Capítulo IV
Protestantes españoles en el primer tercio del siglo XIX. Don José María Blanco (White).-Muñoz de Sotomayor.
I .Cristiana educación y primeros estudios de Blanco. Su vida literaria en Sevilla. Sus poesías. «La Academia de Letras Humanas». Incredulidad de Blanco. -II. Viaje de Blanco a Madrid. Sus vicisitudes durante la guerra de la Independencia. Emigra a Londres y publica allí El Español. Abraza el protestantismo y se adhiere a la iglesia oficial anglicana -III. Vicisitudes, escritos y transformaciones religiosas de Blanco desde que se afilió a la iglesia anglicana hasta «su conversión» al unitarismo. -IV. Blanco, «unitario» (1833). Sus escritos y opiniones. Su muerte (1841). -V. Muñoz de Sotomayor.
- I -
Cristiana educación y primeros estudios de blanco. Su vida literaria en Sevilla. -Sus poesías -La academia de letras humanas. -Incredulidad de blanco.
El personaje de quien voy a escribir ahora es el único español del siglo XIX que, habiendo salido de las vías católicas, ha alcanzado notoriedad y fama fuera de su tierra; el único que ha influido, si bien desastrosamente, en el movimiento religioso de Europa; el único que logra en las sectas disidentes renombre de teólogo y exegeta; el único que, escribiendo en una lengua extraña, ha demostrado cualidades de prosista original y nervioso. Toda creencia, todo capricho de la mente o del deseo se convirtió en él en pasión; y como su fantasía era tan móvil como arrebatado [791] y violento su carácter, fue espejo lastimosísimo de la desorganización moral a que arrastra el predominio de las facultades imaginativas sueltas a todo galope en medio de una época turbulenta. Católico primero, enciclopedista después, luego partidario de la iglesia anglicana y a la postre unitario y apenas cristiano..., tal fue la vida teológica de Blanco, nunca regida sino por el ídolo del momento y el amor desenfrenado del propio pensar, que, con ser adverso a toda solución dogmática, tampoco en el escepticismo se aquietaba nunca, sino que cabalgaba afanosamente y por sendas torcidas en busca de la unidad. De igual manera, su vida política fue agitada por los más contrapuestos vientos y deshechas tempestades, ya partidario de la independencia española, ya filibustero y abogado oficioso de los insurrectos caraqueños y mejicanos, ya tory y enemigo jurado de la emancipación de los católicos, ya whig radicalísimo y defensor de la más íntegra libertad religiosa, ya amigo, ya enemigo de la causa de los irlandeses, ya servidor de la iglesia anglicana, ya autor de las más vehementes diatribas contra ella; ora al servicio de Channing, ora protegido por lord Holland, ora aliado con el arzobispo Whatel y ora en intimidad con Newmann y los puseístas, ora ayudando al Dr. Channing en la reorganización de unitarismo o protestantismo liberal moderno.
Así pasó sus trabajos e infelices días, como nave sin piloto en ruda tempestad, entre continuas apostasías y cambios de frente, dudando cada día de lo que el anterior afirmaba, renegando hasta de su propio entendimiento, levantándose cada mañana con nuevos apasionamientos, que él tomaba por convicciones, y que venían a tierra con la misma facilidad que sus hermanas de la víspera; sincero quizá en el momento de exponerlas, dado que a ellas sacrificaba hasta su propio interés; alma débil en suma, que vanamente pedía a la ciencia lo que la ciencia no podía darle, la serenidad y templanza de espíritu, que perdió definitivamente desde que el orgullo y la lujuria le hicieron abandonar la benéfica sombra de santuario.
Cómo, bajo la pesada atmósfera moral del siglo XVIII, se educó esta genialidad contradictoria y atormentadora de sí misma, bien claro nos lo han dicho las mismas confesiones o revelaciones íntimas que Blanco escribió en varios períodos de su vida, como ansioso de descargarse del grave peso que le agobiaba la conciencia (2770). [792]
La familia de Blanco (apellido con que en España se tradujo literalmente el de White) era irlandesa y muy católica. Desde el tiempo de Fernando VI se había establecido en Sevilla, dedicándose al comercio; no con gran fortuna, pero sí con reputación inmaculada de nobleza y honradez. La casa de D. Guillermo White, más que escritorio de comerciante, parecía un monasterio de rígida y primitiva observancia, como si en el alma de aquel virtuoso varón viviese todo el fervor acumulado en los pechos irlandeses por tantos siglos de persecución religiosa. Del cruza miento de aquella sangre hibérnica con la andaluza había resultado una generación no sólo devota, sino mística y nacida para el claustro, ya que no podía coger las sangrientas rosas del martirio. Dos hermanas tuvo Blanco, y las dos se hicieron monjas.
La madre de Blanco no era mujer vulgar y sin cultura; su hijo habló siempre de ella con extraordinaria y simpática admiración: «Trajo a su marido -escribe en las Letters from Spain- un verdadero tesoro de amor y de virtud, que fue sin cesar acrecentándose con los años... Sus talentos naturales eran de la especie más singular. Era viva, animada y graciosísima; un exquisito grado de sensibilidad animaba sus palabras y sus acciones, de tal suerte que hubiera logrado aplauso aun en los círculos más elegantes y refinados.»
De tales padres nació Blanco en Sevilla el 11 de julio de 1775. Aprendió a deletrear en las historias del Antiguo Testamento, en las vidas de los santos y en los milagros de la Virgen. Los días de fiesta llevábale su padre a visitar los hospitales y a consolar y asistir a los pobres vergonzantes, curando sus llagas y tanteando su laceria.
Aunque tan severa, la educación de Blanco fue esmerada. Le destinaban al comercio; pero su madre le hizo aprender latín además del inglés, que usaba como segunda lengua nativa. Enojada la vivísima imaginación del muchacho con la monótona prosa del libro mayor y de las facturas, antojósele un día ser fraile o clérigo, al modo de los que veía festejados en casa de su padre, y esta irreflexiva veleidad de un muchacho de trece años fue tomada por el buen deseo de sus padres como signo de vocación verdadera. Le enviaron, pues, al colegio de los dominicos, donde aprendió muy mal y de muy mala gana la filosofía escolástica por el Goudin, autor no ciertamente bárbaro, como él dice, sino uno de los mejores expositores de Santo Tomás entonces y ahora. [793]
Pero si en la doctrina tomística adelantaba poco (y bien se le conoció en adelante), su vivo y despierto ingenio encontró fácil ocupación en los estudios amenos, a que le encaminaron varios condiscípulos suyos. Aprendió el italiano sin más fatiga que la de cotejar la Poética, de Luzán, con el libro Della perfetta poesia, de Muratori. Perfeccionóse en el francés, y el Telémaco encantó sus horas, dándole a gustar, aunque de segunda mano, las risueñas ficciones de la Grecia. Trabó amistad con D. Manuel María del Mármol, estudiante de teología entonces y luego maestro de humanidades por medio siglo largo, mediano poeta y aun más mediano tratadista de filosofía, autor de un Succus logicae, extractado del Genuense. Mármol inició a Blanco en el mecanismo de la poesía castellana y aun en los arcanos de la filosofía experimental poniéndole en las manos el Novum organum, de Bacon. Otro de sus íntimos fue Arjona, el luego famoso penitenciario de Córdoba, mucho más poeta y literato que Mármol y aun que todos los sevillanos de aquella era, incansable propagador del gusto clásico y fundador de la Academia Horaciana y de la del Sile. «Arjona fue quien desarrolló mis facultades intelectuales, dice Blanco...; la amistad que entablamos, él como maestro y yo como uno de los tres o cuatro jóvenes que por afición instruía casi diariamente, fue de las más íntimas y sinceras que he disfrutado en el mundo.»
