Capítulo II
Judaizantes. -La sinagoga de Amsterdam.
I. Vicisitudes generales de la secta. -II. Médicos judaizantes. Amato Lusitano (Juan Rodrigo de Castello-Branco). Abraham Zacuth. Rodrigo de Castro. Elías de Montalto. -III. Filósofos, controversistas y librepensadores. La filosofía atomística entre los judíos: Isaac Cardoso. Los impugnadores judíos de Espinosa: Orobio de Castro. Un materialista de la sinagoga de Amsterdam: Uriel da Costa. -IV. Poetas, novelistas y escritores de amena literatura. Esteban Rodríguez de Castro. Moseh Pinto Delgado. David Abenatar Melo. Israel López Laguna. Antonio Enríquez Gómez. Miguel Leví de Barrios.
- I -
Vicisitudes generales de la secta.
Queda explicada en libros anteriores la razón de incluir, siquiera de pasada, en nuestra historia a los musulmanes y judíos que, después de haber recibido el bautismo, tornaron a sus antiguas opiniones. Lo mismo ahora que cuando hablamos de la Edad Media, procederemos rápidamente y no como si se tratase de herejes propiamente dichos. Me detendré algo más en los escritores judaizantes, porque algunos de ellos no tuvieron de hebreos más que la raza, ni de cristianos más que el bautismo, y acabaron por ser librepensadores, materialistas o deístas, por lo cual entran con pleno y propio derecho en este libro.
Los judíos públicos habían sido extrañados de los reinos de Castilla por el edicto de 31 de marzo de 1492. Algunos, muy pocos, abrazaron entonces el cristianismo y lograron quedarse. «E siempre por donde iban, les convidaban al bautismo e algunos se convertían e quedaban pero muy pocos», dice el Cura de los Palacios (2022). El número de los que salieron no puede fijarse con exactitud; unos le suben a 400.000, otros le reducen a 170.000. Muchos de ellos se refugiaron en Portugal, cuyos reyes, siguiendo una política opuesta a los de Castilla, y menos noble y menos generosa que la de ellos, querían, a la vez que oprimir la conciencia de los hebreos, no dejar salir de su tierra los tesoros que ellos habían allegado ni perder para el fisco los pingües tributos y gabelas que les plugo imponerles. [202]
Otros buscaron asilo en las costas de África, de donde, saqueados, diezmados, hambrientos y desnudos, presa vil de las tribus bereberes, volvieron en gran número a Castilla, pidiendo en altas voces el agua del bautismo.
De las abominaciones que el rey D. Manuel de Portugal hizo con los desdichados hebreos, renovando en mal hora las anticatólicas violencias de Sisebuto y cristianando por fuerza a los judíos para evitar que saliesen del reino, ya se ha dicho algo en capítulos anteriores. Aquella inaudita conversión o profanación general, que el obispo de Silves, Jerónimo Osorio, llama «fuerza inicua contra ley y contra religión», es la clave de todas las apostasías del siglo XVI. Quedó en medio del pueblo lusitano una grey numerosa, ya indígena, ya venida de Castilla, cristiana en el nombre y en la apariencia, judía en el fondo, odiada y perseguida a fuego y a sangre por los cristianos viejos. Y era en vano que edictos como el de 30 de mayo de 1497 vedasen el hacer pesquisas durante veinte años sobre la vida de los conversos, para que en este término fueran entrando pacíficamente en la iglesia. Inútil era que se otorgase igualdad de derechos a los conversos, porque ni el rey ni el pueblo podían creer en la sinceridad de tales conversiones, ni era todo aquello más que una inicua y sacrílega farsa, nacida del más vil y sórdido interés. Vino la matanza horrible de 1506, que duró tres días y exterminó sólo en Lisboa más de 2.000 conversos. Y por más que D. Manuel castigase, con justicia que tuvo mucho de tumultuaria y feroz, aquellos escándalos y rehabilitase a los cristianos nuevos en todos los beneficios de la ley común por pragmática de 1507, concediéndoles, en términos expresos, licencia para salir del reino o permanecer en él y enajenar sus bienes cuando y como quisiesen, esta tolerancia fue precaria y engañosa, y el odio general contra la estirpe israelita, el ejemplo de Castilla o el deseo de complacer a la reina D.ª Catalina, hija de los Reyes Católicos, movió a D. Manuel en 1515 a solicitar de Roma, por medio de su embajador, D. Miguel de Silva, el establecimiento de la Inquisición en los reinos de Portugal so color del gran número de judaizantes castellanos que penetraban en aquel reino y contribuían a pervertir a los conversos portugueses.
Pero éstos eran influyentes y ricos, y por medio de una serie de intrigas que fuera prolijo exponer lograron parar el golpe, acaeciendo entre tanto la muerte de D. Manuel y el advenimiento al trono de D. Juan III en 1521.
El cual puso todavía más ahínco y fervor que su padre en descuajar la planta del judaísmo, pero con la misma tortuosa, falaz e interesada política que D. Manuel, sin atreverse a imitar el generoso arranque de los Reyes Católicos, que prefirieron la unidad religiosa de sus reinos a la razón de Estado. Don Juan III quería vejar y oprimir a los cristianos nuevos, hacerlos buenos creyentes a la fuerza, pero no expulsarlos de su reino en modo alguno. El pueblo portugués pensaba de otra manera, y muy [203] amargamente se quejaron los procuradores de las Cortes de Torres-Novas en 1525 de la avaricia y tiranía de los conversos en el arrendamiento de las rentas reales y de los crímenes y excesos de los médicos judíos. Mandáronse hacer secretas informaciones sobre las creencias y tenor de vida de los conversos, y súpose por delaciones de espías cómo el tornadizo Enrique Núñez, que no vaciló en acusar a su propio hermano, que la mayor parte de ellos judaizaban en secreto. Sabedores de estas pesquisas, dos clérigos judaizantes, Diego Vaz de Olivenza y Andrés Díaz de Viana, dieron cruda muerte a Enrique Núñez en la frontera de Castilla, y, unido este crimen a los desacatos contra imágenes y lugares santos que cada día perpetraban los conversos, volvió a levantar la cabeza el furor del populacho y a reproducirse los tumultos y asonadas.
En tal conflicto, y para acabar aquella sanguinaria lucha de razas, D. Juan III volvió a solicitar del papa Clemente VII el establecimiento del Santo Oficio, y para solo esto envió a Roma con plenos poderes al Dr. Blas Nieto y al jurisconsulto Luis Alfonso. La bula se expidió en 17 de diciembre de 1531, y para preparar la ejecución de ella vedó el rey de Portugal la salida de sus estados a todos los conversos.
Estos, resueltos a no ceder ni dejarse aniquilar sin resistencia, enviaron a Roma al más habilidoso y sagaz de ellos, Duarte de Paz, que tuvo maña para alcanzar de Clemente VII la revocación de la bula anterior como subrepticia y un motu proprio de perdón para los cristianos nuevos, mandándoles restituir sus bienes y avocando al foro apostólico todas las causas de fe que hubiese incoadas (7 de abril de 1533).
¿Quién podrá decir la indignación de D. Juan III y de sus áulicos? ¿Quién la guerra sorda de intrigas, amenazas, concusiones y sobornos a que acudieron el rey y los conversos en la curia romana? Más vale no volver a esta lamentable historia, que ya ha sido escrita con todos sus pormenores por Alejandro Herculano, verídicamente en cuanto a los hechos, pero con espíritu de sectario y ciega aversión a las cosas de la Iglesia.
Murió Clemente VII, y su sucesor Julio III suspendió en 1534 la bula de perdón y mandó examinar despacio el asunto. Pero, exasperado con las fanfarronadas de don Juan III, que se obstinaba en poner en ejecución sus tiránicas y vejatorias pragmáticas contra los judíos y en impedirles salir del reino, volvió a poner en vigor el rescripto de Clemente VII.
No cejó un punto el rey de Portugal, y, considerándose débil, puso por empeño a Carlos V, y, logró, tras larga resistencia, en 23 de mayo de 1536, la bula de creación del santo Tribunal, con ciertas condiciones y cortapisas.
