- V -
El enciclopedismo en las letras humanas. -Propagación de los libros franceses. -Procesos de algunos literatos: Iriarte, Samaniego. -Prensa enciclopedista. -Filosofismo poético de la escuela de Salamanca. -La tertulia de Quintana. -Vindicación de Jovellanos.
Además de los decretos oficiales y de la economía política irreligiosa, organizada en sociedades, y de las cátedras de filosofía sensualista, era eficacísimo elemento de desorganización la poesía y la amena literatura, que en el siglo XVIII tienen poco valor estético, pero mucho interés social. Todavía quedaban en la España de entonces venerables reliquias de los buenos estudios pasados; todavía era frecuente el conocimiento de los modelos de la antigüedad griega y romana, no eran desconocidos los italianos; de los nuestros del buen siglo, sobre todo de los líricos, teníase más que mediana noticia, y algunos los imitaban con discreta habilidad en cuanto a la forma más externa. Pero todo grande espíritu literario, así el original y castizo como el de imitación sobria y potente, habían huido, y en los mejores sólo quedaba la corteza. El viento de Francia se nos había calado hasta los huesos; y el prosaísmo endeble, la timidez elegante, la etiqueta de salón, la ligereza de buen tono, el esprit enteco y aquella coquetería o sutileza de ingenio que llamaban mignardise lo iban secando todo. Ni paraba aquí el daño, porque los libros franceses, que eran entonces insano alimento de nuestra juventud universitaria, tras de difundir un sentimentalismo de mala ley, enfermizo y pedestre, nos traían todo género de utopías sociales, de bestiales regodeos materialistas y de burlas y sarcasmos contra todo lo que por acá venerábamos.
Las escasas traducciones de los enciclopedistas franceses y de sus afines que por aquellos días se hicieron no bastan ni con mucho, a dar idea de la extraordinaria popularidad de la [531] literatura de allende los puertos en España. La censura estaba vigilante, a lo menos para evitar el escándalo público de las traducciones. Del mismo Montesquieu no se conoció en lengua vulgar el Espíritu de las leyes hasta el año 20, en que Peñalver le tradujo; ni las Cartas persas hasta después de 1813, cuando el abate Marchena las hizo correr a sombra de tejado. Más suerte tuvieron las obras propiamente literarias de Voltaire; dos veces se tradujo en verso castellano su Henriada, la primera por un afrancesado, dicho D. Pedro Bazán y Mendoza (1816); la segunda, por D. José Joaquín de Virués y Espínola (1821) (2430), si bien una y otra, aunque hechas muchos años antes, se publicaron ya fuera del período que historiamos. Voltaire pasaba por oráculo literario aun entre sus enemigos; y la misma Inquisición española, que por edicto de 18 de agosto de 1762 prohibió todas sus obras aun para los que tuviesen licencias, dejaba traducir libremente sus tragedias y sus historias con tal que en la portada no se expresase el nombre del autor, mal sonante siempre a oídos piadosos. Por no haber guardado esta precaución sufrió censura La muerte de César, que tradujo el ministro Urquijo.
Por el teatro, más que por ningún otro camino, penetró Voltaire en España. Pero ha de distinguirse siempre entre las tragedias de su primera manera, simples ejercicios literarios sin mira de propaganda, y las de su vejez, muy inferiores a las otras en la relación artística, verdaderos pamphlets contra el sacerdocio, en forma dialogada, las cuales, si en la historia del arte pesan poco, para la historia de las ideas en el siglo XVIII no son indiferentes. Nuestra escena, como todas las de Europa, vivía en gran parte de los despojos de Voltaire. De su obra maestra, la Zaira, donde la inspiración cristiana y patriótica levanta a veces extraordinariamente al poeta y le hace lograr bellezas de alta ley, a despecho de su escepticismo, como si Dios se hubiera complacido en hacerle poeta, por excepción, la única vez que buscó la inspiración por buen camino, fueron leídas y aplaudidas en España hasta tres versiones sucesivas; una, de D. Juan Francisco del Postigo (D. Fernanclo Jugazzis Pilotos, 1765); otra de Olavide (1782), y otra, de D. Vicente García de la Huerta (2431) ingenio muy español y de mucha pompa y sonoridad, que fácilmente eclipsó a los restantes, dilatándose hasta nuestros días la fama tradicional de su Zaira sostenida por el recuerdo de Maiquez. El huérfano de la China, tragedia ya de decadencia, y una de aquellas en que el patriarca siguió su favorita manía de ensalzar, en odio a los hebreos, la prodigiosa antigüedad y cultura del celeste imperio, fue puesta [532] en verso castellano, con pureza de lenguaje, pero sin nervio, por D. Tomás de Iriarte y representada en los Sitios Reales para cuyo teatro tradujo por superior encargo (desde 1769 a 1772) el mismo discretísimo intérprete otras piezas dramáticas francesas, entre ellas La escocesa, comedia de Voltaire o más bien sátira indigna contra su émulo Frerón (2432). Alzira o los americanos tuvo peor suerte, cayendo en manos del inhabilísimo D. Bernardo María de Calzada (2433), que acabó de estropear aquel supuesto cuadro de costumbres americanas, en que un cacique indio se llama Zamora. Mahoma o el fanatismo, absurdo melodrama, lleno de inverosímiles horrores, con cuyo exótico tejido se propuso Voltaire herir por tabla el fanatismo cristiano, abroquelándose para mayor seguridad con una humilde dedicatoria a Benedicto XIV (2434), no llegó con eso a representarse en Francia cuando su autor lo escribió, e igual suerte tuvo en España la traducción, nada vulgar, de D. Dionisio Solís, apuntador del teatro del Príncipe, que también dejó inédita La Gazmoña o La Prude, comedia del mismo Voltaire, refundición de la escabrosísima del poeta inglés Wicherley The Plain Dealer (2435). El marqués de Palacios, D. Lorenzo de Villavel, pésimo dramaturgo, dio a las tablas la Semíramis, llegando a hacer proverbial la Sombra de Nino, que se tuvo entonces en Francia y en España por grande atrevimiento dramático. Un D. José Joaquín Mazuelo arregló a nuestra escena la Sofonisba. Y por los mismos años, en tan apartada región como Caracas, entretenía sus ocios juveniles el luego eminentísimo filósofo y poeta Andrés Bello, poniendo en endecasílabos castellanos otra de las más infelices tragedias de Voltaire, la Zulima. ¿Y cómo admiramos de que tal afición despertasen obras que hoy nos parecen tan pálidas e insignificantes, cuando recordamos que el primer ensayo del futuro poeta de los Amantes de Teruel fue, allá por los años de 1830, una refundición de la Adelaida Duguesclin, trocada en Floresinda?
Voltaire tenido hoy entre los suyos por trágico de segundo orden, y esto sólo en cuatro o cinco de sus tragedias, era para nuestros literatos de principios del siglo uno de los tres reyes de la escena, de la escena francesa se entiende, porque ellos no sabían de otra. Quintana, en su Ensayo didáctico sobre las reglas del drama (escrito en 1791), no encuentra elogio bastante para el teatro de Voltaire, «por que se propuso destruir la superstición en Mahoma y dar lecciones de humanidad en Alzira». Sus tragedias de asunto griego y romano no fueron tan bien [533] recibidas; agradaron más las de Alfieri por más austeras y republicanas, y fue suerte grande que el Bruto o Roma libre y el Orestes lograsen intérpretes como Savillón y Solís, que se acercaron muchas veces a la viril y nerviosa poesía del original italiano. Alfieri fue el ídolo de los literatos soñadores de libertades espartanas; así Cienfuegos en el Idomeneo y en el Pítaco, que la Academia Española no premió por encontrarla demasiado revolucionaria, aunque en desquite abrió las puertas al autor, y Quintana en su Pelayo, obra de efecto político, pero de ningún efecto dramático ni color local de época alguna. El teatro a fines del siglo XVIII iba tomando, más o menos inocentemente, más o menos a las claras, cierto carácter de tribuna y de periodismo de oposición. Por una parte, las declamaciones alfierianas contra el ente de razón llamado tirano, especie de cabeza de turco, en quien viene ensañándose el flujo retórico de muchos colegiales desde el siglo XVI acá. A cada paso resonaban en nuestro teatro aquellas máximas huecas de libertad política abstracta, que, juntamente con las lecciones del derecho natural de algunas universidades, iban calentando muchas cabezas juveniles y enamorándolas de un ideal mezclado de tiesura estoica y énfasis asiático, al cual se juntaba, para echarlo a perder todo, la filantropía, que Hermosilla llamó donosamente panfilismo. De aquí que la moral casera y lacrimatoria de los dramas de Diderot, dramas mímicos en gran parte, puesto que entran en ellos por mucho el gesto y las muecas, tuviese grandes admiradores, que no son tanto de culpar los pobrecillos, ya que el gran crítico alemán Lessing claudicó como ellos, elogiando en su Dramaturgia aquellos peregrinos engendros. El hijo natural fue traducido por Calzada, y del Padre de familia se hicieron nada menos que tres versiones distintas: una, del marqués de Palacios; otra, de D. Juan Estrada, y la tercera, de D. Francisco Rodríguez de Ledesma, que por entonces imitaba o parodiaba también varias tragedias de Alfieri, de ellas la Virginia y la Conjuración de los Pazzi (2436).
Así se mantuvo la tradición de este teatro precursor y compañero de las novedades políticas, del cual fueron las últimas y más señaladas muestras en las dos épocas constitucionales del 12 y del 20 La viuda de Padilla, de Martínez de la Rosa; el Lanuza, de D. Ángel Saavedra, y el Juan Calás y el Cayo Graco, traducidos de José María Chenier por D. Dionisio Solís.
No estaban tan fácilmente abiertos al nuevo espíritu otros géneros como el teatro. Sólo muy tarde y clandestinamente publicó el abate Marchena, como veremos en su biografía, su traducción exquisita, en cuanto a la lengua, de las Novelas y Cuentos de Voltaire, y del Emilio y de la Julia, de Rousseau. Un D. Leonardo de Uría trasladó en 1781 la Historia de Carlos XII, no sin que el Santo Oficio mandase borrar algunas [534] líneas (2437). Por Asturias se esparcieron en 1801 algunos ejemplares de una traducción del Contrato social, que se decía impresa en Londres en 1799, y que sirvió para perder a Jovellanos, de quien el anónimo traductor hacía grandes elogios en una nota (2438). La historia natural, de Buffon, con su teoría de la tierra y demás resabios de mala cosmogonía, fue lectura vulgar de muchos españoles desde 1785, en que D. José Clavijo y Fajardo, héroe de una historia de amor en las Memorias de Beaumarchais y en una comedia de Goethe, la tradujo con gran pureza de lengua, de tal modo que aun hoy sirve de modelo (2439). Mayor atrevimiento fue poner en castellano la Enciclopedia metódica, y, sin embargo, en tiempo de Floridablanca, el editor Sancha acometió la, empresa, contando con la protección oficial, que luego le faltó. Sólo llegaron a salir los tomos de Gramática y Literatura, cuya revisión corrió a cargo del P. Luis Mínguez, de las Escuelas Pías, buen humanista. Hasta aquí se llegó por entonces; sólo a favor de la revolución política y de la ruina del Santo Oficio corrieron de mano en mano, hasta inundar todos los rincones de la Península, los infinitos libelos anticristianos de Voltaire, Diderot, Holbach, Dupuis y Volney. En la biografía de Meléndez, su maestro, habla Quintana en términos muy embozados de cierta misteriosa causa sobre la impresión de las Ruinas, de Volney, formada después de la caída del conde de Aranda. «Vióse en ella -dice- dar a una simple especulación de contrabando el carácter de una gran conjuración política y tratar de envolver como reaccionarios y facciosos a cuantos sabían algo en España. Las cárceles se llenaron de presos, las familias de terror, y no se sabe hasta dónde la rabia y la perversidad hubieran llevado tan abominable trama si la disciplina ensangrentada de un hombre austero y respetable y el ultraje atroz que con ocasión de ella se le hizo no hubieran venido oportunamente a atajar este raudal de iniquidades» (2440). Confieso no en tender palabra de este sibilino párrafo, y todavía aumenta más mi confusión lo que en nota añade Quintana. «Para los lectores que no tengan noticias de este acontecimiento singular, no basta la indicación sumaria que aquí se hace, y quizá sería conveniente... para escarmiento público entrar en largas explicaciones. Pero el pudor y la decencia no se lo consienten a la historia.» ¿Qué escandaloso misterio habrá en todo esto?