La lectura de las obras de Feijoo, que le prestó una amiga de su madre, abrieron a sus ojos un mundo nuevo (2771). «Como si por influjo de la misteriosa lámpara de Aladino hubiera yo penetrado de repente en los ricos palacios subterráneos descritos en Las mil y una noches, tal arrobamiento experimenté a vista de los tesoros intelectuales de que ya me creía poseedor. Por primera vez me encontré en plena posesión de mi facultad de pensar, y apenas puedo concebir que el alma, subiendo después de la muerte a un grado más alto de existencia, pueda disfrutar de sus nuevas facultades con más deleite. Es verdad que mi conocimiento estaba reducido a unos pocos hechos físicos e históricos; pero había yo aprendido a razonar, a argüir, a dudar. Con sorpresa y alarma de mis allegados, halléme convertido en un escéptico, que, fuera de las cuestiones religiosas, no dejaba pasar ninguna de las opiniones corrientes sin reducirlas a su justo valor.»
No nos engañemos, sin embargo, sobre el alcance de este escepticismo, por más que Blanco White exagere sus efectos a posteriori. Ni Feijoo ha hecho escéptico a nadie ni Blanco dejaba de ser a aquellas fechas un muy fiel y sencillo creyente. ¿Y cómo no, si él mismo, en otra parte y con más sinceridad, confiesa que «fue el primero y más ansioso cuidado de sus padres derramar abundantemente en su ánimo infantil las semillas de la virtud cristiana»..., y que «la instrucción religiosa penetró en su mente con los primeros rudimentos del lenguaje», [794] y que «las primeras impresiones que formaron su carácter de niño fueron la música y las espléndidas ceremonias de la catedral de Sevilla?» (2772)
No fueron ciertamente estas semillas escépticas las que hicieron apostatar a Blanco. Ningún espíritu más dogmático que el suyo hasta cuando en sus últimos años renegaba de todo dogmatismo. Esta misma negación se trocaba, al pasar por sus labios, en afirmación fanática. Siempre le aquejó la necesidad de creer en algo, siquiera fuese por veinticuatro horas; pero en tan breve plazo creía con pasión, con ardoroso fanatismo; sincero en cada momento de su vida, aunque veleidoso en el total de ella.
El mismo, que tan chistosamente nos habla del escepticismo de su mocedad (como si en un irlandés injerto en andaluz tuviera tal palabra significación alguna), seguía por entonces con íntima devoción los ejercicios de San Ignacio bajo la disciplina del padre Teodomiro Díaz de la Vega, prepósito del oratorio de San Felipe Neri de Sevilla, y ahogaba hasta su única inclinación amorosa juvenil en aras del amor divino.
Así recibió las primeras órdenes, continuando sus estudios de teología no en la Universidad de Sevilla, sino en el colegio de maese Rodrigo, que estaba en mejor opinión entre la gente devota, y recibiendo sus grados en la Universidad de Osuna. Su misticismo era entonces fervoroso; leía sin cesar libros de piedad y devoción y veíasele a toda hora consultando a su confesor en San Felipe Neri.
Ordenado ya de presbítero Blanco (1800) y rector del Colegio de Santa María de Jesús, hizo oposiciones a una canonjía de Cádiz, de las cuales salió con mucho lucimiento, y a los pocos meses obtuvo (1801), también por oposición, la magistral de la Capilla Real de San Fernando, de Sevilla, puesto de los más altos a que podía aspirar en aquella metropolitana un mancebo de veintiséis años.
Hallábase entonces en su apogeo la moderna escuela poética sevillana. Unos cuantos estudiantes alentados y de esperanzas habían tenido la osadía de sobreponerse a la cenagosa corriente del mal gusto, a la vez conceptuoso y chabacano, que predominaba allí desde el siglo anterior. De esta noble y bien encaminada resistencia nació la famosa Academia de Letras Humanas, excelente invernadero de poesía académica y refinada, que tuvo a lo menos la ventaja de la nobleza en los asuntos y de la selección en el lenguaje, por más que, como todo grupo que empieza por proclamarse escuela, hiciera correr la neohispalense, que vanamente aspiraba a ser prolongación de la antigua de los Herreros y Riojas, su aspiración por cauce muy estrecho, cayendo a los pocos pasos en la manera y en el formalismo vacío, de que no se libraron ni aun los que de ellos tenían condiciones poéticas más nativas y sinceras, Arjona y Lista por ejemplo. [795]
Entre ellos figuró Blanco como estrella menor y de luz más dudosa, pues, aunque fuera notoria injusticia negar que en su alma ardentísima llegó a germinar con el tiempo el estro lírico, que le inspiró en sus últimos años algunos versos delicados y exquisitos, así ingleses como castellanos, libres enteramente del fárrago convencional de la escuela sevillana, también es cierto que sus primeros versos impresos hacia 1797, ya en un cuaderno suelto (con otros de Lista y Reinoso), ya en el Correo Literario de Sevilla (2773), por ninguna cualidad superior ni por rasgo alguno de estilo propio se distinguen de las demás odas palabreras y pomposas que hacían Roldán, Castro, Núñez y los demás poetas secundarios de la escuela. Ni Blanco ni ellos pasan nunca de expresar, con medianía elegante, pensamientos comunísimos. Quintana admiraba mucho la oda de Blanco Al triunfo de la beneficiencia, recitada en la Sociedad Económica de Sevilla el 23 de noviembre de 1803. Leída hoy, nos parece una declamación ampulosa, inferior en mucho a los tersos y cándidos versos que el mismo asunto inspiró a Lista. Lista al cabo, en su espera de luz sosegada y apacible, era poeta, y Blanco en aquella fecha aun no pasaba de retórico altisonante y versificador fácil. La segunda parte de la oda es mejor que la primera, y la factura de algunas estrofas, intachable.
.........................Tú rompiste
los lazos de la nada y de otros seres
la muchedumbre densa
por ti nació a la luz y a los placeres.
En el Ser soberano,
la fuente de la vida abrió tu mano.
.............................
¿Quién sino tú, consoladora diosa,
fecundó de la tierra el seno rudo?
¿Quién sino tú, del piélago insondable,
de montes con fortísima cadena
la furia enfrenar pudo?
¿Quién sino tú vistió la faz amena
del prado con verdura
y dio a la opaca selva su espesura?
