Capítulo II
El jansenismo regalista en el siglo XVIII
I. El jansenismo en Portugal. Obras cismáticas de Pereira. Política heterodoxa de Pombal. Proceso del P. Malagrida. Expulsión de los jesuitas. Tribunal de censura. Reacción contra Pombal en tiempo de D.ª María I la Piadosa. -II. Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. El pase regio. Libro de Campomanes sobre la «Regalía de amortización». -III. Expulsión de los jesuitas de España. -IV. Continúan las providencias contra los jesuitas. Política heterodoxa de Aranda y Roda. Expediente del obispo de Cuenca. «Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma. -V. Embajada de Floridablanca a Roma. Extinción de los jesuitas. -VI. Bienes de jesuitas. Planes de enseñanza. Introducción de libros jansenistas. Prelados sospechosos. Cesación de los concilios provinciales. -VII. Reinado de Carlos IV. Proyectos cismáticas de Urquijo. Contestaciones de varios obispos favorables al cisma. Tavira. -VIII. Aparente reacción contra los jansenistas. Colegiata de San Isidro. Procesos inquisitoriales. Los hermanos Cuestas. «El pájaro en la liga», Dictamen de Amat sobre las «Causas de la Revolución francesa», de Hervás y Panduro. La Inquisición en manos de los jansenistas. -IX. Principales escritores tenidos por jansenistas a fines del siglo XVIII: Villanueva, Martínez Marina, el arzobispo Amat, Masdéu, etc., etc.
- I -
El jansenismo en Portugal. -Obras cismáticas de Pereira. -Política heterodoxa de Pombal. -Proceso del P. Malagrida. -Expulsión de los jesuitas. -Tribunal de censura. -Reacción contra Pombal en tiempo de doña María I la Piadosa.
Cuando los llamados en España jansenistas querían apartar de sí la odiosidad y el sabor de herejía inseparable de este dictado, solían decir, como dijo Azara, que tal nombre era una calumnia, porque jansenista es sólo el que defiende todas o algunas de las cinco proposiciones de Jansenio sobre la gracia, o bien las de Quesnel, condenadas por la bula Unigenitus. En ese riguroso sentido es cierto que no hubo en España jansenistas; a lo menos yo no he hallado libro alguno en que de propósito se defienda a Jansenio. Es más: en el siglo XVIII, siglo nada teológico, las cuestiones canónicas, se sobrepusieron a todo; y a las lides acerca de la predestinación y la presciencia, la gracia santificante y la eficaz, sucedieron en la atención pública las controversias acerca de la potestad y jurisdicción de los obispos, primacía del papa o del concilio; límites de las dos potestades, eclesiástica y secular; regalías y derechos mayestáticos, etc., etc. [411] La España del siglo XVIII apenas produjo ningún teólogo de cuenta,. ni ortodoxo ni heterodoxo (2231); en cambio hormigueó de canonistas, casi todo adversos a Roma. Llamarlos jansenistas no es del todo inexacto, porque se parecían a los solitarios de Port-Royal en la afectación de nimia austeridad y de celo por la pureza de la antigua disciplina; en el odio mal disimulado a la soberanía pontificia, en las eternas declamaciones contra los abusos de la curia romana; en las sofísticas distinciones y rodeos de que se valían para eludir las condenaciones y decretos apostólicos; en el espíritu cismático que acariciaba a idea de iglesias nacionales y, finalmente, en el aborrecimiento a la Compañía de Jesús. Tampoco andan acordes ellos mismos entre sí: unos, como Pereira, son episcopalistas acérrimos; otros, como Campomanes, furibundos regalistas; unos ensalzan las tradiciones [412] de la Iglesia visigoda; otros se lamentan de las invasiones de la teocracia en aquellos siglos; otros, como Masdéu, ponen la fuente de todas las corrupciones de nuestra disciplina en la venida de los monjes cluniacenses y en la mudanza de rito. El jansenismo de algunos más bien debiera llamarse hispanismo, en el mal sentido en que decimos galicanismo. Ni procede en todos de las mismas fuentes; a unos los descarría el entusiasmo por ciertas épocas de nuestra historia eclesiástica, entusiasmo nacido de largas y eruditas investigaciones, no guiadas por un criterio bastante sereno, como ha de ser el que se aplique a los hechos pasados. Otros son abogados discretos y habilidosos que recogen y exageran las tradiciones de Salgado y Macanaz y hacen hincapié en el exequatur y en los recursos de fuerza. A otros que fueron verdaderamente varones piadosos y de virtud, los extravía un celo falso y fuera de medida contra abusos reales o supuestos. Y, por último, el mayor número no son, en el fondo de su alma, tales jansenistas ni regalistas, sino volterianos puros y netos, hijos disimulados de la impiedad francesa, que, no atreviéndose a hacer pública ostentación de ella, y queriendo dirigir más sobre seguro los golpes a la Iglesia, llamaron en su auxilio todo género de antiguallas, de intereses y de vanidades, sacando a reducir tradiciones gloriosas, pero no aplicables al caso, de nuestros concilios toledanos y trozos mal entendidos de nuestros Padres, halagando a los obispos con la esperanza de futuras autonomías, halagando a los reyes con la de convertir la Iglesia en oficina del Estado, y hacerles cabeza de ella, y pontífices máximos, y despóticos gobernantes en lo religioso, como en todo lo demás lo eran conforme al sistema centralista francés. Esta conspiración se llevó a término simultáneamente en toda Europa; y si la Tentativa, de Pereira, y el De statu Ecclesiae, de Febronio, y el Juicio imparcial, de Campomanes, y el sínodo de Pistoya, y las reformas de José II no llegaron a engendrar otros tantos cismas, fue quizá porque sus autores o fautores habían puesto la mira más alta e iban derechos a la revolución mansa, a la revolución de arriba, cuyos progresos vino a atajar la revolución de abajo, trayendo por su misma extremosidad un movimiento contrario que deslindó algo los campos. En España, donde la revolución no ha sido popular nunca, aún estamos viviendo de las heces de aquella revolución oficinesca, togada, doctoril y absolutista, no sin algunos resabios de brutalidad militar, que hicieron D. Manuel de Roda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes. Hinc mali labes. Veremos en este capítulo cómo la ciencia de nuestros canonistas sirvió para preparar, justificar o secundar todos los atentados del poder y cómo antes que hubieran sonado en España los nombres de liberalismo y de revolución, la revolución, en lo que tiene de impía, estaba no sólo iniciada, sino en parte hecha; y, lo que es aún más digno de llorarse, una parte del episcopado y del clero, contagiado por la lepra [413] francesa y empeñado torpemente en suicidarse. Historia es ésta de grande enseñanza, aunque se la exponga sin más atavíos ni reflexiones que las que por su propia virtud nacen de los hechos.
El orden cronológico pide que comencemos por Portugal (2232) por aquel canonista que fue, juntamente con Febronio, el doctor, maestro y corifeo de la secta, así como sus libros una especie de Alcorán, citado con veneración y en todas partes reimpreso. Era este grande auxiliar de la política de Pombal un clérigo del oratorio de San Felipe Neri, de Lisboa, a quien decían el P. Antonio Pereira de Figueiredo, hombre taciturno, sombrío y de grande austeridad de vida, no ayuno de conocimientos en las lenguas clásicas como lo demuestra su traducción de la Biblia, la mejor que tienen los portugueses, y que, con estar hecha de la Vulgata, indica a veces que el autor no dejaba de consultar en lo esencial los originales hebreo y griego (2233). Tal fue el hombre elegido por Pombal para canonista áulico suyo, cuando en agosto de 1760 cortó las relaciones con Roma del modo que veremos adelante, prohibiendo a los vasallos del rey José I todo comercio espiritual y temporal con ella. Entonces compuso Antonio Pereira su célebre Tentativa theológica, en que se pretende mostror que, impedido el recurso a la Sede Apostólica, se devuelve a los señores obispos la facultad de dispensar en impedimentos públicos de matrimonio y de proveer espiritualmente en todos los demás casos reservados al papa, siempre que así lo pidiere la urgente necesidad de los súbditos (2234), [414] obra exaltadamente episcopalista, que todavía encuentra admiradores en Portugal y que a Herculano mismo le parecía de perlas. El intento del libro va aún mucho más allá de lo que el título reza, pues se encamina nada menos que «a descubrir e indicar las ideas que debemos tener del primado del papa, destruyendo las que, mal formadas, destruyen todo el buen orden de la jerarquía eclesiástica». Y apoderándose audazmente de una frase suelta de San Bernardo (que en el libro De consideratione no pretendía explicarse con rigor canónico, sino dar exhortaciones morales al papa Eugenio), le concede sólo sollicitudinem super Ecclesias, y reduce el primado a una inspección o superintendencia universal sobre las iglesias, especie de república aristocrática, en que el papa había de ser el primer presidente de los obispos. De atar a éstos las manos ya se encargarían Pombal y los demás gobernantes de su laya. Por lo demás, el imperturbable Pereira reconoce en los obispos, no ya juntos en concilio, sino dispersos, voto decisivo en materias de fe y disciplina y potestad para examinar y abrogar los decretos del papa cuando contradigan a las costumbres, derechos y libertades legítimamente introducidas en su provincia.
La doctrina de la Tentativa theológica se resume en diez proposiciones:
1.ª La jurisdicción episcopal, considerada en sí misma, esto es, en su institución hecha por Cristo..., es una jurisdicción absoluta e ilimitada respecto de cada diócesis.
2.ª Antes de haber en la Iglesia cuerpo alguno de leyes o cánones que fueran de derecho común, los obispos establecían en sus sínodos provinciales los impedimentos de matrimonio. Por de contado que apenas acaba de sentar esta proposición, tropieza Pereira de manos a boca con la Decretal, de Siricio, primer documento legal en Occidente sobre la materia después del concilio de Ilíberis, y, no sabiendo cómo salir de tan mal paso, tiene que confesar (p. 49) «que también los obispos recibían y aprendían de la Iglesia de Roma doctrina sobre los impedimentos».
3.ª Por muchos siglos conservaron los obispos la facultad de dispensar hasta de los decretos de los concilios generales, y de los romanos pontífices, cuanto más de los impedimentos matrimoniales. Las autoridades de todo esto son Van-Espen, Gisbert y Febronio, con otros de la misma madera, citados como oráculos sin reserva, ni atenuación alguna. Las pruebas históricas más fuertes que en tantos siglos pudo arañar Pereira se reducen a tres o cuatro traslaciones de obispos hechas en tiempos muy difíciles y anormales, siendo de notar que aun en ellos, y en la misma Iglesia griega, tuvo que disculparlas el nada sospechoso Sinesio (en su epístola 67) con estas significativas palabras, que [415] Pereira copia, y sobre las cuales pasa como sobre ascuas: Formidolosis temporibus summum ius praetermitti necesse est (en tiempos de trastorno hay que prescindir a veces del derecho común y superior). Si esos decretos generales, conciliares o apostólicos, eran para Sinesio summum ius, el más alto y eminente derecho; si a San Basilio el Magno le parecía (ep. 127) que, «atendida la dificultad de los tiempos, se podía perdonar a los obispos que lo habían hecho: igitur et temporis dificultatem considerantes... Episcopis ignoscite, ¿cómo había de estar reconocido en aquéllos, ni ser jurisprudencia corriente un hecho con todas las trazas de abuso, y para el cual se solicitaba indulgencia y pretermisión del derecho? ¿Cuándo el ejercicio de éste ha sido materia de perdón? El mismo Pereira recoge velas, y llega a reducir (p. 81) esa facultad, que antes tan liberalmente otorgaba a los obispos, a un simple derecho de interpretación, que, entendido como debe entenderse, nadie rechazará y que explica esos casos excepcionales y fuera de cuenta.
4.ª En todo el cuerpo del Derecho canónico no hay texto que niegue a los obispos la facultad de dispensar, y sólo por costumbre o tolerancia de los obispos se fue reservando poco a poco la Sede Apostólica las dispensas.
5.ª Sin el consentimiento de los obispos no podía el papa privarles de esa facultad, «porque el papa -prosigue Pereira (p. 116)- es primado, pero no monarca de toda la Iglesia. La cualidad de reina sólo compete a la Iglesia universal; la cualidad de monarca, al concilio ecuménico, que la representa.
6.ª Cuando los obispos consintieron en las reservas, si es que consintieron en todas, fue con la condición de que, impedido por cualquiera vía el recurso a Roma, volviese a ellos interinamente la jurisdicción y poder que dimitían.
7.ª Cuando los reyes y o príncipes soberanos impiden el acceso a Roma, no toca a los obispos averiguar la justicia de la causa, sino obedecer y proveer interinamente lo que fuere necesario para bien espiritual de los súbditos, porque a los súbditos (p. 199) no es lícito discutir la justicia o injusticia de los procedimientos regios, ni tiene el rey obligación de dar parte a los súbditos de las razones que le mueven.
8.ª En cuanto a no deber ni poder lícitamente dispensar sin justa causa, tan obligados están los papas como los obispos.
Las proposiciones novena y décima no son más que aplicaciones de los principios anteriores al estado de Portugal cuando se escribió este libro, el primero y más honradamente galicano que se ha impreso en nuestra Península, basado todo en las tradiciones y enseñanzas de la Sorbona, pero extremadas hasta el cisma, al cual lleva no por camino real y descubierto, sino por el tortuoso sendero de una erudición sofística, aparatosa y enmarañada, que confunde los tiempos y trabuca los textos. Y, sin embargo, tal es la fuerza de la verdad, que a veces con sus propias armas y testimonios puede replicársele. Así, por ejemplo, [416] le parece mal que los obispos se intitulen obispos por gracia de la Sede Apostólica y porfía que el poder y la jurisdicción viene sólo e inmediatamente de Cristo y que por doce siglos no se creyó en la Iglesia otra cosa; y a renglón seguido trae este texto nada menos que de San Cipriano en su epístola a Cornelio: la cátedra de San Pedro, la Iglesia principal, de donde brotó la unidad sacerdotal (ad Petri cathedram atque ad Ecclesiam principalem, unde unitas sacerdotalis exorta est). Luego hay una transmisión inmediata de potestad y jurisdicción (exorta est), único medio de establecer esa unidad sacerdotal, diga lo que quiera Pereira, que no parece haber reparado en la contradicción, como tampoco pudo menos de confesar «que son hoy todos los obispos de la iglesia latina descendientes de los otros antiguos obispos, que los romanos pontífices enviaron en los primeros siglos a ilustrar con la luz de la fe a África, Francia, España, Italia y Alemania» (p. 249).
Son curiosas y dignas de leerse, por lo que muestran el estado de la opinión en Portugal, las aprobaciones que acompañan al libro de Pereira, así de los calificadores del Santo Oficio como del tribunal llamado Desembargo do paço. A todos ellos premió largamente Pombal, haciéndolos, entre otras cosas, individuos de aquel degolladero literario que llamó Real Mesa Censoria. «Es necesario que se publiquen libros para disipar las tinieblas de las preocupaciones en que estábamos y para que nos comuniquen las verdaderas luces, de que carecíamos», dice el carmelita descalzo Fr. Ignacio de San Caetano. Y Fr. Luis del Monte Carmelo todavía se explica con más claridad: «Los obispos de la Iglesia lusitana son tan píos y observantes del derecho y disciplina en que fueron educados y tan religiosamente afectos a la Santa Sede Apostólica, que pueden inocentemente dudar del vigor del ejercicio de su intrínseca jurisdicción...»
«Creí yo -confiesa el franciscano Fr. Manuel de la Resurrección- que no habría en nuestro reino quien se atreviese a salir al público con estas verdades..., porque con los ojos cerrados, permanecían en el sistema contrario, y los más eruditos temían enseñar la doctrina verdadera para que no les reputasen cismáticos.» Por lo cual se desata contra los obispos portugueses, empeñados en no dispensar propria auctoritate ni dar gusto al omnipotente Pombal, el benedictino Fr. Juan Bautista de San Cayetano, jansenista hasta los huesos aun mucho más que Pereira, pues, si éste restringe la facultad de las dispensas al tiempo de ruptura con Roma, el otro se inclina a admitirla aun en tiempo de libertad de recurso, y a los prelados que no quieran arrojarse a tales temeridades llama imágenes pintadas, entendimientos tiranizados por los libros de los jesuitas.
Los regalistas castellanos recibieron con palmas el libro de Pereira y felicitaron al autor en largas epístolas,que se guardan en la Biblioteca de Évora entre los papeles que ueron de fray Manuel do Cenaculo. Mayáns fue de los más entusiastas pereiristas. [417] Sólo un teólogo nuestro, el P. Gabriel Galindo, de los Clérigos Menores, osó contradecir la Tentativa, recordando a Pereira la doctrina tomística de la justa epiekeia y de la jurisdicción delegada aunque tácita. Lo cual dio asidero a Antonio Pereira para desatarse contra la infalibilidad del papa en una larga respuesta, condoliéndose de que, «a pesar de la expulsión de los jesuitas, no se hubiesen desterrado aún de España las tiranías ultramontanas».