Tras esto se desató la persecución contra los conversos, se multiplicaron los procesos y los autos de fe, y la condición de los judíos ocultos no fue mejor que en Castilla. Digo mal, mucho peor, porque ni aun les quedaba el recurso de la expatriación. [204]
Fue menester que viniera la conquista castellana a dar algún respiro a aquellos infelices. Uno de los primeros actos de Felipe II después de la anexión de Portugal fue dar (en 1587) a los cristianos nuevos libertad para salir del reino y deshacerse de sus bienes. Asimismo, les concedió permiso para establecerse en las posesiones portuguesas de África. Lo mismo decretó Felipe III en 4 de abril de 1601; y, a pesar de la lucha a brazo partido que sostuvo la Inquisición portuguesa, fueron definitivamente anuladas aquellas tiránicas y absurdas pragmáticas por otra de 1629.
La expulsión de los moriscos trajo consigo la de los judíos públicos que quedaban en la costa africana sometida a España; expulsión que completó en 1667 el marqués de los Vélez, gobernador de Orán, arrojándolos del territorio de aquella plaza, de donde fueron, a refugiarse en Liorna en 1670.
Llena estaba Europa de judíos de origen español. Muchos moraban en Constantinopla, otros en Salónica, Ragusa y Corfú. Por Italia peregrinaban no pocos, acogidos en Florencia y Roma, Ferrara y Venecia, y más adelante en Liorna. Francia dio asilo a una porción considerable de la grey expulsa en Bayona, Burdeos, Nantes y Marsella. A todas partes llevaron la lengua, las costumbres, los libros y los nombres españoles, y en Amsterdam levantaron magnífica sinagoga, a imitación, según dicen, del templo de Salomón. Aquella ciudad, emporio del comercio de Holanda, lo fue también del saber y prosperidad de los judíos españoles, o, como allí los apellidan, portugueses, aunque los hubiera de todas las regiones de la Península. Gran número de tipógrafos judíos hacían sudar sus prensas con obras de todo género, escritas la mayor parte en Castellano; y un jesibah, o academia, y los parnassim, o sanhedrines, contribuían a mantener vivo el fervor talmúdico. Aquella colonia se acrecentaba cada día con apóstatas y renegados que venían de España huyendo de los rigores del Santo Oficio, y la emigración fue grande sobre todo cuando nuestros reyes permitieron salir a los cristianos nuevos portugueses.
Bien puede decirse que de tantos como forzadamente habían recibido el bautismo y moraban entre nosotros, apenas había uno que fuera cristiano de veras. Pero la larga residencia entre los nuestros y el apartamiento en que vivían de los centros del rabinismo los hizo iguales, en ciencia, estilo, lengua y «formas artísticas, al resto de los escritores españoles. Es más: muchos de estos cristianos nuevos, judíos por linaje, no lo eran por creencias allá en el fondo de su alma y hasta conocían mal las de sus padres. Fuera de algunas supersticiones, solían ser hombres sin ley ni religión alguna, y esto nos explica los descarríos filosóficos de algunos pensadores israelitas de fines del siglo XVII, como Espinosa, Uriel da Costa y Prado.
En ningún auto de fe de los celebrados en España durante los dos siglos XVI y XVII dejó de salir algún judaizante; pero la enumeración [205] de gentes, por lo común oscuras y sin notoriedad literaria, fuera de todo punto inútil y enfadosa. Sólo he de citar, por lo peregrino del caso el de D. Felipe de Vera y Alarcón, caballero vallisoletano, cristiano viejo por los cuatro costados, que en 1649 fue quemado en un auto de Valladolid por haber abrazado el judaísmo y dádose a interpretar por su cuenta la Biblia, haciéndose llamar Judas el Creyente. En Portugal se dio en 1603 un caso semejante con cierto fraile Diego de la Asunción (2023).
El odio popular contra los judíos y sus descendientes no se amansó un punto en todo el siglo XVII. Una de las causas que más concitaron los ánimos contra la privanza del Conde-Duque de Olivares fue la afición que se le suponía a la raza proscrita y sus proyectos librecultistas de traer a España a los hebreos de Salónica para que con sus tesoros remediasen la penuria del erario. El gran Quevedo denunció y puso en la picota de la sátira al autor de tales proyectos en La isla de los monopantos, episodio de La Fortuna con seso y hora de todos. Y el proyecto, combatido por el nuncio apostólico, César Monti, y por los Consejos de Estado y de Inquisición, fracasó del todo, como vino a fracasar después el que formó don Manuel de Lira, ministro de Carlos II, proponiendo la admisión de judíos y protestantes en América (2024).
- II -
Médicos judaizantes. -Amato Lusitano (Juan Rodrigo de Castello-Branco). -Abraham Zacuth. -Rodrigo de Castro. -Elías de Montalto.
En la breve noticia bibliográfica que voy a dar de los escritores hispano,-judaizantes de los siglos XVI y XVII, incluiré sólo a aquellos de quienes positivamente conste que, habiendo hecho más o menos tiempo profesión de cristianos, renegaron para tornar a la ley de sus padres. Por no tener prueba directa de que así lo hiciesen los dos editores de la Biblia Ferrariense, los excluyo de este catálogo, aunque el llevar cada uno de ellos dos nombres: Duarte Pinel o Jom Tob Atías, hijo de Leví Atías Español y Jerónimo de Vargas o Abraham Usque, y la época en que huyeron de Portugal induzca a suponerlos cristianos nuevos vueltos al judaísmo (2025). [206]
Para proceder con la posible claridad dividiré a nuestros judaizantes en tres grupos: médicos y naturalistas entran en el primero; teólogos, filósofos y controversistas, en el segundo; poetas y escritores de amena literatura, en el tercero.
La medicina fue siempre estudio predilecto de los hebreos, y aun la monopolizaron durante la Edad Media, por lo menos hasta el siglo XIV, en que tan amargamente se quejaba nuestro Arnaldo de Vilanova de que reyes, obispos y conventos fiasen su salud a aquellos diabólicos enemigos de nuestra santa fe, contra lo prevenido en los cánones. Maimónides fue tan gran médico como filósofo, y logró no pequeña gloria reduciendo a epítome las obras de Galeno y aclarando sus lugares contradictorios. Judíos fueron los que dilataron en Europa el conocimiento de las doctrinas y experiencias médicas de Avicena, Abenzoar, Rasis y Averroes. Judío el anónimo autor de la Medicina castellana regia, uno de los primeros ensayos de topografía médica. Y, en general, puede afirmarse que entre la ciencia árabe y la de los cristianos occidentales hay siempre un mediador, truchimán o intérprete judío.
El Renacimiento vino a hacer, en parte, inútil y anticuada esta ciencia semítica, y no podía menos de suceder así, conocidos ya en sus fuentes griegas Hipócrates, Galeno y Discórides; enriquecida la botánica con el descubrimiento de tantas raíces salutíferas del Nuevo Mundo y del Extremo Oriente; interrogada la Naturaleza ya muerta, ya palpitante, por el cuchillo de Vesalio y de Valverde; descubierto por Miguel Servet el secreto de la vida, y fundadas así la anatomía y la fisiología modernas.
Pero, si los judíos no acaudillaban por entonces el movimiento, le siguieron, no obstante, con gloria, y supieron asimilarse la ciencia renaciente y aun acrecentarla con el caudal de su práctica y observaciones.
El más famoso de estos médicos renegados es, sin disputa, Amato Lusitano, llamado entre los portugueses Juan Rodrigo de Castello-Branco por ser éste el pueblo de su nacimiento. Floreció en los primeros años del siglo XVI y por su educación científica pertenece a Castilla y a la escuela de Salamanca, donde le adoctrinó el médico Aldrete, inventor de un ungüento famoso. Ejerció algún tiempo Juan Rodrigo su profesión en tierra de Salamanca y en Lisboa; pero alguna sospecha que el Santo Oficio tuvo de sus opiniones, le movió a expatriarse (no sé en qué año) y a abjurar el cristianismo en una sinagoga de Ancona. El resto de su vida es una serie de viajes. Dicen que recorrió [207] toda Europa y que el rey de Polonia se empeñó, sin resultado, en hacerle médico suyo. Las dedicatorias y algunos pasajes de sus libros nos le muestran sucesivamente en Roma, Venecia, Ferrara, donde tuvo una cátedra: Pésaro y, finalmente, en la sinagoga de Salónica, foco y metrópoli de los judíos de Levante. Parece que allí acabó sus días.
La obra más celebrada de Amato Lusitano como médico práctico son sus Centurias de curaciones medicinales, que son hasta siete, acompañadas de discursos sobre el modo de visitar a los enfermos, sobre los días críticos, etc (2026). Pero hoy tiene más importancia su comentario a Dioscórides, con los nombres de los simples en griego, latín, italiano, español, alemán y francés, trabajo que precede y anuncia a los del Dr. Laguna, no sin que éste los aprovechara a veces. Era Amato Lusitano hombre de no vulgar erudición lingüística y clásica, y queda noticia de una traducción suya, al castellano de la Historia romana, de Eutropio (2027).
