ni en sus escritos, con ser una y otros del más recóndito y extraordinario misticismo y más expuesto a torcidas interpretaciones.

    Sólo de paso consignaré que émulos ignorantes o maldicientes pusieron también la consabida tacha a San José de Calasanz, fundador de las Escuelas Pías; al ilustre místico jesuita Baltasar Álvarez y al Beato Patriarca de Valencia, D. Juan de Ribera.




- IV -
Los alumbrados de Llerena. -Hernando Álvarez y el P. Chamizo. -Cuestiones del P. La Fuente con los jesuitas.

    «En tiempo del Obispo D. Fr. Martín de Córdoba -escribe el dominico Fr. Alonso Fernández, elegantísimo historiador de Plasencia (1986)-se levantó una gente en Extremadura, en la ciudad [162] de Llerena y pueblos comarcanos, que, engañada de las leyes bestiales de la carne y nueva luz que fingían, persuadieron a los simples ignorantes ser el verdadero espíritu el errado con que querían alumbrar las almas de sus secuaces. Por eso se llamaron alumbrados... Con mortificaciones, ayunos y disciplinas fingidas comenzaron a sembrar su maldad: que es arte nueva sacar de las virtudes veneno».

    Fueron corifeos de esta secta ocho clérigos seculares: los dos principales se llamaban Hernando Álvarez, vecino de Barcarrota, y el P. Chamizo. La doctrina que afectaban profesar se reducía a recomendar a sus secuaces una larga oración y meditación sobre las llagas de Cristo crucificado; de la cual oración, hecha del modo que ellos aconsejaban, venían a resultar «movimientos del sentido, gruesos y sensibles», ardor en la cara, sudor y desmayos, dolor de corazón, sequedades y disgustos y, por fin y postre de todo, movimientos libidinosos, que aquellos infames llamaban «derretirse en amor de Dios». Yo creo que en todo esto no hay más que lujuria pura y que para explicar la producción de estos síntomas eróticos, tan semejantes a los que se describen en la segunda oda de Safo, no es menester admitir el empleo del magnetismo animal, a que hoy acuden algunos, ni la magia, con que quiere explicarlo Pr. Alonso de la Fuente; por más que entre los fenómenos producidos en el estado de alumbramiento haya ciertas «visiones y revelaciones prodigiosísimas», que se asemejan no poco a la segunda vista de los magnetizados modernos.

    Una vez alcanzado el éxtasis, el alumbrado tornábase impecable, y le era lícita toda acción cometida en tal estado. El toque de esta grosera y brutal enseñanza, si tal puede llamarse, estaba en suponer que la gracia viene al alma por señales sensibles. Como todos los demás fanáticos antiguos y modernos, condenaban los alumbrados de Llerena las órdenes religiosas, los ayunos eclesiásticos y todo linaje de ceremonias exteriores. Eran gnósticos y pretendían saber ellos solos el camino de la virtud y los misterios de la oración. Pensaban mal del estado del matrimonio y se entregaban a todo género de feroces concupiscencias y actos impuros, con cuya relación no he de ofender ni molestar los oídos de mis lectores siquiera por cuestión de estética y de buen gusto. Era frecuente que aquellos perversos clérigos solicitasen de amores a sus penitentes hasta en el mismo confesonario. Del P. Chamizo se refieren en su proceso hasta treinta y cuatro víctimas.

    Las afiliadas de la secta vestían de beatas: con tocas y sayal pardo. Andaban siempre absortas en la supuesta contemplación, mortecinas y descoloridas, y «sentían un ardor terrible que las quemaba, y unos saltos y ahíncos en el corazón que les atormentaban, y una rabia y molimiento y quebrantamientos en todos sus huesos y miembros que las traía desatinadas y descoyuntadas... [163] y veían y sentían extraños ruidos y voces» (1987) El P. Álvarez les certificaba que aquello era efecto y misericordia del Espíritu Santo, y, llevando a sus últimos límites la profanación y el sacrilegio, comulgaba diariamente a su beatas con varias hostias y partículas, porque decía que «mientras más formas, más gracia» y que no duraba la gracia en el alma «más de cuanto duraban las especies sacramentales».

    Además de Hernando y Chamizo figuraban en la abominable secta Juan García, clérigo de Almendralejo; el bachiller Rodrigo Vázquez, cura de la Morera; el Dr. Cristóbal Mejía, clérigo de Cazalla. un franciscano de Valladolid llamado fray Pedro de Santa María, que no debía de estar para muchas lozanías, pues contaba más de sesenta y tres años; un cura de Zafra, Francisco de Mesa, hombre impío y desalmado, que decía hablando de la pasión de Cristo: «¿A qué andarnos cada día con la muerte de ese hombre?», y servía de rufián a los demás alumbrados, sin perjuicio de dedicarse, por vía de pasatiempo, al latrocinio; otro clérigo, también zafreño, llamado Francisco Gutiérrez, cuya estupidez llegaba hasta el colmo de afirmar que veía la esencia divina en forma de buey, y el bachiller Hernando de Écija, para quien una beata recién comulgada era tan adorable como el Sacramento.

    Entre las Filumenas y Priscilas de la secta menciónese a una especie de celestina, llamada Mari Gómez, viuda de Francisco García, de Barcarrota, la cual estableció un secreto conventículo, o, mejor dicho, burdel, en Zafra. Y entre los más entusiastas propagandistas, a un zapatero de Llerena, Juan Bernal, que se atrevió a ir a la corte y presentar al rey un memorial en defensa de los alumbrados.

    El nombre de secta o el de herejía parecen demasiado blandos para semejante gavilla de facinerosos, que realmente sólo querían vivir a sus anchas y regodearse como brutos animales. «¿Por qué el turco no verná y ganará a España, para que viva cada uno como quiera?», decía el bachiller Rodrigo Vázquez. Y aquí está toda la filosofía de la secta y la de muchas otras que creen lo mismo que aquellos ignorantes y salvajes clérigos extremeños, aunque por pudor no lo confiesen a lo menos con tan sórdido cinismo y poca literatura como ellos.

    El descubridor de esta lepra social, nuevo azote de la despoblada Extremadura, fue un fraile dominico llamado Fr. Alonso de la Fuente. Combatía en un sermón a los alumbrados, y una mujer de Llerena que le oía se levantó como loca y en altas voces dijo: «Padre, mejor vida es la déstos, y más sana doctrina que la vuestra». El Santo Oficio la prendió en seguida y por sus declaraciones vino a dar con los demás cómplices. Y como éstos eran muchos y el negocio requería prontitud y sigilo, fue encargado [164] de la causa el obispo de Salamanca, D. Francisco de Soto, inquisidor que había sido de Córdoba, Sevilla y Toledo. Los alumbrados, a quienes poco importaba un crimen más, sobornaron a su médico e hicieron que le envenenase, muriendo de resultas en Llerena el 21 de enero de 1578, según publica su epitafio en la iglesia de Santo Tomás, de Ávila. Con todo eso, se precedió eficazmente en la pesquisa y en la sustanciación de las causas, y fueron condenados a diversas penas de reclusión, cárceles perpetuas, azotes y pública vergüenza todos los herejes hasta aquí citados.

    Pero no se detienen aquí las cosas, porque el acusador, fray Alonso de la Fuente, era un fraile vulgar, lleno de preocupaciones de convento y de universidad, corto de entendimiento, arrebatado y extremoso, y, sobre todo, enemigo mortal de los Jesuitas, que él llamaba Teatinos. Y, asiendo la ocasión por los cabellos, quiso complicar a los Padres de la Compañía en el vil negocio de los alumbrados, todo por absurdas cavilaciones y mala voluntad y flaqueza de magín suya. Y no entendió sino ponerse en camino para Lisboa y dar a los inquisidores de aquel reino y al cardenal Alberto y al provincial de Santo Domingo una serie de memorias contra los Jesuitas y contra Fr. Luis de Granada, con todo y ser dominico (1988).

    Venía a decir el P. La Fuente, en muy indigesto y ramplón estilo, que la doctrina de los alumbrados y sus ejercicios eran los mismos ejercicios y doctrina de la Compañía de Jesús; que los unos hacían larga oración, y también los otros; que un Jesuita de Plasencia evocaba los demonios cuando sus penitentes querían; que los Teatinos eran magos y hechiceros y tenían pacto expreso con el demonio; que sentían mal de las demás religiones y procuraban desacreditarlas; que revelaban secretos de confesión; que no ayunaban más que lo forzoso; que tenían por sucio e indecente el hábito religioso, etc., etc. Y acababa diciendo: «Esta persecución es la más subtil y más grave que jamás ha padecido la Iglesia. Está tan secreta y escondida y disimulada en los corazones destas gentes, que si Dios no haze milagro casi no se puede descubrir».

    El cardenal Infante, que era muy amigo de los Jesuitas, mandó recoger los tres memoriales y los envió a Felipe II, al inquisidor general de Castilla y al nuncio de Su Santidad, con cartas suyas, [165] en que pedía ejemplar castigo contra aquel fraile sedicioso y levantisco, calumniador y difamador de la Compañía. Fue con esta embajada un secretario del cardenal Infante, dicho Manuel Antúnez, sacerdote virtuoso y docto. El rey de España remitió las cartas al Supremo Consejo de la Inquisición, que impuso una reprimenda al fraile, le hizo retractarse y le mandó recluso al convento de Porta-Coeli, de Sevilla, prohibiéndole predicar ni tratar con cosa alguna contra la Compañía ni volver a entender en cosas del Santo Oficio. Pero el cardenal no se dio por satisfecho y solicitó que el castigo del fraile y el desagravio de la Compañía fuesen públicos y ejemplares, porque los memoriales de Fr. Alonso habían cundido mucho y «todos los Inquisidores de Castilla y los consultores, obispos y provisores habían tenido siniestra relación contra los Jesuitas».Hizo que la Inquisición de Portugal reclamara al reo y hasta pretendió que su causa se viese en Roma o, a lo menos, por el nuncio apostólico en Madrid. Felipe II, muy celoso de los privilegios del Santo Oficio, se resistió tenazmente, «porque era abrir la puerta para que otros tomasen este medio, lo cual redundaría en menoscabo y detrimento de la Inquisición de España». Entre tanto murió Fr. Alonso de la Fuente, y uno de los Jesuitas que refutaron su memorial escribe con cristiana caridad al fin de su respuesta: «Al autor de los memoriales perdone Dios y tenga en su gloria, que escriviendo esto supe que había muerto, y de repente. Plegue al Señor no haya sido para su condenación este negocio, que tal manera de muerte mala señal es».

    Por de contado que todas las diatribas de Fr. Alonso contra los Jesuitas eran absurdas, y ellos las deshicieron sin dificultad. Baste decir que entre todos los procesados de Llerena no hay un solo Jesuita ni cosa que se le parezca, ni allí había existido nunca colegio ni casa de la Compañía, ni apenas eran conocidos los discípulos de San Ignacio como predicadores o confesores.