Un volumen en cuarto tan abultado como la Tentativa forman los apéndices e ilustraciones de ella, encaminadas a probar «no ser dogma de fe que por derecho divino ande anexo a los obispos de Roma el sumo pontificado»; «que el texto Pasce oves meas comprende no sólo a San Pedro, sino a todos los obispos, por lo cual deben ser llamados éstos sucesores y vicarios de San Pedro», del antiguo poder de los concilios, de la autoridad que los reyes tienen para establecer impedimentos del matrimonio como contrato; y, finalmente, que cuando los pontífices abusan de su autoridad en perjuicio de la Iglesia, deben los obispos irles a la mano; mezclado todo esto con largas disertaciones sobre los votos de los prelados españoles en Trento, sobre los concilios toledanos y la liturgia mozárabe y la supuesta caída de Liberio y los Dictados, atribuidos a San Gregorio VII. Dejando ya aparte la cuestión de dispensas, Pereira rompe lanzas en pro de la sesión quinta del Constanciense, y va tejiendo larga y caprichosa historia de la supuesta independencia de la Iglesia española, desde el caso de Basílides y Marcial (¡un caso de apelación!) hasta la consulta de Melchor Cano, sin que falten por de contado ni el Apologeticon, de San Julián, ni el Defensorio, del Tostado, ni los pareceres del arzobispo Guerrero; eterno círculo de la erudición hispanista desde Pereira acá, siquiera en él conserve todavía alguna novedad. La crítica anda por los suelos, como en todo libro de partido; baste decir que Sarpi es para el autor de la Tentativa autoridad irrefragable en las cosas del concilio de Trento.
Completó Pereira su sistema, casi tan radical como el de Fe, bronio, en otro libro, que tituló Demostración teológica, canónica e histórica del derecho de los metropolitanos de Portugal para confirmar y mandar consagrar a los obispos sufragáneos nombrados por Su Majestad y del derecho de los obispos de cada provincia para confirmar y consagrar a sus respectivos metropolitanos, también nombrados por Su Majestad aun fuera del caso de ruptura con la corte de Roma (2235). ¿Qué pensar de un canonista [418] que a mediados del siglo XVIII da por sentado (en su dedicatoria al arzobispo de Braga) que de España salieron las falsas decretales de Isidoro Mercator? Con este juicio y esta noticia de las cosas de su tierra escribían aún los más doctos entre aquella pléyade de renovadores de la pura disciplina, asalariados por el cesarismo de Pombal y de Aranda.
En estas proposiciones se encierra la doctrina de la Demostración:
1.ª Confirmar el metropolitano a los obispos de su provincia es derecho de institución apostólica, confirmado por muchos concilios generales, desde el Niceno I hasta el Lateranense IV, y por muchos antiguos sínodos provinciales de África, de Francia y de España.
2.ª Este mismo privilegio o regalía fue confirmado por los romanos pontífices desde el siglo V hasta el XII.
3.ª Se conservó aún por las Decretales de Gregorio IX y por el Sexto de las Decretales, por las Clementinas y Extravagantes.
4.ª Por más de doce siglos, los obispos de Portugal fueron siempre sufragáneos de los metropolitanos del mismo reino y no del papa.
5.ª La ordenación de los metropolitanos, tanto por el derecho antiguo de los cánones como por el nuevo de las Decretales, corresponde al sínodo de la provincia.
6.ª. No era el palio quien daba la jurisdicción a los metropolitanos sino el sínodo provincial cuando confirmaba su elección.
7.ª Sólo por las nuevas reglas de la Cancillería Apostólica, cuyo origen pone Pereira en tiempo de Clemente VI, comenzaron a reservar los papas el derecho de confirmación.
8.ª Fuesen cuales fuesen los pretextos y causas de las reservas, no podían los papas abrogar de motu proprio la antigua disciplina.
9.ª De la tolerancia de los obispos y condescendencia de los reyes saca todo su valor la presente disciplina de reservas; y así, hallando en ella inconvenientes, pueden unos y otros reclamar, y resistir los obispos, como celadores de los cánones y de sus derechos; los reyes, como protectores de los cánones y de los obispos.
Aparte de esta argumentación, el autor defiende en varios lugares del libro la soberana potestad de los príncipes seculares en materias temporales, entiendo esta palabra en sentido latísimo, hasta incluir las cosas espiritualizadas; el derecho universal de patronato y nombramiento de obispos que les compete, como atributo inseparable de la majestad y no por privilegio o concesión apostólica, y la suprema autoridad del príncipe sobre los bienes eclesiásticos y hasta para la reforma del clero.
Trituró tales doctrinas provocantes al cisma el cardenal Inguanzo en su admirable y harto olvidado Discurso sobre la confirmación [419] de los obispos (2236), donde, comenzando por sentar, cual hecho histórico innegable, que los metropolitanos habían ejercido legítimamente la facultad de confirmar obispos en distintas épocas de la Iglesia, se remontó a la fuerza y origen de este derecho, que no es otro que la jurisdicción delegada. ¿De qué sirve reconocer el primado, si una a una se le niegan todas sus prerrogativas? La jurisdicción universal de los apóstoles no pasó a sus sucesores; sólo el primado de San Pedro tiene promesa de perenne duración en las Escrituras; sólo él es inmediatamente de derecho divino, y de él procedieron como mandatarios los primeros obispos y el orden y forma de la Iglesia: Episcoporum ordinatio et Ecclesiae ratio, que dice San Cipriano (ep. 27 De lapsis). Los patriarcados, los arzobispados, son instituciones de derecho humano, sin más autoridad sobre los demás obispos que la que el papa quiere concederles. Si hubo cánones y concilios que les dieron grande autoridad, otros pudieron quitársela, porque unas leyes derogan otras, y esa potestad no era esencial ni irrevocable. Ni es cierto tampoco que se la diesen los concilios, pues el mismo de Nicea no hace más que sancionar la tradición antigua y apostólica: Antiqui mores serventur, cuyo origen ha de buscarse en San Pedro, que estableció los dos primeros patriarcados de Oriente. El papa, sin contradicción de nadie, delegaba vicarios a las iglesias griegas y latinas. No se hable de independencia de la nuestra, como no nos empeñemos en borrar de nuestra historia la apelación de Basílides, las dos decretales de Hormisdas nombrando vicarios a los obispos de Sevilla y Tarragona y decidiendo consultas suyas; la decretal de Siricio a Himerio Tarraconense Salubri ordinatione disposita, y cuyo cumplimiento se encarga lo mismo a los prelados de la Cartaginense que a los béticos, lusitanos y galaicos; la de Inocencio I anulando las elecciones anticanónicas de Rufino y Minicio; la de San León el Magno sobre el caso de los priscilianistas; el recurso de los obispos de la provincia cartaginense al papa San Hilario contra los desmanes de Silvano, que ordenaba obispos auctoritate propria; la causa del obispo de Málaga Ianuario, absuelto por Juan Defensor, a quien comisionó para ella San Gregorio el Magno, y a este tenor otros casos infinitos, en que los romanos pontífices aparecen interviniendo en la institución, destitución y traslación de obispos y en todo género de causas mayores. Y después que volvieron a la Iglesia romana, raíz y matriz de la Iglesia católica, como hermosamente dice San Cipriano, las facultades que ella en otro tiempo concedió a los metropolitanos, a nadie se le ocurrió invocar soñados derechos de reversión, reclamando lo que por su naturaleza había sido accidental y transitorio; y no se diga que en circunstancias difíciles puede tolerarse que confirmen los metropolitanos porque [420] esto sería abrir la puerta para que todo gobierno hostil a la Iglesia, en el solo hecho de cortar las relaciones con Roma, pudiera introducir en la disciplina la confusión más espantosa, llenando la Iglesia de intrusiones y de escándalos. «No consiste el bien de la Iglesia en tener obispos como quiera -prosigue Inguanzo-, sino en tenerlos de modo que no peligre la unidad.» Tal es el nervio de la argumentación de Inguanzo, el primero de nuestros canonistas que osó romper con la detestable tradición galicana y jansenística del siglo XVIII, poniendo de manifiesto cuán monstruosa contradicción era reclamar para los metropolitanos el derecho de confirmación, mientras que se negaba u oscurecía el antiguo e inconcuso de la elección de los obispos por el clero y el pueblo.
Tornemos a la historia de Portugal, que ya es hora de conocer al sanguinario ejecutor (de las teologías de Pereira. Fue éste Sebastián José de Carvalho y Mello, después conde de Oeiras y a la postre marqués de Pombal, tipo de excepcional perversidad entre los muchos estadistas despóticos, fríos y cautelosos que abortó aquella centuria. Pondérense en buena hora los adelantos materiales que Portugal le debe: la suntuosa reedificación de la parte baja de Lisboa después del terremoto de 1755; el establecimiento del Depósito público; la reforma de la Junta de Comercio; la apertura del canal de Oeiras; la institución de la Compañía General de las Viñas del Alto Duero; la fundación del Real Colegio de Nobles y de la Escuela de Comercio y de muchas cátedras de humanidades; y, sobre todo, la abolición de la esclavitud en el continente portugués. Pero ¿qué vale todo esto enfrente del inmenso desastre que en las costumbres, en las creencias y en el modo tradicional de ser del pueblo lusitano produjo aquella política, no ya desatentada, sino diabólica? Hoy es el día en que más se sienten los efectos de aquel régimen, que, empezando por dar a Portugal un esplendor ficticio, acabó por anularle sin remisión y convertirle en el país más progresista de la tierra, en el sentido grotesco que tirios y troyanos damos en España a esta palabra. Por más que la erudición y la crítica moderna, no ya de católicos, sino de racionalistas y protestantes, haya disipado todas las nieblas de odio y de ignorancia acumuladas contra las órdenes religiosas y contra Roma, todavía se está en Portugal (2237) a la altura de la Enciclopedia, todavía se maldice en roncas voces a los jesuitas, y se tiene por evangelio la Tentativa, de Pereira, y a Pombal se le venera poco menos que como redentor y mesías de su raza. Y, sin embargo, Pombal no respetó ni uno solo de los elementos de la antigua Constitución portuguesa, ni una sola de las veneradas costumbres de la tierra; quiso implantar a viva fuerza lo bueno y lo malo que veía aplaudido en otras partes; gobernó como un visir otomano e hizo pesar por igual su horrenda [421] tiranía sobre nobles y plebeyos, clérigos y laicos. Hombre de estrecho entendimiento, de terca e imperatoria voluntad, de pasiones mal domeñadas, aunque otra cosa aparentase; de odios y rencores vivísimos, incapaz de olvido ni misericordia, en sus venganzas insaciable, como quien hacía vil aprecio de la sangre de sus semejantes; empeñado en derramar a viva fuerza y por los eficaces medios de la cuchilla y de la hoguera la ilustración y la tolerancia francesas; reformador injerto en déspota; ministro universal empeñado en regular lo máximo como lo mínimo con ese pueril lujo de arbitrariedad que ha distinguido a ciertos tiranuelos de América, v. gr., al Dr. Francia, dictador del Paraguay, ejerció implacable una tiranía a veces satánica y a veces liliputiense. Abatió al clero por odio a Roma y al catolicismo, como quien había bebido las máximas de la impiedad en los libros de los enciclopedistas, por cuyos elogios anhelaba y se desvivía. Abatió la nobleza, no por sentimientos de igualdad democrática, muy ajenos de su índole, sino por vengar desaires de los Tavoras, que habían negado a su hijo la mano de una heredera suya. La historia de la expulsión de los jesuitas de Portugal parece la historia de un festín de caníbales.
¡Y también es extraño que comenzase la expulsión por aquel país predilecto de la Compañía, y que sólo la debía beneficios! En otras partes, en Francia sobre todo, clamaban contra ella los insaciados odios jansenistas; pero en nuestra Península, en Portugal sobre todo, apenas era conocida de nombre aquella secta. De los protestantes no se hable. ¿Qué causa movió, pues, a nuestros gobernantes a hacerse solidarios de las venganzas de Port-Royal? Una sola: el enciclopedismo que ocultamente germinaba en las regiones oficiales, y que para descatolizar a las naciones latinas quería ante todo exterminar esa legión sagrada en cuyas manos estaba la enseñanza, que era preciso arrancarles a toda costa para infiltrar el espíritu laico en las generaciones nuevas. El pretexto no importaba: por fútil que pareciese, era bueno; si los pueblos no querían ni solicitaban tal expulsión, para eso tenían los reyes la espada del poder absoluto y la lengua asalariada de escritores sin conciencia, que calumniasen a las víctimas y entonteciesen al vulgo espectador. Entonces salieron a la arena todas las multiformes y portentosas invenciones que, desde Scioppio hasta Pascal, había engendrado la malignidad, el fervor de la controversia, el espíritu sectario y la mal regida saña. Entonces volvieron a estar en boga las Provinciales, libro admirable por el estilo (primer modelo de prosa francesa, tersa, viva, elegante y grave aun en medio de las burlas) y torpísimo por la intención; monumento insigne de mala fe, en el cual míseramente se empleó y se perdió un entendimiento nacido para ser gloria de la ciencia católica si no hubiera sido tan desalentado, escéptico y pesimista aun dentro de su fe, y, sobre todo, si no se hubiera rebajado hasta servir de testaferro a las mañosas falsificaciones y al ergotismo hipócrita de una secta. [422] Por de contado que, aun dando de barato la legitimidad de los textos, las Provinciales o no probaban nada o mucho más allá de lo que Pascal hubiera querido; ni era lícita forma de ataque desenterrar de unos cuantos casuistas opiniones laxas o extravagantes y achácaselas a toda la Compañía, como si esta debiera responder de todo lo que sus miembros habían escrito durante dos siglos y como si no pudieran entresacarse otras proposiciones semejantes, y más graves y en mayor número, de moralistas de otras órdenes o de escritores seculares. Pero la ligereza de los franceses se dio por contenta, como siempre, con que se la hiciera reír; el estilo lo cubrió todo, como el pabellón protege la mercancía, y quedaron proverbiales los cuentecillos y ocurrencias de Pascal, en otras cosas tan tétrico y solemne, sobre Escobar y Busembaum. ¡Terrible don el del ingenio cuando se prostituye a la mentira y a la detracción!
En otras partes donde las gracias de Pascal no hacían tanta gracia traducidas, las Provinciales pasaron sin provocar tantos entusiasmos y exclamaciones ponderativas; y eso que los jansenistas tuvieron cuidado, muy desde el principio, de traducirlas a diversas lenguas y aun de hacer de ellas ediciones poliglotas, en las cuales figura una versión castellana del Sr. Gracián Cordero, de Burgos, personaje no sé si real o mítico, puesto que no he podido identificarle. Esto en el siglo XVIII en que los jesuitas tenían dentro de España muy pocos, pero muy encarnizados enemigos, por la mayor parte prófugos de la Compañía, como lo fue el Dr. Juan del Espino, natural de Vélez, Málaga, que en la Anti-epitomología y en varios Memoriales, impresos entre 1642 y 1643, los delató y persiguió ante el Tribunal de la Inquisición, llevando luego la causa a Roma con tenacidad extraordinaria y colmándolos de injurias, muchas de las cuales, no sé si por coincidencia, han pasado a las Provinciales, debiendo advertirse que la guerra del Dr. Espino contra el P. Poza primero, y luego contra toda la Compañía, fue guerra, aunque violenta, franca y a cara descubierta, y no alevosa, traicionera y de libelos anónimos, como la de Pascal y Nicole.
Queríase a toda costa acabar con los jesuitas, y cuando el siglo XVIII vino aunáronse para la común empresa jansenistas y filósofos. El impulso venía de Francia. Salieron a relucir el probabilismo, el regicidio, los ritos chinos y malabares, el sistema molinista de la gracia; y juntamente con esto se les acusó de comerciantes y hasta de contrabandistas, de agitadores de las misiones del Paraguay y de mantener en santa ignorancia a los indios de sus reducciones para eternizar allí su dominio. Dio calor a estas murmuraciones la resistencia de los colonos del Río de la Plata a consentir en el tratado de límites ajustado entre España y Portugal, mediante el cual cedíamos las siete misiones del Uruguay a cambio de la colonia del Sacramento, entrando en el trueque no sólo el país, sino los habitantes, como si fuesen rebaños de carneros. Los indios se sublevaron en número de [423] 15.000 después de haber protestado contra la cesión, pero pronto dieron cuenta de aquella turba indisciplinada las fuerzas combinadas de Portugal y España, dirigidas por Gomes Freyre de Andrade, dejando en el campo 2.000 cadáveres de insurgentes (2238). Y, aunque la hazaña no tenía nada de épica, mereció ser cantada por un poeta brasileño de grandes alientos, José Basilio de Gama, novicio de los jesuitas, renegado después de la Orden, y, por ende, favorito de Pombal, que le dio carta de nobleza e hidalguía y le hizo secretario suyo y oficial del Ministerio de Negocios Extranjeros. Su poema titulado Uruguay (2239),escrito en versos sueltos, armoniosos y de construcción elegantísima, no basta a cubrir y hacer perdonar, con hermosos detalles descriptivos de costumbres de los indígenas y de la naturaleza americana, la repugnancia que inspira ver a un jesuita pagado por los verdugos de su gente para insultar en buenos versos a sus hermanos. Sobre todo, el libro 5 es intolerable e indigno del ternísimo cantor de la muerte de Lindoya.