Del hombre eternamente enamorada,
tú fuiste quien de pompa y de riqueza
cubrió su felicísima morada.
........................
Aun no giraba el sol sobre el eje de oro,
ni de su ardiente rostro derramaba
la hermosa luz del día,
y ya al mortal tu amor le preparaba,
de su autor en el seno,
de riqueza y placer un mundo lleno. [796]
Versos tan elegantes y felizmente construidos como éstos se hallarán asimismo en las correctas odas de Blanco A la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, A Carlos III, restablecedor de las ciencias en España, A Licio y a las musas. Pero la obra de Blanco más celebrada por sus compañeros de Academia fue un poema didáctico sobre la Belleza, de que hoy no resta más que la memoria (2774). Quizá se encuentre alguna reminiscencia de él en la oda sobre Los placeres del entusiasmo, una de la mejores composiciones de la primera manera de Blanco.
Mejores que sus versos originales son los traducidos. El conocimiento que Blanco tenía de la lengua inglesa y su familiaridad con los poetas del tiempo de la reina Ana, clásicos a la latina o a la francesa, puso de moda el nombre y los escritos de Pope entre los poetas sevillanos. Lista imitó la Dunciada en el Imperio de la estupidez; Blanco tradujo en versos sueltos de gran hermosura la égloga de El Mesías:
Tiempo dichoso en que, a la fresca sombra
del álamo, sentado el pastor
mire cubrirse el yermo prado de azucenas
y, convidado del murmullo grato
de las sonoras fuentes, sus cristales
mire brotar del árido desierto.
El tigre, de su furia ya olvidado,
será, entre alegres tropas de garzones,
con lanzadas de flores conducido;
y el pequeñuelo infante, acariciando
la víbora y la sierpe, sus colores
celebrará con inocente risa.
Jerusalén, Jerusalén divina,
levanta la cabeza coronada
de esplendor celestial. Mira cubierto,
tu suelo en derredor, y de tus hijos
admira la gloriosa muchedumbre;
mira cuál de los últimos confines
a ti vienen los pueblos prosternados,
de tu serena lumbre conducidos.
El incienso quemado en tus altares
sube en ondosas nubes. Por ti sola
llora el arbusto en la floresta umbría
sus perfumes; por ti el Ofir luciente
esconde el oro en sus entrañas ricas.
Con igual acierto, pero no directamente del original alemán, sino de una traducción francesa, puso en castellano Blanco la Canción de la alborada, de Gesnner. Ya entonces despuntaban en él las condiciones de traductor eximio, que luego brillaron tanto en su insuperable versión del monólogo de Hamlet y de otros trozos de Shakespeare (2775). [797]
Fieles los poetas sevillanos a la ridícula costumbre arcádica, eligieron cada cual un nombre poético. Blanco se llamó Albino, y así se le encuentra designado en las numerosas odas Ad sodales, que mutuamente se dirigían él y Lista y Reinoso. El segundo, sobre todo, sintió por Blanco amistad tiernísima, que no amenguaron ni los años, ni los errores de su amigo, ni la variedad de sus fortunas. Todavía en 1837 dedicaba a Albino la colección de sus versos con este soneto, reproducido en todas las ediciones:
La ilusión dulce de mi edad primera,
del crudo desengaño la amargura,
la sagrada amistad, la virtud pura,
canté con voz ya blanda, ya severa.
No de Helicón la rama lisonjera
mi humilde genio conquistar procura;
memorias de mi mal y desventura
robar al triste olvido sólo espera.
A nadie sino a ti, querido Albino,
debe mi tierno pecho y amoroso
de sus afectos consagrar la historia.
Tú a sentir me enseñaste, tú el divino
canto y el pensamiento generoso;
tuyos mis versos son y ésa es mi gloria (2776)
Ninguna escuela o grupo literario abusó tanto y tan cándidamente del elogio mutuo como la escuela sevillana. Tiene algo de simpático, por lo infantil, este afán de enguirnaldarse unos a otros aquellos escogidos de Apolo con las marchitas o contrahechas flores del Parnaso, que, si fueron olorosas y lozanas en el siglo del Renacimiento, habían perdido ya toda frescura y aroma a fuerza de ser rústicamente ajadas por todas manos. Era un verdadero diluvio de frases hechas, azote de toda poesía:
Tú del sacro Helicón, mi dulce Albino,
ascendiste a la cumbre soberana,
y fuiste en ella honor del almo coro;
para ti su divino
mirto, Venus ufana
cultivó entre los nácares y el oro.
Así exclamaba Lista en loor de su amigo; y aun con más afectación en otra oda, cuyas retumbancias, alusiones y perífrasis no serían indignas del mismo Martín Scriblero:
Tú de Minerva las sagradas aras
pisas insomne, y de Cupido y Baco
la dulce llama que al mortal recrea
pródigo huyes.
Y de Sileno la pampínea enseña
y de Acidalia los nevados cisnes
dejas, y al ave de la noche augusta
sigues callado. [798]
Ya en negra tabla los certeros signos
copias de Hipatia, del divino Euclides,
ya las figuras que la inmensa tierra
miden y el orbe.
Nuevo Keplero, a los etéreos astros
dictarás leyes, mientras yo modesto
y más felice, las de Filis bella
tierno recibo.
Toda esta fraseología quiere decir que Blanco se dedicaba entonces al estudio de las matemáticas. Pero otras lecturas no tan inocentes le preocupaban más, y el mismo Blanco lo ha confesado sin rebozo en su despedida a los americanos: «Al año de haber obtenido la magistralía, me ocurrieron las dudas más vehementes sobre la religión católica... Mi fe vino a tierra...; hasta el nombre de religión se me hizo odioso... Leía sin cesar cuantos libros ha producido Francia en defensa del deísmo y del ateísmo (2777).
El Sistema de la naturaleza, del barón de Holbach, publicado con nombre de Mirabeaud, fue de los que le hicieron más impresión. La muerte de una hermana suya y el haberse encerrado la otra en un convento (2778) acabó de quitarle todo freno. Prosiguió sin descanso en sus insanas lecturas, se hizo materialista y ateo y pensó formalmente emigrar a los Estados Unidos en busca de libertad religiosa.
- II -
Viaje de Blanco a Madrid. -Sus vicisitudes durante la guerra de la independencia. -Emigra a Londres y publica allí «El Español». -Abraza el protestantismo y se adhiere a la iglesia oficial anglicana.
En tal situación de espíritu no podía ser muy del agrado de Blanco la estancia en Sevilla, ciudad tenida en todos tiempos por muy levítica. Y como ya la fama de sus versos y de sus sermones (algunos de los cuales anda impreso) había llegado a la corte, no le fue difícil conseguir una licencia del rey para vivir en Madrid un año, la cual fue prorrogando luego con varios pretextos.- El Príncipe de la Paz le nombró catequista (risum teneatis!), o séase maestro de doctrina cristiana, en la escuela Pestalozziana, que dirigía otro volteriano, el abate Alea.
