Capítulo III
Moriscos. -Literatura aljamiada. -Los plomos del Sacro-Monte.
I. Vicisitudes generales de la raza hasta su expulsión. -II. Literatura aljamiada de los moriscos españoles. -III. Los plomos del Sacro-Monte de Granada. Su condenación.
- I -
Vicisitudes generales de la raza hasta su expulsión.
No se hartan de encarecer los historiadores la tolerancia de los árabes con la población cristiana de España en los primeros siglos de la conquista. Y, si esta relativa moderación, que tan poco duró, y que vino a terminar con el largo y horrendo martirio de los muzárabes de Córdoba, y que al fin y al cabo se explica por las condiciones de la invasión, por el pequeño número y mal asentado poder de los muslimes, merece loa, ¿qué habremos de decir y cómo acertaremos a ponderar la que nuestros padres observaron por tan largos siglos con los vasallos mudéjares, cuya existencia en Castilla ni era forzosa ni se fundaba en la mayor debilidad del poder cristiano, que, al contrario, les abre las puertas y los admite en la nacionalidad española cuando las armas del Islam van de vencida? Otro fue el sistema de los primeros caudillos septentrionales. Las expediciones de los Alfonsos, Fruelas y Ramiros eran verdaderas razzias, seguidas de devastación y exterminio, en que eran pasados al filo de la espada o vendidos sub corona y llevados cautivos hasta los niños y las mujeres. Cierto que aún entonces quedaba a los musulmanes, y algunas [230] veces lo aprovecharon, el recurso de salir de esclavitud, o a lo menos mejorar de condición, recibiendo el bautismo; pero, a la larga, el progreso de la Reconquista, el interés mejor o peor entendido de los señores de vasallos moros y la menor rudeza y barbarie de costumbres hicieron posible la existencia de los mahometanos, con su religión y leyes y con cierta libertad civil, en las poblaciones que nuevamente se iban reconquistando. Desde 1038 en adelante, casi todas las capitulaciones, y muy especial la de Toledo de 1085, autorizan legalmente la convivencia de cristianos y mudéjares (2063). Su situación no era la misma en todas partes, ni iguales sus derechos y deberes, dependiendo muchas veces de la mayor o menor generosidad del vencedor, del número e importancia de los vencidos y de otras mil circunstancias; pero, en general, se les permitía el ejercicio, a veces público, del culto y el juzgar entre sí sus propios litigios, pero no aquellos en que interviniesen cristianos. Su condición era mejor que la de los judíos y fueron siempre menos odiados. La historia registra muy pocos alborotos y asonadas contra ellos. No tenían espíritu propagandista; eran gente buena y pacífica, dada a la agricultura, a los oficios mecánicos o al arte de alarifes, y no podían excitar los celos y codicias que con sus tratos, mercaderías y arrendamientos suscitaban los judíos.
Las leyes severísimas con que nuestros códigos penan el delito de apostasía mahomética ha de entenderse de los tornadizos mudéjares que abrazaban el cristianismo y volvían a caer en su secta, y no en manera alguna de prosélitos que ellos hiciesen. Así vemos que las leyes de Partida desheredan al hijo que se torne moro, privan de su dote a la mujer y castigan el crimen de los renegados con suplicio de fuego, confiscación e imposibilidad de adquirir ni de testificar en juicio. Pocos mudéjares se hicieron cristianos, ni éstos pusieron empeño en convertirlos; y, fuera de la prohibición de tener mezquitas, puede decirse que su culto era libre, siendo no pequeña materia de escándalo para los piadosos viajeros de otras regiones, verbigracia el bohemio León de Rotzmithal. [231]
Andando el tiempo, vino a menos la tolerancia, y ya don Juan I y la gobernadora D.ª Catalina atendieron con severos ordenamientos a evitar los peligros que nacían del trato de moros y cristianos. Las leyes de encerramiento de D. Juan II alcanzaron a los mudéjares lo mismo que a los hebreos; se les obligó a llevar una señal en los vestidos hasta se suprimieron en 1408 los tribunales de los cadíes, que luego restableció Isabel la Católica.
Con la conquista de Granada apareció otro linaje de vasallos nuevos, que no se apellidaron ya mudéjares, sino moriscos (2064). Sabidas son las condiciones de la capitulación firmada por Hernando de Zafra en 28 de noviembre de 1491, no diferentes en esencia de las que los cristianos habían solido otorgar a las ciudades rendidas por moros desde el siglo XIII; antes bien, favorables con exceso, hasta el punto de consentirse en ellas a chicos y grandes vivir en su ley, con promesa formal de no quitarles sus mezquitas, torres y almuédanos, ni perturbarles en sus costumbres y usos, ni someter sus causas a otros tribunales que los de sus cadíes y jueces propios. Asimismo se otorgaba plena libertad a los que quisieran pasarse a Berbería o a otras partes para vender tierras, bienes muebles y raíces cómo y a quién quisieran, dándoles pasaje libre y gratuito por término de tres años, con sus familias, mercaderías, joyas, oro y plata y todo género de armas, excepto las de pólvora, y poniendo a su disposición, durante setenta días, diez naves gruesas para el transporte. Expirados estos plazos, cada morisco podría embarcarse cuando quisiera, pagando a sus altezas un ducado por persona. Prometíase solemnemente que los moros moros nunca llevarían una señal como la de los judíos; que los cristianos jamás entrarían en las mezquitas sin permiso de los alfaquíes; que los tributos no serían mayores que los que se pagaban en tiempo de los reyes granadinos; que a nadie, ni siquiera a los renegados (siempre que lo fuesen antes de la capitulación), se los apremiaría a ser cristianos por fuerza ni se los obligaría a ningún servicio de guerra contra su voluntad (2065); y, finalmente, que los alfaquíes administrarían por sí solos las rentas del culto y de las escuelas públicas.
Triste es decir que esta capitulación, imposible de observar en muchas de sus cláusulas y temerariamente aceptadas por los Reyes Católicos, no se cumplió mucho tiempo. Y eso que los encargados de ponerla en vigor no podían ser más piadosos y [232] cristianos varones; como que ocupó la nueva silla arzobispal de Granada Fr. Hernando de Talavera, modelo de bondad y mansedumbre, luz de la Orden Jeronimiana; y la capitanía general se confirió a D. Anego López de Mendoza, conde de Tendilla, prudente y valeroso caballero.
En los principios, todo pareció sonreír. Fr. Hernando, ocupado todo en la santa obra de la conversión de los muslimes, pero templando el celo con la discreción, atrájose el amor de los vencidos, que le llamaban el alfaquí santo, a fuerza de caridad y buenas obras, visitándolos, amparándolos y sentándolos a su mesa. Él mismo comenzó a aprender el árabe, hizo que fray Pedro de Alcalá ordenase una gramática y un vocabulario de esta lengua, dispuso la traducción a ella de algunos pedazos de las Escrituras, convenció en particulares coloquios a muchos alfaquíes y logró de tal manera portentoso número de conversiones. Hasta 3.000 se bautizaron en sólo un día (2066).