La muerte de D. Juan V en 1750 y el advenimiento al trono de José I, monarca imbécil, cuyo único acto conocido es haber nombrado ministro a Pombal, poniéndose a ciegas en sus manos, hizo que el tratado no se llevara a ejecución y que la colonia del Sacramento, activo foco de contrabando, quedase en poder de los portugueses. Díjose por de contado en Lisboa y en Madrid que los jesuitas habían tenido la culpa de todo, excitando a los indígenas a la revuelta, y hasta se esparció la voz absurda de que intentaban hacerse independientes en el Paraguay, eligiendo por rey a uno de ellos con nombre de Nicolás I.
Pombal comenzó la guerra contra la Compañía quejándose a Benedicto XIV de los sucesos de América e impetrando de él un breve para que el cardenal Saldanha visitara las misiones del Brasil y las reformase (1755). Pero todo esto era muy lento y de resultado inseguro, por lo cual Pombal imagino complicar a los jesuitas en una trampa diabólica, que le iba a dar fácil venganza de otros enemigos suyos.
En la noche del 3 de septiembre de 1758 volvía el rey José a su palacio desde el de la marquesa de Tavora, con quien parece sostenía tratos amorosos. Acompañábale un solo gentilhombre de cámara, dicho Pedro Texeira. De improviso, tres hombres a caballo se acercaron al coche e hicieron tres disparos, quedando el rey herido en un brazo. La noticia consternó al pueblo de Lisboa, y díjose de público que el duque de Aveiro y sus criados habían sido autores del atentado por cuestión de celos del susodicho duque.
Así corrieron más de tres meses sin hacerse luz en aquel misterioso caso, hasta que en la mañana del 13 de diciembre fueron reducidos a prisión, con grande estrépito y aparato de fuerza, algunos señores de las principales familias del reino, al [424] mismo tiempo que, con general asombro, aparecieron cercadas de gente armada las casas y colegios de los jesuitas, cuyos papeles se recogieron y a quienes se conminó con gravísimas penas si intentaban salir de sus aposentos. El mismo día se publicó una especie de manifiesto excitando a los habitantes de Lisboa a delatar cuanto supiesen de los regicidas.
Pombal saltó por todas las formas legales, y, no encontrando dócil instrumento en el procurador fiscal, Antonio de Costa Freyre, no sólo le apartó de la sumaria, sino que le procesó como cómplice de los reos, formó un tribunal especial para juzgarlos, o más bien los juzgó y condenó él por sí mismo, prodigó con bárbaro lujo el tormento, y, después de infinitas iniquidades, dictó en 12 de enero de 1759 la sentencia (2240), que es el mayor padrón de ignominia para su memoria. En ella se dice que, el duque de Aveiro, D. José Mascarenhas, descontento por haber perdido la influencia que él y los suyos habían tenido en el reinado anterior, se dejó arrastrar del espíritu diabólico de soberbia, ambición e ira implacable contra la augustísima y beneficentísima persona de Su Majestad, para lo cual se puso de acuerdo con los jesuitas, hombres apestados y enemigos del feliz y glorioso Gobierno de Su Majestad, teniendo con ellos frecuentes conventículos en el colegio de San Antonio y en la casa profesa de San Roque y asegurándole ellos que el matar al rey no era pecado ni venial siquiera. Que luego entró en la conspiración D.ª Leonor, marquesa de Tavora (a pesar de la natural y antigua aversión que había entre la marquesa y el reo), asimismo impulsada por los jesuitas, y especialmente por el P. Malagrida, bajo cuya dirección había hecho ejercicios espirituales en Setúbal. Que ella persuadió a su marido, Francisco de Asís de Tavora y a sus hijos, Luis Bernardo y José María, y a su yerno, el conde de Atouguía, y a varios criados suyos, así como el duque de Aveiro a otros de su casa, que dispararon los dos sacrílegos y execrables tiros.
Los fundamentos con que se acusa de complicidad a los jesuitas son de lo más horriblemente peregrino que puede darse. A ellos ni siquiera se les había interrogado sobre el crimen del 3 de septiembre, cuanto más juzgarlos, y, sin embargo, se da por sentado que fueron instigadores de él, porque sola su ambición de adquirir dominios en el reino podía ser proporcional y comparable con el infausto atentado. ¿Hase visto más estúpida y ramplona iniquidad que llamar a esto no sólo presunción jurídica, sino prueba incontestable según derecho?
Son horrendos los refinamientos de crueldad de la sentencia. Condénase al duque de Aveiro a que, «asegurado con cuerdas y con el pregonero delante, sea conducido a la plaza llamada de Caes, en el barrio de Belem, y, después de quebrarle las [425] piernas y los brazos, sea expuesto sobre una rueda, para satisfacción de los vasallos presentes y futuros de este reino, y... en seguida se le queme vivo con el cadalso en que fuere ajusticiado, que se reduzca todo a cenizas y polvo, que deberán arrojarse al mar». Y para borrar del todo su nombre de la memoria de las gentes, se manda arrancar y picar sus escudos de armas, destruir sus casas, y sembrar de sal los solares, y cancelar y anular todos sus títulos de propiedad.
A iguales penas, jamás hasta entonces oídas en Portugal, se condenó a todos los restantes, Tavoras y Ataydes y a sus criados. Sólo se exceptuó de la pena de fuego a la marquesa D.ª Leonor, condenándola solamente (así dice la sentencia), a ser decapitada y arrojadas al mar las cenizas, eximiéndola, por justas consideraciones, de las mayores y más graves penas que merecía por sus delitos.
Y es lo singular que a los tres jesuitas, Gabriel Malagrida, Juan de Matos y Juan Alejandro, a quienes en un documento judicial de esta naturaleza se califica de autores y sugestores del regicidio, no vuelve a mencionárselos en el proceso, donde mañosamente se calla la explícita retractación que el duque de Aveiro y los demás hicieron antes de morir de las declaraciones arrancadas contra ellos por el tormento.
Entre tanto, Pombal preparaba la opinión y hacía atmósfera, como ahora se dice, contra los jesuitas, esparciendo innumerables libelos, que pagaba con larga mano (2241)y (2242). Entregó al padre Malagrida a la Inquisición, compuesta ya de hechuras suyas, y le hizo condenar, por visionario, iluminado y seudoprofeta, a la muerte en hoguera, saliendo encorozado a un auto de fe.
En 19 de enero, siete días después de la truculenta sentencia que acabamos de ver, se expidió un decreto confiscando todos los bienes y temporalidades de los jesuitas en Europa, en Asia y en América y ordenando su venta en pública subasta, al mismo tiempo que se hacía salir a los jesuitas de sus colegios para distribuirlos en varios conventos de regulares (2243).
En 20 de abril, José I, o séase Pombal, participaba al papa [426] ClementeXIII (Rezzonico), recién exaltado a la Cátedra de San Pedro, su soberana voluntad de expulsar a los jesuitas como incompatibles con la tranquilidad del Estado.
Entre tanto, la enajenación de los bienes seguía, y el tribunal de la Inconfidenza o de sospechosos iba sepultando en las cárceles a todos los que pasaban por amigos o parciales de los jesuitas.
El papa concedió en 11 de agosto de 1759 un breve que el rey solicitaba para proceder contra los regulares en crimen de lesa majestad, pero encargando que se hiciera escrupulosa distinción entre los culpados y el instituto a que pertenecían. No satisfizo a Pombal el breve, retuvo las letras apostólicas y procedió ab irato al extrañamiento de los jesuitas, que comenzó en la noche del 16 de septiembre, embarcando a 113 en una nave ragusea con rumbo a Civita-Vecchia para que el papa los mantuviese.
El 5 de octubre de 1759 se fijó en las iglesias un edicto del cardenal Saldanha, patriarca de Lisboa, por el cual se participaba a los súbditos de Su Majestad fidelísima que desde aquella fecha quedaban «exterminados, desnaturalizalos, proscritos, y expelidos» los Padres de la Compañía como rebeldes públicos, traidores, enemigos y agresores actuales y pretéritos contra la real persona y sus estados; vedándose, so pena de muerte, toda comunicación verbal o escrita con ellos; de cuyas draconianas disposiciones sólo se exceptuaba a los novicios, «por no ser verosímil que se hallasen iniciados todavía en los terribles secretos de la Compañía». Pombal tenía la monomanía antijesuítica; hasta había querido atribuirles en 1756 el motín de Oporto, promovido por los cosecheros de vino contra la Sociedad del Alto Duero, que él protegía y de que era accionista.
No todos los obispos portugueses asintieron dóciles a aquella cínica violación de todo derecho. Protestaron el arzobispo de Bahía y los obispos de Cangranor y Cochin, haciendo patente la ruina que aquella expulsión iba a traer sobre las misiones. Pero Pombal, que no entendía de réplicas, los extrañó inmediatamente y los privó de sus temporalidades.
Tras esto vino la expulsión del nuncio, la ruptura con la Santa Sede, la publicación semioficial de las obras de Pereira, la prohibición de las bulas, In Coena Domini Apostolicum pascendi munus y Animarum salutis; el quitar a la Inquisición la censura de los libros, ordenando la creación de la Real Mesa Censoria, que prohibió todo género de obras compuestas por los jesuitas, dejando circular libremente muchas de los enciclopedistas; y, finalmente, la ridícula providencia de mandar borrar en los calendarios los nombres de San Ignacio, San Francisco Javier y San Francisco de Borja. La enseñanza se confió a maestros laicos, jansenistas o volterianos; penetraron en Coímbra todo género de novedades, hasta hacer de aquella Universidad un foco revolucionario, como veremos en el capítulo que sigue, [427] y de tal manera se persiguió la memoria de los jesuitas, que la mayor parte de los libros publicados por ellos en Portugal en los dos siglos anteriores son hoy rarezas bibliográficas. ¡Tal fue la destrucción de ellos! Ni siquiera acertó Pombal a proteger las letras, y, si gustó de la empalagosa retórica de Cándido Lusitano y de las pastorales de la Arcadia lisbonense, nunca olvidará la posteridad que persiguió con intolerancia de déspota ignorante y dejó morir en un calabozo al Horacio portugués, Pedro Correa Garçao, el poeta más de veras que había en la España de entonces.
Nada violento permanece, y muchas de aquellas reformas, no orgánicas, sino impuestas por la fuerza, cayeron apenas murió el rey José, a quien había tenido como secuestrado Pombal, y le sucedió su hija D.ª María I la Piadosa en 29 de febrero de 1777. Entonces se abrieron las puertas de las cárceles para las numerosas víctimas de Pombal, que llegaron a 800, de ellos 60 jesuitas, únicos supervivientes entre tantos como habían perecido por la espada de la ley o al rigor de los tormentos. Obtuvieron proceso de rehabilitación los Tavoras en 10 de octubre de 1780, a solicitud del marqués de Alorna (padre de la célebre poetisa Leonor de Almeida, conocida entre los Arcades por Alcipe), principal representante de la casa, y en 7 de abril de 1781 fue reconocida la inocencia de todos los condenados en la sentencia de 1759, rehabilitada su memoria y declarado nulo el proceso por los patentes vicios legales que entrañaba. Volvieron a sus diócesis los obispos de Coímbra, Marañón, et caetera, extrañados y encarcelados en tiempo de Pombal por sus vigorosas protestas. La reparación fue aún más adelante; suprimido el tribunal de policía o de inconfedenza y examinados sus procesos, reconocióse pública y solemnemente la inocencia de más de 3.970 personas vejadas y oprimidas por Pombal sin forma de juicio. Aun nos parece leve el castigo del autor de tales tropelías, puesto que se contentó la reina con separarle de sus cargos y desterrarle a 20 leguas de la corte (decreto de 16 de agosto de 1781) por haberse atrevido a publicar una apología de su Gobierno. El disgusto y la vejez le acabaron al poco tiempo; murió en 1782, y los enciclopedistas le pusieron en las nubes «por haber librado a Portugal de los granaderos del fanatismo y de la intolerancia»: frase de D'Alembert.
- II -
Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. -Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. -Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. -El pase regio. -Libro de Campomanes sobre la «regalía de amortización».
«En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cogimos; no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». [428]
Con estas graves y lastimeras palabras se quejaba en 1813 el cardenal Inguanzo, y ellas vienen como nacidas para encabezar este relato, en que trataremos de mostrar el oculto hilo que traba y enlaza con la revolución moderna las arbitrariedades oficiales del pasado siglo.
De Carlos III convienen todos en decir que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, Y aunque terco y duro, bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma, con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o Federico II de Prusia (2244). Pues qué, ¿basta decir, como Carlos III decía a menudo, «no sé cómo hay quien tenga valor para cometer de, liberadamente un pecado aun venial»? ¿Tan leve pecado es en un rey tolerar y consentir que el mal se haga? ¿Nada pesaba en la conciencia de Carlos III la inicua violación de todo derecho cometida con las jesuitas? ¿Qué importa que tuviera virtudes de hombre privado y de padre de familia y que fuera casto y sobrio y sencillo, si como rey fue más funesto que cuanto hubiera podido serlo por sus vicios particulares? Mejor que él fue Felipe III, y más glorioso su reinado en algunos conceptos, y, sin embargo, no le absuelve la historia, aun confesando que hubiera sido excelente obispo o ejemplar prelado de una religión, así como de Carlos III lo mejor que puede decirse es que tenía condiciones para ser un especiero modelo, un honrado alcalde de barrio, uno de esos burgueses, como ahora bárbaramente dicen, muy conservadores y circunspectos, graves y económicos, religiosos en su casa, mientras dejan que la impiedad corra desbocada y triunfante por las calles.
A pesar de su fama, tan progresista como su persona, Carlos III es de los reyes que menos han gobernado por voluntad propia. En negocios eclesiásticos nunca la tuvo mas que para la simpleza del hermano Sebastián. Empezó por conservar al último ministro de su hermano, al irlandés don Ricardo Wall, enemigo jurado del marqués de la Ensenada, del P. Rábago y [429] de los jesuitas, a quienes había atusado de complicidad en las revueltas de Paraguay. Así es que uno de los primeros actos del nuevo rey fue pedir a Roma (en 12 de agosto de 1760) la beatificación del venerable obispo de la Puebla de los Ángeles, D. Juan de Palafox y Mendoza, célebre, más que por sus escritos ascéticos y por la austeridad de su vida y por sus popularísimas notas, a veces harto impertinentes, a las cartas de Santa Teresa, por las reñidas y escandalosas cuestiones que en América tuvo con los jesuitas sobre exenciones y diezmos. De aquí que su nombre haya servido y sirva de bandera a los enemigos de la Compañía y que sobre su proceso de beatificación se hayan reñido bravísimas batallas, dándose en el siglo XVIII el caso, no poco chistoso, de ser volterianos y librepensadores los que más vociferaban y más empeño ponían en la famosa canonización.
Carlos III, no contento con la carta postulatoria, mandó al inquisidor general, D. Manuel Quintano y Bonifaz, arzobispo de Farsalia, quitar del Índice algunas obras de Palafox que habían sido prohibidas por edicto de 13 de mayo de 1759.
Por entonces obedeció el inquisidor general, dio nuevo edicto, revocando el primero, en 5 de febrero de 1161; pero el conflicto entre la Inquisición y el poder real quedó aplazado y no tardó en estallar con otro motivo. Entre tanto comenzó a ponerse en vigor el concordato de 1737 en lo relativo al subsidio eclesiástico y contribuciones de manos muertas.
Instigador oculto de toda medida contra el clero era el marqués Tanucci, ministro que había sido en Nápoles de Carlos III, cuya más absoluta confianza disfrutó siempre y de quien diariamente recibía cartas y consultas. Tanucci era un reformador de la madera de los Pombales, Arandas y Kaunitz; en la Universidad de Pisa, donde fue catedrático, se había distinguido por su exaltado regalismo y en Nápoles mermó cuanto pudo el fuero eclesiástico y el derecho de asilo; incorporó al real erario buena arte de las rentas eclesiásticas; formó un proyecto más amplio de desamortización, que por entonces no llegó a cumplido efecto, y ajustó con la Santa Sede (aprovechándose del terror infundido por la entrada de las tropas españoles en 1736) dos concordias leoninas, encaminadas sobre todo a restringir la jurisdicción del nuncio. No contento con esto, atropelló la del arzobispo de Nápoles por haber procedido canónicamente contra ciertos clérigos y le obligó a renunciar la mitra.
Tal era él consejero de Carlos III; y su influencia, más o menos embozada, no puede desconocerse en el conjunto de la política de aquel reinado. Si Tanucci hubiera estado en España, quizá, según eran sus impetuosidades ordinarias, habría comenzado por dar al traste con la Inquisición. Pero Carlos III no se atrevió a tanto. «Los españoles la quieren y a mí no me estorba», cuentan que contestó a Roda. Pero sus ministros la humillaron de tal modo, que a fines de aquel reinado no fue ya ni sombra de lo que había sido. [430]
Corría por entonces con mucho aplauso, sobre todo entre los sospechosos de galicanismo y jansenismo, cierta Exposición de la doctrina cristiana o Instrución sobre las principales verdades de la religión, publicada por primera vez en 1748 y varias veces reimpresa; su autor, el teólogo francés Mesenghi. La Congregación del Índice la prohibió en 1757, lo cual no fue óbice para que se estampasen dos versiones italianas-(1758 y 1760), suprimidos los párrafos en que más derechamente se atacaba la infalibilidad del papa. El autor suplicó a Clemente XIII que se hiciera nuevo examen del libro, y de nuevo salió condenado por mayoría de seis votos en la Congregación del Índice, que en 14 de junio de 1761 prohibió las traducciones italianas, como antes el original. Atribuyóse todo a amaños de los jesuitas, y Carlos III, que en teología debía ser fuerte, escribió a Tanucci: «No sé que hacen los jesuitas con ir moviendo tales historias, pues con esto siempre se desacreditan más y creo que tienen muy sobrado con lo que ya tienen» (2245).
