Capítulo I
La heterodoxia entre los afrancesados.
I. Invasión francesa. El espíritu religioso en la guerra de la Independencia. -II. La heterodoxia entre los afrancesados. Obras cismáticas de Llorente. Política heterodoxa del rey José: desamortización, abolición del Santo Oficio. -III. Literatos afrancesados. -IV. Semillas de impiedad esparcidas por los soldados franceses. Sociedades secretas.
- I -
Invasión francesa. -El espíritu religioso en la Guerra de la Independencia.
Nunca, en el largo curso de la historia, despertó nación alguna tan gloriosamente después de tan torpe y pesado sueño como España en 1808. Sobre ella había pasado un siglo entero de miseria y rebajamiento moral, de despotismo administrativo sin grandeza ni gloria, de impiedad vergonzante, de paces desastrosas, de guerras en provecho de niños de la familia real o de codiciosos vecinos nuestros, de ruina acelerada o miserable desuso de cuanto quedaba de las libertades antiguas, de tiranía sobre la Iglesia con el especioso título de protección y patronato y, finalmente, de arte ruin, de filosofía enteca y de literatura sin poder ni eficacia, disimulado todo ello con ciertos oropeles de cultura material, que hoy los mismos historiadores de la escuela positivista (Buckle por ejemplo) declaran somera, artificial, contrahecha y falsa.
Para que rompiésemos aquel sopor indigno; para que de nuevo resplandeciesen con majestad no usada las generosas condiciones de la raza, aletargadas, pero no extintas, por algo peor que la tiranía, por el achatamiento moral de gobernantes y gobernados y el olvido de volver los ojos a lo alto; para que tornara a henchir ampliamente nuestros pulmones el aire de la vida y de las grandes obras de la vida; para recobrar, en suma, la conciencia nacional, atrofiada largos días por el fetichismo covachuelista de la augustísima y beneficentísima persona de Su Majestad, era preciso que un mar de sangre corriera desde Fuenterrabía hasta el seno gaditano, y que en esas rojas aguas nos regenerásemos después de abandonados y vendidos por nuestros reyes y de invadidos y saqueados con perfidia e iniquidad más [672] que púnicas por la misma Francia, de la cual todo un siglo habíamos sido pedisecuos y remedadores torpísimos.
Pero ¡qué despertar más admirable! ¡Dichoso asunto, en que ningún encarecimiento puede parecer retórico! ¡Bendecidos muros de Zaragoza y Gerona, sagrados más que los de Numancia; asperezas del Bruch, campos de Badén, épico juramento de Langeland y retirada de los 9.000, tan maravillosa como la que historió Jerofonte, ¿qué edad podrá oscurecer la gloria de aquellas victorias y ¿de aquellas derrotas, si es que en las guerras nacionales puede llamarse derrota lo que es martirio, redención y apoteosis para el que sucumbe y prenda de victoria para el que sobrevive?
Precisamente en lo irregular consistió la grandeza de aquella guerra, emprendida provincia a provincia, pueblo a pueblo: guerra infeliz cuando se combatió en tropas regulares o se quiso centralizar y dirigir el movimiento, y dichosa y heroica cuando, siguiendo cada cual el nativo impulso de disgregación y de autonomía, de confianza en sí propio y de enérgico y desmandado individualismo, lidió tras de las tapias de su pueblo, o en los vados del conocido río, en las guájaras y fraguras de la vecina cordillera, o en el paterno terruño, ungido y fecundizado en otras edades con la sangre de los domeñadores de moros y de los confirmantes de las cartas municipales, cuyo espíritu pareció renacer en las primeras juntas. La resistencia se organizó, pues, democráticamente y a la española, con ese federalismo instintivo y tradicional que surge en los grandes peligros y en los grandes reveses, y fue, como era de esperar, avivada y enfervorizada por el espíritu religioso, que vivía íntegro a lo menos en los humildes y pequeños, y caudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De ello dan testimonio la dictadura del P. Rico en Valencia, la del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Marlano de Sevilla en Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo Menéndez de Luarca en Santander. Alentó la Virgen del Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerundenses bajo la protección de San Narciso; y en la mente de todo estuvo, si se quita el escaso número de los llamados liberales, que por loable inconsecuencia dejaron de afrancesarse, que aquélla guerra, tanto como española y de independencia, era guerra de religión contra las ideas del siglo XVIII difundidas por las legiones napoleónicas. ¡Cuán cierto es que en aquella guerra cupo el lauro más alto a lo que su cultísimo historiador, el conde de Toreno, llama, con su aristocrático desdén de prohombre doctrinario, singular demagogia, pordiosera y afrailada supersticiosa y muy repugnante! Lástima que sin esta demagogia tan maloliente, y que tanto atacaba los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas ni Geronas!
Sin duda, por no mezclarse con esa demagogia pordiosera, los cortesanos de Carlos IV, los clérigos ilustrados y de luces, los abates, los literatos, los economistas y los filántropos tomaron [673] muy desde el principio el partido de los franceses y constituyeron aquella legión de traidores, de eterno vilipendio en los anales del mundo, que nuestros mayores llamaron afrancesados. Después de todo, no ha de negarse que procedieron con lógica; si ellos no eran cristianos ni españoles, ni tenían nada de común con la antigua España sino el haber nacido en su suelo, si además los invasores traían escritos en su bandera todos los principios de gobierno que ellos enaltecían; si para ellos el ideal, como ahora dicen, era un déspota ilustrado, un césar impío que regenerase a los pueblos por fuerza y atase corto al papa y a los frailes, si además este césar traía consigo el poder y el prestigio militar más formidable que han visto las edades, en términos que parecía loca temeridad toda resistencia, ¿cómo no habían de recibirlo con palmas y sembrar de flores y agasajos su camino?
La caída del Príncipe de la Paz a consecuencia del motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808) dejó desamparados a muchos de sus parciales, y procesados a Estala y otros, todos los cuales, por odio a la causa popular a los que llamaban bullangueros, no tardaron en ponerse bajo a protección de Murat. Ni tampoco podía esperarse más de los primeros ministros de Fernando VII, los Azanza, Ofarril, Ceballos, Escoiquiz Caballero, todos los cuales, tras de haber precipitado el insensato viaje del rey a Bayona, o pasaron a los consejos del rey José, o se afrancesaron a medias, o fueron, por su torpeza y necias pretensiones diplomáticas, risa y baldón de los extraños.
Corrió al fin la sangre de mayo, y ni siquiera la sanguinaria orden del día de Murat, que lleva aquella fecha bastó a apartar de él a los afrancesados, que no sólo dieron por buenas las denuncias de Bayona, sino que concurrieron a las irrisorias Cortes convocadas allí por Napoleón para labrar la felicidad de España y destruir los abusos del antiguo régimen, como decía la convocatoria de 24 de mayo (2591). Las 150 personas que habían de constituir esta diputación, representando el clero, la nobleza y el estado llano, fueron designadas por la llamada junta Suprema de Gobierno o elegidas atropellada y desigualmente, no por las provincias, alzadas en armas contra la tiranía francesa, sino por los escasos partidarios de la conquista napoleónica, que se albergaban en Madrid o en la frontera, anunciando en ostentosas proclamas que el héroe a quien admiraba el mundo concluiría la grande obra en que estaba trabajando de la regeneración política. Algunos de los nombrados se negaron rotundamente a ir, entre ellos el austero obispo de Orense, D. Pedro de Quevedo y Quintano, que respondió al duque de Berg y a la junta con una punzante y habilísima representación, que corrió de un extremo a otro de España, labrando hondamente en los ánimos. [674]
Los pocos españoles congregados en Bayona a título de diputados (en 15 de junio aún no llegaban a 30) reconocieron solemnemente por rey de España a José Bonaparte, el cual, entre otras cosas, dijo al inquisidor D. Raimundo Ethenard y Salinas que «la religión era base de la moral y de la prosperidad pública y que debía considerarse feliz a España, porque en ella sólo se acataba la verdadera»; palabras vanas y encaminadas a granjearse algunas voluntades, que ni aun por ese medio logró el intruso, viéndose obligado a cambiar de táctica muy pronto y a apoyarse en los elementos más francamente innovadores.
Abriéronse al fin las Cortes de Bayona el 15 de junio, bajo la presidencia de D. Miguel de Azanza, antiguo virrey de Méjico, a quien asistieron como secretarios D. Mariano Luis de Urquijo, del Consejo de Estado, y D. Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda, conocido helenista, traductor de Isócrates y de Plutarco. Anunció el presidente en su discurso de apertura que «nuestro mismo regenerador, ese hombre extraordinario que nos vuelve una patria que habíamos perdido, se había tomado la pena (sic) de disponer una Constitución para que fuese la norma inalterable de nuestro gobierno».
Efectivamente, el proyecto de Constitución fue presentado a aquellas Cortes, pero no formado por ellas, y aun hoy se ignora quién pudo ser el verdadero autor, puesto que Napoleón no había de tener tiempo para entretenerse en tal cosa. Nada se dijo en ella contra la unidad religiosa, pero ya algunos diputados, como D. Pablo Arribas, luego de tantísima fama como ministro de Policía, y D. José Gómez Hermosilla, buen helenista y atrabiliario crítico, de los de la falange moratiniana, solicitaron la abolición del Santo Oficio, a la cual fuertemente se opuso el inquisidor Ethenard, secundado por algunos consejeros de Castilla. También D. Ignacio Martínez de Villela propuso, sin resultado, que a nadie se persiguiese por sus opiniones religiosas o políticas, consignándose así expresamente en la Constitución. La cual murió non nata, sin que llegara siquiera a reunir cien firmas, aunque de grado o por fuerza se hizo suscribirla a todos los españoles que residían en Bayona.
Reorganizó José su Ministerio, dando en él la secretaría de Estado el famoso Urquijo, promotor de la descabellada tentativa de cisma jansenista en tiempo de Carlos IV; la de Negocios Extranjeros, a. D. Pedro Ceballos; la de Hacienda, a Cabarrús; la de Guerra, a Ofarril; la de Gracia y Justicia, a D. Sebastián Piñuela; la de Marina, a Mazarredo, y la de Indias, a Azanza (2592). En vano se intentó atraer a D. Gaspar Melchor de Jovellanos y comprometer su nombre haciéndole sonar como ministro del Interior en la Gaceta de Madrid, porque él se resistió noblemente a las instancias de todos sus amigos, especialmente de Cabarrús, [675] y les respondió en una de sus comunicaciones que, «aunque la causa de la Patria fuese tan desesperada como ellos imaginaban, sería siempre la causa del honor y en la lealtad, y la que a todo trance debía seguir un buen español»
- II -
La heterodoxia entre los afrancesados. Obras cismáticas de Llorente. -Política heterodoxa del rey José: desamortización, abolición del Santo Oficio.
Los afrancesados y los liberales, que, andando el tiempo, fácilmente perdonaron a los afrancesados su apostasía en consideración al amor que profesaban a la cultura y a las luces del siglo, se deshacen en elogios del rey José, pintándole como hombre de condición suave y apacible, aunque muy dado al regalo y a los deleites; cortés y urbano, algo flojo de voluntad, pero muy amante del progreso. ¡Lástima que nuestros padres no se hubiesen entusiasmado con ese rey filósofo (así le llamaban en las logias), cuyos sicarios venían a traernos la nueva luz por medios tan eficaces como los saqueos de Córdoba y las sacrílegas violaciones de Rioseco!
Estipulóse en los dos primeros artículos de la capitulación de Madrid (4 de diciembre de 1808) «La conservación de la religión católica, apostólica, romana, sin tolerancia de otra alguna», y «de las vidas, derechos y propiedades de los eclesiásticos seculares y regulares, conservándose el respeto debido a los templos, conforme a nuestras leyes». Pero, apenas instalado Napoleón en su cuartel general de Chamartín, decretó la abolición del Santo Oficio, la venta de las obras pías y la reducción de los conventos a la tercera parte, con cuyas liberales medidas creció el número de afrancesados. En Valladolid suprimió el convento de dominicos de San Pablo so pretexto de que en él habían sido asesinados varios franceses.
Entronizado de nuevo José por el esfuerzo de su hermano, decretó en 17 de agosto la supresión de todas las órdenes monacales, mendicantes y de clérigos regulares, adjudicando sus bienes a la Real Hacienda, y en decretos sucesivos declaró abolida la prestación agrícola que llamaban voto de Santiago mandó recoger la plata labrada de las iglesias y suprimió toda jurisdicción civil y criminal de los eclesiásticos, con otras providencias al mismo tenor, ante las cuales se extasía aún hoy el Sr. Mesonero Romanos en sus Memorias de un Setentón (2593), llamándolas «desenvolvimiento lógico del programa liberal iniciado por Napoleón en Chamartín».
El canonista áulico de José era, como no podía menos de serlo, el famoso D. Juan Antonio Llorente, de cuyas hazañas en tiempos de Carlos IV tienen ya noticia nuestros lectores, y que, perdidas sus antiguas esperanzas de obispar y mal avenido [676] con su dignidad de maestrescuela de Toledo, que le parecía corto premio para sus merecimientos, encontró lucrativo, ya que no honroso, el meterse a incautador y desamortizador con título de director general de Bienes Nacionales, cargo de que los mismos franceses tuvieron que separarle por habérsele acusado de una sustracción, o, como ahora dicen, irregularidad, de once millones de reales. No resultó probado el delito, pero Llorente no volvió a su antiguo destino, trocándole por el de comisario de Cruzada. Durante la ocupación francesa, Llorente divulgó varios folletos, en que llama a los héroes de nuestra independencia plebe y canalla vil, pagada por el oro inglés; se hizo cargo de los papeles de la Inquisición que llegaron a sus manos (no todos afortunadamente), quemó unos y separó los restantes para valerse de ellos en la Historia, que ya traía en mientes, y escribió varios opúsculos canónicos, de que conviene dar más menuda noticia. Es el primero la Colección diplomática de varios papeles antiguos y modernos sobre dispensas matrimoniales y otros puntos de disciplina eclesiástica (2594), almacén de papeles regalistas, jansenísticos y medio cismáticos en que andan revueltos, con leyes de Honorio y de Recesvinto y con el Parecer de Melchor Cano el Pedimento de Macanaz y las contestaciones de los obispos favorables al cisma de Urquijo; todo ello para demostrar que «los obispos deben dispensar los impedimentos del matrimonio y demás gracias necesarias para el bien espiritual de sus diocesanos cuando el gobierno lo considere útil, aun estando expedito el recurso a Roma» y «que la suprema potestad civil es la única que pudo poner originalmente impedimentos al matrimonio»..., todo lo cual corrobora el autor con citas del Código de la humanidad y de la Legislación Universal, no sin insinuar, así como de pasada, que él y otros canonistas de su laya reconocían en el infeliz José iguales derechos que en los monarcas visigodos para convocar nuevos sínodos toledanos y estatuir o abrogar leyes eclesiásticas restaurando la pura disciplina.
Con mucha copia de doctrina jurídica contestó a este papel el Dr. D. Miguel Fernández de Herrezuelo, lectoral de Santander, en un cuaderno que llamó Conciso de memorias eclesiásticas y político-civiles (2595), donde no se limitó al punto de las dispensas, en que la doctrina de Llorente es formalmente herética, como lo declaran las proposiciones 57 y 60 de la bula Auctorem fidei, por la cual Pío VI condenó a los fautores del sínodo de Pistoya, [677] sino que se remontó al origen de la potestad y jurisdicción de la Iglesia, probando que no era meramente interna y espiritual, sino también exterior y contenciosa, y que desde los mismos tiempos de San Pablo había puesto y declarado impedimentos al matrimonio, v.gr., el de cultus disparitas: nolite iugum ferre cum infidelibus.
Los consejeros del rey José dieron la razón a Llorente, y por real decreto de 16 de diciembre de 1810 mandaron a los pocos obispos que les obedecían dispensar en todo género de impedimentos; tropelía muy conforme con la desatentada política que el césar francés había adoptado con el mártir Pío VII. Pero Llorente lanzado ya a velas desplegadas en el mar del cisma, no se satisfizo con la abolición de las reservas, y quiso completar su sistema en una Disertación sobre el poder que los reyes españoles ejercieron hasta el siglo duodécimo en la división de obispados y otros puntos de disciplina eclesiástica (2596) y (2597), con un apéndice de escrituras merodeadas de aquí y de allá, truncadas muchas de ellas, apócrifas o sospechosas otras, y no pertinentes las más a la cuestión principal. Habían proyectado los ministros de José hacer por sí y ante sí nueva división del territorio eclesiástico, conforme en todo a la división civil, y Llorente acudió a prestarles el auxilio de su erudición indigesta y causídica, previniendo la opinión para el más fácil cumplimiento de los edictos reales. Decir que en las 200 páginas de su libro, que es a la vez alegato colección diplomática, se barajan lo humano y lo divino, y la cronología, y la historia, y los cánones con los abusos de tiempos revueltos, ocultando el autor maliciosamente todos los casos y documentos en que la potestad pontificia aparece interviniendo en la demarcación de diócesis, sería poco decir, y ya es de sospechar en cuanto se nombra al autor. Pero aún hay cosas más graves. Llorente, que no creía en la legitimidad de la Ithación, de Wamba, la aprovecha, sin embargo, porque le conviene para sus fines; y, encontrándose con la otra división, a todas luces apócrifa, de los obispados de Galicia, que se dice hecha en el siglo VI, en un concilio de Lugo, por el rey suevo Teodomiro, niega el concilio y la autenticidad de la escritura, pero admite la división, suponiéndola hecha por el rey, de su propia autoridad y sin intervención de ningún concilio. A la verdad, tanta frescura asombra, y no hay paciencia que baste ni pudor crítico que no se sonroje al oír exclamar a aquel perenne abogado de torpísimas causas, dos veces renegado como español y como sacerdote: «Congratulémonos de que, [678] por uno de aquellos caminos inesperados que la divina Providencia manifiesta de cuando en cuando, haya llegado el día feliz en que los reyes y obispos reivindiquen aquellos derechos que Dios concedió a las dignidades real y episcopal» (p.51).
En la Academia de la Historia leyó Llorente en 1812 una Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de España acerca del Tribunal de la Inquisición (2598), donde, con hacinar muchos y curiosos documentos, ni por semejas hiere la cuestión, ya que la opinión nacional acerca del Tribunal de la Fe no ha de buscarse en los clamores, intrigas y sobornos de las familias de judaizantes y conversos, a quien andaba a los alcances el Santo Tribunal, ni en las amañadas demandas de contrafuero promovidas en Aragón por los asesinos de San Pedro Arbués y los cómplices de aquella fazaña, ni en los pleitos, rencillas y concordias de jurisdicción con los tribunales seculares, en que nadie iba al fondo de las cosas, sino a piques de etiqueta o a maneras de procedimiento, sino en el unánime testimonio de nuestros grandes escritores y de cuantos sintieron y pensaron alto en España desde la edad de los Reyes Católicos; en aquellos juramentos que restaban a una voz inmensas muchedumbres congregadas en los autos de fe y en aquella popularidad inaudita que por tres Siglos y sin mudanza alguna disfrutó un Tribunal que sólo a la opinión popular debía su origen y su fuerza y sólo en ella podía basarse. El mismo Llorente se asombra de esto, y exclama: «Parece imposible que tantos hombres sabios como ha tenido España en tres siglos, hayan sido de una misma opinión». Por descontado que él lo explica con la universal tiranía; recurso tan pobre como fácil cuando no se sabe encontrar la verdadera raíz de un grande hecho histórico o cuando, encontrándola, falta valor para confesarlo virilmente. ¿A quién se hará creer que Fr. Luis de Granada, por ejemplo, no cedía a más noble impulso que el del temor servil cuando en el Sermón de las caídas públicas llamaba a la Inquisición «muro de la Iglesia, columna de la verdad, guarda de la fe, tesoro de la religión, arma contra los herejes, lumbre contra los engaños del enemigo y toque en que se prueba la fineza de la doctrina, si es verdadera [679] o falsa»? ¡Singular prodigio histórico el de una institución impopular que todos aplauden y que dura tres siglos! ¡Cualquiera diría que los inquisidores no salían del mismo pueblo español o que eran de raza distinta que se había impuesto por conquista y fuerza de armas! Pasó ya, gracias a Dios, tan superficial modo de considerar la historia, dividiéndola entre oprimidos y opresores, tiranos y esclavos. Los mismos que condenan la Inquisición como arma de tiranía, tendrán que confesar hoy que fue tiranía popular, tiranía de raza y sangre, fiero sufragio universal, justicia democrática que niveló toda cabeza, desde el rey hasta el plebeyo y desde el arzobispo hasta el magnate; autoridad, en suma, que los reyes no alzaron, sino que se alzó sobre los reyes, y que, como los antiguos gobiernos demagógicos de Grecia, tuvo por campo y teatro de sus triunfos el ancho estadio de la plaza pública.
La retirada de los franceses en 1813 sorprendió a Llorente cuando sólo llevaba publicados dos volúmenes de su historia de la Inquisición, que a principio pensó dar a luz en lengua castellana y en forma de Anales. Obligado ya a cambiar de propósito, se llevó a Francia los apuntes y extractos que tenía hechos, y también muchos papeles originales de los archivos de la Inquisición de Aragón, que con poca conciencia se apropió y que sin escrúpulo vendió luego a la Biblioteca Nacional de París, donde hoy se conservan encuadernados en 18 volúmenes. Entre ellos figuran procesos tan importantes como el del vicecanciller Alfonso de la Caballería, el de los Santafé, el de los asesinos de San Pedro de Arbués, el de Antonio Pérez, el de D. Diego de Heredia y demás revolvedores de Zaragoza en tiempo de Felipe II.