Extendido prodigiosamente el conocimiento de la lengua francesa desde que el P. Feijoo dio en recomendarle con preferencia al de la griega, que él ignoraba, no eran necesarias traducciones para que las ideas ultrapirenaicas llegasen a noticia [535] de la gente culta. En vano menudeaba la Inquisición sus edictos. Estos mismos edictos y el Índice de 1790 y el Suplemento de 1805 denuncian lo inútil de la resistencia. No sólo figuran allí todos los padres y corifeos de la impiedad francesa, sino todos los discípulos, aun los más secundarios, y además una turbamulta de libros obscenos y licenciosos que venían mezclados con los otros, o en que la depravación moral se juntaba con la intelectual y le servía para insinuarse, a modo de picante condimento (2441). La misma abundancia de libros franceses y la exactitud con que se dan las señas indican cuán grande era la plaga. El poder real intervino a veces, pero de una manera desigual e inconsecuente, que frustró y dejó vanas todas sus disposiciones. Así, por ejemplo, en 21 de junio de 1784 se prohibió la introducción de la Enciclopedia metódica, circulando órdenes severísimas a las aduanas. En 5 de enero de 1791 se mandó entregar todo papel sedicioso y contrario a la felicidad pública. Por circulares del Consejo de 4 de diciembre de 1789, 2 y 28 de octubre de 1790 y 30 de noviembre de 1793 se vedaron, entre otras obras de menos cuenta, los opúsculos titulados La Francia libre, De los derechos y deberes del ciudadano, Correo de París o publicista francés. En el año 92 el peligro arrecia, y las prohibiciones gubernativas también. Por real orden de 15 de julio y cédula del Consejo de 23 de agosto de 1792 se manda recoger en las aduanas y enviar al Ministerio de Estado «todo papel impreso o manuscrito que trate de la revolución y nueva Constitución de Francia desde su principio hasta ahora», y no sólo los libros, sino los abanicos, cajas, cintas y otras maniobras (sic por manufacturas) que tengan alusión a los mismos asuntos. Aún es más singular y estrafalaria otra disposición de 6 de agosto de 1790, que prohíbe la venta de ciertos chalecos que traían bordada la palabra Liberté.
¿De qué serviría todo este lujo de prohibiciones, si al mismo tiempo se arrancaba al Santo Oficio, más o menos a las claras, su antigua jurisdicción sobre los libros, mandando que todos los escritos en lengua francesa se remitiesen a los directores generales de Rentas, y por éstos al gobernador del Consejo? ¿Quién no sabe que nuestras oficinas de entonces pululaban de regalistas volterianos? Por eso la legislación de imprenta en aquel desdichado período es un caos indigesto y contradictorio, masa informe de flaqueza y despotismo y monumento insigne de la torpe ignorancia de sus autores. Corruptissimae republicae plurimae leges. Las pragmáticas menudeaban y unas reñían con otras. Lo mismo se prohibían los libros en pro de la revolución que en contra; ni había en Godoy y los suyos espíritu formal [536] de resistencia, sino miedo femenil y absoluta inopia de todo propósito fecundo. En todo aquel siglo llevábamos errado el camino, y no habían de ser ellos, contagiados hasta los huesos, los que le enderezasen, reanudando el majestuoso curso de la vieja civilización española. En todo se procedía a ciegas. Un día se vedaba la entrada de la Constitución francesa (28 de julio de 1793), y al año siguiente se recogía una defensa de Luis XVI o se negaba el pase al libro de Hervás y Panduro. Se hacía un reglamento en 11 de abril de 1805 creando un juzgado de imprentas, con jurisdicción absoluta e independiente de la Inquisición y del Consejo de Castilla; y al frente del nuevo tribunal, fundado para proteger «la religión, buenas costumbres, tranquilidad pública y derechos legítimos de los príncipes», se ponía a un volteriano refinado, el abate D. Juan Antonio Melon. Así toda providencia resultaba irrisoria; los dos revisores que por real orden de 15 de octubre de 1792 (2442) habían de presidir en las aduanas al reconocimiento de los libros, lo dejaban correr todo, por malicia o por ignorancia, a título de obras desconocidas o que no constaban nominatim en los índices, siendo imposible que éstos abarcasen todos los infinitos papeles clandestinos que abortaban sin cesar las prensas francesas, ni mucho menos contuvieran los dobles y triples títulos con que una misma obra se disimulaba. Además era frecuente poner en los tejuelos un rótulo muy diverso del verdadero contenido del libro, y no era caso raro que las cubiertas de un San Basilio o de un San Agustín sirviesen para amparar volúmenes de la Enciclopedia. No exagero si digo que hoy mismo están inundadas las bibliotecas particulares de España de ejemplares de Voltaire, Rousseau, Volney, Dupuis, etc., la mayor parte de los cuales proceden de entonces. En tiendas de los libreros se agavillaban los descontentos para conspirar casi públicamente, tratando de subvertir nuestra Constitución política. Así lo dice una ley de enero de 1798, que encarga, asimismo, inútil vigilancia, a los rectores de universidades, colegios y escuelas para que no dejen en manos de los estudiantes libros prohibidos, ni permitan defender conclusiones impías y sediciosas. En esto el escándalo había llegado a su colmo. En abril de 1791 sostuvo en la Universidad de Valladolid el doctor D. Gregorio de Vicente, catedrático de Filosofía, veinte proposiciones saturadas de naturalismo (2443) sobre el modo de examinar, defender y estudiar la verdadera religión. La primera decía a la letra: «No podemos creer firmemente lo que no hemos visto ni oído.» El Santo Oficio prohibió las conclusiones por edicto de 2 de diciembre de 1797, y el Dr. Vicente abjuró con penitencias, después de una prisión de ocho años, salvándole de [537] mayor rigor la protección de un tío suyo inquisidor de Santiago. Tan graves eran sus proposiciones, aunque a Llorente le parecieron ortodoxas (2444). Hasta siete u ocho cuadernos más de conclusiones escandalosas tuvo que recoger la Inquisición en menos de nueve años. ¡Cuántas más se sostendrían en actos públicos, sin imprimirse!
Las huellas de esta anarquía y depravación intelectual han quedado bien claras en la literatura del siglo XVIII, y ciego será quien no las vea. Hay quien descubre ya huellas de espíritu volteriano en tiempo de Felipe V, y trae a cuento la sazonadísima sátira de D. Fulgencio Afán de Ribera intitulada Virtud al uso y mística a la moda (2445). Prescindamos de que en 1729, en que las cartas de Afán de Ribera salieron a luz, apenas comenzaba a darse a conocer Voltaire en su propia tierra, y más como poeta que como librepensador. Pero, fuera de esto, la Virtud al uso, aunque es cierto que la Inquisición (2446) la prohibió por el peligro de que las burlas del autor sobre la falsa devoción se tomasen por invectiva contra la devoción verdadera, no arguye espíritu escéptico ni la más leve irreligiosidad en el ánimo de su autor, que era en ideas y estilo un español de la vieja escuela, tan desenfadado como los del siglo XVII, pero tan buen creyente como ellos. Sus libertades son a lo Quevedo y a lo Tirso. Más que otra cosa, su libro parece una chanza sangrienta contra los iluminados y molinosistas.
Por entonces, nadie hacía gala de las condenaciones del Santo Oficio, antes remordían o pesaban en la conciencia cuando por ignorancia o descuido se incurría en ellas. Al buen doctor D. Diego de Torres y Villarroel le prohibieron un cuaderno intitulado Vida natural y católica, y él, cuando oyó leer por acaso el edicto en una iglesia de Madrid, «atemorizado y poseído de rubor espantoso, se retiró a buscar el ángulo más oscuro del templo, y luego por las callejas más desusadas se retiró a su casa, pareciéndole que las pocas gentes que le miraban eran ya noticiosas de su desventura y le maldecían en su interior».
Pero cambiaron los tiempos, y llegaron otros en que, como decía el coplero Villarroel, distinto del Dr. Torres:
Hasta la misma herejía,
si es de París, era acepta.
«Comíamos, vestíamos, bailábamos y pensábamos a la francesa», añade Quintana, y la autoridad es irrecusable. En lo literario, quizá Moratín el padre y algún otro se libraron a veces del contagio; en las ideas, casi ninguno. Gloria fue de D. Nicolás resistir noblemente las sugestiones del conde de Aranda, que le inducía a escribir contra los jesuitas, a lo cual respondió con aquellos versos del Tasso: [538]
Nessuna a me col busto esangue e muto
riman piu guerra: egli mori qual forte (2447).
Algún tributo pagó en sus mocedades a la poesía licenciosa (2448), llaga secreta de aquel siglo e indicio no de los menores de la descomposición interior que le trabajaba. No es lícito sacar a plaza ni los títulos siquiera de composiciones infandas que, por honra de nuestras letras, hemos de creer y desear que no estén impresas, pero sí es necesario dejar consignado el fenómeno histórico de que, así en la literatura castellana y portuguesa como en la francesa e italiana, fueron los versos calculadamente lúbricos y libidinosos (no los ligeros, alegres y de burlas, desenfado más o menos intolerable de todas épocas, a veces sin extremada malicia de los autores) una de las manifestaciones más claras, repugnantes y vergonzosas del virus antisocial y antihumano que hervía en las entrañas de la filosofía empírica y sensualista, de la moral utilitaria y de la teoría del placer. Todos los corifeos de la escuela francesa, desde Voltaire, con su sacrílega Pucelle d'Orleans y con los cuentos de Guillermo Vadé, hasta Diderot, con el asqueroso fango de las Alhajas indiscretas o de La religiosa, mancharon deliberadamente su ingenio y su fama en composiciones obscenas y monstruosas, no por desenvoltura y fogosidad juvenil, sino por calculado propósito de poner las bestialidades de la carne al servicio de las nieblas y ceguedades del espíritu. No era la lujuria grosera de otros tiempos, la de nuestro Cancionero de burlas, por ejemplo, sino lujuria reflexiva, senil, refinada y pasada por todas las alquitaras del infierno. ¡Cuánto podía decirse de esta literatura secreta del siglo XVIII y de sus postreras heces en el XIX (2449) si el pudor y el buen nombre de nuestras letras no lo impidiesen! ¡Cuánto de los cuentos del fabulista Samaniego y de aquellos cínicos epigramas contra los frailes atribuidos a una principalísima [539] señora de la corte que por intermitencias alardeaba de austeridades jansenistas!
Y, aun sin descender a tales spintrias y lodazales, es siempre mal rasgo para el historiador moralista la abundancia inaudita de la poesía erótica, no apasionada y ardiente, sino de un sensualismo convencional, amanerado y empalagoso, de polvos de tocador y de lunares postizos; mascarada impertinente de abates, petimetres y madamiselas disfrazados de pastores de la Arcadia; contagio risible que se comunicó a toda Europa so pretexto de imitación de lo antiguo, como si la antigüedad, aun en los tiempos de su extrema decadencia, aun en os desperdicios de la musa elegíaca del Lacio, si se exceptúa a Ovidio, hubiera tenido nunca nada de común con esa contrahecha, fría, desmazalada y burdamente materialista apoteosis de la carne, no por la belleza, sino por el deleite. Y crece el asombro cuando se repara que la tal poesía era cultivada en primer término por graves magistrados y por doctos religiosos y por estadistas de fama, y, lo que aún es más singular que todo, valía togas y embajadas y aun prebendas y piezas eclesiásticas. Hasta treinta y tres odas, entre impresas e inéditas, dedicó Meléndez a la paloma de Filis y a sus caricias y recreos, sin que, a pesar de la mórbida elegancia del estilo del poeta, resultasen otra cosa que treinta y tres lúbricas simplezas, cuya lectura seguida nadie aguanta. ¡Todo para decir mal y prolijamente lo que un gran poeta de la antigüedad dijo en poco más de dos versos:
............plaudentibus alis
insequitur, tangi patiens, cavoque foveri
laeta sinu, et blandas iterans gemebunda querelas!