La reina Isabel se inclinaba a acelerar el bautismo de los moros; pero es fama que el inquisidor Torquemada, aunque pese y asombre a los que a tontas y a locas claman contra su intolerancia, se opuso tenazmente a ello (2067). No así el gran cardenal D. Pedro González de Mendoza, que, con haber dejado fama de tolerante, era partidario de la expulsión de los moriscos, dejándoles sólo libertad para vender sus bienes.
El celo exaltado y la férrea condición de Fr. Francisco Jiménez de Cisneros atropellaron las cosas cuando, enviado a Granada en 1499 para reconciliar a los renegados y conocer en casos de herejía según el procedimiento del Santo Oficio, no perdonó, además de los argumentos, ofertas ni dones para persuadir a los alfaquíes, y en un día bautizó a 4.000 moros por aspersión general. Y como algunos alfaquíes anduviesen recalcitrantes y amotinasen al pueblo, los prendió indignis modis y logró convertir al más docto y tenaz de ellos, el Zegrí. No satisfecho con todo esto, entregó a las llamas en la plaza de Vivarramba gran número de libros árabes de religión y supersticiones, adornados muchos de ellos con suntuosas iluminaciones y labores de aljófar, plata y oro, reservando los de medicina y otras materias científicas para su biblioteca de Alcalá.
La persecución de los renegados, en que abiertamente se faltaba ya a la letra ya al espíritu de las capitulaciones, produjo primero un alboroto de los moros del Albaicín que a duras penas lograron calmar el arzobispo Talavera y conde de Tendilla con promesas y concesiones; y luego, una declarada y espantosa rebelión de los moros del Alpujarra y de Sierra Bermeja, donde corrió indignamente a manos de infieles la heroica y generosa sangre de D. Alonso de Aguilar en 1501. Los [233] Reyes Católicos aprovecharon esta ocasión, que venía a desatarles las manos, sujetas por la capitulación, y, considerándose libres y sueltos de todo lo pactado, pusieron a los vencidos moriscos en la alternativa de emigrar o recibir el bautismo; disposición que se aplicó también a los mudéjares de Castilla y León en 20 de febrero de 1502.
Casi al mismo tiempo, los moros del arrabal de Teruel pidieron espontáneamente, y con muestras de sinceridad, el bautismo; y, alarmados con esto los señores aragoneses y valencianos, que sacaban de los infieles grandes rentas y sabían la verdad de aquellos dos antiguos refranes: «Quien tiene moro, tiene oro» y «A más moros, más ganancia», lograron de Fernando el Católico, por el fuero de Monzón de 1510, que en aquellos reinos no se innovase nada en materia de moriscos.
Pero contra el interés de los señores se levantó el hierro de las venganzas populares, y, cuando estalló en Valencia la revolución social de las Germanías (en nada semejante a las comunidades castellanas), los moriscos pagaron duramente su adhesión a los caballeros contra los comunistas valencianos, que, poseídos de extraño anhelo de proselitismo, después de saquear, incendiar y desolar las casas y tierras de los moros, hicieron la sacrílega ceremonia de bautizar, en medio de las llamas y de la sangre, a más de 16.000 de ellos; y en Polop asesinaron a 600 inmediatamente después de la ceremonia. El grito de guerra de los agermanados era en aquella ocasión, según narra fray Damián Fonseca (2068): Echemos almas al cielo, y dineros a nuestras bolsas.
Una junta de teólogos convocada por Carlos V en 1525 declaró que aquel bautismo era lícito, y en 16 de noviembre del mismo año quedó solemnemente abolido en los reinos de Aragón y Valencia el culto mahometano; todo por que los moriscos, al recibir el agua sacramental, «estaban en su juicio natural y no beodos ni locos» (2069). Pasaron a Valencia, en comisión, Fr. Antonio de Guevara, Fr. Gaspar de Avalos y Fr. Juan de Salamanca para completar la obra de los agermanados; y, a pesar de la benignidad con que siempre trató a los moriscos el inquisidor general, D. Alonso Manrique, se cosechó muy pronto el fruto de tanta iniquidad y desacierto. Los moriscos se levantaron en armas en la sierra de Espadán; y si, rendidos y domeñados por el número y por el hambre, consintieron, al fin, en hacerse cristianos, fue poniendo por condición que en cuarenta años estarían exentos de la jurisdicción inquisitorial y conservarían el hábito, la lengua y las costumbres de moros el uso de las armas, pues tan bien y fielmente habían servido a la Corona contra los agermanados.
La avenencia y la fusión de las dos razas era ya imposible. En fuerza de haber sustituido a las catequesis de la predicación [234] la del hierro, nos encontramos dentro de casa con una población de falsos cristianos, enemigos ocultos e implacables, que sin cesar conspiraban contra el sosiego del reino, ya en públicos levantamientos y rebeliones, ya en secretos conciliábulos y en tratos con el turco y con los piratas bereberes. Bien puede decirse que entre los moriscos apenas había uno que de buena fe profesara la religión del Crucificado. La Inquisición lo sabía, y alguna vez los llamaba a su Tribunal como apóstatas; pero acabando siempre por tratarlos con extraordinaria benignidad, sin imponerles pena de relajación ni confiscación de bienes, ya que no era de ellos toda la culpa, sino que alcanzaba no pequeña parte a los cristianos viejos (2070). Los edictos de gracia se multiplicaban, pero sin fruto. Resistíanse los conversos a dejar su antiguo traje, se congregaban en, secreto para retajar a sus hijos y practicar los ritos de su ley, alentaban sus esperanzas de futuros imperios y glorias con la lectura de ciertos jofores y pronósticos, huían de saber la lengua castellana por excusarse de aprender nuestras oraciones, lavaban a sus hijos para quitarles la señal del bautismo, observaban las ceremonias del viernes y seguían celebrando sus bodas y zambras con más o menos recato. Al amparo de los moriscos de la costa tomaba espantosas proporciones la piratería, y jamás dormían con sosiego los pobres habitantes de las marinas de Cataluña, Valencia y Málaga.
Carlos V trató varias veces de poner algún remedio a estado tan deplorable; pero ni la institución de los visitadores eclesiásticos, ni las juntas de teólogos que se celebraron en Granada, ni las ordenanzas de 1526, que prohibían el uso de la lengua árabe, el regalo de los baños, los cantos y bailes moriscos y el cerramiento de las puertas en día festivo, fueron de ningún efecto en fuerza de su intolerancia misma; siendo lo peor que el César no acertó a usar oportunamente ni la severidad ni la clemencia, puesto que, vencido, duro es decirlo, por el oro de los moriscos, que le ofrecieron 80.000 ducados de oro para subvenir a las necesidades del reino, suspendió la ejecución de sus mismos edictos imperiales.