Rabí Zacuth, natural de Lisboa (1575), descendiente del famoso matemático Abraham Zacuth, es otro discípulo de la ciencia cristiana y española de los doctores de Salamanca, donde se graduó (¡muestra maravillosa de precocidad!) de doctor en Medicina a los dieciocho años. Por más de treinta ejerció su profesión en Lisboa con tal crédito, que, a pesar de ser pública y notoria su apostasía religiosa desde 1625, logró morir tranquilamente, y sin ser molestado por el Santo Oficio, en 1642. Escribió su vida el insigne cirujano Luis de Lemus. Hay de Zacuth un Tratado de práctica médica, otro de enfermedades de los ojos, una introducción a la farmacopea y una voluminosa historia de la medicina. Su biógrafo le atribuye, además, biografías de los cirujanos insignes, un tratado de los errores de los médicos modernos y un epítome de la doctrina hipocrática, que Zacuth, como todos los médicos del Renacimiento, profesaba con ardor, en oposición al exclusivo galenismo de los tiempos medios (2028). [208]
Lisbonense también, y doctor en Filosofía y Medicina por la Universidad de Salamanca, fue el judaizante Rodrigo de Castro, que ejerció la medicina en Hamburgo hasta 1627, en que falleció. Cítanse con elogio su tratado de las enfermedades de las mujeres, el más completo que hasta entonces había aparecido; su libro del médico político, que hoy llamaríamos de moral médica, y su tratado de la naturaleza y causas de la peste, que él atribuye a un meteorismo espontáneo (2029).
Otros dos médicos judíos portugueses, Esteban Rodríguez de Castro e Isaac Cardoso, quedan reservados, el primero, para la sección de los poetas, y e1 segundo, para la de los filósofos, por ser más importantes sus escritos en esos géneros que los de medicina.
En cambio, Elías de Montalto, llamado también Felipe y Filoteo Eliano, tiene mucha más importancia como médico que como escritor. anticristiano y controversista. Era portugués, como los anteriores, y renegado y fugitivo lo mismo que ellos. Médico de la reina de Francia, María de Médicis, logró para él y los de su familia el singular privilegio de practicar libremente su religión en Francia. Murió en París el 16 de febrero de 1616, y su cadáver, embalsamado por orden de la reina, fue trasladado con fúnebre pompa a Amsterdam por Moseh Montalto, hijo del muerto, y por R. Saúl Leví Mortera.
Su libro contra el cristianismo no se distingue por ninguna cualidad relevante de ciencia ni de estilo y es muy inferior a las Prevenciones divinas, de Isaac Orobio de Castro. El de Montalto está en lengua portuguesa, y el autor se propuso «aclarar la verdad de los diversos textos y casos que alegan las gentilidades, es decir, los cristianos, para confirmar sus sectas». Dicho se está que versa todo sobre el cumplimiento de las profecías mesiánicas. Duerme, y dormirá inédito, en la Biblioteca Nacional de París (2030).
En cambio, logran singular estimación su tratado de óptica aplicado a la medicina y el de la esencia, causas, signos, pronósticos [209] y curación de las afecciones internas de la cabeza; notables uno y otro por lo preciso y severo del método y la riqueza de observaciones propias y sagaces (2031).
- III -
Filósofos, controversistas y librepensadores. -La filosofía atomística entre los judíos: Isaac Cardoso. -Los impugnadores judíos de Espinosa: Orobio de Castro. Un materialista en la sinagoga de Amsterdam: Uriel da Costa.
Fuera de Benito Espinosa, no produjo la raza hebrea en el siglo XVI mayor entendimiento ni hombre de saber más profundo y dilatado que Isaac Cardoso. Su nombre figura al lado de los de Gómez Pereyra y Francisco Vallés, entre los reformadores de la filosofía natural de España.
Como los demás judaizantes hasta aquí referidos, era portugués, natural, según unos, de Lisboa, y según otros, de Celorico, en la provincia de Beira. Doctor en Medicina por la Universidad de Salamanca, ejerció su profesión en Valladolid y en Madrid, haciéndose llamar el Dr. Fernando Cardoso. En esta su primera época divulgó varios libros de medicina, un tratado de la fiebre sincopal y modo de curarla, otro de las utilidades del agua y de la nieve, del beber frío y caliente, en cuya obra siguió las huellas del médico sevillano Nicolás Monardes, y una disertación, que no he llegado a ver, y que de fijo será curiosa, sobre el origen y restauración del mundo.
En materias no médicas ni filosóficas, sino de amena literatura, pero más o menos enlazadas con las ciencias naturales, se citan su Panegírico del color verde y su libro sobre El Vesubio (2032), (2033).
Isaac Cardoso volvió secretamente al Judaísmo, y bien de propio impulso, bien perseguido por la Inquisición, emigró a Venecia, a cuyo Senado dedicó en 1673 su Philosophia Libera; «porque -dice en la epístola dedicatoria- a una libre ciudad corresponde una filosofía libre también» (2034). [210]
Mucho se engañaría el que juzgase que estas libertades de Isaac Cardoso son impiedades panteísticas o materialistas ni ataques más o menos embozados al catolicismo. Nada de eso; la obra se imprimió con todo linaje de aprobaciones, superiorum permissu et privilegio, y circuló libremente en Italia y en España, y está escrita de tal suerte, que, a no tener otros datos, fuera imposible acusar de Judaísmo al autor. Y hay más: su erudición filosófica, que realmente suspende y maravilla, es casi toda de autores cristianos, y, sobre todo, españoles; su obra es fruto genuino de nuestra cultura y en nada recuerda las de los Avicebrones, Maimónides y Jehudah-Leví, de los siglos medios. Isaac Cardoso conoce a fondo la doctrina de Santo Tomás y de sus comentadores, entre los cuales prefiere y escoge por maestros a los Jesuitas. Hormiguean en las páginas de la Philosophia Libera las citas de Suárez, Francisco de Oviedo, Hurtado de Mendoza, Toledo, Gabriel Vázquez y otros insignes metafísicos de la Compañía.
Pero con todo eso, no es escolástico Isaac Cardoso, sino ciudadano libre de la República de las letras, pensador independiente, discípulo, según nos advierte en su prefacio, de Vives, Pedro Dolese, Gómez Pereira y Francisco Vallés, entre los españoles; de Telesio y Campanella, entre los italianos. Conoce a fondo los sistemas de Descartes, Gassendi, Maignan y Beligardo; pero tampoco los sigue a ciegas y con sumisión servil. «¿Qué secta hemos de seguir? (pregunta). -Ninguna. -¿A qué filósofo? -A todos y a ninguno, porque el estudioso no debe jurar en las palabras del maestro, sino elegir lo mejor de cada uno y lo que más se conforme a la razón y parezca más verosímil» (2035).
Isaac Cardoso es, pues, un filósofo ecléctico; ero no puede negarse que en lo esencial de su sistema, en la cuestión de principiis rerum naturalium, se declara fervoroso atomista y enemigo acérrimo de las formas sustanciales. «¿Cuánto no se hubieran reído -exclama- Demócrito, Platón y Empédocles si hubieran oído que la privación es principio de las cosas y que hay una materia prima, ruda e inerte, de cuyo vientre, como del caballo troyano, proceden todas las formas, que, sin embargo, están sólo en potencia, produciéndose, por consiguiente, de la nada todos los seres naturales? El mismo Heráclito lloraría al oír tan monstruosa enseñanza. Si la privación es nada, ¿por qué se la cuenta entre los principios? ¿Y qué es la materia prima? ¿Será un punto o un cuerpo? No puede ser cuerpo, porque no tiene forma ni castidad. Si es punto, dependerá [211] de otro sujeto, en quien persista, y por tanto, no será principio. Si es cuerpo, no será ya pura potencia, sino que tendrá cantidad, porque todo cuerpo es cuanto. Vacío no será, porque los escolásticos no querrán conceder que se dé vacío en la naturaleza. ¿Dónde está, pues, ese cuerpo insensible, sin cualidad ni cantidad? ¿Dónde ese fantasma o vana sombra? Ni en los elementos, ni en el cielo, ni en los mixtos, ni en parte alguna, a no ser en nuestro pensamiento. ¿Y cómo ha de crear nuestro pensamiento entes naturales? Los principios de toda composición natural no son lógicos ni gramaticales, sino reales, naturales, físicos y sensibles» (2036).