    Fuera de esto, ¿cuándo en las meditaciones espirituales de la Compañía, en sus reglas y avisos acerca de la oración, se habló nunca de regalos ni de deleites sensibles? ¿Y no era absurdo sostener, como el obcecado dominico, que la meditación y consideración no son para gentes seglares? Atinadamente responden los Padres que «quitar el uso de la consideración a los hombres es quitarles el ser de hombres, y, por consiguiente, quitarles el uso de considerar los misterios de Christo y de la vida christiana es quitarles el ser hombres christianos». Y en cuanto a los entendimientos y liviandades, claro se ve que proceden no de la contemplación, sino de malicia propia. «El ruin, vil y sucio trato con las penitentes -añaden los Padres- saben los señores del Santo Oficio cuán lejos está de la Compañía por la divina bondad». Y tan verdad es esto, que, entre tantos procesos como existen de confesores solicitantes, no recuerdo haber visto ninguno de jesuitas. [166]

    Del tan decantado secreto de la Compañía escriben que «su doctrina, que es la cristiana, no es doctrina de rincones, aunque convenga tener discreción en el modo de enseñar, porque unas cosas son para gente docta y de entendimiento, otras para gente simple y de menos habilidad..., unas para gente aprovechada en virtud, otras para gente que comienza, y al fin cosas hay que para personas espirituales son de grande provecho, y para quien no adelgaza tanto serían de grandísimo daño».

    Pero, en fin, ¿qué podía decir de la Compañía el que ignoraba hasta su nombre? ¿Qué de mística el que llamaba a fray Luis de Granada uno de los principales alumbrados?

    ¡Lástima que la mayor parte de los documentos que se refieren a la herejía de Llerena carezcan de fechas! Uno de los memoriales de Fr. Alonso es de 28 de marzo de 1576 y el obispo Fr. Martín de Córdoba, en cuyo tiempo se levantaron los alumbrados, ocupó la silla placentina desde 1574 a 1578. En estos cuatro años podemos colocar prudencialmente todos los sucesos narrados.

    La secta no murió del todo en Extramudura. Hay una relación, sin fecha, pero que parece ser del siglo XVII, de un autillo celebrado en Llerena contra un religioso descalzo llamado fray Francisco de la Parra, no por molinosismo, como dice la relación, sino por pura y simple lujuria y solicitación en el acto de la penitencia, aunque para ahuyentar escrúpulos decía a sus hijas de confesión que Dios le había quitado todos los afectos y pasiones de hombre y que nada había en sus acciones de pecaminoso, antes con la unión del cuerpo se unían los espíritus con Dios y se fortalecían en su servicio. Tras esto se refieren en la sentencia otros mil indecentes disparates. Se le condenó a reclusión por diez años en un convento de su Orden, a privación absoluta de licencias y a sufrir en el refectorio una tanda de disciplinazos que los demás frailes le administraron (1989).

    Llerena debió de ser en tiempos antiguos un foco de inmoralidad y de herejía. Su población era muy mezclada de judaizantes y moriscos y son antiguos allí los procesos inquisitoriales. Y, por otra parte, ha notado con discreción el Sr. Barrantes que la despoblación y rudeza que cayó sobre Extremadura después de la conquista de América, adonde se trasplantó lo más granado de aquella generosa comarca, hacía que los hombres escaseasen de tal suerte, que nada tiene de extraño ni de inverosímil el estrago que aquellos clérigos soeces hicieron entre las pobres mujeres de la tierra. Duras son y repugnantes de decir estas cosas, pero la historia es la historia. [167]




- V -
Los alumbrados de Sevilla. -La beata Catalina de Jesús y el P. Villalpando. -Edicto de gracia del Cardenal Pacheco. -El P. Méndez y las cartas de D. Juan de la Sal, obispo de Bona. -Impugnaciones de la herejía de los alumbrados por el Dr. Farfán de los Godos y el mtro. Villava.

    También en Sevilla arraigó la secta. La influencia enervadora del clima, la soltura y ligereza de costumbres, la exaltación de la fantasía en las provincias meridionales, el influjo de la Reforma, cuyos estragos en las orillas del Betis hemos ya narrado, fueron causas eficacísimas para que arraigara y fructificara la venenosa planta de los alumbrados. Con ellos andaban mezclados los confesores solicitantes, máquina la más sutil que el demonio pudo imaginar contra el sacramento de la penitencia.

    En 1563 comenzó a descubrirse esta plaga, y la Inquisición publicó un edicto de delaciones en el término de treinta días. Y entonces, según refiere Cipriano de Valera (de cuya narración hay, sin duda, que rebajar mucho por hereje, falsario y maldiciente), «fue tanta la multitud de mujeres que de sola Sevilla iba a la Inquisición, que veinte notarios, con otros tantos inquisidores, no bastaran para tomar las declaraciones... Muchas honestas matronas y señoras de calidad tenían dentro de sí gran guerra: por una parte, el escrúpulo de conciencia de incurrir en la sentencia de excomunión que los inquisidores habían puesto a las que no denunciasen, las movía a ir: por otra parte, tenían miedo de que sus maridos se harían celosos, teniendo mala sospecha dellas... Pero, al fin, disimuladas y rebozadas, conforme a la costumbre de Andalucía, iban lo más secretamente que podían a los inquisidores... Por otra parte, era de reír ver a los padres de confesión, clérigos y frailes, andar tristes, mustios y cabecicaídos por la mala conciencia, esperando cada hora y momento cuándo el familiar de la Inquisición le había de echar la mano» (1990).

    El mal había cundido de tal manera, que la Inquisición tuvo que dejar a muchos sin castigo, aunque la impunidad no fuera tanta como afirma Cipriano de Valera y repite González de Montes.

    Al lado de estos confesores sátiros pululaban un enjambre de beatos milagreros y de monjas iluminadas, cuyos desvaríos exceden a cuanto puede soñar la locura humana. Nadie tan famoso entre ellos como cierto clérigo secular, de nación portuguesa, llamado el P. Francisco Méndez, que salió en estatua en un auto de fe de 30 de noviembre de 1624 (1991)

. Tenía algo de embustero y algo de loco. Solía orar de este modo: Dios, mi corazón, mi buena cara. Dirigía una casa de beatas y recogidas, [168] a quienes comulgaba cada día con muchas formas. Acabada la misa desnudábase las vestiduras sacerdotales y comenzaba a bailar con saltos descompuestos, haciéndole el son sus devotas. Diciendo misa se quedaba arrobado y en éxtasis; daba horrendos bramidos, hacía extraordinarios visajes, y en cierta ocasión llegó a decir una misa de ¡veintitrés horas!, sin que sus oyentes, tan locos como él se movieran. En fin, llevó su inaudita demencia hasta anunciar coram populo que el 20 de julio de 1616 moriría y se iría derecho a la gloria. Media Sevilla lo creyó, especialmente las mujeres. Teníanle por un santo, le consultaban sus dolencias y achaques, tocaban a su cuello los rosarios, cortaban pedazos de su vestido, teníanse por glorificadas con vestir la ropa que él dejaba y «a enjambres, como abejitas de Cristo, iban a coger el rocío de sus palabras». Y esto no sólo el ínfimo vulgo, sino las más nobles, encopetadas y aristocráticas damas de Sevilla: la marquesa de Tarifa, la condesa de Palma. Hubo mañana que asediaron la puerta del convento del Valle, de frailes franciscos, donde él se había retirado, más de treinta coches.

    Entre tanto el P. Méndez no se hartaba de decir locuras; hizo un testamento que repartía entre sus devotos los dones del Espíritu Santo y afirmaba haber sabido por particular revelación de Dios la silla que le estaba aparejada en el cielo. Empeñado en morirse en el plazo señalado, se pasaba los días en contemplación y por las noches tomaba sólo un poco de pescado y un vaso de agua. Vino, pues, a quedarse macilento, flaco y extenuado, y la gente suspiraba por verle muerto para que se cumpliesen sus profecías. Un médico muy beato y algo bobo, el Licdo. Castillo, no se apartaba un punto de él, notando y escribiendo todos sus hechos y dichos para imprimirlos y divulgarlos en forma de historia. Y decía graciosamente un fraile del Valle: «Si el P. Méndez no nos cumple la palabra, lo hemos de ahogar, so pena de que nos silben por las calles».

    Ya próximo al trance anunciado, se despidió con muchas lágrimas de sus devotos y les consoló con la esperanza de que había de venir después de él otro aún más santo y perfecto; y que, entre tanto, se consolasen con dos tratados que les dejaba escritos: uno, del amor de Dios, y otro, de las mercedes y favores con que el Señor le había enriquecido.

    Llegó el día señalado; púsose en el altar a las cuatro de la mañana y acabó su misa el día siguiente a las tres. El médico no se hartaba de pulsarle. Y realmente parece maravilla que pudiera resistir tanto un hombre consumido, muerto de hambre y empeñado neciamente en morirse. No quiso Dios que aquella mentirosa profecía se cumpliese y que la memoria de aquel sandio embaucador recibiese los homenajes de la engañada devoción del vulgo.

    Sus devotos quedaron confusos y cabizbajos, y la gente burlona y maleante, que nunca falta en Sevilla, se vengó de él con pesados chistes. «¿Cómo no se ha muerto, P. Méndez?» le decían. [169] Y él replicaba con tono humilde compungido: «El demonio esta vez me ha dado un mal golpecito. ¡Cómo esas locuras diré yo!; soy un mentecato». Y tan mentecato era, que en una ocasión se empeñó en resucitar a un hombre, y decía luego muy cándidamente que no lo había logrado. Al fin la Inquisición se hizo cargo de él y en sus cárceles murió.

    De sus patrañas tenemos larga relación en cinco saladísimas cartas escritas al duque de Media-Sidonia por D. Juan de la Sal., obispo de Bona, hombre de ingenio, agudo y despierto, a quien dedicó Quevedo sus romances de Los cuatro animales y las cuatro aves fabulosas y a quien el festivo poeta Dr. Juan de Salinas llamó

                                 Doctor de ingenio divino,
sal y luz por excelencia,
en la iglesia y la eminencia
gran sucesor de Agustino, etc (1992).

    Y son notables las cartas de D. Juan de la Sal no sólo por lo burlesco y sazonado del estilo, sino por el buen juicio y por las veras que entre las burlas entremezcla. «Despacio había de estar Dios -dice en la carta primera- si había de llamar a que gozasen en vida de su esencia y lo mirasen cara a cara tantos como han publicado que lo han visto y gozado de pocos años acá.». «Crea V. E. que como hay hombres tentados de la carne, los hay también del espíritu, que se saborean y relamen en que los tengan por santos... Santidad con pretales de cascabeles nunca duró ni fue segura, sino la que a la sorda busca Dios». (Carta 8.)

    Ni fue sólo el P. Méndez quien tuvo por entonces la extraña idea de morirse para pasar opinión de santo. También un fraile (no se dice de qué orden) anunció su muerte para un día señalado; acostóse en la cama, cerró los ojos y, viendo que no se moría y que toda la comunidad le rodeaba dijo «con voz muy flauteada: ¡Dios mío de mi alma! Abismos son tus juicios. Ya te entiendo. Quieres que trabaje más en tu viña; cúmplase tu santa voluntad. Padres y señores míos, perdóneselo Dios, que con sus oraciones le han obligado a que me alargue la vida. Pero ¿qué se ha de hacer? El esposo lo quiere; el esposo lo manda; sea el esposo bendito para siempre». «Las beatas -prosigue en su picaresco estilo el obispo de Bona- estaban desojadas, con las orejas de un palmo, esperando, para saltar de placer, que las viniesen a decir que había expirado; pero cuando supieron el suceso, quisieran no haber nacido, y con los mantos echados sobre los ojos soplaron sus velas, y una en pos de otra, desocuparon la iglesia».

