- VII -
Carta de Feijoo sobre la francmasonería. -Primeras noticias de sociedades secretas en España. -Exposición del P. Rábano a Fernando VI.
Por los días de Fernando VI empezó a hablarse con terror y misterio de cierta congregación tenebrosa, a la cual de aquí en adelante vamos a encontrar mezclada en casi todos los desórdenes antirreligiosos y políticos que han dividido y ensangrentado a España. Tiene algo de pueril el exagerar su influencia, mayor en otros días que ahora, cuando la han destronado y dejado a la sombra, como institución atrasada, pedantesca y añeja, otras sociedades más radicales, menos ceremoniosas y más paladinamente agitadoras; pero rayaría en lo ridículo, además de ser escepticismo pernicioso, el negar no ya su existencia, comprobada por mil documentos y testimonios personales, sino su insólito y misterioso poder y sus hondas ramificaciones.
Hablo de la francmasonería, que pudiéramos llamar la flor de las sociedades secretas. De sus orígenes hablaremos poco. En materia tan ocasionada a fábulas y consejas es preciso ir con tiento y no afirmar sino lo que está documentalmente comprobado con toda la nimia severidad que la historia exige en sus partidas y quitanzas. Si de lo que pasa a nuestros ojos y en actos oficiales consta, no tenemos a veces toda la seguridad apetecible. ¿Cómo hemos de saber con seguridad lo que medrosamente se oculta en las tinieblas? Las sociedades secretas son muy viejas en el mundo. Todo el que obra mal y con dañados fines se esconde, desde el bandido y el monedero falso y el revolvedor de pueblos hasta el hierofante y el sacerdote de falsas divinidades, que quiere, por el prestigio del terror y de los ritos nefandos y de las iniciaciones arcanas, iludir a la muchedumbre y fanatizar a los adeptos. De aquí que lo que llamamos logías y llamaban nuestros mayores cofradías y monipodios existan en el mundo desde que hay malvados y charlatanes; es decir, desde los tiempos prehistóricos. La credulidad humana y el desordenado afán de lo maravilloso es tal, que nunca faltará quien la [388] explote y convierta a la mitad de nuestro linaje en mísero rebaño, privándola del propio querer y del propio entender.
Pero la francmasonería no es más que una rama del árbol, y deben relegarse a la novela fantástica sus conexiones con los sacerdotes egipcios y los misterios eleusinos, y las cavernas de Adonirám, y la inulta y truculenta muerte del arquitecto fenicio que levantó el templo de Salomón. Y asimismo debe librarse de toda complicidad en tales farándulas a los pobres alquimistas de la Edad Media, que al fin eran codiciosos, pero no herejes, y con mucha mas razón a los arquitectos, aparejadores y albañiles de las catedrales góticas, en cuyas piedras ha visto alguien signos masónicos donde los profanos vemos sólo símbolos de gremio o bien un modo abreviado y gráfico de llevar las cuentas de la obra, muy natural en artífices que apenas sabían leer; de igual suerte que las representaciones satíricas no denuncian hostilidad a las creencias en cuyo honor se edifica el templo, sino las más veces intención alegórica, en ocasiones cristiana y hasta edificante, y, cuando más, desenfado festivo, en que la mano ha ido más lejos que el propósito del artista, harto descuidado de que sus ojos impíos habían de contemplar, sus creaciones y calumniar sus pensamientos.
Queda dicho en el curso de esta historia que los priscilianistas, los albigenses, los alumbrados y muchas otras sectas de las que en varios tiempos han trabajado nuestro suelo se congregaban secretamente y con fórmulas y ceremonias de mucho pavor. Pero todo esto había desaparecido en el siglo XVIII y la francmasonería, de que vamos a hablar, es una importación extranjera (2197). Bien claro lo dicen las primeras circunstancias de su aparición y lo poco y confuso que sabían de ellas sus impugnadores (2198).
Del fárrago de libros estrafalarios que en son de historiar la masonería han escrito Clavel, Razón y muchos más, sólo sacamos en limpio los profanos que el culto del grande arquitecto del universo (G. A. D. U.), culto que quieren emparentar con los sueños matemáticos de la escuela de Pitágoras y con la cábala judaica, y hasta con la relajación de los Templarios, se difundió desde Inglaterra, sin que esto sea afirmar que naciese allí en los primeros años del siglo XVIII. Al principio era un deísmo vago, indiferentista y teofilantrópico, con mucho de comedia y algo de sociedad de socorros mutuos. Llevaron la a Francia algunos jacobitas o partidarios de la causa de los destronados Enturados; ¡raro origen legitimista para una sociedad revolucionaria! Tuvo en su nacer carácter muy aristocrático; el regente de Francia la protegió mucho; hexosa cuestión de moda, y la [389] juventud de los salones acudió presurosa en 1725 a matricularse en la primera logia, que dirigían lord Derwemwaster y el caballero Masculina. A ellos sucedió lord Arnouster, y a éste, el duque de Anti, el príncipe de Conté, el duque de Carares; siempre altísimos personajes, a veces príncipes de la sangre. El propagandista y catequizador incansable era un visionario escocés llamado Ramsay, convertido por Fenelón al catolicismo y autor de una soporífera imitación de Telémaco, intitulada Nueva carapato o viajes de Ciro. Ramsay tomó el título de gran canciller de la orden y quiso imponer a los socios una contribución para que le imprimiesen cierto diccionario de artes liberales que traía entre manos, tan farragoso como su novela. Otros se valían de la sociedad para conspirar a favor de los Enturados; y en cuanto a la dorada juventud francesa, echábamos todo a pasatiempo y risa o se deleitaba en pasar por los 33 grados de iniciación. Gárrulas reclamaciones sobre la igualdad natural de los hombres, sobre la mutua beneficencia y sobre el exterminio de los odios de raza de religión y muchas bocanadas de pomposa retórica contra el monstruo del fanatismo llenaban las sesiones, y poco a poco allí encontró su respiradero el enciclopedismo. Dicen que Voltaire perteneció a una logia, y parece creíble, aunque allá para sus adentros, ¡cuánto se reiría del pésimo gusto y de la sandia retórica de los hermanos, aunque le pareciesen bien como instrumentos!
Algunos franceses oscuros propagaron la masonería en Italia y en España. Nadie cree, ni hay para qué traer a cuento en una historia seria, la ridícula acta de cierta reunión masónica, que se supone celebrada en Colonia en 1535, con asistencia de los jefes de las principales logias de Europa, entre los cuales figura, en duodécimo lugar, un Dr. Ignavias de la Torre, director de la logia de Madrid. Esta superchería burda y desatinada, hermana gemela de muchas otras ideadas por la francmasonería para dar antigüedad a sus conciliábulos, pasa por obra de un afiliado holandés, que la forjó hacia 1819, suponiéndola descubierta en una logia de La Haya. Los mismos hermanos no creen en tal embeleco, y hacen bien (2199).