En vez de la materia prima, que por donaire llama Cardoso vaginam et amphoram formarum, proclama Isaac Cardoso la doctrina de los átomos, «mínimos e indivisibles principios de las cosas naturales, de los cuales se compone y en los cuales se resuelve todo...; semillas de las cosas, elementos de primera magnitud, llamados por los pitagóricos unidades. Son corpúsculos sólidos, individuales, insecables, indivisibles, pero no como un punto matemático, sino tan sólidos, compactos y mínimos, que no pueden ser divididos». (Página 9.)
¿Llamaremos por esto gassendista a Isaac Cardoso? De ningún modo, porque la filosofía corpuscular peinaba ya canas en España, cuando apareció Gassendi, y el mismo Isaac Cardoso tuvo cuidado de contarnos la historia de esa doctrina. No es pequeña gloria para España haber resucitado ella la primera en el Renacimiento esa concepción atómica que hoy se pasea triunfante por los campos de la química Restauróla el valenciano Pedro Dolese en la Suma de filosofía y medicina, y después de él se acogieron a los reales de Leucipo y de Demócrito, con más o menos salvedades y atenuaciones, el Descartes español Gómez Pereyra, que difiere de Cardoso en sostener la corruptibilidad de los elementos, y el Divino Vallés, seguido por varios médicos y teólogos complutenses, como Torrejón y Barreda. Ni un punto se detiene entre nosotros la tradición atomística, hasta llegar al P. Tosca, a Juan de Nájera y al presbítero Guzmán, impugnadores de las formas sustanciales en los primeros años del siglo pasado.
Todo el libro de Cardoso está lleno de sutiles novedades, así físicas como psicológicas. Fue uno de los primeros en escribir que los colores no residen en los objetos, sino que son la luz misma refracta, reflexa ac disposita. Dejándose llevar de sus tendencias nominalistas y un tanto empíricas, negó que se distinguiesen de la sustancia muchos accidentes entitativos, v. gr., la cantidad y la figura. Y quien tenga ocio bastante para examinar la parte física de su libro, lo que disertó sobre el movimiento y la caída de los graves, sobre la teoría del fuego, sobre la luz la sombra, etc., hallará, a la vez que un conocimiento profundo de cuanto se sabía de cosmología, fisiología y anatomía [212] a fines del siglo XVII, verdaderas adivinaciones y vislumbres de la ciencia por venir, mezcladas con graves preocupaciones, entre las cuales pongo su enemiga mortal al sistema copernicano. Y bueno será advertir que este libro tan audaz y antiaristotélico, jamás fue prohibido ni mandado expurgar por la Inquisición de España, antes bien solían tenerle con mucha estimación los frailes en sus conventos, y hoy es el día en que el sabio prelado caudillo de los tomistas españoles le califica aún de obra excelente: Opus sane egregium (2037).
Imposible parece que el autor de la Philosophia Libera y el de las Excelencias de los hebreos sean uno mismo. Esta segunda obra, escrita al gusto de los más fanáticos doctores de la sinagoga de Amsterdam, rebosa de orgullo judaico e hiel anticristiana, como si se hubiesen juntado en el alma de Cardoso todas las furias vindicativas de su raza, exasperada por matanzas, saqueos, hogueras y proscripciones. Así y todo, es el más erudito y mejor hecho de y los libros que la superstición talmúdica ha abortado contra la ley del Redentor. Divídase en dos partes: la primera Excelencias; la segunda, Calumnias. En una y otra luce el autor sus recónditos conocimientos en la historia y tradiciones de su pueblo (2038).
Casi tan erudito como Isaac Cardoso; dado, como él, a estudios filosóficos y odiador más que ninguno del nombre cristiano, fue el portugués Isaac Orobio de Castro, médico de Sevilla y catedrático de Metafísica en Alcalá, procesado por la Inquisición y fugitivo en Tolosa y luego en Amsterdam, donde se circuncidó, trocando su nombre cristiano de Baltasar por el de Isaac. Vivía aún en 1687. Combatió la religión del Crucificado, con toda la saña y encarnizamiento propio de los apóstatas, en su famoso libro Prevenciones divinas contra la vana idolatría de las gentes, cuyo intento es demostrar que en los cinco libros de la ley «previno Dios a Israel contra todas las idolatrías de las gentes, contra los Philósophos, contra la Trinidad y Encarnación, contra la necesidad de venir Dios al mundo por el pecado de Adam», etc. Toma la defensa de los jueces y acusadores de Cristo, y se esfuerza en probar que «la ley no depende para su observancia de venir o no el Mesías, y que la redención no es solamente espiritual, como pretenden los cristianos, sino corporal y espiritual, como Israel la espera». En la interpretación de las profecías mesiánicas se encarniza, sobre todo, con el Scrutinium Scripturarum del Burgense (2039). [213]
Fue Orobio de Castro incansable controversista; disputó con un calvinista francés sobre el pecado original; con D. Alonso de Zepeda y Andrada, traductor del Árbol de la ciencia, de Raimundo Lulio, sobre la filosofía del Doctor Iluminado, a quien recientemente impugna; con Juan Bredemburg, sobre la Ética, de Espinosa; y, finalmente, con un naturalista español, el doctor Prado, refugiado en Amsterdam por judaizante, pero tan poco creyente en el fondo como muchos de su raza.
«Los que se retiran de la Idolatría a las provincias donde se permite libertad al Judaísmo -dice Isaac Orobio- son en dos maneras. Unos que en llegando al deseado puerto, y recibiendo el Santo Firmamento, emplean toda su voluntad en amar la divina Ley: procuran, quanto alcanza la fuerza de su entender, aprender lo que es necesario para observar religiosamente los sagrados preceptos... Otros vienen al Judaísmo, que en la Idolatría estudiaron algunas ciencias profanas, como Lógica, Phisica, Metaphisica y Medicina. Estos llegan no menos ignorantes de la Ley de Dios que los primeros, mas llenos de vanidad, soberbia y altivez... De éstos fue Prado».
Orobio de Castro se disculpa de escribir contra él «por no haber recibido del Dr. Prado ningún agravio, sino repetidas y continuadas experiencias de su buena voluntad y deseo de mis medros, sin olvidar los favores y asistencias en los primeros años de mi juventud... Pero son públicos a toda la nación sus excesos, y públicos, no por ajenas delaciones, sino por frequentísimos coloquios del mismo doctor».
Prado era sencillamente un deísta enemigo de toda revelación, ya que Oprobio de Castro se creyó obligado a probar contra [214] él la divinidad de las Sagradas Escrituras, el don de profecía, la razón filosófica de los futuros contingentes, la ley mental o tradición divina, la conformidad de la ley mosaica con la razón y la pureza y sinceridad del Talmud.
Prado le respondió en términos amargos, llamándole creyente a ciegas y sin razón e hipócrita, que en España había alardeado de catolicismo. Y Oprobio contestó que «había fingido ser Cristiano porque la vida es muy amable, mas nunca lo fingió bien, y así se le descubrió que no era sino judío». «Yo también -añade- estudié Teología en Alcalá y era un buen estudiante; enseñé en España y algún tiempo en la más insigne Universidad de Francia (Tolosa)... y fui profesor y médico regio, pero desprecié el regio pulso, huyendo de él a uña de caballo, por seguir la verdadera religión».
También Isaac Caldoso escribió contra Prado; pero éste persistió en su racionalismo, afirmando que «sólo se la de regular lo creable por el entendimiento» (2040).
La refutación de la Ética, de Espinosa, hecha por Oprobio de Castro vale muy poco. Es opinión común que la epístola 49 (2041) en que Espinosa se defiende ligeramente de la nota de ateo y fatalista, va dirigida a Oprobio de Castro.
Además de las Prevenciones divinas, escribió Isaac de Oprobio contra el cristianismo, en polémica con el teólogo arminiano Felipe Limborch. El libro que encierra esta disputa se rotula De veritate religionis christianae (2042), y no le busca nadie por lo que en él pusieron las indigestas plumas de Limborch y Oprobio, sino por un extraño apéndice, titulado Exemplar humanae vitae, que es la autobiografía de un español del siglo XVII, cristiano primero, judío después y materialista a la postre.