«Me avergonzaba de ser clérigo -dice Blanco en la Despedida a los americanos-, y por no entrar en ninguna iglesia, no vi las excelentes pinturas que hay en las de aquella corte. ¡Tan enconado me había puesto la tiranía!»
¡La tiranía! No estaba ahí el misterio, y el mismo Blanco, [799] en uno de sus accesos de sinceridad, lo confesó en Londres (2779), pensando herir con ello al sacerdocio católico, cuando sólo se afrentaba a sí propio: «Viví en la inmoralidad mientras fui clérigo, como tantos otros que son polilla de la virtud femenina.» Prescinda mi lector de la insolente bufonada con que esta cínica confesión termina y aprenda a qué atenerse sobre las teologías y liberalismos de Blanco. ¡Que siempre han de andar faldas de por medio en este negocio de herejías!
Este influjo mujeriego, por un lado, y la tertulia de Quintana, por otro, acabaron de dar al traste con los últimos restos de la fe de Blanco. Así le encontró la guerra de la Independencia, y, abrazando él por de pronto la causa del alzamiento español, siguió a Sevilla la retirada de la Junta Central, dijo en su instalación la primera misa, como capellán de ella, y prosiguió, son palabras suyas, en su odioso oficio de engañar a las gentes. De este tiempo es su oda A la Junta Central, declamatoria y mediana, de estilo quintanesco:
Mas ¡ah!, tronando el cielo
la blasfemia escuchó, y al punto alzado
en medio de los campos de Castilla,
No, exclamó el numen del ibero suelo,
No, resuenan los plácidos vergeles
que el sacro Tajo baña,
No, dicen de su orilla los laureles,
y allá en eco lejano,
No, repiten los montes de la España,
No, responde bramando el Océano.
Ya queda dicho en otra parte de estos estudios que Blanco y Lista colaboraron en el Semanario Patriótico con Antillón y los amigos de Quintana, y ahora debe añadirse que a Blanco se atribuyó en 1809 la consulta de la Universidad de Sevilla sobre convocatoria de Cortes.
La invasión de las Andalucías por los franceses en 1810 obligó a Blanco a salir precipitadamente de Sevilla en la noche del 29 de enero, en compañía del embajador de Portugal. A los pocos meses, con universal sorpresa de sus amigos, se embarcaba en Cádiz para Falmouth.
¿Qué motivos pudieron forzarle a tan extraña resolución? Hasta entonces, la vida de Blanco nada de singular había tenido, pareciéndose en suma a la de muchos clérigos literatos de su tiempo, alegres y volterianos, de cuya especie han llegado casi a nuestros días ejemplares ilustres y muy bien conservados. Como ellos, habría proseguido Blanco en su oficio de engañar a las gentes, si cierta honradez nativa no le hubiera hecho avergonzarse de su propia degradación y miseria y si un motivo mundano, que nos reveló la áspera pluma de Gallardo, no hubiera resuelto aquella afrentosa crisis. Blanco tenía varios hijos, y, amando entrañablemente a aquellos frutos de sus pecados, quería [800] a toda costa darles nombre y consideración social. De aquí su resolución de emigrar y hacerse protestante; para él, incrédulo en aquella fecha, lo mismo pesaba una religión que otra, ni había más ley que la inmediata conveniencia.
Ásperos fueron sus años de aprendizaje en Londres. Por más que le fuera casi doméstica desde sus primeros años la lengua inglesa, tardó en adquirir facilidad de escribirla, y el atraso de nuestra cultura respecto de la británica le llenó de temeroso respeto: «Persuadíme que, en comparación de las gentes de letras de este país, yo me hallaba en profunda ignorancia.» De aquí una labor tenaz e incesante. Durante cuatro años estudió cada día diez horas de las veinticuatro, dominó el inglés, se hizo consumado en el griego y se aplicó a la lectura de los antiguos Padres, estudio predilecto de los teólogos anglicanos.
Entre tanto y antes de lanzarse a la controversia dogmática, escribió mucho de política en lengua castellana. Protegido y aun subvencionado por lord Holland (el sobrino de Fox), por M. John Jorge Children y por M. Ricardo Wellesley, fundó un periódico titulado El Español (2780). Empresa más abominable y antipatriótica no podía darse en medio de la guerra de la Independencia. En los primeros números pareció limitarse a recomendar la alianza inglesa y las doctrinas constitucionales; luego atizó el fuego entre el duque de Alburquerque y la Regencia, y maltrató horriblemente a la Junta Central, como queriendo vengarse del silencio que le habían impuesto en Sevilla-cuando redactaba el Semanario Patriótico. Y, finalmente, desde el número tercero comenzó a defender sin rebozo la causa de los insurrectos americanos contra la metrópoli. De Caracas y Buenos Aires empezaron a llover suscripciones y dinero; el Gobierno inglés subvencionó, bajo capa, al apóstata canónigo, y Blanco desaforándose cada vez más, estampó en su periódico las siguientes enormidades: « El pueblo de América ha estado trescientos años en completa esclavitud... La razón, la filosofía, claman por la independencia de América.» Y al mismo tiempo y en el mismo tomo, y, no reparando en la contradicción, escribía: «jamás ha sido mi intención aconsejar a los americanos que se separen de la Corona de España. Pero protesto que aborrezco la opresión con que se quiere confundir la unión de los americanos.»
Blanco, en quien la enemiga a todas las cosas de España había llegado a verdadero delirio, no sólo se convirtió en campeón del filibusterismo, sino que tomó partido por Inglaterra en todas las cuestiones que surgían con sus aliados españoles, y, abiertas ya las Cortes de Cádiz, vituperó todo sus actos, discusiones y leyes mostrándose, como buen anglómano, aunque en esta parte acertaba, muy enemigo de la política a priori, del Contrato Social, de los principios abstractos y de la cándida [801] ideología de los legisladores de Cádiz, si bien tampoco era parcial de las antiguas Cortes, sino de un sistema representativo, de dos Cámaras a la inglesa.
Era tal el daño que en España, y sobre todo en América, hacía la venenosa pluma de Blanco, que la Regencia prohibió, so graves penas, la introducción de los números de El Español por decreto de 15 de noviembre de 1810, en que llega a proscribir a Blanco como reo de lesa nación y aun a denigrarle con el feo, sí merecido, epíteto de eterno adulador de D. Manuel Godoy, lenguaje impropio de un documento oficial, y que acabó de exasperar a Blanco, lanzándoles a nuevas y estrepitosas violencias. Arriaza, que se hallaba entonces en Londres con una comisión oficial u oficiosa, publicó contra Blanco El Antiespañol y otros folletos, que fueron contestados con no menor mordacidad.