El aparato de documentos que Llorente reunió para su historia fue tan considerable, que ya difícilmente ha de volver a verse junto. Verdad es que se escaparon de sus garras muchos procesos de las inquisiciones de provincia, cuyos despojos, aunque saqueados y mutilados por la mano ignorante del vandalismo revolucionario, han pasado en épocas distintas a enriquecer nuestros archivos de Simancas y Alcalá; cierto que jamás llegó a leer el proceso de Fr. Luis de León, el del Brocense y otros no menos importantes, por lo cual la parte literaria de su libro 1 es manca y pobrísima. A todo lo cual ha de agregarse que su erudición en materia de libros impresos era muy corta; su crítica, pueril; su estilo, insulso y sin vigor ni gracia. Pero como había usado y abusado de todos los medios puestos ampliamente a su alcance, y registrado bulas y breves de papas, ordenanzas reales, consultas del Consejo, cartas de la Suprema a los tribunales de provincias, instrucciones y formularios, extractos de juicios y gran número de causas íntegras, pudo dar gran novedad a un asunto ya de suyo poco menos que virgen y sorprender a los franceses con un matorral de verdades y de calumnias. [680]
Está tan mal hecho el libro de Llorente, que ni siquiera puede aspirar al título de libelo o de novela, porque era tan seca y estéril la fantasía del autor y de tal manera la miseria de su carácter moral ataba el vuelo de su fantasía, que aquella obra inicua, en fuerza de ser indigesta, resultó menos perniciosa, porque pocos, sino los eruditos, tuvieron valor para leerla hasta el fin. Muchos la comenzaron con ánimo de encontrar escenas melodramáticas, crímenes atroces, pasiones desatadas y un estilo igual, por lo menos en solemnidad y en nervio, con la grandeza terrorífica de las escenas que se narraban. Y, en vez de esto, halláronse con una relación ramplona y desordenada, en estilo de proceso, oscura e incoherente, atestada de repeticiones y de fárrago, sin arte alguno de composición, ni de dibujo, ni de colorido, sin que el autor acierte nunca a sacar partido de un personaje o de una situación interesante, mostrándose siempre tan inhábil y torpe como mal intencionado y aminorando lo uno el efecto de lo otro. Su filosofía de la historia se reduce a un largo sermón masónico con pretexto del interrogatorio del hebillero francés M. Tournon y a la alta y trascendental idea de que la Inquisición no se estableció para mantener la pureza de la fe, ni siquiera por fanatismo religioso, sino «para enriquecer el Gobierno con las confiscaciones». La filosofía de Llorente no se extendía más allá de los bienes nacionales.
El plan, si algún plan hay en la Historia de la Inquisición, y no ha de tomarse por una congeries enorme de apuntaciones inconexas, no entra en ninguno de los métodos conocidos de escribir historia, porque la falta de ideales generales en la cabeza del autor le impiden abarcar de una mirada el lógico y sereno curso de los hechos. Un capítulo para los sabios que han sido víctimas de la Inquisición, otro en seguida para los atentados cometidos por los inquisidores contra la autoridad real y los magistrados; luego, un capítulo sobre los confesores solicitantes, otro sobre el príncipe D. Carlos (que nada tiene que hacer en una historia de la Inquisición)... ¡Buenos esfuerzos de atención habrá de imponerse el que en tal galimatías quiera adquirir mediana inteligencia de las cosas del Santo Oficio! Libro, en suma, odioso y antipático, mal pensado, mal ordenado y mal escrito, hipócrita y rastrero, más árido que los arenales de la Libia. Libro en que ninguna cualidad de arte ni de pensamiento disfraza ni salva lo bajo, tortuoso y servil de las intenciones. Abominable libelo contra la Iglesia es, ciertamente, la Historia del concilio Tridentino, de Fr. Paolo Sarpi, pero al fin Sarpi es un pamphletaire en quien rebosa el ingenio, y a ratos parece que algo de la grandeza de la república de Venecia se refleja sobre aquel su teólogo, hombre peritísimo en muchas disciplinas y de gran sagacidad política. Pero Llorente, clérigo liberal a secas, asalariado por Godoy, asalariado por los franceses, asalariado por la masonería y siempre para viles empresas, ¿qué hizo sino juntar en su cabeza todas las vergüenzas del siglo pasado, morales, políticas y literarias, [681] que en él parecieron mayores por lo mismo que su nivel intelectual eran tan bajo?
Tantas veces hemos tenido que hablar de la Historia de la Inquisición en este libro, que en cierto modo puede considerarse como una refutación de ella; tantas hemos denunciado falsedades de número, falsedades de hecho, ocurrencias tan peregrinas como la de poner entre las víctimas de la Inquisición a Clemente Sánchez de Vercial, que murió cerca de un siglo antes de que se estableciera en Castilla, que el renovar aquí la discusión parecería enfadoso, mucho más cuando nos están convidando otras obras de Llorente no menos dignas de la execración de toda conciencia honrada (2599). De ellas diré nada más que lo que baste para completar la fisonomía moral del personaje.
El escándalo producido por la Historia crítica de la Inquisición fue tal, que el arzobispo de París tuvo que quitar a Llorente las licencias de confesor y predicar y hasta se le prohibió la enseñanza privada del castellano en los colegios y casas particulares. Entonces se arrojó resueltamente en brazos de la francmasonería, a la cual (sabémoslo por testimonio de Gallardo) (2600) ya pertenecía en España, y de sus limosnas, si no es profanar tal nombre, vivió el resto de su vida, no sin haber reclamado más de una vez su canonjía de Toledo y sus beneficios patrimoniales de Calahorra y Rincón de Soto, adulando bajísimamente a Fernando VII, que tuvo el buen gusto de no hacerle caso, hasta forjar, a guisa de famélico rey de armas, cierta Ilustración del árbol genealógico de Su Majestad (1815), a quien deja emparentado en trigésimocuarto lugar con Sigerdus, rey de los sajones en el siglo V.
El desdén con que en España fueron acogidas estas revesadas y mal zurcidas simplezas, indujo a Llorente a probar fortuna por otro lado, es decir, a tantear la rica vena de filibusterisrno americano; y, después de haber halagado las malas pasiones de los insurrectos con una nueva edición de las diatribas de fray Bartolomé de las Casas contra los conquistadores de Indias (2601), publicó cierto proyecto de Constitución religiosa con la diabólica idea de que le tomasen por modelo los legisladores de alguna de aquellas nacientes y desconcertada repúblicas (2602). [682]
Tan grave es el Proyecto, que el mismo Llorente no se atrevió a prohijarle del todo, dándose sólo como editor y confesando que iba mucho más allá que la Constitución civil del clero de Francia y que se daba la mano con el sistema de los protestantes. En rigor, es protestante de pies a cabeza, y no ya episcopalista, sino presbiteriano, o más bien negador de toda jerarquía, puesto que afirma desde el primer capítulo que «el poder legislativo de la Iglesia pertenece a la general congregación de todos los cristianos, al cuerpo moral de la Iglesia». Quiere el autor que en las confesiones de fe se eviten todos los puntos de controversia en que no van acordes católicos y protestantes y que no pueden llamarse dogmáticos. Limita la creencia al símbolo de los apóstoles. Rechaza todas las prácticas introducidas desde el siglo II en adelante. No admite la confesión como precepto, sino como consejo. Reconoce en la potestad civil el derecho de disolver el matrimonio. Tiene por inútiles los órdenes de la jerarquía eclesiástica. Se mofa de las declaraciones de los concilios ecuménicos y hasta insinúa ciertas dudas sobre la presencia real en la eucaristía y sobre la transustanciación. Nada más cómodo que el catolicismo de Llorente: «Nadie será compelido por medios directos ni indirectos a la confesión específica de sus pecados, quedando a la devoción de cada cristiano acudir a su párroco, y éste le absolverá si le reputare contrito, como Jesucristo absolvió a la meretriz, a la samaritana, a la mujer adúltera y otros pecadores arrepentidos... Nadie será compelido a recibir la comunión eucarística en el tiempo pascual ni en otro alguno del año... No se reconocerá como precepto eclesiástico que obligue con pena de pecado grave la asistencia al sacrificio de la misa en los domingos ni en otro día alguno del año... Será sólo acto de fervor y de devoción el ayunar, pero no precepto... El obispo y el párroco no se mezclarán en asunto de impedimentos matrimoniales, porque todo esto pertenece a la potestad secular, así como a la eclesiástica la sola bendición nupcial, sin la cual también es válido el contrato... No se considerarán como impedimentos el de disparidad de cultos, el de parentesco espiritual, el de pública honestidad, ni muchos casos de consanguinidad y afinidad...» Con esto y con anular los votos perpetuos y las comunidades regulares, y declarar lícito el matrimonio de los presbíteros y de los obispos y poner la Iglesia en manos del Supremo Gobierno Nacional, que tendrá por delegados a los arzobispos, [683] sin entenderse para nada con el papa, queda completo, en sus líneas generales, este monstruoso proyecto, que el insigne benedictino catalán Fr. Roque de Olzinellas, discípulo de los Caresmar y Pascual, calificó de «herético, inductivo al cisma e injurioso al estado eclesiástico» en una censura teológica extendida por encargo del previsor de Barcelona en 1820, de la cual en vano quiso defenderse Llorente con sus habituales raposerías jansenísticas (2603). Y tanto circuló y tanto daño hizo en España aquel perverso folleto, verdadera sentina de herejías avulgaradas y soeces, que todavía se creyó obligado a refutarle en 1823 el canónigo lectoral de Calahorra, D. Manuel Anselmo Nafria, en los ocho discursos que tituló Errores de Llorente combatidos y deshechos, como antes lo había hecho el mercedario P. Martínez, catedrático de la Universidad de Valladolid y luego obispo de Málaga.
¿Y Llorente qué hacía entre tanto? Aún le era posible descender más bajo como hombre y como escritor, y de hecho acabó de afrentar su vejez con dos obras igualmente escandalosas e infames, aunque por razones diversas. Es la primera el Retrato político de los papas, del cual basta decir, porque con esto queda juzgado el libro y entendido el estado de hidrofobia en que le escribió Llorente, que admite la fábula de la papisa Juana, hasta señalar con precisión aritmética los meses y días de su pontificado, y supone que San Gregorio VII vivió en concubinato con la princesa Matilde. El otro libro... es una traducción castellana de la inmunda novela del convencional Louvet, Aventuras del baroncito de Faublas (2604). ¡Digna ocupación para un clérigo sexagenario y ya en los umbrales del sepulcro!
Estos últimos escándalos obligaron al Gobierno francés a arrojarle de su territorio, y él, aprovechándose de la amnistía concedida por los liberales en 1820, volvió a España, falleciendo a los pocos días de llegar a Madrid, en 5 de febrero de 1823. Muchos tipos de clérigos liberales hemos conocido luego en España, pero para encontrar uno que del todo se le asemeje hay que remontarse al obispo D. Oppas o al malacitano Hostegesis, [684] y aun a éstos la lejanía les comunica cierta aureola de maldad épica que no le alcanza a Llorente (2605) y (2606).
- III -
Literatos afrancesados.
El empeño de seguir hasta el fin las vicisitudes de Llorente nos ha hecho apartar los ojos de la efímera y trashumante corte del rey José, de la cual formaron parte principalísima casi todos los literatos y abates volterianos de que queda hecha larga memoria en capítulos anteriores y toda la hez de malos frailes y clérigos mujeriegos y desalmados, recogida y barrida de todos los rincones de la Iglesia española. Providencial fue la guerra [685] de la Independencia hasta para purificar la atmósfera. A muchos de estos afrancesados los defiende hoy su bien ganada fama literaria, pero no conviene alargar mucho la indulgencia y caer en laxitudes perjudiciales cuando se trata de tan feo crimen como la infidelidad a la patria; infidelidad que fue en los más de ellos voluntaria y gustosamente consentida.
De nuestras escuelas literarias de fin del siglo XVIII, la de Salamanca fue la que libró mejor y más gloriosamente en aquel trance. Cienfuegos estuvo a punto de ser inmolado por Murat juntamente con las víctimas de mayo, y si por breve intervalo salvó casi milagrosamente la vida, fue para morir en Francia, antes de cumplirse un año, en heroico destierro,
Donde la ninfa del Adur vencido
quiere aplacar con ruegos
la inexorable sombra de Cienfuegos.
Quintana lanzó por los campos castellanos Los ecos de la gloria y de la guerra, conquistando en tan alta ocasión su verdadera y única envidiable corona de poeta, de la cual alguna hoja tocó también al más declamatorio que vehemente cantor del Dos de Mayo. Sólo Meléndez Valdés, maestro de todos ellos, flaqueó míseramente en aquella coyuntura, aceptando de Murat la odiosa comisión de ir a sosegar el generoso levantamiento de los asturianos en 1808; debilidad o temeridad que estuvo a punto de costarle la vida, atado ya a un árbol, para ser fusilado, en el campo de San Francisco de Oviedo. Luego con la ligereza e inconstancias propias de su carácter, abrazó por breves días la causa nacional después de la batalla de Bailén, y. compuso dos romances (excelente el segundo), que llamó Alarma española. Lo cual no fue obstáculo para que, viendo al año siguiente caída y, a su parecer, desesperada la causa nacional, tomase al servicio del rey José, que le hizo consejero de Estado, y a quien el dulce Batilo manifestó desde entonces la más extravagante admiración y cariño:
Más os amé y más juro
amaros cada día,
que en ternura común el alma mía
se estrecha a vos con el amor más puro (2607). [686]
Los literatos del grupo moratiniano, Estala, Hermosilla, Melón, etc..., se afrancesaron todos, sin excepción de uno solo. Estala, ya secularizado y desfrailado, como él por tantos años había anhelado, pasó a ser gacetero del Gobierno intruso y escribió contra el alzamiento nacional varios folletos, v.gr.: las Cartas de un español a un anglómano. Moratín solemnizó la abolición del Santo Oficio reimprimiendo el célebre Auto de fe de Logroño de 1610 contra brujas, acompañado de sesenta notas que Voltaire reclamaría por suyas. No es pequeña honra para el Tribunal de la Fe haber sido blanco de las iras del mismo que en esas notas habla de «las partidas que andan por esos montes acabando de aniquilar a la infeliz España» y del que a renglón seguido embocaba la trompa de la Fama, y destejía del Pindo mirtos y laureles para enguirnaldar a uno de aquellos feroces sicarios que, con título de mariscales del Imperio, entraban a saco nuestras ciudades, violaban nuestros templos, despojaban nuestros museos y allanaban nuestros monumentos, llevando por dondequiera la matanza y el incendio con más crudeza que bárbaros del Septentrión:
Dilatará la fama
el nombre que veneras reverente
del que hoy añade a tu región decoro
y de apolínea rama
ciñe el bastón y la balanza de oro,
digno adalid del dueño de la tierra,
del de Vivar trasunto,
que en paz te guarda, amenazando guerra,
y el rayo enciende que vibró en Sagunto (2608).
Si los huesos del Cid no se estremecieron de vergüenza en su olvidada sepultura de Cardeña, muy pesado debe ser el sueño de los muertos (2609). [687]
Pero el mayor crimen literario de aquella bandería y de aquella edad, el Alcorán de los afrancesados, el libro más fríamente inmoral y corrosivo, subvertidor de toda noción de justicia, ariete contra el derecho natural y escarnio sacrílego del sentimiento de patria; obra, en suma, que para encontrarle parangón o similar sería forzoso buscarlo en los discursos de los sofistas griegos en pro de lo injusto, fue el Examen de los delitos de la infidelidad a la patria, compuesto por el canónigo sevillano D. Félix José Reinoso, uno de los luminares mayores de su escuela literaria. En este libro, que ya trituró Gallardo y cuya lectura seguida nadie aguanta a no haber perdido hasta la última reliquia de lo noble y de lo recto, todos los recursos de una dialéctica torcida y enmarañada, todos los oropeles del sentimentalismo galicano, toda la erudición legal que el autor y su amigo Sotelo pudieron acarrear, todas las armas de la filosofía utilitaria y sensualista, de que el docto Fileno era acérrimo partidario, están aprovechadas en defensa del vergonzoso sofisma de que una nación abandonada y cedida por sus gobernantes no tiene que hacer más sino avenirse con el abandono y la cesión y encorvarse bajo el látigo del nuevo señor, porque, como añade sabiamente Reinoso, el objeto de la sociedad no es vivir independiente, sino vivir seguro; es decir, plácidamente y sin quebraderos de cabeza. ¡Admirable y profunda política, último fruto de la filosofía del siglo XVIII! (2610) [688]
- IV -
Semillas de impiedad esparcidas por los soldados franceses. -Sociedades secretas.
Entre tanto, el Gobierno de José proseguía incansable su obra de desamortización y de guerra a la Iglesia; y, tras de los conventos, suprimió las órdenes militares, incautándose de sus bienes, y se apoderó de la plata labrada de las iglesias, comenzando por las de Madrid y por El Escorial. Los atropellos ejercidos en cosas y personas eclesiásticas por cada mariscal del imperio en el territorio que mandaban, no tienen número ni fácil narración. Pero no he de omitir que en 1809 fue bárbaramente fusilado, por orden del mariscal Soult, el obispo de Coria, D. Juan Álvarez de Castro, anciano de ochenta y cinco años. El incendio de la catedral de Solsona en 1810, la monstruosa violación de las monjas de Uclés en 1809 (2611) y los fusilamientos en masa de frailes estudiantes de teología que hizo el mariscal Suchet en Murviedro, en Castellón y en Valencia... son leve muestra de las hazañas francesas de aquel periodo (2612). ¡Con cuán amargo e íntimo dolor hay que decir que no faltaron en el Episcopado español algunos, muy pocos, que se prestasen a bendecir aquella sangrienta usurpación; prelados casi todos de los llamados jansenistas en el anterior reinado! Así Tavira, el de Salamanca, así el antiguo inquisidor D. Ramón de Arce, y así también (pesa decirlo, aunque la verdad obliga) el elocuente misionero capuchino Fr. Miguel de Santander, obispo auxiliar de Zaragoza, que anticanónicamente se apoderó del obispado de Huesca con ayuda de las tropas del general Lannes.
La larga ocupación del territorio por los ejércitos franceses, [689] a despecho del odio universal que se les profesaba, contribuyó a extender y difundir en campos y ciudades, mucho más que ya lo estaban, las ideas de la Enciclopedia y la planta venenosa de las sociedades secretas, olvidadas casi del todo desde la bula de Benedicto XIV y las pragmáticas de Fernando VI. Pero desde 1808, la francmasonería, única sociedad secreta conocida hasta entonces en España, retoñó con nuevos bríos, pasando de los franceses a los afrancesados, y de éstos a los liberales, entre quienes, a decir verdad, la importancia verdadera de las logias comienza sólo en 1814, traída por la necesidad de conspirar a sombra de tejado.
De las anteriores logias afrancesadas no quedan muchas noticias, pero sí verídicas seguras. Díjose que la de Madrid se había instalado en el edificio mismo de la suprimida Inquisición; pero Llorente, que debía de estar bien informado por inquisidor y por francmasón, rotundamente lo niega. Lo que yo tengo por más ajustado a la verdad, y se comprueba con la lectura de los escasos procesos inquisitoriales formados después de 1815 contra varios hermanos (2613), es que la principal logia de Madrid, la llamada Santa Julia, estuvo en la calle de las Tres Cruces, siendo probable que aún existan en los techos y paredes de la casa algunos de los atributos y símbolos del culto del Gran Arquitecto que para aquella logia pintó el valenciano Ribelles, según consta de información del Santo Oficio. En la calle de Atocha, frente a San Sebastián (2614), hubo otro taller de caballeros Rosa-Cruz, que debe ser el mismo que Clavel llama de la Beneficencia. Otro taller con el rótulo de La Estrella reconocía por venerable al barón de Tiran. Todos pertenecían al rito escocés y prestaban obediencia en 1810 a un consistorio del grado 32 que estableció el conde de Clermont-Tonnerre, individuo del Supremo Consejo de Francia, y desde 1812, a un supremo Consejo del grado 33, cuyo presidente parece haber sido el conde le Grasse-Tilly, o un hermano suyo llamado Hannecart-Antoine, que vino a España a especular con la filantrópica masonería, vendiendo diplomadas y títulos por larga suma de dineros, que luego repartía con su hermano (2615). Así se organizó el Gran Oriente de España y de las Indias, al cual negaron obediencia las logias establecidas en los puertos independientes, entendiéndose directamente con Inglaterra, bajo cuyos auspicios se había inaugurado el Gran Oriente Portugués en 1805.