Llamábase entre los cristianos Gabriel, y entre los judíos Uriel de Acosta, y su biografía es muy semejante a la de Espinosa, excepto en lo trágico de su fin. Acosta, menos resignado o menos filósofo que su paisano, acabó por suicidarse, y el Exemplar es su testamento o su confesión, escrito pocas horas antes [215] de morir; lo cual duplica su interés, ya que no hay otro documento del mismo género en toda la literatura española. Lo traduciré, abreviando algo:
«Nací en Portugal, en la ciudad de Oporto. Mis padres eran nobles, aunque de origen judío, descendientes de aquellos a quienes el rey D. Manuel obligó por fuerza a recibir el bautismo. Con todo eso, mi padre era cristiano de veras, hombre honradísimo y muy caballero. Me dio una educación esmerada. No me faltaban criados ni un caballo español de generosa raza para los ejercicios de la gineta, en que mi padre era peritísimo, y yo, aunque de lejos, procuraba seguir sus huellas. Aprendí las humanas letras, como suelen hacerlo todos los jóvenes de familias distinguidas, y luego me dediqué a la jurisprudencia.
Por lo que hace a mi índole y carácter, yo era naturalmente piadoso y tan inclinado a la misericordia, que no podía contener las lágrimas en oyendo lástimas ajenas. Había en mí una vergüenza natural que me hacía preferir la muerte a la ignominia. Era mi condición arrebatada y propensa a la ira, sobre todo cuando veía a los soberbios e insolentes atropellar y molestar a los débiles, a quienes yo defendía y amparaba con todas mis fuerzas.
Me eduqué, según es costumbre de aquel reino, en la religión cristiana Pontificia, y como era yo joven y temía mucho la condenación eterna, procuraba observar con exactitud todos sus preceptos. Me dedicaba a la lectura del Evangelio y de otros libros espirituales, consultaba de continuo los sumas de confesión, y cuanto más leía, más dificultades encontraba. Vine a caer en una extraordinaria perplejidad y angustia. La tristeza y el dolor me consumían. Desesperé de mi salvación, por parecerme imposible llenar nunca las condiciones que para la penitencia se requerían. Y, aunque es difícil de abandonar la religión a que nos hemos habituado desde los primeros años, y que ha echado ya profundas raíces en el entendimiento, aún no había cumplido yo veintidós años, cuando me di a pensar si sería verdad lo que se dice de la otra vida y si era conforme a la razón esta creencia. Porque mi razón me estaba diciendo siempre al oído cosas muy contrarias.
Por este tiempo me ocupaba, como ya he dicho, en el estudio del derecho, y a los veinticinco años logré un beneficio eclesiástico de tesorero en la colegiata de Oporto. No pudiendo aquietarme en la religión católica, busqué alguna otra, y sabiendo la gran discordia que hay entre cristianos y judíos, estudié los libros de Moisés y de los profetas, en los cuales me pareció encontrar algunas cosas que contradecían a la ley nueva. Y determiné seguir la antigua, ya que Moisés la había recibido directamente de Dios. Tomada esta resolución, lo primero que se me ocurrió fue mudar de residencia y dejar mis patrios y nativos lares. Para esto no dudé en renunciar a favor de otro el beneficio que tenía en la Iglesia. Abandoné mi hermosa [216] casa, que había labrado mi padre en el sitio mejor de la ciudad, y me embarqué, en compañía de mi madre y hermanos, no sin gran peligro, porque está prohibido a los cristianos nuevos salir de aquel reino sin especial permiso del rey.
Después de una larga navegación llegué a Amsterdam, donde los judíos viven libremente, y allí cumplimos el rito de la circuncisión. A los pocos días eché de ver que las costumbres y ceremonias de los judíos no convenían en manera alguna con los preceptos de la ley mosaica. Y, no pudiendo contenerme, juzgué que haría una cosa grata a Dios tomando la defensa de la pureza de la ley. En seguida me excomulgaron por impío, y mis propios hermanos, de quienes yo había sido maestro, pasaban a mi lado en la plaza y no me saludaban por miedo a los fariseos.
Así las cosas, determiné escribir un libro mostrando la justicia de mi causa. Le llamé Examen de las tradiciones farisaicas, y en él me acosté a la opinión de los que sostienen que el premio y la pena en la ley antigua eran temporales y negué la inmortalidad del alma y la vida futura, entre otras razones por el silencio que guarda acerca de ella la ley de Moisés.
Mis enemigos vieron el cielo abierto, y para hacerme odioso aún entre los cristianos divulgaron contra mí un libro De inmortalitate animarum, escrito por cierto médico, el cual reciamente me impugnaba y maltrataba, llamándome secuaz de Epicuro y diciendo que a quien negaba la inmortalidad del alma, poco le faltaría para negar la existencia de Dios.
Los niños judíos, amaestrados por los rabinos, me seguían en grandes turbas por las plazas, me maldecían a gritos y me irritaban con todo género de afrentas, llamándome hereje y renegado. A veces se congregaban ante mi puerta y tiraban piedras a mis ventanas para no dejarme tranquilo ni aún en mi casa... Yo me preparé a la defensa, escribí un nuevo libro, en que impugnaba con todo género de armas el dogma de la inmortalidad y mostraba los muchos puntos en que se apartan de Moisés los fariseos.
Juntáronse los senadores y rabinos judíos y entablaron acusación contra mí ante el magistrado público. Por delación de ellos, estuve ocho o diez días en la cárcel, hasta que me soltaron bajo fianza. El gobernador me condenó a una multa de 300 florines y a perder todos los ejemplares de mi libro.
Desde entonces comencé a dudar que la ley de Moisés fuese la ley de Dios, porque en muchas cosas contradecía a la ley natural. Y vine a parar en tenerla por invención humana, como las demás innumerables leyes que hay en el mundo. Y esto pensando, dije entre mí (¡ojalá nunca se me hubiera ocurrido tal pensamiento!): ¿qué saco de estar separado hasta la muerte de la comunión de este pueblo judío, siendo, como soy, extranjero en Holanda, sin saber una palabra de la lengua del país? Movido de esta consideración, volví a la comunión judaica, retractando [217] todos mis antiguos pareceres a los quince años justos de haber sido excomulgado. Sirvió de mediador para esta concordia un primo mío.
Pocos días habían pasado, cuando ya me delató un niño, hijo de mi hermana, porque no guardaba yo las abstinencias judaicas y elección de manjares. Mi primo tomó por afrenta propia mi reincidencia, y me declaró guerra a muerte apoyado por todos mis hermanos. Él estorbó mi segundo matrimonio. Él hizo que mi hermano retuviera mi hacienda, sin darme un óbolo, y arruinó mi casa de comercio.
Por estos días se me acercaron dos forasteros, español el uno y el otro italiano, que venían de Londres con propósito de abrazar el Judaísmo, no por convicción, sino por remediar en algo su miseria. Me pidieron consejo, y yo se lo di de que no lo hicieran, porque no sabían qué yugo iban a echar sobre sus cervices. Aquellos hombres malignos, atentos sólo al torpe lucro, se lo delataron todo a los fariseos.
En esta situación, pasé cerca de siete años. Nadie me asistía en mis enfermedades. Volvieron a excomulgarme, y no quisieron admitirme a reconciliación sin pasar por una durísima penitencia. A todo me sometí.
Entré un sábado en la sinagoga, llena de hombres y mujeres, que habían venido como para un espectáculo. Cuando llegó la hora, subí a un púlpito de madera que está en medio, y allí con clara voz leí una abjuración de mis errores, en que confesaba yo ser digno de mil muertes y prometía no reincidir más en tales iniquidades y blasfemias. Acabada la lectura, bajé del púlpito, y, acercándoseme un rabino, susurróme al oído que me apartase en un ángulo de la sinagoga. Así lo hice, y luego el portero me mandó desnudar hasta la cintura, me ató un lienzo a la cabeza, me quitó los zapatos y ató las manos a una especie de columna. Acto continuo un sayón tomó unas correas y me dio en las espaldas treinta y nueve azotes, conforme al rito. Entre azote y azote cantaba salmos. Acabado ese martirio, me senté en el suelo; llegó el predicador o sabio y me absolvió de la excomunión. Tomé mis vestidos y me postré en el umbral de la sinagoga. Todos los que salían pasaban sobre mí, levantando el pie, y esto lo hicieron todos, así niños como ancianos. Cuando ya no faltaba ninguno, me levanté manchado de polvo y me fui a mi casa».
El resto del Exemplar humanae vitae es una declamación contra el Judaísmo y aun contra toda ley positiva y un encomio de la natural.
Para acabar la historia, diré que Acosta, exasperado por las vejaciones de sus correligionarios, quiso matar a su primo, a quien tenía por causante de todo mal, y no lográndolo, se suicidó de un arcabuzazo el año 1640.