¿Qué decir de un poeta que se imagina convertido en palomo, y a su amada en paloma, cubriendo a la par los albos huevos? Y no digamos nada de la intolerable silva de El palomillo, que el mismo Meléndez no se atrevió a imprimir, aunque su indulgente amigo Fr. Diego González la ponía por las nubes (2450). Del mismo género son La gruta del amor, El lecho de Filis, y otras muchas, cuyos solos títulos, harto significativos, justifican demasiado la tacha de afeminación y molicie que les puso Quintana en medio de la veneración extraordinaria que por su maestro sentía. Que un magistrado publicara sin extrañeza de nadie volúmenes enteros de esta casta de composiciones, es un rasgo característico del siglo XVIII. Lo mismo escribían todos cuando escribían de amores; poesías verdaderamente apasionadas, de fijo no hay una sola. Cadalso anduvo frenético y delirante por una comedianta, la quiso aun después de muerta, y hasta intentó desenterrar con sacrílegos intentos su cadáver; y, con todo eso, no hay un solo rasgo de emoción en los versos que la dedicó, ni en las afectadísimas Noches que compuso siguiendo a Young (2451). [540]
Este coronel Cadalso, ingenio ameno y vario, maestro de Meléndez y uno de los padres y organizadores de la escuela salmantina, se había educado en Francia, y volvió de allí encantado, según dice su biógrafo, «de Voltaire, de Diderot y de Montesquieu». Imitó las Cartas persas, del último, en unas Cartas marruecas, harto más inocentes que su modelo, y aun tan inocentes, que llegan a rayar en insípidas. El espíritu no es malo en general, y parece como que tira a defender a España de las detracciones del mismo Montesquieu y otros franceses.
De Cadalso no consta que fuese irreligioso; del fabulista Iriarte y de su émulo D. Félix María Samaniego, sí; y ambos dieron en qué entender al Santo Oficio. Llorente (2452) cuenta mal y con oscuridad entrambos procesos o porque no los supiera bien o porque quisiera disimular. Sólo dice de D. Tomás de Iriarte «que fue perseguido por la Inquisición en los últimos años del reinado de Carlos III como sospechoso de profesar la filosofía anticristiana; que se le dio por cárcel la villa de Madrid, con orden de comparecer cuando fuese llamado; que el procedimiento se instruyó en secreto; que se declaró a Iriarte leviter suspectus y que abjuró a puerta cerrada, imponiéndosele ciertas penitencias». La tradición añade que entonces fue desterrado a Sanlúcar de Barrameda.
Aunque por los altos empleos y el favor notorio que Iriarte y sus hermanos disfrutaban en la corte se hizo noche alrededor del proceso, aun existen la pieza capital de él, mejor dicho, el cuerpo del delito, el cual no es otro que una fábula que, después de andar mucho tiempo manuscrita en poder de curiosos, llegó a estamparse en El Conciso, periódico de Cádiz, durante primera época constitucional, y de allí pasó a la Biblioteca Selecta, publicada por Mendíbil y Silvela en Burdeos el año 1819. Es la poesía heterodoxa más antigua que yo conozco en lengua castellana. Se titula La barca de Simón, es decir, la de San Pedro:
Tuvo Simón una barca
no más que de pescador,
y no más que como barca
a sus hijos la dejó.
Mas ellos tanto pescaron
e hicieron tanto doblón,
que ya tuvieron a menos
no mandar buque mayor.
La barca pasó a jabeque,
luego a fragata pasó;
de aquí a navío de guerra,
y asustó con su cañón.
Mas ya roto y viejo el casco
de tormentas que sufrió,
se va pudriendo en el puerto.
¡Lo que va de ayer a hoy! [541]
Mil veces lo ha carenado,
y al cabo será mejor
desecharle y contentarnos
con la barca de Simón (2453).
Samaniego, sobrino del conde de Peñaflorida y uno de los fundadores de la Sociedad Económica Vascongada, se había educado en Francia, y, conforme narra su excelente biógrafo D. Eustaquio Fernández de Navarrete (2454), «allí le inocularon la irreligión: su corazón vino seco; se aumentó la ligereza de su carácter, y trajo de Francia una perversa cualidad, que escritores franceses han mirado como distintivo de su nación, y es la de considerar todas las cosas, aun las más sagradas, como objeto de burla o chacota». Pero no era propagandista, y se contentó con ser cínico y poeta licencioso al modo de La Fontaine, pues sabida cosa es que los fabulistas, como todos los moralistas laicos, han solido ser gente de muy dudosa moralidad. Compuso, pues, Samaniego, aparte de sus fábulas, una copiosa colección de cuentos verdes, que algunos de sus amigos más graves (mentira parecería si no conociéramos aquel siglo) le excitaban a publicar, y que todavía corren manuscritos o en boca de la gentes por tierras de Álava y la Rioja. En ellos suelen hacer el gasto frailes, curas y monjas, como era entonces de rigor. Tales desahogos, sin duda, y además las ideas non sanctas y los chistes de mala ley que Samaniego vertía en sus conversaciones, y que debían de escandalizar mucho más en un país como el vascongado, hicieron que el Tribunal de Logroño se fijara en él y hasta dictase auto de prisión en 1793. Samaniego, hombre de ilustre estirpe y muy bien emparentado, logró parar el golpe, yéndose sin tardanza a Madrid, donde, por mediación de su amigo D. Eugenio Llaguno, ministro de Gracia y Justicia, se arregló privadamente el asunto con el inquisidor general, Abad y la Sierra, jansenista declarado y grande amigo de Llorente.
Así y todo, es tradición en las Provincias que, a modo de penitencia, se ordenó a Samaniego residir algún tiempo en el amenísimo retiro del convento de carmelitas llamado el Desierto, entre Bilbao y Portugalete. Los frailes le recibieron y trataron con agasajo, y él les pagó con una sátira famosa y algunas partes saladísima, donde quiere pintar la vida monástica como tipo de ociosidad, regalo y glotonería (2455):
Verá entrar con la mente fervorosa
por su puerta anchurosa
los gigantescos legos remangados,
cabeza erguida, brazos levantados, [542]
presentando triunfantes
tableros humeantes,
coronados de platos y tazones,
con anguilas, lenguados y salmones.
Verá, digo, que el mismo presidente
levante al cielo sus modestas manos...
y al son de la lectura gangueante,
que es el ronco clarín de esta batalla,
todo el mundo contempla, come y calla.
Samaniego murió cristianamente, encargando al clérigo que le asistía que quemase sus papeles. Por desgracia, de los Cuentos (2456) habían corrido muchas copias, y la colección existe casi entera, aunque ha de advertirse que la gente de La Guardia y de otras partes de la Rioja alavesa la adiciona tradicionalmente con mil dicharachos poco cultos, que no es verosímil que saliesen nunca de los labios ni de la pluma de Samaniego, el cual era malicioso, pero con la malicia elegante de La Fontaine. Ejemplo sea, en otro género, aquel epigrama contra Iriarte:
Tus obras, Tomás, no son
ni buscadas ni leídas,
ni tendrán estimación,
aunque sean prohibidas
por la Santa Inquisición.
Y era verdad, aunque triste, por aquellos días, y bastante por sí sola para dar luz sobre el espíritu reinante, que las prohibiciones inquisitoriales eran doble incentivo y a veces el único para que se leyera un libro. Tal fue el caso del Eusebio, novela pedagógica de Montengón (2457). Montengón había sido novicio jesuita, participó noble y voluntariamente del destierro de la Compañía y la siguió en todas sus fortunas. No hay motivo para sospechar de la pureza de su fe. Y, sin embargo, poniéndose a imitar con escasa fortuna el Emilio, de Rousseau (2458) incurrió, como su modelo, en el yerro trascendental de no dar a su educando, en los dos primeros volúmenes, ninguna noción religiosa, ni aun de religión natural, ni siquiera las de existencia de Dios e inmortalidad del alma. Los únicos que tienen religión en el libro son los cuáqueros, de quienes el autor hace extremadas ponderaciones.
El escándalo fue grande, y aunque Montengón acudió a remediar el daño en los dos tomos siguientes, la Inquisición [543] prohibió el Eusebio, que logró con esto fama muy superior a su mérito; tanto, que para atajar el daño pareció mejor consejo irle expurgado en 1807. Desde entonces nadie leyó el Eusebio (2459).
Montengón, sin ser propiamente enciclopedista, adolecía de la confusión de ideas, propias de su tiempo. Así le vemos ensalzar, por una parte, en prosaicas odas a Aranda y a Campomanes, y presentar, por otra, en su novela pastoril El Mirtilo, la caricatura de un hidalgo portugués, especie de D. Quijote de la falsa filosofía, que va por la tierra desfaciendo supersticiones, al modo de aquel Mr. Le-Grand que, en tiempos más cercanos a nosotros, retrató con tosco pincel Siñériz, echando a perder un hermoso asunto.
Desfacedores de supersticiones comenzaban a ser, en tiempo de Montengón, los periodistas, mala y diabólica ralea, nacida para extender por el mundo la ligereza, la vanidad y el falso saber, para agitar estérilmente y consumir y entontecer a los pueblos, para halagar la pereza y privar a las gentes del racional y libre uso de sus facultades discursivas, para levantar del polvo y servir de escabel a osadas medianías y espíritus de fango, dignos de remover tal cloaca. Los papeles periódicos no habían alcanzado en tiempos de Carlos III la triste influencia que hoy tienen, y, aunque bastantes en número para un tiempo de régimen absoluto, se reducían a hablar de literatura, economía política, artes y oficios, con lo cual el mayor daño que podían hacer, y de hecho hacían, era fomentar la raza de los eruditos a la violeta, que Cadalso analizó, clasificó y nombró con tanta gracia, por lo mismo que él pertenecía a aquella especie nueva; a la manera que el francés Piron, tenacísimo en la manía de versificar, alcanzó por una vez en su vida la belleza literaria cuando hizo de su predilecta afición el asunto de su deliciosa comedia la Metromanía, que vivirá cuanto viva la lengua francesa.
Una ley de 2 de octubre de 1788 (no incluida en la Novísima) encarga a los censores especial cuidado para impedir que en los papeles públicos y escritos volantes «se pongan expresiones torpes o lúbricas, ni sátiras de ninguna especie, ni aun de materias políticas, ni cosas que desacrediten las personas, los teatros e instrucción nacional, y mucho menos las que sean denigrativas al honor y estimación de comunidades o personas de todas clases, estados, dignidades o empleos, absteniéndose de cualesquiera voces o cláusulas que puedan interpretarse o tener alusión directa contra el Gobierno y sus magistrados», etc.
A pesar de tan severas restricciones, como la fermentación de las ideas era grande, el espíritu enciclopédico se abrió fácil camino en las prensas, comenzando por atacar el antiguo teatro religioso y conseguir la prohibición de los autos sacramentales. [544]
Así lo hicieron Clavijo y Fajardo en varios artículos de El Pensador (1762), colección de ensayos a la manera de los del Spectator, de Addison; y Moratín el padre, en los Desengaños al teatro español, que, si no eran periódicos ni salían en plazo fijo, por lo menos deben calificarse de hojas volantes análogas al periodismo.