Díñese, sin ninguna prueba, que en 1726 se estableció la primera logia en Gibraltar, y en 1727 otra en Madrid, cuyo taller estaba en la calle Ancha de San Bernardo.
Ya en abril de 1738 había condenado Clemente XII, por la bula In Eminencia, las congregaciones masónicas, y, arreciando el peligro, renovó la condenación Benedicto XIV en 18 de mayo de 1751. Afirma Llorente que en 1740 dio Felipe V severísima pragmática contra ellos, a consecuencia de la cual fueron muchos [390] condenados a galeras; pero de tal pragmática no hay rastro, ni alude a ella la de 1751, primer documento legal y auténtico en la materia.
El P. Rábano, confesor de Fernando VI, fue de los primeros que fijaron la atención en ella, y expuso sus temores en un Memorial dirigido al rey (2200). «Este negocio de los francmasones -decía- no es cosa de burla o bagatela, sino de gratíssima importancia... Casi todas las herejías han comenzado por juntas y conventículos secretos.» Y aconsejaba al rey que publicase un edicto vedando, so graves penas, tales reuniones y destituyendo de sus empleos a todo militar o marino que en ellas se hubiese alistado y tratándolos como reos de la fe, por vía inquisitorial. «Lo bueno y honesto no se esconde entre sombras, y sólo las malas obras huyen de la luz.» Y terminaba diciendo que, aunque no llegasen a cuatro millones los francmasones esparcidos por Europa, como la voz pública aseveraba, por lo menos serían medio millón, la mayor parte gente noble, muchos de ellos militares, deístas casi todos, hombres sin más religión que su interés y libertinaje, por lo cual era de temer, en concepto del jesuita montañés, que aspirasen nada menos que a la conquista de Europa, acaudillados por el rey Federico de Prusia. «Debajo de esas apariencias ridículas se oculta tanto fuego que puede, cuando reviente, abrasar a Europa y trastornar la religión y el Estado.»
Al rey le hicieron fuerza estas razones, y en 2 de julio de 1751 expidió, desde Aranjuez, un decreto contra la invención de los francmasones..., prohibida por la Santa Sede debajo de excomunión, encargando especial vigilancia a los capitanes generales, gobernadores de plazas, jefes militares e intendentes de Ejército y Armada (2201).
El único español que por entonces parece haber tenido cabal noticia de las tramas masónicas es un franciscano llamado fray José Torraba, cronista general de su Orden, no porque se hubiera hecho iniciar en una logia, como han fantaseado algunos de los adeptos (2202), sino porque había viajado mucho por Francia e Italia y leído los dos o tres rituales hasta entonces impresos de la secta. Ciento veintinueve son las logias que supone derramadas por Europa, pero de España dice expresamente que había pocas, y que el mayor peligro estaba en nuestras colonias, especialmente en las del Asia, por el trato de ingleses y holandeses.
Como quiera, el P. Torraba juzgó conveniente difundir, a manera de, antídoto, un libro rotulado Centinela contra francmasones. Discursos sobre su origen, instituto, secreto y juramento. Descúbrese la cifra con que se escriben y las acciones, señas y palabras con que se conocen. Para impugnarlos transcribe [391] literalmente, traducida por él del italiano al castellano, una pastoral de Mons. Justician, obispo de Vintimilla (2203).
También el P. Feijoo, en la carta 16, tomo 3 de las Cartas eruditas, habló de los francmasones, y, a la verdad, no con tanto aplomo y conocimiento de causa como el P. Torraba. Todas sus consideraciones son hipotéticas y hasta da por extinguida la sociedad a consecuencia de la bula de Benedicto XIV. Parécenle contradictorios y extremados los cargos que se hacen a los maratones, como él dice, italianizando el nombre, y se resiste a creer que «tengan por buenas todas las sectas y religiones, que desprecien las leyes de la Iglesia, que se dejen morir sin sacramentos y que se liguen con juramentos execrables». Estas dudas del P. Feijoo bastaron para que el abate Marchena, aventurero estrafalario y masón muy conocido en todas las logias de Europa, imprimiese malignamente, en sus Lacones de filosofía moral y elocuencia, un pedazo del discurso de Feijoo, como si fuera defensa de las sociedades secretas, de la misma manera que reprodujo, mutilados, desfigurados y sacados de su lugar, otros pedazos del Teatro crítico, nada notables por el estilo ni dignos de figurar en una colección clásica, sólo para arrearlos con los vistosos títulos de Fábula de las tradiciones populares acerca de la religión, Prueba de que el ateísmo no es opuesto a la hombría de bien, Odio engendrado por la diversidad de religiones, etc., dándose a veces el caso de ser enteramente distinta la materia del discurso de lo que el rótulo anuncia.
Cuenta Hervás y Panduro en su libro de las Causas de la revolución francesa que el año 1748 se descubrió en una logia de Viena, sorprendida por los agentes de aquel Gobierno, un manuscrito titulado Antorcha resplandeciente, donde había un registro de las sociedades extranjeras, entre ellas la de Cádiz, con 800 afiliados; de todo lo cual dio nuestro embajador cuenta a Fernando VI.
Los procesos por tal motivo son rarísimos. En Llorente (2204) puede leerse el de un francés llamado M. Tournon, fabricante de hebillas, que en 1757 quiso catequizar a tres operarios de su fábrica en nombre del Grande Oriente de París. Ellos se asombraron de ver aquellos triángulos y escuadras, lo tuvieron por cosa de brujería, les pareció mal el juramento y las terribles imprecaciones que le acompañaban y lo delataron todo a la Inquisición. Llorente transcribe muy a la larga y con visible fruición el interrogatorio forjado quizá por el mismo historiador, de quien sospechamos vehementemente que pertenecía a la cofradía. Tournon declara que ha sido francmasón en París, pero que ignora si en España hay logias; que es católico apostólico romano y que nunca oyó en ellas cosa contra la religión; que [392] la masonería tiene sólo un objeto benéfico; que no proclama el indiferentismo religioso, aunque admita indiferentemente a los católicos y a los que no lo son; y, por último, que las representaciones del sol, de la luna y de las estrellas en los círculos masónicos son meras alegorías del poder del Grande Arquitecto y no símbolos idolátricos. Todo su afán es persuadir que la masonería nada tiene que hacer con el dogma ni contra el dogma; añagaza de Llorente para atraer prosélitos.
Tournon abjuró de levi, como sospechoso de indifentismo, naturalista y supersticioso, y fue condenado a un año de prisión, con ciertos rezos y ejercicios espirituales, y luego a extrañamiento perpetuo de estos reinos, siendo conducido hasta la frontera por los ministros del Santo Oficio (2205).
- VIII -
La Inquisición en tiempo de Felipe V y Fernando VI. Procesos de alumbrados. Las monjas de Corella.