Y no paró aquí la temeridad, sino que, habiendo recibido el arzobispo de Lepanto, nuncio de Su Santidad en Madrid, el breve condenatorio de Roma en 14 de junio de 1761, y transmitídole, según costumbre, al inquisidor general, Quintano Bonifaz, el rey, aconsejado por Wall y por el confesor Fr. Joaquín de Eleta, fraile gilito y luego obispo de Osma, a quien las memorias del tiempo llaman santo simple, prohibió la publicación del edicto y mandó recoger todos los ejemplares. ¿Quién eran Carlos III ni sus ministros ¡Dará impedir que tuvieran curso las censuras de Roma sobre un libro teológico de autor extranjero? ¡Qué impertinente y pueril abuso de fuerza! El inquisidor contestó que el edicto ya había empezado a circular por las parroquias de Madrid y que, de todas suertes, el mandato regio era irregular y contrario al honor del Santo Oficio y a la obediencia debida a la cabeza suprema de la Iglesia, y más en materia que toca a dogma de doctrina cristiana.
A esta reverente, pero firme exposición, contestó Wall en 10 de agosto con una de aquellas alcaldadas tan del gusto de españoles, mandando salir desterrado al inquisidor al monasterio de benedictinos de Sopetrán, trece leguas de la corte. Bonifaz, que no había nacido para héroe (¿y quién lo era en aquel miserable siglo?), se humilló, suplicó y rogó antes de veinte días, protestando mil veces de su fina obediencia a todas las voluntades de su rey y señor, pidiendo perdón de todo si la real penetración había notado proposición o cláusula que desdijese de su ciega sumisión a los preceptos soberanos. ¡Y este hombre era sucesor de los Deza, Cisneros, Valdés y Sandoval! ¡Cuánto había degenerado la raza!
Satisfecho de tal humillación, el rey le levantó el destierro y le permitió volver a su empleo (en 2 de septiembre) por su propensión a perdonar a quien confesaba su error e imploraba su [431] clemencia. Tan rastreros como su jefe estuvieron los demás inquisidores, y Carlos III, por primera vez en España, los conminó con el amago de su enojo en sonando inobediencia (8 de septiembre). Desde aquel día murió, desautorizado moralmente, el Santo Oficio.
No perdieron Wall y los suyos la ocasión de dar su bofetada a Roma. Quitóles el miedo la debilidad del nuncio, que también quiso sincerarse echando toda la culpa al inquisidor, so color de que él no había hecho más que atemperarse a las prácticas establecidas. Se pidió parecer al Consejo de Castilla, que en dos consultas, de 27 de agosto y 31 de octubre, sacó a relucir todas las doctrinas de Salgado de retentione, acabando por proponer la retención del breve y la publicación solemne de la pragmática del exequatur, sin que de allí en adelante pudieran circular bulas, rescriptos ni letras pontificias que no hubiesen sido revisadas por el Consejo, excepto las decisiones y dispensas de la Sacra Penitenciaría para el fuero interno. El exequatur se promulgó en 18 de enero de 1762, y por reales cédulas sucesivas se prohibí al Santo Oficio publicar edicto alguno ni índice expurgatorio sin el visto bueno del rey o de su Consejo, ni hacer las prohibiciones en nombre del papa, sino por autoridad propia. Al fin, el proyecto de Macanaz estaba cumplido.
A punto estuvieron de perder en un día los regalistas el fruto de tantos afanes, pero fue nube de verano y se deshizo pronto. Alarmada la conciencia de Carlos III por los escrúpulos de su confesor el P. Eleta, mandó dejar en suspenso la pragmática del exequatur año y medio después de haberse promulgado. Con esto el ministro Wall se creyó desairado e hizo dimisión de su cargo. Tanucci, Roda y sus amigos se lamentaron mucho del «terreno que iba perdiendo el rey en el camino de la gloria», y atribuyeron a las malas artes de Roma la caída de Wall.
Ni fue éste grande inconveniente, porque en aquella corte todos eran peores in re canonica. A Wall sucedieron dos italianos: Grimaldi y Esquilache (mengua grande de nuestra nación en aquel siglo andar siempre en manos de rapaces extranjeros), y, muerto a poco tiempo el marqués del Campo de Villar, ministro de Gracia y justicia, le sustituyó D. Manuel de Roda y Arrieta, que había sido agente de preces y luego embajador de España en Roma. Aragonés de nacimiento y testarudo en el fondo, no lo parecía en los modales, que eran dulces e insinuantes al modo italiano. Sabía poco y mal, pero iba derecho a su fin con serenidad y sin escrúpulos. Su programa podía reducirse a estas palabras: acabar con los jesuitas y con los colegios mayores. Llamábanle regalista, y no alardeaba él de otra cosa, pero su correspondencia nos le muestra a verdadera luz tal como era: impío y volteriano, grande amigo de Tanucci, de Choiseul y de los enciclopedistas.
Por el mismo tiempo llegó a la fiscalía del Consejo, puesto [432] de grande importancia desde los tiempos de Macanaz, otro fervoroso adalid de la política laica, menos irreligioso que Roda y de más letras que él: como que vino a ser el canonista de la escuela, representando aquí un papel semejante al de Pereira en Portugal. Era éste un abogado asturiano, D. Pedro Rodríguez Campomanes, antiguo asesor general de Correos y Postas y consejero honorario de Hacienda; varón docto no sólo en materias jurídicas, sino en las históricas, como lo acreditaban las Disertaciones sobre el orden y caballerías de los Templarios, que muy joven había dado a la estampa; sabedor de muchas lenguas, de lo cual eran clarísimo indicio su traducción del Periplo de Hannon (2246), acompañada de largos discursos sobre las antigüedades marítimas de la república de Cartago; y la versión que, juntamente con su maestro Casiri, hizo de algunos pedazos el libro árabe de agricultura de Ebn el Awam; economista conforme a la moda del tiempo y más práctico y útil que ninguno; insigne por su respuesta fiscal sobre la abolición de la tasa y libertad del comercio de granos y por lo que contribuyó a cercenar los privilegios del Honrado Consejo de la Mesta y abusos de la ganadería trashumante (causa en gran parte de la despoblación de España) y por la luz que dio a los escritos de antiguos economistas españoles, como Álvarez Ossorio y Martínez de la Mata, aún más que por sus propios discursos de la Industria popular y de la Educación Popular, que él mandó leer en las iglesias como libros sagrados, al modo que los liberales de Cádiz lo hicieron con su Constitución. Era época de inocente filantropía, en que los economistas (¡siempre los mismos!) creían cándidamente, y con simplicidad columbina, que con sólo repartir cartillas agrarias y fundar sociedades económicas iban a brotar, como por encanto, prados artificiales, manufacturas de lienzo y de algodón, compañías de comercio, trocándose en edenes los desiertos y eriales y reinando dondequiera la abundancia y la felicidad; esto al mismo tiempo que por todas maneras se procuraba matar la única organización del trabajo conocida en España, la de los gremios, a cuyas gloriosas tradiciones levantó Capmany, único economista de cepa española entre los de aquel tiempo, imperecedero monumento en sus Memorias históricas de la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona. Tenía Campomanes, en medio de la rectitud de su espíritu, a las veces muy positivo, un enjambre de bucólicas ilusiones, y esperaba mucho de los premios y concursos, de la introducción de artistas extranjeros, de los Amigos del País y de todos estos estímulos oficiales, tan ineficaces cuando el impulso no viene de las entrañas de la sociedad, a menos que nos contente un movimiento ficticio como el que ilustró los últimos años del siglo XVIII (2247). [433]
Como quiera, el amigo de Franklin, el corresponsal de la Sociedad Filosófica de Filadelfia, aún más que de economista y de reformador, tenía de acérrimo regalista. Salgado, por una parte, y Febronio, por otra, eran sus oráculos. Durante su fiscalía del Consejo fue azote y calamidad inaudita para la Iglesia de España.
Empezó por atacarla en sus bienes y facultad de adquirir, publicando el Tratado de la regalía de la amortización, en el cual se demuestra por la serie de las varias edades desde el nacimiento de la Iglesia, en todos los siglos y países católicos, el uso constante de la autoridad civil Para impedir las ilimitadas enajenaciones de bienes raíces en iglesias, comunidades y otras manos muertas, con una noticia de las leyes fundamentales de la monarquía española sobre este punto, que empieza con los godos y se continúa en los varios Estados sucesivos, con aplicación a la exigencia actual del reino después de su reunión y al beneficio común de los vasallos, obra estampada por primera vez en 1765 (Imprenta Real), muchas veces reimpresa después, invocada como texto por todos los desamortizadores españoles, prohibida en el Índice romano desde 1825 y refutada por el cardenal Inguanzo en su libro del Dominio de la Iglesia sobre sus bienes temporales. Es el de Campomanes libro de mucha erudición, pero atropellada e insegura, donde llega a citarse como ley de amortización un canon del concilio III de Toledo referente a los siervos del fisco. Campomanes con dificultad encontró aprobantes para su libro, pero al fin los venció la esperanza de futuras mercedes, y a uno de ellos, el escolapio padre Basilio de Santa Justa y Rufina, le valió su aprobación la mitra arzobispal de Manila, donde dejó triste fama de jansenista y creó el clero indígena, constante peligro para la integridad de la monarquía española, como lo han mostrado sucesos posteriores (2248).
Bueno será advertir que Campomanes no propone ni defiende el inicuo despojo que luego hizo Mendizábal, sino que se limita a recopilar las leyes antiguas que ponen tasa a las adquisiciones de manos muertas, y, apoyado siempre en el derecho positivo, intenta prevenirlas para en adelante, lo cual no dejaba de ser un ataque, aunque indirecto menos escandaloso, al derecho de propiedad, siendo vano subterfugio el decir que la ley no tendría por objeto prohibir a los eclesiásticos adquirir bienes raíces, sino prohibir a los seglares enajenárselos.
Con alguna mayor templanza sostuvo en el fondo las mismas [434] ideas el fiscal del Consejo de Hacienda, D. Francisco Carrasco, primer marqués de la Corona, si bien opinaba que para poner en práctica la regalía convendría solicitar la aprobación del Santo Padre.
Desde el momento en que (por el concordato de 1737) pagaban contribución los bienes eclesiásticos, era violación arbitraria e ilógica del derecho común prohibir de raíz las adquisiciones. Así lo hizo notar el otro fiscal del Consejo, don Lope de Sierra, sosteniendo además que las leyes de Castilla no podían aplicarse a Aragón ni a Cataluña y que era contradictorio limitar la amortización cuando no se limitaba el número de eclesiásticos seculares y regulares que de algún modo habían de asegurar su subsistencia (2249). Por entonces no se pasó adelante y la desamortización quedó en proyecto.
- III -
Expulsión de los jesuitas de España.
La conspiración de jansenistas, filósofos, parlamentos, universidades, cesaristas y profesores laicos contra la Compañía de Jesús proseguía triunfante su camino. El Parlamento de París había dado ya en 1762 aquel pedantesco y vergonzoso decreto (reproducido y puesto en vigor por un Gobierno democrático de nuestros días, para mayor vergüenza e irrisión de nuestra decantada cultura) que condena a los Padres de la Compañía de Jesús, como «fautores del arrianismo, del socinianismo, del sabelianismo, del nestorianismo..., de los luteranos y calvinistas..., de los errores de Wicleff y de Pelagio, de los semipelagianos, de Fausto y de los maniqueos..., y como propagadores de doctrina injuriosa a los Santos Padres, a los apóstoles y a Abrahám». ¡Miseria y rebajamiento grande de la Magistratura francesa, que claudicaba ya como vieja decrépita, a la cual bien pronto dieron los filósofos pago como suyo suprimiéndola y dispersándola y escribiendo sobre su tumba burlescos epitafios; que así galardona el diablo a quien le sirve!
El ministro Choiseul, grande amigo de nuestra corte, con la cual había ajustado; para desdicha nuestra, el pacto de familia, se empeñó en que aquí siguiéramos cuanto antes el ejemplo de Francia e hiciéramos lo que Roda llamaba grotescamente la operación cesárea.
Hoy no es posible dudar de la mala fe insigne con que se procedió en el negocio de los jesuitas. En varias memorias del tiempo nada favorables a ellos, y especialmente en el manuscrito titulado Juicio imparcial, que algunos atribuyen al abate Hermoso (2250), [435] están referidos muy a la larga los amaños de pésima ley con que se ofuscó el entendimiento y se torció la voluntad de Carlos III.
La guerra más o menos sorda contra los jesuitas había comenzado entre los palaciegos de Fernando VI con ocasión de las turbulencias del Uruguay. El habilidoso Wall y los suyos consiguieron separar del real confesonario al P. Rábago con ayuda del embajador inglés, M. Keene, y de Pombal, que acusaron al confesor de fomentar la rebelión de los indios. Así lograron su triunfo segundo los partidarios de la alianza inglesa, como habían logrado el primero con la caída de Ensenada, que pasaba por amigo de los jesuitas.
Algo parecieron cambiar las cosas con el advenimiento del nuevo rey, pues, aunque su desafecto a los Padres era evidente, algo le contrarrestaban la influencia de la reina madre Isabel Farnesio y la de la reina Amalia, sin contar con la muy escasa del marqués de Campo-Villar, ministro de Gracia y Justicia, más de nombre que de hecho. Pero todos los demás aúlicos que rodeaban al rey eran enemigos, más o menos resueltos, de la Compañía, especialmente los extranjeros Wall, Esquilache y Grimaldi, el duque de Alba y el famoso Roda, protegido suyo, los cuales poco a poco y cautelosamente iban ganando terreno, como bien a las claras se mostró en ciertas providencias dirigidas contra los jesuitas de Indias. Al mismo tiempo, y ya muy despejado el camino, con la muerte de la reina y la del ministro de Gracia y Justicia, comenzó Roda a llenar los consejos y tribunales de abogados de los llamados manteístas, especie de mosquetería de las universidades, escolares aventureros y dados a aquellas novedades y regalías con que entonces se medraba y hacía carrera, al revés de los privilegiados colegios mayores, grandes, adversarios de toda innovación, y a quienes se acusaba, con harta justicias, de tener monopolizados los cargos de la magistratura y de haber introducido en nuestras escuelas un perniciosísimo elemento aristocrático contrario de todo en todo a las intenciones de sus fundadores. Roda odiaba estos institutos de enseñanza todavía más que a los jesuitas, y de él decía donosamente Azara que «por el un cristal de sus anteojos no veía más que jesuitas, y por el otro, colegiales mayores». Al mismo tiempo comenzaron a ser presentados para las mitras los eclesiásticos más conocidos por su siniestra voluntad contra los hijos de San Ignacio. Se hizo creer al P. Eleta, confesor del rey, que los jesuitas intrigaban para desposeerle de su oficio, y, con el [436] cebo de conservarle, entró, más por la flaqueza de entendimiento que por malicia, en la trama que diestramente iban urdiendo Roda, el duque de Alba y Campomanes.
Sobrevino entre tanto el ridículo motín llamado de Esquilache y también de las capas y sombreros (domingo de Ramos de 1766), que puede verse larga y pesadamente descrito en todas las historias de aquel reinado, sobre todo en la de Ferrer del Río, modelo de insulsez y machaqueo. Los enemigos de los jesuitas asieron aquella ocasión por los cabellos para hacer creer a Carlos III que aquel alboroto de la ínfima ralea del pueblo, empeñada en conservar sus antiguos usos y vestimentas, mal enojada con la soberbia y rapacidad de los extranjeros y oprimida por el encarecimiento de los abastos; que aquella revolución de plazuela, que un fraile gilito calmó, y los sucesivos motines de Zaragoza, Cuenca, Palencia, Guipúzcoa y otras partes habían sido promovidos por la mano oculta de los jesuitas no por el hambre nacida de la tasa del pan y por el general descontento contra la fatuidad innovadora de Esquilache. Calumnia insolente llamo a tal reputación el autor del Juicio imparcial, y a todos los contemporáneos pareció descabellada, arrojándose algunos a sospechar que el motín había sido una zalagarda promovida y pagada por nuestros ministros y por el duque de Alba con el doble objeto de deshacerse de su cofrade Esquilache y de infamar a los jesuitas. No diré yo tanto, pero sí que en la represión del motín anduvieron tan remisos y cobardes como diligentes luego para envolver en la pesquisa secreta a los Padres de la Compañía, y aun a algunos seglares tan inocentes de aquella asonada y tan poco clericales en el fondo como el erudito D. Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, y los abates Gándara y Hermoso, montañés el primero y conocido por sus Apuntes sobre el bien y el mal de España, americano el segundo y nada amigo de la Compañía. Ni aun con procedimientos inicuos y secretos, donde toda ley fue violada, resultó nada de lo que los fiscales querían, porque una y otra vez declararon los tres acusados, especialmente Hermoso, que el motín había sido casual, repentino, y sin propósito deliberado; todo lo cual y la reconocida inculpabilidad del pobre abate no bastó para calmar la ciega saña de los pesquisidores, burlados en su esperanza de tropezar con alguna sotana jesuítica. Pero a lo menos tuvieron la bárbara satisfacción de dejar morir a Gándara en la ciudadela de Pamplona, de enviar a presidio por diez años al insigne autor del Ensayo sobre los alfabetos de letras desconocidas y de desterrar a Hermoso a cincuenta leguas de la corte, después de haber pedido para él tormento tanquam in cadavere. ¡Y esta barbarie les parecía razonable a los discípulos de Voltaire y de Beccaria! (2251)
Aunque ni las denuncias, ni los testigos falsos, ni todo aquel [437] aparato de inmoralidades jurídicas dieron el resultado que sus autores se proponían, Carlos III, a quien Dios no había concedido el don de la sabiduría en tan copioso grado como el hijo de David y Betsabé, creyó buenamente que los jesuitas habían querido insurreccionarle el pueblo y hasta matarle; les tomó extraña ojeriza, sobre la prevención que ya traía de Nápoles, y se puso en manos del duque de Alba, de Grimaldi y del conde de Aranda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, militar aragonés, de férreo carácter, avezado al despotismo de los cuarteles, ordenancista inflexible, Pombal en pequeño, aunque moralmente valía más que él y tenía cierta honradez brusca a estilo de su tierra: impío y enciclopedista, amigo de Voltaire, de D'Alembert y del abate Raynal; reformador despótico, a la vez que furibundo partidario de la autoridad real, si bien en sus últimos años miró con simpatía la revolución francesa no más que por su parte de irreligiosa. Tal era el conde de Aranda cuando, bien reputado ya por sus servicios en las guerras de Italia, pasó de la Capitanía General de Valencia a la de Castilla la Nueva y a la presidencia del Consejo de Castilla (caso inusitado en España, puesto que no era hombre de toga), en reemplazo del obispo de Cartagena, D. Diego de Rojas, a quien se sospechaba de complicidad con los amotinados.