Otros fueron más lejos, y especialmente El Censor, que dirigía el abogado D. Luis Cañuelo, asistido por un cierto Pereira y por otros colaboradores oscuros, a los cuales se juntaba de vez en cuando alguno muy ilustre. Allí se publicaron por primera vez, desgraciadamente con mutilaciones que hoy no podemos remediar, las dos magníficas sátiras de Jovellanos y la Despedida del anciano, de Meléndez. El Censor fue desde el principio un periódico de abierta oposición, distinto de las candorosas publicaciones que le habían antecedido. «Manifestó -dice Sempere y Guarinos (2460)- miras arduas y arriesgadas, hablando de los vicios de nuestra legislación, de los abusos introducidos con pretexto de religión, de los errores políticos y de otras cosas semejantes.» En 1781 comenzó a publicarse, y los números llegaron a 161, aunque fue prohibido y recogido el 79 por real orden de 29 de noviembre de 1785. Sus redactores hacían gala de menospreciar y zaherir todas las cosas de España so pretexto de desengañarla, quejándose a voz en grito de que una cierta teología, una cierta moral, una cierta jurisprudencia y una cierta política nos tuviesen ignorantes y pobres, y repitiendo en son de triunfo aquella pregunta de la Enciclopedia: «¿Qué se debe a España? ¿Qué han hecho los españoles en diez siglos?» Llegaron a atribuir sin ambages nuestro abatimiento, ignominia, debilidad y miseria a la creencia en la inmortalidad del alma, puesto que, absortos con la esperanza de la vida futura, y no concibiendo más felicidad verdadera y sólida que aquélla, descuidábamos la corporal y terrena (Disc. 113, p. 849). Allí salieron a relucir por primera vez los obstáculos tradicionales, y El Censor se encarnizó, sobre todo, en la que podamos llamar crítica de sacristía, llenando sus números ya de vehementes invectivas contra la superstición, ya de burlas volterianas sobre las indulgencias, y las novenas, y el escapulario de la Virgen del Carmen, [545] y todo género de prácticas devotas. Otro día ofreció una recompensa al que presentase el título de cardenal para San Jerónimo y el de doctora para Santa Teresa de Jesús, e hizo gran chacota de los nombres pomposos que daban los frailes a los santos de su orden: el melifluo, el angélico, el querubín, el seráfico. Por todo esto, Cañuelo fue delatado varias veces al Santo Oficio, tuvo que abjurar de levi, a puerta cerrada, y mató el periódico a los cuatro años de publicación. También Clavijo y Fajardo, aunque se había aventurado menos, fue condenado a penitencias secretas y abjuró de levi como sospechoso de naturalismo, deísmo y materialismo, cosa nada de extrañar en quien había tratado familiarmente a Voltaire y al conde de Buffon en París.
A pesar de estos escarmientos y de las severas providencias oficiales para que «se respetase con veneración suma nuestra religión santa y todo lo que es anexo a ella», no cesó aquella plaga de críticos y discursistas menudos de que Forner se quejaba. De las ruinas de El Censor se alzaron, con el mismo espíritu. El Corresponsal del Censor y El Correo de los Ciegos de Madrid, y algo participó de él, aunque menos, El Apologista Universal (2461) que redactaba solo el P. M. Fr. Pedro Centeno, de la Orden de San Agustín, lector de artes en el colegio de D.ª María de Aragón. Sólo llegaron a salir catorce números, en que hay chistes buenos y otros pesados y frailunos. Vir fuit -dice del P. Centeno el último bibliógrafo de su Orden- acri ingenio praeditus atque ad satyricorum sermonem propensiori. El propósito de su periódico, es decir, defender en burlas a todos los malos escritores, requería, con todo, mayor ingenio que el suyo, y especialmente uso discreto y sazonado de la ironía para que no resultase monótona.
El P. Centeno no se iba a la mano en sus chistes y buen humor aun sobre cosas y personas eclesiásticas. Además le tildaban de jansenista, como a otros agustinos de San Felipe el Real, y por lo menos era atrevido, temerario e imprudente en sus discursos. Así es que llovieron contra él denuncias, en que ya se le acusaba de impiedad, ya de luteranismo, ya de jansenismo, según el humor y las entendederas de cada denunciante. La Inquisición le procesó a pesar de los esfuerzos que hizo Floridablanca para impedirlo. Se le condenó como vehementer suspectus de haeresi; abjuró, con diversas penitencias, y murió recluso y medio loco en un convento. Si hemos de creer a Llorente, los capítulos de acusación fueron: 1.º Haber desaprobado muchas prácticas piadosas, especialmente las novenas, rosarios, procesiones, estaciones, etc., mostrando mala voluntad [546] decidida contra las obras exteriores. 2.º Haber negado la existencia del limbo de los niños, obligando, como censor eclesiástico, al editor de un catecismo para las escuelas gratuitas de Madrid a suprimir la pregunta y la respuesta, so color de que, no siendo punto de dogma la existencia del limbo, no debía incluirse en un catecismo (2462).
Es error vulgar atribuir al P. Centeno la Crotalogía o ciencia de las castañuelas (2463). Esta donosa sátira contra la filosofía analítica de los condillaquistas y el método geométrico de los wolfianos es obra de un ingenio mucho más culto y ameno que él; de su compañero Fr. Juan Fernández de Rojas, uno de los poetas de la escuela salmantina, discípulo de Fr. Diego González y amigo de Jovellanos y Meléndez.
El P. Fernández jansenizaba no poco, como lo muestra El pájaro en la liga, y aun quizá volterianizaba. Por de contado era religioso demasiado alegre y poco aprensivo, como quien en sus versos inéditos se lamenta de ser fraile, siendo cuerdo y joven (2464). Pero el mal gusto le desagradaba en todas partes. ¡Y ojalá que su sátira hubiese perdido toda aplicación! Pero por desdicha viven pedanterías científicas iguales a las que el P. Fernández trató de desterrar, y nunca he podido leer los prolegómenos, introducciones y planes de los llamados en España krausistas sin acordarme involuntariamente de las definiciones, axiomas y escolios de la Crotalogía: «El objeto de la crotalogía son las castañuelas debidamente tocadas.» -«En suposición de tocar, mejor es tocar bien, que tocar mal.» -«Un mismo cuerpo no puede a un mismo tiempo tocar y no tocar las castañuelas.» -«El que no toca las castañuelas no se puede decir que las toca ni bien ni mal.»
También hizo el P. Fernández una muy amena rechifla del Hombre estatua, de Condillac, lamentándose él, por su parte, [547] de no haber podido exornar su libro con una estatua que, a fuerza de definiciones, corolarios, hipótesis y problemas, bailase el bolero y tocara perfectísimamente las castañuelas.
Mal debían saberles estas burlas del P. Fernández a sus amigos de Salamanca, grandes apasionados de Condillac y de Destutt-Tracy y muy dados a filosofar en verso. Este que pudiéramos llamar filosofismo poético es la segunda manera de Meléndez, y de él lo aprendieron y exageraron Cienfuegos y Quintana. Aconteció un día que Jovellanos (2465), espíritu grave y austero, llegó a empalagarse del colorín de Batilo y de la palomita de Filis, y aconsejó a su dulce Meléndez que se dedicara a la poesía seria y filosófica. Meléndez, que era dócil, tomó al pie de la letra el consejo y, abandonando la poesía amorosa y descriptiva, a la cual su genio le llamaba, se empeñó de todas veras en hacer discursos, epístolas y odas filosóficas, imitando el Ensayo sobre el hombre, de Pope, y las Noches, de Young, y la Ley natural, de Voltaire; libros que se leían asiduamente en Salamanca, y todavía más el Emilio, de Juan Jacobo, y la Nueva Eloísa y el Contrato social.
De todo ello hay huellas innegables en la poesía de Meléndez, que no era filósofo, pero ponía en verso las ideas corrientes en su tiempo: ese amor enfático y vago a la humanidad, esa universal ternura, ese candoroso e indefinido entusiasmo por las mejoras sociales. En la hermosa epístola a Llaguno cuando fue elevado al ministerio de Gracia y justicia llamaba a las universidades
...............tristes reliquias
de la gótica edad...............
y pedía que no quedase en pie
una columna, un pedestal, un arco
de esa su antigua gótica rudeza.
Cantó la mendiguez y la beneficencia, porque
............su tierno pecho
fue formado............
para amar y hacer bien............
Dijo con más retórica que sinceridad que en menos estimaba una corona que hacer un beneficio (seguro de que la corona nadie había de ofrecérsela); ponderó la bondad de los salvajes.
............Preciosa mucho más que la cultura
infausta, que corrompe nuestros climas
con brillo y apariencias seductoras. [548]
....................................................................
Su pecho sólo a la virtud los mueve,
la tierna compasión es su maestra
y una innata bondad de ley les sirve.
................................................................
Una choza, una red, un arco rudo,
tales son sus anhelos...............
¿Cómo habían de creer estos hombres las declaraciones que escribían, y que puso en moda Rousseau, sobre la excelencia, virtud y felicidad de los caníbales y antropófagos? ¡Con cuánta razón envuelta en chanza, al acabar de leer la primera paradoja de Juan Jacobo, le escribía Voltaire: «Cuando os leo, me clan ganas de andar en cuatro pies»! ¡Y con cuán amarga profundidad sostuvo José de Maistre, en las Veladas de San Petersburgo, que los salvajes no son humanidad primitiva, sino humanidad degenerada!
Pero Meléndez sólo buscaba tema para amplificaciones retóricas, y de esto adolecen sobremanera sus epístolas, por otra parte bellísimas a trozos, aunque sean sus menos conocidas composiciones. Tampoco lo es mucho la oda Al fanatismo, no de las mejores suyas por más que tenga hondamente estampado el cuño de la época:
El monstruo cae, y llama
al celo y al error; sopla en su seno,
y a ambos al punto en bárbaros furores
su torpe aliento inflama.
La tierra, ardiendo en ira,
se agita a sus clamores;
iluso el hombre y de su peste lleno,
guerra y sangre respira,
y, envuelta en una nube tenebrosa,
o no habla la razón o habla medrosa.
.............................................................
Entonces fuera cuando
aquí a un iluso extático se vía,
vuelta la inmóvil faz al rubio oriente,
su tardo dios llamando;
en sangre allí teñido
el bonzo penitente;
sumido a aquel en una gruta umbría;
y el rostro enfurecido,
señalar otro al vulgo fascinado
lo futuro, en la trípode sentado.
.............................................................
De puñales sangrientos
armó de sus ministros, y lucientes
hechas la diestra fiel; ellos clamaron,
y los pueblos, atentos
a sus horribles voces,
corriendo van; temblaron
los infelices reyes, impotentes
a sus furias atroces, [549]
Y, ¡ay!, en nombre de Dios gimió la tierra
en odio infando y execrable guerra.
Todo esto y lo demás que se omite es ciertamente una hinchada declamación, muy lejana de la pintoresca energía que tiene en Lucrecio el sacrificio de Ifigenia o el elogio de Epicuro; pero la historia debe registrarlo a título de protesta contra el Santo Oficio, al cual van derechos en la intención los dardos de Meléndez por más que afecte hablar sólo de los mahometanos, de los brahmanes y de los gentiles.
Blanco White dice rotundamente que Meléndez era el único español que él había conocido que, habiendo dejado de creer en el catolicismo, no hubiera caído en el ateísmo... «Era -añade- un devoto deísta por ser naturalmente religioso o por tener muy desarrollado, como dicen los frenólogos, el órgano de la veneración» (2466). ¿Dirá la verdad Blanco White? ¿Es posible que no fuera cristiano en el fondo de su alma el que escribió las hermosas odas de La presencia de Dios y de La prosperidad aparente de los malos, levantándose en ellas a una pureza de gusto a que nunca llega en sus demás composiciones? ¿Basta el arte a remedar así la inspiración religiosa? ¿Basta el seco deísmo a encender en el alma tan fervorosos afectos?
Lo cierto es que las ideas del tiempo trabajaron reciamente su alma. En 1796 fue denunciado a la Inquisición de Valladolid por haber leído libros prohibidos y gustar de ellos, especialmente de Filengieri, Rousseau y Montesquieu. Faltaron pruebas, y la causa no pasó adelante (2467). Esto es lo único que apunta Llorente. No anda mucho más explícito Quintana en la vida de su maestro, y aun lo que dice parece aludir más bien a una persecución política y a intrigas palaciegas, que produjeron el destierro del poeta a Zamora en 1802. Su amantísimo discípulo nos dice de él, en son de elogio, que «pensaba como Turgot, como Condorcet y como tantos otros hombres respetables que esperan del adelantamiento de la razón la mejora de la especie humana y no desconfían de que llegue una época en que el imperio del entendimiento extendido por la tierra dé a los hombres aquel grado de perfección y felicidad que es compatible con sus facultades y con la limitación de la existencia de cada individuo». Era, pues, creyente en la doctrina del progreso indefinido, y a su modo intentó propagarla artísticamente, aunque su índole de poeta tierno y aniñado sólo consiguió viciarse con tales filosofías, que parecen en él artificiales y superpuestas. [550]
De esta escuela, que Hermosilla y Tineo llamaban con sorna anglo-galo-filosófico-sentimental, fueron los principales discípulos Cienfuegos y Quintana, con una diferencia capitalísima entre los dos, aparte de la distancia inconmensurable que hay en genio y gusto. Cienfuegos, que viene a ser una caricatura de los malos lados del estilo de Meléndez, a la vez que un embrión informe de la poesía quintanesca y hasta de cierta poesía romántica, y aun de la mala poesía sentimental, descriptiva, nebulosa y afilosofada de tiempos más recientes, no es irreligioso, o a lo menos no habla de religión ni en bien ni en mal; tampoco es revolucionario positivo, digámoslo así, y demoledor al modo de Quintana; es simplemente hombre sensible y filántropo, que mira como amigo hermanal (sic) a cada humano; soñador aéreo y utopista que pace y alimenta su espíritu con quimeras de paz universal y se derrite y enloquece con los encantos de la dulce amistad, llamando a sus amigos en retumbantes apóstrofes: «Descanso de mis penas, consuelo de mis aflicciones, remedio de mis necesidades, númenes tutelares de la felicidad de mi vida.» Nunca fue más cómica la afectación de sensibilidad, y cuanto dice el adusto Hermosilla (2468) parece poco. Pasma tanto candor, verdadero o afectado. Unas veces quiere el poeta, entusiasmado con los idilios de Gessner, hacerse suizo, y sin tardanza exclama en un castellano bastante turbio y exótico como suele ser el suyo:
¡Oh Helvecia, oh región donde natura
para todos igual, ríe gozosa
con sus hijos tranquilos y contentos!