Diez inquisidores generales se sucedieron durante los dos reinados de Felipe V. De ellos, D. Vidal Marín, obispo de Ceuta, y D. Francisco Pérez de Prado Cuesta tienen alguna notoriedad por haber suscrito los Índices expurgatorios de 1700 y 1748. Otro, el cardenal Giudice, tuvo el valor de condenar a Macanaz y la fortuna de que su condenación prevaleciera. De aquí el gran poder del Santo Oficio en el segundo reinado de Felipe V, a lo cual contribuyó la protección de Isabel Farnesio, fervorosísima católica. Dicen que Felipe V no quiso asistir a un auto de fe en 1701; pero es lo cierto que la Inquisición le prestó grandes servicios muy fuera de su instituto, como lo prueba, verbigracia, el edicto de D. Vidal Marín en 1707 obligando bajo pena de excomunión a denunciar a todo el que hubiera dicho que era lícito violar el juramento de fidelidad prestado a Felipe V, encargando a los confesores la más estricta vigilancia en este punto. Esta disposición se cumplió mal; las causas de perjurio se multiplicaron, pero sin resultado, sobre todo en la Corona de Aragón, donde muchos frailes, grandes partidarios del austríaco, sostenían que no obligaba el juramento de fidelidad hecho a la casa de Borbón y que era lícita y hasta meritoria y santa la revuelta contra el usurpador en defensa de los antiguos fueros y libertades de la tierra.
Llorente (2206), cuyas estadísticas merecen tan poca fe, puesto que ha sido convencido de mentira en todas aquellas cuyos comprobantes pueden hallarse, da por sentado que en el reinado de Felipe V se celebraron 54 autos de fe, en que fueron quemados [393] 79 individuos en persona, 63 en efigie, y penitenciados, 829; total, 981.
Por más que me he desojado buscando relaciones de autos de fe de ese tiempo y tengo a la vista más de cuarenta, no encuentro nada que se acerque ni con mucho a ese terrorífico número de víctimas. Será desgracia mía, como lo fue de Llorente el no hallar más que 54 autos, siendo así que tuvo a la vista los archivos de la Inquisición, cuando, según cuenta, debieron de ser más de 782, aun sin contar los de América y los de Sicilia y Cerdeña. Credat Iudeaus Apella. No es cierto que cada tribunal hiciera anualmente un auto de fe (y ésta es la base de los cálculos de Llorente); la mayor parte no hicieron ninguno, ni había por qué; así como otros, v. gr., el de Sevilla y el de Granada, los multiplicaron, hasta tener dos o tres en el mismo año. Y véase cómo crecen y se desfiguran las noticias de unos en otros. William Coxe, a su traductor D. Andrés Buriel o el adicionador castellano de uno y otro, puesto que no es fácil distinguir en aquel libro lo que pertenece a unos y a otros, afirma (2207) que fueron ¡mil quinientas sesenta y cuatro personas! las quemadas personalmente en varios lugares de la Península. De igual manera ajusta las restantes cuentas, y viene a sacar en todo catorce mil setenta y seis víctimas, con las cuales habría bastante para armar un ejército. ¡Así se escribe la historia! Y lo peor es que esta historia vive y se repite y se comenta, enriqueciéndose siempre con nuevos desatinos.
La mayor parte de los condenados son judaizantes, y cuando no, blasfemos, bígamos, supersticiosos y hechiceros. Así en el auto particular de Madrid (mayo de 1721), siendo inquisidor general D. Juan de Camargo, hallamos el nombre de Leonor de Ledesma y Aguilar (alias la Legañosa), embustera sortílega, la cual salió con sambenito y coroza de llamas. En el mismo auto se penitenció con abjuración de levé a la alemana María Josefa, natural de Breslau, en Silesia, de oficio lavandera, por haberse querido rebautizar. Otras tres oscurísimas mujeres de la hez del pueblo figuran en el mismo auto castigadas con pena de azotes por sortílegas.
Moriscos no quedaban; sólo algún soldado desertor y fugitivo de los presidios de África renegaba y se hacía mahometano. Así Miguel de Godoy, alpujarreño, castigado en el auto de Granada de 1721. En el de Sevilla de 1722 abjuró de vehemencia y fue absuelta ad cartela una moza de Jerez sospechosa de pacto con el demonio, y en el auto de Toledo de 25 de octubre de 1722 una gitana convicta de sortilegio. En el auto de Coimbra de 14 de marzo de 1723 pénase con dos años de destierro a Grimaldo Enríquez, labrador, por culpas de hechicería y presunción de tener pacto con el demonio; a Gil Simón Fonseca, por curar a las bestias con ensalmos y acciones supersticiosas; a Domingo Martínez Bledo, por buscar, con intervención del [394] demonio, tesoros ocultos; al P. Manuel Farreara, sacerdote, natural de la feligresía de San Millar, por invocar al demonio para que le trazas dinero; al pintor Antonio Viera, por haberse empeñado en que se le apareciera un espíritu familiar; a Rosa de Corto, mujer de un marinero portense, por usar de supersticiones para ajustar casamientos, abusando para este fin de la imagen de Cristo, y a otras doce mujeres, por análogos delitos de maleficio.
Algo más abundaron los seudoprofetas y fingidores de milagros, sobre todo en Portugal. Por falsas revelaciones se condenó a una mujer en el auto de Lisboa de 1723, y a otras dos, Catalina Amarilla y María Daraptí, por simular visiones y decir horrendísimas y heréticas blasfemias y hacer desprecio y desacato a imágenes sagradas. En el de 24 de septiembre de 1747, a Francisca Antonia, hija del cirujano de la villa de Olidos, «por fingir revelaciones, éxtasis y otros favores sobrenaturales y que había estado desterrada de esta vida diez años, resucitando después», y a María Rosa, hija de un trabajador de Esparza término de Torres Novas, «por fingir milagros y que hablaban con ella las almas de ciertas personas, con otros embustes de que se valía para ser tenida por santa».
De pacto diabólico regístrase un caso extraño en la relación del auto de Córdoba de 1724; en él abjuró de levé y fue penado con seis años de destierro Bartolomé Boniatos, arriero, de la villa de Alcahacemos, «por haber entregado su alma al diablo en carta que le hizo para que le diese cinco mil doblones de a ocho».
El molinosismo existía, más o menos encubierto, pero casi siempre tenía más de lujuria que herejía. Afirma Llorente (2208) que se dejó contagiar de la mala enseñanza de la Guía espiritual el obispo de Oviedo, D. José Fernández de Toro, que por ello fue conducido a Roma y encerrado en el castillo de Santángelo y depuesto en 1721.
En Navarra y en la Rioja hizo gran propaganda un prebendado de Tudela dicho D. Juan de Causadas, a quien Llorente llama el discípulo más íntimo de Molinos, no sé con qué fundamento, puesto que las fechas no concuerdan ni hay noticia de él en los documentos de Roma... Discípulo de Causadas fue su sobrino Fr. Juan de Longar, carmelita descalzo, que dogmatizó con triste fortuna, no sólo en su tierra natal, sino en Burgos y en Soria. Los inquisidores de Logroño le condenaron en 1729 a pena de doscientos azotes, diez años de galera, y tras ellos, prisión perpetua. Tales y tan nefandos habían sido sus crímenes en los conventos de monjas de Lerma y Corella.