Los franceses multiplicaron las congregaciones masónicas en las principales ciudades de su dominio. Una hubo en el colegio viejo de San Bartolomé, de Salamanca, frecuentada por estudiantes y catedráticos de aquella venerable Universidad, materia [690] dispuesta entonces para todo género de novedades por ridículas que fuesen. En Jaén, al retirarse los franceses descubrióse la correspondiente cámara enlutada, con el crucifijo y los atributos masónicos pintados por un tal Cuevas. En Sevilla, desde el año 10 al 12 hubo dos logias, una de ellas en el edificio de la Inquisición, y en ella leyó D. Alberto Lista su masónica oda de El triunfo de la tolerancia (2616). Con esta clave se entenderán mejor algunas de sus estrofas:
Mas, ¡ay!, ¿qué grito por la esfera umbría
desde la helada orilla
del caledonio golfo se desprende?
Hombres, hermanos sois, vivid hermanos.
Como no hay noticia de que el primero que dijo esta perogrullada fuera caledonio, no cabe más interpretación racional sino que la logia pertenecía al rito escocés. Y prosigue el vate:
Ese lumbroso Oriente, ese divino
raudal inextinguible
de saber, de bondad y de clemencia,
fue trono de feroces magistrados...
Hijos gloriosos de la paz, el día
del bien ha amanecido;
cantad el himno de amistad, que presto
lo cantará gozoso y reverente
el tártaro inhumano
y el isleño del último océano.
Y no sólo esta oda, sino otras tres o cuatro de la colección de Lista, comenzando por la de la Beneficencia, fueron hijas de la inspiración masónica, y están llenas de alusiones clarísimas para quien sabe leer entre renglones y tiene alguna práctica de los rituales de la secta. Llama Lista (2617), en modo bucólico, respuesta gruta a la logia, y añade:
Aquí tienes tus aras, aquí tienes
deidad oculta, víctimas y templo.
Aquí la espada impía
no alcanza, ni la astucia del inicuo,
ni el furor de la armada tiranía...
Lejos, profanos, id...
........................
Vosotras, consagradas
almas a la virtud, la humana mente
tornad piadosa; caigan las lazadas
que el fanatismo le ciñó inclemente...
Romped heroicos con potente mano
el torpe hechizo al corazón humano. [691]
Y tengo para mí que en aquel mismo conciliábulo masónico leyó Lista sus versos heréticos de punta a cabo, sobre la bondad natural del hombre. Tal fue el educador moderado y prudente de nuestra juventud literaria por más de un tercio de siglo. ¡Y luego nos asombramos de los frutos!
No siempre gastó tan buena literatura la pléyade de vengadores del arquitecto Hiram. Existen, o existían hace poco, las actas de la logia Santa Julia, de Madrid (2618) y anda impreso, o más bien no anda, porque es rarísimo, y quizá no haya sobrevivido más que un ejemplar a la destrucción de los restantes, un cuaderno de 52 páginas en 8º marquilla, en que se relata una festividad celebrada en aquel templo de la filosofía el 28 de mayo de 1810 (2619) de la era vulgar, octavo día del tercer mes del año 1810 de la verdadera luz, con motivo de haber vuelto el rey intruso de las Andalucías y de caer en el precitado día la fiesta de Santa Julia, patrona de Córcega y nombre de la mujer de José. Asistieron tres miembros de cada una de las demás logias, y siete de la de Napoleón el Grande, que parece haber sido una sucursal o afiliada de la Santa Julia. Conviene extractar algo de tan risible documento.
Abiertos los talleres a la hora acostumbrada, comenzó la sesión, entonando los hermanos armónicos (es decir, los músicos) el himno que sigue, cuya letra es verdaderamente detestable:
Del templo las bóvedas
repitan el cántico,
y al acento armónico
unid los aplausos.
Abracemos sinceros
con afecto cándido
los dignos masones
que vienen a honrarnos.
Talleres masónicos,
procurad enviarnos
testigos pacíficos
de nuestros trabajos.
Exaltad de júbilo,
obreros julianos,
y aplaudid benévolos
favores tamaños.
En seguida se concedió la entrada a un profano para recibir la luz que deseaba mediante las pruebas físicas y morales. Tras de esta mojiganga, subió a la tribuna el hermano orador, que se llamaba Juan Andújar y era caballero del grado Kadosch, y leyó el panegírico de Santa Julia, como víctima de la intolerancia del gobernador de Córcega catorce siglos hacía. Previo otro gustoso solaz que, a modo de intermedio, dieron a los oídos del público los hermanos armónicos, el maestro B. M. L. [692] hizo o leyó otra plancha de arquitectura (que así se llaman los discursos en las logias) encaminado a dilucidar la profunda enseñanza de que los masones han de ser observadores e instrumentos de la naturaleza, sin querer precipitar sus efectos, caminando así al verdadero templo, cuyas puertas había franqueado el gran Napoleón.
«El taller -prosigue la relación- aplaudió con las baterías de costumbre y decidió archivar la plancha.» Se leyeron varios acuerdos del libro de oro de la sociedad; enterneciéronse todos con el filantrópico rasgo de haber ayudado con 2.000 reales a una pareja pobre para que contrajera matrimonio; anuncio el venerable en una plancha que «obreros instruidos en el arte real habían echado los cimientos del templo de la sabiduría y que los aprendices llegarían pronto a ser maestros». Y, a modo de tarasca, cerró la fiesta un hermano Zavala (que debe ser el poetastro D. Gaspar de Zavala y Zamora, émulo de Comella y uno de los modelos que sirvieron a Moratín para el D. Eleuterio de la Comedia nueva), leyendo una Égloga masónica, género no catalogado por ningún preceptista, ni siquiera por el portugués Faría y Sousa, inventor de las Églogas militares y de las genealógicas, y en la cual el pastor Delio contaba a Salicio la nocturna aparición del consabido arquitecto de Tiro clamando venganza contra sus aprendices. Júzguese lo que sería la égloga por los dos primeros versos:
A la aseada margen de un sencillo
intrépido arroyuelo...
Oída y aplaudida la soporífera égloga, cogiéronse todos de las manos y cantaron a coro:
Viva el rey filósofo,
viva el rey clemente,
y España obediente
acate su ley...
Dice el P. Salmerón en su ridículamente famoso Resumen histórico de la revolución de España (2620) que fueron siete las logias o escuelas establecidas por los invasores; pero recelo que el candoroso agustino se quedó muy corto. No sólo las hubo en toda ciudad o punto importante ocupado por los franceses (2621), sino que trataron de extenderlas al territorio libre, entendiéndose con las dos de Cádiz, una de las cuales era más afecta a José que al Gobierno de las Cortes. En tales elementos pensó apoyarse el intruso cuando, desazonado con los proyectos de su hermano de desmembrar el territorio que va hasta el Ebro y anexionarle a Francia, o de dividir toda la Península en virreinatos para sus mariscales, pensó arrojarse en brazos de los españoles y abandonar a Napoleón, sometiéndose incondicionalmente a nuestras [693] Cortes a trueque de que le conservasen el título de rey. Con tal comisión se presentó en Cádiz, a fines de 1811, el canónigo de Burgos D. Tomás La Peña, a quien ya conocemos como historiador de la filosofía y plagiario de la Enciclopedia, y en aquel año y en el siguiente trabajó y porfió mucho con auxilio de las logias, aunque todos sus amaños se estrellaron en la inquebrantable firmeza de las Cortes de Cádiz, a quien en esto y en otras cosas fuera injusticia negar el título de grandes (2622).
Capítulo II
La heterodoxia en las Cortes de Cádiz.
I. Decretos de la Junta Central. Primeros efectos de la libertad de imprenta.-II. Primeros debates de las Cortes de Cádiz. Reglamento sobre imprenta. Incidente promovido por el «Diccionario crítico-burlesco», de D. Bartolomé J. Gallardo -III. Abolición del Santo Oficio. -IV. Otras providencias de las Cortes relativas a negocios eclesiásticos. Causa formada al cabildo de Cádiz. Exposición del nuncio, proyectos de desamortización, reformas del clero regular y concilio nacional. -V. Literatura heterodoxa en Cádiz durante el período constitucional. Villanueva («El jansenismo. Las angélicas fuentes»). Puigblanch («La Inquisición sin máscara») Principales apologistas católicos: «El Filósofo Rancio.»
- I -
Decretos de la Junta Central.-Primeros efectos de la libertad de imprenta.
Había predominado el espíritu religioso en las juntas provinciales, y él sirvió para alentar y organizar la resistencia. Inaugurada en Aranjuez, el 25 de septiembre de 1808, la Junta Central, distinguióse desde luego por lo inconsistente y versátil de sus resoluciones, como formada de híbridos y contrapuestos elementos. Daban, con todo eso, el tono los amigos del régimen antiguo, contándose entre ellos cinco grandes de España, muchos títulos de Castilla y buen número de canónigos y antiguos magistrados. El espíritu dominador era, pues, y no podía menos, el espíritu regalista del tiempo de Carlos III, que, por decirlo así, venía a personificarse en el viejo conde de Floridablanca, algo curado ya de sus resabios enciclopedistas, pero no de sus lentitudes de estadista a la antigua, si buenas para tiempos normales, [694] no para crisis tan revueltas como aquélla. Jovellanos formaba campo aparte, y apenas tenía quien le entendiera ni quien le siguiera. De las doctrinas más radicales y avanzadas venía a ser campeón, dentro de la Junta, el intendente del ejército de Aragón, D. Lorenzo Calvo de Rozas, consejero e inspirador de Palafox, a quien muchos suponían alma de la primera defensa de Zaragoza.
Atenta la Central a las cosas de la guerra, apenas legisló sobre asuntos eclesiásticos: merece citarse, sin embargo, el decreto en que mandó suspender la enajenación de bienes de manos muertas, comenzada en tiempo de Godoy, y aquel otro que permitió a los jesuitas volver a España como clérigos seculares (2623). Con esto y con hacer nuevo nombramiento de inquisidor general atrájose la Central en sus comienzos las simpatías de la más sana parte del pueblo español, siquiera murmurasen los pocos amigos de novedades, que todavía apenas levantaban la cabeza ni habían comenzado a distinguirse con el apodo de liberales.
Sin embargo, de entre ellos fue escogido el jefe de la secretaría general de la Junta, que no fue otro que el insigne literato D. Manuel José Quintana, autor de todas las proclamas y manifiestos que a nombre de ella se publicaron; proclamas que tienen las mismas buenas cualidades y los mismos defectos que sus odas, vehemente y ardorosa elocuencia a veces, y más a la continua, rasgos declamatorios y enfáticos, que entonces parecían moneda de buena ley. Estilo anfibio con vocabulario francés llamó Capmany al de estas proclamas. Compárense sus retumbantes clausulones con la hermosa sencillez de la Memoria de Jovellanos en defensa de la junta Central, y se verá lo que va del oro al oropel.
Cosas más graves que el estilo enfadaron a algunos en las proclamas de Quintana, y tildáronle de poner en boca de un Gobierno nacional sus propias opiniones y manías históricas y políticas. En todos los oídos sonó muy mal aquel párrafo dirigido a los americanos llamándolos a la libertad: «No sois ya los mismos que antes, encorvados bajo el yugo, mirados con indiferencia, vejados por la codicia, destruidos por la ignorancia... Vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores; están en vuestras manos.» Frases buenas en un libro del abate Raynal o en la oda A la vacuna, pero absurdas e impolíticas siempre en la de un Gobierno español, que así aceleraba y justificaba la emancipación de sus propias colonias.
A muchos españoles castizos, aun de los mismos liberales, dio asimismo en ojos la estudiada omisión del nombre de Dios, sustituido con los muy vagos de Providencia, Fortuna, etc., inauditos hasta entonces en documentos oficiales españoles. «¿Qué costaba -dice Capmany- añadir a Providencia un divina para serenar cualquier duda en los ánimos timoratos? Ya [695] sabe usted, amigo mío, que este empeño de no nombrar casi nunca a Dios por su nombre ni determinar jamás la religión ni el culto, las raras veces que se nombran, con algún calificativo que nos distinga de los paganos, judíos y musulmanes, no es seguramente poca piedad sino afectación filosófica de gran tono en los escritores del día.» Y luego llama estéril, desconsolado y fatalista al lenguaje de las proclamas (2624).
Por el artículo 10 del reglamento de juntas provinciales había vedado la Central el libre uso de la imprenta, que ya a favor de la general confusión empezaba a desatarse, inaugurándose el periodismo político con un papel titulado El Semanario Patriótico, que muy poco después de la primera retirada de los franceses en 1808 había comenzado a redactar Quintana con la colaboración de sus amigos Tapia, Rebollo y Álvarez Guerra. Interrumpido después, volvieron a publicarle en Sevilla D. Isidoro Antillón y el famoso Blanco White, mostrando mucho más a las claras propósitos reformadores en todo, aunque de las materias eclesiásticas sólo se trató por incidencia. Dióle al principio ensanches la Central, pero pronto tuvo que advertir a Blanco que moderase la violenta aspereza de su lenguaje, con lo cual enojóse Blanco y suspendió el periódico.
Propuso en la Junta Calvo de Rozas un decreto en que se concedía, sin trabas ni restricciones, la libertad de imprenta. Defendióla en una Memoria el canónigo D. José Isidoro Morales, y la mayoría de la Comisión constitucional se mostró favorable a sus conclusiones, y mandó imprimirla para que la tuviesen en cuenta las futuras Cortes. La libertad de imprenta existía de hecho, y pronto renacieron de las cenizas de El Semanario Patriótico, El Espectador Sevillano y El Voto de la Nación, con miras y tendencias idénticas (2625).
A quien, como yo, escribe historia eclesiástica, no le incumbe tratar de los preparativos de la convocatoria a Cortes ni de la cuestión, entonces tan largamente debatida, de uno, dos o tres estamentos. Baste asentar que el deseo de una representación nacional parecida o no a las antiguas Cortes, revolucionaria o conservadora, semejante al Parlamento inglés, o semejante a la Convención francesa, o ajustada en lo posible a los antiguos usos y libertades de Castilla y Aragón, era entonces universal y unánime, aunque la inexperiencia política hacía que los campos permaneciesen sin deslindar y que el nombre de Cortes [696] fuera más bien aspiración vaga que bandera de partido. El absolutismo del siglo XVIII, el torpe favoritismo de Godoy, las renuncias de Bayona, habían dejado tristísimo recuerdo en todos los espíritus, al mismo paso que la aurora de la guerra de la independencia había hecho florecer en todos los ánimos esperanzas de otro sistema de gobierno basado en rectitud y justicia, sistema que nadie definía, pero que todos confusamente presentían. No estuvo el mal en las Cortes, ni siquiera en la manera de convocarlas, que pudo ser mejor, pero que quizá fue la única posible, aunque excogitada a bulto. La desgracia fue que un siglo de absolutismo glorioso y de política extranjera, aunque grande, y otro siglo de absolutismo inepto nos habían hecho perder toda memoria de nuestra antigua organización política, y era sueño pensar que en un día había de levantarse del sepulcro y que con los mismos nombres habían de renacer las mismas cosas, asemejándose en algo las Cortes de Cádiz a las antiguas Cortes de Castilla. ¿Ni cómo ni por dónde? ¿Qué educación habían recibido aquellos prohombres sino la educación del siglo XVIII? ¿Qué doctrina social habían mamado en la leche sino la del Contrato social, de Rousseau, o, a lo sumo, la del Espíritu de las leyes? ¿Qué sabían de nuestros antiguos tratadistas de derecho político, ni menos de nuestras cartas municipales y cuadernos de cortes, que sólo hojeaba algún investigador como Capmany y Martínez Marina, desfigurando a veces su sentido con arbitrarias y caprichosas interpretaciones? ¿En qué había de parecerse un diputado de 1810, henchido de ilusiones filantrópicas, a Alonso de Quintanilla, o a Pero López de Padilla, o a cualquier otro de los que asentaron el trono de la Reina Católica o negaron subsidios a Carlos V?
Las ideas dominantes en el nuevo Congreso tenían que ser, por ley histórica ineludible, las ideas del siglo XVIII, que allí encontraron su última expresión y se tradujeron en leyes. Vamos a recorrer, y es nuestra única obligación y propósito, las discusiones de asuntos eclesiásticos, separándolas cuidadosamente de las civiles y de cuanto no interesa al ulterior progreso de esta historia. Veremos el último y casi decisivo triunfo del enciclopedismo y del jansenismo regalista, cuyos orígenes hemos tenido ocasión de aclarar tan difusamente.
- II -
Primeros debates de las Cortes de Cádiz. -Reglamento sobre imprenta. -Incidente promovido por el «Diccionario crítico-burlesco» de D. Bartolomé Gallardo.
Instaladas las Cortes generales y extraordinarias el 24 de septiembre de 1810 en la isla de León, de donde luego se trasladaron a Cádiz, fue su primer decreto el de constituirse soberanas, con plenitud de soberanía nacional, proponiendo y dictando los términos de tal resolución el clérigo extremeño don Diego Muñoz Torrero, antiguo rector de la Universidad de [697] Salamanca y distinguido entre los del bando jansenista por su saber y por la austeridad de sus costumbres. Con él tomaron parte en la discusión, comenzando entonces a señalarse, el diputado americano D. José Mejía, elegante y donoso en el decir, y el famoso asturiano D. Agustín Argüelles, que, andando el tiempo, llegó a ser uno de los santones del bando progresista y a merecer renombre de Divino siempre otorgado con harta largueza en esta tierra de España a oradores y poetas, pero que entonces era sólo un mozo de esperanzas, de natural despejo y fácil, aunque insípida, afluencia, que sabía inglés y había leído algunos expositores de la Constitución británica, sin corregir por eso la confusa verbosidad de su estilo, y a quien Godoy había empleado en diversas comisiones diplomáticas.
Pronto mostraron las nuevas Cortes que no se habían perdido las tradiciones regalistas. El obispo de Orense, D. Pedro de Quevedo y Quintano, uno de los individuos de la Regencia, se negó a prestar juramento a la soberanía de las Cortes, e hizo dejación de su puesto y del cargo de diputado de Extremadura, expresando los motivos de la renuncia en un papel claro y enérgico que dirigió a las Cortes en 3 de octubre, donde llegaba a graduar de nulo y atentatorio a la soberanía real todo lo actuado. Las Cortes, en vez de admitir lisa y llanamente la renuncia, sin entrometerse en la conciencia del prelado, se empeñaron en hacerle jurar, y él en que no había de hacerlo, a menos que el juramento no se le admitiese con la salvedad de que «las Cortes sólo eran soberanas juntamente con el rey» y «sin perjuicio de reclamar, representar y hacer la oposición que conviniera a las resoluciones que creyese contrarias al bien del Estado y a la disciplina e inmunidades de la Iglesia». Las Cortes insistieron en pedir el juramento liso y llano, y, arrojándose a mayor tropelía, cual si aún durasen los días de Aranda y del obispo de Cuenca, le prohibieron defender por escrito ni de palabra su parecer en aquel asunto ni salir de Cádiz para su diócesis hasta nueva orden. Aún fue mayor extravagancia nombrar una junta mixta de eclesiásticos y seculares que calificase teológica y jurídicamente las proposiciones del obispo, dándose así atribuciones de concilio, del cual fue alma un clérigo jansenista de los de San Isidro, de Madrid, llamado D. Antonio Oliveros, que entabló correspondencia epistolar con el obispo pretendiendo convencerle. Al fin, el de Orense cedió, bien que de mala gana, juró sin salvedades, y se le permitió volver a su diócesis, sobreseyéndose en los procedimientos judiciales.
Provocó en seguida Argüelles la cuestión de libertad de imprenta; apoyóle D. Evaristo Pérez de Castro, y se nombró una comisión que propusiera los términos del decreto. Diéronse prisa los nombrados, y el 14 de octubre presentaban su informe. Quiso aplazar la discusión el diputado D. Joaquín Tenreyro, opinando que para obrar con madurez debía solicitar el Consejo el parecer de los obispos, de la Inquisición, de las universidades, y aguardar [698] la llegada de algunos diputados que faltaban. Contestáronle acaloradamente los liberales, ahogando su voz con descompuesto murmullo la vocería de las tribunas (2626). Y, abierto el debate, tomó la mano a razonar Argüelles, encareciendo en vagas y pomposas frases los beneficios de la imprenta libre y la prosperidad que le debía Inglaterra, al revés de España, oscurecida por la ignorancia y encadenada por el despotismo. Contestóle con lisura un Sr. Morros, diputado eclesiástico, que la libertad de imprenta era del todo inconciliable con los cánones y disciplina de la Iglesia, y aun con el mismo dogma católico, en que reside la inmutable verdad. Fue la respuesta del diputado americano Mejía, hombre no ayuno de cierto saber canónico, decir que la libertad solicitada no se refería, ni aun de lejos, a las materias eclesiásticas, sino que se limitaba a las políticas. Torpe, aunque fácil, efugio, muy repetido después, porque ¿quién tirará esa raya entre lo político y lo religioso ni qué cuestión hay, política o de otra suerte, que por algún lado no tenga adherencias teológicas, si profundamente y de raíz se la examina? Así lo hicieron notar otros dos oradores católicos, Morales Gallego y D. Jaime Creux. Otros, como Rodríguez. Bárcena, hicieron hincapié en el peligro próximo de las calumnias y difamaciones personales a que inevitablemente arrastra el desenfreno periodístico, y solicitaron trabas y cortapisas y una especie de censura previa que separase la cizaña del grano (2627). Replicóle D. Juan Nicasio Gallego, mejor poeta que orador ni político, con la observación clarísima de ser libertad de imprenta y previa censura términos a toda luz antitéticos. El jansenista Oliveros, clérigo también, notó que, de haber existido libertad de imprenta, se hubieran atajado los escándalos del tiempo de Godoy y la propaganda activa de la irreligión. Habló el último D. Diego Muñoz Torrero con más persuasiva elocuencia y con alguna más lógica y conocimiento causa que los restantes, bisoños todos en tales lides. Defendió la libertad de imprenta como derecho imprescriptible, fundado en la justicia natural y civil y en el principio de la soberanía nacional que días antes habían proclamado. Y entonces, ¿por qué no reconocer el derecho de insurrección? Muñoz Torrero se hizo cargo de la consecuencia, y la eludió bien inhábilmente, negando toda paridad entre una y otra manifestación del sentir público. Es preciso crear -añadió- una opinión que afiance os derechos de la libertad, y esto sólo se consigue con la imprenta libre, se acabará con la tiranía, que nos ha hecho gemir por tantos siglos.