¡Bienhadado país! ¡Oh quién me diera
a tus cumbres volar! Rustiquecido
con mano indiestra, de robustas ramas
una humilde cabaña entretejiera,
y ante el vecino labrador rendido le dijera
«Oye a un hombre de bien.»
Otras veces se queja de que el octubre empampanado no le cura de sus melancolías, las cuales nacen de ver que el hombre rindió su cuello
a la dominación que injusta rompe
la trabazón del universo entero,
y al hombre aísla y a la especie humana.
A veces, a fuerza de inocencia, daba en socialista. La oda en alabanza de un carpintero llamado Alfonso (2469) pasa de democrática y raya en subversiva: [551]
¿Del palacio en la mole ponderosa
que anhelantes dos mundos levantaron
sobre la destrucción de un siglo entero
morará la virtud? ¡Oh congojosa
choza de infeliz! A ti volaron
la justicia y razón desde que fiero,
ayugando al humano,
de la igualdad triunfó el primer tirano.
¿Pueden honrar el apolíneo canto
cetro, torsión y espada matadora,
insignias viles de opresión impía?
Y luego, encarándose con los reyes y poderosos de la tierra, los llama generación del crimen laureado. Así, merced a indigestas y mal asimilados lecturas, iba educándose la raza de los padres conscriptos del año 12 y de los españoles justos y benéficos, para quienes ellos con simplicidad pastoril legislaron.
He dicho que Cienfuegos, aparte de alguna alusión muy transparente del Idomeneo contra los sacerdotes y el llamar en la misma tragedia a la razón único oráculo que al hombre dio la deidad, respetó en lo externo el culto establecido. No así Quintana, propagandista acérrimo de las más radicales doctrinas filosóficas y sociales de la escuela francesa del siglo pasado. Las incoloras utopías de Cienfuegos se truecan en él en resonante máquina de guerra; los ensueños filantrópicos, en peroraciones de club; el Parnaso, en tribuna; las odas, en manifiestos revolucionarios y en proclamas ardientes y tumultuosas; el amor a la Humanidad, en roncas maldiciones contra la antigua España, contra su religión y contra sus glorias. Era gran poeta, lo confieso, y por eso mismo fue más desastrosa su obra. Dígase en buen hora, como demostró Capmany, que no es modelo de lengua que abunda en galicismos y neologismos de toda laya y, lo que es peor, que amaneró la dicción poética con un énfasis hueco y declamatorio. Dígase que la elocuencia de sus versos es muchas veces más oratoria que poética y aun más retórica y sofística que verdaderamente oratoria. Dígase que la tiesura y rigidez sistemática y el papel de profeta, revelador y hierofante constituyen en el arte un defecto no menor que la insipidez bucólica o anacreóntica y que tanto pecado y tanta prostitución de la poesía es arrastrarla por las plazas y convertirla en vil agitadora de las muchedumbres como en halagadora de los oídos de reyes y próceres y en instrumento de solaces palaciegos. Dígase, y no dudará en decirlo quien tenga verdadero entendimiento de la belleza antigua, que Quintana podrá ser gentil porque no es cristiano, pero no es poeta clásico, a menos que el clasicismo no se entienda a la francesa o al modo italiano [552] de Alfieri, porque todo lo que sea sobriedad, serenidad, templanza, mesura y pureza de gusto está ausente de sus versos (hablo de los más conocidos y celebrados), lo cual no obsta para que sea uno de los poetas más de colegio y más lleno de afectaciones y recursos convencionales. Dígase, en suma, porque esto sólo le caracteriza, que fue en todo un hombre del siglo XVIII y que, habiendo vivido ochenta y cinco años y muerto ayer de mañana, vivió y murió progresista, con todos los resabios y preocupaciones de su juventud y de su secta, sin que la experiencia le enseñase nada ni una sola idea nueva penetrase en aquella cabeza después de 1812. Por eso se condenó al silencio en lo mejor de su vida. Se había anclado en la Enciclopedia y en Rousseau; todo lo que tenía que decir, ya estaba dicho en sus odas. Así envejeció, como ruina venerable, estéril e infructuoso, y, lo que es más, ceñudo, y hostil para todo lo que se levantaba en torno suyo, no por envidia, sino porque le ofendía el desengaño.
Así y todo, aquel hombre era gran poeta, y no es posible leerle sin admirarle y sin dejarse arrebatar por la impetuosa corriente de sus versos, encendidos, viriles y robustos. No siente ni ama la naturaleza; del mundo sobrenatural nada sabe tampoco; rara vez se conmueve ni se enternece; como poeta amoroso, raya en insulso; el círculo de sus imágenes es pobre y estrecho; el estilo desigual y laborioso; la versificación, unas veces magnífica y otras violenta, atormentada y escabrosa, ligada por transacciones difíciles y soñolientas o por renglones que son pura prosa, aunque noble y elevada. Y, con todo, admira, deslumbra y levanta el ánimo con majestad no usada, y truena, relampaguea y fulmina en su esfera poética propia, la única que podía alcanzarse en el siglo XVIII, y por quien se dejara ir, como Quintana, al hilo de la parcialidad dominante y triunfadora. Tuvo, pues, fisonomía propia y enérgicamente expresiva como cantor de la humanidad, de la ciencia, de la libertad política, y también, por feliz y honrada inconsecuencia suya, como Tirteo de una guerra de resistencia emprendida por la vieja y frailuna España, contra las ideas y los hombres que Quintana adoraba y ponía sobre las estrellas.
Y a la verdad que no se concibe como en 1808 llegó a ser poeta patriótico y pudo dejar de afrancesarse el que en 1797, en la oda a Juan de Padilla, saludaba a su madre España con la siguiente rociada de improperios:
¡Ah! Vanamente
discurre mi deseo
por tus fastos sangrientos, y el contino
revolver de los tiempos; vanamente
busco honor y virtud; fue tu destino
dar nacimiento un día
a un odioso tropel de hombres feroces,
colosos para el mal...
............................................................. [553]
Y aquella fuerza indómita, impaciente,
en tan estrechos términos no pudo
contenerse, y rompió; como torrente
llevó tras sí la agitación, la guerra
y fatigó con crímenes la tierra;
indignamente hollada
gimió la dulce Italia, arder el Sena
en discordias se vio, la África esclava,
el Bátavo industrioso
al hierro dado y devorante fuego.
¿De vuestro orgullo, en su insolencia ciego,
quién salvarse logró?...
Vuestro genio feroz hiende los mares,
y es la inocente América un desierto.
Tras de lo cual el poeta llamaba a sus compatriotas, desde el siglo XVI acá, viles esclavos, risa y baldón del universo, y encontraba en la historia española un solo nombre que aplaudir, el nombre de Padilla, buen caballero, aunque no muy avisado, y medianísimo caudillo de una insurrección municipal, en servicio de la cual iba buscando el maestrazgo de Santiago. A Quintana se debe originalmente la peregrina idea de haber convertido en héroes liberales y patrioteros, mártires en profecía de la Constitución del 12 y de los derechos del hombre del abate Siéyes, a los pobres comuneros, que de fijo se harían cruces si levantasen la cabeza y llegaran a tener noticias de tan espléndida apoteosis.
También fue de Quintana la desdichada ocurrencia de poner, primero en verso y luego en prosa (véanse las proclamas de la Junta Central), todas las declamaciones del abate Raynal y de Marmontel y otros franceses contra nuestra dominación en América. Los mismos americanos confiesan que en la oda A la vacuna y en los papeles oficiales de Quintana aprendieron aquello de los tres siglos de opresión y demás fraseología filibustera, de la cual los criollos, hijos y legítimos descendientes de los susodichos opresores, se valieron, no ciertamente para restituir el país a los oprimidos indios, que, al contrario, fueron en muchas partes los más firmes sostenedores de la autoridad de la metrópoli, sino para alzarse heroicamente contra la madre Patria cuando ésta se hallaba en lo más empeñado de una guerra extranjera. Y, en realidad, ¿a qué escandalizarnos de todo lo que dijeron Olmedo y Heredia, cuando ya Quintana desde 1806 se había hartado de llamar bárbaros y malvados a los descubridores y conquistadores, renegando de todo parentesco y vínculo de nacionalidad y sangre con ellos?:
No somos, no, los que a la faz del mundo
las alas de la audacia se vistieron
y por el ponto Atlántico volaron;
aquellos que al silencio en que yacías,
sangrienta, encadenada te arrancaron. [554]
En suma, ¿qué podía amar, qué estimar de su patria,. el hombre que, en la epístola a Jovellanos, la supone sometida por veinte siglos al imperio del error y del mal? ¿El que en 1805 llamó a El Escorial
...........padrón sobre la tierra
de la infamia del arte y de los hombres.
y se complació en reproducir abultadas todas las monstruosas invenciones que el espíritu de secta y los odios de raza dictaron a los detractores de Felipe II, con lo cual echó a perder y convirtió en repugnante y antiestética, a fuerza de falsedad intrínseca, una fantasía que pudo ser de solemne hermosura?
Digámoslo bien claro, y sin mengua del poeta: esos versos, más que obras poéticas, son actos revolucionarios, y como tales deben juzgarse, y más que a la historia del arte, pertenecen a la historia de las agitaciones insensatas y estériles de los pueblos. Acontecen éstas cuando un grupo de reformistas, acalorados por libros y enseñanzas de otras partes y desconocedores del estado del pueblo que van a reformar, salen de un club, de una tertulia o de una logia ensalzando la Constitución de Inglaterra, o la de Creta, o la de Lacedemonia, y se echan por esas calles maldiciendo la tradición y la historia, que es siempre lo que más les estorba y ofende. Y acontece también que ellos nada estable ni orgánico fundan, pero sí destruyen, o a lo menos desconciertan lo antiguo y turban y anochecen el sentido moral de las gentes, con lo cual viene a lograrse el más positivo fruto de las conquistas revolucionarias.
¡Cuánto más valdría la oda A la imprenta si no estuviese afeada con aquella sañuda diatriba contra el Papado, tan inicua en el fondo y tan ramplona y pedestre en la forma!:
¡Ay del alcázar que al error fundaron
la estúpida ignorancia y tiranía!...
¿Qué es del monstruo, decid, inmundo y feo
que abortó el dios del mal, y que insolente
sobre el despedazado Capitolio,
a devorar al mundo impunemente
osó fundar su abominable solio?
Cuando la Inquisición de Logroño en 1818 pidió a Quintana cuentas de estos versos, él contestó: 1.º Que estaban impresos con todo género de licencias desde 1808, lo cual no es enteramente exacto, porque la edición de aquella fecha está llena de sustanciales variantes, faltando casi todo este pasaje. [555] 2.º Que el despedazado Capitolio es frase metafórica y no literal, y que alude no al señorío de los Papas, sino a la barbarie que cayó sobre Occidente después de la invasión de las tribus del Norte (2470). Podrá ser, pero nadie lo cree, y si ciento leen este pasaje, ciento le darán la misma interpretación, así amigos como enemigos.