    En Castro del Río, una beata de hábito carmelitano refirió muy en secreto a su confesor cierta revelación que había tenido, [170] según la cual él y ella debían morir a la semana siguiente, acompañando su tránsito grandes prodigios. Él lo tomó tan de veras, que repartió cuanto poseía y divulgó el milagro, haciéndoselo creer a la marquesa de Priego, que mandó retratar a la beata y fue en persona desde Montilla, con su nieto y heredero de su casa, a presenciar aquellos asombros. Cuéntalo el mismo D. Juan de la Sal (1993).

    En 1627 descubrióse en Sevilla un foco de alumbrados semejante al de Llerena. Eran los corifeos la beata Catalina de Jesús, natural de Linares, en el obispado de Jaén, y el Mtro. Juan de Villalpando. En su larga sentencia constan menudamente detallados sus errores, que eran como de gente más culta y quizá menos libidinosa que los clérigos extremeños. Convenían con ellos en administrar la eucaristía con muchas formas, por la grosera y materialista: creencia de que se daba poco Dios (sic) en una forma sola. Preferían el estado de las beatas al del matrimonio y a la vida monástica. A semejanza de los alumbrados de Toledo, juzgaban innecesario oír sermones ni leer libros de devoción y tenían por mejor ejercicio la contemplación interna o, como ellos decían, orar en el libro de su propia vida. Comulgaban diariamente. Sentían mal de la veneración debida a las imágenes, porque, «teniendo a Dios dentro de sí, no había más que mirarle allí. Al modo luterano, tenían las obras de caridad por impedimento de la perfección. En mística aspiraban desde luego a la vía unitiva sin pasar por la purgativa e iluminativa. Excluían de la oración mental todo pensamiento acerca de la humanidad o la pasión de Cristo y pensaban sólo en su divinidad. Como buenos quietistas, esperaban que «Dios obrase y revelase al alma sus secretos». Condenaban los estudios teológicos porque infundían soberbia. Toda oración vocal, y especialmente el rosario, les desagradaba (1994). Decían a su doctrina doctrina del puro amor o del amor de Dios, y en este amor cifraban el cumplimiento de la ley. Enemigos mortales de la mortificación y abstinencias, afirmaban que, «habiendo satisfecho Cristo por todos, debíamos gozar con descanso los hijos lo que los padres adquirieron con trabajo». La beata Catalina era considerada entre los suyos como maestra de espíritu, y tenía muchos hijos místicos, así sacerdotes como seglares, que continuamente la reverenciaban, acompañaban y festejaban. Ella les hacía sus pláticas, y les daba sus [171] lecciones, y les buscaba confesores, y los aconsejaba en todos sus negocios espirituales y temporales. Se jactaba de ser tan santa, que había convertido a un mancebo con sólo dejarle tocar la fimbria de su vestidura. Contaba especiales mercedes y favores del divino Esposo. «He conseguido tal estado de perfección -añadía-, que ya no tengo que hacer oración por mí, sino por otros». Se comparaba con Santa Teresa de Jesús y creíase suscitada por Dios para ser reformadora del estado de clérigos seculares, como la doctora avilesa lo había sido de la Orden del Carmelo. Pretendía tener intuición directa de la divinidad (vista real que dicen los krausistas) e inteligencia arcana de las Sagradas Escrituras. Refería mil prodigios y visiones y extremos y deliquios de amor divino y a cada paso exclamaba: «Si el turco tuviera una briznica de este amor que tú, Señor, me has dado, convertiríase toda Turquía... ¡Oh, por qué no se deshace mi cuerpo para que vengan a beber de él los fieles y se abrasen en tu amor!» Atribuía a la oración mental su hermosura del cuerpo, reflejo de la luz de su alma. Repartía entre sus devotos, como reliquias, cabellos y ropas suyas. Era expresión favorita suya la de anegarse en el amor de Dios. No dudaba que Dios asistía en ella y que los efectos de su presencia eran una absoluta paz de espíritu y un don de castidad, que, con vivir en el siglo, la hacía ángel en carne, y don de confianza, y don de conocimiento de Dios, y don de contemplación y de unión, y don de sabiduría.

    Ciento cuarenta y cinco testigos declararon unánimes que tal santidad era fingida y que la beata vivía en trato sospechoso con varios clérigos, aunque no se le pudo probar nada concreto. Salió en auto público, el 28 de febrero de 1627, con insignias de penitente; abjuró de levi y fue condenada a reclusión por seis años en un convento, a hacer diariamente ciertas oraciones y ayunos y a tomar el confesor que el Santo Oficio le designase. Fueron recogidas sus reliquias y retratos y los escritos suyos de mano que había divulgado entre sus devotos.

    Era el más notable Juan de Villalpando, presbítero, natural de la villa de Garachico, en la isla de Tenerife, el cual dirigía una congregación de hombres y mujeres, que habían hecho en sus manos votos de obediencia. Confesor incansable, absolvía por sí y ante sí de los casos reservados y decía que «quien se confesase con él ganaba el grande y místico jubileo». Tenía secuestradas, digámoslo así, a sus penitentes. Como todos los alumbrados, era partidario de la comunión diaria, y aun se arrojaba a decir que era dudosa la salvación de los que comulgan cada quince días, y desesperaba la de los que retardan un mes el acercarse a la mesa eucarística. No tenía por inconveniente el que sus discípulos abandonasen los negocios de la casa por permanecer todo el día en la iglesia y las exhortaba a negar la obediencia a sus padres, maridos y superiores. De la misa hacía poca cuenta. Era, como los albigenses, enemigo acérrimo del sacramento del matrimonio, hasta tenerle por pecado mortal y [172] llamarle Zahurda o cenagal de puercos. Todo su afán era atraer prosélitas a su beaterio y desacreditar los conventos de monjas. Nada tenía de edificante su vida; aparte del trato continuo con mujeres, juntábanse continuamente los afiliados a comer y beber en la ciudad o en el campo, y el tiempo que no dedicaban a la supuesta contemplación, lo invertían en zambras y festines, asemejándose hasta en esto a los agapetas, carpocracianos y priscilianistas. Mucho, y nada bueno, daban que decir en el mentidero de Sevilla los secretos coloquios del P. Villalpando y de la beata, a cuya casa solía ir de noche y muy de madrugada so pretexto de interrogarla en cosas espirituales. Y la verdad es que el clérigo alumbrado defendía, como todos los suyos, la licitud de los actos deshonestos, y contábanse de él horrendas historias de solicitaciones. Fuera de estos escarceos, dominaba del todo su espíritu la beata Catalina, cuyo entendimiento parece que era más inventivo y despejado que el suyo. El divulgaba las reliquias de ella entre las señoras piadosas e iba escribiendo en un libro sus éxtasis y revelaciones.

    Nada menos que doscientas setenta y nueve proposiciones heréticas se le reprobaron, siendo la más grave y cabeza de todas la vista real de Dios en esta vida, la intuición directa de los misterios, que era la clave del sistema.

    Se le condenó a salir en auto público y a reclusión en un monasterio por espacio de cuatro años, sin poder celebrar en el primero; a privación perpetua de licencias de confesar, predicar, etc., y a varios ayunos y rezos extraordinarios.

    En una relación manuscrita del siglo XVII cuya autoridad no es grande, se afirma que pasaron de 695 los reos que entonces descubrió y condenó la Inquisición de Sevilla. Añádase que su congregación se llamaba de Nuestra Señora de la Granada y que fue su fundador Gómez Camacho, clérigo secular. El anónimo autor de esta relación, que debía de ser tan poco amigo de los Jesuitas como el atrabiliario Fr. Alonso de la Fuente quiere mezclarlos en el negocio, y cita como alumbrados a los PP. Rodrigo Álvarez y Bernardo de Toro; pero las relaciones del auto no cuentan más que lo dicho (1995).

    Aunque ya había registrado la Inquisición las herejías de los alumbrados en sus edictos de gracia y delaciones de 1568 y 1574, creyó conveniente el cardenal D. Andrés Pacheco, inquisidor general, atajar los progresos de aquella vil herejía con un nuevo y especial edicto, que lleva la fecha de 9 de mayo de 1623, y va dirigido especialmente a los fieles del arzobispado de Sevilla y obispado de Cádiz (1996), mandándoles denunciar las Juntas y con ventículos secretos de los alumbrados, dexados o perfectos, y haciendo catálogo de los setenta y seis errores en que más frecuentemente [173] incurrían. Indicaré sólo los puntos principales para repetirme lo menos posible:

    l.º Que la oración mental es de precepto divino y que con ella se cumple todo lo demás.

    2.º Que los siervos de Dios no han de ejercitarse en trabajos corporales.

    3.º Que no se ha de obedecer a prelado, padre ni superior en cuanto mandaren cosa que estorbe la contemplación.

    4.º Que ciertos ardores, temblores y desmayos que padecen son estar en gracia y tener el Espíritu Santo y que los perfectos no tienen necesidad de hacer obras virtuosas.

    5.º Que se puede ver, y se ve en esta vida, la esencia divina y misterios

de la Santísima Trinidad cuando se llega a cierto punto de perfección, en que el Espíritu Santo gobierna interiormente a sus elegidos.

    6.º Que, habiendo llegado a cierto punto de perfección, no se deben ver imágenes santas ni oír sermones, ni obliga en tal estado el precepto de oír misa.

    7.º Que la persona que comulga con mayor forma o con más formas es más perfecta.

    8.º Que puede una persona llegar a tal estado de perfección, que la gracia anegue las potencias, de manera que no pueda el alma ir atrás ni adelante.

    9.º Que es vana la intercesión de los santos.

    10.º Que solamente se ha de entender lo que Dios entiende, que es a sí mismo y en sí mismo y a las cosas en sí mismo. (Especie de visión en Dios, al modo de Malebranche.)

    11.º Que la vista de Dios, comunicada una vez al alma en esta vida, se queda perpetuamente en ella, a voluntad del que la tuvo.

    12.º Que en los éxtasis no hay fe, porque se ve a Dios claramente, viniendo a ser el rapto un estado intermedio entre fe y gloria (1997).

    Leído este edicto en las iglesias a la hora de misa mayor, fue de extraordinario efecto. Muchos vinieron a delatarse espontáneamente para que les alcanzase la benignidad del edicto, que ofrecía despacharlo secretamente y con penitencias favorables. Según una carta anónima de Sevilla, conservada en un códice de la Universidad de Salamanca (1998), «la mayor parte de la ciudad estaba inficionada, y particularmente mujeres, entre ellas señoras muy principales, nobles y ricas... No hay duquesa ni marquesa, ni mujer alta ni baja, excepto las que se confiesan con frailes dominicos, que no tengan algo que decir de lo que rezan los edictos».