Finalmente, el 9 de octubre se aprobó el primer artículo por 70 votos contra 32, durando hasta el 5 de noviembre la discusión y votación de los 19 restantes. Proclámase en ellos omnímoda libertad de escribir e imprimir en materias políticas; [699] créase un Tribunal o Junta Suprema para los delitos de imprenta, y las obras sobre materias religiosas quedan sometidas a los ordinarios diocesanos, sin hablarse palabra del Santo Oficio, aunque lo solicitó el diputado extremeño Riesco, inquisidor de Llerena. Muchos, casi todos, los fautores del proyecto hubieran querido extender los términos de aquella libertad más que lo hicieron, pero les contuvo el tener que ir contra el unánime sentimiento nacional, y nadie lo indicó ni aun por asomos, como no fuera el americano Mejía, volteriano de pura sangre, cuyas palabras, aunque breves y embozadas, hubieran producido grande escándalo sin la oportuna intervención del grave y majestuoso Muñoz Torrero. Y aun llegó la cautela de los liberales hasta conceder que en las juntas de censura fuesen eclesiásticos tres de los nueve vocales; sin duda para evitar que lo fuesen todos (2628).
Otra concesión de mayor monta, bastante a indicar por sí sola cuán cautelosa y solapadamente procedían en aquella fecha los innovadores, fue el consignar en la constitución de 1812, democrática en su esencia, pero democrática a la francesa e inaplicable de todo punto al lugar y tiempo en que se hizo, que «la nación española profesaba la religión católica, apostólica, romana, única verdadera, con exclusión de cualquier otra». Y aun fue menester añadir, a propuesta de Inguanzo, caudillo y adalid del partido católico en aquellas Cortes y señalado entre todos por su erudición canónica, «que el catolicismo sería perpetuamente la religión de los españoles, prohibiéndose en absoluto el ejercicio de cualquier otra». A muchos descontentó tan terminante declaración de unidad religiosa, pero la votaron, aunque otra cosa tenían dentro del alma, y bien lo mostró la pegadiza cláusula que amañadamente ingirieron, y que luego les dio pretexto para abolir el Santo Oficio: «La nación protege el catolicismo por leyes sabias y justas.» Y a la verdad, ¿no era ilusorio consignar la intolerancia religiosa después de haber proclamado la libertad de imprenta y en vísperas de abatir el más formidable baluarte de la unidad del culto en España? Más lógico y más valiente había andado el luego famoso economista asturiano D. Álvaro Flórez Estrada en el proyecto de Constitución que presentó a la junta Central en Sevilla el 1º de noviembre de 1809, en uno de cuyos artículos se proponía que «ningún ciudadano fuese incomodado en su religión, sea la que quiera». Pero sus amigos comprendieron que aún no estaba el fruto maduro, y dejaron en olvido ésta y otras cosas de aquel proyecto (2629).
Elevada a ley constitucional, en el título 9 del nuevo código, la libertad de imprenta, comenzó a inundarse Cádiz de un diluvio de folletos y periódicos más o menos insulsos, y algunos [700] por todo extremo perniciosos. Arrojáronse, pluma en ristre, mil charlatanes intonsos a discurrir de cuestiones constitucionales apenas sabidas en España, a entonar hinchados ditirambos a la libertad, o, lo que era peor y más pernicioso, a difundir ese liberalismo de café que, con supina ignorancia de lo humano y de lo divino, raja a roso y velloso en las cosas de este mundo y del otro. Entonces no se hablaba tanto de la misión ni del sacerdocio de la prensa, pero los misioneros y los sacerdotes allá se iban con los actuales. Lograban, entre ellos, mayor aplauso El Telégrafo Americano, El Revisor Político, el Diario Mercantil, El Robespierre Español (papel jacobino redactado por una mujer), el Diario de la Tarde, El Duende de los Cafés, El Amigo de las Leyes, El Redactor General, La Abeja Española (que inspiraba el diputado Mejía), El Tribuno Español (2630), etc., a los cuales hacían guerra, en nombre de los llamados absolutistas o serviles, El Procurador General de la Nación y del Rey, El Centinela de la Patria, El Censor General, El Observador, La Gaceta del Comercio y muchos otros. Distinguióse por la animosidad de sus ataques contra la Iglesia y por el volteranismo mal disimulado El Conciso (al cual servía de suplemento otro papel llamado El Concisín), que dirigía D. G. Origando, buen traductor de comedias francesas, asistido por el egregio poeta y humanista salmantino D. Francisco Sánchez Barbero, sin igual entre los que entonces escribían versos latinos, y por López Ramajo, clérigo zumbón, autor de la Apología de los asnos. «Exterminio de las preocupaciones, del fanatismo y del terror» era el programa de El Conciso, que cándidamente aconsejaba a los diputados nada menos que depurar la religión. «Aunque las Cortes han decretado la libertad de imprenta, no más que en lo político (decía El Concisín en su número 31)..., no faltará quien dé contra los abusos introducidos en la disciplina, sus prácticas y ceremonias.» Y de hecho, para todo había portillos y escapes en la ley. Si el ordinario negaba la licencia para la impresión de un libro de materia religiosa, lícito era al autor acudir a la Junta Suprema de Censura, tribunal laico por la mayor parte, y ella, en última instancia, decidía.
Además, las Cortes dieron en intervenir abusiva y fieramente en cuestiones periodísticas, a pesar de la libertad que decantaban. Habiendo acusado en La Gaceta del Comercio D. Justo Pastor Pérez, a los redactores de El Conciso de enemigos solapados de la religión y de zaherir las prácticas piadosas, las Cortes multaron a La Gaceta del Comercio y al Imparcial, en que Pastor Pérez proseguía su campaña (2631).
Al poco tiempo, un americano llamado D. Manuel Alzáibar, íntimo amigo y camarada de Mejía, comenzó a publicar un periódico, [701] La Triple Alianza, en cuyo número segundo, tras de hablar de la superstición con que se había embadurnado la obra más divina, se desembozó hasta atacar de frente el dogma de la inmortalidad del alma, fruto amargo de las falsas ideas de la niñez y del triunfo de la religión. «La muerte -añadía- no es más que un fenómeno necesario en la naturaleza.» Aparatos lúgubres inventados por la ignorancia para aumentar las desdichas del género humano, llamaba a los sufragios por los difuntos (2632).
El escándalo fue grande; sólo Mejía (calificado por el conde de Toreno de hombre habilidoso y diestro, pero que entonces lo mostró poco) se atrevió a levantarse a defenderlo, diciendo que «las Cortes no habían jurado ni la hipocresía ni la superstición y que el autor del papel tenía mucha más religión en el alma que otros en los labios». Pero el clamor de los contrarios fue unánime, prevaleció, arrastrando a los mismos liberales o por temor o por inconsecuencia. Quintana (distinto del poeta), Aner, Cañedo, Leiva, López, Pelegrín, Lera, Morros y otros muchos hablaran vehementísimamente contra La Triple Alianza hasta proponer algunos que sin dilación fuese quemada por mano del verdugo, y otros, los más, que pasasen a examen y calificación del Santo Oficio. Mejía no retrocedió; hizo suya la doctrina del papel y dijo «que se atrevería a defenderla ante un concilio». Prevaleció el dictamen de los que se inclinaban a restablecer por aquella ocasión la censura del Santo Oficio; pero ¿cómo, si el Tribunal estaba desorganizado, o a lo menos querían hacerlo creer así sus enemigos? Tres inquisidores, no obstante, había en Cádiz y continuaba funcionando en Ceuta el Tribunal de Sevilla. Pero a toda costa se quería sobreseer en el proceso o dilatar la resolución con juntas y comisiones. Una se nombró, compuesta del obispo de Mallorca, de Muñoz Torrero, Valiente, Gutiérrez de la Huerta y Pérez de la Puebla; pero el resultado fue nulo, y dejándose intimidar las Cortes por una minoría facciosa y por los descompuestos gritos y vociferaciones de la muchedumbre de las galerías, pagada y amaestrara ad hoc por las logias y círculos patrióticos de Cádiz (2633).
Más recia y trabada pelamesa fue la del Diccionario crítico-burlesco. Con título de Diccionario razonado, manual para inteligencia [702] de ciertos escritores que por equivocación han nacido en España, habíase divulgado un folleto contra les innovadores y sus reformas; obra de valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonancia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban por autores los diputados Freile Castrillón y Pastor Pérez. Conmovióse la grey revolucionaria, y designó para responder al anónimo diccionarista al que tenían por más agudo, castizo donairoso de todos sus escritores, a D. Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes.
Este singular personaje, tan erudito como atrabiliario y cuyo nombre, por motivos bien diversos, no se borrará fácilmente de la historia de las letras castellanas, era extremeño, nacido en la villa de Campanario el 13 de agosto de 1776. Había estudiado en Salamanca por los mismos años que Quintana, pero prefiriendo en la escuela salmantina lo más castizo y lo que más se acercaba a los antiguos modelos nacionales. Raro conjunto de extrañas calidades, sus ideas eran las de su tiempo, enciclopedistas y volterianas; pero su literatura nada tenía de galicista, dominándole, por el contrario, un como prurito de ostentar gusto español y hasta frailuno, aunque el suyo era muy del siglo XVII y muy decadente, por no andar bien hermanados en su cabeza el buen gusto y la erudición inmensa. Ya desde su mocedad era un portento en achaque de viejos libros españoles, que sin cesar hojeaba, extractaba, copiaba o se apropiaba, contra la voluntad de sus dueños, con mil astucias picarescas, dignas de más larga y sazonada relación. Incansable en la labor bibliográfica de papeletas y apuntamientos, era tardo, difícil y premioso en la composición de obras originales, por lo cual venían a reducirse las suyas después de largos sudores, a breves folletos, por lo general venenosos, personales y de circunstancias, en que la pureza y abundancia de lengua suelen ser afectadas; el arcaísmo, traído por los cabellos, y el estilo, abigarrado, ora con retales de púrpura, ora con zurcidos de bajísima labor, siendo más los descoyuntamientos de frase y los chistes fríos y sobejanos que los felices y bien logrados. Varón ciertamente infatigable y digno de toda loa como investigador literario y algo también como gramático y filólogo (si le perdonamos sus inauditos caprichos), mereció bien poca como escritor ni literato en el alto sentido de la palabra, por más que los bibliófilos españoles, venerando su memoria como la de un santón o padre grave del gremio, hayamos llegado a darle notoriedad y fama muy superiores a su mérito y al aprecio y estimación que alcanzó en vida.
Algunos versos ligeros, pero de buen sabor castellano, y una ruidosa defensa de las Poesías de Iglesias, que fue recogida por el Santo Oficio, había dado a conocer a Gallardo cuando aún cursaba las aulas salmantinas (2634). Ya en Madrid, y protegido especialmente por Capmany, de cuyas aficiones y aun rarezas [703] gramaticales participaba, inauguró su carrera con reimpresiones de libros antiguos, como El Rapto de Proserpina, de Claudiano, traducido por el Dr. Francisco de Faria; con versiones de libros franceses de medicina, en las que luce extraordinaria pulcritud de lengua (2635), y, lo que es más extraño, con un tratado de oratoria sagrada, que llamó Consejos sobre el arte de predicar (1806). En Sevilla quiso formar parte de la redacción de El Semanario Patriótico; pero, rechazados sus primeros escritos por Quintana y Blanco, declaróse furibundo enemigo de la pandilla quintanesca, y, aunque liberal exaltado, hizo campo aparte, pretendiendo extremarse por la violencia de su lenguaje. Cierta paliza dada en las calles de Cádiz por el teniente coronel D. Joaquín de Osma al celebérrimo individuo de la Junta Central D. Lorenzo Calvo de Rozas (1811), dio ocasión a Gallardo para su primer triunfo literario con el sazonadísimo folleto que tituló Apología de los palos, por el bachiller Palomeque, obrilla digna de asunto menos baladí; pero que, así y todo, entretuvo por muchos días a los ociosos de Cádiz y encumbró a las estrellas la fama de satírico del autor.
Mucho menos vale el Diccionario crítico-burlesco, librejo trabajosamente concebido y cuyo laborioso parto dilatóse meses y meses, provocando general expectación, que en los mejores jueces y demás emunctae naris vino a quedar del todo defraudada, siquiera el vulgacho liberal se fuera tras del nuevo engendro, embobado con sus groserías y trasnochadas simplezas. Cualquiera de los folletos de Gallardo vale más que éste, pobre y menguado de doctrina, rastrero en la intención, nada original en los pocos chistes que tiene buenos. Ignaro el autor de toda ciencia seria, así teológica como filosófica, fue recogiendo trapos y desechos de ínfimo y callejero volteranismo, del Diccionario filosófico y otros libros análogos, salpimentándolos con razonable rociada de desvergüenzas y con tal cual agudeza o desenfado picaresco que atrapó en los antiguos cancioneros o en los libros de pasatiempo del siglo XVI. Burlóse de los milagros y de la confesión sacramental, ensalzó la serenidad de las muertes paganas, comparó (horribile dictu) el adorable sacramento de la eucaristía con unas ventosas sajadas; manifestó deseos de que los obispos echasen bendiciones con los pies, es decir, colgados de la horca; llamó a la bula de la Cruzada el papel más malo y más caro que se imprimía en España, y los frailes, peste de la república y animales inmundos encenegados en el vicio; de los jesuitas dijo que no había acción criminosa ni absurdo moral que no encontrase en ellos agentes, incitadores, disculpa o absolución; puso en parangón la gracia divina con la de cierta gentil personita y graduó al papa de obispo in partibus (2636), con otras irreverencias y bufonadas sin número. [704]
Semejante alarde de grotesca impiedad, todavía rara en España, amotinó los ánimos contra Gallardo, a quien hacía más conspicuo, aumentando gravedad al caso, su puesto oficial de bibliotecario de las Cortes. Impreso el Diccionario, meses antes de circular, lograron hacerse con un ejemplar los redactores de El Censor, y publicaron una denuncia anticipada (2637), de la cual quiso defenderse Gallardo con un papelejo que llamó Cartazo al censor general (2638), donde burlescamente se queja de que «a su amado hijo le canten el gori gori antes de haber nacido». Preparados así los ánimos, comenzó a circular el Diccionario, acreciéndose con esto los clamores y el escándalo. Predicó contra él D. Salvador Jiménez Padilla, que hacía el septenario de San José en la iglesia de San Lorenzo; y un extravagante, aunque bien intencionado personaje, que decían D. Guillermo Atanasio Jaramillo, hizo fijar por las esquinas un cartel de desafío, que, por lo inaudito y característico, debe transcribirse a la letra: Verdadero desafío que para el 27 de este mes de abril, a la una del día, frente a la parroquia de San Antonio, emplaza un madrileño honrado al infame, libertino, hereje, apóstata y malditísimo madrileño, monstruo, abismo de los infiernos, peor que Mahoma, más taimado que los llamados reformadores, discípulo de la escuela de los abismos. Y en un desaforado y estrambótico folleto, que divulgó por los mismos días que el cartel, ofrecía «con razones contundentes aterrar, confundir y deshacer al autor del Diccionario, comprometiéndose, si el Gobierno lo llevaba a bien, a convertir este desafío en el de sangre, y allí mismo verter toda la de su podrido corazón para que se viese que ni los perros la osaban lamer.» (2639)
En pos de este frenético, dirigió nuevas provocaciones a Gallardo un oficial de la Guardia Real, que fue con la punta de la espada quitando cuantos carteles hallaba al paso. Imprimióse una petición dirigida a las Cortes contra el libertinaje descubierto en el «Diccionario crítico-burlesco», solicitando nada menos que excluir a Gallardo del número de los ciudadanos (como primero y escandaloso transgresor de las leyes constitucionales, que ponían a salvo la majestad de la religión) y quemar su libro por la mano del verdugo.
En sesión secreta de 18 de abril de 1812 (2640) comenzaron las Cortes a tratar del impío y atrocísimo libelo de Gallardo, resolviendo casi unánimemente que «se manifestase a la Regencia [705] la amargura y sentimiento que había producido en el soberano Congreso la publicación del Diccionario, y que, en resultando comprobados debidamente los insultos que pueda sufrir la religión por este escrito, proceda con brevedad a reparar los males con todo el rigor que prescriben las leyes, dando cuenta a Su Majestad las Cortes de todo para su tranquilidad y sosiego».
Don Mariano Martín de Esperanza, vicario capitular de Cádiz, representó enérgicamente a la Regencia contra el Diccionario, mostrando como inminente la perversión de la moral cristiana si se dejaba circular tales diatribas contra la Iglesia y sus ministros. Pasó la Regencia el libro a la junta de Censura, y fue por ella calificado de subversivo de la ley fundamental de nuestra Constitución..., atrozmente injurioso a las órdenes religiosas y al estado eclesiástico en general y contrario a la decencia pública y buenas costumbres. El día 20 se mandó recoger el Diccionario, y era tal la indignación popular contra Gallardo, que para sustraerse a ella no encontró medio mejor que hacer que sus amigos le encerrasen en el castillo de Santa Catalina; simulada prisión, que compararon en zumba sus enemigos con la héjira de Mahoma a la Meca.
De pronto, la escondida y artera mano de las sectas cambió totalmente el aspecto de las cosas. Gallardo en su prisión (que él llamaba, no sin fundamento, presentación voluntaria) se vio honrado y agasajado por lo más selecto de la grey liberal, y hasta por alguna principalísima señora, cuya visita agradeció y solemnizó él con la siguiente perversa décima, inserta en el Diario Mercantil, de Cádiz el 2 de marzo de 1812:
Por puro siempre en mi fe
y por cristiano católico,
y romano y apostólico
firme siempre me tendré;
y aunque encastillado esté,
aunque más los frailes griten
y aunque más se despepiten,
mientras que de dos en dos,
en paz y en gracia de Dios,
los ángeles me visiten.
Y, si bien los innovadores más moderados tachaban de imprudencia la conducta de Gallardo por haberse arrojado a estampar cosas que aún no era prudente ni discreto decir muy alto en España, y otros recelaban que aquella temeridad fuera causa de tornar a su vigor el Santo Oficio, parece que todo a una, y como movidos por oculto resorte, hicieron causa común y apretaron filas para la defensa, si bien de un modo paulatino y cauteloso por no ir derechamente contra los decretos de los obispos, que ya habían comenzado a prohibir en sus respectivas diócesis el Diccionario por impío, subversivo y herético o próximo a herejía.
Cerrado así el camino de la defensa franca y descubierta, no [706] quedó otro recurso a los periódicos apologistas de la causa de Gallardo sino emprenderla con el Diccionario manual, pretexto de la publicación del Diccionario crítico, y delatarle como anticonstitucional, para distraer la atención y apartar la odiosidad del lado de Gallardo. Prestóse dócil la Junta de Censura a tal amaño, y condenó el Manual (que libremente circulaba un año había) so pretexto de minar sordamente las instituciones que el Congreso nacional tenía sancionadas.
Tras esto presentó Gallardo (trabajada, según su costumbre, a fuerza de aceite y en el larguísimo plazo de treinta días) una apología aguda e ingeniosa, pero solapada y de mala fe, en que están, no retractadas, sino subidas de punto, las profanidades del Diccionario con nuevos cuentecillos antifrailunos (2641) y (2642). Semejante defensa, que a los ojos de los católicos debía empeorar la causa de Gallardo, bastó a los de la Junta de Censura para mitigar el rigor de la primera calificación, declarándole casi inocente en una segunda, con la cual se conformó el autor, prometiendo borrar algunas especies malsonantes.
Volvió el asunto a las Cortes, y en la sesión pública de 21 de julio de 1812, el diputado eclesiástico Ostolaza, varón no ciertamente de costumbres ejemplares (lo cual ya le había valido, y le valió después, reclusiones y penitencias), intrépido y sereno hasta rayar en audaz y descocado, pero no falto de entendimiento ni de cierta desaliñada facundia, presentó una proposición para que el juicio del Diccionario no se diera por terminado con la benigna censura de la Junta de Cádiz, sino que recayera en él nueva y definitiva calificación de la junta Suprema. No quiso conformarse con ello D. Juan Nicasio Gallego, a quien apoyaron otros cuatro diputados y el mismo presidente y los curiosos de las galerías, que acaudillaba el Cojo de Málaga, empeñados todos en hacer callar por fuerzas a Ostolaza, grande enemigo de la libertad de imprenta. No intimidaron los gritos ni las alharacas a otro eclesiástico llamado Lera, que, interrumpido veces infinitas por el presidente, logró con todo eso llegar al cabo de su peroración, reducida a escandalizarse de que un servidor del Poder público a quien acababa de dotarse con tan gran sueldo saliera burlándose de lo que la nación amaba más que su propio ser y que su independencia y hablando con tan injurioso desacato de las sagradas religiones y del vicario de Jesucristo.