Duró El Español hasta la vuelta de Fernando VII, y el ministro Channing premió a su autor con una pensión vitalicia de 200 libras esterlinas anuales. Desde entonces, rara vez escribió en castellano. Hay, sin embargo, toda de su pluma (menos los últimos números, en que se le asoció otro emigrado, don Pablo Mendíbil), una revista trimestral para los americanos, con título de Variedades o Mensajero de Londres (2781), que duró desde 1822 a 1825. Del patriotismo de los editores júzguese por este dato: empieza con la biografía y el retrato de Simón Bolívar. Allí es donde Blanco se declaró clérigo inmoral y enemigo fervoroso del cristianismo, allí donde afirmó que España es incurable y que se avergonzaba de escribir en castellano, porque nuestra lengua había llevado consigo la superstición y esclavitud religiosa dondequiera que había ido. Allí, por último, llamó agradable noticia a la batalla de Ayacucho.
La parte literaria de la revista es buena, mereciendo particular elogio un artículo sobre La Celestina, en que se sostiene que es toda paño de la misma tela. Tiene Blanco el mérito de haber sido uno de los primeros iniciadores de la crítica moderna en España. Sus ideas artísticas se habían modificado profundamente por el estudio de la literatura inglesa, sacándole del estrecho y trillado círculo de la escuela sevillana. Había aprendido que «la norma de las ideas bellas es la naturaleza, no desfigurada por el capricho y gusto pasajero de los pueblos y de las academias, sino tal cual domina en el corazón, y dicta los afectos de toda la especie humana»..., y que (dos modelos antiguos deben estudiarse para aprender en ellos a estudiar la naturaleza». De aquí su admiración por La Celestina, dechado eterno de arte naturalista; de aquí su entusiasmo shakesperiano, que se mostró no sólo en delicado análisis, sino en traducciones nunca hasta hoy aventajadas. ¿Quién ha puesto en castellano con tan áspera [802] energía (prescíndase de algún verso infeliz) el famoso monólogo To be, or no to be?
Ser o no ser: he aquí la grande duda.
¿Cuál es más noble? ¿Presentar el pecho
de la airada fortuna a las saetas,
o tomar armas contra un mar de azares
y acabar de una vez?... Morir... Dormirse...
Nada más, y escapar en sólo un sueño
a este dolor del alma, al choque eterno
que es la herencia del alma en esta vida.
¿Hay más que apetecer?... Morir... Dormirse...
¡Dormir!... Tal vez soñar... Ahí está el daño,
porque ¿quién sabe los horribles sueños
que pueden azorar en el sepulcro
al infelice que se abrió camino
de entre el tumulto y confusión del mundo?
A este recelo sólo, a este ¿quién sabe?,
debe su larga vida la desgracia;
si no, ¿quién tolerara los reveses
y las burlas del tiempo? ¿La injusticia
del opresor y el ceño del soberbio?
¿Las ansias de un amor menospreciado?
¿La dilación de la justicia?... ¿El tono
e insolente desdén de los validos?
¿Los desaires que el mérito paciente
tiene que devorar... cuando una daga,
siempre a su alcance, libertarle puede
y sacarlo del afán?... ¿Quién sufriría
sobre su cuello el peso que le agobia,
gimiendo y jadeando hora tras hora,
sin ver el fin, a no ser que el recelo
de hallar que no concluye en el sepulcro
la penosa jornada... que aún se extiende
a límites incógnitos, de donde
nadie volvió jamás... confunde al alma
y hace que sufra conocidos males
por no arrojarse a los que no conoce?
Esa voz interior, esa conciencia,
nos hace ser cobardes: ella roba
a la resolución el sonrosado
color nativo, haciéndola que cobre
la enferma palidez del miramiento;
y las empresas de más gloria y lustre,
al encontrarla, tuercen la corriente
y se evaporan en proyectos vanos (2782).
La ruda naturalidad de Shakespeare hizo a Blanco renegar del arte relamido y peinado de sus antiguos modelos franceses. Él mismo en un artículo sobre Lamartine y Casimiro Delavigne (adviértase que ni aún los semirrománticos de aquella nación le agradaban) ha indicado clarísimamente la diferencia. «El arte de los ingleses -dice- se esfuerza por corregirse, imitando [803] a la naturaleza, mientras que el de los franceses se dedica enteramente a querer sobrepujar corregir la misma naturaleza.» Las simpatías de Blanco, como las de Trueba y Cossío, el duque de Rivas y otros emigrados, estaban por el romanticismo histórico. Tradujo superiormente algunos retazos del Ivanhoe, y, persuadido de que podría brotar rico venero de poesía de nuestros libros de la Edad Media, llenó las Variedades de retazos de las antiguas crónicas, del Conde Lucanor y del Itinerario de Clavijo, y reprodujo el discurso de Quintana sobre los romances, cosa ligera y escrita en francés, pero atrevida y notable para su tiempo.
- III -
Vicisitudes, escritos y transformaciones religiosas de Blanco desde que se afilió a la iglesia anglicana hasta su «conversión» al unitarismo.
Contra lo que pudiera creerse, Blanco no se hizo protestante inmediatamente después de su llegada a Inglaterra, sino que lo fue dilatando, ya por el rubor que acompaña a toda apostasía aun en ánimo incrédulo, ya porque no estuviera convencido, ni mucho ni poco, de los fundamentos razones dogmáticas de la iglesia en que iba a alistarse. ¡Singular ocurrencia en un impío, como él lo era por aquellas calendas, buscar entre todas las sectas protestantes, la más jerárquica, la menos lejana de la ortodoxia y la que en liturgia, ceremonias y ritos se acerca más a la romana! Blanco podía ser todo, menos anglicano, en el fondo de su alma, y, aunque él indique en sus escritos autobiográficos que le movieron a abrazar la nueva fe y a tornar a convencerse de la evidencia del cristianismo sus coloquios con los teólogos de Oxford, es estudio que hizo de la Escritura en sus originales: hebreo y griego, la lección de los antiguos Padres, y la de algunos ingleses apologistas como el Dr. Paley, autor de la Teología natural, y, finalmente, sus visitas a la iglesia de St. James, donde le encantaron la modestia y sencillez del culto protestante, también es cierto, y no lo negará quien conozca la índole de Blanco, que, aun estimados en su justo valor estos motivos (2783), y tenida muy en cuenta la movilidad de impresiones del canónigo [804] sevillano, no hubieran bastado ellos sin el concurso de otros mucho más mundanos; v.gr., la esperanza de honores y estimación social, para él y para sus hijos, a hacer entrar en aquel empedernido incrédulo en el gremio de ninguna iglesia cristiana. Pero, ya entrado, como la educación teológica que la iglesia anglicana proporciona a sus ministros es, aunque estrecha y en parte falsa, sólida y robusta en otras, como reliquia al cabo de aquellas antiguas y católicas escuelas de Inglaterra, Blanco se encarnizó en el estudio de la exegesis y de la controversia, y ahondó bastante en él, y, convencido su entendimiento por el esplendor de las pruebas de la revelación (2784), fue durante algunos años supernaturalista acérrimo, y llegó a creer bastantes cosas, que luego descreyó con su inconstancia habitual.