Para honra de Quintana, debe repetirse que, cuando los soldados de la revolución francesa vinieron a sembrar el grano de la nueva idea, tuvo la generosa y bendita inconsecuencia de abrazarse a la bandera de la España antigua y de adorar, por una vez en su vida, todo lo que había execrado y maldecido. Dios se lo pagó con larga mano, otorgándole la más alta y soberana de sus inspiraciones líricas, la cual es (¡inescrutables juicios de Dios!) una glorificación de la católica España del siglo XVI, una especie de contraprueba a los alegatos progresistas que se leen en las páginas anteriores:
¿Qué era, decidme, la nación que un día
reina del mundo proclamó el destino;
la que a todas las zonas extendía
su cetro de oro y su blasón divino?
Volábase a Occidente,
y el vasto mar Atlántico sembrado
se hallaba de su gloria y su fortuna;
do quiera España: en el preciado seno
de América, en el Asia, en los confines
de África, allí España. El soberano
vuelo de la atrevida fantasía
por abarcarla se cansaba en vano;
la tierra sus mineros le ofrecía;
sus perlas y coral el Océano,
y adonde quier que revolver sus olas
él intentarse a quebrantar su furia,
siempre encontraba playas españolas.
¡Hermosa efusión! Pero ¿cómo había olvidado el cantor de Juan de Padilla que los que hicieron todas esas grandes cosas eran un odioso tropel de hombres feroces, nacidos para el mal y escándalo del universo? ¡Ahora tanto y antes tan poco! Y ¿cómo no se le ocurría invocar, para que diesen aliento y brío a nuestros soldados en el combate, otras sombras que las de aquellos antiguos españoles, todos creyentes, todos fanáticos de la vieja cepa?:
Ved del tercer Fernando alzarse airada
la augusta sombra: su divina frente
mostrar Gonzalo en la imperial Granada,
blandir el Cid la centelleante espada,
y allá sobre los altos Pirineos
del hijo de Jimena
animarse los miembros giganteos.
¡Hermoso, hermosísimo; nunca escribió mejor el poeta! Gonzalo..., el Cid..., el hijo de Jimena... San Fernando, gran quemador de herejes, canonizado por el monstruo inmundo y feo. [556] ¿Qué hubieran dicho Condorcet y el abate Raynal si hubieran oído a su discípulo? (2471)
En los primeros años del siglo, Quintana influía mucho como cabeza de secta, no sólo por sus poesías, sino por su famosa tertulia. De ella trazó un sañudo borrón Capmany, amigo de Quintana en un tiempo y desavenido luego con él en Cádiz. Con más templanza habla de ella Alcalá Galiano (2472), que algo la frecuentó, siendo muy joven, allá por los años de 1806. Asistían habitualmente D. Juan Nicasio Gallego, antiguo escolar salmantino, rico de donaires y malicias, entonces capellán de honor y director eclesiástico de los caballeros pajes de Su Majestad, luego diputado en las Cortes de Cádiz, donde defendió la libertad de imprenta y figuró siempre entre los liberales más avanzados, y hoy famosísimo por sus espléndidas poesías, y algo también por el recuerdo de sus chistes y agudezas, harto poco ejemplares y clericales; el abate D. José Miguel Alea, asiduo cortesano del Príncipe [557] de la Paz, inspector del Colegio de Sordomudos e individuo de la Comisión Pestolazziana, ideólogo a lo Garat y a lo Sicard, prosista bastante correcto, como lo prueba su traducción del Pablo y Virginia, de Benardino de Saint Pierre, entendido en cuestiones gramaticales, de lo cual dan fe sus adiciones a los escritos lingüísticos de Du-Marsais, y hombre, finalmente, de poca o ninguna religión, como lo probó en sus últimos días dando la heroica zambullida, que decía Mor de Fuentes, es decir, arrojándose al Garona en Burdeos, adonde emigró por afrancesado; los dos canónigos andaluces Arjona y Blanco White, de quienes se hablará inmediatamente; D. Eugenio de Tapia, literato mediano, que alcanzó larga vida y más fama y provecho con el Febrero reformado y otros libros para escribanos que con sus poesías y con sus dramas, de todo lo cual quizá sea lo menos endeble una traducción del Agamenon, de Lemercier; el ya citado Capmany, único que allí desentonaba por español a la antigua y católico a machamartillo, hombre en quien las ideas políticas del tiempo, por él altamente profesadas en las Cortes de Cádiz, no llegaron a extinguir la fe ni el ardentísimo amor a las cosas de su tierra catalana y de su patria española, custodio celosísimo de la pureza de la lengua y duro censor de la prosa de Quintana; Arriaza, que tampoco picaba en enciclopedista, no porque tuviera las ideas contrarias, sino porque la ligereza de su índole y educación militar excluían el grave cuidado de unas y otras; versificador facilísimo y afamado repentista, poeta de sociedad, favorito entonces del Príncipe de la Paz y luego de Fernando VII a quien sirvió fielmente, no tanto por acendradas ideas realistas cuanto por adhesión y agradecimiento noble a la persona del monarca; Somoza (don José), uno de los más claros ingenios de la escuela salmantina, humorista a la inglesa, ameno y sencillo pintor de costumbres rústicas, volteriano impenitente, que vivió hasta nuestros días retraído en las soledades de Piedrahita (2473); el abate Marchena, en la breve temporada que residió en Madrid, y otros de menos cuenta cuyos nombres no ha enaltecido la fama literaria. Comúnmente se trataba de letras, y algo también de filosofía y de política. La casa de Quintana pasaba por el cenáculo de los efectos a las nuevas ideas. Alcalá Galiano dice que «aquella sociedad era culta y decorosa, cuadrando bien al dueño de la casa, hombre grave y severo». No lo confirma Capmany antes habla de poemas escandalosos y nefandos que allí se leyeron, si bien deja a salvo la gravedad y buenas costumbres del amo de la casa.
Enfrente del grupo de Quintana, y hostilizándole más o menos a las claras, estaba el de Moratín el hijo, a quien seguían el abate Estala, Melon, D. Juan Tineo y D. José Gómez Hermosilla, señalados todos más como críticos que como poetas. Así como la escuela de Quintana era esencialmente revolucionaria [558] en política, y se distinguían por el radicalismo y el panfilismo, estos otros, con ser irreligiosos en el fondo, eran conservadores y amigos del Poder y se inclinaban a un volterianismo epicúreo, pacífico y elegante. Casi todos se afrancesaron después. En gusto acrisolado y pureza de lengua eran muy superiores a los quintanistas, a quienes acerbamente maltrataban, y mucho más clásicos que ellos, siguiendo por lo común el gusto latino e italiano. Y, aunque convenían con los otros en la admiración a los recientes escritos franceses, en el modo de manifestarla eran mucho más cautos y contenidos. Moratín atacó de propósito la falsa devoción en La mogigata, débil imitación del Tartuffe, que ya por sí parece pálido si se le compara con Marta la Piadosa, obra de un cristianísimo poeta. Quintana, al dar cuenta de La mogigata en las Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (2474), la encontró demasiado tímida, atribuyéndolo más a las circunstancias que a culpa del autor. Murmuróse de algún rasgo volteriano, v. gr.:
Le recetaron la unción,
que para el alma es muy buena.
Los cuales rasgos abundan, mucho más que en las ediciones impresas reconocidas por el autor, en las copias manuscritas que guardan los curiosos. La frase de virtudes estériles y encerradas en un sepulcro, aludiendo a las del claustro, está en los manuscritos y no en las ediciones. Aun a la misma primorosísima comedia de El sí de las niñas tildósela de poner en ridículo la educación monjil, como si hiciera a las muchachas hipócritas y encogidas.
Con el nombre de Moratín anda impresa, pienso que en Valencia, aunque la portada dice que en Cádiz, una traducción bien hecha, como suya, del Cándido, de Voltaire, y además respiran finísimo volterianismo las saladas notas al Auto de fe de Logroño de 1610, publicadas por él cuando el rey José abolió el Tribunal de la Inquisición. Cualquiera las tendría por retazos del Diccionario filosófico. Su correspondencia privada con el abate Melon aún nos deja ver más clara la sequedad extraordinaria de su alma. A renglón seguido de haber hecho una elegantísima oda a la Virgen de Lendinara escribe a sus amigos que «ha cantado a cierta virgencilla del Estado véneto». Y, sin embargo, la oda es preciosa, a fuerza de arte, de estilo y sobriedad exquisita, debiendo decirse en loor de Moratín que estéticamente comprendía la belleza de la poesía sagrada, como lo muestra una nota de sus Poesías sueltas. «Una mujer -escribe [559] Moratín-, la más perfecta de las criaturas, la más inmediata al trono de Dios, medianera entre él y la naturaleza humana, madre amorosa, amparo y esperanza nuestra, ¿qué objeto se hallará más digno de la lira y del canto? La Grecia, demasiado sensual, en sus ficciones halagüeñas no supo inventar deidad tan poderosa, tan bella, tan pura, tan merecedora de la reverencia y el amor de los hombres.» Gracias a este sentido crítico, que le libró en parte de las preocupaciones enciclopedistas, acertó alguna vez con la inspiración religiosa, aunque fuese prestada, especialmente en esa oda, superior quizá a todas las de asunto piadoso que entonces se escribieron. Moratín murió paganamente en Burdeos el año 1828; por cierto que su biógrafo y fidus Achates, D. Manuel Silvela, afrancesado como él, lo cuenta sin escándalo ni sorpresa: «Su muerte -dice- fue un sueño pacífico, y al cerrar sus párpados pareció decir, como Teofrasto: «La puerta del sepulcro está abierta; entremos a descansar» (2475). Ni él pidió los Sacramentos ni sus amigos pensaron en dárselos; el testamento, que escribió de su puño y letra en 1827, empieza y acaba sin ninguna fórmula religiosa.»
Duras son de decir estas cosas, y más tratándose de nombres rodeados de tan justa aureola de gloria literaria como la que circunda el nombre de Inarco; pero la historia es historia, y pocas cosas dan tanta luz sobre el espíritu de las épocas como estos pormenores personales y minuciosos. El abate Estala, amigo de Moratín, era un ex escolapio, buen helenista y buen crítico, muy superior a todos los de su tiempo, versificador mediano, infelicísimo en la traducción del Pluto, de Aristófanes, pero afortunado a veces en la del Edipo tirano, de Sófocles, y editor de la colección de poetas castellanos, que se publicó a nombre de D. Ramón Fernández. Mal fraile, como otros muchos de su tiempo, a cada paso se lamenta en sus cartas inéditas a Forner (2476) de los disgustos de su estado. En una de ellas llega a exclamar: «¿De qué me sirve la vida, si falta el placer que hace apetecible a vida? Voy arrastrando una fastidiosa existencia, en que no hallo más que una monotonía maquinal de operaciones periódicas.» Teníase por desgraciadísimo, y en una carta lo atribuye sinceramente a «la corrupción de su ánimo, efecto del trato cortesano y de la lectura». Al fin logró secularizarse, y el Príncipe de la Paz le protegió mucho. Fue rector del seminario de Salamanca, donde quedan tristísimos recuerdos de él. No era revolucionario, antes muy amigo del Poder y aborrecedor de los horrores de la revolución francesa y de sus perversas doctrinas, [560] de las políticas entendido, porque a otras harto más graves y perversas pagaba largo tributo. Luego figuré en primera línea, como veremos, entre los servidores del rey intruso, y Gallardo, en el Diccionario crítico-burlesco, le cita como afiliado en una logia de las que establecieron los franceses. Murió canónigo de Toledo, no sé en qué fecha.
La escuela sevillana, centro poético creado por remedo y emulación de la de Salamanca, participó, como todos los restantes grupos literarios, del mal ambiente filosófico que entonces se respiraba. Por excepción figuraron en ella espíritus creyentes y hasta piadosos, como el austero y ejemplarísimo cura de San Andrés, D. José María Roldán, autor de El ángel del Apocalipsis, y no ha de negarse que la poesía religiosa predomina en esta escuela más que en las otras, aunque por lo común es poesía de imitación y estudio, poco animada y fervorosa, tacha de que no se libra ni siquiera la hermosa oda de D. Alberto Lista A la muerte de Jesús, en la cual abundan más las bellezas oratorias que las poéticas. El mismo Lista, en general pacífico, mesurado y de un buen gusto que rayaba en timidez, como lo muestran casi todos los actos de su vida literaria y de su desdichada vida política, cantó el triunfo de la tolerancia, maldijo la opresión del libre pensamiento:
¿No veis, no veis al ciego fanatismo
de su ominoso solio derrocado;
cual gimiendo, se lanza, despechado,
a la negra mansión del negro abismo?