Aranda comenzó a mostrar muy a las claras sus intenciones, prohibiendo las imprentas en clausura y lugares inmunes so pretexto de que servían para reproducir papeles clandestinos y sediciosos, impetrando de Roma letras para proceder contra los eclesiásticos complicados en los recientes alborotos, suspendiendo todo fuero mientras durasen los procedimientos contra los autores del motín y encargando a obispos y prelados de religiones escrupulosa vigilancia sobre la conducta política de sus subordinados. Y entonces comenzaron las que el príncipe de la Paz llama (2252) atrocidades jurídicas de Aranda, que en breves días sosegó a Madrid no de otra manera que Pombal había sosegado a Lisboa después del terremoto: levantando una horca en cada esquina o, lo que es más abominable, asesinando secretamente en las cárceles.
Los trabajos contra los jesuitas adelantaban sobre todo después de la muerte de Isabel Farnesio. Aranda, como presidente de Castilla, designó al consejero D. Miguel María de Nava y al fiscal D. Pedro Rodríguez Campomanes para hacer secreta pesquisa sobre los excesos cometidos en Madrid, y ellos en 8 de junio de 1766 elevaron su primera consulta, en que, disculpando [438] al vecindario, todo lo atribuían, con frases nunca hasta entonces oídas en España, a las malas ideas esparcidas sobre la autoridad real por los eclesiásticos y al fanatismo que por muchos siglos habían venido infundiendo en el pueblo y gente sencilla.
Campomanes, verdadero autor de esta consulta, fue asimismo el alma de la Sala Especial o Consejo Extraordinario, creado inmediatamente por Aranda para entender en el castigo de las turbulencias pasadas, y en nueva consulta de 11 de septiembre dio por averiguado su deseo, viendo en todo la mano de un cuerpo religioso que no cesa de inspirar aversión general al Gobierno y a las saludables máximas que contribuyen a reformar los abusos, por lo cual convendría iluminar (sic) al pueblo para que no fuera juguete de la credulidad tan nociva, y desarmar a ese cuerpo peligroso que intenta en todas partes sojuzgar al trono, y que todo lo cree lícito para alcanzar sus fines, y mandar que los eclesiásticos redujeran sus sermones a especies inocentes, nada perjudiciales al Estado. La gallardía del estilo corre parejas con la nobleza de las ideas.
Espías y delatores largamente asalariados declararon haber visto entre los amotinados a un jesuita llamado el P. Isidro López vitoreando al marqués de la Ensenada. Díjose que en el colegio de jesuitas de Vitoria se había descubierto una imprenta clandestina, todo porque el rector de aquel colegio había enviado, por curiosidad, a un amigo suyo de Zaragoza ciertos papeles de los que se recibieron en el motín.
Sobre tan débiles fundamentos redactó Campomanes la consulta del Consejo Extraordinario de 29 de enero de. 1767 (2253). Allí salieron a relucir los diezmos de Indias y las persecuciones de Palafox, el regio confesonario y el P. Rábago, las misiones del Paraguay, los ritos chinos y, sobre todo el motín del domingo de Ramos. Repitióse que aspiraban a la monarquía universal, que conspiraban contra la vida del monarca, que difundían libelos denigrativos de su persona y buenas costumbres, que hacían pronósticos sobre su muerte, que alborotaban al pueblo so pretexto de religión, que enviaban a los gaceteros de Holanda siniestras relaciones sobre los sucesos de la corte, que en las reducciones del Paraguay ejercían ilimitada soberanía, así temporal como espiritual, y que en Manila se habían entendido con el general Draper durante la ocupación inglesa.
De este cúmulo de gratuitas suposiciones deducían los fiscales no la necesidad de un proceso, sino de una clemente providencia económica y tuitiva, mediante la cual, sin forma de juicio, se expulsase inmediatamente a los regulares, como se había hecho en Portugal y en Francia, sin pensar en reformas, [439] porque todo el cuerpo estaba corrompido y por ser todos los padres terribles enemigos de la quietud de las monarquías. Convenía, pues, al decir del Consejo Extraordinario, que en la real pragmática no se dijesen motivos, ni aun remotamente se aludiera al instituto y máximas de los jesuitas, sino que el monarca se reservase en su real ánimo los motivos de tan grave resolución e impusiese alto silencio a todos sus vasallos que en pro o en contra quisieran decir algo.
Como se propuso, así se efectuó. La consulta del Extraordinario fue aprobada en todas sus partes por una junta especial, que formaron, con otros de menos cuenta, el duque de Alba, Grimaldi, Roda y el confesor (20 de febrero de 1767). Informaron en el mismo sentido el funesto arzobispo de Manila, de quien ya queda hecha una memoria; un fraile agustino dicho fray Manuel Pinillos, el obispo de Ávila y otros prelados tenidos generalmente por jansenistas. Así y todo, Carlos III no acababa de resolverse, y es voz común entre los historiadores que como argumento decisivo emplearon sus consejeros una supuesta carta interceptada, en que el general de los jesuitas, P. Lorenzo Ricci, afirmaba no ser Carlos III hijo de Felipe V, sino de Isabel de Farnesio y del cardenal Alberoni (2254). Por cierto que, visto al trasluz, el papel que se decía escrito en Italia resultó de fábrica española.
Convencido con tan eficaces razones, decretó Carlos III en 27 de febrero de 1767 el extrañamiento de los religiosos de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores, legos profesos y aun novicios, si querían seguirlos, encargando de la ejecución al presidente de Castilla con facultades extraordinarias.
No se descuidó Aranda, y en materia de sigilo y rapidez puso la raya muy alto. Juramentó a dos ayudantes suyos para que transmitieran las órdenes, mandó trabajar en la Imprenta Real a puerta cerrada y preparó las cosas de tal modo, que en un mismo día y con leve diferencia a la misma hora pudo darse el golpe en todos los colegios y casas profesas de España y América.
El 1.º de abril amanecieron rodeadas de gente armada las residencias de los jesuitas, y al día siguiente se promulgó aquella increíble pragmática, en que por motivos reservados en su real ánimo, y siguiendo el impulso de su real benignidad, y usando de la suprema potestad económica que el Todopoderoso le había concedido para protección de sus vasallos, expulsaba de estos reinos, sin más averiguación, a cuatro o cinco mil de ellos; mandaba ocupar sus temporalidades, así en bienes muebles como raíces o en rentas eclesiásticas, y prohibía expresamente escribir en pro o en contra de tales medidas, so pena de ser considerados los contraventores como reos de lesa majestad. [440]
Aún es más singular documento la instrucción para el extrañamiento, lucida muestra de la literatura del conde de Aranda: «Abierta esta instrucción cerrada y secreta en la víspera del día asignado para su cumplimiento, el executor se enterará bien de ella, con reflexión de sus capítulos, y disimuladamente echará mano de la tropa presente, o en su defecto se reforzará de otros auxilios de su satisfacción, procediendo con presencia de ánimo, frescura y precaución.»
No eran necesarias tantas para la épica hazaña de sorprender en sus casas a pobres clérigos indefensos y amontonarlos como bestias en pocos y malos barcos de transporte, arrojándolos sobre los Estados pontificios. Ni siquiera se les permitió llevar libros, fuera de los de rezo. A las veinticuatro horas de notificada la providencia fueron trasladados a los puertos de Tarragona, Cartagena, Puerto de Santa María, La Coruña, Santander, etc. En la travesía desde nuestros puertos a Italia y durante la estancia en Córcega sufrieron increíbles penalidades, hambre, calor sofocante, miseria y desamparo, y muchos ancianos y enfermos expiraron, como puede leerse en las Cartas familiares, del P. Isla, y aún más en los comentarios, latino y castellano, que dejaron inéditos el P. Andrés y el mismo Isla, y que conservan hoy sus hermanos de religión.
El horror que produce en el ánimo aquel acto feroz de embravecido despotismo en nombre de la cultura y de las luces, todavía se acrecienta al leer en la correspondencia de Roda y Azara las cínicas y volterianas burlas con que festejaron aquel salvajismo. «Por fin se ha terminado la operación cesárea en todos los colegios y casas de la Compañía -escribía Roda a don José Nicolás de Azara en 14 de abril de 1767-. Allá os mandamos esa buena mercancía... Haremos a Roma un presente de medio millón de jesuitas»; y en 24 de marzo de 1768 se despide Azara: «Hasta e1 día del juicio, en que no habrá más jesuitas que los que vendrán del infierno.» Aún es mucho más horrendo lo que Roda escribió al ministro francés Choiseul, palabras bastantes para descubrir hasta el fondo la hipócrita negrura del alma de aquellos hombres, viles ministros de la impiedad francesa: La operación nada ha dejado que desear; hemos muerto al hijo; ya no nos queda más que hacer otro tanto con la madre, nuestra santa Iglesia romana (2255). [441]
En lo que no han insistido bastante los adversarios de la expulsión, y será en su día objeto de historia particular, que yo escribiré, si Dios me da vida, es que aquella iniquidad, que aún está clamando al cielo, fue, al mismo tiempo que odiosa conculcación de todo derecho, un golpe mortífero para la cultura española, sobre todo en ciertos estudios, que desde entonces no han vuelto a levantarse; un atentado brutal y oscurantista contra el saber y contra las letras humanas, al cual se debe principalísimamente el que España, contando Portugal, sea hoy, fuera de Turquía y Grecia, aunque nos cueste lágrimas de sangre el confesarlo, la nación más rezagada de Europa en toda ciencia y disciplina seria, sobre todo en la filología clásica y en los estudios literarios e históricos que de ella dependen. Las excepciones gloriosas que pueden alegarse no hacen sino confirmar esta tristísima verdad. La ignorancia en que vive se agita nuestro vulgo literario y político es crasísima, siendo el peor síntoma de remedio que todavía no hemos caído en la cuenta. Hasta las buenas cualidades de despejo, gracia y viveza que nunca abandonan a la raíz son hoy funestas, y lo serán mientras no se cierre con un sólido, cristiano y amplio régimen de estudios la enorme brecha que abrieron en nuestra enseñanza, primero, las torpezas regalistas, y luego, los incongruentes, fragmentarios y desconcertados planes y programas de este siglo (2256).
Nada queda sin castigo en este mundo ni en el otro; y sobre los pueblos que ciegamente matan la luz del saber y reniegan de sus tradiciones científicas, manda Dios tinieblas visibles y palpables de ignorancia. En un sólo día arrojamos de España al P. Andrés, creador de la historia literaria, el primero que intentó trazar un cuadro fiel y completo de los progresos del espíritu humano; a Hervás y Panduro, padre de la filología comparada y uno de los primeros cultivadores de la etnografía y de la antropología; al P. Serrano, elegantísimo poeta latino; a Lampillas, el apologista de nuestra literatura contra las detracciones de Tirasboschi y Bettinelli; a Nuix, que justificó, contra las declamaciones del abate Raynal, la conquista española en América; a Masdéu, que tanta luz derramó sobre las primeras edades de nuestra historia, siempre que su crítica no se trocó en escepticismo, conforme al gusto de su tiempo; hombre ciertamente doctísimo, y a cuyo aparato de erudición no iguala ni se acerca ninguno de nuestros historiadores; a Eximeno, filósofo sensualista, matemático no vulgar e ingenioso autor de un nuevo sistema de estética musical; a Garcés, acérrimo purista, [442] enamorado del antiguo vigor y elegancia de la lengua castellana, dique grande contra la incorrección y el galicismo; al P. Arévalo, luz de nuestra historia eclesiástica y de las obras de nuestros Santos Padres y poetas cristianos, que ilustró con prolegómenos tan inestimables como la Isidoriana o la Prudentiana, que Huet o Montfaucon o Zaccaria no hubieran rechazado por suyos; al P. Arteaga, a quien debe Azara la mayor parte de su postiza gloria, autor del mejor libro de estética que se publicó en su tiempo, historiador de las revoluciones de la ópera italiana, hombre de gusto fino y delicadísimo en toda materia de arte, sobre todo en la crítica teatral, como lo muestran sus juicios acerca de Metastasio y Alfieri, que Schegel adoptó íntegros; al P. Aymerich, que exornó con las flores de la más pura latinidad un asunto tan árido como el episcopologio barcelonés y que luego en Italia se dio a conocer por paradojas filológicas, entonces tan atrevidas, como la defensa del latín eclesiástico Y del deslinde de la lengua rústica y la urbana; al P. Pla, uno de los más antiguos provenzalistas, émulo de Bastero y precursor de Raynouard; al P. Gallisá, discípulo y digno biógrafo del gran romanista y arqueólogo Ministres; a Requeno, el restaurador de la pintura pompeyana e historiador de la pantomima entre los antiguos; a Colomés y Lasala, cuyas tragedias admiraron a Italia y fueron puestas en rango no inferior a la Mérope, de Maffei; al P. Isla, cuya popularidad de satírico, nunca marchita, y el recuerdo del Fr. Gerundio bastan; a Montengon, único novelista de entonces, imitador del Emilio, de Rousseau, en el Eusebio; al P. Aponte, maravilloso helenista, restaurador del gusto clásico en Bolonia, autor de los Elementos ghefirianos, maestro de Mezzofanti e insuperable traductor de Homero, al decir de Moratín; al P. Pou, por quien Herodoto habló en lengua castellana; a los matemáticos Campserver y Ludeña; al P. Alegre, insigne por su virgiliana traducción de Homero; al P. Landívar, cuya Rusticatio mexicania recuerda algo de la hermosura de estilo de las Geórgicas y anuncia en el poeta dotes descriptivas de naturaleza americana no inferiores a las de Andrés Bello; a Clavijero, el historiador de la primitiva Méjico; a Molina, el naturalista chileno; al P. Maceda, apologista de Osio; al P. Terreros, autor del único diccionario técnico que España posee; al P. Lacunza, peregrino y arrojado comentador del Apocalipsis, acusado de renovar el milenarismo; al P. Gustá, controversista incansable, siempre envuelto en polémica con jansenistas y filosofantes, impugnador de Mesenghi y Tamburini y apasionado biógrafo de Pombal; al P. Pons, que cantó en versos latinos la atracción newtoniana; al P. Prats, ilustrador de la inscripción de Rosetta y de la rítmica de los antiguos; a Prats de Saba, bibliógrafo de la Compañía y fecundísimo poeta latino, autor del Pelayo, del Ramiro y del Fernando, ingeniosos remedos virgilianos; a Diosdado Caballero, que echó las bases para la historia de la tipografía española, sin que hasta la fecha [443] ni él ni el agustiniano Méndez hayan tenido sucesores; al padre Gil, vindicador y defensor de las teorías de Boscowich... ¿Quién podrá enumerarlos a todos? (2257) ¿Quién hallará en la lengua palabras bastante enérgicas para execrar la barbarie de los que arrojaron de casa este raudal de luz, dejándonos para consuelo los pedimentos de Campomanes y las sociedades económicas?