Aun en el breve período de 1814 a 1826, en que sirvió oficialmente a la iglesia anglicana, pudo tenérsele por díscolo y revoltoso. Hecha su profesión de anglicanismo ante el obispo de Londres, Dr. Howley, pasó inmediatamente a la Universidad de Oxford para perfeccionarse en la teología y en las lenguas orientales. Dábale fácil y decorosa posición su cargo de ayo del honorable Enrique Fox, hijo de lord Holland, el biógrafo de Lope, y amigo de Jovellanos y Quintana, y presunto heredero de los títulos y grandezas del insigne orador émulo de Pitt.
Ya por este tiempo manejaba Blanco con extraordinaria perfección la lengua inglesa. Entonces comenzó a escribir para el New Monthly Magazine aquellas Cartas sobre España (2785), que luego reunió en un volumen, y que Ticknor ha calificado de admirables. Lo son sin duda, con tal que prescindamos del furor antiespañol y anticatólico, que estropea aquella elegantes páginas, y del fárrago teológico con que Blanco, a guisa de recién convertido, quiso lisonjear a sus patronos, analizando con dudosa verdad moral, ni siquiera autobiográfica, las transformaciones religiosas de un clérigo español y describiendo nuestra tierra como el nido de la más grosera superstición y barbarie. Pero, si las Cartas de Doblado se toman en el concepto de pintura de costumbres españolas, y sobre todo andaluzas, del siglo XVIII, no hay elogio digno de ellas. Para el historiador, tal documento es de oro; con Goya y D. Ramón de la Cruz completa Blanco el archivo único en que puede buscarse la historia moral de aquella infeliz centuria. Libre Blanco de temor y de responsabilidad, lo ha dicho todo sobre la corte de Carlos IV, y aun no han sido explotadas todas sus revelaciones. Pero aun es [805] mayor la importancia literaria de las Letters from Spain. Nunca, antes de las novelas de Fernán Caballero, han sido pintadas las costumbres andaluzas con tanta frescura y tanto color, con tal mezcla de inguenuidad popular y de delicadeza aristocrática, necesaria para que el libro penetrase en el severo hogar inglés, cerrado a las imitaciones de nuestra desgarrada novela picaresca. Sin perder Blanco su lozana fantasía meridional, había adquirido algo más profundo y sesudo y una finísima y penetrante observación de costumbres y caracteres, que se juzgó digna del Spectator, de Addison, al paso de que la gracia señoril y no afectada del lenguaje hizo recordar a muchos las Cartas de lady Montague. Todo favoreció al nuevo libro, hasta la general afición que, por influjo del romanticismo literario y de los recuerdos de la guerra de la Península, se había desarrollado hacia las cosas españolas en las altas clases de la sociedad británica. La escuela lakista cooperaba a ello, difundiendo Southey sus poemas de asunto español y sus arreglos de crónicas y libros de caballerías. De tal disposición, avivada por los novelistas walterscothianos, se aprovechó Blanco, y con menos talento que él, pero con igual pureza de lengua, Trueba y Cossío en libros hoy olvidados, pero que hace menos de treinta años eran populares hasta en Rusia en Holanda. No pesa tal olvido sobre las Cartas de Blanco, y hoy mismo pasan por cuadros magistrales el de la corrida de toros, que no ha superado Estébanez Calderón ni nadie; el de una representación de El diablo predicador en un cortijo andaluz, el de la profesión de una monja y el de la fiesta de Semana Santa en Sevilla; cuadros todos de opulenta luz, de discreta composición y agrupamiento de figuras y de severo y clásico dibujo.
Libro tan acabado puso de un golpe a Blanco en la categoría de los primeros prosistas ingleses e hizo que se leyesen con interés hasta sus libros de teología. Comenzó en 1817 con unas Observaciones preparatorias al estudio de la religión (2786) y prosiguió con su Preservativo de un pobre hombre contra Roma, folleto sañudo vulgar, que él, con desacierto crítico, nada infrecuente en los autores, tenía por la mejor de sus obras (2787). Consta de cuatro diálogos breves, donde Blanco, cayendo en trivialidades indignas de su talento, y propias de cualquier colporteur o agente de sociedades bíblicas, que, a guisa de charlatán, pregona sobre un carro en la plaza pública su mercancía evangélica, declama largamente contra la tiranía religiosa, cuenta su propia vida, ataca, sin gran novedad de argumentos, la autoridad espiritual del papa y las que llama innovaciones del [806] romanismo (transustanciación, purgatorio, confesión auricular, indulgencias, reliquias y veneración de las imágenes) y sostiene con estricto rigor luterano la doctrina de la justificación sin las obras, pasada ya de moda entre los protestantes mismos.
Enemigo de la tiranía religiosa se decía a todas horas Blanco, y, sin embargo, cuando en 1826 emprendió, a ruegos de su amigo Mr. Looker (de Greenwich) la refutación del Book of the Roman Catholic Church, del irlandés Mr. Carlos Butler, y la publicó con título de Evidencia práctica e interna contra el catolicismo (2788), no dudó en solicitar, desde las primeras páginas de la obra, la intolerancia, no ya dogmática, sino civil, contra los infelices católicos de Irlanda, asentando con singular franqueza que la «única seguridad de la tolerancia ha de ser un cierto grado de intolerancia con sus enemigos, así como, en los gobiernos más libres, las prisiones son necesarias como remedio preventivo para defender la libertad». Después de esto, ¿qué fuerza tiene su carta sobre la intolerancia del poder papal? ¿Y no es absurdo invocar argumentos de unidad, autoridad y tradición dogmática en favor de la iglesia anglicana, es decir, de una iglesia nacida ayer, rebelde y cismática, y desestimar la misma unidad y la misma tradición aplicadas a la Iglesia de Roma, la más antigua y robusta institución del mundo moderno, fundada sobre la roca incontrastable de los siglos? Si la iglesia de Inglaterra busca en alguna parte sus tradiciones, ¿dónde las ha de encontrar sino en el monje Agustín y en los misioneros que Roma la envió? ¿De dónde procedió la ordenación sacerdotal? ¿De dónde la jerarquía de aquella iglesia? Peor y más absurda y odiosa situación que la que Blanco tomaba dentro del protestantismo, no es posible imaginarla. Constituirse en campeón de la intolerancia aristocrática de los obispos ingleses, otorgar a la hija rebelde lo que negaba a la madre..., para eso no valía la pena de haber mudado de religión ni de haber salido de Sevilla. Después de todo, ¿qué diferencia esencial hay entre la doctrina que Blanco inculcó con tanto fervor contra Butler y Tomás Moore y la que se deduce del tratado De iusta haereticorum punitione, de fray Alfonso de Castro? Al uno le parece bien que se queme a los herejes; al otro, como los tiempos han amansado las costumbres, [807] le entusiasma la idea de convertir a los católicos con destierros, prisiones y embargos, con la privación de los derechos políticos y con cargarlos de pesadísimas gabelas y cánones usurarios para que sostengan un culto y unos ministros que detestan y para que arzobispos de farándula, no obedecidos en territorio alguno, cobren y repartan con sus evangélicas ladies rentas de 10 y 20.000 libras esterlinas por razón de diezmos.