En el reino de Valencia la conversión adelantó algo gracias al celo del bendito arzobispo Santo Tomás de Villanueva; pero la escasez de clérigos y el mal ejemplo de algunos puso mil entorpecimientos a aquella obra santa, y la mayor parte de los moriscos, según amargamente se queja el mismo arzobispo, siguieron del todo perdidos, sin orden y sin concierto, como ovejas sin pastor, y tan moros como antes de recibir el bautismo. [235]
A la vez que la piratería en las costas, se desarrolló el bandolerismo en los montes, y los monfíes de la Alpujarra, fugitivos muchas veces de la rapacidad de los curiales, salían de sus breñales y madrigueras para robar y matar a los cristianos, llegando en ocasiones a penetrar en el mismo Albaicín.
Nuestro Gobierno no acertaba más que a hacer pragmáticas, tardías y mal obedecidas, sin otro efecto que acumular tesoros de odio en el alma de los moriscos. En mal hora se le ocurrió a Felipe II poner en ejecución (en 1566) las ordenanzas de su padre, vedando la lengua, el traje, las costumbres y hasta los nombres arábigos y forzándoles a aprender en el término de tres años el castellano. Los conversos trataron de parar el golpe con todo género de súplicas, dones y promesas; pero la conciencia de Felipe II era más estrecha que la de su padre y nada consiguieron; hasta que, perdida toda esperanza, acordaron levantarse en rebelión abierta; tal y tan horrible, que puso en aventura la seguridad de la monarquía española precisamente en el instante de su mayor poderío. Aceleraron la explosión las enconadas desavenencias entre el capitán general de Granada, marqués de Mondéjar, y el presidente de la Cancillería, don Pedro Deza, empeñado el primero en suspender la ejecución de las pragmáticas, y el otro, en no dilatarla. Felipe II dio la razón al presidente, y apenas comenzaba la ejecución de los edictos estalló la insurrección en la Alpujarra, entregándose los monfíes, como verdaderos caníbales o humanas fieras, a todo linaje de atroces venganzas represalias con los infelices cristianos de la sierra, sobre todo con los sacerdotes. «Lo primero que hicieron -dice Mármol- fue apellidar el nombre y secta de Mahoma, declarando ser moros agenos de la santa fe católica que profesaron ellos y sus abuelos. Y a un mismo tiempo, sin respetar cosa divina ni humana, como enemigos de toda religión y caridad, llenos de rabia cruel y diabólica ira, robaron, quemaron y destruyeron las iglesias, despedazaron las venerables imágenes, deshicieron los altares, y poniendo manos violentas en los sacerdotes de Christo, que les enseñaban las cosas de la fe y administraban los Sacramentos, los llevaron por las calles y plazas desnudos y descalzos, en público escarnio y afrenta».
No hay para qué detenernos en los sucesos de aquella guerra, que largamente refirieron dos ilustres historiadores nuestros: Luis de Mármol Carvajal, en sencillo y apacible estilo y con toda la riqueza de pormenores propia de una crónica; D. Diego Hurtado de Mendoza, con la noble austeridad de Tácito y el majestuoso arreo de la historia clásica.
Los moriscos alzaron por rey al renegado D. Fernando de Valor (Aben-humeya), y, haciendo la guerra de montaña, que se ha hecho y hará eternamente en España, resistieron por mucho tiempo, sin notable derrota, las fuerzas del marqués de Mondéjar, del marqués de los Vélez y de D. Juan de Austria. Sólo la muerte [236] del reyezuelo, asesinado por sus propios partidarios, vino a dar señalada ventaja a las armas reales; y, aunque el nuevo caudillo Abenabó inauguró su mando con la toma de Orjiva, logró al año siguiente (1573) Don Juan de Austria rendir los presidios de Galera, Serón y Purchena; y con estos descalabros y con templarse algo los rigores de la guerra, que hasta entonces se había hecho ferozmente y sin cuartel, fueron decayendo de ánimo los moriscos y entrando algunos en correspondencia y tratos de paz. Abenabó cayó, como Aben-humeya, bajo el puñal de los suyos, conjurados contra su tiránico dominio, y el joven de Austria abatió en todas partes el pendón rojo de moriscos y monfíes. Para sosegar la tierra fueron trasladados muchos de ella a Castilla, a la Mancha y a Extremadura; y buena parte del reino de Granada quedó en soledad y despoblación creciente (2071). Otros emigraron al África. A los de Valencia se les prohibió en 1582 acercarse a las costas y a los de Aragón se les vedó en 1593 el uso de las armas.
La hora de la expulsión había sonado, y el desacierto de Felipe II estuvo en no hacerla y dejar este cuidado a su hijo. Ni el escarmiento de la guerra civil pasada; ni los continuos asaltos y rebatos de los piratas de Argel, protegidos por ellos, que iban haciendo inhabitables nuestras costas de Levante; ni la inseguridad de los caminos, infestados por bandas de salteadores; ni las mil conjuraciones, tan pronto resucitadas como muertas, bastaron a decidirle a cortar aquel miembro podrido del cuerpo de la nacionalidad española. Todo se redujo a consultas, memoriales, pragmáticas y juntas: antigua plaga de España. Y entre tanto «no había vida cierta ni camino seguro», dice Fr. Marcos de Guadalajara. La rapiña y las venganzas mutuas de cristianos viejos y nuevos iban reduciendo muchas comarcas del reino de Aragón y de Valencia a un estado anárquico y semisalvaje (2072). Las leyes se daban para no ser obedecidas y la predicación no adelantaba un paso, porque todos los moriscos eran apóstatas. «Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea derechamente en la sagrada ley cristiana», dice Cervantes.
La Inquisición apuraba todos los medios benignos y conciliatorios: absolvía a los neófitos con leves penitencias y sin auto público e inauguró el reinado de Felipe III con un nuevo [237] y amplísimo edicto de gracia para los que abjurasen de la ley muslímica y confesasen sus pecados. Tan persuadido estaba todo el mundo de la obstinación y simulada apostasía de los conversos, que llegó a tratarse en junta de teólogos valencianos si para evitar sacrilegios, convendría no obligarles a oír misa ni a recibir los sacramentos.
Los moriscos, entre tanto, se arrojaban a mil intentonas absurdas: elegían reyes de su raza, se entendían hasta con los hugonotes del Bearne y mandaban embajadores al gran Sultán, ofreciéndole 500.000 guerreros si quería apoderarse de España y sacarlos de servidumbre. ¿Qué mella habían de hacer en gente de tan dura cerviz los edictos ni los perdones, ni los esfuerzos del Beato Patriarca Juan de Ribera enviando misioneros y fundando escuelas? Él mismo se convenció de la inutilidad de todo, y en 1602 solicitó de Felipe III la expulsión total de la grey islamita, fundado en los continuos sacrilegios, conspiraciones y crímenes de todo género que se les achacaban. Por entonces, ni el rey, ni su confesor, ni el duque de Lerma tomaron resolución, aunque alababan el buen celo del arzobispo. Insistió éste, recordando cuán inútiles habían sido todos los arbitrios que el emperador y su hijo habían buscado para la conversión y poniendo de manifiesto el crecer rápido y amenazador de la población morisca, natural en gentes que no conocían el celibato ni daban soldados a ningún ejército.