¿Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuitas contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias americanas? ¿Qué autoridad moral ni material habían de tener sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la depredación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada? ¿Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad, cuando los gobernantes de la metrópoli daban señal de despojo, mucho más violento en aquellas regiones que en éstas, y soltaban todos los diques a la codicia de ávidos logreros e incautadores sin conciencia, a quienes la lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria? Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas oscuridades una preciosa y no bastante leída colección de documentos que hace algunos años se dio a la estampa con propósito más bien hostil que favorable a la Compañía (2258). Allí se ve claro cuán espantoso desorden, en lo civil y en lo eclesiástico, siguió en la América meridional al extrañamiento de los jesuitas; cuán innumerables almas debieron de perderse por falta de alimento espiritual; cómo fue de ruina en ruina la instrucción pública y de qué manera se disiparon como la espuma, en manos de los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes embargados, y cuán larga serie de fraudes, concusiones, malversaciones, torpezas y delitos de todo jaez, mezclados con abandono y ceguedad increíbles, trajeron en breves años la pérdida de aquel imperio colonial, el primero y más envidiado del mundo. Voy a emprender la conquista de los pueblos de misiones (escribía a Aranda el gobernador de Buenos Aires, D. Francisco Bucareli) y a sacar a los indios de la esclavitud y de la ignorancia en que viven (2259). Las misiones fueron, si no conquistadas, por lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cayó sobre aquella pobre gente. «No sé qué hemos de hacer con la niñez y juventud de estos países. ¿Quién ha de enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En dónde se han de formar tantos clérigos? (2260), dice el obispo de Tucumán, enemigo [444] jurado de los expulsados.» «Señor excelentísimo, añade en otra carta a Aranda (2261): No se puede vivir en estas partes; no hay maldad que no se piense, y pensada, no se ejecute. En teniendo el agresor veinte mil pesos, se burla de todo el mundo.» ¡Delicioso estado social! ¡Y los que esto veían y esto habían traído, todavía hablaban del insoportable peso del poder jesuítico en América! (2262)
- IV -
Continúan las providencias contra los jesuitas. -Política heterodoxa de Aranda y Roda. -Expediente del obispo de Cuenca. -«Juicio imparcial» sobre el monitorio de Parma.
El 31 de marzo de 1767 comunicó Carlos III al papa su resolución de extrañar a los jesuitas y de enviárselos para que estuvieran bajó su inmediata, santa y sabia dirección; providencia verdaderamente económica, aunque en muy diverso sentido de como el buen rey lo decía.
Clemente XIII, poseído de extraordinaria aflicción, respondió en 16 de abril con el hermosísimo breve Inter acerbissima. «¡Tú también, hijo mío -le decía a Carlos III-, tú, rey católico, habías de ser el que llenara el cáliz de nuestras amarguras y empujara al sepulcro nuestra desdichada vejez entre luto y lágrimas! ¿Ha de ser el religiosísimo y piadosísimo rey de España quien preste el apoyo de su brazo para la destrucción de una orden tan útil y tan amada por la Iglesia, una orden que debe su origen y su esplendor a esos santos héroes españoles que Dios escogió para que dilatasen por el mundo su mayor gloria? ¿De esa manera quieres privar a tu reino de tantos socorros, misiones, catequesis, ejercicios espirituales, administración de los sacramentos, educación de la juventud en la piedad y en las letras? Y lo que más nos oprime y angustia es el ver a un monarca de tan recta conciencia que no permitiría que el menor de sus vasallos sufriese agravio alguno, condenar a total expulsión a una entera congregación de religiosos, sin juzgarlos antes conforme a las leyes, despojándolos de todas sus propiedades lícitamente adquiridas, sin oírlos, sin dejarlos defenderse. Grave es, señor, tal decreto, y si, por desgracia, no estuviese bastante justificado a los ojos de Dios, soberano juez de las criaturas, poco os habrán de valer la aprobación de vuestros consejeros, ni el silencio de vuestros súbditos, ni la resignación de los que se ven heridos a deshora por tan terrible golpe... Temblamos al ver puesta en aventura la salvación de un alma que nos es tan cara... Si culpables había, ¿por qué no se los castigó, sin tocar a los inocentes?» Y seguidamente protestaba aquel gran pontífice, ante Dios y los hombres, que la Compañía de Jesús era inocente de todo crimen, y no sólo inocente, sino santa en [445] su objeto, en sus leyes y en sus máximas. Al reparo de los políticos: «¿Qué dirá el mundo si la pragmática se revoca?», contesta él: «¿Qué dirá el cielo?», y trae a la memoria del rey el noble ejemplo de Asuero, que revocó, movido por las lágrimas de Ester, el edicto de matanza contra los judíos.
A esta hermosa efusión del alma del gran Rezzonico respondió por encargo de Roda, el Consejo Extraordinario en su famosa consulta del día 30 (redactada, según es fama, por Campomanes), ramplona y autoritaria repetición de todos los cargos acumulados contra la Compañía en los infinitos libelos que mordiéndola corrían por el mundo. El lector los sabe de memoria como yo, y no hay que volver a ellos después que brillantemente los trituró Gutiérrez de la Huerta. Allí se invocaron contra la Compañía los odios de Melchor Cano, los recelos de Arias Montano, las quejas y advertencias intra claustra del austero P. Mariana, que nunca pensó en verlas publicadas; el despotismo del general Aquaviva, el probabilismo (olvidando, sin duda, que Tirso González había sido de la Compañía y general de ella); el molinismo (ni más ni menos que si fuese una herejía); la doctrina del regicidio, los ritos malabares, el Machitum de Chile, el alzamiento del Uruguay, el abandono espiritual de sus misiones., el motín del domingo de Ramos, etc., y, finalmente, la organización misma de aquel instituto, hasta decir que en la Compañía «los delitos eran comunes a todo el cuerpo, por depender de su gobierno hasta las menores acciones de sus individuos». A todo lo cual se juntaba la sangrienta burla de censurar la injerencia del papa en un negocio temporal aquellos mismos precisamente que, con ultraje manifiesto del derecho de gentes, acababan de enviarle a sus Estados temporales tan gran número de súbditos españoles. Por todas las cuales poderosas razones opinaban los fiscales que el rey debía hacer oídos de mercader a las palabras del vicario de Jesucristo y no entrar con él en más explicaciones, porque esto sería faltar a la ley del silencio impuesta por la pragmática. A tenor de esto contestó Carlos III, de su puño, en 2 de mayo, con frases corteses y que mostraban mucho pesar, pero ningún arrepentimiento (2263).
En vista de tal obstinación, Clemente XIII se negó a recibir a los jesuitas, porque no podía ni debía recibirlos ni mantenerlos; y el cardenal secretario de Estado, Torrigiani, mandó asestar los cañones de Civita-Vecchia contra los buques españoles. ¿Tan leve casus belli era arrojar sobre un territorio pequeño como el Estado romano ocho mil extranjeros sin más recursos que una pensión levísima (unos cien duros anuales), revocable además ara toda la Compañía desde el momento en que a cualquiera le ellos se le ocurriese escribir contra la pragmática? [446]
Todos estos motivos expuso Torrigiani en carta al nuncio Pallavicini (22 de abril de 1767), pero los nuestros no cejaron, y emprendieron negociaciones con los genoveses hasta conseguir que dieran albergue, o más bien presidio, a los expulsos en la inhospitalaria y malsana isla de Córcega, ensangrentada además por la guerra civil que sostenían los partidarios de Paoli. A vista de tal inhumanidad, Clemente XIII consintió, al fin, que se estableciesen en las legaciones de Bolonia y Ferrara cerca de 10.000, entre los procedentes de España y de América, en sucesivas expediciones. En los primeros meses ni siquiera tuvieron el consuelo de escribir a sus deudos y amigos, porque nuestro Gobierno interceptaba todas las cartas y perseguía bravamente a todo sospechoso, poco menos que como reo de lesa majestad. Roda escribía a Azara en 28 de julio (2264): «Se les han detenido varias cartas, en las que aplauden la resolución del papa en no admitirlos, y dicen que sufren estos trabajos como un martirio por el bien de la Iglesia perseguida. Los aragoneses son los más fanáticos.»
Y a propósito de fanatismo será bueno hacer mérito del ridículo proceso que aquel mismo año se formó a unos infelices vecinos de Palma de Mallorca por haber creído que la Virgen de Monte Sión, que antes tenía las manos juntas, las había cruzado milagrosamente sobre el pecho. Una mujer del pueblo exclamó: «¡Pobres jesuitas, ahora se ve su inocencia!», y esto bastó para que se forjase un expediente enorme, y viniese al Consejo de Castilla, que ya en todo entendía, y provocara un dictamen fiscal de Floridablanca (entonces Moñino), el cual comienza con estas retumbantes palabras: No hay cosa más terrible que el fanatismo... Verdadera entrada de pavana que se inmortalizó, al modo que en tiempos más cercanos a nosotros el principio de la representación de los llamados persas. Por eso, entre los zumbones que guardan memoria de cosas viejas, se llama esta causa la del fanatismo, aunque en su tiempo se imprimió con este apetitoso título: Instrumentos auténticos que prueban la obstinación de los regulares expulsos y sus secuaces, fingiendo supuestos milagros para conmover y mantener el fanatismo por su regreso (2265). Para evitar los tales supuestos milagros y revelaciones, se circularon al mismo tiempo órdenes severísimas a los conventos de monjas (23 de octubre de 1767), por creerle afecto a los jesuitas, se desterró de Madrid al arzobispo de Toledo (2266).
Peor le avino al anciano y virtuoso obispo de Cuenca, don Isidro Carvajal y Lancáster, con quien se extremó el furor regalista, aprovechando aquella ocasión de arrastrar por los tribunales [447] la majestad del Episcopado, que tanto ponderaban en los libros. Procesar a un obispo era para ellos un triunfo no menor que la deportación en masa de la Compañía.
Arrebatado por su celo cristiano, aunque enfermo él y achacoso, había
escrito el obispo una carta particular al confesor del rey, Fr. Joaquín Eleta, recordándole antiguos pronósticos suyos, ya próximos a cumplirse, en que le anunciaba la ruina de España, perdida sin remedio humano por la persecución que la Iglesia padecía, saqueada en sus bienes, ultrajada en sus ministros y atropellada en su inmunidad, corriendo libres en gacetas y mercurios (embrión del periodismo) las más execrables blasfemias contra la Iglesia y su cabeza visible. De todo lo cual, aunque con términos de casi fraternal cariño, atribuía no escasa parte de culpa al Padre confesor, que, desvanecido con el arrullo de los que le incensaban para sus fines terrenos, no se cuidaba de hacer llegar la verdad a los oídos de Carlos III, más desgraciado en esto que el impío rey Achab, que tuvo a lo menos para aconsejarle bien al santo profeta Miqueas.
Calificar de sedicioso un documento privado de esta naturaleza, y por todos conceptos mesuradísimo en el lenguaje, era el colmo del escándalo, y, sin embargo, lo dieron el confesor y los ministros. La carta pasó a manos del rey; y éste, por cédula del 9 de mayo de 1767, rubricada por Roda, mandó declarar al obispo con santa ingenuidad y libremente lo que se le alcanzase del origen de aquellos males; todo entre mil protestas de catolicismo: «Me precio de hijo primogénito de tan santa buena madre, de ningún timbre hago más gloria que del catolicismo; estoy pronto a derramar la sangre de mis venas por mantenerlo.» Explanó el obispo sus quejas, en virtud de tan amplio permiso, en una representación de 23 de mayo, quejándose de la pragmática del exequatur, de la mala administración de la renta del excusado, de los abusos en el recaudar de las tercias reales y de los proyectos de desamortización; de los atropellos contra el derecho de asilo y el fuero eclesiástico y de las impiedades que se vertían en los papeles periódicos, sin que nadie tratara de ponerles coto, sobre todo cuando iban enderezadas contra la Santa Sede o los jesuitas.
Aunque esta carta, escrita a ruegos del rey, tenía de justiciable aún menos que la anterior, el rey, con mengua de su palabra, la pasó a examen del Consejo, y dio motivo a un largo expediente y a dos tremendas alegaciones de entrambos fiscales, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes, aún mucho más dura y agresiva la del segundo que la del primero, como que en ella textualmente se afirma que las cartas del obispo son un tejido de calumnias... dictadas por la envidia y la venganza, un ardid astuto y diabólico para seducir al pueblo, frases nada jurídicas y menos corteses, sobre todo en aquel caso. Pero a Campomanes le traían fuera de sí las mitras; estaba entonces en su grado máximo de furor clerofóbico; el obispo había [448] osado poner lengua en su libro de la Amortización; motivos bastantes sin duda para que se olvidase de su gravedad ordinaria y de las solemnes tradiciones del Consejo, trocado entonces en inhábil remedo del Parlamento de París. Verdad es que para todo servía de antorcha a sus fiscales, y Campomanes es tan cándido que lo confiesa, «el famoso tratado de Justino Febronio, en que están puestas las regalías del soberano y la autoridad de los obispos en su debido lugar, con testimonios irrefragables de la antigüedad eclesiástica». A tal maestro, tales discípulos. De aquí que las malsonantes palabras estupidez, superstición, fanatismo, poder arbitrario del clero, hormigueen en aquel dictamen cual si fuera artículo de fondo de periódico progresista.
«Podría el fiscal pedir -así acaba- que, en vista de las especies que en sus escritos manifiesta este prelado y su genio adverso a la potestad real, se le echase de estos reinos, quedando el régimen de su obispado en manos más afectas al rey, al ministerio y a la pública tranquilidad.»
¡Qué idea tendrían de la potestad episcopal estos canonistas, que querían subordinarla a la voluntad del ministerio, como si se tratase de alguna intendencia de rentas!
Pero, en suma, el Consejo, aunque enternecido con la real cédula y con los suaves dictámenes de sus fiscales, no se decidió a echar de estos reinos al obispo para que el fanatismo no le venerase como mártir, y se dio por satisfecho con quemar sus papeles a voz de pregonero y hacerle comparecer en sala plena a sufrir una reprimenda, con amonestación de más duros rigores si volvía a incurrir en desacatos de esta especie, es decir, a quejarse en cartas particulares de las infinitas tropelías cismáticas de los ministros de entonces, o a poner en duda la infalible sabiduría de Febronio, de Pereira y de los fiscales. Tras de lo cual se le envió a su obispado con prohibición de volver a presentarse en la corte ni en los sitios reales, y a guisa de amenaza se expidió una circular a los demás obispos para que nadie fuera osado a seguir tan mal ejemplo (22 de octubre de 1767). El 14 de octubre de 1768 compareció el obispo en la posada del conde de Aranda, donde estaba reunido el Consejo, y tuvo que oír de pie la expresión del real desagrado (2267). Para sólo esto sacaron de Cuenca a un anciano de sesenta y cinco anos, postrado en el lecho por añejas e incurables dolencias. Y fue el postrer ensañamiento esperarle nueve meses a trueque de no indultarle. El caso era humillar la mitra ante la espada del conde de Aranda y la toga de los fiscales.
A ellos y a sus amigos les esponjaba el éxito. «Terrible librote es el proceso del obispo de Cuenca -escribía Azara a Roda-, entre semana lo leeré... Viva el Consejo con la condenación del forma brevis. Viva la resurrección del exequatur. Vivan los [449] buenos libros que se darán al público. Viva... nuestro amo, que nos saca de la ignorancia y la barbarie en que nos han tenido esclavos» (2268).
Entre tanto, las Cortes borbónicas de Italia iban siguiendo el ejemplo del jefe de la familia, Carlos III, y por todas partes se desbordaban las turbias olas del regalismo. De Nápoles arrojó a los jesuitas el marqués de Campoflorido en noviembre de 1767. En Parma, el duque Fernando, discípulo de Condillac y del abate Mably, y dirigido por un aventurero francés, Tillot, imitador débil de Pombal y Aranda, dio ciertos edictos contra la potestad eclesiástica, prohibiendo llevar ningún litigio a tribunales extranjeros, sujetando a examen y retención las bulas y los breves, limitando las adquisiciones de manos muertas y creando una magistratura protectora de los derechos mayestáticos.
Ante tal declaración de guerra, la Santa Sede, que siempre había reclamado derechos temporales sobre aquellos ducados, publicó en 30 de enero de 1768 unas letras en forma de breve, declarando incursos en las censuras de la bula de la cena a los autores de tales decretos y a los que en adelante los obedeciesen.
Semejante golpe no iba derechamente contra los nuestros, aunque de rechazo los alcanzase. Pero es lo cierto que tomaron la causa del duque como propia desde que Tanucci les dijo que se trataba de amedrentar al rey para que consintiese en la vuelta de los jesuitas. Y mientras el duque proseguía desbocado en su camino de agresiones y deportaba a los jesuitas, los demás Borbones recogieron a mano real el monitorio y pidieron la revocación por medio de sus ministros en Roma. No se les dio satisfacción, y en venganza ocuparon los franceses a Aviñón, y los napolitanos a Benevento, y en todas partes se prohibió la bula de la cena.
En España aún fue mayor el escándalo. Empezó por levantarse la suspensión de la pragmática del exequatur, que volvió a estar en vigor desde 18 de enero de 1768, y que todavía desdichadamente rige, habiendo servido en tiempos de doña Isabel II para retener el Syllabus.
Por de pronto se retuvo el monitorio de Parma, y Campomanes redactó en pocos meses un enorme y farragoso volumen en folio, que malamente se llama Juicio imparcial, cuando la parcialidad resalta desde la primera línea, llamando cedulones al breve. Es obra de Teracea, almacén de regalías, copiadas tumultuariamente de Febronio, de Van-Spen y de Salgado, sin plan, sin arte y sin estilo, atiborrado en el texto y en las márgenes de copiosas e impertinentísimas alegaciones del Digesto, de los concilios y de los expositores para cualquiera fruslería; tipo, en suma, perfecto y acabado de aquella literatura jurídica que hizo exclamar a Saavedra Fajardo en la República literaria: «¡Oh Júpiter! Si cuidas de las cosas inferiores, ¿por qué no das al mundo de cien en cien años un emperador Justiniano o [450] derramas ejércitos de godos que remedien esta universal inundación?»