Fácil triunfo dio a Butler la actitud de Blanco, que así y todo replicó con poca gracia a sus argumentos en una Carta impresa en 1826 (2789), gran parte de la cual versa sobre el dogma de la exclusiva salvación de los católicos y sobre la catolicidad o universalidad atribuida a la Iglesia romana. ¡Aun no se había enterado del verdadero sentido de la palabra católico en nuestra Iglesia, o afectaba no entenderle, tomándole en su acepción materialísima! ¿Y en nombre de qué Iglesia venía a combatirnos? De una iglesia que non semper nec ubique nec ab omnibus vio recibidos, transmitidos y acatados, enteros y sin mancha, sus dogmas, sino que, nacida ayer de mañana por torpe contubernio de la lujuria de un rey, de la codicia de una aristocracia y del servilismo de un clero opulento y degradado, cambió de dogma tres veces por lo menos en un siglo, creyó y dejó de creer en la presencia real, abolió y restableció las ceremonias y acabó por doblar la cerviz a la Constitución de los 39 artículos de la papisa Isabel sólo porque así quedaban las rentas y desaparecía el celibato. ¿Es cosa seria en pleno siglo XIX que un clérigo de esta Iglesia, sometida a una declaración dogmática tan inflexible como la nuestra, venga a decirnos, como dice Blanco, que «la obediencia espiritual de los católicos vale tanto como renunciar al derecho de usar de las facultades de nuestra mente en materias de fe y de moral?» (p.5). Porque una de dos: o Blanco era un hipócrita o admitía en aquella fecha la Constitución de los 39 artículos, y las leyes posteriores, y el libro de la liturgia que ordenó el rey Jacobo, y las decisiones sinodales del arzobispo de Cantorbery...; y por tanto, había renunciado generosamente al derecho de discurrir contra todas las cosas que allí se contenían, ni más ni menos que esos papistas tan odiados por él. De suerte que el único triunfo de su razón había sido cambiar la autoridad del papa por la autoridad laica de la reina Isabel. Por lo demás, seguía rezando las mismas oraciones que en Sevilla, sino que en inglés y no en latín sometido a la autoridad de un arzobispo que solía alarmarse de la indisciplina de Blanco y de su tendencia a volver al monte de la impiedad por el camino del unitarismo.
Porque es de saber que Blanco fue, muy desde el principio, sospechoso entre los clérigos anglicanos, y ya el Dr. Whately, luego arzobispo de Dublín y autor de una Lógica excelente, [808] anunció de él casi proféticamente que pararía en unitario. Pero ¿ qué más testimonio que el del mismo Blanco en su Preservativo contra Roma (p.10), libro de la más exaltada ortodoxia cantorberiense? «Os confesaré -dice- que, algunos años después de abrazar el protestantismo (en 1818), tuve algunas tentaciones en mi fe, no en favor del catolicismo, sino con respeto a la doctrina de los que se llaman unitarios, esto es, los que creen que Jesucristo no es más que un hombre hijo de José y María. Para mí esta fue una solemne crisis, porque como había estado tanto tiempo sin religión, necesitaba un socorro extraordinario de la gracia divina para no caer otra vez en aquel abismo. En este estado de duda volví a examinar con el mayor cuidado las Escrituras, sin cesar de pedir a Dios que me pusiese en el camino de la verdad. Anublaron por largo tiempo mi alma las dudas, y la oscuridad se espesaba de cuando en cuando con tanta intensidad, que llegué a temer de la fe cristiana en mi espíritu... Pero la gracia de Dios obraba secretamente en mí..., y, después de pasar casi todo un año sin asistir a los divinos oficios, la misericordia divina condujo mis pasos al templo. Me arrojé en brazos de Cristo, y no fue vana mi confianza.»
Sí que lo fue, y vanísima, porque él era todo menos cristiano siempre llevó consigo el germen unitario. En vano quiso combatirle con el ascetismo protestante, a que se entregó en casa de lord Holland los dos años que en ella vivió como ayo de Fox, desde septiembre de 1815. En vano se enfrascaba en todo género de lecturas supernaturalistas; y se le unían cada vez más a la iglesia anglicana sus amistades, y especialmente la del reverendo William Bishop, vicario de Santa María de Oxford. Dos puntos le preocupaban siempre, la divinidad de Cristo y la inspiración divina de las Sagradas Escrituras. De ellas hacía materia continua de conversación con los teólogos oxfordienses, que ya le habían incorporado en su gremio con el título de maestro en Artes, dándole además una cátedra en el Colegio Oriel. Hasta 15 de julio de 1815 no había renunciado solemnemente Blanco a su magistralía de San Fernando, ni puéstose en condiciones de aceptar beneficios de la iglesia anglicana. Vivía de las pensiones con que el Gobierno inglés premió su apostasía política y de la protección de lord Holland, que le admiraba tanto, que quiso dejarle encomendada la tutoría de su hijo.
Blanco la aceptó primero y la renunció después, porque a cada hora se iba enfrascando más en su teología; tanto que para dedicarse con más sosiego a ella, buscó en Brighton el retirado asilo de la casa de su amigo Mr. Bishop, que no pudo curarle de sus dudas acerca de la sagrada cena.
Desde 1828 a 1834 se dedicó con ardor increíble al hebreo; pero, lejos de disiparse, crecieron sus tendencias al unitarismo, y, encontrando nuevas dificultades en el Antiguo Testamento, acabó por rechazar la inspiración divina de las Escrituras. [809]
Muy raros ocios literarios interrumpían estas meditaciones religiosas o antirreligiosas. Aun lo poco que entonces escribió (fuera del artículo Spain para la Enciclopedia Británica) no sale del círculo de sus estudios predilectos, puesto que se limitó a corregir la Biblia castellana de Scío por encargo de la Sociedad Bíblica de Londres, que se proponía difundirla copiosamente en España; a traducir la obra apologética de Páley, que cedió luego a Muñoz de Sotomayor, y a corregir la versión de las Evidencias, del obispo Porteus. Aun el mismo estudio que entonces hizo de los pamphletaires ingleses (Addison, Steele, Swift) más que para otra cosa, sirvió para adiestrarle en el estilo incisivo y polémico, que aplicó luego a la controversia religiosa.
De las cosas de España, Blanco se cuidaba poco; sólo de vez en cuando, a ruegos de su grande amigo el poeta Roberto Southey y de Thomas Campbell, director de New Monsthly Magazine, publicaba allí algún artículo sobre nuestras costumbres o sobre la fracasada reforma constitucional. En 1824 había impreso, traducido al castellano, pero sin su nombre, el libro de Cotta sobre la ley criminal de los ingleses.