Los libros de Uriel da Costa fueron destruidos del todo por [218] sus correligionarios. Aún la refutación que de ellos hizo Samuel de Silva es rarísima (2043).
- IV -
Poetas, novelistas y escritores de amena literatura. Esteban Rodríguez de Castro. -Mosehp Pinto Delgado. David Abenatar Melo. -Israel López Laguna. -Antonio Enríquez Gómez. -Miguel Leví de Barrios.
La literatura de los judaizantes españoles del siglo XVII, lo mismo que su conciencia, no tiene originalidad ni carácter propio antes sigue todas las vicisitudes de gusto propias de la general española. A lo sumo, se distingue, y no más que en ciertos poetas, por la predilección que da a los asuntos del Antiguo Testamento; pero el modo de tratarlos no difiere, ni en el estilo ni en las formas rítmicas, del que usaban los poetas cristianos. Hay judaizantes que recuerdan, aunque de lejos, a Camoens y a Fr. Luis de León; los hay terriblemente conceptuosos y culteranos.
Entre los que escribieron en lengua portuguesa, apenas conozco ninguno digno de citarse, fuera del lisbonense Esteban Rodríguez de Castro que, emigrado a Italia, fue protomédico del gran duque de Florencia y catedrático en la Universidad de Pisa. Nació en 1559; murió en 1637. Además de varios libros de medicina, dejó una colección de poesías, publicada por su hijo Francisco Esteban de Castro (2044), que para hacer un volumen completo juntó otros versos de diferentes autores que halló entre los papeles de su padre. Estos autores son Fernán Rodríguez Lobo (Soropita), Jorge Fernández, Sa de Miranda, D. Fernando Correa de La Cerda y Bernardo Rodríguez. El editor confundió con poco escrúpulo las obras de unos y de otros, y llegó a atribuir a Rodríguez de Castro cuatro sonetos y una égloga de Camoens. Realmente, su estilo tiene mucho de camoniano, pero sin el quid divinum del maestro. Sólo acierta a reproducir medianamente la vaga y saudosa melancolía de los sonetos del amador de D.ª Catalina. Su poema didáctico De la inmortalidad del alma vale poco, a no ser por la elegancia del estilo. Don Francisco Manuel de Melo, en su ingeniosísimo Hospital de las letras (p. 376), dijo de este judaizante que «tenía mejor musa que fe». Los portugueses no le perdonan el haber celebrado a Felipe II.
Mucho más que Rodríguez de Castro vale como poeta Moseh Pinto Delgado, portugués también, aunque no usó en sus obras impresas otra lengua que la castellana. Habíase llamado entre [219] los cristianos Juan, y, huyendo de la Inquisición, fue a parar a Francia, donde están impresas sus obras, sin año, ni lugar, dedicadas al cardenal Richelieu (2045). Contiene este tomo, aparte de varias canciones y poesías sueltas, un Poema de la reina Ester en sextetos, la Historia de Rut en redondillas y una paráfrasis de las Lamentaciones de Jeremías en quintillas. El sentimiento elegíaco predomina en Moseh Pinto Delgado, sin que le falten condiciones descriptivas. Está más feliz cuando traduce las Sagradas Escrituras o se inspira en ellas que cuando escribe de cosecha propia. Se distingue por el buen gusto continuado en el estilo y en el lenguaje, sin que sean apenas visibles en sus delicados versos las huellas de afectación y culteranismo, de que apenas se libró ningún ingenio de entonces. En la versificación es diestro y fácil, mostrando cierto amor y gusto especial por metros cortos, a la manera de los antiguos cancioneros. No desdeña por eso ni se muestra torpe en el uso de los endecasílabos de la escuela de Garcilaso. Como poeta de índole tierna y apacible, consigue remedar bien el idealismo del Petrarca; pero interesa y conmueve más cuando llora sus propias desdichas y se dirige al Señor con arrebato místico, y exclama:
Del tesoro infinito
de tu divina lumbre
a mi noche, Señor, un rayo envía.
Sea tu santa inspiración mi guía,
que entre la luz del amoroso fuego,
me llame en el desierto, no cursado,
de mundana memoria:
allí desnudo, por tu causa, el ciego
velo de error, el hábito pasado,
dichoso suba a contemplar tu gloria,
donde mi ser por milagro efeto
en sí transforme el soberano objeto.
Nunca se elevó a más altura Moseh Pinto Delgado, nunca hizo tan gallarda muestra de su fluidez métrica y de la viva penetración que tenía de las cosas bellas como en su paráfrasis e los Trenos de Jeremías, que es la mejor corona de su memoria. Apenas hay mejores quintillas en todo el siglo XVII, y de fijo ningunas tan sencillas, inspiradas y ricas de sentimiento:
¿Cuál desventura, ¡oh ciudad!,
ha vuelto en tan triste estado
tu grandeza y majestad,
y aquel palacio sagrado
en estrago y soledad?
¿Quién a mirarte se inclina
y tus muros derrocados
por la justicia divina
que no vea en tus pecados
la causa de tu ruina?
[220]
¿Cuál pecado pudo tanto
que no te conozco agora?
Mas no advirtiendo, me espanto;
que tú fuiste pecadora,
y quien te ha juzgado, santo.
La causa por que bajaste
y por que humilde caíste
de la gloria en que te viste
fue la verdad que dejaste,
la vanidad que seguiste.
Lloren, al fin, entre tanto
que no descansa tu mal
y obliguen al cielo santo,
que no puede ser el llanto
a tus delitos igual (2046).
Poeta bíblico, aunque vale harto menos que Pinto Delgado, fue David Abenatar Melo, fugitivo de las cárceles de la Inquisición en 1611 y autor de una mediana traducción de los Salmos, inferior no sólo a las muestras que nos dejaron Fr. Luis de León y Malón de Chaide, sino a la del Mtro. Valdivieso y hasta a la del conde de Rebolledo, a pesar de su falta de color poético.
Era Abenatar Melo hombre de poca cultura, aunque de buen instinto poético, y hace alarde de ignorar hasta las reglas de la métrica: «Yo conozco que éstos no pueden tener nombre de versos; y afirmo que, aunque los hice, no sé medirlos ni sé si están con las sílabas que se requieren». Con todo eso, no son muchos los versos suyos que claudican; y debe haber algo de vanidad en su decantada ignorancia, puesto que le vemos recurrir a las formas más artificiosas y complicadas de nuestra versificación: tercetos y octavas reales. Tampoco faltan romances y estancias líricas. En la traducción de los Salmos, y aún más en el primer cántico de Moisés, que va al fin, hay algunos pasajes escritos con fuerza y color poético, pero ni una sola composición entera que pueda citarse por modelo. Reina en todo ello cierta facilidad desaliñada, no inmune de prosaísmos. No estará de más advertir que Melo sabía poco hebreo, y se valió casi siempre de la Biblia de Ferrara. Lo peor es que, sin respeto alguno al sagrado texto, ingiere mil circunstancias personales suyas y hasta pone en boca de David invectivas contra la Inquisición, en que describe el intérprete su propio tormento (2047). [221]
N'e1 infierno metido
de la Inquisición dura,
entre fieros leones de albedrío,
de allí me has redimido,
dando a mis males cura
sólo porque me viste arrepentido.
Cuando en dura tormento
porque a mi hermano y prójimo matase:
me tenían atado
helado, sin aliento,
en alto levantado,
mi lazo le pedí me desatase.
mas, al suelo bajado,
con un corazón nuevo te he llamado.
y, vuelto a atar de nuevo,
me deshicieron como cera al fuego.
De aquella fuessa oscura
con gloria me has subido,
vivificando el alma que me diste,
y en gusto mi tristura,
mi Dios, has convertido,
mostrando bien la fuerza que en ti asiste.
El mayor mérito de esta versión es la riqueza y salvaje energía de lengua; pero no es tanto mérito del traductor como de la Ferrariense, cuya prosa calcaba. De aquí el extraño y no desagradable sabor de arcaísmo que tienen los versos.
Hay otro traductor de los Salmos muy posterior a David Abenatar Melo; como que no publicó su traducción hasta el año 1720 (5480 según la cuenta de los judíos), si bien la tenía hecha algo antes. Se llamaba Daniel Israel López Laguna, y de su vida apenas sabemos más que lo que él quiso decirnos en estos versos:
A las musas inclinado
he sido desde mi infancia;
la adolescencia en la Francia
sagrada escuela me ha dado;
en España algo han limado
las artes mi juventud;
hoy Jamaica en canción
los Salmos da a mi laúd.