Rota aquella antigua y hermosa armonía, según la cual la potestad temporal se subordina a la espiritual como el cuerpo al alma que le informa, afírmase en el Juicio imparcial, como en tantos otros libros, no sólo el dualismo, sino la pagana independencia y absoluta soberanía de la potestad temporal, reduciendo la espiritual a las apacibles márgenes del consejo y la exhortación y negándole toda jurisdicción contenciosa y coactiva. Y aun pasa a afirmar, sin venir a cuento ni por asomo, que la natural forma y verdadera constitución de la Iglesia es el régimen aristocrático o episcopalista, siendo todos los obispos perfectamente iguales en poder y dignidad. Después de tal confesión no es maravilla que el autor cite sin reparo, antes con grandes elogios de su doctrina, autores no ya cismáticos, sino protestantes vel quasi, como el tratado de exemptione clericorum, de Barclayo contra Belarmino, y los de Fra Paolo Sarpi en defensa de la república de Venecia (2269), y hasta el Derecho natural, de Puffendorf. Ni disimula su mala voluntad al dominio temporal del Patrimonio de San Pedro, antes tiene sus fundamentos por oscuros y opinables, y a él por nacido de tolerancia y prescripción. Por huir de la amortización, viene a dar en el elástico y resbaladizo principio de que la propiedad de los particulares se debe templar al tono que quiere darle el arbitrio del soberano. ¡Y luego nos quejamos de los socialistas! En suma, para muestra de lo que el Juicio imparcial es, basten estas palabras copiadas de la sección 9: «En los primeros siglos de la Iglesia..., nada se hizo sin la inspección y consentimiento real aun en materias infalibles, dictadas por el Espíritu Santo (2270). ¡La inspección real corrigiendo la plana al Espíritu Santo! Es hasta donde puede llegar el delirio de la servidumbre galicana. ¿Qué inspección real vigilaría los cánones de Nicea o de Sardis?
Con ser de tan cismático sabor el Juicio imparcial que hoy leemos, aun lo era mucho más en su primitiva redacción, que Carlos III sujetó a examen de cinco prelados, los cuales, jansenistas y todo, entre ellos el famoso arzobispo de Manila, hubieron de escandalizarse de varias proposiciones, que luego corrigió el otro fiscal del Consejo, D. José Moñino, tenido generalmente por hombre más frío y sereno que Campomanes (2271). Los primeros [451] ejemplares hubo que recogerlos y quemarlos a lo menos algunas hojas y serán rarísimos, si es que alguno queda.
Entre tanto, se trabajaba con increíble empeño para lograr de Roma la total extinción del instituto de San Ignacio, cuya sombra amenazadora mortificaba sin cesar el sueño de los jansenistas y de los filósofos. Pombal había propuesto en noviembre de 1767 a las Cortes de España y Francia juntar sus esfuerzos contra los jesuitas, pedir a Roma la extinción e intimidar al papa con expulsiones del nuncio, clausura de tribunales, amenazas de concilio general y, finalmente, con una declaración de guerra si el papa no cedía. Nuestro Consejo Extraordinario aprobó tales proyectos en consulta de 30 del mismo mes, opinando, con todo eso que debían aplazarse todo género de medidas violentas hasta el futuro conclave, que ya se veía cercano. El monitorio contra Parma aceleró los sucesos, y en 30 de noviembre de 1.768 redactó el Consejo nueva consulta, que Carlos III autorizó y envió a su embajador en Roma, D. Tomás Azpuru, para que entablase en toda forma la suplicación.
Así lo hizo en 16 de enero de 1769, siguiendo a la Memoria de España otras de Francia y Nápoles, que tampoco hicieron mella en el ánimo heroico de aquel pontífice, en quien, viejo y todo, hervía la generosa sangre de los antiguos mercaderes togados de Venecia. Resuelto estaba a sostener a todo trance a la Compañía, cuando la muerte le salteó en 2 de febrero de 1769, eligiendo el conclave por sucesor suyo al franciscano Lorenzo Ganganelli (Clemente XIV), hombre de dulce carácter y de voluntad débil, agasajador e inactivo, cuyo advenimiento saludaron con júbilo los diplomáticos extranjeros por creerle materia dócil para sus intentos. Cretineau Joly afirma (2272) que habían logrado del papa electo la promesa simoníaca de extinguir a los jesuitas. Yo no quiero creerlo ni las pruebas son bastantes; pero conste que el embajador Azpuru. y nuestros cardenales Solís y La Cerda lo intentaron y que se jactaban de haber obtenido cierta seguridad moral. Esto es lo que Azpuru confesó a Grimaldi en correspondencia de 25 de mayo, y, tratándose de materia tan grave y de un papa, no es lícito dar por hecho averiguado las ligerezas del cardenal Bernis y del marqués de [452] Saint-Priest. Repito que yo no lo creo hasta que alguien presente el texto del famoso pacto entre Clemente XIV y los españoles (2273).
- V -
Embajada de Floridablanca a Roma. -Extinción de los jesuitas.
El nuevo pontífice comenzó por anular de hecho el monitorio y absolver de las censuras al de Parma. En lo demás procedió ambiguamente, dando a los embajadores vagas esperanzas de satisfacer a las Cortes, mientras que por el breve Coelestium (12 de julio de 1769) renovaba los privilegios septenales de los jesuitas.
Los nuestros recogieron el breve a mano real, según su costumbre, y tomaron a hacer hincapié en la pasada suplicación, amenazando con acercar cuatro o seis mil hombres por la frontera de Nápoles so color de proteger al papa contra el pueblo de Roma y las intrigas de los jesuitas. Aterróse con tal amenaza el flaco espíritu de Clemente XIV, y ofreció de palabra dar por bueno lo que habían hecha los borbones, aunque pidió largas, y sobre todo más documentos, antes de expedir el motu proprio (2274). En son de iluminarle, pidió Roma dictamen a los obispos (real cédula de 22 de octubre de 1769), aunque el resultado no fue del todo como él esperaba. Protestó abiertamente contra la expulsión el obispo de Murcia y Cartagena D. Diego de Rojas, gobernador del Consejo, acusado de complicidad en el motín de Esquilache. Menos explícitos anduvieron, pero siempre favorables a la Compañía inclinándose a lo más a cierta reforma, los dos arzobispos de Tarragona y Granada y doce obispos más, entre ellos el de Santander, el de Cuenca y el elocuente predicador D. Francisco Alejandro Bocanegra, de Guadix. Los de Ávila y León no contestaron. Los restantes se plegaron más o menos a la tiranía oficial, distinguiéndose por lo virulento el arzobispo de Burgos, Ramírez de Arellano (autor de la funesta pastoral Doctrina de los expulsos extinguida), con cuyo nombre es de sentir que anden mezclados los muy ilustres, por otra parte, de Climent, de Barcelona; Armañá, de Lugo, y Beltrán, de Salamanca. De los restantes, a unos los movía el espíritu regalista; a otros, la esperanza de mercedes cortesanas. La semilla empezaba a dar su fruto, y lo dio más colmado en tiempo de Carlos IV. Mala señal era ya ver calificada por un obispo (2275) [453] de pestilente contagio y podrido árbol a la Compañía, de maestros de moral perversa y engañosas máximas a sus doctores y de cátedras de pestilencia las de sus colegios (2276).
Así se pasaron más de treinta meses, murmurándose en nuestra corte de la lentitud del embajador Azpuru, arzobispo de Valencia, a quien se suponía ganado por la curia romana con la esperanza del capelo. Y eso que en 3 de julio de 1769 había escrito a Aranda: «Su Majestad debe insistir más que nunca en pedir formalmente la destrucción de la Compañía y negarse a todo acomodamiento.» De todas suertes, estaba achacoso y apenas podía firmar, aparte de su incapacidad diplomática, harto notoria. Atizaba el fuego Azara, deseoso quizá de levantarse sobre sus ruinas, acusándole de amigo de los jesuitas y de ser obstáculo grande para la canonización de Palafox. Carlos III quiso remediarlo, y envió a Roma al fiscal del Consejo de Castilla, D. José Moñino, a quien llama, en carta a Tanucci, buen regalista, prudente y de buen modo y trato. El tal Moñino, más conocido, y asimismo más digno de loa por las cosas que hizo con el título de conde de Floridablanca que por las que ejecutó con su nombre propio escueto y desnudo, era hijo de un escribano de Murcia, y había hecho su carrera paso tras paso, con habilidad de abogado mañoso, y por el ancho camino de halagar las opiniones reinantes. Sabía menos que Campomanes, pero tenía más talento práctico y cierta templanza y mesura; hombre de los que llaman graves, nacido y cortado para los negocios; supliendo con asidua laboriosidad y frío cálculo lo que le faltaba de grandes pensamientos; conocedor de los hombres, ciencia que suple otras mucha y no se suple con ninguna; a ratos laxo y a ratos rígido, según convenía a sus fines, a los cuales iba despacio, pero sin dar paso en falso, conforme al proverbio antiguo festina lente; grande amigo del principio de autoridad, hasta rayar en despótico; muy persuadido del poder y de la grandeza de su amo, y más ferozmente absolutista que ninguno de los antiguos sostenedores de la Lex Regia, y a la vez reformador incansable, dócil servidor de las ideas francesas. Tal era el personaje que Carlos III envió a Italia, no sin celos de Roda, con instrucciones secretas y omnímodas para lograr la extinción de los jesuitas o por amenazas o por halagos.
Tres mortales capítulos dedicó a esta negociación Ferrer del Río, sin contar los datos que añadió luego en su introducción a las obras de Floridablanca. Así y todo, la correspondencia diplomática de éste, principal, si no única fuente utilizada por el historiador progresista, nos da una parte sola de la verdad, y para completarla y ver detrás de bastidores a los héroes de la trama hay que emboscarse en la picaresca y desvergonzada correspondencia del maligno y socarrón agente de preces don [454] José Nicolás de Azara, aragonés (2277) como Roda y grande amigo y compadre suyo. Era Azara (antiguo colegial mayor en Salamanca) un espíritu cáustico y maleante, hábil sobre todo para ver el lado ridículo de las cosas y de los hombres; rico en desenfados y agudezas de dicción, como quien había pasado su juventud en los patios de las universidades y en las oficinas de los curiales, de cuyas malas mañas tenía harta noticia; ingenio despierto y avisado, muy sabedor de letras amenas, muy inteligente en materia de artes, aunque juntaba la elegancia con la timidez; epicúreo práctico en sus gustos, volteriano en el fondo, aunque su proprio escepticismo le hacía no aparentarlo. Más adelante logró fama no disputada, favoreciendo con larga mano las letras y las artes, amparando a Mengs y publicando sus tratados estéticos, haciendo ediciones de Horacio, de Virgilio, de Prudencio y de Garcilaso, y, sobre todo, protegiendo a Pío VI del furor revolucionario, cuando los ejércitos de la república francesa invadieron a Roma, y rechazando la soberanía de Malta, que le ofreció Napoleón. Pero el Azara embajador en tiempo de Carlos IV es muy diversa persona del Azara agente de preces, aborrecedor grande de las bestias rojas, y en 1772 más agriado, malévolo y pesimista que nunca, porque su incredulidad le hacía ser mal visto del rey, frustrando sus esperanzas de llegar a la apetecida Embajada. Así es que se desahogaba con Roda, llamando Don Quijote a Floridablanca por lo enjuto y emojamado de su persona y anunciando que caería de Rocinante.
Y, sin embargo, no fue así, porque Moñino era más diplomático que Azara, aunque lo pareciese menos. Pero ¡qué diplomacia la suya! Con razón ha dicho Cretineau Joly que «él fue el verdugo de Ganganelli». En vano se niega la coacción moral; en las cartas de Azara está manifiesta: «Moñino dio al papa cuatro toques fuertes sobre el asunto...» (2278) «Moñino le atacó de recio hasta el último atrincheramiento, y, no hallando salida el papa, prorrumpió que dentro de poco tomaría una providencia que no podrá menos de gustar al rey de España...» (2279) «Moñino me ha dicho que ya estamos en el caso de usar del garrote...» (2280) «Es cosa de hacer un desatino con el tal fraile» (2281). «El papa hace por no ver a Moñino» (2282). «Resta sólo el arrancar la última decisión de manos del papa» (2283).
Et sic de caeteris. Al lado de esta correspondencia sincerísima por lo truhanesca, poca fuerza hacen los despachos ceremoniosos de Floridablanca. Así y todo, viene a confesar, con eufemismos diplomáticos, que desde su primera audiencia (13 de julio) amenazó [455] al papa, exponiéndole con vehemencia que el rey, su amo, era monarca dotado de gran fortaleza en las cosas que emprendía. El desdichado pontífice se excusó con sus enfermedades y le mostró sus desnudos brazos herpéticos; pero Moñino, insensible a todo y calculando fríamente las resultas, prosiguió adherido a su presa. Atemorizó e inutilizó al cardenal Bernis, agente de Francia, hombre de cabeza ligerísima; desbarató cuantos efugios y dilaciones le opuso el franciscano Buontempi, íntimo del papa; y cuando éste, apremiado y perseguido, le prometió (en 23 de agosto) quitar a los jesuitas la facultad de recibir novicios, tenazmente se opuso a todo lo que no fuera la extinción absoluta e inmediata, y llegó a amenazar al papa con la supresión futura de todas las órdenes religiosas mediante conjuración de los príncipes contra ellas y con exaltar sobre toda medida la autoridad de los obispos.
Cuando Clemente XIV volvió de la villegiatura a principios de noviembre, Floridablanca redobló sus instancias, procurando infundir al papa el terror que absolutamente convenía (son sus palabras), bien que acompañado de reconvenciones dulces y respetuosas; no de otra manera que aquel personaje de la ópera cómica quería representar el papel de un tirano feroz y sanguinario, pero al mismo tiempo compasivo y temeroso de Dios. Tales terrores abatieron a Clemente XIV; pero ni aún así quería dar el breve motu proprio, sino abroquelándose con el communis principum consensus. Triste consejero es la debilidad y Moñino, con astucia maquiavélica, dejaba resbalar al papa y enemistarse con los jesuitas y sin cesar le recordaba sus añejas promesas, que pesaban sobre la conciencia de Clemente XIV como losa de plomo.
Al cabo cedió, angustiado por melancolías y terrores, y entre Floridablanca y el cardenal Zelada redactaron a toda prisa la minuta del breve, que se imprimió no en la tipografía Camerale, diga lo que quiera el P. Theiner, sino en una imprenta clandestina que existía en la Embajada de España, y de la cual se valían Floridablanca y Azara para esparcir libelos contra los jesuitas y hojas sediciosas que atemorizasen al papa. Aun surgieron otras dificultades sobre la restitución previa de Aviñón y Benevento; pero Floridablanca, resuelto ya a imponerse por la fuerza, disparó su arcabuz cargado con la conocida metralla (así escribía a Tanucci), amenazó con una ocupación armada, y al fin, en la noche del 16 de agosto de 1773, comunicóse a los jesuitas el famoso breve de extinción en todos los reinos cristianos, que comienzan con las palabras Dominus et redemptor noster (fecha 21 de julio), en el cual, después de todo, no se hace más que sancionar lo hecho, dejando a salvo el decoro de la Compañía.
Clemente XIV lo firmó entre lágrimas y sollozos y desde entonces no tuvo día bueno. Remordimientos y espantos nocturnos le llevaron en pocos meses al sepulcro. Esparcióse, por [456] de contado, el necio rumor de que los jesuitas le habían envenenado. ¡A buena hora!
A Floridablanca le valió esta odiosa negociación el título de conde, y al poco tiempo, y caído Grimaldi, el Ministerio, muy contra la voluntad de Aranda, que cordialmente le aborrecía (2284)
Así alcanzó la filosofía del siglo XVIII su primer triunfo, no sin que grandemente se burlasen los filosofistas de la ineptitud, torpeza y mal gusto de los ministros encargados de la ejecución. «Las causas no son las que han publicado los manifiestos de los reyes -decía D'Alembert-; los hechos alegados por el Gobierno de Portugal son tan ridículos como crueles y sanguinarios han sido los procedimientos... El jansenismo y los magistrados no han sido más que los procuradores de la filosofía, por quien verdaderamente han sido sentenciados los jesuitas. Abatida esta falange macedónica, poco tendrá que hacer la razón para destruir y disipar a los cosacos y jenízaros de las demás órdenes. Caídos los jesuitas, irán cayendo los demás regulares, no con violencia, sino lentamente y por insensible consunción.»
¿A qué he de sacar yo la tremenda moralidad de esta historia si ya la sacó D'Alembert y la reveló D. Manuel de Roda?
- VI -
Bienes de jesuitas. -Planes de enseñanza. -Introducción de libros jansenistas. -Prelados sospechosos. -Cesación de los concilios provinciales.
La ruina de los jesuitas no era más que el primer paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes de los expulsos sirvieron en gran parte para sostener las nuevas fundaciones, y digo en gran parte porque la incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro y abandono con que se han hecho todas las incautaciones en España. Libros, cuadros y objetos de arte se perdieron muchos o fueron a enriquecer a los incautadores. Sólo dos años después, en 2 de mayo de 1769, se comisionó a Mengs y a Ponz para hacerse cargo de lo que quedaba.