El proyecto del patriarca y otros muchos más violentos que por entonces se presentaron, en que hasta se proponía mandar a galeras y confiscar sus bienes a todos los moriscos y quitarles sus hijos para ser educados en la religión cristiana, tropezó con la interesada oposición de los señores valencianos, que desde antiguo cifraban su riqueza en los vasallos moros. Acostáronse a su parecer algunos obispos, como el de Segorbe; se consultó al Papa, se formó una junta de prelados y teólogos en Valencia para tomar acuerdo en las mil embrolladas cuestiones que a cada paso nacían del estado social y religioso de los moros; duraron las sesiones hasta 1609, y tampoco se adelantó nada. Llovían memoriales pidiendo la expulsión, y los moriscos tramaban nuevas conjuras.
Quedó la última decisión del negocio en manos de una junta, formada por el comendador mayor de León, el conde de Miranda y el confesor Fr. Jerónimo Xavierre, que en consulta elevada al Rey en 29 de octubre de 1607 opinaron resueltamente por la expulsión. Pasó esta consulta al Consejo de Estado, que, tras largas discusiones y entorpecimientos, que sería enojoso referir, la confirmó, cerca de dos años después, en 4 de abril de 1609. En vano reclamaron los nobles valencianos, pues el duque de Lerma optó por la expulsión, y Felipe III firmó el decreto.
La expulsión comenzó por Valencia, principal foco de los moriscos después de la derrota y dispersión de los de Granada. Allí estaban los más en número y los más ricos, y podía y debía [238] temerse un levantamiento. Para prevenirle y dar cumplimiento al edicto fue enviado a Valencia D. Agustín Mejía, veterano de las guerras de Flandes, antiguo maestre de campo y castellano de Amberes, a quien llamaron los moros el Mexedor, porque iba a expulsarlos. En 23 de septiembre se proclamó el bando que intimaba a los moriscos prepararse para ser embarcados en el término de tres días, reservándose sólo seis familias en cada lugar de cien casas para que conservasen las tradiciones agrícolas y permitiendo quedarse a los niños de menos de cuatro años, con licencia de sus padres o tutores.
Hasta 70.000 moriscos iban ya trasladados a Barbería en dos expediciones, cuando la extrema desesperación puso las armas en la mano a los que quedaban, y empezando por robos, asesinatos y salteamientos, que respondían casi siempre a feroces provocaciones de los cristianos viejos y a la codicia y mala fe de los encargados subalternos de la expulsión, acabaron por negarse abiertamente a cumplir las órdenes reales; y en Finestrat, en Sella, en Relleu, en Tárbena y Aguar, en todo el valle del Guadalest, en Muela de Cortes y en la sierra, tornaron a levantar el pendón bermejo, apellidando simultáneamente a dos caudillos o reyezuelos: Jerónimo Millini y el Turigi. Empresa más descabellada no se vio jamás en memoria de hombres. Ni la guerra fue guerra, sino caza de exterminio, en que nadie tuvo entrañas, ni piedad, ni misericordia; en que hombres, mujeres y niños fueron despeñados de las rocas o hechos pedazos en espantosos suplicios. La resistencia del Turigi fue heroica; pero, abandonado por sus parciales, si es que ellos mismos no le entregaron, viole pendiente de la horca el pueblo de Valencia. «Murió como buen católico -dice Gaspar Escolano-, dejando muy edificado al pueblo y confundidos a sus secuaces». Muy pocos de los rebeldes llegaron a embarcarse; sucumbieron casi todos en esta final y miserable resistencia, cuyos horrores cantó en fáciles octavas Gaspar de Aguilar.
En el resto de la Península la expulsión no ofreció dificultades. Los moriscos de Andalucía fueron arrojados en el término de treinta días por D. Juan de Mendoza, marqués de San Germán, que publicó el bando en 12 de enero de 1610. Más de 80.000 emigraron sin resistencia alguna. De Murcia arrojó más de 16.000 D. Luis Fajardo. En Aragón y en Cataluña, donde las sediciones de los moriscos habían sido nulas o de poca importancia, y grande el provecho que de ellos se sacaba para la agricultura y las artes, la expulsión no pareció bien, y los diputados de aquel reino y principado reclamaron varias veces, aunque sin fruto. El edicto se pregonó en Zaragoza el 23 de mayo, con grave disgusto de los señores de vasallos moros. Pasaron de 64.000 los expulsos, unos por Tortosa y los Alfaques, otros por los puertos de Jaca y Canfranc, donde los franceses se aprovecharon de la calamidad de aquella miserable gente haciéndoles pagar un ducado por cabeza. De Cataluña expulsó 50.000 el virrey, [239] marqués de Monteleón, en el término preciso de tres días, dejándolos, en caso de contravención, al arbitrio de los cristianos viejos, que podían prenderlos y matarlos. Y, finalmente, en Castilla fue encargado de ejecutar el bando el cristianísimo conde de Salazar, D. Benardino de Velasco, que desterró por la parte de Burgos a unas 16.713 personas. Ya no quedaba en España más gente de estirpe arábiga que los descendientes de los antiguos mudéjares. En vano pretendieron quedarse alegando las viejas capitulaciones y los buenos servicios que habían hecho a la Corona de Castilla. Una real cédula de 31 de mayo de 1611 los comprendió en la ley común. y, en consecuencia, salieron hasta unos 20.000 más por los puertos de Andalucía y Cartagena. En 1613, y mediante nuevos y apremiantes bandos, se completó la expulsión con la de los moros del Campo de Calatrava y otras partes de la Mancha y los del valle de Ricote, en Murcia, aunque bueno será advertir que muchos, especialmente mudéjares, quedaron ocultos y rezagados entre la población cristiana, y a la larga llegaron a mezclarse con ella.