Fue su principal discípula D.ª Águeda de Luna, que por más de veinte años logró pasar en opinión de santa en su convento de Lerma gracias a simulados éxtasis y visiones, que Fr. Juan de Longar y el prior y otros religiosos divulgaban y ponderaban. Abadesa de Corella más adelante, acudían a ella [395] de todos los pueblos de la redonda, solicitando misteriosas curaciones y el eficaz auxilio de sus rezos. Corroboraban esta opinión ciertas piedras bienolientes con la señal de la cruz y de la estrella, que se repartían como emanadas del cuerpo de la bienaventurada Madre.
Al cabo, el Santo Oficio, azote implacable de milagrerías, prendió a la Madre Águeda, la encerró en las cárceles de Logroño y obtuvo de ella confesión plena por medio de la tortura, de cuyas resultas murió. Su principal cómplice, Fr. Juan de la Vega, natural de Liérganes, en la montaña de Santander, y pariente quizá muy cercano del hombre-pez, salió en un autillo de fe celebrado en 30 de octubre de 1743. Había sido desde 1715 confesor de la Madre Águeda, viviendo en infame concubinato con ella, del cual resultaron cinco hijos. Había pervertido, además, a otras religiosas y difundido por España la fama de la santidad y milagros de su amiga, cuya vida escribió. Llamábanle los afiliados de la secta el Extático, y al pie de un retrato de la Madre Águeda, que hizo poner en el coro, había escrito estas palabras de doble sentido: «El fruto vendrá en sazón, porque el campo es bueno.» Negó haber hecho pacto con el demonio, ni renegado de la fe, y se le envió recluso al solitario convento de Doral, donde al poco tiempo murió.
A otros frailes de la misma Orden que estuvieron negativos se los recluyó a diversos monasterios de Mallorca, Bilbao, Valladolid y Osuna. Así la Madre Águeda, como su sobrina D.ª Vienta de Lora (2209), y otra monja, se confesaron en el tormento reos de execrandas impurezas y hasta de infanticidios. Otras cuatro religiosas estuvieron negativas aun en la tortura, y se las condenó, sin embargo, por declaraciones del resto de la comunidad. Algo hubo en este proceso de ensañamiento y no de rigurosa justicia. Las monjas fueron dispersas por varios conventos y se llamó a otras de Ocaña y de Toledo para reformar la Orden (2210). Otro proceso semejante se formó en 1727 contra las [396] monjas de Casbas y contra el franciscano Fr. Manuel de Val. En 15 de junio de 1770 se celebró en la iglesia de San Francisco, de Murcia, auto contra alumbrados. Abjuró de vehementi D. Miguel Cano, cura de Algezares, y de formali Ana García, a quien llamaban madre espiritual de la secta; dos ermitaños y varias mujeres de la villa de Mula. Llamaban a los ósculos passos [397] del alma y se decían unidos en la essencia de Jesús y transformados en la Santísima Trinidad.
En el reinado de Fernando VI pone Llorente cerca de 34 autos de fe, y en ellos diez relajados en persona y ciento sesenta penitenciados; los primeros, por judaizantes relapsos, y los segundos, por blasfemos, bígamos, sodomitas o hechiceros.
De protestantismo apenas se recuerda un solo caso. Yo sólo tengo presente el auto de Sevilla. de 30 de noviembre de 1722, en que salió con sambenito de dos aspas Joseph Sánchez, vecino de Cádiz, y fue reconciliado en forma por sectario de la herejía calvinista, condenándosele a confiscación de bienes, hábito y cárcel perpetua. Sería marino o mercader que habría residido en país extranjero.
- IX -
Protestantes españoles fuera de España. -Félix Antonio de Alvarado. -Gavín. -D. Sebastián de la Encina. El caballero de Oliveira.
Sólo por curiosidad bibliográfica pondremos aquí noticias de los escasos y nada conspicuos españoles que en el siglo XVIII abrazaron las doctrinas de la Reforma y dieron a la estampa algún fruto de su ingenio. El viento de la Guerra de Sucesión arrojó a algunos de ellos fuera de España y los hizo prevaricar por el trato con alemanes e ingleses. Poco se perdió, como iremos viendo. Merece entre ellos el lugar primero, siquiera por la rareza de sus libros, un clérigo aragonés llamado D. Antonio Gavín. No tengo más noticias de él que las que se infieren de los prólogos de sus libros. A los veintitrés años de edad recibió las sagradas órdenes, siendo arzobispo de Zaragoza el montañés don Antonio Ibáñez de la Riva-Herrera, después Inquisidor general; prelado de gran virtud, a quien elogia mucho. Guárdase bien de explicar los motivos de su salida de España, que no debieron de ser religiosos, puesto que tardó bastante en hacerse reformista. En Zaragoza había tratado con algunos oficiales del ejército de los aliados, que más bien le hicieron indiferente. Todo induce a tenerle por un mal clérigo, sobre todo la desvergüenza y obscenidad inauditas con que escribió luego.
Su primera intención al salir de España fue trasladarse a Inglaterra; pero, como todavía no estaba firmada la paz de Utrecht, no se atrevió a ir de Calais a Dover sin pasaporte. Volvió, pues, sobre sus pasos, y en París se hizo pasar por capitán español que iba a Irlanda a recoger la herencia de un tío suyo. Un clérigo francés de quien se hizo amigo le presentó al P. Le Tellier, confesor de Luis XIV, para que por su mediación obtuviera el deseado pasaporte. Sospechó Le Tellier el embrollo y se negó rotundamente. Entonces Gavín, no contemplándose seguro en Francia, huyó a San Sebastián, y allí permaneció unos días oculto en una hostería y sin dejarse ver de gentes. Al cabo [398] discurrió, para salir de tan embarazosa situación, presentarse al rector de los jesuitas, de quien tenía noticias que era varón cándido y fácil de dejarse engañar: díjole entre mil embustes, y bajo secreto de confesión, que era militar y andaba escondido por una muerte. El jesuita, sin recelar nada, le proporcionó medios de embarcarse al día siguiente para Lisboa. Durante la navegación levantóse una tormenta, y Gavín, que ya dudaba de la presencia real en el sacramento de la eucaristía, quiso hacer experiencia del poder supersticioso que muchos atribuían a la hostia consagrada para calmar las iras del mar y de los vientos. Entonces, según él cuenta con execrables pormenores, consagró una hostia y con mucho recato subió con ella sobre cubierta. Las olas no se amansaron, y el infame Gavín, que tal prueba sacrílega y temeraria había hecho, determinó desde aquel día «no creer en ninguna doctrina de la Iglesia romana». ¡Bravo modo de discurrir! ¿Y dónde había visto él que fuese doctrina de la Iglesia la virtud antitempestuosa que atribuía al Sacramento? ¿Y por dónde ha de estar Dios obligado a responder con milagros a todo impío, necio y temerario que sea osado a pedírselos?