    Escribiéronse dos refutaciones de esta herejía en son de comentar el edicto, ambas con perverso gusto, muy indigestas y [174] poco verídicas y noticiosas. La primera fue predicada en forma de sermones a su pacientísimo auditorio de la villa del Arahal Por el Licdo. Antonio Farfán de los Godos (1999), distinto de otro del mismo apellido que imprimió en Salamanca un libro muy raro contra los estudiantes que decían no ser pecado la simple fornicación. El otro Dr. Farfán, de Sevilla, compara a los alumbrados con «los caballos viciosos que andan relinchando alrededor de las yeguas y que tienen su carne por letrado jurisconsulto». Al tenor de este rasgo es todo lo demás. La otra confutación, todavía más insípida y no menos rara, lleva el extraño título de Empresas espirituales y morales, en que se finge que diferentes supuestos las traen al modo extrangero, representando el pensamiento en que más pueden señalarse, así en virtud como en vicio, de manera que puedan servir a la christiana piedad. El Primer discurso es todo contra la secta de los agapetas o alumbrados. Y es autor del libraco el prior de la villa de Javalquinto (obispado dé Jaén), Mtro. Juan Francisco de Villava, que tiene, a lo menos, el mérito de haber mostrado el parentesco de los alumbrados con las sectas gnósticas de los primeros siglos y con los luteranos. Fuera de esto, el libro vale poco. Ni merecía esta soez herejía más lucidos refutadores (2000).




- VI -
Otros procesos de alumbrados en el siglo XVII. -La beata María de la Concepción. -Las monjas de San Plácido y fr. Francisco García Calderón.

    El número de causas de falsa devoción es grande en todo el siglo XVII, pero vista una, están vistas todas. Ni siquiera hay variedad en los pormenores. Así, por ejemplo, en el auto de fe de Madrid de 21 de Junio de 1621 salió con sambenito, coroza y mordaza la célebre embaucadora María de la Concepción, beata que presumía de santa, con ser lujuriosa y desenfrenada, y fingía visiones y éxtasis. Se la condenó a doscientos azotes y a cárcel perpetua. Y la sentencia la acusa de haber hecho pacto expreso con el demonio y seguido los errores de Arrio, Nestorio, Elvidio, Mahoma, Calvino y, finalmente, de los materialistas y ateístas; aunque yo creo, salvo todo el respeto debido al santo Tribunal, que de ninguno de estos personajes y sectas tenía aquella beata ignorante la más leve idea (2001). [175]

    En Valladolid y en toda Castilla la Vieja pasaba por santa la Madre Luisa de la Ascensión, vulgarmente llamada la monja de Carrión. Era más bien ilusa y engañada que engañadora y de ninguna manera hereje. Contábanse de ella mil prodigios y, sobre todo, que tenía las llagas o estigmas de la pasión en las manos. La Inquisición descubrió el engaño en 1635 y mandó recoger las devociones y reliquias de cruces, cuentas, Niños Jesús, láminas, etc., que con el nombre de la Madre Luisa andaban (2002). Con todo eso, el pueblo siguió venerándola.

    Sería vana e inútil prolijidad traer a cuento otros procesos del mismo género, como el de la toledana Lucrecia, de León, el de Juana la Embustera, de Madrid, y el de Manuela de Jesús María, todos los cuales corresponden a los reinados de Felipe III y Felipe IV, en que fue grande la inundación de supercherías así en la vida como en la historia. Pero en tales causas nada de dogma se atravesaba, y vale más dejarlas dormir en el olvido. Sáquelas en buena hora a la luz quien busque noticias de costumbres o quiera satisfacer una curiosidad algo pueril.

    Más atención merece, siquiera por lo ruidoso, el proceso de las monjas de la Encarnación Benita de San Plácido, de Madrid. Pocos años llevaba de fundación este convento, y con no poca fama de perfección religiosa, cuando comenzaron a advertirse en él extrañas novedades, que muy luego abultó la malicia. Díjose que casi todas las monjas (veinticinco de las treinta que había) estaban endemoniadas, y entre ellas la priora y fundadora, Doña Teresa de Silva, moza de veintiocho años y de noble linaje. El confesor, Fr. Francisco García Calderón, natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, no se daba paz a exorcizarlas, y entre visajes y conjuros se pasaron tres años, desde 1628 a 1631, hasta que el Santo Oficio juzgó necesario tomar cartas en el asunto y llevó a las cárceles secretas de Toledo al confesor, a la abadesa y a las monjas. Tras varios incidentes de recusación, fue sentenciada la causa en 1633, declarando al Padre Calderón «sospechoso de haber seguido a varios herejes, antiguos y modernos, especialmente a gnósticos, agapetos y nuevos alumbrados, y los errores de los pseudo Apóstoles, los de Almarico, Serando y Pedro Joan». Tuvo, añade la sentencia, deshonesto trato con una beata, hija suya de confesión, ya antes castigada en el Santo Oficio por alumbrada y por pacto expreso con el demonio; y aún después de muerta predicó él un sermón en loor de ella y la hizo venerar por santa. Decía que «los actos ilícitos no eran pecados, antes, haciéndose en caridad y amor de Dios, disponen a mayor perfección, y no son estorbo para la oración y contemplación, sino que por ellos mismos, y poniendo el corazón en Dios, se puede conseguir un alto grado de oración». Tenía pensamientos de reforma de la Iglesia y de que él y sus monjas habían de convertir al mundo, a lo cual [176] llamaba segunda redención y complemento de la primera. Pensaba llegar a ser cardenal y papa y excitar a los príncipes a la conquista de Jerusalén, y trasladar allí la Sede apostólica, y reunir un concilio, en que se explicaría el sentido oculto del Apocalipsis y el de los plomos del Sacro-Monte (!!). Y, finalmente, llamaba inicuo e injusto al Tribunal de la Fe.

    Por más que Fr. Francisco negó lo de ser alumbrado ni hereje y dijo que en los actos libidinosos había procedido «como flaco y miserable», sin pensar ni dogmatizar que fuesen buenos, se le condenó a abjuración de vehementi, a sufrir ciertos disciplinazos y a reclusión perpetua en una celda de su convento, con obligación de ayunar tres días a la semana y no comulgar sino en las tres Pascuas» (2003). Las, monjas abjuraron de levi y se las repartió por varios conventos con diversas penitencias. La abadesa quedó privada de voto activo y pasivo en la comunidad por ocho años.

    Y, sin embargo (¡ejemplo singular de lo falible de la justicia humana aun en los tribunales más santos y calificados!), fue inicua la sentencia, a lo menos en lo relativo a las monjas, y el mismo Tribunal vino a reconocerlo por nueva sentencia diez años adelante. Y las cosas acaecieron de este modo:

    Tales muestras de fervor, buena vida y humildad cristiana daba en su penitencia la priora, que, convencidos de su inocencia los prelados de su religión, lograron de ella, no sin dificultad, que apelase al Consejo de la Suprema contra la sentencia de la Inquisición toledana; moviéndola a este paso no tanto el cuidado de su buen nombre como la honra de todo el instituto benedictino, comprometido al parecer por aquel escandaloso proceso. Doña Teresa hizo constar que todo había sido maraña urdida por Fr. Alonso de León, enemigo acérrimo del confesor, y por el comisionado de la Inquisición, Diego Serrano, que aturdió a las monjas, y falsificó sus declaraciones, y les hizo firmar cuanto él quiso, minis et terroribus. Probó hasta la evidencia que jamás había penetrado en su monasterio la herejía de los alumbrados ni otra alguna y que eran atroces calumnias las torpezas que se imputaban a las religiosas. Dijo que realmente ella y las demás [177] se habían creído endemoniadas y que el confesor las exorcizaba de buena fe, pero que quizá hubiera sido todo efecto de causas naturales (fenómenos nerviosos que hoy diríamos). «Sólo Dios sabe -añade la priora- cuán lejos estuve de los cargos que me hicieron, los cuales fueron puestos con tal unión, enlace y malicia, que, siendo verdaderas todas las partes de que se componían en cuanto a mis hechos y dichos, resultaba un conjunto falso y tan maligno, que no bastaba decir la verdad, sencilla de lo sucedido para que pareciese la inocencia..., y así, con la verdad misma me hice daño, por las malas y falsas consecuencias que se sacaban contra mí».

    Hay tal sinceridad y candor en todas las declaraciones de la priora, hasta en lo que dice del demonio Peregrino, de quien se juzgaba poseída, que ni por un momento puede dudarse de su culpabilidad. No así de la del confesor, que parece hombre liviano y enredador, aunque no fuera hereje. El confesó tratos deshonestos, pero con cierta beata, nunca con las monjas.

    La Inquisición mandó revisar los autos, hizo calificar de nuevo las proposiciones (2004) por los más famosos teólogos de varias órdenes y por sentencia de 5 de Octubre de 1638 restituyó a las monjas en su buen nombre, crédito y opinión, dándoles testimonio público de esta absolución, de la cual se envió un traslado al Papa otro al Rey. Del confesor nada se dice, lo cual prueba que no le alcanzó el desagravio (2005).




- VII -
El quietismo. -Miguel de Molinos (1627-1696). Exposición de la doctrina de su «guía espiritual».

    De la vida de este famoso heresiarca antes de su viaje a Roma apenas quedan noticias. De él, como de otros disidentes nuestros, puede decirse que no fue profeta en su patria ni le conoció nadie hasta que los extraños le levantaron en palmas. Era un clérigo oscuro, natural de Muniesa, en la diócesis de Zaragoza, y se había educado en Valencia, donde tuvo un beneficio y fue confesor de unas monjas. Se jactaba de haber sido discípulo de los Jesuitas del colegio de San Pablo, a quienes apoyó en sus cuestiones con la Universidad.

    Fue a Roma en solicitud de una causa de beatificación el año 1665, pontificado de Clemente IX. De los documentos que tenemos a vista consta que moraba cerca del arco de Portugal, en la calle del Corso, y que de allí se trasladó a otra casa de la calle de la Vite. Asistía muy de continuo a la congregación llamada Escuela de Cristo, en San Lorenzo in Lucina, que más adelante se estableció en Santa Ana de Monte-Cavallo, hospicio [178] de religiosas descalzas de Santa Teresa; luego cerca de la iglesia de San Marcelo, en las casas del cardenal de Aragón, y finalmente, en la iglesia de San Alfonso, de PP. Agustinos Descalzos españoles. Esta congregación fue el primer foco del quietismo, y Molinos llegó a dominarla a su albedrío, arrojando de ella a más de cien hermanos que le eran hostiles. Pronto su fama de piedad y religión le abrieron las puertas de las principales casas de Roma. Parecía buena y sana su doctrina, como que recomendaba sin cesar las obras espirituales del Venerable Gregorio López y del P. Falcón (2006).

    Era, conforme le describen las relaciones italianas del tiempo, «hombre de mediana estatura, bien formado de cuerpo, de buena presencia, de color vivo, barba negra y aspecto serio». Pasaba por director espiritual sapientísimo y por hombre muy arreglado en vida y costumbres, aunque no muy dado a prácticas exteriores de devoción.

    El fundamento de esta reputación estribaba en un libro tan breve como bien escrito, especie de manual ascético, cuyo rótulo a la letra dice: Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación (2007). No imprimió esta obrilla el mismo Molinos, sino su fidus Achates, Fr. Juan de Santa María, que recogió para ella aprobaciones de Fr. Martín Ibáñez de Villanueva, Trinitario calzado, calificador de la Inquisición de España; del P. Francisco María de Bologna, calificador de la Inquisición romana; de fray Domingo de la Santísima Trinidad; del P. Martín Esparza, Jesuita, y del P. Francisco Jerez, Capuchino, definidor general de su Orden. La primera edición se hizo en 1675; reimprimióse al año siguiente en Venecia, y con tal entusiasmo fue acogida, que en seis años llegaron a veinte las ediciones en diversas lenguas. Hoy son todas rarísimas; yo la he visto en latín (2008), en francés y en italiano, pero jamás en castellano; y es lástima, porque debe ser un modelo de tersura y pureza de lengua. Molinos no estaba contagiado en nada por el mal gusto del Siglo XVII, y es un escritor de primer orden, sobrio, nervioso y concentrado, cualidades que brillan aún a través de las versiones. [179]

    Con todo eso, la Guía espiritual es uno de los libros menos conocidos y menos leídos del mundo, aunque de los más citados. Yo voy a presentar un fiel resumen de ella, que muestre su importancia en la historia de las especulaciones místicas. Es fácil analizarla, porque Molinos, al contrario de su paisano Servet, con quien tiene otros puntos de contacto, se distingue por la claridad y el método.