.............................................................
El libre pensamiento los impíos
oprimiendo en oscura servidumbre,
consagraron a un Dios de mansedumbre
de humana sangre caudalosa ríos.
.............................................................
(Oda a la beneficencia.)
Y en versos muy declamatorios y muy vacíos, pero progresistas de ley, y tales que no los hubiera rechazado el mismo Quintana, pintó desplomadas, a impulso del rey José, las aras del sangriento fanatismo; llamó al Santo Oficio espelunca de horrores y cantó sus exequias de esta manera:
¡Y tú, oh España, amada patria mía!
Tú sobre el solio viste,
con tanta sangre y triunfos recobrado,
alzar al monstruo la cerviz horrenda,
y adorado de reyes,
fiero esgrimir la espada de las leyes.
¡Execrables hogueras! Allí arde
vuestra primera gloria;
la libertad común yace en cenizas
so el trono y so el altar. Allí se abate
bajo el poder del cielo
del libre pensamiento el libre vuelo. [561]
Los versos no son ciertamente buenos ni pasan de ser una pasmarotada altisonante, pero todavía son peores otros, en que Lista, arrebatado de sentimentalismo rusoyano, defiende la bondad natural del hombre, sin acordarse para nada del pecado original, por cuyas reliquias vive el hombre inclinado al mal desde su infancia:
¿Malo el hombre, insensato?
¿Corrompido en su ser? De la increada,
de la eterna beldad vivo retrato,
en quien el sacro original se agrada,
¿sólo un monstruo será, que horror inspira,
prole de maldición, hijo de ira?
.............................................................
Gritó entonces artera
la vil superstición: «Tristes humanos,
sufrid y obedeced; si brilla fiera
la dura espada en homicidas manos,
sufrid; nacisteis todos criminales;
así Jove castiga a los mortales.»
Reinoso no se desmandó nunca en la poesía, pero en sus lecciones ideológicas propugnó sin reparos el materialismo de Desttut-Tracy, y en sus obras políticas, v. gr., en el famoso Examen de los delitos de infidelidad a la patria, verdadero crimen de lesa nación, no compensado por los méritos del estilo, que es prosa francesa con palabras castellanas, basó la doctrina de la sumisión pasiva en un utilitarismo rastrero y de baja ley que hubiera avergonzado al mismo Bentham (2477). [562]
De otros personajes de la escuela sevillana francamente heterodoxos, como Marchena y Blanco (White), se hablará en capítulos siguientes. De los que no llegaron tan allá (2478) fue carácter común el doctrinarismo político, elástico, acomodaticio y atento sólo a la propia conveniencia. Casi todos se afrancesaron, unos por afición, otros por miedo. Amnistiados el año 20,formaron una especie de partido moderado y de equilibrio dentro de aquella situación, a cuya caída contribuyeron en viéndola perdida. En tiempo del rey absoluto fueron grandes partidarios del despotismo ilustrado, y durante la regencia de Cristina, constitucionales tibios. Lista y Reinoso, Miñano, Hermosilla, Burgos, son los padres y progenitores del moderantismo político, cuyos precedentes han de buscarse en El Censor y en [563] la Gaceta de Bayona. Lista educó en literatura y en política a lo más granado de la generación que nos precedió.
Un gran nombre hemos omitido en esta revista del siglo pasado y sin duda el nombre más glorioso de todos, el de Jovellanos. A ello nos movió la diferencia señalada de doctrinas que entre él y los demás escritores de aquel tiempo se observa la misma discordia de opiniones que han manifestado los críticos al exponer y juzgar la del insigne gijonense. Yo creo que más que otro alguno han acertado D. Cándido Nocedal y Don Gumersindo Laverde, considerando a Jovellanos como «liberal a la inglesa, innovador, pero respetuoso de las tradiciones; amante de la dignidad del hombre y de la emancipación verdadera del espíritu, pero dentro de los límites de la fe de sus mayores y del respeto a los dogmas de la Iglesia». Y de la verdad de este juicio se convence por la lectura de las obras de Jovellanos, cuyas doctrinas políticas no presentamos, con todo eso, por modelo, como ningún otro sistema ecléctico y de transición, aunque distemos mucho de considerarlas como heterodoxas.
Que Jovellanos pagó algún tributo a las ideas de su siglo, sobre todo en las producciones de sus primeros años, es indudable. Pero las ideas de su siglo eran muchas y variadas y aun contradictorias, y Jovellanos no aceptó las irreligiosas, aunque sí algunas económicas de muy resbaladizas consecuencias. Protegido por Campomanes e íntimo amigo de Cabarrús y de Olavide, no podía dejar de tropezar algo, y de hecho tropezó en la Ley agraria, acostándose a las doctrinas de La regalía de amortización, de su paisano. Por eso figura la Ley agraria en el Índice de Roma desde 5 de septiembre de 1825, en que se prohibió también el libro de Campomanes. No fue tan lejos como él Jovellanos, pero se mostró durísimo en la censura de la acumulación de bienes en manos muertas, trajo a colación, lo mismo que su maestro, antiguas leyes de Castilla, como opuestas a las máximas ultramontanas, de Graciano; propaló no leves yerros históricos sobre los monasterios dúplices y la relajación monástica antes de la reforma cluniacense; solicitó con ahínco, en beneficio de la agricultura, una ley de amortización para que la Iglesia misma enajenase sus propiedades territoriales, trocándolas en fondos públicos o dándolas en enfiteusis...; pero de aquí no pasó. Terminantemente afirma que el clero goza de su propiedad con títulos justos y legítimos, y quiere que se prefieran el consejo y la insinuación, al mando y a la autoridad (2479); una abdicación generosa, a una vil aquiescencia al despojo. Las frases son terminantes y no admiten interpretaciones; pero ¿cómo no ve Jovellanos que la prohibición de amortizar en adelante, que él juzga indispensable, es un ataque no menor, aunque sea menos directo, al derecho de propiedad? ¿Con qué justicia se exceptúa de la ley común a las congregaciones religiosas, [564] privándolas de la facultad de adquirir por los medios legítimos y ordinarios? Si poseían la antigua propiedad con títulos justos, ¿por qué no han de poder acrecentarla de la misma suerte?
Pero fuera de este error, grave, aunque no sea dogmático, y fuera también de algunas expresiones vagas y enfáticas, verbigracia, épocas de superstición y de ignorancia, estragos del fanatismo, que son pura fraseología y mala retórica de aquel tiempo, ni más ni menos que el convencionalismo pastoril y arcádico, resulta acendrada y sin mácula la ortodoxia de Jovellanos (2480). Poco vale lo que se alega contra ella: frases y trozos desligados, que parecen malsonantes, cuando no se repara en que cada cual habla forzosamente la lengua de su época. Ya hemos confesado que Jovellanos fue economista, y no es éste leve pecado, como que de él nacen todos los demás suyos. Pero de aquí a tenerle por incrédulo y revolucionario hay largo camino, que sólo de mala fe puede andarse. Sobre todo las obras de su madurez, apenas dan asidero a razonable censura. Pudo en su juventud dejarse arrebatar del hispanismo reinante y hablar con mucha pompa de las puras decisiones de nuestros concilios nacionales en oposición a las máximas ultramontanas de los decretalistas, según vemos que lo hace en su Discurso de recepción en la Academia de la Historia (1781); pudo recomendar, más [565] o menos a sabiendas, libros galicanos, y hasta jansenistas, en el Reglamento para el Colegio Imperial de Calatrava; pudo mostrar desapego y mala voluntad a la escolástica; pero ¿quién se libró entonces de aquel escollo? Ni uno solo que yo sepa, y todavía es honra de Jovellanos el no haber insistido en tal vulgaridad, con ser tan numerosos sus escritos, apuntándola sólo de pasada.
Aunque Jovellanos no escribió de propósito libros de filosofía, dejó esparcido en todos los suyos indicios bastantes para que podamos sin temeridad reconstruir sus opiniones sobre los puntos capitales de lo que entonces se llamaba ideología. Paga, como todos, su alcabala a Locke y Condillac (y algo también a Wolf), pero más que sensualista es tradicionalista acérrimo, como todos los buenos católicos que picaban en sensualistas. De aquí su mala voluntad a las especulaciones puramente ontológicas y su desconfianza de las fuerzas de la razón y del poder de la metafísica. «Desde Zenón a Espinosa y desde Thales a Malebranche, ¿qué pudo descubrir la ontología sino monstruos o quimeras, o dudas o ilusiones? ¡Ah! Sin la revelación, sin esa luz divina que descendió del cielo para alumbrar y fortalecer nuestra oscura, nuestra flaca razón, ¿qué hubiera alcanzado el hombre de lo que existe fuera de la naturaleza? ¿Qué hubiera alcanzado aun de aquellas naturales verdades que tanto ennoblecen su ser?» Así se expresa en la Oración inaugural del Instituto Asturiano. No hubiera dicho mas Bonald y de fijo no hubiera dicho tanto el P. Ventura.
Ahí va a parar el sensualismo de Jovellanos. Perdida la tradición escolástica, ¿qué otro camino restaba entonces al pensador católico? Asentar que las palabras son signos necesarios de las ideas, y no sólo para hablar, sino para pensar; decir que adquirimos las ideas por los signos, y nunca sin ellos; concordar hasta aquí con Desttut-Tracy, y luego repetir que, sin la tradición divina (revelación) o sin la tradición humana (enseñanza), la razón es una antorcha apagada. Esto hizo Jovellanos, y por cierto en escritos en que nada le obligaba al disimulo, puesto que no se publicaron durante su vida. Hombres feroces y blasfemos que se levantan contra el cielo como los titanes llamó a los enciclopedistas en la ya citada Oración inaugural, donde asimismo se queja de que la impiedad pretenda corromper el estudio de las ciencias naturales. Ritos cruentos, moral nefanda y gloria deleznable apellidó a los de la revolución francesa, e impía a la bandera tricolor, como puede ver el curioso en la oda sáfica a Poncio:
¡Guay de ti, triste nación, que el velo
de la inocencia y la verdad rasgaste
cuando violaste los sagrados fueros
de la justicia!
¡Guay de ti, loca nación, que al cielo
con tan horrendo escándalo afligiste
cuando tendiste la sangrienta mano
contra el Ungido! [566]
Y cuando, no muchos meses antes de su muerte, trazaba la Consulta sobre convocación de Cortes, volvía a afirmar con el mismo brío que «una secta de hombres malvados, abusando del nombre de la filosofía, habían corrompido la razón y las costumbres y turbado y desunido la Francia». ¿Qué más necesitamos para declarar que Jovellanos, como Forner, como el insigne preceptista Capmany y como todos los españoles de veras (que los había, aunque en número pequeño, entre nuestros literatos de fin del siglo XVIII), tenía a los enciclopedistas por «osados sacrílegos, indignos de encontrar asilo sobre la tierra?» ¡Impío Jovellanos, que en 1805 comulgaba cada quince días, y rezaba las horas canónicas con el mismo rigor que un monje, y llamaba al Kempis su antiguo amigo! ¿No han leído los que eso dicen su Tratado teórico-práctico de enseñanza, que compuso en las prisiones de Bellver? Véase cómo juzga allí el Contrato social y los derechos ilegislables y los principios todos de la revolución francesa: «Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad... y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa... Semejante sistema fue aborto del orgullo de unos pocos impíos, que, aborreciendo toda sujeción... y dando un colorido de humanidad a sus ideas antisociales y antirreligiosas...; enemigos de toda religión y de toda soberanía y, conspirando a envolver en la ruina de los altares y de los tronos todas las instituciones, todas las virtudes sociales..., han declarado la guerra a toda idea liberal y benéfica, a todo sentimiento honesto y puro... La humanidad suena continuamente en sus labios, y el odio y la desolación del género humano brama secretamente en sus corazones... Su principal apoyo son ciertos derechos que atribuyen al hombre en estado de libertad e independencia natural... Este sistema es demasiado conocido por la sangre y las lágrimas que ha costado a Europa... No se puede concebir un estado en que el hombre fuese enteramente libre ni enteramente independiente; luego unos derechos fundados sobre esta absoluta libertad e independencia son puramente quiméricos.» Herejía política llamaba Jovellanos al dogma de la soberanía nacional en la Consulta sobre Cortes. Y en el Tratado teórico-práctico de enseñanza había dicho antes que el grande error en materia de ética consistía en «reconocer derechos sin ley o norma que los establezca, o bien reconocer esta ley sin reconocer su legislador», y que «la desigualdad no sólo es necesaria, sino esencial a la sociedad civil».