Y, en efecto, acabó su traducción (obra, según dicen sus panegiristas, «de veintitrés años de trabajo... entre persecuciones de guerras, incendios y huracanes») en la isla de Jamaica, y la publicó en Londres con el rótulo de Espejo fiel de vidas. Sus [222] correligionarios la ensalzaron hasta las nubes; nada menos que trece poetas judíos y tres poetisas, a cual más oscuros y olvidados todos, la honraron con versos laudatorios, encontrando «delicado y dulce el estilo, melosos y sonoros los versos». Al revés de Abenatar Melo, parece que López Laguna sabía algo de hebreo, y quiso con su traducción remediar la ignorancia de sus hermanos, que venían de España sin poder traducir la lengua santa. Pero ésta es la única ventaja que tiene sobre su predecesor; y, por más que se jacte de escrupulosa fidelidad, hasta el punto de no «acrecentar ni disminuir una sílaba al texto hebraico», tan lejos está de hacerlo, que no deja de intercalar los usados anatemas contra el tribunal que infieles llaman santo.
Esta traducción tiene ciertas pretensiones de ser hecha para puesta en música, con lo cual se creyó autorizado Laguna para usar todas las formas métricas conocidas en nuestro Parnaso, desde las octavas, tercetos y estancias líricas, hasta las redondillas, quintillas, décimas y seguidillas; ejemplo insigne de perversidad de gusto. Así esta traducido el salmo 88:
Ama Dios más las puertas
de Sión, que todas
las moradas que el pueblo
de Jacob goza.
Cuenta el Señor los pueblos,
Y sólo escribe
en su libro al perfecto
que en su ley vive.
Todos estos loores
en su alta esfera
logra el trono del alto
Dios en la tierra.
Semejantes coplas de fandango están pidiendo una guitarra y la puerta de una taberna. ¡Pobre David!
Hay dos judaizantes del siglo XVII que merecen el nombre de poetas y aun de escritores polígrafos: el segoviano Antonio Enríquez Gómez y el cordobés Daniel Leví de Barrios.
A Antonio Enríquez Gómez le supone Barbosa portugués; los demás autores que de él escriben, segoviano (2048). Su padre, Diego Enríquez Villanueva, era de familia de conversos, y no fue obstáculo éste para que el hijo alcanzara grados y honores militares. Mientras vivió en España se hacía llamar Enrique Enríquez de Paz, y con tal apellido concurrió a un certamen poético de Cuenca, dio a las tablas varias comedias y firmó un soneto a [223] la muerte de Lope de Vega, inserto en la Fama póstuma que recopiló Montalbán.
Por los años de 1636 pasó a Francia, tomando como nombre de guerra el de Antonio Enríquez Gómez, aunque no parece que por entonces renegara del catolicismo; a lo menos, jamás se manifiesta judío en las muchas obras que dio a luz en Francia, cuyo rey, Luis XIII, le honró con los cargos de secretario y mayordomo suyo y el hábito de la Orden Militar de San Miguel. Si hubiéramos de juzgar por varias alusiones suyas contra áulicos y envidiosos y por la satírica y poco embozada pintura que en El siglo pitagórico hizo de la privanza del Conde-Duque de Olivares, habríamos de decir que la causa de su destierro fue una intriga cortesana. Como quiera, no cabe duda que murió judío en Amsterdam y que la Inquisición de Sevilla le sacó en estatua (2049), en un auto de fe de 14 dé abril de 1660, donde fueron castigados otros ochenta judaizantes. Dejó un hijo, llamado Diego Enríquez Basulto, autor de un poema culterano sobre la Paciencia del santo Job. (Ruán, 1649, en 4.º)
Las obras de Enríquez Gómez son en gran número, y puede decirse que cultivó más o menos todos los géneros de literatura, siempre con más audacia que fortuna. Hay de él libros de política nada menos que Angélica (2050); obras semihistóricas adulatorias de los reyes de Francia, como la que llamó Luis dado de Dios a Luis y Anna y Samuel dado de Dios a Eleana y Anna (2051), compuesta al nacimiento de Luis XIV, comedias en gran número, poesías líricas y didácticas, dos epopeyas o cosa tal, una novela picaresca y sueños morales a imitación de los de Quevedo.
De todo esto, muy poco es lo que conserva estimación. El ceñudo Moratín puso, entre los proyectiles que se disparaban en La derrota de los pedantes, las comedias, silvas y romances de Enríquez Gómez, pero también esta sentencia peca de extremada y hasta de injusta. Tenía este judaizante muy despierto y lucido ingenio, aunque de segundo orden e incapaz de la perfección en nada, y contagiado hasta los tuétanos de los vicios de la época y de otros propios y peculiares suyos.
No vale mucho como dramático, y eso que fue bastante fecundo. A veintidós llegaron, según él afirma (2052), sus comedias, la mayor parte del género heroico, llenas de hinchazón y culteranismo, de fieros y cuchilladas, de tramoyas y pomposas relaciones. Así, v. gr., El cardenal de Albornoz, Engañar para reinar, Diego de Camos, El capitán Chinchilla, El rayo de Palestina, Las soberbias de Nembrot, El Caballero de Gracia, La Casa de Austria en España, El trono de Salomón, El sol parado [224](que es la historia de Josué), La prudente Abigail y las Peregrinaciones de Fernán Méndez Pinto (partes primera y segunda), en que le llevó su desatinado gusto a poner en verso y en diálogo el libro de los viajes de aquel famoso portugués. Ni en ésta ni en las demás hay apenas cosa tolerable, sino algunos retazos de versificación fácil y rotunda. Conócese, por lo demás, la sangre judaica de Enríquez en su declarada afición a las historias del Viejo Testamento, que llenan la mitad de su teatro (2053).
En sus dos mejores o menos malas comedias, Celos no ofenden al sol y A lo que obliga el honor, Enríquez Gómez es calderoniano en todo lo malo y en poco de lo bueno. El asunto de A lo que obliga el honor es la misma celosa venganza que sirve de móvil a El médico de su honra, a El pintor de su deshonra y A secreto agravio; pero ¡cuán débil y pobremente tratado el asunto en Enríquez a pesar del servilismo con que pisa las huellas de su predecesor! No falta, sin embargo, algún feliz movimiento dramático:
¡Quitóme el honor el rey
y entendió que me lo daba!
exclama el celoso marido cuando el rey D. Pedro le envía de adelantado a la frontera. En Celos no ofenden al sol hay en boca del gracioso una invectiva contra el matrimonio llena de desenfado y donaire. Pero siempre trozos, jamás una pieza entera.
Lo mismo digo de sus versos líricos, casi siempre del género moral y didáctico. Pertenecen a la misma escuela fría y prosaica que los de Francisco López de Zárate o los del conde de Rebolledo, tendencia que surgió en oposición a los desvaríos culteranos, y que luego reinó señora absoluta en el siglo XVIII. En sus canciones, elegías y epístolas, recopiladas bajo el nombre de Academias de las musas, vierte el capitán Enríquez altos y generosos pensamientos morales, con todo y andar a veces en los lindes del lugar común. Pero, contagiado de la manía del prosaísmo, muy raras veces llega a poner armonía y número en sus versos, plenitud y vida en sus frases. Consíguelo mejor en las Epístolas de Job (2054), gracias a las reminiscencias del libro sagrado, en que se narran las calamidades del patriarca idumeo; lógralo también en la elegía de su peregrinación, por el color [225] íntimo, personal y autobiográfico que llega a darle; pero en el resto de sus poesías, la grandeza y el interés estriban antes en la gravedad y fuerza que por sí traen las verdades éticas que en el arte del poeta. Las Epístolas de Albano y Danteo, La risa de Demócrito, El llanto de Heráclito, la Canción a la vanidad del mundo, se leen con cierto interés por la calidad de los asuntos, que salen de la monotonía petrarquista y de las fábulas a imitación del Polifemo; pero en realidad son muy pobres. Cuando toma frases de los libros sapienciales, se levanta algo más, y otro tanto le sucede en dos canciones a la vida del campo sobre el asendereado tema del Beatus ille.