    El editor, Fr. Juan de Santa María, quiere persuadirnos de que Molinos escribió la Guía «sin otra lectura ni estudio que la oración y el martirio interior, sin más artificio que los movimientos del corazón, sin otra mira que la de responder a la inspiración y, por decirlo así, a la violencia divina». A despecho de tales pretensiones, comunes en todos los iluminados, v. gr., en Juan de Valdés, Molinos era hombre de grandes lecturas místicas, así ortodoxas como heterodoxas, y con frecuencia cita y aprovecha, torciéndolos a su propósito, conceptos y frases de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, lo mismo que de Ruysbroeck y de Tauler o del Aeropagita y de San Buenaventura.

    Molinos empieza por definir la mística ciencia de sentimiento, que se adquiere por infusión del espíritu divino, no por la lectura de los libros ni por sabiduría humana. Dos caminos hay para llegar a Dios: uno, la meditación y el razonamiento; otro, la fe sencilla y la contemplación. El primero es para los que comienzan; el segundo, para los ya adelantados, en quienes es preciso que el amor vuele, dejando al entendimiento atrás. Cuando el alma ha roto los lazos de la razón, Dios obra en ella y la llena de luz y de sabiduría. En tal estado, basta fe general y confusa, y aun negativa, que con serlo, excede siempre a las ideas más claras y distintas que se forman de Dios mediante las criaturas.

    La meditación es cosa distinta de la contemplación, aunque una y otra sean formas de oración; pero la primera es obra de la inteligencia; la segunda, del amor. Puede definirse la contemplación: una vista sincera y dulce sin reflexión ni razonamiento. Para alcanzarla es fuerza abandonar todos los objetos creados, así espirituales como materiales, y ponerse en manos de Dios. En el interior del alma se halla su imagen, se escucha su voz, como si no hubiera en el mundo más que él y nosotros.

    La contemplación se divide en acquisita o activa e infusa o pasiva. La primera es imperfecta y está en mano del hombre llegar a ella, si Dios le llama por ese camino y le da los auxilios de la gracia. Las señales de esto son: 1.ª incapacidad de meditar; 2.ª tendencia a la soledad; 3.ª fastidio y disgusto de los libros espirituales; 4.ª firme propósito de perseverar en la oración; 5.ª vergüenza de sí misma, horror extremo del pecado y profundo respeto a Dios. En cuanto a la contemplación infusa, que Molinos describe con palabras de Santa Teresa en el Camino de perfección (c. 25), es una pura gracia de Dios, que la da a quien Él quiere. [180]

    El objeto de la Guía es desterrar la rebelión de nuestra voluntad y conducirla a la paz y recogimiento interior. No hay que arredrarse por las tinieblas, por la sequedad y las tentaciones. Son medios de que Dios se vale para purificar el alma. «Es fuerza que sepáis -dice Molinos- que vuestra alma es el centro, el asiento y el reino de Dios. Si queréis que el Soberano Rey venga a sentarse en el trono de vuestra alma, debéis tenerla limpia, tranquila, vacía y sosegada; limpia de pecados y de defectos; tranquila y exenta de errores; vacía de pensamientos y deseos; sosegada en las tentaciones y aflicciones».

    Cuando el alma se encuentra privada del razonamiento, debe perseverar en la oración y no afligirse, porque su mayor felicidad se halla en ese estado. Esta sequedad y estas tinieblas son el camino más breve y seguro para llegar a la contemplación. Sufrir y esperar, pues, que Dios hará lo restante. Hay que marchar con los ojos cerrados, sin pensar ni razonar absolutamente. A Dios hemos de buscarle no fuera, sino dentro de nosotros mismos. El alma no debe afligirse ni dejar la oración aunque se siente oscura, seca, solitaria y llena de tentaciones y tinieblas. La oración tierna y amorosa es sólo para los principiantes, que aún no pueden salir de la devoción sensible. Al contrario, la sequedad es indicio de que la parte sensible se va extinguiendo, y, por lo tanto, buena señal; como que produce todos estos bienes: 1.º, perseverancia en la oración; 2.º, disgusto de todas las cosas mundanas; 3.º, consideración de nuestros defectos propios; 4.º, advertencias secretas, que impiden cometer tal o cual acción y mueven a corregirse; 5.º, remordimiento de cualquier falta ligera; 6.º, deseos ardientes de sufrir y hacer cuanto Dios quiera; 7.º, inclinación poderosa a la virtud; 8.º, conocerse el alma a sí misma y despreciar las criaturas; 9.º, humildad, mortificación, constancia y sumisión. De ninguno de estos efectos se da cuenta el alma por entonces, pero los reconoce después.

    Hay dos especies de devoción: la esencial y verdadera y la accidental y sensible. Debe huirse de la segunda, y aun despreciarla, si se quiere adelantar en la vía interior.

    Ni ha de creerse que cuando el alma permanece quieta y silenciosa está en la ociosidad, antes el Espíritu Santo trabaja entonces en ella, y las tinieblas que Dios envía son el camino más derecho y seguro: aniquilan el alma y disipan todas las ideas que se oponen a la contemplación pura de la verdad divina.

    No llegará el alma a la paz interior si antes Dios no la purifica. Los ejercicios y mortificaciones no sirven para eso. El deber del alma consiste en no hacer nada proprio motu, sino someterse a cuanto Dios quiera imponerle. El espíritu ha de ser como un papel en blanco, donde Dios escriba lo que quiera. Ha de permanecer el alma largas horas en oración muda, humilde y sumisa, sin obrar, ni conocer, ni tratar de comprender cosa alguna. Será acrisolada con todo linaje de tormentos interiores [181] y exteriores y se desatarán contra ella todas las pasiones y los deseos impuros. Pero no debe inquietarse ni apartarse del camino espiritual por más recia que la tempestad brame. La tentación sirve para probar al hombre y hacerle sentir su bajeza, y en la tentación se apura y acendra el alma como en el crisol el oro. «Las tentaciones -concluye Molinos- son una gran felicidad. El modo de rechazarlas es no hacer caso de ellas, porque la mayor de las tentaciones es no tenerlas».

    La fe debe ser pura, sin imágenes ni ideas; sencilla y sin razonamientos; universal, sin reflexión sobre objetos distintos. En medio del recogimiento asaltarán al alma todos sus enemigos; pero el alma saldrá ilesa y triunfante con ponerse en las manos de Dios, hacer un acto de fe, separarse de todo lo sensible y permanecer inactiva, retirada en la parte superior de sí misma, abismándose en la nada, como en su centro, y sin pensar en nada, y mucho menos en sí misma. Dios hará lo demás. No se pierde la contemplación virtual y adquirida aunque la molesten mil pensamientos importunos, con tal que no se consienta en ellos.

    Los trabajos ordinarios de la vida (estudiar, predicar comer, beber, negociar, etc.) no se apartan del camino de la contemplación, que virtualmente se sigue dada la primera resolución de entregarse a la voluntad divina.

    La meditación no comunica al alma más que algunas verdades particulares; sólo en la contemplación se halla la verdad universal. Puede entrarse en el mar inmenso de la divinidad teniendo presentes los misterios de la humanidad de Jesucristo; pero mejor por un acto sencillo de fe que por la meditación, la cual, por lo que tiene de racional y sensible, no es del agrado de Molinos. El está por la contemplación pura, en que callan las palabras, los deseos y los pensamientos.

    El libro segundo de la Guía espiritual está dedicado, en su mayor parte, a consejos sobre la elección de un director espiritual que allane los caminos de la gracia. «Un buen confesor -dice- es más conveniente que muchos libros místicos y espirituales; los libros hacen más daño que provecho, porque están llenos de conocimientos razonados». A este confesor hay que someterse en todo con obediencia sencilla, pronta y ciega, porque la santa inacción vale mucho más que todos, los esfuerzos propios contra los malos pensamientos y los escrúpulos.

    Los avisos a los confesores son, en general, sabios y prudentes; requiere en ellos luz, experiencia y vocación divina, y les aconseja que no se mezclen en los negocios temporales de sus penitentes; que no acepten nunca el cargo de ejecutores testamentarios; que no visiten a sus hijas de confesión; que huyan de toda hipocresía; que impongan penitencias moderadas, para que sea más fácil cumplirlas, que no acepten regalos; que no crean ni condenen de ligero las revelaciones que les cuenten.

    Es medio eficacísimo la frecuente comunión para adquirir [182] todas las virtudes, en especial la paz interior. A pesar de las frialdades y sequedades, deben acercarse a la sagrada mesa las almas interiores y espirituales, aunque se encuentren mal dispuestas, sin devoción y sin fervor, con tal que tengan firme resolución de no pecar.

    No es preciso entregarse a penitencias austeras e indiscretas, que pueden fomentar el amor propio e inspirarnos acritud hacia el prójimo. Son buenas y santas sin embargo, con tal que estén medidas por la discreción y por los avisos de un buen director. En la vía iluminativa y en la unitiva deben ser muy moderadas. Las penitencias que uno voluntariamente se impone, aunque sean rigurosas, parecen siempre más dulces que las ordenadas por voluntad ajena, pero deben preferirse éstas por lo que mortifican el amor propio. Más fácil es mortificar el cuerpo que el espíritu, pero es más meritoria la mortificación espiritual.

    En el libro tercero está lo culminante del sistema: la proclamación más elocuente que se ha hecho nunca del nihilismo estático.

    Después de repetir que la paz interior no se logra por dulzuras sensibles ni consuelos espirituales, sino por la perfecta abnegación de sí mismo, añade que Dios purifica el alma de dos maneras: por angustias y tormentos espirituales y por el fuego de un amor ardiente e impetuoso. Para que un alma se convierta en celeste, de terrena que era: para que se una con Dios y goce del soberano Bien, es preciso que sea purificada en el fuego de la tribulación, superior a la de los mártires, porque a éstos los consolaba Dios, al paso que aquí Dios hiere y se esconde. Mas no ha de buscar el alma consuelos sensibles, sino encerrarse y sumergirse en la nada. No consiste la felicidad en gozar, sino en padecer con espíritu tranquilo y sumiso. Hay otro martirio todavía más útil y meritorio, que es sólo para los ya curtidos en la lid espiritual, a saber: un fuego de amor divino que abrasa el alma y la consume en deseos amorosos. Molinos describe admirablemente las angustias de este amor.

    «Si no encontráis a Dios en todo -continúa después de esa efusión- aún estáis muy lejos de la perfección. El verdadero amor se conoce en sus frutos, que son una humillación profunda y un deseo sincero de ser mortificado y despreciado. En el fondo de nuestra alma está el asiento de la felicidad; allí nos descubre el Señor sus maravillas. Perdámonos, sumerjámonos, en el mar inmenso de su bondad infinita, y quedemos allí fijos e inmóviles. Muramos sin cesar para nosotros mismos; conozcamos nuestra miseria». Y aquí Molinos dirige la palabra al alma, y la desprecia y la abate y enumera implacablemente sus defectos.