No es posible evaluar con exactitud el número de los expulsos. Ni los mismos historiadores que presenciaron el hecho están conformes. La cifra más alta es 900.000, a la cual es necesario agregar los muchos que perecieron antes de llegar a embarcarse, asesinados por los cristianos viejos o muertos de hambre y fatiga o exterminados en la sedición de Valencia. No fue mejor su suerte en los países a que arribaron. Ni moros ni cristianos los podían ver; todo el mundo los tenía por apóstatas y renegados. Sus correligionarios de Berbería los degollaban y saqueaban, lo mismo que los católicos de Francia (2073). Algunos se dieron a la piratería e infestaron por muchos años el Mediterráneo (2074). [240]
Y ahora digamos nuestro parecer sobre la expulsión con toda claridad y llaneza, aunque ya lo adivinará quien haya seguido con atención y sin preocupaciones el anterior relato. No vacilo en declarar que la tengo por cumplimiento forzoso de una ley histórica, y sólo es de lamentar lo que tardó en hacerse. ¿Era posible la existencia del culto mahometano entre nosotros, y en el siglo XVI? Claro que no, ni lo es ahora mismo en parte alguna de Europa; como que a duras penas le toleran en Turquía los filántropos extranjeros que por el hecho de la expulsión nos llaman bárbaros. Y peor cien veces que los mahometanos declarados, con ser su culto rémora de toda civilización, eran los falsos cristianos, los apóstatas y renegados, malos súbditos además y perversos españoles, enemigos domésticos, auxiliares natos de toda invasión extranjera, raza inasimilable, como lo probaba 1a triste experiencia de siglo y medio. ¿Es esto disculpar a los que rasgaron las capitulaciones de Granada, ni menos a los amotinados de Valencia que tumultuaria y sacrílegamente bautizaron a los moriscos? En manera alguna. Pero, puestas así las cosas desde el principio, el resultado no podía ser otro; y avisado sin cesar el odio y los recelos mutuos de cristianos viejos y nuevos; ensangrentada una y otra vez el Alpujarra; perdida toda esperanza de conversión por medios pacíficos, a pesar de la extremada tolerancia de la Inquisición y del buen celo de los Talaveras, Villanuevas y Riberas, la expulsión era inevitable, y repito que Felipe II erró en no hacerla a tiempo. Locura es pensar que batallas por la existencia, luchas encarnizadas y seculares de razas, terminen de otro modo que con expulsiones o exterminios. La raza inferior sucumbe siempre y acaba por triunfar el principio de nacionalidad más fuerte y vigoroso.
Que la expulsión fue en otros conceptos funesta, no lo negaremos (2075), siendo como es averiguada cosa que siempre andan mezclados en el mundo los bienes y los males. La pérdida de un millón de hombres, en número redondo, no fue la principal causa de nuestra despoblación, aunque algo influyera; y, después de todo, no debe contarse sino como una de tantas gotas de agua al lado de la expulsión de los judíos, la colonización de América, las guerras extranjeras, y en cien partes a la vez, y el excesivo número de regulares; causas señaladas todas sin ambages por nuestros antiguos economistas, algunos de los cuales, como el canónigo Fernández Navarrete, tampoco vaciló en censurar bajo tal aspecto el destierro de los moriscos bien pocos [241] años después de haberse cumplido. Ni han sido ni son las partes más despobladas de España aquellas que dejaron los árabes, como no son tampoco las peor cultivadas; lo cual prueba que el daño producido en la agricultura por la expulsión de los grandes agricultores muslimes no fue tan hondo ni duradero como pudiéramos creer guiándonos sólo por las lamentaciones de los que contemplaban los campos yermos al día siguiente de la ejecución de los edictos. Lejos de nosotros creer, con el cándido y algo comunista poeta Gaspar de Aguilar, que sólo los señores de vasallos moros perdieron con la expulsión, y que la masa de las gentes ganó, quedando así los
ricos, pobres, y los pobres, ricos;
los chicos, grandes, y los grandes, chicos.
Porque tales teorías, aunque las disculpe la inocencia y el entusiasmo plebeyo del poeta, son de la más absurda y engañosa economía política. Todo el reino de Valencia debía perder, y perdió, con la salida de tantos y tan hábiles y sobrios y diligentes labradores, que según relación del secretario Francisco Idiáquez, «bastaban ellos solos a causar fecundidad y abundancia en toda la tierra, por lo bien que la saben cultivar y lo poco que comen»; al paso de los cristianos viejos dice el mismo secretario que «se daban mala maña en la cultura». Pero lo cierto es que fueron aprendiendo y Valencia se repobló muy luego, y todas las prácticas agrícolas y el admirable sistema de riegos, que, quizá con error, se atribuye exclusivamente a los árabes, han vivido en aquellas comarcas hasta nuestros días (2076).
Si el mal de la agricultura es innegable, aunque quizá encarecido de sobra, la industria padeció menos, porque venía ya en manifiesta decadencia medio siglo había y porque las principales manufacturas, si se exceptúan la seda y el papel, no estaban en manos de moriscos, siempre y en todas partes más labradores que artífices. Y cuando se dice, por ejemplo, que de los 16.000 telares que antiguamente hubo en Sevilla no quedaban en tiempo de Felipe V más que 300, y se atribuye todo esto a la expulsión, olvídase que en Sevilla no había moriscos y que las fábricas estaban casi abandonadas cincuenta años antes de la expulsión, como que nuestros abuelos preferían enriquecerse batallando en Italia y en Flandes o conquistando en América, y miraban con absurdo y lamentable menosprecio las artes y oficios mecánicos. El descubrimiento del Nuevo Mundo, las riquezas que de allí vinieron a encender la codicia y despertar ambiciones fácilmente satisfechas, ésta es la verdadera [242] causa que hizo enmudecer nuestros telares y nuestras alcanás, y nos redujo, primero, a ser una legión de afortunados aventureros, y luego, un pueblo de hidalgos mendicantes. Absurdo es atribuir a una causa sola, quizá la menor, lo que fue obra de desaciertos económicos, que bien poco tienen que ver con el fanatismo religioso (2077).
En resumen, y hecho el balance de las ventajas y de los inconvenientes, siempre juzgaremos la gran medida de la expulsión con el mismo entusiasmo con que la celebraron Lope de Vega, Cervantes y toda la España del siglo XVII: como triunfo de la unidad de raza, de la unidad de religión, de lengua y de costumbres. Los daños materiales, el tiempo los cura; lo que fue páramo seco y deslucido, tornó a ser fértil y amena huerta; pero lo que no se cura, lo que no tiene remedio en lo humano, es el odio de razas; lo que deja siempre largo y sangriento reato son crímenes como el de los agermanados. Y, cuando la medida llegó a colmarse, la expulsión fue no sólo conveniente, sino necesaria. El nudo no podía desatarse, y hubo que cortarle; que tales consecuencias trajeron siempre las conversiones forzadas.
- II -
Literatura aljamiada de los moriscos españoles.
Vana pretensión sería la de hallar en los desdichados restos de la morisma española una cultura semejante a la que floreció en Córdoba en tiempo de los Al-hakem y Abderrahmanes, o en Sevilla bajo el cetro de Al-Motamid. Ni el estado de abyección y servidumbre en que los moriscos iban cayendo, ni los oficios mecánicos en que solían ocuparse, ni la falta de tradición y escuelas, ni el olvido de la lengua propia eran condiciones muy favorables para que la ciencia y el arte literario se desarrollasen entre ellos. Pero tampoco hemos de tenerlos, como su implacable [243] enemigo el Licdo. Aznar de Cardona, por «gente vilíssima y enemiga de las letras... torpes en sus razones y bestiales en sus discursos»: pues escribieron mucho, y no siempre mal, presentando su literatura caracteres especialísimos; que con brevedad vamos a determinar, siguiendo las huellas del Sr. Gayangos, a quien puede estimarse casi como descubridor de esta literatura, y del Sr. Saavedra, que la estudió ampliamente en su discurso de entrada en la Academia Española (2078).