En Vigo dejó el barco y siguió por tierra hasta Portugal, donde algunos negociantes ingleses le dieron las primeras enseñanzas formales de protestantismo. Lord Stanhope, el famoso caudillo de la guerra de Sucesión, a quien había conocido en Zaragoza, se le recomendó al obispo de Londres, que por tres días consecutivos le hizo examinar y acabó por pedirle sus testimoniales de clérigo. No los traía, y muchos en Inglaterra dudaban que realmente lo fuese. Suplióse la falta con un certificado de lord Stanhope, y en 3 de enero de 1716 abjuró públicamente el catolicismo en presencia del obispo de Londres, en la capilla de su palacio de Somerset, entrando en la iglesia oficial anglicana, con encargo de predicar y de oficiar en una congregación española compuesta del mismo Stanhope, de muchos oficiales que habían estado en la Península y de algunos militares españoles que ellos habían catequizado. Dedicó a Stanhope su primer sermón, que no he visto, pero consta que fue impreso por Guillermo Bowyer y vendido por Denoyer, librero francés, en el Strand. Siguió en sus predicaciones dos años y ocho meses; primero en la capilla de la reina, en Westminster, y luego en la de Oxenden. Recomendaciones de Stanhope le valieron ser colocado de capellán en un navío de guerra, el Prestón; lo cual él aceptó con regocijo para acabar de perfeccionarse en el inglés, no tratando más que con marineros de la tierra. El obispo de Londres diole patente de recomendación para los comisarios del Almirantazgo en 13 de julio de 1720, llamándole Maestro en Artes por la Universidad de Zaragoza y autorizándole para predicar en inglés y administrar los sacramentos. Luego residió algún tiempo en Irlanda, y por recomendación del arzobispo de Cashel y del deán Percival obtuvo el curato de Gowran, que [399] sirvió once meses muy a satisfacción del obispo de Ossory. De allí pasó a la parroquia de Cork, que servía cuando publicó su obra, o más bien serie de misceláneas contra el catolicismo.
Consta ésta de tres volúmenes, y su título es en inglés A masterkey popery, y en francés Le passe par-tout de l'Eglise romaine (2211). Un breve análisis de ella mostrará lo que esconde bajo estos estrafalarios rótulos. La edición inglesa que tengo a la vista es de 1725 y se titula Segunda. El autor procuró autorizarla con dedicatorias al príncipe de Gales y a milord Carteret, insigne por su edición del Quijote.
Con el más extraño desorden trata el primer tomo de la confesión auricular, de las indulgencias, de la bula de Cruzada, de las misas, altares privilegiados, transubstanciación y purgatorio, de los inquisidores, del rezo eclesiástico y de la adoración de las imágenes y reliquias, pero todo esto no dogmáticamente (y aquí está la originalidad de la obra), sino con chistes y cuernecillos, casi todos verdes y muchos de una lubricidad monstruosa y desenfrenada. Parece que aquel apóstata se complace en remover y gustar todo género de inmundicias. Y todo lo refiere como oído en la academia de teología moral de la Santísima Trinidad, de Zaragoza. Es una verdadera selva de casos raros de confesores solicitantes; literatura de burdel asquerosísima. Afortunadamente, el libro es muy raro.
El segundo tomo contiene las vidas de los papas y un tratado sobre su doctrina y autoridad, copiado todo escandalosamente y ad pedem litterae de la traducción inglesa de los Dos tratados, de Cipriano de Valera, hecha por Golburne. Cuando el texto de Valera acaba, Gavín añade de su cosecha Las vidas [400] y abominables intrigas de muchos clérigos y frailes de la Iglesia romana, colección de novelas terroríficas, que, si fueran menos inmundas, traerían a la memoria algunas de Ana Radcliffe; pero que más bien se parecen, por la mezcla de lujuria, de tenebrosidad y de sangre, al Monje de Lewis, bestial y sanguinolenta novela, muy leída e imitada a fines del siglo XVIII.
El tercer tomo es, casi todo, plagio de Cipriano de Valera en lo que dice de la misa y de los falsos milagros de sor María de la Visitación. Sólo hay propios de Gavín los capítulos donde cuenta éxtasis y revelaciones de monjas, que él exorna y adereza con todos los hediondos ingredientes de su cocina.
¡Y la princesa de Gales aceptó la dedicatoria de tal libro! ¿Qué se diría de nosotros si un católico hubiese escrito pamphlet semejante contra la Iglesia anglicana? Cumple decir que a los mismos protestantes pareció inverosímil, según confesión del autor, lo que allí se cuenta. Otros le tildaron por divulgar secretos de confesión, y casi todos tuvieron por hijas de su inventiva novelesca la vida de D. Lorenzo Amenguar, la de mosén Juan, la del Lindo. Luciendo y las demás que amenizan su segundo tomo. Con todo eso, el aliciente del escándalo fue tal, que se vendieron hasta 5.000 ejemplares, y se agotó asimismo una traducción francesa hecha en 1727 por M. Jensen.
De D. Sebastián de la Encina, ministro de la iglesia anglicana y predicador en Amsterdam de la ilustre Congregación de los honorables Tratantes en España, es decir, de los mercaderes holandeses que tenían aquí negocios, no queda más que su nombre al frente de una linda edición del Nuevo Testamento hecha en 1718 (2212). Es mera reimpresión el texto de Cipriano de Valera, conforme a la edición de 1596, copiando el prólogo, aunque en extracto.
Por el mismo tiempo vivía en Londres otro español refugiado, D. Félix Antonio de Alvarado, sevillano de nacimiento, que en sus primeros libros se titula presbítero de la iglesia anglicana y capellán de los honorables señores ingleses mercaderes que comercian en España. También hacía oficios de maestro e intérprete de la lengua española, y suyos son unos diálogos ingleses y castellanos (2213), ricos en proverbios, frases y modos de decir galanos y castizos, como que el autor parece haberse inspirado en [401] otros manuales de conversación del siglo XVI, y especialmente en el de Juan de Luna, el continuador del Lazarillo.
Cuando se reformó por orden del rey Jacobo II la liturgia inglesa, hubo que reformar también la antigua traducción castellana de Fernando de Texeda, el autor del Carrascón. De este trabajo se encargó Alvarado, y llevan su nombre las ediciones de 1707 y 1715, prohibidas entrambas en nuestros índices expurgatorios (2214).