    Convencidos ya de nuestra bajeza, con verdadera humildad, no con la que nace de orgullo secreto, «entonces es cuando el divino Esposo, suspendiendo las facultades del alma, le infunde un sueño dulce y tranquilo, en que goza el espíritu con un reposo increíble, sin saber en qué consiste su gozo». El alma elevada [183] a este estado pasivo se encuentra unida con el sumo Bien, sin que esta unión le cueste fatiga, y se llena de luz y de amor.

    Dios no ilumina siempre ni por igual modo; unas veces da más luz al entendimiento, otras más amor a la voluntad. El alma puede levantarse a la contemplación infusa por dos caminos: el gusto y los deseos. Y la contemplación infusa tiene tres grados: en el primero se llena el alma de Dios y se disgusta de todo lo mundano; el segundo es una como embriaguez espiritual, un éxtasis o elevación del alma; el tercero, una seguridad inquebrantable, que llega hasta el martirio. Aun pueden señalarse otros cinco grados en la contemplación: el fuego, la oración, la elevación, el placer y el reposo.

    Cuatro son los efectos de la contemplación: iluminación, encendimiento, suavidad, inmersión de todas las facultades en Dios. La iluminación es a modo de una ciencia infusa por la cual el alma contempla con delectación la verdad divina; un conocimiento intuitivo de las perfecciones de Dios y de las cosas eternas. La mayor parte de los hombres se dejan guiar de la opinión y juzgan según las falsas ideas que sus sentidos o imaginación les presentan. Pero el sabio, iluminado por la contemplación interior, no juzga de nada, sino guiándose por la verdad esencial que vive en él; y así, oye, concibe, penetra y se levanta sobre todo y sobre sí mismo. Molinos habla con desdén de los sabios escolásticos y de los predicadores retóricos que se predican a sí mismos: «La suprema sabiduría -llega a decir- odia mortalmente las imágenes y las ideas; y la mezcla de un poco de ciencia es obstáculo invencible para la eterna, profunda, pura, sencilla y verdadera sabiduría». Si los sabios mundanos quieren hacerse místicos, tendrán que olvidarse totalmente de la ciencia que poseen, y que, si no lleva a Dios por guía, es el camino derecho del infierno.

    Su verdadera y perfecta aniquilación se funda en dos principios: el desprecio de nosotros mismos y la alta estimación de Dios. Esta aniquilación ha de alcanzar a toda la sustancia del alma, pensando como si no pensase, sintiendo como si no sintiera, etc., hasta renacer, como el fénix, de sus cenizas transformada, espiritualizada y deificada.

    La nada es el camino más breve para llegar al soberano Bien, a la pureza del alma, a la contemplación perfecta y a la paz interior. «Abismaos en la nada y Dios será vuestro todo». En no considerar nada, en no desear nada, en no querer nada..., consiste la vida, el reposo y la alegría del alma, la unión amorosa y la transformación divina. Y con una especie de himno en loor de la nada cierra Molinos su tratado (2009), poético en verdad, [184] aunque con cierto género de poesía enfermiza y enervadora. Es el nirvana búdico, la filosofía de la aniquilación y de la muerte, la condenación de la actividad y de la ciencia; el nihilismo en suma, al cual vienen a parar, por diferente camino, los modernos pesimistas y filósofos de lo inconsciente. Eso es el quietismo, y hoy le volvemos a tener en moda, arreado con los cascabeles germánicos de Schopenhauer y Hartmann. De un modo más idealista y espiritual en Molinos, más grosero y material en los modernos, la cesación y muerte de la conciencia individual es el paradero de ambos sistemas: la felicidad está en la nada.

    Molinos es autor, además, de un brevísimo Tratado de la comunión cuotidiana, que recomendaban mucho todas las sectas alumbradas, y de algunas cartas espirituales. Nicolás Antonio, que le trató mucho en Roma, le atribuye cierta obra publicada a nombre de don Juan Bautista Catalán» (2010).




- VIII -
Proceso y condenación de Molinos. -Ídem de los principales quietistas italianos. -Bula de Inocencio XI.

    No todos ni a primera vista descubrieron el veneno encerrado en la Guía. El arzobispo de Palermo no tuvo reparo en ensalzarla y recomendarla a sus diocesanos en una pastoral que dio en 1687. Y entre los devotos de Roma y de Nápoles llegó Molinos a ser considerado como un oráculo. Continuamente recibía cartas de adhesión a su método. Declaráronse abiertamente por él los cardenales Coloredi, Ciceri y, sobre todo, Petruzzi, obispo de Iesi, a quien llamaban el Timoteo de Molinos. Otros cardenales, v.gr., Casanata, Carpegna, Azzolini y D'Estrées, sin haber hecho prolijo examen del libro, se honraban con la amistad del autor. Muchos eclesiásticos vinieron a Roma a aprender [185] de él su método y casi todas las monjas, excepto las que tenían confesores Jesuitas, se dieron a la oración de quietud, tal como se explica en la Guía. El cardenal D'Entrées, para mayor crédito de la doctrina, hizo trasladar en italiano un libro de Francisco Malaval: Practique facile pour éléver l'âme à la contemplation, en forme de dialogue, obra que muchas veces había sido impresa en Francia y que parecía conforme con la doctrina de Santa Teresa. Petruzzi publicó al mismo tiempo muchos tratados y cartas en apoyo de Molinos (2011). Si hubiéramos de creer algunas relaciones de aquel tiempo, el Papa mismo estaba prevenido en favor de Molinos y pensó darle el capelo (2012).

    Los protestantes recibieron con palmas el quietismo. Gilberto Burnet comparaba la obra de Molinos con la de Descartes, considerando al uno como restaurador de la filosofía, y al otro, como purificador del cristianismo. Para él, el misticismo de la Guía era el mejor aliado de la Reforma, porque condenaba las mortificaciones voluntarias y las tradiciones humanas, las obras exteriores et tout ce fatras de cérémonies. Y él y otros anunciaban apologías del quietismo y ponían en francés y en inglés la Guía y el Tratado de la comunión cuotidiana. [186]

    Al fin abrieron los ojos los celadores de la fe, y Jesuitas y Dominicos se conjuraron contra los quietistas. El P. Couplet, en el prólogo de su traducción de Confucio, no dudó en asimilarlos con los budistas de la China. Y el P. Segneri, insigne entre los predicadores y místicos italianos, sostuvo en su libro del Accordo dell'azione e del riposo nell'orazione que tal estado no es para todos, ni puede ser continuado por largas horas, ni menos en todo el curso de la vida; y que para el común de las gentes vale más atenerse a la meditación y a los usos de la Iglesia. Acusaba a Molinos de olvidar demasiado la humanidad de Cristo y aun toda la parte dogmática de la religión.

    La Inquisición romana tomó cartas en el asunto y mandó examinar los libros de Molinos, Petruzzi y sus impugnadores. Aquéllos se defendieron bien, y con esto creció la importancia de los quietistas, aunque algunos dieron en sospechar que Molinos fuera un alumbrado o tal vez algún enemigo oculto de la religión descendiente de moros o judíos, tacha que solían poner en Roma a los españoles. Y aun parece que se pidieron informes reservados a España, sin que resultara nada contra la limpieza de sangre del beneficiado aragonés.

    Comenzó a susurrarse que los quietistas formaban una secta pitagórica, con iniciaciones esotéricas y secretos conciliábulos, en que enseñaban errores de moral peligrosísimos. Lo cierto es que se les veía evitar cuidadosamente muchas devociones y hasta parecían limitarse a lo interno del culto.

    Cuentan que el P. La Chaise, confesor de Luis XIV, le persuadió, a seguida de las dragonadas y del edicto de Nantes, que era preciso hacer un esfuerzo para acabar con los quietistas, de quienes se decía que eran en Roma un elemento político en pro de los intereses de la casa de Austria y contra Francia. El arzobispo de París aprobó este parecer, y el rey ordenó a su embajador en Roma, cardenal D'Estrées, perseguir a los quietistas. El cardenal pasaba por amigo de Molinos, pero se decidió a obedecer a su rey, y denunció al jefe de los quietistas, presentando varias cartas suyas y refiriendo conversaciones que con él había tenido mientras fue su amigo, aunque fingido y con el único propósito de descubrir sus marañas. Así dijo.

    El Santo Oficio decretó en mayo de 1685 la prisión de Molinos (2013), y en febrero del año siguiente, la del conde y la condesa Vespiniani: D. Paulo Rocchi, confesor del príncipe Borja, con algunos de sus criados y otras personas, hasta el número de setenta. A la condesa Vespiniani y a su marido se los puso muy luego en libertad. En poco tiempo, más de doscientas personas fueron a las cárceles inquisitoriales. Se hizo visita en varios conventos, y muchas religiosas declararon haber dejado por precepto de sus confesores las prácticas externas para darse a [187] la pura contemplación. No se les impuso más castigo que quitarles los libros de Petruzzi y Molinos. El nepote del Papa, don Livio, duque de Cesi, en quien recaía alguna sospecha, se retiró a su quinta, cerca de Cività-Vecchia.

    Catorce testigos depusieron contra Molinos, acusándole de haber defendido la oración de quietud y el aniquilamiento interior con todas sus últimas consecuencias; de haber defendido la licitud de los actos carnales y cometídolos él mismo; de haber enseñado el desprecio a las santas imágenes, crucifijos y ceremonias exteriores; de haber disuadido la entrada en religión; de haber aconsejado a sus discípulos que ocultasen la verdad y diesen respuestas equívocas en caso de ser perseguidos.

    Respondió Molinos que sólo había enseñado la licitud de los malos actos en el caso de no intervenir en ellos la razón ni la voluntad, sino el inferior sentido, instigado por el demonio, y permitiéndolo Dios para probar y purificar el alma. Que había enseñado la doctrina del quietismo sólo para los que van por el camino de la perfección, teniendo y considerando las ceremonias externas como inferiores a la unión que por el quietismo se logra. Negó haber tenido conventículos ni permitido actos lascivos, aunque los había excusado en diecisiete penitentes suyos, que nombró, aconsejando a unos que se confesasen y a otros no, según le parecía que había pecado o no la voluntad. Confesó los suyos propios, siempre con la bellaquería de explicarlos por el quietismo y no con consentimiento de la voluntad. Y acabó sometiéndose al Santo Oficio, reconociendo por suyas las proposiciones de la Guía, sin querer admitir defensor y pronto a abjurar de todas ellas.