Levantóse a responder a Lera el joven y después famoso conde de Toreno, D. José María Queipo de Llano, a quien ya D. José María Queipo de Llano, a quien ya había dado notoriedad envidiable la parte por él tomada en el [707] levantamiento de Asturias contra los franceses y la comisión que entonces desempeñó en Londres para procurar la alianza y los socorros de Inglaterra en pro del alzamiento nacional. Era Toreno varón de altísimas dotes intelectuales, firme y sagaz, enriquecido con varia lectura, pero contagiado hasta los tuétanos por la filosofía irreligiosa del siglo XVIII, cuyos principios le había inoculado un monje benedictino abad de Montserrete, que le comunicó el Emilio y el Contrato social cuando apenas entraba en la adolescencia (2643). Toreno, pues, tildó a Ostolaza y a Lera de falta de sinceridad, de alejarse, por falso celo, del espíritu de lenidad que respiran los sagrados Libros y de profanar el santuario de la verdad (las Cortes) con palabras de sangre y fuego (2644). Y opinó que no había lugar a deliberar sobre la proposición de Ostolaza por ser contraria a la libertad de imprenta. Así se acordó antes de levantarse la sesión, entre un murmullo espantoso, que ahogó la voz de Ostolaza cuando, encarándose con los periodistas de las tribunas, los llamó charlatanes que habían tomado por oficio el escribir, en lugar de tomar un fusil, y que vergonzosamente querían supeditar al Congreso.
A pesar de tan ruidosa algarada, otro diputado, D. Simón López, volvió a intentar, en la sesión de 13 de noviembre, la misma empresa que Ostolaza, proponiendo a las Cortes separar inmediatamente a Gallardo de su oficio de bibliotecario y transmitir a la Regencia órdenes severísimas que atajasen las frecuentes agresiones periodísticas contra el dogma y la disciplina. Pidieron otros diputados que se leyesen el edicto del vicario capitular de Cádiz y las condenaciones fulminantes por los obispos. Desatáronse contra esto los liberales, especialmente Calatrava y Toreno, muy condolidos de que el Congreso se ocupase en tales necedades, cual si de ellas pendiese la salvación de la patria.
Para entorpecer de nuevo el curso de la acusación y salvar a Gallardo, ocurriósele al diputado Zumalacárregui presentar en la sesión de 20 de noviembre una proposición de no ha lugar a deliberar, que se votó por exigua mayoría, y con la cual pareció terminado el asunto y salvado de las garras del fanatismo el inocente Gallardo.
Pero no fue así, porque, reunidos treinta diputados absolutistas, formularon una especie de protesta con nombre de Carta misiva, que vino de nuevo a enzarzar los ánimos. Zumalacárregui la denunció a las Cortes en 30 de noviembre, y a propuesta de Argüelles y de Toreno, se nombró un especial que procediese contra los firmantes o contra el verdadero autor de la carta, si es que las firmas eran una superchería. La comisión opinó que el asunto pasase a la Regencia, y de ésta a la junta de Censura, donde se averiguó que el original había sido entregado [708] en la imprenta por el diputado D. Manuel Ros, doctoral de Santiago.
Enteradas de estas pesquisas las Cortes en 2 de diciembre, propuso Zumalacárregui que se procediese criminalmente por el Congreso mismo contra el diputado Ros en el término preciso de quince días. ¡Tanto ardor ahora y tanta indiferencia cuando se había tratado del Diccionario! Hablaron con vigor Ostolaza y D. Bernardo Martínez, llegando a decir el segundo que sólo había intolerancia para los que defendían la religión; palabras que se negó a retirar o a explicar por mucho que el presidente se empeñase en ello instigado por Calatrava y Golfin. Quejóse Larrazábal de aquella verdadera infracción de la ley de imprenta y de la majestad del diputado; pero la mayoría decidió, como decide en todo, y Ros fue condenado, arrestado cerca de un año y arrojado, al fin, del Congreso como indigno de pertenecer a la representación nacional. Júntese esta nueva tropelía a las muchas que afean la historia de aquellas Cortes regeneradoras (2645). [709]
El triunfo de Gallardo fue completo, y sus amigos se ensañaron atrozmente con el infeliz Jaramillo, hasta encerrarle en una prisión por largos ciento cincuenta días (a pesar de haberle declarado demente), hasta que el tedio del encierro y la pena de presidio con que le amenazaron le hizo suscribir una retractación de su pasquín de desafío dictada por Gallardo y sus amigos. Apenas se vio libre, publicó en un folleto, que llamó Inversión oportuna, los pormenores de cuanto le había acaecido, y, temeroso de nuevas persecuciones, huyó de Cádiz, anticipandose a la pena de destierro que le había sido impuesta. Al vicario capitular que había condenado el Diccionario le entregaron las Cortes al juzgado secular, que le tuvo en prisiones seis meses sin forma alguna de proceso. ¡Deliciosa arbitrariedad, que sin escrúpulo podemos llamar muy española!
Así terminó este enojoso incidente, que he querido narrar con todos sus pormenores, a pesar de la insulsez del libro, porque aquélla fue la primera victoria del espíritu irreligioso en España, quedando absuelto Gallardo y descubierta bien a las claras la parcialidad del bando dominante en el Congreso y el blanco final a que tiraban sus intentos.
Temeridad hubiera sido en ellos proponer, cuanto más sancionar, la libertad religiosa, temeridad bastante a comprometer el éxito de su obra. Parecióles mejor y más seguro amparar bajo capa toda insinuación alevosa contra el culto, que en la ley declaraban único verdadero, y dejarle desguarnecido de todo presidio, con echar por tierra la jurisdicción del Santo Oficio, [710] único tribunal que podía hacer efectiva la responsabilidad de los delitos religiosos. Fue letra muerta la ley constitucional, espantajo irrisorio la Junta Suprema de Censura, y comenzó a existir de hecho no la tolerancia ni la disparidad de cultos, cosa hoy mismo sin sentido en España, sino lo único que entre nosotros cabía: la licencia desenfrenada de zaherir y escarnecer el dogma y la disciplina de la Iglesia establecida; en una palabra, la antropofagia de carne clerical, que desde entonces viene aquejando a nuestros partidos liberales, con risa y vilipendio de los demás de Europa, donde ya estos singulares procedimientos de regeneración política van anticuándose y pasando de moda; el lancetazo al Cristo, que ningún héroe de club o de barricada ha dejado de dar para no ser menos que sus aláteres en lo de pensador y despreocupado.
- III -
Abolición del Santo Oficio.
La Inquisición hallábase en 1812 como suspendida de sus funciones por el abandono y afracesamiento de D. Ramón José de Arce y la falta de bulas pontificias que autorizasen el nombramiento del obispo de Orense, propuesto en su lugar por la Junta Central. Interrumpidas las comunicaciones con Roma, y no atreviéndose los mismos inquisidores subalternos a proceder sin autoridad pontificia, de nada sirvió que la Regencia mandara reorganizar los tribunales ni que en la sesión de Cortes de 22 de abril propusiera su restablecimiento D. Francisco Riesco, inquisidor de Llerena, apoyado por todo el partido antirreformista, que esta vez hizo oír su voz en las galerías sobreponiéndose al estruendo de los liberales. Palabra era ésta que hasta entonces no había tenido en España otra aceptación que la de generoso, dadivoso o desprendido, pero que desde aquella temporada gaditana comenzó a designar a los que siempre llevaban el nombre de libertad en los labios, así como ellos (y parece que fue don Eugenio de Tapia el inventor de la denominación) dieron en apodar a los del bando opuesto con el denigrativo mote de serviles.
Los liberales, pues, trataran de jugar el todo por el todo y no perder en un día el fruto de sus largos afanes, por más que a punto estuviera de escapárseles de las manos, ya que la primera comisión nombrada para entender en el asunto de La Triple Alianza opinó en su dictamen, presentando el 12 de abril, que redactó D. Juan Pablo Valiente y firmaron todos los vocales, a excepción de Muñoz Torrero, el restablecimiento inmediato y sin trabas de la Inquisición. Aplaudieron buena parte de los espectadores de las galerías, contradijéronles otros con modos y ademanes descompuestos, y a más hubiera llegado la pendencia si a D. Juan Nicasio Gallego, que a todo trance quería impedir o desbaratar la votación de aquel día, en no bien prevenidos y compactos los liberales, la victoria habría sido por [711] lo menos disputada e indecisa, no se le hubiera ocurrido proponer que el expediente pasase a la Comisión de Constitución. Votáronlo muchos sin reparar en el oculto propósito, que no era otro que ir dando largas al asunto y caminar sobre seguro en materia donde iban todas las esperanzas de la grey innovadora.
En 8 de diciembre de 1812. la Comisión presentó a las Cortes su dictamen sobre los Tribunales de Fe (2646), por el cual hizo público el acuerdo que en 4 de junio había tomado, declarando incompatible el Santo Oficio con el nuevo régimen constitucional; acuerdo tomado sólo por levísima mayoría, puesto que se excusaron de asistir los señores Huerta, Cañedo y Bárcena y presentaron votos particulares el Sr. Ric y el Sr. Pérez, proponiendo que una junta ad hoc, compuesta de obispos, inquisidores y consejeros, arbitrase los medios de hacer compatible el modo de enjuiciar del Santo Oficio con el nuevo régimen del Estado. Huerta y Cañedo persistieron tenaces en su retraimiento.
Empieza la Comisión por reconocer que «es voluntad general de la nación que se conserve pura la religión católica, protegida por leyes sabias y justas, sin permitirse en el reino la profesión de otro culto». La cuestión no versaba aparentemente acerca de los principios, sino que, conformes todos en aceptar de palabra la unidad religiosa, discrepaban en los medios, defendiendo la Comisión no ser sabias ni justas las leyes que se opusiesen al código impecable que ellos habían formado.
Increíble es la contradicción y vaguedad de ideas de este famoso dictamen. A renglón seguido de haber encomiado las ventajas de la unidad religiosa, afirma que «es propio y peculiar de toda nación examinar y decidir lo que más le conviene según las circunstancias, designar la religión que debe ser fundamental y protegerla con admisión o exclusión de cualquiera otra». ¡Lástima grande que a los omniscientes legisladores de Cádiz no se les hubiese ocurrido designar como religión fundamental en España el budismo!
Traíanse luego a colación las leyes antiguas relativas a la punición temporal de los herejes, y especialmente las de las Partidas, calificándolas de suaves, humanas y religiosas, como si estas leyes no hubieran sido trasladadas textualmente del cuerpo del Derecho canónico y del orden de procedimientos de la Inquisición. Luego, y valiéndose de los primeros trabajos de Llorente (2647), a quien en todo sigue, hacía la Comisión breve reseña de los orígenes del Santo Oficio en Castilla, sosteniendo que fue tribunal mixto, eclesiástico y real y que los pueblos le recibieron con desagrado, especialmente en Aragón, por ser contrario a las libertades del reino. Traíanse los sabidos y contraproducentes testimonios de Hernando del Pulgar, Zurita y Mariana; [712] se hacía el relato de las tropelías de Lucero y del proceso de Fr. Hernando de Talavera; discurríase mucho acerca de las reclamaciones de las Cortes de Valladolid (1518 y 1523) y Toledo (1525) contra abusos de jurisdicción en los ministros de aquel Tribunal; de las posteriores concordias y de los conflictos frecuentes con los jueces seculares. Declarábase ilegal el establecimiento de la Inquisición por no haber sido hecho en cortes; tachábasela de enemiga de la jurisdicción episcopal, aunque la Comisión había buscado en vano las pruebas de esto por la confusión en que nos vemos; se invocaba contra ella el testimonio de los regalistas, y especialmente el de Macanaz en su Pedimento; se citaba el ejemplo de las Dos Sicilias, cuyo rey Femando IV había abolido desde 1782 la Inquisición en sus Estados, y, finalmente, se la declaraba incompatible con la soberanía e independencia de la nación, con el libre ejercicio de la autoridad civil, con la libertad y seguridad individual, puesto que era una soberanía en medio de una nación soberana, un Estado dentro de otro Estado, una jurisdicción exenta con leyes, procedimientos y tribunales, independientes y propios, y que, si acaso, dependían de la curia romana. De todo lo expuesto deducía la Comisión que era urgente el tornar a poner en vigor la ley de Partida y restituir los obispos la plenitud de sus facultades para declarar el hecho de herejía y castigarlo con penas espirituales, quedando expedita a los jueces civiles la facultad de imponer al culpado la pena temporal, conforme a las leyes. ¡Conforme a las leyes! Y dice expresamente la ley de Partida (ley 2, tít.6 part.7): «E si por ventura non se quisieren quitar de su porfía, débenlos juzgar por herejes, e darlos después a los jueces seglares, e ellos débenles dar pena en esta manera: que si fuere el hereje predicador... débenlo quemar en fuego de manera que muera... E si non fuere predicador, mas creyente o que oya cuotidianamente o cuando puede la predicación de ellos, mandamos que muera por ello esa misma muerte... E si non fuere creyente, mas lo metiere en obra, yéndose al sacrificio dellos, mandamos que sea echado de nuesto Señorío para siempre, o metido en la cárcel fasta que se arrepienta y se torne a la fe.»
Esto y no otra cosa decía esa famosa ley de Partida, sabia, humana y tolerante, que fingía querer restablecer, y con cuyo testimonio se pretendía embobar sin duda a los que no la conocían. Dijérase en buen hora que el tiro iba no contra la Inquisición, sino contra la unidad religiosa, y hubiera sido más honrado que no resucitar de nombre leyes añejas mucho más intolerantes que las de la Inquisición y hablar de tribunales protectores de la religión que juzgasen al uso de los de la Edad Media.
Fue este dictamen obra, según parece, de Muñoz Torrero, que firma en primer lugar, asistido por Argüelles y por dos clérigos jansenistas: Espiga y Oliveros. Otro individuo de la Comisión, D. Antonio Joaquín Pérez, diputado americano, declaró que en [713] largo tiempo que había sido inquisidor en Nueva España no había notado los abusos y arbitrariedades de que la Comisión se quejaba, y que, si bien en el modo de enjuiciar debían introducirse reformas, no tenían las Cortes autoridad canónica para hacerlas.
Esta incapacidad legislativa de las Cortes era lo primero que daba en ojos, y de ella se aprovecharon D. Andrés Sánchez Ocaña y otros dos diputados de Salamanca para proponer en la sesión de 29 de diciembre que no se pasase Zelante sin consulta e intervención de los obispos, ya que no era posible la celebración de un concilio nacional.
En 4 de enero presentaron D. Alonso Cañedo, diputado por Asturias y grande amigo de Jovellanos, y D. Francisco Rodríguez de la Bárcena un voto particular contra el dictamen [714] de la mayoría de la Comisión. En él decían, y con hechos históricos y gran copia de erudición canónica demostraban, que, siendo derecho inherente a la primacía de jurisdicción del sumo pontífice la autoridad que ejerce en la condenación de los errores contra la fe y en el castigo de los herejes, y procediendo los inquisidores, como procedían, auctoritate apostolica y por nombramiento de Roma directo o delegado, no podía hacerse cosa alguna sin consentimiento del papa, y sería usurpación y atentado cuanto las Cortes decretasen.
Los diputados de Cataluña recordaron que las antiguas Cortes de su país, tan fuera de propósito traídas a cuento en el dictamen, sólo se habían quejado de abusos en punto al número de familiares y extensión del fuero a los dependientes del Santo Tribunal, pero nunca de la «institución misma, de la cual repetidas veces habían dicho que era columna y muro fortísimo de la fe; habiéndose dado el caso, cuando en la guerra de los segadores se entregaron a Francia, de pactar los catalanes, como uno de los principales artículos de la capitulación, que se conservaría el Santo Oficio en Cataluña y que se establecería en Francia. Y terminaban pidiendo los diputados catalanes que se suspendiese la discusión hasta que ellos pudieran consultar a su provincia, de cuya decisión nadie dudaba, puesto que todos los pueblos de España, afirmó el Sr. Batlle sin protesta de nadie, desean el restablecimiento del Tribunal.
Contestó Argüelles que debía entrarse francamente en la discusión sin embarazarla con dilaciones y propuestas capciosas ni acordarse para nada del papa, dado que se trataba de un asunto temporal. No quiso asentir su paisano Cañedo a tan enorme ligereza, porque, «siendo derecho incontestable de la Cabeza de la Iglesia el cuidado de la pureza de la fe y el reprimir los progresos del error dondequiera que parezca, ¿cómo ha de ser proteger la religión el impedir el ejercicio de esta suprema autoridad?» Argumento que en vano quiso eludir Muñoz Torrero con la gratuita afirmación de ser temporal y delegada por los reyes la autoridad de los inquisidores. Que volviera el dictamen a la Comisión propuso D. Simón López. y, desechada esta proposición, que se leyesen las representaciones de prelados y cabildos solicitando el pronto restablecimiento del Santo Oficio; y también se decretó que no había lugar a deliberar.
Tras estos escarceos comenzó lo sustancial del debate, rompiendo el fuego Ostolaza en la sesión de 8 de enero con un discurso no poco hábil, cuya sustancia venía a ser la siguiente: «Se dice que la Inquisición nada tiene de común con la fe, y yo pregunto: el medio que conduce al fin de la pureza de la fe, ¿nada tiene que ver con el fin mismo? ¿No ha excomulgado la Iglesia a los que perturban el libre ejercicio de la jurisdicción inquisitorial? ¿Es por ventura el Santo Oficio alguna invención de los reyes? ¿No ha existido siempre en la Iglesia potestad coercitiva contra los herejes? Que se estableció sin intervención de las Cortes; ¿y cuándo tuvieron las Cortes en España autoridad para intervenir en tales negocios? ¿Y dónde consta que las Cortes castellanas reprobasen la Inquisición y no diesen por bueno su establecimiento? ¿De quién procede la jurisdicción de los inquisidores sino del papa? ¿Ni qué significan las turbulencias de Zaragoza y la sacrílega muerte de San Pedro Arbués sino que los cristianos nuevos y mal convertidos miraron siempre de reojo la más formidable máquina contra ellos, tribunal ordenado por disposición y providencia divina, como escribe Zurita; remedio dado del cielo, en opinión de Marlana? Que padecieron en la Inquisición algunos inocentes; ¿y en qué tribunal del mundo no ha acaecido lo propio? ¿Hemos de confundir la bondad de una institución con los abusos inherentes a la humana flaqueza? Cuando las Cortes de Valladolid y de Toledo pedían que «los inquisidores fuesen generosos e de buena fama e conciencia e de la edad que el derecho manda» ¿entendían con esto negar la jurisdicción inquisitoria? No, antes en el hecho mismo la afirmaban, velando por su mayor pureza. La Inquisición es un tribunal eclesiástico en su origen que no necesita de ninguna autorización secular para el ejercicio de sus funciones en los juicios canónicos; ¿que tenían ni tienen que intervenir las Cortes en su establecimiento? ¿Y dónde están esos obispos que clamaron contra la Inquisición? ¿Y por qué vienen a hacerse ahora solidarias las Cortes de las etiquetas y animosidades de los curiales antiguos, especialmente del Consejo de Castilla? Me diréis que la Inquisición es contraria a la libertad, y yo os responderé que los inquisidores apostólicos se han establecido para proteger la libertad cristiana que ha logrado el género humano por Jesucristo, la libertad del culto católico, la libertad verdadera». Que la Inquisición favorece el despotismo; ¡ojalá renaciese la edad de aquellos déspotas que llamamos Reyes Católicos! Se combaten los procedimientos de la Inquisición, se habla de la tortura: ¿e ignoran los señores de la Comisión que hace un siglo que la Inquisición, antes que ningún otro tribunal, ha abolido el uso del tormento? Decís que la [715] Inquisición mató la ciencia española; ¿cuándo florecieron más las artes y las letras que en el siglo inmediato a su establecimiento»? No se opone la inquisición a la luz, sino a las doctrinas tenebrosas, que San Pablo llama sabiduría de la carne, y San Judas, espuma de la confusión. ¿Y con qué se quiere sustituir la Inquisición? Con tribunales protectores de la fe. ¿Y quién ha dado misión a las Cortes ni a una fracción de ellas para coartar las facultades episcopales?