La iglesia anglicana debió de pagar mal a Alvarado; lo cierto es que para subsistir tuvo que refugiarse en la mansa, benévola e iluminada secta de los cuáqueros, bañándose en su acendrado espiritualismo, aprendiendo el sistema de la luz interior y traduciendo, finalmente, el libro semisagrado de la secta, o sea la Apología de la verdadera teología cristiana, de Roberto Barclay. Esta traducción se imprimió en Londres en 1710 y es muy rara (2215). ¿Quién dirá que semejante libro había de catequizar a ningún español? Y, sin embargo, fue así. En nuestros días, D. Luis de Usoz y Río, tantas veces citado en esta historia, y que todavía ha de serlo muchas, prevaricó en la fe por la lectura de Barclay, cuya Apología, traducida por Alvarado, halló en un puesto de libros viejos, y, engolosinado con tal lectura, fue a Inglaterra y se alistó en la secta de los cuáqueros, a la cual consagró su dinero y su vida. ¡Cuán extraños son a veces los caminos del error y por cuán escondidas veredas llega a posesionarse del ánimo!
Según noticias comunicadas al mismo Usoz por su amigo y correligionario Benjamín Wiffen, que las extractó de los registros de la sociedad de los cuáqueros de Londres, Alvarado se presentó a la sociedad en 22 de abril de 1709, ofreciendo traducir al castellano la Apología, como ya lo estaba a otras lenguas. Se comisionó a Daniel Philips, Juan Whiting, Enrique Gouldney y Gilberto Molleson para que examinasen la propuesta. En 10 de diciembre, Molleson informó a la junta que el Spanis Friar, Alvarado, tenía ya traducidas las dos terceras partes de la Apología. En 17 de marzo de 1710 estaba acabada. Mandó la junta imprimir mil ejemplares, y los mismos cuatro comisionados entendieron, juntamente con el traductor, en la corrección de pruebas. [402]
En 7 de diciembre (duodécimo mes) del mismo año, Alvarado, que vivía en Grace churche street y se hallaba falto de dinero hasta para pagar su posada, pide a los cuáqueros algún socorro, y la junta comisiona a Juan Knight, Juan Egleston, Josef Joovey y Lassells Metcalfe para que le visiten y se informen. No vuelve a hablarse palabra de él (2216).
A mediados de aquel siglo apostató un portugués con singulares circunstancias. Llamábase el tal Francisco Xavier de Oliveira, y entre sus correligionarios, que le nombraban siempre con respeto, el caballero Oliveira, porque era, en efecto, caballero hidalgo de la casa real y profeso en la Orden de Cristo. Había nacido en Lisboa el 21 de mayo de 1702. Hasta los treinta y uno de su edad sirvió de oficial en el Tribunal de Contos; después, y por muerte de su padre, fue nombrado secretario del conde de Tarouca, ministro plenipotenciario en Austria. El 19 de abril de 1734 salió de Lisboa, y en 1740 viósele de súbito abandonar su puesto de secretario de Embajada para retirarse a Holanda, y de allí, cuatro años adelante, a Inglaterra, donde abjuró públicamente el catolicismo, viviendo desde entonces en la mayor miseria, sostenido por las limosnas de sus correligionarios. Algunos escritos heréticos que divulgó con ocasión del terremoto de Lisboa hicieron que la Inquisición se fijase en él y le formara proceso, mandándole quemar en estatua el 20 de septiembre de 1761. Falleció en Hackney en 1783 (2217).
Las obras de este desinteresado y fanático sectario son muchas en número y muy apreciadas de los críticos portugueses por las hermosura y gracia de lengua (2218), pero carecen de interés teológico. Escribió mucho de asuntos indiferentes, porque el producto de sus obras le ayudaba a vivir y quería que circulasen libremente en Portugal. Viajes, memorias y cartas salieron en [403] gran número de su discreta pluma, hábil en trazar ensayos y caracteres y pinturas de costumbres a la manera inglesa, especialmente de Addison, cuyo Spectator imita (2219).
- X -
Judaizantes. -Pineda. -El sordomudista Pereira. -Antonio José de Silva.
La plaga del judaísmo oculto, recrudecida después de la unión del reino de Portugal a la Corona de Castilla, vive aún después de la separación, y en todo el siglo XVIII da muestra de sí en los autos de fe, a tal punto, que los relaxados en persona son casi siempre judaizantes, por lo menos en los autos que yo he visto. Pero entre sus nombres, ninguno puede interesar a la historia literaria, fuera del del autor de El ocaso de las formas aristotélicas, Diego Martín Zapata, uno de los renovadores del método experimental, de quien refiere Morejón (2220) que sus émulos le delataron por judaizante a la Inquisición de Cuenca, y que salió levemente penado en un auto, sin que tales penitencias le hicieran perder nada de la buena fama que por sus victorias polémicas y felices curas había logrado; antes consta que llegó a ser médico del duque de Medinaceli y del cardenal Portocarrero.
Fuera de España peregrinaban algunos judaizantes que escribieron en castellano o por otros títulos se hicieron memorables. De ellos fue Pedro Pineda, maestro de lengua castellana, que publicó en Londres un Diccionario, rico de diatribas contra el de la Academia Española, y logró alguna mayor notoriedad, dirigiendo en su parte material la soberbia edición del Quijote costeada por lord Carnerea para obsequiar a la reina Carolina, ilustrada por Mayáns con la primera vida de Cervantes y estampada en Londres en 1738 por los hermanos Tonson. El buen éxito de esta empresa movió a Pineda a reimprimir por su cuenta otros libros clásicos castellanos, y así empezó por sacar a luz las Novelas ejemplares, de Cervantes (La Haya, por J. Nearlme, 1739, dos tomos en 8.º), dedicadas a su discípula D.ª María Fane, condesa de Westmorland, que en solos cuatro meses había aprendido la lengua castellana. Imprimió después la Diana enamorada, [404] de Gil Polo, por Tomás Woodward, 1739, con una galante dedicatoria a otra discípula suya, D.ª Isabel Sútton. Todas estas ediciones son tipográficamente muy lindas y correctas en cuanto al texto; pero el gusto del editor era tan menguado y perverso, a pesar de que revolvía con diurna y nocturna mano las inmortales hojas de Cervantes, que llegó a tomar por lo serio los irónicos elogios que el cura hace en el escrutinio de la librería de D. Quijote, de Los diez libros de fortuna de amor, de Lofrasso de Sardo, disparatadísima y soporífera novela pastoril, llena de versos ridículos y mal medidos. Y sin entender el verdadero y maleante sentido de las palabras de Cervantes: «Desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ése no se ha compuesto, y por su camino, es el mejor y más único de cuantos... han salido a la luz del mundo», entendió lo de gracioso como sonaba; no se acordó que Mercurio. en el Viaje del Parnaso, había mandado echar a Lofrasso al agua, y reimprimió con grandísimo lujo su obra en Londres el año 1740, anteponiéndola un estrafalario prólogo laudatorio. Hasta los libros peores tienen su día de fortuna si algún maniático da con ellos. Y es lo bueno que Pineda cita, en son de triunfo, la autoridad de Lofrasso contra el Diccionario de la Academia. ¡Lofrasso, que hablaba una jerga mixta de sardo y castellano!