Y, empezando por su forma más externa, los códices moriscos, que todavía suelen encontrarse en aldeas y villorrios de Aragón y Valencia, donde ellos los dejaron enterrados y ocultos al tiempo de la expulsión están escritos con letras arábigas, pero en romance castellano, que ellos decían ajamí, o extranjero, de donde aljamía y aljamiado. Prueba evidente de dos cosas: primera, de la pérdida de la lengua, a lo menos en el uso vulgar; segunda, del supersticioso respeto con que los árabes y todo pueblo semítico miran como sagrado y conservan el alfabeto. A cuya razón capital debieron agregarse otras secundarias, verbigracia, la de ocultar a los profanos las materias escritas bajo aquellos caracteres.
Y, en efecto, muy pocos de estos libros hubieran dejado de escapar de las llamas del Santo Oficio a estar escritos en letras comunes, siendo como es, por la mayor parte, su contenido extractos del Alcorán, rezos muslímicos, ceremonias y ritos, compendios de la Sunna, escritos para «los que no saben la algarabía en que fue revelada nuestra santa ley... ni alcanzan su excelencia apurada, como no se les declare en la lengua de estos perros cristianos ¡confúndalos Alláh!» En el largo catálogo formado por el Sr. Saavedra figuran muchos tratados «de los artículos que el muslim debe creer» «de los principales mandamientos y devedamientos de nuestra santa Sunna» y no pocos devocionarios y libros de preces. Entre estos teólogos muslimes ninguno tan notable como el que se hacía llamar el Mancebo de Arévalo, autor de una Tafsira, o exposición de las tradiciones mahométicas, y de un Sumario de la relación y ejercicio espiritual, en que se acuesta a las doctrinas místicas de Algazel en su última época, no sin mostrarse influido también por las ideas cristianas, hasta el punto de rechazar la poligamia y condenar el fatalismo. El Mancebo de Arévalo había recorrido la mayor parte de España, viendo y palpando las miserias de sus correligionarios y recibiendo la enseñanza de los ancianos y de dos [244] mujeres profetisas y sabias en la ley: la Mora de Úbeda y la de Ávila.
Otro género muy rico y abundante entre los moriscos es el de los pronósticos, jofores y alguacías, de los cuales hay algunos en la Historia del rebelión, de Mármol; otro en el Cartulario, de Alonso de Castillo, quedan no pocos inéditos. Todos se reducen a esperanzas de futura gloria, en que no sólo se harán libres y dominarán a España, sino que irán a Roma, y «derribarán la casa de Pedro y Pablo, y quebrarán los dioses y ídolos de oro y de plata y de fuste y de mármol, y el gran pagano de la cabeza raída será desposeído y disipado».
¡Otro fondo importante son los libros de recetas y los de conjuros, supersticiones e interpretación de sueños, como el de Las suerte de Dulcarnain y el famoso Alquiteb.
La amena literatura está representada por gran número de tradiciones, leyendas, cuentos y fábulas maravillosas, refundiciones casi todas de originales antiguos, ya árabes, ya cristianos. Así es que encontramos, v. gr., un texto aljamiado de la novela francesa o provenzal de París y Viana (2079) al lado del Alhadiz del alcázar de ozo, del de Aly con las cuarenta doncellas, del Libro de las batallas, del de La doncella Arcayona, del Alhadiz del baño de Zarieb (cuentos que no figurarían mal en las Mil y una noches), y aun del Recontamiento del rey Alixandre, donde la historia del héroe macedonio está vestida y trastrocada en modo profundamente musulmán y llena de prodigios y maravillas que exceden a cuanto pudieron fantasear el Seudo-Calístenes y Julio Valerio, o los troveros del norte de Francia que escribieron el Roman d'Alexandre. El Alejandro de la leyenda aljamiada, traducción de otra en árabe puro, no se contenta con menos que con «ligar sus caballos al signo del Buey y arrimar sus armas a las Cabriellas»; y el fin de sus conquistas no es otro que dilatar la religión de Alá y quebrar los ídolos y confundir a sus adoradores. Cuantos prodigios de pueblos fabulosos, con un solo ojo, con cabeza de perro, con orejas que le dan sombra; cuantas aves y animales prodigiosos, cuantas virtudes escondidas en los metales y en las piedras pueden hallarse en las leyendas griegas y persas de Alejandro, otras tantas se ven reunidas en esta peregrina historia.
También tuvieron los moriscos sus poetas, y algunos muy fecundos y abundantes. El único quizá de verdadera genialidad artística, fácil y lozano, brillante a las veces, ameno en las descripciones y no mal versificador, aunque desaliñado, fue el aragonés Mohamed Rabadán (2080), natural de Rueda, autor de diversos y no breves poemas narrativos en romance, cuyos títulos son: Discurso de la luz y descendencia y linaje claro de nuestro caudillo... y bien aventurado profeta Mohamad, Historia del espanto del día del juicio según las aleyas y profecías del honrado Alcorán, [245] Calendario de las doce lunas del año y Los noventa y nueve nombres de Alláh. El primero, que es el más importante y comprende una historia genealógica de Mahoma, ha de considerarse como una serie de poemas cíclicos, que comienzan en la creación y caída de nuestros primeros padres y se dilatan por la historia de los patriarcas, siguiendo la varonía de la luz, hasta llegar a Mahoma:
Fue la clara luz pasando
siempre por estos varones
más perfectos y estimados...
Corriendo de padre en hijo,
de un honrado en otro honrado.
La obra no tiene originalidad alguna, como traducida que está de otra árabe de Abul-Hasán Albecrí; pero las diversas historias, de Ibrahim Hexim, Abdulmutalib, etc., son divertidas y agradables de leer, y el autor las cuenta con gracia y desenfado, recordando a veces el tono de los mejores romances castellanos, como quien estaba empapado en la lectura de ellos. Es, de todos los moriscos, el que mejor manejó nuestra lengua y menos la estropeó con exóticos arabismos. En algunos pasajes de la Historia del día del juicio alcanza verdadera plenitud y grandeza de dicción (2081).
Mucho más antiguos parecen los tres poemas que sacó Mr. J. Müller de un códice de El Escorial. Lengua y versificación inducen a ponerlos en el siglo XV, y no antes, pues los moriscos se distinguieron siempre por lo arcaico de sus giros, frases y metros, que conservaron tenazmente aún después de abandonados por los cristianos. Estos poemas, llenos de vocablos muslimes hasta en el título, son: la Almadha de alabanza al annabí, Mahomad, la Alhotba arrimada y una plegaria en que el autor pide perdón de sus pecados (2082). El estribillo está en árabe. Bajo el aspecto métrico tiene algún interés; además de los versos octosílabos:
Sennor, fes tu azalá sobre él,
y fesnos anar con él;
sácanos en su tropel
Yus la seña de Mahomed,
hay endecasílabos (de los llamados de gaita gallega), v. gr.:
Sabed que la verdadera creencia
es fraguada sobre cinco pilares...;
y, lo que es más raro, alejandrinos; notable muestra de la terquedad con que conservaron los mudéjares la antigua forma [246] del mester de clerezía, en que otros de su ley habían escrito el Poema de Yusuf (siglo XIII), y mucho más acá, La alabanza de Mahoma (2083), cuya antigüedad nos parece que exagera el Sr. Saavedra por fijarse más en el metro que en la lengua.