A este discurso, que bien podemos llamar elocuente, por más que el autor no fuera ningún Santo Padre, siguió otro del respetable anciano D. Benito Hermida, distinguido traductor de El Paraíso, de Milton: «Mis años y mis males -decía- me han conducido a la orilla del sepulcro, y sólo me es permitido dejar al Congreso un testimonio del dolor que amarga mis postreros días. La impiedad se desborda; no basta el freno de la autoridad episcopal; los mismos obispos, sin excepción alguna, invocan la ayuda del Santo Tribunal. Gracias a él hemos disfrutado por tres siglos de paz religiosa.» Pero no hubo, entre los discursos de los defensores del Tribunal, otro más sabio, profundo e intencionado que el de don Pedro Inguanzo, canonista egregio, honra más adelante de la mitra de Toledo y de la púrpura romana. «Este ataque -dijo- no se presenta de frente, como lo pedía la buena fe. Si así se hubiera hecho, también podría contestarse de frente con mayor facilidad. Lo que se ha hecho es urdir un plan de proposiciones ambiguas y de cierta apariencia, las cuales, envolviendo sentidos diferentes, dan lugar a que se saque por consecuencia e ilaciones lo que se pretende. Es falso, falsísimo, que la Inquisición sea un tribunal real; es un tribunal esencialmente eclesiástico, así por la autoridad de que procede como por las materias, puramente religiosas, en que entiende. Sólo tiene de real la parte de autoridad que se le ha agregado en cuanto a imponer ciertas penas temporales a los reos, cosa accidental y accesoria. Por tanto, o se desconoce la potestad de la Iglesia, o se quiere eludirla y burlarla de un modo contradictorio. Esa potestad es celestial y divina, independiente de todas las humanas, así por lo que toca al dogma como por lo que mira a la disciplina; y es tanto más inviolable y sagrada cuanto que Dios mismo la ejerce por medio de sus vicarios en la tierra. La protección civil ha de ser simplemente auxilio que a la potestad espiritual presta la temporal, no mando y tiranía ni jurisdicción alguna sobre ella. Ni el poder secular puede dar leyes en lo eclesiástico ni el poder de la Iglesia en lo secular. Si la religión se ha de proteger por leyes conformes a la Constitución, la Iglesia católica no puede ni debe ser protegida en España, porque la Iglesia católica tiene su constitución propia, diferente y aun contraria a nuestra Constitución política. Las leyes de la una nada tiene que ver con las de la otra y la religión del Evangelio se acomoda con todas las constituciones y gobiernos políticos.» Negó luego la facultad de [716] elegir su religión que los autores del dictamen suponían en el Estado, y, yendo derecho al virus regalista que hervía en el fondo del proyecto, clavó el cuchillo hasta el mango en el sistema de la protección, verdadero título de usurpación y de ruina, con lo cual no sólo el Santo Oficio, sino la misma Iglesia, la jerarquía episcopal, el Pontificado, la fe y la moral son incompatibles, pues tanto vale usurpar y enervar la autoridad eclesiástica como destruir la religión, que no puede subsistir sin ella. Después de elevar a los obispos para sustraerlos de la jurisdicción del papa, se los humilla hasta señalarles asesores determinados para sus causas, cosa inaudita y vergonzosa para su dignidad. Con someter a calificación y censura el juicio de los obispos, se ataca la misma infalibilidad de la Iglesia, que no reside sólo en la Iglesia congregada en concilio nacional, sino también en la iglesia dispersa. ¿Y qué quiere decir tribunales protectores de la religión? Una cosa es la protección y otra la justicia, y quien juzga no protege, ni la protección es atributo del Poder legislativo, sino del Poder ejecutivo.» Comparó rápidamente el modo de enjuiciar de los tribunales eclesiásticos y de los seculares, demostrando que todas las ventajas de rectitud e imparcialidad estaban de parte de los primeros. «Este proyecto -así terminó- es una inversión total de la potestad de la Iglesia desde los pies a la cabeza; sólo el tratar aquí de él es ya un escándalo... No se hable más de protección, y déjese a la -Iglesia con la del Altísimo, que es la que le basta, y con la cual subsistirá eternamente, como ha subsistido en tiempo de las persecuciones... Nosotros creemos y estamos bien persuadidos de que el haber o no tribunal de Inquisición no es punto de fe, que con él y sin él puede una nación ser católica, y que en este sentido pueden ser católicos los que le impugnan como los que le defienden. Pero creemos también, y lo creemos por artículo de fe, que en la Iglesia católica reside la autoridad para establecer los medios y leyes que juzgue oportunas para conservar la integridad y pureza de la religión entre los fieles y dirigirlos por el camino de la verdad. Bajo este aspecto, no hallamos compatible con los principios de nuestra santa religión la empresa de suprimir por nosotros una autoridad eclesiástica instituida por la suprema de la Iglesia, ni reconocemos en la potestad secular semejantes facultades... Sólo el autor de la ley es quien puede revocarla; y proceder de otro modo sería en nosotros desconocer la primacía del sucesor de San Pedro, levantarnos sobre su misma cátedra, someter a nuestro arbitrio el apostolado y aun dividir a los obispos de su cabeza.
Llególes el turno a los adversarios del Santo Tribunal, y desde luego se manifestó entre ellos una diferencia considerable así en el espíritu como en los recursos y armas de que se valieron. Unos, los más jóvenes y brillantes, los enciclopedistas a la moda, los estadistas y doctores en derecho constitucional, Argüelles, verbigracia, y el conde de Toreno, se mostraron pobrísimos [717] en la argumentación, ayunos de todo saber canónico, desconocedores en absoluto de la legislación y de la historia del tribunal que pretendían destruir, pródigos sólo en lugares comunes, retórica tibia y enfáticas declaraciones contra la intolerancia y el fanatismo. Embobados con sus libros franceses, no parece sino que no habían nacido en España, o que jamás habían puesto los pies en ninguna universidad española, o que para ellos se había perdido toda memoria de los hechos pasados. «Es imposible -dijo Argüelles- que haya paz en las naciones mientras se pretenda que la religión debe influir en el régimen temporal de los pueblos.» Escandalizóse de que se oyeran con sufrimiento en el Congreso las máximas ultramontanas, que no se hubieran tolerado en tiempo de Carlos III. Y, asiéndose al trasnochado regalismo, invocó el exequatur, los recursos de fuerza, todas las drogas del botiquín de la escuela, herencia que los absolutistas viejos dejaron a los modernos progresistas. «¿Quién ha de ser el juez de la sabiduría y justicia de las leyes eclesiásticas? -preguntaba Argüelles-. Los inquisidores, la curia romana, el clero de España o la autoridad soberana de la nación?»
«El objeto de la religión -dijo Toreno- es proporcionar a los hombres su felicidad eterna, lo cual nada tiene que ver con las leyes civiles... Ya lo dijo el Redentor: Regnum (2648) meum non est de hoc mundo... Sus armas son la predicación y la persuasión... Hasta el nombre de Inquisición es anticonstitucional... Nació la Inquisición y murieron los fueros de Aragón y Castilla... Consiguió la Inquisición acabar en España con el saber», etc., etc.
Otro género de argumentos y mayor solidez y fondo de doctrina mostraron los eclesiásticos Villanueva, Espiga, Oliveros, Ruiz Padrón, todos de la parcialidad comúnmente llamada jansenística. No venían intonsos como los legos antes referidos, sino preparados por el largo aprendizaje cismático del siglo XVIII, y sabían lo que se decían, aunque estuviesen en lo falso. Espiga, antiguo canónigo de San Isidro y verdadero autor o inspirador del decreto de Urquijo, trató de hacer absoluta separación y deslinde de las dos potestades; habló mucho de las falsas decretales; cercenó cuanto pudo del primado del papa; atacó de frente la infabilidad pontificia, pidiendo argumentos a los concilios de Constanza y Basilea; no olvidó la cuestión de San Cipriano y el papa Esteban sobre los rebautizantes y terminó su discurso con esta frase memorable por lo ridícula: «Yo creo que deben hacerse todos los sacrificios posibles por la fe, pero no los que sean contrarios a la Constitución.» ¡Si estarían satisfechos de su librejo, al cual daban ya más autoridad. que al Evangelio!
Habló después Ruiz Padrón, eclesiástico gallego de la misma cuerda, que había viajado mucho por América y conocido en Filadelfia a Franklin. Dijo que el Santo Oficio era enteramente inútil en la Iglesia de Dios, contrario a la sabia y religiosa Constitución que había jurado los pueblos, contrario, además, esto [718] en el último término, al espíritu del Evangelio... «En tiempo de los apóstoles no había inquisidores... La Inquisición ha creído los mayores absurdos y castigado delitos que no es posible cometer, como la brujería... Gracias a las luces del siglo desaparecieron estas visiones. La Inquisición ahuyentó de entre nosotros las ciencias útiles, la agricultura, las artes, la industria, el comercio... Bastaba distinguirse como sabio, para ser blanco de este tribunal impuro, que, nacido en un siglo de tinieblas y sostenido por la mano de hierro de los déspotas, se alarmaba a la menor ráfaga de ilustración que pudiera con el tiempo descubrir al mundo su sistema de opresión y tiranía... « En medio de estas huecas pasmarotadas, dignas de sermón gerundiano, no dejó el orador de hacer la oportuna memoria del proceso de Galileo y del inocente arzobispo Carranza. «La Iglesia de España -prosiguió- ha sido vulnerada en sus legítimos derechos desde el malhadado siglo XIII: se han hollado sus cánones, atropellado su disciplina, oscurecido su fama, desaparecido su brillantez y desfigurado la hermosura de la hija de Sión. Vide, Domine et considera, quoniam facta sum vilis... ¡ Infelices reliquias del linaje humano, tristes despojos de la muerte, sombras respetables que quizá habéis pasado a la otra vida en la inocencia, víctima de alguna calumnia, perdonad las preocupaciones y la barbarie de los pasados siglos!... Pueblos venideros, naciones que entraréis algún día en el seno de la Iglesia, generaciones futuras, ¿podréis creer con el tiempo que existió en medio de la Iglesia católica un tribunal llamado la Santa Inquisición?»
Acongojado el orador con la tacha de jansenista que a él y a los suyos ponían los periodistas del bando opuesto, diserta largamente sobre el primado del papa y sobre las falsas decretales, «que concedieron a los pontífices el derecho de un monarca absoluto, alzándose con una porción de los derechos episcopales para terror y espanto de los pueblos». ¡Abajo todas esas trabas para que un español pueda leer libremente a Mably, Condillac y Filangieri, o a lo menos a Pascal y Nicole, que le descubrirán la tortuosa conducta y política infernal de los jesuitas! «Dígase a nuestros obispos: ¿Queréis recobrar la plenitud de vuestros derechos?, y si por acaso se hallase alguno que respondiese que no, que renuncie.» ¿Qué importan bulas de papas? Ninguna bula tiene fuerza en España sin el «regium exequatur».
Menos virulento, y desembozado anduvo Villanueva, antiguo consultor del Santo Oficio, honrado y protegido por cinco inquisidores generales (2649), razón suficiente para que le vieran muchos con asombro levantarse a contestar a Inguanzo, lo cual ejecutó con muy punzante ironía, «lanzándole -escribe el conde de Toreno- tiros envenenados en tono humilde y suave, la mano puesta en el pecho y los ojos fijos en tierra, si bien a veces alzando [719] aquélla y éstos y despidiendo de ellos centelleantes miradas, ademanes propios de aquel diputado, cuya palidez de rostro, cabello cano, estatura elevada y enjuta y modo manso de hablar recordaban al vivo la imagen de uno de los Padres del yermo, aunque, escarbando más allá en su interior, descubríase que, como todos, pagaba su tributo de flaquezas a la humanidad». Tan allá llevaba el cesarismo Villanueva, que fue la tesis principal de su discurso querer probar que, aun la misma jurisdicción eclesiástica del Tribunal de la Fe, podía, juntamente con la temporal, ser reformada y aun suprimida a arbitrio de las Cortes. Sirviéndole para sostener esta paradoja textos truncados de antiguos jurisconsultos aduladores de la potestad regia y la capciosa distinción entre la potestad eclesiástica, que pertenece al dogma, y el modo de ejercerla, que concierne a la disciplina. «El legislador de un reino católico -asentó-, siempre está expedito para suspender la ejecución de las bulas disciplinarias aun después de admitidas».
Al canónigo Oliveros tocó la parte erudita del debate, pero con tan poca fortuna, que no acertó a salir del relato de las tropelías de Lucero y de la vulgarísima especie de que «la Inquisición había reputado por inficionados de herejías a los literatos, eruditos y hombres científicos, teniendo, v.gr., por arte mágica las matemáticas y sus signos; por judaísmo y luteranismo, la erudición en lenguas orientales»; lo cual quiso corroborar con una lista de nombres confundidos y trastrocados, hasta llamar a Casiodoro de Reina Feliciano.
Muñoz Torrero, como autor del dictamen, terció varias veces en la controversia, pero no por medio de largos discursos, y sin salir tampoco de la usada cantilena de que toda defensa de la Inquisición era una tentativa para introducir de nuevo el sistema e la curia romana y privar a la autoridad temporal de sus legítimos derechos.
Como jurisconsulto regalista habló el americano Mejía con animosidad anticlerical, si bien discretamente velada con ingeniosas atenuaciones y malignas reticencias, manifestándose inclinado, más que otro alguno, a la tolerancia civil. Hasta se empeñó en traer de su parte el testimonio del P. Mariana, llamándole precursor de las decisiones del Congreso, y queriendo probar con el ejemplo del P Poza y otros, que la Compañía de Jesús había sido hostil siempre al Santo Oficio. Fue su discurso el más docto, ameno, fluido y mal intencionado que se pronunció por los liberales en aquella ocasión.
Y es muy de notar que entre ellos mismos los pareceres se dividieron, porque no todos rendían parias al oculto influjo regalista, galicano, jansenístico o enciclopedista que durante un siglo había imperado en nuestro Gobierno y en nuestras aulas, sino que había entre ellos quien, con haber adoptado lo más radical de las teorías constitucionales y con ir en lo político mucho más adelante que Mejía, Toreno o Argüelles, no consentía [720] que ni aun de lejos ni indirectamente se tocase a nada que tuviera sombra de religión, siendo en esto más intolerante que Lucero o Torquemada. Ejemplo señaladísimo de ello fue entonces el cura de Algeciras, Terrero, especie de demagogo populachero, estrafalario y violento, que por lo desmandado de sus ideas políticas, que frisaban con el más furibundo y desgreñado republicanismo, y por lo raro y familiar de su oratoria, unido a lo violento de sus gestos y ademanes y al ceceo andaluz marcadísimo con que sazonaba sus cuentos y chascarrillos, era personaje sumamente popular entre los concurrentes a las tribunas. Terrero, pues, que hasta de la potestad real era enemigo, se levantó a decir sin ambages que el dictamen de la Comisión era cismático y que más de cinco millones de españoles deseaban, pedían y anhelaban el pronto restablecimiento del Santo Tribunal.
«¡Decid vosotros, pueblos de mi territorio -exclamaba en un vehemente apóstrofe-, habitadores de esas heroicas sierras cercanas a mi país; vosotros, que habéis sabido enlazar con estrecho y fuertísimo vínculo el amor a vuestra religión y patria...; vosotros, nunca infectos con el detestable crimen de la herejía, ¿cuándo os ha asaltado el deseo, ni aun en el transporte de vuestra imaginación, de acabar con ese Tribunal santo, colocado en medio de la Iglesia española para celar su pureza? Sólo le temen los filósofos, que todo lo blasfeman porque todo lo ignoran.»
Pudo parecer grotesco el estilo de este discurso, por más que en ocasiones la ardiente convicción del autor le infunda verdadera elocuencia tribunicia, pero a los liberales mismos pareció no desnuda de razones, y fue de cierto la mejor y más erudita cosa que se oyó en aquel debate, la larga y metódica apología del Santo Oficio que hizo en las dos sesiones del 9 y 10 de enero el inquisidor de Llerena, don Francisco Riesco. De los golpes profundos y certeros que asestó al dictamen de la Comisión, nunca llegó ésta a levantarse, y era, en verdad, difícil salvar la contradicción palmaria que envolvía la explícita profesión de intolerancia consignada en la Constitución y el proyecto de tribunales protectores de la fe con el hecho de abolir la Inquisición, cuyo espíritu había pasado al artículo constitucional. Poseyéndose Riesco de las antiguas y solemnes tradiciones del Santo Oficio, y como quien llevaba la voz del verdadero pueblo español, ahogada entonces por una facción exigua dentro de los muros de una Cámara regida por fórmulas de exótico parlamentarismo, manifestó deseos de que aquella discusión se celebrase en la plaza pública, donde los fieles católicos pudiesen oír la verdad y dar su voto sin que interesables amaños amenguasen la serenidad del juicio y de la decisión. Y él, por su parte, ofreció lidiar hasta lo último en defensa del Tribunal, a quien por dieciocho años había servido, y en cuyo favor invocaba aquella especie de sanción popular, siquiera le costase el [721] sacrificio de su vida, como en otro tiempo sucumbió San Pedro Arbués bajo el hiero asesino. Tras este vehemente preámbulo, y hecha la oportuna invocación a Jesús crucificado, cuya efigie se mostraba en la mesa, recordó los castigos impuestos por el Señor a la mala doctrina en entrambos Testamentos; el exterminio de los adoradores del becerro; la muerte de Ananías y Safira; la súbita ceguera de Elimas el Mago, la excomunión del incestuoso de Corinto; las sucesivas providencias de la Iglesia sobre punición de la herejía; la guerra contra los albigenses y los verdaderos orígenes de la Inquisición, con la parte gloriosa que en ella tomó Santo Domingo de Guzmán; el estado de Castilla al advenimiento de los Reyes Católicos, la interna y fratricida lucha de cristianos viejos y nuevos, las bulas pontificias que delegaron la jurisdicción inquisitoria, apellidada por los mismos aragoneses sacro patrocinio y fuerte alcázar de la fe católica, cosa sagrada, celestial y divina; las calidades y atribuciones del oficio de inquisidor general y de su Consejo; las de los inquisidores provinciales, y cómo su autoridad venía a ser apostólica, si bien por camino indirecto; la jurisprudencia de las causas de fe y a quién compete la calificación del delito de herejía; las altas razones de prudencia que autorizaron el sigilo y la supresión de los nombres de los testigos para ponerlos a cubierto de las animosidades y feroces venganzas personales de los conversos judaizantes; la necesidad actual del Santo Oficio como dique y antemural contra el desbordamiento de la impiedad francesa. «Sólo manteniéndonos unidos y firmes en la fe -continuaba el orador- podrá bendecir Dios nuestra causa y nuestra resistencia, porque, como se lee en el libro de los Macabeos, no consiste la victoria en la muchedumbre de los ejércitos, sino en la fortaleza y vigor que Dios les comunique; por ella triunfaron nuestros padres en Italia, en Francia y en Flandes. ¿No es absurdo que ahora vayamos a guerrear contra Napoleón llevando las mismas ideas que él en nuestra bandera y plagiando hasta en la letra sus decretos?»
Una cosa me ha llamado sobre todo la atención en este larguísimo debate: la extraña unanimidad con que amigos y enemigos de la Inquisición afirman que el pueblo la quería y la deseaba. «La nación -exclamaba el diputado Ximénez Hoyo, que no figuraba ciertamente en el bando de los serviles- no está compuesta solamente de una porción de personas amantes de la novedad o temerosas de un freno que las contenga... Nosotros sabemos lo que pasa y nadie ignora lo que los pueblos piensan... Es general el voto de la nación sobre el restablecimiento de un Tribunal que creen absolutamente necesario para conservar pura la religión católica... Yo, por mi parte, protesto, y protestamos los diputados de Córdoba, que jamás votaremos la extinción del Tribunal de la Inquisición, porque no es éste el voto de los que nos han dado sus poderes para representarlos en este Congreso.» [722]
Nadie contradijo estas palabras; tan evidente era el hecho, mostrándose en él la intrínseca falsedad de aquella llamada representación nacional, cuyos individuos sólo a sí mismos se representaban, sin que la nación entendiera ni participase nada de su algarabía regeneradora.
Propuso el Sr. Creus, más adelante arzobispo de Tarragona, que se añadiese a la primera parte del dictamen la cláusula de que «la nación protegería la jurisdicción espiritual de la Iglesia», pero Muñoz Torrero y los suyos se opusieron resueltamente a todo aditamento, y, ganada la primera votación, pudieron augurar bien del resultado de la segunda y definitiva. En las sesiones que mediaron entre una y otra hablaron, de los del bando reformador, García Herreros, Villanueva y Capmany, este último, como tan literato, negó que el siglo XVI hubiese sido de oro, pero a pesar de la Inquisición, y quedando enterrados por culpa de ella muchos tesoros. Grave lapsus fue en varón tan docto y tan sabedor de las cosas de Cataluña traer, como prueba de lo sanguinario y feroz de los antiguos inquisidores, el título del célebre libro de Ramón Martí Pugio fidei, como si Ramón Martí hubiera sido inquisidor y como si su libro fuese algún tratado de procedimientos inquisitorios, y no una refutación de mahometanos y judíos, tesoro de erudición oriental y monumento de los más gloriosos del saber español en el siglo decimotercero.