Para justificar el despojo y la inversión de aquellas rentas en otros fines de piedad y enseñanza habían redactado los fiscales Moñino y Campomanes su dictamen de 14 de agosto de 1768, donde, haciéndose caso omiso del capítulo Si quem clericorum vel laicorum del Tridentino, única legislación vigente, se traían a cuento olvidadas vetusteces de los concilios toledanos y hasta sínodos falsos y apócrifos, como el de Pamplona de 1023.
Pero no bastaba despojar a los jesuitas y fundar con sus rentas focos de jansenismo, como lo fue la colegiata de San Isidro; [457] era preciso acabar con la independencia de las viejas universidades y centralizar la enseñanza para que no fuera obstáculo a las prevaricaciones oficiales. Así sucumbió, a manos de Roda y de los fiscales, la antigua libertad de elegir rectores, catedráticos y libros de texto. Así, por el auto acordado de 2 de diciembre de 1768 y la introducción de 14 de febrero de 1769, substituyéronse los antiguos visitadores temporales con directores perpetuos elegidos de entre los consejeros de Castilla. Así, por real provisión de 6 de septiembre de 1770 se sometieron a inspección de los censores regios, por lo general fiscales de audiencias y chancillerías, todas las conclusiones que habían de defenderse y se exigió tiránicamente a los graduandos el juramento de promover y defender a todo trance las regalías de la Corona: Etiam iuro me nunquam promoturum, defensurum, docturum directe neque indirecte quaestiones contra auctoritatem civilem, regiaque Regalia (real cédula de 22 de enero de 1771). De cuya providencia fueron pretexto ciertas conclusiones defendidas por el bachiller Ochoa, canonista de Valladolid, sobre el tema De clericorum exemptione a temporali servitio et saeculari iurisdictione. El Dr. Torres, émulo del sustentante, las delató al Consejo, y éste las pasó a examen del Colegio de Abogados de Madrid, que por de contado opinó redondamente contra el pobre bachiller ultramontano, y contra el rector, que había tolerado las conclusiones; por lo cual se le privó de su cargo, reprendiéndose gravemente al claustro.
El bello ideal de los reformistas era un reglamento general de estudios; pero o no se atrevieron a darle fuerza de ley o no acabaron de redactarle; lo cierto es que se contentaron con meter la hoz en los planes de las universidades y mutilarlos y enmendarlos a su albedrío, sometiéndolos en todo el visto bueno del Consejo. A raíz de la supresión de los jesuitas, el enciclopedista Olavide, de quien hemos de hablar en el capítulo siguiente, hombre arrojado, ligero y petulante, había propuesto, siendo asistente de Sevilla, un plan radicalísimo de reforma de aquella Universidad, con mucha física y muchas matemáticas; plan que fue adoptado por real cédula de 22 de agosto de 1769, aunque no llegó a plantearse del todo. A las demás universidades se mandó que presentaran sus respectivos programas e indicasen las mejoras necesarias en los estudios. La de Salamanca, luego tan revolucionaria, se mostró muy conservadora de la tradición. Non erit in te Deus recens, neque adorabis deum alienum, decían. «Ni nuestros antepasados quisieron ser legisladores literarios, introduciendo gusto más exquisito en las ciencias, ni nosotros nos atrevemos a ser autores de nuevos métodos.» Lástima que no alegasen motivos más racionales, como sin duda los tenían, para seguir abrazados a la Suma de Santo Tomás, al modo de aquellos inmortales teólogos y maestros suyos los Sotos, Vitorias, Canos, Leones, Medinas y Báñez, cuya memoria gloriosísima, y no igualada por ninguna escuela [458] cristiana, tenían el buen gusto de preferir a las novedades galicanas que a toda fuerza querían imponerle sus censores (2285). Ni era muestra de intransigencia el señalar para texto de filosofía la Lógica de Genovesi, autor claramente sensualista, y la Física experimental, de Muschembroek.
La Universidad de Alcalá secundó admirablemente las miras del Consejo, mostrándose ávida de novedades. Empezó por confesar y lamentar la decadencia de los estudios, no sin la consabida lanzada a los peripatéticos, y propuso para texto de filosofía al abate Leridano, con la Física de Muschembroek, y para el Derecho canónico, «viciado hasta entonces por las preocupaciones ultramontanas, contrarias a los decretos reales», la Instituta, de Cironio, y el Engel o Zoesio, las Praenotiones, de Doujat, y el Berardi (2286).
La Universidad de Granada, aunque recomendando a Santo Tomás, se desató contra la teología escolástica, «conjunto de opiniones metafísicas y de sistemas, en su mayor parte filosóficos, tratados en estilo árido e inculto, con olvido de la Escritura, de la tradición, de la historia sagrada y del dogma» (2287).
La de Valencia propuso la supresión de las disputas y argumentaciones públicas y en la materia de Derecho canónico se inclinó, como todas, al galicanismo, proponiendo como textos el Praecognita iuris ecclesiastici universi, de Jorge Segismundo Lackis; el Ius Ecclesiasticum, de Van-Espen, y las Instituciones, de Selvagio. En otras cosas, sobre todo en letras humanas y en medicina y en ciencias auxiliares, fue sapientísimo aquel plan (2288), ordenado por el rector, D. Vicente Blasco, y vigorosamente puesto en ejecución por el arzobispo, D. Francisco Fabián y Fuero, munificentísimo protector de la ciencia y de los estudiosos.
También las congregaciones religiosas comenzaron, a instancias del Consejo, a reformar sus estudios, aunque atropelladamente y con ese loco y estéril furor de novedades que en España suelen asaltarnos. Así, el general de los Carmelitas Descalzos, en una carta circular de 1781, recomendaba en tumulto a sus frailes la lectura de Platón, Vives, Bacon, Gassendi, Descartes, Newton, Leibnitz, Wolf, Condillac, Locke y hasta Kant (a quien llama Cancio), conocido entonces no por su Crítica de la razón pura, que aquel mismo año salió a la luz, sino por sus Principiorum metaphysicorum nova dilucidatio y por muchos [459] opúsculos (2289). Así, el P. Truxillo, provincial de los Franciscanos Observantes de Granada, exclamaba en una especie de exhortación o arenga ciceroniana a los suyos: «Padres amantísimos, ¿en qué nos detenemos? Rompamos estas prisiones que miserablemente nos han ligado al Peripato. Sacudamos la general preocupación que nos inspiraron nuestros maestros. Sepamos que mientras viviéremos en esta triste esclavitud hallaremos mil obstáculos para el progreso de las ciencias.» Para el Derecho canónico, principal preocupación de la época, no escrupuliza en recomendar el Van-Espen, la Suma de Lancelot con las notas de Doujat y el Berardi (2290).
Nervio de las universidades y de su autonomía habían sido los colegios mayores; pero la imparcialidad obliga a confesar que, decaídos lastimosamente de su esplendor primitivo, ya no servían más que para escándalo, desorden y tiranía, solicitaban imperiosamente una reforma. Los gobernantes de entonces, procediendo ab irato, según las aficiones españolas, prefirieron cortar el árbol en vez de podarle de las ramas inútiles; pero es lo cierto que los abusos clamaban al cielo. Léase el famoso memorial Por la libertad de la literatura española, que el sapientísimo Pérez Bayer, catedrático de hebreo en Salamanca y maestro del infante D. Gabriel, presentó a Carlos III contra los colegiales, y se verá hasta dónde llegaban la relajación, indisciplina y barbarie de aquellos cuerpos privilegiados en los últimos tiempos. Aquellas instituciones piadosas, a la par que científicas, que llevarán a la más remota posteridad los gloriosos nombres de sus fundadores, D. Diego de Anaya, D. Diego Ramírez de Villaescusa, D. Alonso de Fonseca, D. Diego de Muros y los grandes cardenales Mendoza y Cisneros, habían comenzado por obtener dispensaciones del juramento de pobreza, primera base de la institución, y habían acabado por prescindir enteramente de él, y convertirse en instituciones aristocráticas con pruebas y limpieza de sangre, en sociedades de socorros mutuos para monopolizar las cátedras de las universidades, las prebendas de las catedrales, las togas y hasta las prelacías, y, finalmente, en asilo y hospedería de segundones ilustres o de mayorazgos de poca renta, que vivían de las muy pingües del colegio a título de colegiales huéspedes; todo lo cual parecía muy bien a los rectores, a trueque de que no rebajasen su dignidad y la del colegio aceptando un curato parroquial o ejerciendo la abogacía; caso nefando y que hacía borrar al reo de los registros de la comunidad. Y los que en otros tiempo habían fatigado las prensas con tantos y tan sabios escritos, cuya sola enumeración llena una cumplida biografía (2291), donde figuran, amén de otros no tan [460] ilustres, los nombres indelebles de Alonso de Madrigal, de Pedro de Osma, de Hernán Pérez de Oliva, de Pedro Ciruelo, de Do mingo de Soto, de Gaspar Cardillo de Villalpando, de Martín de Azpilcueta, de D. Diego de Covarrubias, de Pedro Fontidueñas, de Alvar Gómez de Castro, de Juan de Vergara, de D. García de Loaysa y de D. Fancisco de Amaya vegetaban en la más triste ignorancia, hasta haberse dado el lastimoso caso de emplear los colegiales de Alcalá para una función de pólvora buena parte de los manuscritos arábigos que el cardenal Jiménez les había dejado, aunque no los códices hebreos de la Poliglota, como malamente, y para informar a nuestra Universidad, que siempre los ha conservado con veneración casi religiosa, se viene diciendo.
Con sólo que fuese verdad la tercera parte de los cargos acumulados por Pérez Bayer, cuya sabiduría y buena fe nadie pone en duda, merecería plácemes la idea de reformar los colegios, aunque no el modo violento con que la llevó a cabo Roda, secundado o no contrariado por algunos colegiales, como el arzobispo Lorenzana y el mismo Azara. Con volver a su antiguo cauce y benéfico instituto aquellas corporaciones, que aún mantenían íntegras sus cuantiosas rentas, se hubieran cortado de raíz los abusos; pero en España nunca hemos entendido el insistere vestigiis, y el reformar ha sido siempre para nosotros sinónimo de demoler. Desde el momento en que el Consejo se arrogó el derecho de examinar las antiguas constituciones y de vedar la provisión de nuevas becas (15 y 22 de febrero de 1771), los colegiales pudieron prepararse a su completa ruina, la cual les sobrevino por decreto de 21 de febrero de 1777, que en tiempos de Carlos IV coronó Godoy incautándose malamente de sus bienes y vendiéndolos en parte (2292).
Muchos de los colegios de jesuitas se destinaron a seminarios, y algunos obispos introdujeron en ellos reformas útiles, pero no sin algún virus galicano. Así, el obispo de Barcelona, D. José Climent (2293), prelado ciertamente doctísimo y benemérito, uno de los restauradores de la elocuencia sagrada, hombre austero, con austeridad un poco jansenística. Ya en su primera pastoral (1766) habló de reforma del estado eclesiástico por medio de sínodos que restableciesen la pureza y el rigor de la disciplina antigua. Después de la expulsión de los jesuitas publicó (en 1768) una carta y una instrucción pastoral, llenas de declamaciones contra la escolástica, el probabilismo, la concordia de Molina [461] y las que él llama opiniones laxas. Ni siquiera le satisface la Suma de Santo Tomás, y muestra deseos de que se escriba otro curso de teología, quitando las cuestiones inútiles que el Santo tiene, y prefiriendo a la lectura de los teólogos la de los Padres y concilios. Tan lejos llevaba su monomanía antijesuítica, que, habiendo de encabezar con un cierto libro francés Sobre el sacramento del matrimonio, traducido por la condesa de Montijo, no perdió ocasión de maltratar furiosamente al sutilísimo casuista Tomás Sánchez, de grotesca celebridad entre bufones ignorantes. Y, por otra parte, era tal el calor con que Climent hablaba de la autoridad episcopal, que los mismos regalistas, cuyo episcopalismo no era sincero en el fondo ni pasaba de una añagaza llegaron a alarmarse, y encargaron por real orden de 14 de octubre de 1769, que subscribió el conde de Aranda, hacer examen escrupuloso de los escritos, sermones y pastorales del obispo, de Barcelona, en los cuales se habían querido notar proposiciones ofensivas a la potestad pontificia y a la majestad real. Pero los censores, que fueron cinco arzobispos y los dos generales de la Merced y del Carmen, reconocieron en el autor muy sólida doctrina y un celo episcopal digno de los Basilios y Crisóstomos (2294). En nuestra literatura eclesiástica será memorable [462] por haber promovido una excelente edición de las obras de San Paciano, antecesor suyo en la mitra (2295).
Pero de las libertades y tradiciones de la Iglesia española se hacía en el fondo poco caso. Por entonces cesaron los concilios provinciales y sínodos diocesanos, que habían sido frecuentes en los primeros años del siglo; y cesaron porque el Consejo, es decir, el fiscal Campomanes, se empeñó en someterlos a su soberana inspección para que no perjudicasen a las regalías de la Corona; ordenando además el tiempo de su celebración y haciendo intervenir en ellos, a guisa de vigilantes, a los fiscales de las audiencias (10 de junio de 1768, 15 de enero de 1784).
Desde que Floridablanca fue ministro amansó un poco aquel furor y manía de legislar en cosas eclesiásticas. El mismo Aranda, hecho más tolerante a fuerza de escepticismo, escribía a Floridablanca desde la Embajada de París, en 10 de mayo de 1785, que quizá convendría dejar volver a los jesuitas expulsos y que con las universidades se tuviera tolerancia, prohibiendo sólo los nombres de escuela: tomista, escotista, suarista y de cualquier otro autor pelagatos (sic). ¡Pelagatos Santo Tomás, Escoto y Suárez! ¡Cómo habían puesto el seso al pobre señor sus amigos D'Alembert y Raynal!
Campomanes, elevado en 1783 de fiscal a gobernador del Consejo, fue haciéndose, cada día más autoritario y duro, pero menos reformador. Su biógrafo, González Arnao, canonista de su escuela, y aun algo más, biógrafo suyo (y afrancesado después), confiesa que «mientras gobernó el Consejo disminuyó extraordinariamente la vehemencia y ardor con que había desempeñado el oficio fiscal; de modo que se le veía muy detenido y mesurado en cosas que antes parecía querer llevar a todo su extremo» (2296). Más adelante le hizo efecto terrorífico la revolución francesa, y sintió en la vejez remordimientos causados por la celebridad adquirida en su juventud. Así lo afirmó en las Cortes de Cádiz (sesión de 8 de enero de 1813) el diputado D. Benito Hermida, muy sabedor de sus interioridades harto más que Argüelles, que vanamente quiso desmentirle (2297). [463]
También el conde de Floridablanca, ministro ya y presidente de la Junta de Estado, se mostró persona muy distinta del D. José Moñino, embajador en Roma. El regalismo de la Instrucción reservada de 1787 no corre parejas con el que había mostrado siendo fiscal del Consejo. Vémosle recomendar filial correspondencia con la Santa Sede, sin que por ningún caso ni accidente dejen de obedecerse y venerarse las resoluciones tomadas en forma canónica por el Santo Padre; y decoro y prudencia en la defensa del patronato, acudiendo a indultos y concesiones pontificias aun en aquellas cosas que en rigor podrían resolverse por la sola autoridad regia; proponer medios suaves y lentos para la desamortización y reforma de regulares; favorecer el Santo Tribunal de la Inquisición mientras no se desviase de su instituto, que es perseguir la herejía, apostasía y superstición, procurando que los calificadores sean afectos a la autoridad real, y hasta promover las conversiones al catolicismo dentro y fuera de España. En suma, si no se hablase tanto de regalías y no se mostrase tanta aversión a los sínodos diocesanos, no parecería que esta parte de la Instrucción (2298) había salido de la pluma de Floridablanca.
Andando el tiempo, le sobrecogió la revolución francesa; quiso obrar con mano fuerte y no pudo; le derribó una intriga cortesana en tiempo de Carlos IV, y fue desterrado a Pamplona, y luego a Murcia, donde los años, la soledad y la desgracia fueron templando sus ideas hasta el punto de ser hombre muy distinto, si bien no curado de todos sus antiguos resabios, cuando el glorioso alzamiento nacional de 1808 le puso al frente de la Junta Central. Pero entonces su antiguo vigor se había rendido al peso de la edad, y nada hizo, ni mostró más que buenos deseos. Cuentan los ancianos que en Sevilla solían decir: «Si logramos arrojar a los franceses, una de las primeras cosas que [464] hay que hacer es reparar la injusticia que se cometió con los pobres jesuitas.» Y de hecho procuró repararla, como presidente de la Junta, alzando la confinación a aquellos infelices hermanos nuestros (sic) por decreto de 15 de noviembre de 1808, uno de los pocos que honran a la Central. Dícese, aunque no con seguridad completa, que en Sevilla hizo, antes de morir, una retractación en forma de sus doctrinas antiguas. Y bien tenía de qué arrepentirse aun como político, que no acreditan ciertamente su sagacidad el imprudente auxilio dado a las colonias inglesas contra su metrópoli, para ejemplo y enseñanza de las nuestras, ni la triste paz de 1784, fruto mezquino de una guerra afortunada en que estuvimos a pique de recobrar a Gibraltar (2299).