Mucho menos poetas que Mahomad Rabadán, o, si se quiere, no poetas en manera alguna, sino vulgares copleros, fueron Ibrahim de Bolfad, vecino de Argel, ciego de la vista corporal y alumbrado de la del corazón y entendimiento, y el aragonés Juan Alfonso, que, dejando en España grandes rentas, emigró a Tetuán y vivió pobremente del trabajo de sus manos. Entre el populacho morisco lograron mucha boga sus romances, llenos de groseros insultos contra los dogmas cristianos, y en especial contra el de la Trinidad:
Pestífero cancerbero
que estás con tus tres cabezas
a la puerta del infierno.
Siquiera Juan Alfonso versifica con regularidad; pero Ibrahim de Bolfad, que compuso una declaración de la ley mahometana en quintillas, es torpísimo y desmañado hasta en la construcción material de los versos.
También hicieron los moriscos algún ensayo dramático, y queda noticia de la Comedia de los milagros de Mahoma, cuya representación interrumpió el Santo Oficio, con grave susto de los espectadores. Realmente los conversos tenían alguna noticia de nuestra literatura teatral; y en cierto libro alegórico compuesto por un renegado de Túnez, que parece más culto que otros de su ralea, ha notado el señor Saavedra citas de Lope de Vega y claras reminiscencias de los autos sacramentales.
La prosa de los moriscos vale siempre más que sus versos, y suele tener un dejo muy sabroso de antigüedad y nativa rustiqueza, libre de afectaciones latinas e italianas, aunque enturbiada por arabismos inadmisibles. Gente, al fin, de pocas letras, no curtida en aulas ni en palacios, que decía sencilla y llanamente lo que pensaba, claro es que había de mostrar, a falta de otro mérito, el de la ingenuidad y sencillez. Voces hay, en estos libros aljamiados, de buen sabor y buena alcurnia, felices, pintorescas y expresivas, que ya en aquel entonces rechazaban como plebeyas los doctos; pero que el pueblo usaba y aún usa, y que los moriscos, gente toda plebeya y humilde, no tenían reparo en escribir. Sirven, además, estos libros para fijar la mutua transcripción de los caracteres árabes y los comunes tal como en España se hacía, y, por lo tanto, para resolver muchas cuestiones de pronunciación hasta ahora embrolladas.
En su fondo, la literatura aljamiada no tiene interés estético, sino de historia y de costumbres. Y a nosotros nos sirve para sacar una consecuencia algo distinta de la que por remate de su docto trabajo pone el Sr. Saavedra. Pues así como a él [247] le parece que la fusión de los moriscos con la población española hubiera llegado a verificarse, y descubre indicios de ello en el uso de la lengua y de los metros castellanos, en alguna que otra idea religiosa y en las rarísimas citas de nuestros escritores (no faltando, dicho sea entre paréntesis, algún morisco que pusiera a contribución libros protestantes, como el Tratado de lo missa, de Cipriano de Valera), para nosotros, por el contrario, es no pequeño indicio de que la asimilación era imposible el que tan poco como eso tomaran en tiempo tan largo, puesto que en sus libros es árabe y muslímico todo, excepto la lengua, y jamás aciertan a salir del círculo del Alcorán, ni olvidan una sola de sus antiguas supersticiones, antes procuran inflamarlas y avivarlas en el alma de sus correligionarios, no reduciéndose en puridad a otra cosa toda la literatura aljamiada, bastante a probar por sí sola que los moriscos jamás hubieran llegado a ser cristianos ni españoles de veras y que la expulsión era inevitable.
- III -
Los plomos del Sacro-Monte de Granada. -Su condenación.
Ningún fruto tan curioso de la literatura morisca como los libros plúmbeos de Granada. Triste fama, aunque algo merecida, hemos logrado siempre los españoles de falsificadores en historia. Y aunque sea verdad que no nació en España, sino en Italia, el Fr. Anio de Viterbo, autor de los fragmentos apócrifos de Manethon y de Beroso, y que críticos españoles, como Vives y Juan de Vergara, fueron los primeros en llamarse a engaño, también lo es que en el siglo XVII dieron quince y falta al Viterbiense nuestros falsarios, y a la cabeza de todos, Román de la Higuera y Lupián Zapata, que con los forjados Cronicones de Dextro, Luitprando, Marco Máximo, Julián Pérez y Hauberto Hispalense infestaron de malezas el campo de nuestra historia eclesiástica, llenando, con la mejor voluntad del mundo y la más ancha conciencia, todos los vacíos, dotando a todas nuestras ciudades de larga procesión de héroes y santos y confundiendo y trastrocando de tal manera las especies, que aún hoy, después de abatido el monstruo de la fábula por los generosos esfuerzos de los Nicolás Antonio, los Mondéjar y los Flórez, aún dura el contagio en los historiadores locales. Pero, si es grave crimen la mentira en cosa tan sagrada como la Historia, y más la Historia eclesiástica, ¿qué decir de otro linaje de falsarios, enemigos solapados del Catolicismo, los cuales, no por fraude piadoso, sino con propósito aleve de herirle en el corazón, o, a lo menos, de promover sacrílegas fusiones y amalgamas, entregaron a la engañada devoción del vulgo, como monumentos de los primeros siglos cristianos, groseras ficciones llenas de mahometismo y herejías? Que tal, y no otra cosa, son los plomos del Sacro-Monte, cuyo verdadero carácter y origen, por mucho tiempo desconocidos, [248] puso en claro el ingenioso autor de la Historia de los falsos cronicones (2084). Tratada por él esta materia de un modo que apenas deja lugar a emulación, seré muy breve en mi relato.
Por febrero de 1595 toparon ciertos trabajadores del Sacro-Monte, que aún no se llamaba así, con un rollo de plomo, que contenía, grabados en hueco, caracteres no inteligibles. Un fraile los leyó de esta manera: Corpus ustum divi mesitonis martyris: passus est sub Neronis imperatoris potestate. Sucesivamente aparecieron otras láminas de plomo, que declaraban haber padecido martirio, in hoc loco ilipulitano, San Hiscio, compañero de Santiago, y varios discípulos suyos. Estos primeros documentos estaban en latín y tan llenos de incongruencias y anacronismos, que su falsedad resaltaba desde las primeras líneas. Anno secundo Neronis imperii, comenzaban.
Aún más despertó la curiosidad otra lámina, en que se decía que uno de los varones apostólicos, San Tesifón, había escrito en láminas de plomo y en lengua arábiga un libro de los Fundamentos de la Iglesia, que se encontraría, junto con sus reliquias, en aquel monte. Prosiguiéronse las excavaciones, con notable diligencia, a costa del arzobispo D. Pedro de Castro, y hallóse el libro, compuesto de cinco hojas delgadas de plomo, a modo de hostias; todo él en árabe, menos el título, que a la letra decía: Liber fundamenti Ecclesiae, Salomonis characteribus scriptus.