Llovían, en tanto, sobre la mesa de las Cortes exposiciones y representaciones en favor del odiado Tribunal; pedíanle a una los arzobispos de Santiago y Tarragona, los obispos de Salamanca, Segovia, Astorga, Mondoñedo, Tuy, Ibiza, Badajoz, Almería, Cuenca, Plasencia, Albarracín, Lérida, Tortosa, Urgel, Barcelona, Pamplona, Teruel, Cartagena, Orense, Orihuela, Mallorca, Calahorra, San Marcos de León y Vich; los gobernadores eclesiásticos de Lugo, León, Ceuta y Málaga...; todas las sedes cuyos prelados estaban libres de la dominación francesa.¡Y eso que arteramente habían procurado los autores del proyecto presentar al Santo Oficio como incompatible con la jurisdicción episcopal! Así lo hizo notar el valenciano Borrull, que tomó parte no secundaria en aquella discusión al lado de los Riescos, Inguanzos, Cañedos, Creus y Ostolazas. «Admiro mucho -dijo entre otras cosas- que tan redondamente afirme la Comisión que dejó de escribirse desde el establecimiento del Santo Oficio, cuando sabe cualquiera que haya saludado la historia literaria que, establecida la Inquisición por los años de 1479 a 1484, sucedió en los años posteriores a esta fecha la gloriosa restauración de las letras, depusieron su antigua barbarie las universidades, salieron de ellas, como del caballo troyano, heroicos campeones, insignes maestros de todas las ciencias, que llevaron la gloria del nombre español por todas las aulas de la cristiandad.»
Crecía sin tregua la agitación a favor del Santo Oficio; en pos de las representaciones de los obispos vinieron las de veinticinco [723] cabildos catedrales de Cataluña, Valencia, Murcia, Granada, Extremadura, las Castillas, Aragón, Galicia, León y Navarra; secundaron su voz la junta Superior de Galicia, los Ayuntamientos constitucionales de Sevilla y Málaga, los de Santiago, Ponferrada, Puebla de Sanabria y Orense, los diputados del gremio de mar de Vivero, diecisiete generales y una gran parte de nuestros ejércitos. ¡Protesta verdaderamente nacional, y, sin embargo, infructuosa! A todo se sobrepuso la voluntad de cuatro clérigos jansenistas y de media docena de declamadores audaces y galiparlantes, que en la sesión de 22 de enero ganaron la segunda votación por 90 contra 60. Triunfo pequeño, siendo como era suyo el Congreso, aunque ha de tenerse en cuenta que introdujo algún desorden en sus huestes la defección del cura de Algeciras, a quien siguieron otros.
Poco interés ofreció ya el debate sobre Tribunales de la Fe, al cual ni sus mismos autores daban importancia, considerándole como hábil artimaña para no escandalizar ni herir de frente el sentimiento católico si se presentaban a las claras como fautores de la irreligión. Fue lo más notable de estas sesiones un discurso jansenista de pies a cabeza que sobre la jurisdicción episcopal pronunció un Sr. Serra, anciano venerable, al decir del conde de Toreno, que reprodujo en forma harto trivial todos los argumentos de Febronio y Pereira contra Roma. Argüelles habló... contra las decretales de Isidoro Mercator. Un americano llamado Larrazábal, después insurrecto en Panamá, recordó con enternecimiento el decreto de Urquijo. Un Sr. Castillo leyó largos párrafos del Van-Spen. Villanueva combatió el Índice expurgatorio, tomando la defensa de las Provinciales, de Pascal, y de las obras de Arnauld, y acabó por proponer (risum teneatis!) que las Cortes formasen un nuevo Índice, usando de la regalía que les compete.
«Los papas han usurpado a los obispos una gran parte de los derechos que les confirió el mismo Jesucristo», dijo Calatrava, de quien es también aquella inaudita proposición: «Los puntos de disciplina están sujetos a la autoridad temporal... El único remedio humano contra la curia de Roma y para la libertad de la Iglesia de España es hoy la autoridad soberana del monarca, universal protector de las iglesias de su reino y ejecutor del derecho natural, divino y canónico.» Así, por odio a Roma, venían a canonizar el cesarismo los primeros liberales.
Desaprobóse por mayoría de votos, conjurándose contra él absolutistas y liberales afilosofados, el artículo 3º del proyecto de Tribunales de Fe, que imponía a los obispos como consejeros natos y obligados en toda causa de religión, los cuatro prebendados de oficio de cada iglesia catedral; pensamiento que por lo añejo y semipresbiteriano mostraba a cien leguas su origen jansenístico, además de reñir con la ley de Partida que se fingía restablecer, y que tampoco admite la apelación al metropolitano, consignada en el artículo 8º del proyecto, la cual fue [724] hábilmente impugnada por el sabio jurisconsulto catalán D. Ramón Lázaro de Dou, cancelario de la Universidad de Cervera y discípulo del egregio romanista Finestres. «Con cinco apelaciones y con recursos de fuerza -decía-, puede cualquier ciudadano dejar eludida y menospreciada la voz de su pastor y la autoridad de su obispo»
En 5 de febrero de 1813 terminó aquella memorable discusión, ordenándose, a propuesta del Sr. Terán, que por tres domingos consecutivos se lévese el decreto de abolición en todas las parroquias antes del ofertorio de misa mayor, destruyéndose además, en el perentorio término de tres días, todas las tablas, cuadros y retablos que en las iglesias conservasen la memoria de los penitenciados por el Santo Tribunal. La segunda de estas disposiciones contentó a muchos, que veían desaparecer la afrenta de sus familias. La primera se cumplió mala gana y fue de pésimo efecto, como alarde que era, intempestivo y odioso, del triunfo logrado. En un manifiesto que las Cortes dieron a la nación, y que también se mandó leer de la misma suerte, decíase que «la ignorancia de la religión, el atraso de las ciencias, la decadencia de las artes, del comercio y de la agricultura y la despoblación y pobreza de España procedían en gran parte del sistema de la Inquisición.
- IV -
Otras providencias de las Cortes relativas a negocios eclesiásticos. -Causa formada al cabildo de Cádiz. -Expulsión del nuncio, proyectos de desamortización, reformas del clero regular y concilio nacional.
Abatido el más recio baluarte de la intolerancia dogmática y triunfante de hecho la más omnímoda libertad de imprenta, como lo mostraban los recientes casos de La Triple Alianza y del Diccionario crítico-burlesco, prosiguieron las Cortes su tarea regeneradora, y cual, si se hubiesen propuesto plagiar uno a uno los decretos de José Bonaparte, comenzaron por abolir el voto de Santiago; es decir, aquel antiguo tributo de la mejor medida, del mejor pan y del mejor vino que la devoción de nuestros mayores pagó por largos siglos a la sepultura compostelana del Hijo del Trueno, patrón de las Españas y rayo en nuestras lides. Más hondo arraigo hubo de tener en su origen tan piadosa costumbre que el de un privilegio apócrifo, y cuya falsedad fue muy pronto descubierta y alegada mil veces en controversias y litigios así en el siglo XVII como en el XVIII; lo mismo en la representación de Lázaro González de Acevedo que en la del duque de Arcos. Vivía, no obstante, la prestación del Voto, si bien muy mermada y más de nombre que de hecho, más como venerable antigualla de la Reconquista que como carga onerosa para la agricultura, dado que a fines del siglo XVIII apenas producía en toda España tres millones líquidos de reales. Pero a los legisladores de Cádiz no les enfadaba el [725] tributo, sino el nombre, y por eso en marzo de 1812 propusieron y decretaron su abolición, impugnándole con desusada violencia Villanueva y Ruiz Padrón como «vergonzosa fábula tejida con máscara de piedad y de religión para abusar descaradamente de la credulidad e ignorancia de los pueblos».
Poco antes, y contrastando con este decreto, cual si se tratase de dar satisfacción al pueblo católico, habían promulgado las Cortes otro, que a los ingleses pareció singularísimo, declarando compatrona de España a Santa Teresa de Jesús, honra ya decretada a la eximia doctora aviesa por acuerdos de las Cortes de 1617 y de 1636, siquiera impidiese llevarlos a efecto la oposición de los devotos de Santiago. Ahora se votó, sin deliberación alguna, en 27 de junio de 1812, con universal aplauso y contentamiento de los buenos.
Hubo en aquellas Cortes singulares recrudescencias de fervor religioso más o menos sincero o simulado. No sólo encabezaron la ley constitucional: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», sino que Villanueva, acabado modelo de afectaciones jansenísticas, propuso en sesión de 3 de noviembre de 1810 (2650) que, para alejar de España los efectos de la ira divina, se hiciese en todas las provincias penitencia general y pública con tres días de rogativas, comulgando en uno de ellos todos los señores diputados. Los volterianos soltaron la carcajada, y El Conciso, en su número 39, burlóse groseramente del orador y de su propuesta. ¡Singular destino el de los clérigos liberales! Ni el cielo ni el infiero lo quieren. De ellos puede decirse con Dante:
Incontanente intesi e certo fui
che questa era la setta dei cattivi
a Dio spiacenti ed a nemici sui.
No se atrevieron las Cortes de Cádiz a intentar de frente la llamada reforma o más bien extinción de regulares; pero, aprovechándose de los efectos de la llevada a cabo por el rey José, empezaron por decretar en 17 de junio de 1812 «que fueran secuestrados, en beneficio del Estado, todos los bienes pertenecientes a establecimientos públicos, cuerpos seculares, eclesiásticos o religiosos de ambos sexos disueltos, extinguidos o reformados por resultas de la invasión enemiga o de providencias del Gobierno intruso, entendiéndose lo dicho con calidad de reintegrarlos en la posesión de sus fincas y capitales si llegaran a restablecerse, señalándose, además, sobre el producto de sus rentas los alimentos precisos a los regulares que se hubiesen amparado en las provincias libres y que no tuviesen otro modo de subsistencia». Así, insensiblemente y como por consunción, se iba caminando a la total ruina del monacato.
En el mes de agosto siguiente mandó la Regencia a los intendentes asegurar y cerrar todos los conventos ya disueltos, extinguidos o reformados por el Gobierno intruso, haciendo el [726] inventario de sus bienes, que debían quedar a disposición del Gobierno. La Regencia, no obstante, cuyo espíritu era en general muy opuesto al de las Cortes, fue permitiendo paulatinamente a algunos regulares de Sevilla, Extremadura y otras partes que volviesen a ocupar sus casas.
Así las cosas, y pidiendo los pueblos a voz en grito la vuelta de los frailes, presentó a las Cortes, en 30 de septiembre, el ministro de Gracia y Justicia, D. Antonio Cano Manuel, que ridículamente se decía en el preámbulo del decreto encargado de la alta policía eclesiástica, un proyecto de 19 artículos sobre restablecimiento de conventos y su reforma. El dictamen pasó a las secciones, se aprobó, se leyó en sesión pública y se repartió impreso a los diputados. En él se propone: 1º Que para el restablecimiento de cualquiera casa religiosa preceda permiso de la Regencia. 2º Que se presenten los regulares al alcalde político o jefe constitucional que han de vigilar sobre la inversión de sus rentas. 3º Que no haya en un mismo pueblo muchos conventos de la misma orden. 4º Que ninguno tenga menos de doce religiosos. 5º Que no se reedifiquen los conventos destruidos del todo. 6º Que no se proceda en nada sin consulta de los ayuntamientos constitucionales. 7º Que los bienes sobrantes se destinen a las necesidades de la Patria. 8º Que se nombren visitadores en el término de un año. 9º Que los novicios no profesen antes de los veinticuatro años ni se exijan dotes a las religiosas. 10. Que se prohíba toda enajenación de bienes raíces a favor de las casas religiosas, sin que los mismos novicios puedan disponer de sus bienes a favor del convento. Disposiciones algunas de ellas cismáticas y conformes a las del sínodo pistoyense, aparte de la absoluta incompetencia de las Cortes para hacer tales reformas en la edad y condiciones de los votos ni ordenar semejante visita.
La Regencia se manifestó desde luego en absoluto desacuerdo con las Cortes sobre esta grave cuestión, y por medio del ministro de Hacienda hizo que en muchas partes volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían antes de la invasión francesa y permitió que públicamente se pidiese limosna para la restauración de los conventos suprimidos. Tremenda fue la indignación del Congreso, y ante él tuvo que venir a justificarse el ministro interino de Hacienda, don Gabriel Cristóbal de Góngora, en 4 de febrero de 1813, alegando que los religiosos andaban hambrientos y a bandadas por los pueblos implorando la caridad pública, y era forzoso en algún modo recogerlos y mantenerlos. Desde entonces creció la hostilidad, antes encubierta, entre Cortes y Regencia, que terminó en marzo de 1813 con la destitución de los regentes.
Antiguo era el proyecto de la reforma de regulares, y ya en 10 de septiembre de 1802 habían impetrado los ministros de Carlos IV una bula de Pío VII concediendo facultades de visitador en todos los dominios de España al cardenal de Borbón. [727] Pero ni entonces ni después se hizo la visita, ni era reforma eclesiástica lo que se quería, sino escudarse con ella y con la bula pontificia para acabar con los frailes (2651). Alguien lo dijo en Cádiz muy por lo claro: «¿A qué dejarlos entrar en los conventos, si han de volver a salir?» Pero la mayoría optó por la extinción lenta y gradual, permitiendo (en 18 de febrero de 1813) a los capuchinos, observante, alcantaristas, mercedarios calzados y dominicos de las Andalucías, Extremadura y Mancha volver a sus conventos, permiso me venía a ser ilusorio, ya que al mismo tiempo se les prohibía pedir limosna para reedificarlos. De los cartujos, jerónimos, basilios, benitos, trinitarios calzados y descalzos, mercedarios y carmelitas calzados, nada se dijo, sin duda porque, siendo pequeño su número después de los desastres de la guerra, las Cortes los dieron por a acabados y muertos. A los prelados de todas las religiones se prohibía dar hábitos hasta la resolución del expediente general, es decir, hasta las calendas griegas. El tal decreto podía tomarse por irrisión y pesada burla; apenas quedaba un convento que los franceses no hubiesen convertido en cuartel, almacén o depósito y que estuviera en disposición de ser habitado por religiosos, ni iglesia conventual que no hubiera sido desmantelada y profanada. Sin dinero no podían hacerse reparaciones, y se prohibía a los frailes acudir a la caridad pública. Además, en muchas partes los intendentes y jefes políticos, obedeciendo a órdenes y consignas secretas, o guiados sólo por su celo constitucional, se negaron a entregar los edificios a sus legítimos poseedores, y fue menester que el pueblo, apasionadísimo de los frailes, invadiera los conventos y arrojara de ellos a viva fuerza a los empleados del Gobierno, dando posesión a las comunidades religiosas. Estado de cosas que continuó hasta la vuelta de Fernando VII.
También los cuantiosos bienes del clero secular quitaban el sueño a los reformadores. Y eso que nuestras iglesias en la guerra de 1808 hasta los vasos sagrados y los ornamentos habían vendido, sometiéndose además dócilmente a los subsidios extraordinarios de guerra que a la Central plugo imponerles. Así y todo, en 10 de noviembre de 1810 se propuso a las Cortes que ni por el real patronato ni por los ordinarios eclesiásticos se proveyese prebenda alguna vacante o beneficio simple que vacase después y que de todos los beneficios curados se pagase una anualidad para gastos de guerra, aplicándose al mismo fin las pensiones sobre mitras y la mitad de los diezmos pertenecientes a prelados, cabildos y comunidades religiosas. Impugnó este proyecto D. Alonso Cañedo, fundado en que nunca habían disfrutado nuestros reyes de la facultad necesaria para tales imposiciones, [728] antes para cosas de mucho menos cuantía habían solicitado siempre bulas de Roma. «Los clérigos no deben disputar -gritó un diputado-, sino decir: «Aquí está cuanto tenemos.» «Que no se trate la cuestión de derecho, sino de hecho», clamó otro con brutalidad no menos progresista.
A los obispos se mandó que no proveyesen ninguna pieza eclesiástica, excepto las de cura de almas, entrando en el erario los réditos de todas las vacantes. Algunos prelados se resistieron a obedecer, y en 28 de abril fueron delatados al Congreso como malos y desobedientes ciudadanos españoles. Las Cortes decidieron, en su profundo saber canónico, que los jefes políticos y los fiscales velasen atentos sobre el cumplimiento de lo mandado e inspeccionasen y amonestasen a los obispos. No faltó quien propusiera declarar nulas las colaciones de prebendas hechas por el metropolitano de Santiago.
Abierto así el camino, echáronse luego sobre los fondos de obras pías (lº de abril de 1811), continuando la obra de Godoy y Urquijo e invocando, como ellos, las regalías de Su Majestad. Ordenaron la incautación de las alhajas que no fuesen necesarias al culto, afirmando la comisión en su dictamen de 11 de abril de 1811 que no era necesario en las iglesias el uso de la plata y del oro y que sólo la preocupación de los fieles había autorizado el empleo de los metales preciosos. La Comisión de Hacienda propuso en mayo de 1812 que comenzase la enajenación de bienes nacionales, y que entre tanto se invirtiesen en redimir la Deuda, el noveno decimal, las anualidades eclesiásticas, los expolios y vacantes y el excusado. Ya en 28 de agosto de 1811 había propuesto la venta de las propiedades de las cuatro órdenes militares y de la de San Juan de Jerusalén, con permiso de Roma o sin él, excitando en último caso a los reverendos obispos y demás ordinarios eclesiásticos a que, en uso de sus facultades nativas, autorizasen la venta y entrega de los capitales dichos.
Pero nadie entre los arbitristas de entonces fue tan allá como el ministro Álvarez Guerra en su estrafalario proyecto de noviembre de 1812 sobre el modo de extinguir la Deuda pública, eximiendo a la nación de toda clase de contribuciones por espacio de diez años y ocurriendo al mismo tiempo a los gastos de la guerra y demás urgencias del Estado. En este plan, digno del proyectista loco que conoció Cervantes en el hospital de Esgueva, comienza por decirse que «un particular con 50 millones de duros podría responder de la ejecución del proyecto». La extinción de la Deuda había de hacerse sin que la nación pagara un maravedí por contribución directa. El milagro se cumpliría echando al mercado en un día los baldíos, los propios y comunes de los pueblos, los bienes de la Inquisición y todos los bienes de las iglesias, comprendiendo las iglesias mismas (excepto catedrales y parroquias), los monasterios y conventos de ambos sexos (sic), los hospitales y casas de misericordia, los bienes [729] de cofradías hermandades, las capillas y ermitas, los beneficios simples y las capellanías. En suma: malbaratarlo en cuatro días y echarse luego sobre los diezmos, que el ministro evalúa en unos 500 millones, aunque confiesa que sólo 200 escasos llegaban a la Iglesia. Luego viene la reforma del estado eclesiástico, reduciéndole a 74.883 personas. De los restantes, que, según el autor del proyecto, llegaban a 184.803, nada se dice. Vivirán del aire o se irán muriendo en obsequio a la Constitución y a los presupuestos. A los arzobispos se les pagarán 300.000 reales anuales; a los obispos, 150.000, y así a proporción, pero sólo las dos terceras partes en metálico y una en papel de curso forzoso que se creará ad hoc. Con sólo esto aumentará la nación sus rentas en 1.600 millones anuales. Semejante proyecto quedó por entonces en el papel, y a los mismos liberales pareció digno de la Utopía de Tomás Moro, bien ajenos ellos mismos de que antes de veintidós años habían de verle realizado (2652).
Entre tanto proseguían los conflictos con las autoridades eclesiásticas. El desatentado decreto de las Cortes mandando que en las misas mayores se diese cuenta de la abolición del Santo Oficio, promovió desde luego negativas y propuestas, a que las Cortes respondieron con violencia inaudita, desterrando y persiguiendo al arzobispo de Santiago y al obispo de Santander, recluyendo en un convento al de Oviedo, formando causa a los de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona por una pastoral que juntos dirigieron a sus diocesanos (2653), y haciendo que a viva fuerza, y con el eficaz auxilio de gente armada, se diese lectura al decreto. El cabildo eclesiástico de Cádiz, sede vacante, previa consulta a los obispos de Calahorra, Albarracín, Sigüenza, Plasencia y San Marcos de León, que residían en la isla gaditana, protestó en 23 de febrero de 1813 contra la profanación de las iglesias. ¿Quién pintará la indignación de las Cortes ante aquel acto de firmeza? Exigieron que el decreto se leyese sin demora, pusieron la tropa sobre las armas, y, apenas amaneció el día 10 de marzo, llenóse la catedral de constitucionales y turbas pagadas, que con vociferaciones y descompuestos ademanes interrumpían los sagrados oficios. Hízose correr la voz de que se había descubierto una gran conspiración tramada por los obispos, iglesias y cabildos contra las Cortes y su Constitución. Los revolucionarios más fogosos discurrían por Cádiz, pidiendo la cabeza de algún canónigo o fraile, que sirviese de escarmiento, y especialmente la del obispo de Orense. La nueva [730] Regencia, en 24 de abril, comenzó a instruir contra el vicario capitular de Cádiz y los cabildos de aquella ciudad, de Málaga y de Sevilla un inacabable proceso, que en breve llegó a cuatro enormes legajos. Y vino lo de siempre: suspensión de temporalidades y de jurisdicción para el vicario y gran copia de herejías y dislate en las Cortes, hasta decir Argüelles que «nada espiritual había en la jurisdicción eclesiástica, que toda era temporal, porque la ejercía un ciudadano español, y éste no puede ejercerla sin autoridad real».
En consonancia con esta doctrina, mandaron las Cortes que el cabildo suspendiese al vicario capitular y eligiese otro. Sólo tres canónigos, contra las protestas de los demás, se arrojaron a tal empeño cismático, nunca visto en España desde el tiempo de Hostegesis.