Más vale Enríquez Gómez como satírico, y sin duda la más amena y deleitosa de sus obras es la que tituló El siglo pitagórico, en que, renovando un pensamiento de Luciano, ya utilizado por el autor del Crotalón, se propuso describir en prosa y verso las trasmigraciones de un alma presentando así un espejo fiel de las costumbres del tiempo (2055). El alma pasa sucesivamente por los cuerpos de un ambicioso, un malsín, una dama, un valido, un hipócrita, un avariento, un doctor, un soberbio, un ladrón, un arbitrista, un hidalgo y, finalmente, un virtuoso. El autor lo cuenta todo con apacible desenfado y mucha riqueza de estilo, que sólo desmaya en lo prosaico cuando comienza a moralizar. Para la sátira, de corte español y no clásico ni horaciano, tenía Enríquez Gómez grandes condiciones. ¡Lástima que le despeñe el loco anhelo de imitar a Quevedo! ¡Cuán pálida, insípida y desmazalada cosa parece La torre de Babilonia cuando se piensa en los Sueños! (2056)
Intercalada en El siglo pitagórico, con bien poco arte y maña por cierto, anda la novela picaresca de D. Gregorio Guadaña, o más bien un fragmento de ella, que sin ser de lo mejor del género, y hecha como está de relieves y desperdicios del Buscón, agrada y entretiene.
Al siglo pitagórico se refería sin duda el Dr. Puigblanch cuando hablaba de cierto libro español impreso en Francia y Flandes que, a su entender, había sido original del Gil Blas. Pero, aunque pueda notarse cierta semejanza remota entre el [226] objeto general de las dos obras, que parece ser una pintura de los diversos estados sociales; y aunque se parezcan algo la salida de D. Gregorio Guadaña de su casa y la de Gil Blas y las aventuras que les suceden en el camino; y aunque uno y otro autor maltraten al Conde-Duque de Olivares; y aunque parezca verosímil que Le-Sage, incansable lector de cuanto había que leer en materia de comedias y novelas españolas, conociera El siglo pitagórico, no puede con todo eso defenderse en serio el capricho de Puigblanch. El Gil Blas es libro de taracea, en que la composición y algunos incidentes pertenecen al autor francés, y lo demás es hijo de distintos padres españoles; siendo mérito de Le-Sage el haber entretejido hábilmente tan varias historias en su libro, aunque por lo amplio y holgado de la forma autobiográfica se prestaba a ello.
Dejó Enríquez Gómez dos poemas, Sansón nazareno (2057) y La culpa del primer peregrino (2058) (es decir, el pecado de Adán), los cuáles pueden citarse, sin escrúpulo de conciencia, como dechado y cifra de la más perversa, altisonante e hiperbólica poesía que se conoce en lengua castellana. Con decir que el autor se propuso por modelo el Macabeo, de Miguel de Silveira, está dicho todo. Y sin embargo, en ese retumbante Sansón nazareno, pero ya en el canto 14 y muy cerca del final, hay media docena de octavas, valientes, claras, tersas y bien escritas, que son como un oasis en medio de aquel espantoso desierto. Cuando
baja sobre el hebreo peregrino
del Señor el espíritu divino,
Enríquez Gómez se cansa de delirar y pone en boca del héroe esta plegaria:
Dios de mis padres (dice), autor eterno
de los tres mundos, soberano Atlante,
incircunciso, santo y ab-eterno,
Dios de Abraham, tu verdadero amante;
Dios de Ishak, cuyo altísimo gobierno
en la divina ley vive triunfante;
Dios de Jacob, de bendiciones lleno,
oye a Sansón, escucha al Nazareno.
Único Creador incomprensible,
Señor de los ejércitos sagrados,
Brazo de las batallas invencible,
por siglos de los siglos venerado,
causa sí, de las causas invisible,
perfecto autor de todo lo criado,
pequé, Señor, pequé: yo me condeno.
Misericordia pide el Nazareno.
Restituye, Señor, la prodigiosa
fuerza de mis cabellos a su fuego; [227]
alienta con tu mano poderosa
el valor que perdí, quedando ciego,
tócame con tu llama luminosa,
pues a la muerte con valor me entrego:
dame aliento, Señor, para vengarme,
y tu auxilio eficaz para salvarme.
Yo muero por la ley que tú escribiste,
por los preceptos santos que mandaste,
por el pueblo sagrado que escogiste,
y por los mandamientos que ordenaste;
yo muero por la gloria que me diste,
y por la gloria con que al pueblo honraste;
muero por Israel, y lo primero
por su inefable nombre verdadero.
Y así prosigue, hasta que Sansón eslabona poderoso
los brazos a los ejes de diamante
y derrumba el templo con muerte de 30.000 filisteos. Pero repito que esto es lo único digno de leerse en el poema y que La culpa del primer peregrino nada recuerda de Milton (2059) y es un centón de indigesta teología.
Muy parecido a Antonio Enríquez Gómez, en los sucesos de su vida y en lo errante y vagabundo de su ingenio, fue Miguel, entre los judíos Daniel Leví de Barrios, natural de Montilla:
Mi gran patria Montilla, verde estrella
del cielo cordobés...
e hijo de un judaizante portugués llamado Simón de Barros o Barrios. Así él como su hijo fingieron profesar el cristianismo, y Miguel fue capitán en Flandes, y allí publicó varias obras poéticas, hasta que abiertamente renegó de la verdadera fe para vivir entre los suyos en Amsterdam, donde parece que alcanzó los últimos años del siglo XVII (2060). Sus obras son muchas y de diversos géneros, pero todas igualmente olvidadas y dignas de serlo; ya históricas y políticas, como el Triunfo del gobierno popular y antigüedad holandesa (1683), la Historia universal judaica, el Imperio de Dios en la armonía del mundo, el Atlas ánglico de la Gran Bretaña, etc.; ya poéticas; como las recopiladas en las dos colecciones que se llaman Flor de Apolo y Coro de las musas. Algún interés ofrece, por las noticias que da de escritores judíos, su libro Luces y flores de la ley divina en los caminos de la salvación; pero en todo, hasta en los títulos, brilla su mal gusto.
Impresos sueltos hay de él muchos versos de circunstancias a bodas, natalicios y sucesos prósperos y adversos de príncipes [228] o de amigos suyos (2061); pero el cuerpo de sus poesías es el Coro de las musas, donde, a imitación de Quevedo y de D. Francisco Manuel, inserta poesías de todo linaje bajo la advocación de cada una de las doncellas del Parnaso; y aún no satisfecho con tal inundación de malos versos, añade la Música de Apolo y los Cristales de Hipocrene. Casi todas las poesías serias y de carácter didáctico, v. gr., las que tratan del mundo celeste y esférico, la descripción de España y genealogía de sus reyes, los elogios de los diferentes oficios, la fábula de Pan y Siringa, etc., son absolutamente perversas, ora culteranas, ora prosaicas, sin vislumbre ni rastro de verdadera poesía, que, a lo sumo, se encuentra en algunos sonetos, letrillas y composiciones ligeras. En los metros cortos es bastante feliz. Y lo dicho del Coro de las musas, entiéndase de la Flor de Apolo, donde hay tres comedias muy flojas: El canto junto al encanto, El Español de Orán y Pedir favor al contrario (2062).
En cuanto a los epitalamios y versos de encargo hechos por Leví de Barrios, son obras de verdadero delirante. Mentira parece que D. José Amador de los Ríos tuviera valor para elogiar un epitalamio que comienza con estos versos:
Aquella imperial águila
que del sol mas clarífico
se remonta a lo fúlgido
por mirarse en lo nítido,
de la fama en los cánticos
sube hasta el Norte frígido,
imán de cuanto hipérbole
es de su elogio símbolo.
También fue penado por judaizante en la Inquisición de Sevilla el Dr. Felipe Godínez, fecundo poeta dramático, señalado [229] entre los que escribieron autos sacramentales. No le valió su carácter sacerdotal, ni la fama que tenía como predicador, ni «el haberse llevado por las sentencias los doctos», en opinión de Enríquez Gómez. Pero, como quiera la penitencia fue leve, aunque bien la recordaba el implacable Quevedo cuando en La Perinola lanza tan agudos dardos contra Godínez, amigo, según se deja entender, de Montalbán: «Como que todo lo ha escrito bien el Godínez, ha salido en algunos autos mucho, y es más señalado en los autos que todos...» Y en otra parte dice que el Dr. Montalbán cita a Godínez «con tanta reverencia como pudiera a León Hebreo». Godínez, como todos los poetas de su raza, se distingue por la afición a asuntos del Antiguo Testamento: El divino Isaac, Los trabajos de Job, Amán y Mardoqueo, Judit y Holofernes, Las lágrimas de David, La mejor espigadera (Rut) y El primer condenado. Y aún descubre a veces su mala voluntad contra el estado eclesiástico, v. gr., en la estrambótica comedia a lo divino que tituló O el fraile ha de ser ladrón o el ladrón ha de ser fraile.