Este libro anunciaba la existencia de otros, que poco a poco fueron apareciendo, con gran júbilo del arzobispo y de la ciudad. Hasta fines de 1597 duraron los descubrimientos. Una biblioteca plúmbea entera y verdadera, como la biblioteca de ladrillos de Assurbanipal descubierta en Nínive en nuestros días, se presentó a las absortas miradas de los granadinos. Allí estaban el libro De la esencia veneranda y el Ritual de la misa de Santiago, obras una y otra de Tesifón; la Oración y defensorio de Santiago Apóstol, hijo del Zebedeo, contra toda clase de adversidades; el Libro de la predicación del mismo apóstol, dictado por él a su discípulo Tesifón Ebnatar, a quien se suponía árabe: el Llanto de San Pedro; una Vida de Jesús y otra de la Virgen; una Historia de la certidumbre del santo Evangelio; un tratado Del galardón de los creyentes; un libro De las visiones de Santiago; otro De los enigmas y misterios que vio la Santísima Virgen María... en la noche de su coloquio espiritual; uno de Sentencias de la fe, manifestadas por la Virgen a Santiago y por éste a su discípulo San Cecilio Ebnelradí, a quien se atribuía asimismo la Historia del sello de Salomón; las dos partes De lo comprensible del divino poder, clemencia y justicia sobre las criaturas; el tratado De la naturaleza del ángel y de su poder [249]; la Relación de la casa de la paz y de la casa de la venganza y de los tormentos y una Vida de Santiago. Y aun se presume que hubo otros libros, que no llegaron a traducirse o que se perdieron.
La peregrina idea de hacer hablar en árabe a los varones apostólicos bastaría para suponer moriscos a los autores; pero esta sospecha se convierte en certidumbre así que se penetra algo en el contenido de los libros.
Y, en efecto, además de encontrarse repetida en ellos la fórmula islamita: «Unidad de Dios, no hay otro Dios sino Dios y Jesús, espíritu de Dios», y de llamarse «torta de harina» a la hostia consagrada, como solían llamarla los moriscos; además de contener, aún en la vida de Jesús, detalles tomados del Korán, a la vez que de los Evangelios apócrifos; además de ensalzarse a los árabes hasta declararlos «los más hermosos de las gentes, elegidos por Dios para salvar su ley en los últimos tiempos, después de haber sido sus mayores adversarios», y de anunciarse para la plenitud de los días un concilio en la isla de Chipre, «que el rey de reyes de los árabes ha de ganar a los venecianos»; además de todo esto, digo, cuantas descripciones del paraíso se hacen en estos libros rebosan de mahometismo carnal y sensualista y parecen versículos de suras coránicas, sin que falte ni la yegua del ángel Gabriel ni el misterioso anillo de Salomón, tan decantado por los nigrománticos orientales, que daba a su regio señor ciencia y poderío y hábito de virtud y justicia, y clave para interpretar el canto de los pájaros y el murmullo de los vientos; ni los grados y jerarquías de los espíritus, conforme a la teología muslímica; ni los árboles celestes, cuyas ramas no podría atravesar un pájaro en cincuenta años de vuelo. Y más que todo esto llama la atención el herético silencio de aquellos falsificadores acerca de la Trinidad y el no afirmarse nunca expresa y claramente la divinidad de Cristo y su consubstancialidad con el Padre...
El doble propósito de la ficción es evidente. Querían, por una parte, deslumbrar a los cristianos con las tradiciones de Santiago y de los varones apostólicos, largamente exornadas y dramatizadas, y con la creencia de la Inmaculada, cuestión de batalla por entonces en las escuelas y hasta en las plazas de Sevilla. Querían, por otra parte, buscar una transacción o avenencia entre cristianos y moriscos y hacer entrar a éstos en la ley común, pasando ligeramente por los puntos de controversia o esquivándolos en absoluto, salvando todo lo salvable del Islam y lisonjeando el orgullo semítico con ponderaciones de su raza y esperanza de futuras grandezas; ni más ni menos que hacían los autores de pronósticos y jofores.
Aunque es corto el mérito literario de estas ficciones y en modo alguno igualan a los apócrifos de los primeros siglos cristianos, [250] parecen, con todo eso, obra de distintos ingenios, dotado alguno de ellos de más fantasía poética y descriptiva y de más condiciones para la leyenda; y es a quien parece que han de atribuirse las vidas de Jesús, de Nuestra Señora y de Santiago. Procediendo por meras conjeturas, si bien desarrolladas con ingenio, quiso Godoy Alcántara reducir a dos el número de los autores, y se fijó en los dos moriscos, intérpretes de lengua arábiga, que tradujeron los plomos: Miguel de Luna y Alonso del Castillo, conocido el primero como falsario por su historia de Abulcacim-Abentarique, o de la pérdida de España, y el segundo, como romanceador de jofores y agente nada escrupuloso, poco menos que espía, durante la guerra de Granada, hombres uno y otro de sospechosos antecedentes y abonados para todo, aunque de lucido ingenio.
El austero arzobispo de Granada D. Pedro de Castro tomó con extraño calor la defensa de las láminas después de haber pedido consejo a los que más sabían. Arias Montano se excusó de darle con pretexto de enfermedad y achaques; pero el obispo de Segorbe, D. Juan Bautista Pérez, luz de nuestra historia y ornamento grande de nuestra Iglesia, se declaró resueltamente contra los plomos y quitó el miedo a otros para que los impugnasen. Siguiéronle el sapientísimo helenista y hebraizante Pedro de Valencia, discípulo querido de Arias Montano; un intérprete de árabe llamado Gurmendi y el confesor del rey, Fr. Luis de Aliaga, que cubría con su autoridad a todos ellos. Pero D. Pedro de Castro no se dio por vencido; buscó en todas partes intérpretes e hizo que una junta de teólogos calificase de doctrina sobrenatural y revelada la de los libros. No bastó esta resolución para atajar las lenguas de los murmuradores; mandó el Consejo traer los plomos a Madrid, se examinaron y tradujeron de nuevo, y la cuestión hubiera permanecido en tal estado si la muerte de D. Pedro de Castro, ya arzobispo de Sevilla, en 1623 no hubiera privado a las láminas de su mejor patrono. Roma reclamó los libros, que fueron entregados en 1641, y a los cuarenta años, después de haber sido escrupulosamente examinado el texto, traducido al latín por los PP. Kircher y Maraci (2085), fueron condenados solemnemente los plomos y cierto pergamino de la torre Turpiana como «ficciones humanas fabricadas para ruina de la fe católica, con errores condenados por la Iglesia, resabios de mahometismo y reminiscencias del Alcorán»; y se prohibió para en adelante escribir en pro ni en contra de tales engendros ni alegarlos «en sermones, lecciones y escritos».
Así fracasó esta absurda tentativa de reforma religiosa; notable caso en la historia de las aberraciones y flaquezas del entendimiento humano.