Pero el vicario D. Mariano Esperanza y los demás capitulares, atropellados tan inicuamente, no se dejaron intimidar por la violencia, y acudieron a las Cortes en demanda contra los atropellos de que los había hecho víctimas el ministro de Gracia y justicia, con evidente intracción de la ley constitucional. Alzóse en la Cámara a defenderlos con voz estentórea el cura de Algeciras, promoviendo una tempestad, que no lograron calmar las explicaciones del ministro Cano Manuel. Todos hablaban de la trama infernal, de la monstruosa conjuración, del peligro de la patria, y nadie se entendía en aquella baraúnda, resultando divididos en la votación los mismos liberales. A punto estuvo de decidirse que se formara causa al ministro de Gracia y Justicia, como el cabildo pedía; pero al cabo la igualdad aproximada de fuerzas hizo que todo quedara en suspenso, devolviéndose el expediente al juez que entendía en la causa, y que sustanciándola a su modo, acabó por pedir nada menos que pena capital, conmutada luego en destierro, contra los tres canónigos de Cádiz, como facciosos, banderizos y reos de lesa majestad.
Faltaba sólo el último toque y primor del sistema progresista, la expulsión del nuncio. Éralo entonces monseñor Gravina (hermano del héroe de Trafalgar), que en 5 de marzo de 1813 había dirigido a la Regencia una nota solicitando, en nombre del papa, que se suspendiese la ejecución y publicación del decreto sobre Tribunales de la Fe hasta obtener la aprobación apostólica o, en su defecto, la del concilio nacional. Tan sencilla reclamación contra un mandato anticanónico y usurpatorio a todas luces de la potestad pontificia bastó, juntamente con las cartas del nuncio al obispo de Jaén y a los cabildos de Granada y Málaga exhortándolos a suplicar contra el decreto; bastó, digo, para que el ministro de Gracia y Justicia le declarase sospechoso de ocultos manejos contra la seguridad del Estado y propusiese su expulsión del territorio, como enemigo de la nación española, defensor de las máximas ultramontanas e instrumento del tirano que nos oprime y que quiere precipitarnos en [731] la anarquía religiosa. Así lo acordó la Regencia, mandándole salir de los dominios españoles en el término de veinticuatro horas (5 de abril de 1813). Fue su primer acto, apenas tomó tierra en Portugal, lanzar una protesta contra nuestro Gobierno (24 de julio de 1813), la cual acabó de hacer odiosas a los ojos del clero y pueblo español aquellas pedantescas Cortes, tan tiránicas, impertinentes y arbitrarias como el antiguo Consejo de Castilla.
Llegó su furor de legislar en materias eclesiásticas hasta acariciar la idea de un concilio nacional, que renovara en España los tiempos felices en que nuestros príncipes, con todo el lleno de su soberana autoridad, intervenían en las materias de disciplina externa. Así lo propuso la Comisión Eclesiástica en 22 de agosto de 1811, como único medio de atajar las pretensiones del sacerdocio y de salvar derechos imprescriptibles del imperio. De aquí pasaban a proponer: 1º Que los concilios de España en adelante no solicitasen la confirmación de la Santa Sede. 2º Que asistiese a ellos un comisionado regio para prestarles protección y defender los derechos de la soberanía. Lo que se quería era, en suma, un sínodo como el de Pistoya, compuesto de enemigos jurados de Roma, que, bajo la vigilancia de un delegado de las Cortes, arreglasen cismáticamente la Iglesia de España al gusto de los Villanuevas, Espigas y Oliveros. Queda un índice de las materias que habían de presentarse a la aprobación del concilio. Nada menos se trataba que de extinguir las reservas, establecer la confirmación de los obispos por los metropolitanos, reducir todas las jurisdicciones de la Iglesia a la jurisdicción ordinaria, hacer nueva división de obispados y arreglo de parroquias, reducir el número de dignidades y canonjías, someter a nuevo examen todas las constituciones de las metropolitanas y catedrales, suprimir las colegiatas, reformar el canto eclesiástico y mudar la hora de los maitines (risum teneatis!), expugnar algunas cosas del breviario, acabar con la jurisdicción de las órdenes militares, suprimir los generales de todas las órdenes y someterlas al ordinario, prohibir toda cuestación de limosnas a los regulares, crear un Consejo o Cámara eclesiástica, etc., etc. (2654)
Faltóles el tiempo a los reformadores, que ya habían intentado algo de esto en la Junta Central, y el flamante conciliábulo [732] no pasó de ensueño galano, aunque decretado está entre los acuerdos de las Cortes, donde asimismo consta, con fecha de 19 de agosto de 1812, el proyecto de sustraer al papa la confirmación de los obispos por lo menos mientras durase la incomunicación con Roma. El discurso de Inguanzo, ya en otra parte elogiado, hizo abrir los ojos a muchos que no habían parado mientes en la gravedad del caso, y los mismos innovadores retrocedieron, temerosos de haber ido mucho más lejos de lo que las circunstancias consentían.
Tal fue la obra de aquellas Cortes, ensalzadas hasta hoy con pasión harta, y aún más dignas de acre censura que por lo que hicieron y consintieron, por los efectos próximos y remotos de lo uno y de lo otro. Fruto de todas las tendencias desorganizadoras del siglo XVIII, en ellas fermentó, reduciéndose a leyes, el espíritu de la Enciclopedia y del Contrato social. Herederas de todas las tradiciones del antiguo regalismo jansenista, acabado de corromper y malear por la levadura volteriana, llevaron hasta el más ciego furor y ensañamiento la hostilidad contra la Iglesia, persiguiéndola en sus ministros y atropellándola en su inmunidad. Vuelta la espalda a las antiguas leyes españolas y, desconociendo en absoluto el valor del elemento histórico y tradicional, fantasearon, quizá con generosas intenciones, una Constitución abstracta e inaplicable, que el más leve viento había de derribar. Ciegos y sordos al sentir y al querer del pueblo que decían representar, tuvieron por mejor, en su soberbia de utopistas e ideólogos solitarios, entronizar el ídolo de sus vagas lecturas y quiméricas meditaciones que insistir en los vestigios de los pasados, y tomar luz y guía en la conciencia nacional. Huyeron sistemáticamente de lo antiguo, fabricaron alcázares en el viento, y, si algo de su obra quedó, no fue ciertamente la parte positiva y constituyente, sino las ruinas que en torno de ella amontonaron. Gracias a aquellas reformas quedó España dividida en dos bandos iracundos e irreconciliables; llegó en alas de la imprenta libre, hasta los últimos confines de la Península, la voz de sedición contra el orden sobrenatural lanzada por los enciclopedistas franceses; dieron calor y fomento al periodismo y las sociedades secretas a todo linaje de ruines ambiciones y osado charlatanismo de histriones y sofistas; fuese anublando por días el criterio moral y creciendo el indiferentismo religioso, y, a la larga, perdido en la lucha el prestigio del trono, socavado de mil maneras el orden religioso, constituidas y fundadas las agrupaciones políticas no en principios, que generalmente no tenían, sino en odios y venganzas o en intereses y miedos, llenas las cabezas de viento y los corazones de saña, comenzó esa interminable tela de acciones y de reacciones, de anarquía y dictaduras, que llena la torpe y miserable historia de España en el siglo XIX.
Ahora sólo resta consignar que todavía en 1812 nada había más impopular en España que las tendencias y opiniones liberales, [733] encerradas casi en los muros de Cádiz y limitadas a las Cortes, a sus empleados, a los periodistas y oradores de café y a una parte de los jefes militares. Cómo, a pesar de eso, lograban en el Congreso mayoría los reformadores, no lo preguntará ciertamente quien conozca el mecanismo del sistema parlamentario; pues sabido es, y muy cándido será quien lo niegue, que mil veces se ha visto en el mundo ir por un lado la voluntad nacional y por otro la de sus procuradores. Fuera de que aquellas Cortes gaditanas tuvieron, entre sus muchas extrañezas, la de haber sido congregadas por los procedimientos más desusados y anómalos, no siendo propietarios, sino suplentes elegidos en Cádiz por sus amigos y paisanos, muchos de aquellos diputados; lo cual valía tanto como si se hubieran elegido a sí mismos. Con esto y con haber excluido de las deliberaciones al brazo eclesiástico y al de la nobleza, que por cálculo prudente, seguro tratándose del primero, hubieran dado fuerza al elemento conservador, el resultado no podía ser dudoso, y aquellas Cortes tenían que ser un fiel, aunque descolorido y apagado trasunto, de la Asamblea legislativa francesa. Y, aun suponiendo que la elección se hubiera hecho en términos ordinarios y legales, quizá habría acontecido lo mismo, porque desacostumbrados los pueblos al régimen representativo, ni conocían a los hombres que mandaban al Congreso, ni los tenían probados y experimentados, ni era fácil, en la confusión de ideas y en la triste ignorancia reinante a fines del siglo XVIII, hacer muchas distinciones ni deslindes sobre pureza de doctrinas sociales, que los pueblos no entendían, si bien de sus defectos comenzasen luego a darse cuenta, festejando con inusitado entusiasmo la caída de los reformadores. Bien puede decirse que el decreto de Valencia fue ajustadísimo al universal clamor de la voluntad nacional. ¡Ojalá hubiesen sido tales todos los desaciertos de Fernando VII!
- V -
Literatura heterodoxa en Cádiz durante el período constitucional. -Villanueva («El Jansenismo», «Las angélicas fuentes»). -Puigblanch («La Inquisición sin máscara»). -Principales apologistas católicos: «El filósofo rancio».
«Ya van a salir del pozo de Demócrito las verdades que hasta aquí estuvieron ocultas y que han de ilustrar a España desde las columnas de Hércules hasta el Pirineo.»
Por tan altisonante manera anunciaba y ponderaba El Conciso las excelencias y frutos sazonadísimos de la libertad de imprenta decretada por las Cortes. Un enjambre de periódicos, folletos y papeles volantes que apenas es posible reducir a número, se encargaron de poner al alcance de la muchedumbre lo más sustancial y positivo de las nuevas conquistas. De algunos de estos periódicos y libros queda ya hecha memoria; ahora nombraremos algunos más, eligiendo los menos oscuros. [734]
Predominan los del bando jansenístico. y más que todos hicieron ruido por la antigua fama y buena literatura de su autor y aun por el cargo de diputado, que parecía dar mayor gravedad a sus palabras, los que, desembozándose ya del todo, publicó D. Joaquín Lorenzo Villanueva, tantas veces mencionado en la presente historia. Titúlase el primero El Jansenismo, diálogo dedicado al Filósofo Rancio, y suena como autor Irineo Nistactes. Redúcese a querer probar que el jansenismo, o lo que así se llamaba en España, es un mito y herejía fantástica, cosa de risa, delirio de visionarios y cantinela de necios. Para él no hay más jansenismo que el que se encierra en el Augustinus, de Jansenio, o en las proposiciones de Quesnel. Aconseja, pues, a nuestros teólogos que, en obsequio a la concordia, abandonen tales denominaciones venidas de Francia. Antiguo ardid de enemigos solapados de la Iglesia ponderar mucho las ventajas de la concordia y negar la existencia del mal que habla por boca de ellos. El Filósofo Rancio probó que el tal folleto era una sarta de errores y desvaríos teológicos imperdonables hasta en un principiante, puesto que confunde la voluntad con el albedrío, y la libertad de contrariedad con la de contradicción. En iguales paralogismos, y aun citas inexactas y truncadas, abunda el opúsculo de Las angélicas fuentes o El tomista en las Cortes (2655) que Villanueva escribió para probar que el dogma de la soberanía nacional estaba contenido en la Summa de Santo Tomás, y que los legisladores de Cádiz no habían hecho más que atemperarse a las enseñanzas del Santo, maestro y luz de todos los liberales futuros. A lo cual dio buena y cumplida contestación el P. Puigserver, dominico mallorquín y no vulgar expositor de la doctrina de Santo Tomás, en su obrilla El teólogo democrático, ahogado en «Las angélicas fuentes»..., en que se examina a fondo y se explica el sistema de los antiguos teólogos sobre e origen del poder civil, demostrando que la doctrina política de Santo Tomás destruye de raíz la pretendida soberanía del pueblo y el derecho de establecer leyes fundamentales sin sanción ni conocimiento del príncipe (2656)y (2657). [735]
De la misma fragua jansenística que los opúsculos de Villanueva salieron el Juicio histórico, canónico, político de la autoridad de las naciones sobre los bienes eclesiásticos (1813), obra de un anónimo de Alicante, que se ocultó con el seudónimo de El Solitario, y la representación, también anónima, contra los Abusos introducidos en la disciplina de la Iglesia, cuyo autor se titula Un prebendado de estos reinos. El Solitario llama sagrados vampiros a las comunidades religiosas; afirma que la Iglesia no tiene el privilegio de la infabilidad en los puntos de disciplina, sino que debe conformarse con las disposiciones políticas; excita a los pueblos a sacudir el yugo de la insensata corte de Roma; aconseja al Gobierno que se eche sobre los bienes de las iglesias y haga una saludable distribución de ellos, y hasta llega a insinuar que el purgatorio es una socaliña de los frailes. (2658)
Parejas corre con este aborto semiprotestante la exposición que Un prebendado de estos reinos dirige a las Cortes (2659), quejándose de la relajación de la disciplina, de las decretales de Isidoro Mercator y de los dictados gregorianos; implorando la protección real contra el excesivo número de clérigos patrimoniales y de capellanías, contra la inutilidad de los beneficios simples, pensiones y prestameras, la pluralidad de beneficios, la desidia de los curas párrocos, los vicios en la elección de los obispos, la relajación de los cabildos catedrales, etc. Ciertos y positivos eran algunos de los males de que el prebendado se dolía, pero erraba en no buscar su remedio donde canónicamente procedía, en vez de solicitarlo de la autoridad lega e incompetente de las Cortes.
Entre los escritores que no con máscara jansenística, sino casi de frente, atacaron entonces el catolicismo merece citarse, a par de Gallardo, al catalán D. Antonio Puigblanch, natural de Mataró, antiguo novicio de la cartuja de Montealegre, seminarista de Barcelona después, catedrático de la lengua hebrea en la Universidad de Alcalá (donde imprimió en 1808 una gramática confusa y desordenada, si bien acorde con los principios orchelianos), hombre de no vulgares conocimientos en lenguas orientales e historia eclesiástica y de muy peregrinas y exquisitas noticias en cuanto a la gramática y propiedad de la lengua castellana (2660). Para preparar la abolición del Santo Oficio publicó [736] en 1811 Puigblanch, oculto con el seudónimo de Natanael Jomtob, dieciséis cuadernos, que juntos luego formaron el libro de La Inquisición sin máscara, obra muy superior a la de Llorente, si no por la abundancia de noticias históricas, dado que Puigblanch no logró explotar los archivos del Santo Oficio, a lo menos por la erudición canónica, por el método y por el estilo. Aféanla algunos rasgos de sentimentalismo declamatorio, ni debe tenerse por verdadera historia (se escribió en tres meses), sino por alegato y acusación fiscal apasionada. Dan materia a las principales disertaciones la intolerancia del Tribunal de la Fe en cotejo con el espíritu de mansedumbre del Evangelio, con la doctrina de los Santos Padres y con la antigua disciplina de la Iglesia. El autor sale como puede de los casos de Ananías y Safira y de Elimas, de las cartas de San Agustín al procónsul Donato y a Vincencio. Quiere luego probar que la Inquisición, lejos de contribuir a mantener en su pureza la verdadera creencia, sólo es propia para fomentar la hipocresía, atajar el progreso de las ciencias, difundir errores perniciosos, apoyar el despotismo de los reyes y excitar a los pueblos a la rebelión (¡res mirabilis y contradicción insigne!), como lo prueban los motines que en Italia y Francia y aun en Aragón se opusieron a su establecimiento. Lo restante es sobre el método de enjuiciar del Santo Oficio, que gradúa de atentatorio a los derechos del ciudadano y a la seguridad individual. La argumentación vale poquísimo y peca de trivial, pero las noticias son buenas, y los documentos, mejores. Y además, ¡cosa rara en un libro del año 12!, está escrito en buen castellano, con discreción y gusto, y hasta con relativa templanza, muy extraordinaria y desusada en Puigblanch, mostrándose el autor muy entendido en letras humanas y lector de buenos y castizos libros así españoles como de la antigüedad greco-latina, de los cuales algún buen sabor ha pasado al suyo. Por lo mismo que la traza es artificiosa, y el estilo templado, y el veneno disimulado bajo dulces mieles, hubo de ser más dañoso el efecto de la Inquisición sin máscara. Y de hecho los constituyentes de Cádiz apenas usaron en la discusión más argumentos que los que ese libro les suministraba. Agotada rápidamente la primera edición, y creciendo su fama, tradújole William Walton a lengua inglesa, y el mismo Puigblanch acrecentó la traducción con notas importantes, dejando preparadas otras adiciones al original, que se conservan manuscritas. Idea suya fue e imaginación descabellada, reproducida luego por muchos comentadores del Quijote, la de suponer que en el episodio de la resurrección de Altisidora quiso Cervantes zaherir al Santo Oficio (2661). [737]
De todos estos y otros más oscuros libelistas revolucionarios dio buena cuenta el célebre dominico sevillano Fr. Francisco Alvarado, de quien ya en capítulos anteriores queda hecha memoria, y que, por decirlo así, personificó la apologética católica en aquellos días, publicando, una tras otra, cuarenta y siete cartas críticas con el seudónimo de El Filósofo Rancio. Apenas hay máxima revolucionaria, ni ampuloso discurso de las Constituyentes, ni folleto o papel volante de entonces que no tenga en ellas impugnación o correctivo. Desde la Inquisición sin máscara hasta el Diccionario crítico-burlesco, desde El jansenismo y Las angélicas fuentes hasta el Juicio de El solitario de Alicante, todo lo recorrió y lo trituró, dejando dondequiera inequívocas muestras de la pujanza de su brazo. Era su erudición la del claustro, encerrada casi en los canceles de la filosofía escolástica; pero ¡cómo había templado sus nervios y vigorizado sus músculos esta dura gimnasia! ¡De cuán admirable manera aquel alimento exclusivo, pero, sano y robustecedor, se había convertido en sustancia y medula inagotable de su espíritu! ¡Con qué claridad veía las más altas cuestiones así en sus escondidos principios como en sus consecuencias más remotas! ¡Qué haz tan bien trabado formaban en su mente, más profunda que extensa, las ideas y cómo las fecundizaba, hasta convertirlas en armas aceradísimas de polémica! No soy de los que admiran su estilo, prolijo, redundante, inculto y desaseado; y ya dije en otra ocasión lo que pensaba de sus gracias, perdonables y aun dignas de aplauso a veces por lo nativas y espontáneas, pero nunca selectas y acendradas, porque rara vez conoció el P. Alvarado la ironía blanda, sino la sátira desecha. Quizá esos mismos donaires que en lo estragado del gusto de entonces le adquirieron tanta fama, y hoy mismo se la conserva entre lectores de buen contentar y gusto poco difícil, le hayan perjudicado, en concepto de jueces más severos, para que con notoria injusticia no se le haya otorgado aún el puesto que como pensador, filósofo y controversista merece. No hay en la España de entonces quien le iguale ni aun de lejos se le acerque en condiciones para la especulación racional. Puede decirse que está solo y que llena un período de nuestra historia intelectual. Es el último de los escolásticos puros y al modo antiguo. Educado en el claustro, no tiene ni uno solo de los resabios del siglo XVIII. Sus méritos y sus defectos son españoles a toda ley; parece un fraile de fines del siglo XVII, libre de toda mezcla y levadura extraña. Él sólo piensa con serenidad y firmeza, mientras todos saquean a Condillac y Destutt-Tracy. En él solo y en el P. Puigserver vive la [738] tradición de nuestras antiguas escuelas. Lo que saben, lo saben bien y a machamartillo, y sobre ello razonan como Dios y la lógica mandan. Saben metafísica y teología, cuando todos han olvidado la teología y la metafísica, y son capaces de llamar a examen una noción abstracta, cuando todos han perdido el hábito de la abstracción. La luz esplendorosísima de los principios del Ángel de las Escuelas irradia sobre sus libros y les comunica la fortaleza que infunden siempre las ideas universales, Mirados desde tal altura, ¡cuán torpe y mezquina cosa parecen el sensualismo condillaquista, única filosofía de entonces, y aquellas retumbantes y farragosas peroraciones del Congreso de Cádiz sobre el Contrato social y la felicidad de los hombres en el estado salvaje! Gloria del P. Alvarado será siempre haber defendido, resucitado casi, para sus contemporáneos y puesto en su verdadera luz los principios de la filosofía de las leyes, en oposición a aquellos absurdos sistemas de organización social que, comenzando por suponer a los hombres dueños de sí mismos en el estado de la naturaleza, con exclusión de toda subordinación y dependencia (2662), los hacían luego formar un pacto por voluntad general, cediendo parte de su libertad, para constituir en esencia la soberanía de la nación, adquiriendo cada uno, sobre todos, los propios derechos que había enajenado de sí mismo. Ciertamente que tan hinchados desvaríos ni aun merecían un P. Alvarado que con la Summa de Santo Tomás los impugnase (2663). [739]