    La ceremonia, que fue ruidosa, tuvo lugar en Santa María sopra Minerva, famosa iglesia de PP. Dominicos. El 2 de septiembre de 1687, a las cuatro de la madrugada, Molinos fue trasladado al convento en una carroza con el P. Comisario y los alcaides del Santo Oficio, no sin buena guarda de esbirros. Por la mañana le vieron en la sacristía algunas personas de cuenta, a una de las cuales echó en cara su importuna curiosidad de ver a un hombre infamado. Después de comer y reposar, apareció en el púlpito de la iglesia con ostentación y sin muestras de arrepentimiento. Llenóse el templo de gente, y mucha hubo de quedarse en la calle. Mientras se leía la relación del proceso gritaron algunos: «¡Al fuego!», pero los cardenales allí presentes impusieron silencio. Molinos permaneció inmutable, sin señal alguna de temor ni de confusión. La sentencia le declaraba hereje dogmático y le condenaba a cárcel perpetua, a llevar siempre el hábito de la penitencia, a rezar todos los días el credo y una parte del rosario, con meditaciones sobre los misterios, y a confesar y comulgar cuatro veces al año (en Navidad, Pascua de Resurrección, Pentecostés y Todos los Santos) con el confesor que el Santo Oficio le señalase. Con [188] él abjuraron dos hermanos de Casa Leoni, uno sacerdote y seglar el otro (2014). No vuelve a saberse más palabra de Molinos hasta su muerte, acaecida en 28 de diciembre de 1696.

    Entre todos los quietistas procesados entonces no hay más españoles que Molinos y un tal Pedro Peña, aragonés, que por once años había sido criado o secretario suyo, y le tenía por santo y había enseñado a muchos sus doctrinas. Se le condenó a abjuración pública y prisión perpetua, con obligación de recitar todos los días el símbolo de los apóstoles, y cada semana, el rosario, y confesarse en las tres Pascuas. A los hermanos Leoni se les acusa nada menos que de aspirar a una reforma en la Iglesia y nueva interpretación de las Escrituras.

    Más se dilató que la sentencia de Molinos la de su amigo y discípulo el cardenal Petruzzi, a quien parecía proteger su alta dignidad. Así y todo, hubo de abjurar cincuenta y cuatro proposiciones, calificadas, respectivamente, de falsas, malsonantes, temerarias, escandalosas, perniciosas y, peligrosísimas, sapientes haeresim, erróneas, carnales y diabólicas, las cuales confesó haber enseñado de buena fe en sus libros, que fueron asimismo prohibidos. Previa esta retractación, fue absuelto de las censuras y renunció a todas sus dignidades.

    En 5 de octubre de 1687, y con ocasión del jubileo, se dio edicto de gracia o de indulto, como en Roma decían, a los quietistas que compareciesen a abjurar en el término de tres meses. Se mandó disolver las congregaciones que en diversas partes de Italia se habían formado bajo pretextos espirituales, muchas [189] de ellas anteriores a Molinos. Ya en 1655, el nuncio en Venecia, Carlos Caraffa, había dado aviso al Santo Oficio de las herejías sembradas en la Valcamonica (diócesis de Brescia) por el milanés Giacoppo di Filippo, rector del oratorio de Santa Pelagia, en Milán. Sus sectarios se llamaban pelaginos y aún iban más allá que los molinosistas, puesto que condenaban la confesión, la comunión y todo género de ceremonias religiosas. Hízose diligente inquisición en aquel valle, próximo a la Valtellina, y se averiguó que existían congregaciones de más de seiscientas personas, dirigidas por el arcipreste de Pisogno, Ricccaldini, y que practicaban una especie de oración de quietud, con gran menosprecio del culto externo. Se mandó cerrar los oratorios y fue extrañado del territorio bresciano el arcipreste y castigados con diversas penitencias sus cómplices (2015).

    En 1671, el inquisidor de Casal había denunciado a un tal Antonio Gijardi, médico. francés, que enseñaba en el Montferrato una doctrina semejante a la de los pelaginos, contando entre sus secuaces al conde Mauricio Scavampi. El médico confesó haber aprendido su doctrina acerca de la oración de quietud de una monja ursulina de la diócesis de Viena, del Delfinado. Con saludable rigor logró cortar el obispo de Alba esta herejía muy en sus principios. Enviada a Roma la instrucción que la monja había dado al médico, declaráronla católica los calificadores, a pesar de lo cual, y por los peligros que pudieran seguirse, se mandó al médico que no siguiera enseñándola. Con todo eso, sus discípulos la propagaron en el Piamonte, y el Genovesado, especialmente en la diócesis de Savona, según resulta de un aviso del inquisidor de Génova en 24 de agosto de 1675. En Córcega aparecieron también algunos herejes, y hubo que estorbar la impresión de un libro quietista intitulado La Sunamitide della Sacra Cantica, reducido a sostener que podía llegarse a la unión mística sin pasar por las vías purgativa e iluminativa.

    Al mismo tiempo, el inquisidor de Alejandría de la Palla envió nueva denuncia contra el conde Mauricio Scavampi, y el obispo de Savona vedó rigurosamente tales enseñanzas por edicto de 12 de diciembre de 1675. Como los términos eran demasiado generales y parecían condenar toda oración mental, el Santo Oficio comunicó una aclaratoria al obispo en 27 de abril de 1676. Más tarde se esparcieron doctrinas semejantes en la diócesis de Espoleto por un tal Giacoppo Lombardi, a quien en 1542 había penitenciado el Santo Oficio de Perusa. Prendiósele en Espoleto y murió en las cárceles. El cardenal Bichi logró traer al buen camino a sus discípulos, que, adoctrinados en los libros de Lombardi, reprobaban casi todas las ceremonias y prácticas del culto externo. Finalmente, hasta en [190] Nápoles prendió la herejía, y el cardenal Caracciolo tuvo que prohibir una apología de la oración de quietud. Cada día se multiplicaban las condenaciones de libros místicos en castellano, francés e italiano. También se procesó al P. Romiti, que dirigía en la diócesis de Camerino una congregación de mujeres quietistas, llamadas filipinas (2016).

    Seguir las vicisitudes y procesos de estos quietistas italianos, que, a lo menos en Sicilia, llegaron hasta el siglo XVIII, fuera materia curiosa, pero ajena de este lugar. Bástenos recordar, para fin y remate de esta historia, la bula Caelestis Pastor (de 20 de noviembre de 1688), en que Inocencio XI condenó sesenta y ocho proposiciones molinosistas, no entresacadas todas de la Guía espiritual, sino, además, de los escritos de Petruzzi y de las confesiones y abjuraciones de varios hierofantes de la secta.

    Los principales son:

    «Entregado que sea el libre albedrío a Dios se debe poner en sus manos el cuidado y el pensamiento de toda cosa nuestra, dejando que obre en nosotros, sin nosotros, su divina voluntad.

    -Es acto de imperfección, en quien está resignado a la divina voluntad, pedir a Dios nada, ni darle las gracias por cosa alguna.

    -No conviene buscar indulgencias de la pena debida por los pecados propios, y es mejor satisfacer a la divina justicia que implorar la divina misericordia, porque aquello procede del amor puro de Dios y éstos del amor propio e interesado.

    -Entregado que sea el libre albedrío a Dios no se deben temer ni resistir las tentaciones.

    -Quien en la oración se vale de imágenes y figuras y de propios conceptos no adora a Dios en espíritu y en verdad.

    -Quien ama a Dios como la razón y el entendimiento lo conciben no ama al verdadero Dios.

    -En la oración es necesaria una fe oscura y universal, con reposo o quietud, y olvido de cualquier pensamiento particular y distinto de los atributos de Dios.

    -Los pensamientos que se ocurren en la oración, aunque sean impuros, o contra Dios y sus Santos, o contra la fe y Sacramentos, si se sufren con indiferencia y resignación, no impiden la oración de fe, antes la hacen más perfecta, porque el ánima está más resignada a la divina voluntad.

    -Aunque sobrevenga el sueño, y uno se duerma, la contemplación prosigue, porque oración y resignación son una misma cosa, mientras dura la resignación, dura la oración.

    -No hay más vía mística que la interna.

    -Es bueno el tedio de las cosas espirituales, porque así se purifica el amor propio. [191]

    -El amor suple con modo más perfecto todos los demás actos de las virtudes que se puedan hacer y se hagan en la vía ordinaria.

    -Para el alma interior todos los días son iguales, todos fiestas; todos los lugares son templos.

    -Las almas, en la vía interna, no han de hacer operaciones, ni aun virtuosas, de propia elección, ni actos de amor a la Virgen, a los Santos, a la humanidad de Cristo, por ser estos objetos sensibles.

    -Por fuerte que sea la tentación no debe hacer el alma actos explícitos de virtud opuestos, sino permanecer en el susodicho amor y resignación.

    -Las obras más santas y las penitencias que han hecho los Santos no bastan para alejar del alma una sola tentación.

    -Dios permite y quiere, para humillar hacer llegar a la perfección a algunas almas elegidas, que el demonio cause violencia en su cuerpo y las haga cometer actos carnales y pecaminosos. (Los molinosistas traían, en apoyo de este error, diabólicas y torcidas interpretaciones de algunos lugares de la Escritura, sobre todo de uno del c.16 de Job, y añadían que «tales actos no son pecado, por ser sin consentimiento».)

    -Dios, en los tiempos pasados, hacía los Santos por medio de los tiranos: hoy lo hace por medio de los demonios, que, causándoles las dichas violencias, hace que internamente se humillen, se aniquilen en sí mismos y se resignen en Dios. Job blasfemó, y con todo eso «non peccavit labiis suis», porque fue violencia del demonio. Estas violencias son medio más proporcionado para aniquilar el alma y hacerla llegar a la verdadera transformación y unión.

    -Cuando estas violencias llegan, déjese obrar a Satanás, sin usar propia industria ni propia fuerza, sin inquietarse y sin escrúpulos ni dudas, porque el alma se hace más iluminada, más fortificada y cándida, y adquiere la santa libertad.

    -En la Sagrada Escritura hay muchos ejemplos de violencias y actos externos pecaminosos: como Sansón, que por violencia del demonio se mató juntamente con los Filisteos, se casó con una alienígena y pecó con Dalila, meretriz, cosas todas prohibidas, y que hubieran sido pecados. Como Judit, que mintió a Holofernes. Como Eliseo, que maldijo a los niños. Como Elías, que abrasó a los dos capitanes, con las tropas del rey Acab.

    -Para conocer en la práctica si algún acto de otra persona es violencia del demonio, basta ver si son almas que aprovechan en la vía interna, con luz actual y superior al conocimiento humano y teológico.

    Por esta vía interna se llega, aunque con mucho trabajo, a purificar y hacer morir todas las pasiones, hasta que no se siente nada, nada, ni se experimenta ninguna inquietud, como [192] si se tratara de un cuerpo muerto. Entonces no es posible ni aun el pecado venial.

    -Este camino interno nada tiene que ver con la Confesión ni con los confesores, ni con los casos de conciencia, ni con la Teología o la Filosofía. Las almas perfectas no tienen para qué llegarse al tribunal de la Penitencia, porque Dios suple los efectos del Sacramento, dándoles gracia perseverante.

    Llegada el alma a tal estado, no tiene voluntad, porque Dios se la quita.

    -Se llega por la vía interna a la muerte de los sentidos, como quien está en la nada, y muere de muerte mística, y aunque los sentidos representen las cosas exteriores, no repara en ellas el entendimiento.

    -A los superiores se debe obedecer sólo en lo exterior.

    -El teólogo tiene menos disposición que el hombre rudo e ignorante para ser contemplativo: 1.º, porque su fe no es tan pura; 2.º, porque no es tan humilde; 3.º, porque no tiene tanta seguridad de la salvación; 4.º, porque tiene la cabeza llena de fantasías, especies, opiniones y especulaciones, y no puede acercarse a la verdadera luz» (2017) y (2018).




- IX -
El quietismo en Francia. -El p. Le Combe y Juana Guyón. -Concepción de las «Máximas de los Santos», de Fenelón.