Acorde con estos principios, Jovellanos en sus escritos políticos, v. gr., en las cartas a D. Alonso Cañedo y en los apéndices de la Memoria en defensa de la Junta Central, abomina de la manía democrática y de las constituciones quiméricas, abstractas y a priori, «que se hacen en pocos días, se contienen en pocas hojas y duran muy pocos meses»; llama injusto, agresivo y contrario [567] a los principios del derecho social todo procedimiento revolucionario y subversivo; la Constitución de que habla es siempre la efectiva, la histórica, la que no en turbulentas asambleas ni en un día de asonada, sino en largas edades, fue lenta y trabajosamente educando la conciencia nacional con el concurso de todos y para el bien de la comunidad; Constitución que puede reformarse y mejorarse, pero que nunca es lícito, ni conveniente, ni quizá posible destruir, so pena de un suicidio nacional, peor que la misma anarquía. ¡Qué mayor locura que pretender hacer una Constitución como quien hace un drama o una novela! (2481)
Jovellanos encuentra bueno, necesario y justo (véase el Tratado teórico-práctico de enseñanza) que se ataje la licencia de filosofar, que se persiga a las sectas corruptoras, que se prohíban las asociaciones tenebrosas y los escritos de mala doctrina, abortos de la desenfrenada libertad de imprimir y, finalmente, que se ponga coto a las monstruosas teorías constitucionales, es decir, a las del pacto social.
Esto es Jovellanos en sus escritos públicos; pero aun hay un testimonio menos sospechoso: sus diarios privados, que todavía no han llegado a la común noticia (2482). En esta especie de confesión o examen de conciencia que Jovellanos hacía de sus actos y hasta de sus más recónditos pensamientos, nada se halla que desmienta el juicio que de él hemos formado, sino antes bien nuevos y poderosos motivos para confirmarle. Alcanzan estos diarios desde agosto de 1790 a 20 de enero de 1798, precisamente la época álgida de la revolución francesa, sobre la cual nos dan el verdadero modo de pensar del autor. En 1793 conoció Jovellanos en Oviedo a un cónsul inglés que decían Alejandro Hardings (cuyo nombre suele españolizar él llamándole Jardines), que había viajado mucho por Europa y América y era miembro de un club de filósofos, del cual lo fue en otro tiempo Danton. Jovellanos tuvo con él larga conversación filosófica, que no le satisfizo del todo; los principios de Hardings le parecieron humanos, enemigos de guerra y sangre y violencia, pero graduó sus planes de utópicos e inverificables. Retraído después en Gijón, recibió en préstamo de Hardings las Confesiones y varios opúsculos de J. Jacobo Rousseau; los leyó en sus paseos solitarios y le agradaron poco. «Hasta ahora no he hallado [568] en Rousseau -decía- sino impertinencias bien escritas, muchas contradicciones y muchas contradicciones y mucho orgullo, como de espíritu suspicaz quejumbroso y vano». La revolución le espantaba; véase cómo da cuenta de la muerte de Danton. «Estos bárbaros se destruyen unos a otros y van labrando su ruina; horroriza el furor de las proscripciones; por fortuna, mueren todos los malos.» El revolucionario Hardings quería a toda costa catequizarle y aun comprometerle, pero Jovellanos le responde que «el furor de los republicanos franceses nada producirá sino empeorar la raza humana y erigir en sistema la crueldad, cohonestada con formas y color de justicia y convertida contra los defensores de la libertad». Otras veces le escribía que «nada bueno se puede esperar de las revoluciones en el gobierno, y todo de la mejora de las ideas; que las reformas deben proceder de la opinión general; que es inicua siempre la guerra civil; que el ejemplo de Francia depravará a la especie humana; que la idea de la propiedad colectiva es un sueño irrealizable». Y luego, proféticamente, exclama: «Francia quedará república, pero débil, turbada y expuesta a la tiranía militar, y, si la vence, recobrará luego su esplendor; Inglaterra, sabia y ambiciosa, aumentará su poder con colonias, pero su grandeza será siempre precaria; sólo las artes pacíficas pueden evitar la ruina de las demás naciones.»
Hardings insistía, pero Jovellanos no tardó en descubrir la hilaza: «No me gustan ya sus ideas políticas, y menos las religiosas -escribe-; distamos inmensamente en uno y otro... Detesto la opinión del abate Mably sobre la guerra civil... Jamás creeré que se debe procurar a una nación más bien del que puede recibir...; llevar más adelante las reformas es ir hacia atrás.» Encontraba imposible aplicar el gobierno democrático a los grandes dominios, probándolo con el ejemplo de Roma y «con la actual situación de Francia, tiranizada por Robespierre». En agosto de 1794 escribe a Hardings «que desconfía de los freethinkers (librepensadores); que no quiere correspondencia con ellos ni pertenecer a ninguna secta; que no teme por la seguridad pública; que es bueno todo gobierno que asegure la paz y el orden internacional; que los vicios internos de la democracia están, demostrados con el funesto ejemplo de Francia, y que, si los principios revolucionarios prevalecen, una secta sucederá a otra en la opresión, y la estúpida insensibilidad, hija del terror, allanará el camino para el triunfo de la barbarie». Los thermidorianos le repugnaban tanto como Robespierre; la revolución mansa, tanto o más que la terrorífica y sangrienta; iba derecho al fondo de las cosas, y veía que Tallien y los suyos «habían mudado de forma y no de espíritu ni máximas». «Un cáncer político -anota cuando se firmó la paz de Basilea- va corroyendo rápidamente todo el sistema social, religioso y moral de Europa.»
En estas efusiones, aún más recónditas que las cartas familiares, [569] nadie sospechará doblez ni intención segunda. Con todo eso, los enemigos de Jovellanos, los que atrajeron sobre él aquella terrible persecución de 1801, que no castigó culpas, sino celo del bien público y censura tácita de los escándalos y torpezas reinantes, no se descuidaron de presentarle como impío y propagandista de malos libros. Ya en 1795 mostraba Jovellanos temores y sospechas de que le delatasen al Santo Oficio: «El cura de Somió -así leemos en el Diario- hizo a Mr. Dugravier vanas preguntas acerca de los libros de la biblioteca del Instituto Asturiano, en tono de dar cuidado a éste. Dígole que esté sin cuidado..., que vea quién entra; que no permita que nadie, en tono de registrar o reconocer los libros, copie el inventario, como parece se solicitó ya...» Y al día siguiente añade: «Fui al instituto, y hallé al cura de Somió leyendo en Locke. No pude esconder mi disgusto, pero le reprimí hasta la hora. Dadas las tres, salí con él; díjele que no me había gustado verle allí; que cierto carácter que tenía (el de comisario de la Inquisición) me hacía mirarle con desconfianza y aun tomar un partido muy repugnante a mi genio, y era prevenirle que sin licencia mía no volviese a entrar en la biblioteca. Se sorprendió, protestó que sólo le había llevado la curiosidad; que no tenía ningún encargo; que otras veces había venido, y se proponía volver, y le era muy sensible privarse de aquel gusto, aunque cedería por mi respeto... ¿Qué será esto? ¿Por ventura empieza alguna sorda persecución contra el Instituto? ¡Y qué ataques! Dirigidos por la perfidia, dados en las tinieblas, sostenidos por la hipocresía...; pero yo sostendré mi causa; ella es santa, nada hay en mi institución, ni en la biblioteca, ni en mis consejos, ni en mis designios que no sea dirigido al único objeto de descubrir las verdades útiles» (pág. 217).
Por entonces se conjuró la tormenta. Años después fue exaltado Jovellanos al Ministerio, donde sólo duró siete meses, permaneciendo aún envueltas en oscuridad las misteriosas causas de su elevación y de su gloriosa caída (2483). Ni con su destierro [570] en Gijón se dio por satisfecho el odio implacable de sus émulos y el del omnipotente privado, que en vano quiere disculparse en sus Memorias de aquella tropelía inicua, cuyo amargo remordimiento pesaba, más que otra cosa alguna, sobre su memoria. Entonces se hizo circular por Asturias el Contrato social en castellano, con notas en que se elogiaba a Jovellanos, y aunque él prometió recoger cuantos ejemplares hallase, la respuesta fue arrancarle de su casa en la noche del 13 de marzo de 1801 y conducirle de justicia en justicia, como un malhechor, hasta la isla de Mallorca, donde se le encerró primero en la cartuja de Valldemosa y luego en el castillo de Bellver. Y aquí debe decirse de una vez para siempre: que en aquel acto de horrenda tiranía ministerial, prolongado por siete años con todo género de crueles refinamientos, no intervino proceso inquisitorial ni de otra especie alguna, sino de arbitrariedad y opresión, rara vez vistas en España hasta que los ministros a la francesa se dieron a remedar las famosas lettres de cachet.
No; cuanto más se estudia a Jovino, más se adquiere el convencimiento de que en aquella alma heroica y hermosísima, quizá la más hermosa de la España moderna, nunca ni por ningún resquicio penetró la incredulidad. Por eso, cuando se elogie al varón justo e integérrimo, al estadista todo grandeza y desinterés, al mártir de la justicia y de la patria, al grande orador, cuya elocuencia fue digna de la antigua Roma; al gran satírico, a quien Juvenal hubiera envidiado, al moralista, al historiador de las artes, al político, al padre y fautor de tanta prosperidad y de tanto adelantamiento, no se olviden sus biógrafos de poner sobre todas esas eminentes calidades otra mucho más excelsa, que, levantándole inmensamente sobre los Campomanes y los Floridablancas, es la fuente y la raíz de su grandeza como hombre y como escritor, y la que da unidad y hermosura a su carácter y a su obra, y la que le salva del bajo y rastrero utilitarismo de sus contemporáneos, hábiles en trazar caminos y canales y torpísimos en conocer los senderos por donde vienen al alma de [571] los pueblos la felicidad o la ruina. Y esa nota fundamental del espíritu de Jovellanos es el vivo anhelo de la perfección moral, no filosófica y abstracta, sino «iluminada -como él dice en su Tratado de enseñanza- con la luz divina que sobre sus principios derramó la doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de conducta será constante, ni verdadera ninguna». Esta sublime enseñanza dio aliento a Jovellanos en la aflicción y en los hierros. No quería destruir las leyes, sino reformar las costumbres, persuadiendo de que sin las costumbres son cosa vana e irrisoria las leyes. Nada esperaba de la revolución, pero veía podridas muchas de las antiguas instituciones, y no le pesaba que la ola revolucionaria viniese a anegar aquellas clases degeneradas que con su torpe depravación y mísero abandono habían perdido hasta el derecho de existir:
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Mira, Arnesto,
cuál desde Gades a Brigancia el vicio
ha inficionado el germen de la vida
y cuál su virulencia va enervando
la actual generación
¿Y es éste un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
sus timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre, una alta descendencia,
sin la virtud?
El más humilde cieno
fermenta y brota espíritus altivos,
que hasta los tronos del Olimpo se alzan.
¿Qué importa? Venga denodada, venga
la humilde plebe en irrupción, y usurpe
lustre, nobleza, títulos y honores;
sea todo infame behetría, no haya
clases ni estados. Si la virtud sola
les puede ser antemural y escudo,
todo sin ella acabe y se confunda.
Tal fue Jovellanos, austero moralista, filósofo católico, desconfiando hasta con exceso de las fuerzas de la razón, como es de ver en la epístola a Bermudo:
Materia, forma, espíritu, movimiento
y estos instantes que veloces huyen,
y del espacio el piélago sin fondo,
sin cielo y sin orillas, nada alcanza,
nada comprende
tradicionalista en filosofía, reformador templado y honradísimo, como quien sujetaba los principios y experiencias de la escuela histórica a una ley superior de eterna justicia; quizá demasiado poeta en achaques de economía política... (2484) pudo, sin embargo, [572] exclamar con ánimo sincero en todas las fortunas prósperas y adversas de su vida:
Sumiso y fiel la religión augusta
de nuestros padres y su culto santo
sin ficción profesé
¡Cuán pocos podían decir lo mismo entre los hombres del siglo XVIII!