Antigua es en España la invención de enseñar a hablar a los sordomudos. Convienen todos, con autoridad de Ambrosio de Morales y de Francisco Vallés, en adjudicar la primera gloria de ella al benedictino de Oña Fr. Pedro Ponce de León, que enseñó a muchos sordomudos, entre ellos a dos hermanos y a una hermana del Condestable y a un hijo del justicia de Aragón, no sólo a hablar, sino a leer, escribir, contar y entenderse en griego, latín e italiano, según todo lo declara el mismo fraile en su testamento, hablando con candorosa modestia «de la industria que Dios fue servido de darle por méritos de San Juan Bautista y de nuestro Padre San Íñigo» y (antiguo reformador de Oña). Siguieron y perfeccionaron el benéfico invento Manuel Ramírez de Carrión, natural de Hellín (maestro del marqués de Priego y del príncipe Filiberto Amadeo de Saboya), y Juan Pablo Bonet el más conocido de todos por su ingenioso libro de Reducción de las letras y arte para enseñar a hablar a los sordomudos (Madrid 1620), que autorizó Lope de Vega con unas conceptuosas décimas.
Los que más fama ganaron
por las ciencias que entendieron
a los que ya hablar supieron,
a hablar mejor enseñaron;
pero nunca imaginaron
que hallara el arte camino
do naturaleza falta:
sutileza insigne y alta
de vuestro ingenio divino. [405]
El arte siguió practicándose de un modo más o menos empírico; pero fuera de España era casi ignorado, hasta que simultáneamente lo pusieron en boga, a mediados del siglo XVIII, el abate L'Epée, famoso filántropo al gusto de entonces, y un judaizante español, Jacob Rodrigues Pereira, natural de Berlanga, en Extremadura, hijo de Abraham Rodrigues Pereira y de Abigail Rica Rodrigues, judíos portugueses (2221).
Excitada la curiosidad de Pereira, que fugitivo por causa de religión residía en París, con la lectura del discurso del P. Feijoo Glorias de España, en que aquel sabio benedictino hablaba de la invención de Fr. Pedro Ponce y reunía los testimonios que la comprueban, se aplicó al arte (2222), enseñó a hablar a un mudo, e hizo que La Condamine le presentase en la Academia de Ciencias. La novedad entusiasmó a todo París, y hasta el rey quiso ver al discípulo e interrogarle.
Creció con esto la notoriedad de Pereira, y llegó a excitar los celos de L'Epée, el cual quiso perseguirle a título de judío que catequizaba a los sordomudos, discípulos suyos. Pero la pureza de su enseñanza salió victoriosa de esta prueba.
Era hombre de entendimiento sagaz e inventivo: matemático, mecánico y algo arbitrista. Proyectó una máquina de vapor y otra de cálculos y presentó a Necker un plan de Hacienda. Hacía versos castellanos bastante malos, de los cuales puede verse alguna muestra en su biografía, escrita por Seguín. Fundó el cementerio de los israelitas de París y fue protector incansable de todos los de su raza y religión, que fe deben en gran parte la prosperidad que lograron en Francia. Murió el 15 de septiembre de 1780, y sus procedimientos para la enseñanza de los sordomudos, que diferían mucho de los comunes, y que él no quiso revelar nunca, se fueron con él al sepulcro (2223).
Venga a cerrar este capítulo la ensangrentada sombra del poeta brasileño Antonio José de Silva, condenado inicuamente, según parece, por los inquisidores de Lisboa. No se crea por eso que admito como moneda de ley las pedantescas declamaciones de casi todos los críticos e historiadores literarios portugueses sobre este suceso. Todos ellos prescinden de la cuestión del judaísmo, única y verdadera causa del proceso, y mezclan la cuestión literaria, que nada tiene que hacer en el asunto. [406] Oígase cómo empieza su relación el más moderno de los biógrafos de Antonio José: «El teatro era una empresa audaz bajo el reinado aterrador del Santo Oficio; Antonio José sabía hacer reír a la multitud, y por este solo hecho se le juzgó criminal; las carcajadas que producían sus obras despertaban al pueblo de la tristísima pesadilla de los inquisidores, y éstos entendieron que merecía la muerte aquel que osaba distraer las imaginaciones del asombro funéreo de los autos de fe. Era preciso buscar un crimen, inventar un pretexto para descargar sobre el poeta la espada flameante del fanatismo, vengar sobre él la deuda abierta por Gil Vicente» (2224).
Este trozo de sublime oratoria progresista pertenece a Teófilo Braga. ¡Empresa peligrosa el teatro, cuando en la Castilla inquisitorial tuvimos el más rico y variado teatro del mundo! ¡Perseguido Gil Vicente por la Inquisición, que no hizo más que expurgar, con harta lenidad, sus escritos después de su muerte! (2225) Dejando aparte tan hinchados desvaríos, contemos el caso de Antonio José con la mayor brevedad y lisura posibles.
Había nacido en Río Janeiro el 8 de mayo de 1705, de una familia de origen hebreo establecida allí desde la fundación de la colonia. Sus parientes eran médicos, abogados y negociantes; gente rica, pero sospechosa en la fe. Casi todos estuvieron presos en las cárceles del Santo Oficio o fueron penitenciados por él, entre ellos su propia madre, Lorenza Coutinho, reconciliada en el auto de fe de 9 de julio de 1713 y condenada de nuevo por relapsa en el de 16 de octubre de 1729.
Antonio José vino de muy niño a Lisboa, y es de presumir que, perteneciendo a una familia cristiana sólo en el nombre, y agriada además por la continua vigilancia y persecución del Santo Oficio, hubiera mamado con la leche el rito judaico y el aborrecimiento al nombre cristiano. Creer otra cosa, fuera desconocer del todo la naturaleza humana.
Antonio José debía ser, pues, judío por tradiciones de familia, como quien a los siete años de edad había visto conducir a su madre a las cárceles del Tribunal de la Fe. Él mismo, siendo estudiante de Derecho en Coímbra, fue procesado en 8 de agosto de 1726 por haber seguido algún tiempo la ley de Moisés a ruego y persuasión de su tía D.ª Esperanza de Montaroyo, aunque luego, según él declara, salió de su yerro por haber oído a un predicador del convento de Santo Domingo. Como tenía cómplices, se le dio tormento; y en 23 de septiembre salió penitenciado en un auto, imponiéndosele la obligación de instruirse [407] en la doctrina cristiana, que debían de tener muy olvidada en su casa.