    Aunque el quietismo francés, especialmente en Fenelón, no tomó en sustancia de los molinosistas españoles más doctrina [193]que la del puro amor, conviene decir dos palabras de este ruidoso negocio, ya que amigos y adversarios mezclaron en él el nombre de Molinos. Seré muy breve, porque los documentos abundan y porque la cuestión entre Bosuet y Fenelón es para nosotros de un interés muy secundario.

    En medio de las pompas de Versalles y del carácter algo profano y teatral de aquella corte y de aquella época, el siglo de Luis XIV fue fecundo en místicos teósofos, y los últimos años del desastroso reinado que la adulación llamó grande vieron desarrollarse, al amparo de madama de Maintenon, algo la piedad sincera y mucho la mojigatería. Púsose de moda la devoción, como pocos años más adelante, en tiempo del Regente, la impiedad y la licencia, la hipocresía del vicio sustituida a la hipocresía de la virtud.

    En Francia habían sido muy leídos los místicos españoles y traducidos todos, especialmente Santa Teresa y San Juan de la Cruz. En sus obras se amamantaron tan nobles espíritus como el angélico Obispo de Ginebra y la santa baronesa de Chantal. Pero, mezclados con los libros y enseñanzas de tan sublime doctrina, vinieron, así de España como de Italia, todos los frutos de la demencia de quietistas e iluminados, y a su vez tuvieron discípulos y formaron escuela (2019). No faltó a la secta su Priscila, que nunca se ha visto congregación de alumbrados sin influjo femenino. Sólo que en Francia la iniciadora de esos sueños místicos no fue, ni podía ser, una monja taumaturga o alguna beata andariega, como en nuestra democrática España, sino una mujer de mundo y de alto nacimiento, hermosa, elegante y tan conocida en los salones como en las iglesias. Tal fue Juana de la Mothe Guyón, viuda joven, rica y muy bien emparentada, cuyo púlpito o academia fue el hotel Beauvilliers. Allí la conoció Fenelón.

    En sus escritos, que son innumerables y muy voluminosos (señalándose entre ellos el Medio corto y fácil de hacer oración, la Explicación mística del Cántico de los Cánticos, los Torrentes, las Justificaciones, la Vida íntima y un enorme comentario espiritual a la Biblia) (2020), se da la mano con Molinos, aunque jamás llegó a leerle, y explica, como él, que «el éxtasis perfecto se cumple por la aniquilación total, en que el alma, perdiendo el propio dominio, se abisma en Dios, sin esfuerzo y sin violencia, como quien entra en el lugar que le es propio y natural». Lo mismo que los quietistas italianos, tiene en poco la oración vocal. «Mi corazón -dice- sin ruido de palabras, se hace oír de su bien amado, y oye a su vez el silencio profundo del [194] Verbo siempre elocuente, que habla sin cesar en el fondo del alma».

    A sus errores juntaba madama Guyón una petulancia y vanidad femenil y francesa verdaderamente extraordinarias, y se distinguía por la nota característica de todos los falsos místicos: la ausencia de humildad. Creía recibir visitas de los ángeles; llamábase la esposa del Niño Jesús y la madre espiritual de Fenelón, entonces muy joven, y se juzgaba nacida para la predicación y la enseñanza. Quiso convertir a los ginebrinos, pero el P. Le Combe, barnabita, director de las Jóvenes Católicas de Gex, la retrajo de tal propósito, y formó con ella alianza mística, en que muy pronto el superior entendimiento y la vigorosa iniciativa de la Guyón se sobrepuso al débil carácter de su director.

    «Nuestra unión era tan perfecta -dice madama Guyón-, que no formábamos más que una unidad, de manera que yo apenas podía distinguirle de Dios».

    Juntos dogmatizaron y enseñaron en Marsella, Lyón, Grenoble y, finalmente, en París, donde fue denunciado en 1688 el P. Le Combe como sospechoso de molinosismo por su Análisis de la oración mental. El arzobispo de París, Mons. D'Harlay, obtuvo una orden real para encerrarle en la Bastilla, de donde pasó a la isla de Olerón y, por último, al hospital de Charentón en un estado de furiosa demencia.

    Madama Guyón, encerrada, en las Visitandinas de la calle de San Antonio, se defendió con habilidad. Pero, aunque fuese cierto que no había llegado a las extremas consecuencias del quietismo, también lo era que recomendaba el estado de aniquilación, en que el alma nada quiere, nada desea, ni aun su propia salvación, lo cual llamaba amor desinteresado y perfecto.

    Esta teoría enervadora de la voluntad contagió a Fenelón, que, simple clérigo o abate todavía, pero muy apreciado por la pureza y sencillez de sus costumbres, por lo dulce y ameno de su trato y por la gracia literaria de sus primeros escritos, frecuentaba mucho la corte, y aún más el hotel Beauvilliers, donde era oída como un oráculo, en materias de misticismo, la autora de los Torrentes, libre ya de su reclusión después de ocho meses. «Me interesé por él -dice hablando de Fenelón- con extremada fuerza y dulzura. Parecióme que Dios me unía a él más íntimamente que a ningún otro... El espíritu que hallé en mi interior me pidió el consentimiento para esta unión, y yo le di... Entonces se verificó en mí una como filiación espiritual... Al principio creí que no gustaba de mí... Luego se aclaró un poco el nublado».

    Realmente es cosa que pasma el que una mujer que en tales términos se explicaba, y a quien no sabe uno si calificar de visionaria y loca o de coqueta a lo divino, llegase a influir por tan extraño modo en un espíritu tan recto y claro como el del autor del Tratado de la existencia de Dios y de la refutación [195] de Malebranche. Pero todo hombre tiene los defectos de sus cualidades, y el defecto de Fenelón, dicho sea pace tanti viri, era cierta tendencia al sentimentalismo religioso y declamatorio, de que han solido adolecer los franceses. Como quiera, el buen gusto y el mismo candor y sinceridad de alma del futuro arzobispo de Cambray le libraron de caer en las risibles aberraciones de madama Guyón, a quien entonces se abrían todas las puertas, hasta la del colegio de Saint-Cyr, y sonreían todos, incluso la misma madama de Maintenon. Tan satisfecha estaba la nueva profetisa y maestra de espíritus con su misión providencial, que llegó a decir que «disfrutaba de una felicidad semejante a la de los bienaventurados, salvo la visión beatífica».

    El obispo de Saint-Cyr hizo nueva denuncia contra ella; el obispo de Chartres fulminó un Aviso o Instrucción pastoral, y, entrando en cuidado madama de Maintenon, quitó los libros de la famosa iluminada de manos de las educandas de Saint-Cyr y prohibió a la Guyón la entrada en aquel convento. Con esto acabó de desatarse la tempestad, primero contra ella, luego contra Fenelón. Y al frente de sus contradictores se puso desde luego el gran Bossuet, espíritu dogmático y austero, poco místico, pero teólogo a machamartillo y enemigo de sueños y visiones. Júzguese lo que pensaría de los Torrentes, de los Nuevos Apocalipsis y de la autobiografía que madama Guyón tuvo la torpeza de someter a su examen. Examinados sus escritos e interrogada ella misma en las conferencias de Issy por una comisión de la que formaban parte Bossuet, el obispo de Chalons y el abate Tronson, formulóse en treinta y cuatro artículos una explícita condenación del supuesto estado de contemplación y reposo permanente e invariable y de la muerte espiritual en el sentido de aniquilación y no en el de purificación, como el Apóstol la entiende. La pena impuesta a madama Guyón fue muy leve, si es que merecía llamarse pena: pasar seis meses en Meaux bajo la dirección espiritual de Bossuet, que se proponía convertirla. Ella pasó por todo, y firmó una abjuración de su doctrina, pero pronto dejó la tutela de Bossuet para volverse a París.

    Hasta ahora, Fenelón había intervenido poco en estas cuestiones, limitándose a extractar pasajes de libros místicos sobre el amor puro y la contemplación para que Bossuet los tuviera presentes en las conferencias de Issy. Aún duraba su amistad y también el crédito de Fenelón en la corte, pues el mismo año de las conferencias de Issy, en 1695, era exaltado a la archidiócesis de Cambray, y Bossuet presidía a su consagración.

    Pronto estallaron las hostilidades. Fenelón se negó con leves pretextos a condenar los escritos de madama Guyón, como ya lo habían hecho el arzobispo de París y los obispos de Meaux, Chalons y Chartres. En 10 de diciembre de 1695, madame Guyón fue presa y conducida a Vincennes, de donde salió desterrada [196] para el obispado de Blois. Allí pasó sus últimos años en obras de caridad y devoción, arrepentida de sus errores a lo que parece.

    Fenelón salió a la defensa de la reclusa de Vincennes y negó su asentimiento a la Instrucción pastoral, de Bossuet, sobre el estado de la oración, en que se achacaban a la Guyón todos los errores de Molinos, hasta los más abominables. Por el contrario, el arzobispo de Cambray negaba todo parentesco entre las dos enseñanzas, y, para mostrar que la doctrina del puro amor era conforme a la de los místicos antiguos, compuso su Explicación de las máximas de los santos sobre el estado de la oración. Sus amigos publicaron el libro quizá demasiado pronto y contra su voluntad. El efecto fue desastroso. Fenelón fue desterrado de la corte, lo cual aquellos palaciegos tenían por incomparable desgracia, como si la residencia de un obispo debiera ser Versalles y no su diócesis. Se delataron las Máximas a Roma, y mientras estuvo la cuestión sub judice se cruzaron de una parte a otra innumerables opúsculos, en que hicieron Bossuet gallarda muestra de su elocuencia y vigor polémico, y Fenelón, de su saber místico y de la candidez de su alma.

    Triunfó Bossuet, no por las intrigas de sus agentes en Roma ni porque el rey y madama de Maintenon estuvieran con él, sino por una razón más fuerte y poderosa que todas éstas: porque tenía razón en la polémica.

    Inocencio XII condenó en 1699 veintitrés proposiciones del libro de las Máximas, no como heréticas, sino como erróneas. Referíanse todas al amor desinteresado y a la oración pasiva. El mejor de los biógrafos de Fenelón, el cardenal Beausset, las resume en estas palabras:

    «Hay en esta vida un estado de perfección, que excluye el deseo de la recompensa y el temor de las penas.

    Existen almas tan resignadas a la voluntad de Dios, que si en un estado de tentación llegasen a creer que Dios las condena a las penas eternas, las aceptarían gustosos, sacrificando al amor de Dios su propia salvación».

    Doctrina a primera vista generosa y deslumbradora, pero contradictoria hasta en los términos; porque ¿qué es el amor a Dios sino la aspiración al Bien absoluto? ¿Y no es una quimera el amor que excluye su objeto y mata la esperanza?

    Fenelón, notable ejemplo de humildad cristiana, se sometió, y leyó desde el púlpito de Cambray el breve de condenación de las Máximas de los santos. Pero en una memoria que dejó manuscrita entre sus papeles para que, después de muerto él, se remitiera al papa, insiste en probar que «jamás pretendió defender ninguna de las veintitrés proposiciones en los términos en que están enunciadas en el breve», y torna con atenuaciones a la doctrina del puro amor, idéntica en sustancia a la moral desinteresada de los kantianos y demás filosofistas modernos, que vedan hacer el bien por motivos de esperanza o de temor. [197]

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Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

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