Hasta 1773 continuó sus estudios en Coímbra; se casó con su prima Leonor María do Carvalho, judaizante también, y reconciliada por ello en un auto de Valladolid, y comenzó a ejercer en Lisboa la abogacía. Pero su vocación le llamaba a las letras, y es especialmente al teatro, que yacía entonces en misérrima decadencia, si es que alguna vez existió en Portugal, imperando como señora absoluta la ópera francesa e italiana, magníficamente protegida por D. Juan V, príncipe ostentoso, empeñado en remedar en su pequeña monarquía las grandezas de Luis XIV. El gusto popular era perverso. Allí, donde jamás hubo teatro y donde hay que saltar desde Gil Vicente a Almeida Garrett, solazábase únicamente la ínfima plebe, a principios del siglo XVIII, con cierto género de farsas sainetescas, que los historiadores de ese teatro en embrión llaman baja comedia, la cual vivía, por la mayor parte, de desperdicios del teatro español y de la reproducción grotesca de algunos personajes e incidentes callejeros. Antonio José cultivó esta manera de farsas, recibiendo a la vez la influencia de la ópera y la de nuestras comedias, e hizo verdaderas zarzuelas, que malamente se llaman óperas, puesto que constan de diálogo en prosa y de canto, predominando en éste los aires brasileños, llamados molinhas. Tenía Antonio José cierta gracia grosera y caricaturesca, de que usó y abusó en las óperas tituladas Vida do grande don Quixote de la Mancha e do gordo Sancho Pansa, Esopaida o vida de Esopo, Encantos de Medea, Amphytrion ou Jupiter e Alcmena, Labyrintho de Creta, Guerras de Alecrim e Mangerona, Variedades de Protheu y Precipio de Phaetonte, todas las cuales fueron representadas en el teatro del Barrio Alto de Lisboa desde 1733 a 1738. El Don Quijote es refundición de un entremés de Nuno Nisceno Sutil escrito en castellano. Teófilo Braga halla en el de Antonio José «infinita gracia y nuevas peripecias que honrarían al mismo Cervantes». De qué género son estas gracias y peripecias que hacían morir de risa a Bocage y que todavía hoy entusiasman (res mirabilis) a los críticos portugueses, puede indicarlo el recuerdo de una escena, la más inmunda y grosera que he leído en teatro alguno, en que D. Quijote imagina que Sancho es Dulcinea encantada, y comienza a enamorarla (2226).
En otras comedias suyas, Antonio José entró a saco por el teatro francés. Así son imitaciones de Molière el Amphytrion, y de Boursault (Esope à la ville y Esope à la cour) la Esopaida; piezas que no tienen de portugués más que el lenguaje, rico en idiotismos, y las alusiones a cosas del día. Más originalidad, más brío hay en sus óperas de asunto mitológico, verdaderas parodias, semejantes a las zarzuelas bufas de nuestros días, así como se [408] acerca algo más a la legítima comedia de costumbres la que tituló Guerras del romero y de la mejorana (Guerras do Alecrim e Mangerona), pintura ligera y donairosa de las exóticas galanterías de los petimetres y damiselas del tiempo.
Para juzgar bien a Antonio José es preciso colocarle en su país y en su tiempo y recordar, como lo hace Teófilo Braga, que escribía para actores despreciables, borrachos y sin escuela, y que él, por su parte, carecía, poco menos que en absoluto, de cultura literaria, teniendo que suplirla a fuerza de intuición dramática, perdida y estragada casi siempre por el gusto del populacho soez que le aplaudía. Así lo reconocen algunos críticos portugueses menos ciegos y preocupados. «En sus informes dramas -dice Almelda Garrett (2227)- hay algunas escenas verdaderamente cómicas, algunos dichos de suma gracia; pero ésta suele degenerar en baja y vulgar.» Por el contrario, José María da Costa e Silva llega a compararle con Aristófanes por la invención y originalidad fantástica y por la acrimonia satírica del diálogo (2228). ¡Risum teneatis!
De todo lo expuesto sólo podemos deducir que había en Antonio José cantera de poeta cómico algo scurril y tabernario, pero que se malogró por haber nacido en la época más desdicha, da para las letras peninsulares.
Se han querido hallar en sus obras, sobre todo en el Amphytrion, alusiones contra el Santo Oficio, que cuando mozo le había perseguido, y explicar así su segundo proceso; pero todo lo que se alega es demasiado vago y capaz de muchas interpretaciones:
¡Qué delicto fiz eu, para que sinta
o peso desta asperrima cadeia,
nos horrores de um carcere penoso,
em cuja triste lobrega morada, etc.
Una esclava de su madre llamada Leonor Gómez le delató al Santo Oficio en 5 de octubre de 1737 por practicar las abstinencias judaicas. Vano fue que invocara en apoyo de la pureza de su fe el testimonio de muchos frailes que íntimamente le trataban y el de personas tan conspicuas en el Estado como el conde de Ericeyra, autor de la Henriqueida. Condenósele, si hemos de atenernos a los extractos hasta ahora publicados del proceso, por leves indicios, por declaraciones de compañeros de cárcel... Que era judaizante relapso, no hay duda, que esto se probara en términos judiciales, no consta, y por eso repito que la sentencia fue inicua. No basta la convicción moral cuando las pruebas faltan, y era, además, harto rigor en pleno siglo XVIII, cuando en el resto de España no se quemaba a nadie [409] y el rigor de los procedimientos iba mitigándose, aplicar tan duro castigo a un hombre que no había sido dogmatizante.
Lo cierto es que en 11 de septiembre de.1739 fue relajado al brazo seglar por negativo y relapso. La sentencia se ejecutó en el auto de 18 de octubre de 1739, en la plaza del Rocío, siendo decapitado Antonio José y arrojado luego su cadáver a las llamas. Es falso que todavía entonces se quemara vivo a nadie. Su mujer y su madre fueron castigadas por relapsas, con cárcel perpetua o al arbitrio de sus jueces.
Ni siquiera las obras dramáticas de Antonio José llevan su nombre, ni aún se han impreso sueltas, sino en colección con otras óperas de medianísimos autores que continuaron su escuela, v. gr., Alejandro Antonio de Lima. El pueblo las llamaba, y llamar, Operas do Judeu (2229). Después de su muerte siguieron, representándose con aplauso, y no se pusieron en el Índice, lo cual prueba que es absurdo decir, como dice Braga, que «el espíritu católico combatió el teatro de Antonio José». Verdad es que el mismo crítico afirma en otra parte que «Antonio José fue víctima inmolada a los comentarios de Aristóteles» (p. 184). ¡Pobre Estagirita!
Apláudase en buen hora el vigor bajo-cómico de que alguna vez dio muestra aquel ingenio muerto en flor, el sabor popular de los diálogos, la soltura melódica de las arias, el movimiento escénico, y aun, si se quiere, la extrañeza ruda e irregular del conjunto; pero no se le tenga por un Tirso, ni por un Moliére, ni siquiera por un D. Ramón de la Cruz, ni se forjen leyendas patrióticas, suponiendo que la Inquisición y los católicos le asesinaron por envidia a los resplandores de su genio (2230).
Hasta le han hecho protagonista de un drama romántico escrito por el brasileño Magalhaes, y titulado El poeta y la Inquisición, como quien dice De potencia a potencia. [410]