Por más que el unitarismo de Blanco se estuviese incubando desde el año de 1818, la conveniencia mundana le inducía a observar escrupulosamente las prácticas de la iglesia anglicana y a tomar con gran calor su defensa, si alguien la atacaba. Cuando predicó en Upton su primer sermón en inglés, la resonancia fue grandísima, y el Dr. Pusey y Newman, hoy columna fortísima de la Iglesia católica, buscaron su amistad, al mismo tiempo que el Dr. Mhately y Mr. Hemans y el delicado y profundo poeta lakista Coleridge. Dios, que del bien saca el mar, permitió que los últimos escritos de Blanco, que tan acerbamente ponen de manifiesto las llagas de la iglesia oficial de Inglaterra y sus contradicciones interiores, fuesen acicate y despertador para la conversión de Newman, según él mismo ha declarado. La Iglesia ganó en el cambio.
Todavía en 1829 escribía Blanco (2790): «Estoy sinceramente adicto a la iglesia de Inglaterra por ser la mejor iglesia cristiana que existe.» Pero se engañaba a sí mismo o quería engañarse. Fluctuando entre el más absoluto racionalismo y el tradicionalismo más exaltado, unas veces afirmaba que «el cristianismo ha de dirigirse a la razón sola, como la luz a los ojos», y otras veces rechazaba las nociones metafísicas de los atributos divinos, como «falsas, contradictorias y engendradoras del ateísmo». En tal tormenta de encontrados efectos se hallaba cuando riñó su última batalla en pro de la iglesia oficial y en contra de la emancipación de los católicos a instancias del arzobispo de Dublín Whateley, de cuya compañía y amistad disfrutó algún tiempo.
Y ciertamente que la ocasión era solemnísima. El poeta más grande del Reino Unido después de Byron y de Shelly, el divino cantor de las Melodías irlandesas y de Los amores de los [810] ángeles, el Anacreon-Moore, que Byron eternizó en las estrofas del Don Juan; aquel ingenio maravilloso todo color, brillantez y halago mundano que transportó a las tinieblas del Norte todas las pompas, aromas y misterios del Oriente, como si en él hubiese retoñado el espíritu de Hafiz, de Firdussi o de Sadi, Tomás Moore, en fin, por quien logran eterna vida los oradores del fuego y el velado profeta del Khorasán, bajaba a la arena en pro de la religión de San Patricio y de los siervos irlandeses atados al terruño del señor feudal y del obispo cismático. ¡Dichoso país Inglaterra, donde el ser poeta de salón no excluye el ser consumado en la noticia de los Padres griegos y de los gnósticos! El libro de Tomás Moore, Viaje de un irlandés en busca de religión queda en pie como uno de los más hermosos monumentos de la literatura católica del siglo pasado. «Vosotros -parece decir a los obispos anglicanos-, si de alguna parte deriváis vuestra creencia, si a alguna fuente acudís para certificaros de la tradición dogmática, si no os resignáis a ser de ayer y a que vuestra iglesia naciera en medio del motín, habéis de remontaros, por la corriente de la Iglesia griega y latina, hasta los primeros apologistas, y desde éstos hasta los Padres apostólicos. Esos son vuestros libros, y también lo nuestro; allí está lo que pensó y creyó la primitiva Iglesia, y ellos vendrán en este pleito a dar testimonio contra vosotros. San Ignacio, San Policarpo, San Clemente, San Irineo, el Pastor, de Hermas; San Justino, Atenágoras, Taciano, Clemente Alejandrino, Orígenes..., os mostrarán desde los primeros siglos la unidad sacerdotal, la Cátedra de Pedro, la presencia real eucarística, la misa, la oración por los muertos, las imágenes, la veneración de las reliquias; en cambio, de la doctrina de la fe justificante sin obras no hallaréis rastro. Ponéis por juez a la tradición, y la tradición sentencia contra vosotros. Lo admitís os condena lo mismo que lo rechazáis. Confesad que sois un puñado de rebeldes, y no os llaméis herederos de la primitiva Iglesia, que os hubiera arrojado de su seno como a los marcionistas o a los valentinianos.»
Imagínese este argumento desarrollado con toda la erudición patrística que el caso requería, y en la cual Tomás Moore, según confesión de Byron, era aventajadísimo más que casi todos los teólogos ingleses; póngase sobre la erudición y el razonamiento la más espléndida vestidura literaria, digna del autor de Lalla Rookh, que esta vez añadía a sus antiguos timbres de poeta galante y descriptivo el de satírico vengador y profundo, rompiendo todos los cendales de la mojigatería anglicana, y sólo así se tendrá idea del pavor que infundió al alto clero inglés aquella máquina de guerra, que llevaba juntos el empuje de la ciencia, el del estilo y el del sarcasmo.
Para contestar fue elegido Blanco, a pesar de las sospechas que ya infundía. Blanco leyó la obra, y le pareció escrita con [811] gran habilidad. «Su objeto -dice- es acrecentar el odio de los católicos irlandeses contra los protestantes. ¡Extraña cosa que los partidarios más declarados de la libertad empleen sus poderosos talentos en servicio de los clérigos irlandeses! Ostenta Moore inmensa lectura de autores eclesiásticos y controversistas, tirando a demostrar en forma popular que el papismo y el cristianismo son cosa idéntica, puesto que los principales dogmas del romanismo se hallan en los padres de los cuatro primeros siglos.»
¿Y qué podía oponer Blanco a esto? Nada; y sin duda por eso y por no verse precisado a defender a la iglesia oficial, de que ya en su corazón estaba apartado, prefirió continuar el libro de Moore en la misma forma de novela, tomando al gentleman irlandés, héroe del libro de su adversario, en el momento de su conversión al catolicismo y haciendo de los católicos la misma sañuda irrisión que había hecho en las Letters from Spain y en el Preservativo, pero con menos gracia.
Nunca segundas partes fueron buenas, y por eso y por los resabios de unitarismo, que no faltan en el libro, aunque embozados, el Segundo viaje de un caballero irlandés en busca de religión (2791) no contentó a nadie. Ni a los católicos ni a los anglicanos les pareció contestación, ni lo era en efecto; ni Tomás Moore descendió a refutarla, satisfaciéndose con clavar al apóstata canónigo en la picota de la sátira con dos o tres rasgos dignos de Arquíloco.
El mal éxito de esta polémica acabó de poner mal a Blanco con sus antiguos amigos los torys, y como al mismo tiempo, sin mudar sustancialmente de parecer acerca de la emancipación de los católicos, diera muestras de inclinarse a mayor tolerancia, y abrazara la defensa, y propusiera la reelección por la Universidad de Oxford del ministro Peel, que había consentido, en 1829, en conceder a los católicos algunos derechos, volviéronse encarnizados contra él los reverendos de la iglesia anglicana, y le exasperaron en términos que, roto todo disimulo, hizo pública su defección, ya mentalmente consumada mucho había; renunció la cátedra de Oxford y los beneficios o prebendas e hizo en Liverpool, en 1835, profesión solemne de fe unitaria ante el doctor Jorge Amstrong.
Desde entonces, los anglicanos huyeron de él como de un apestado, los puseístas también, y en sus últimos años se vio reducido al trato y correspondencia de los unitarios y de los positivistas, de Channing y de Stuart-Mill; lo más radical que en teología y en filosofía podía ofrecerle la raza inglesa. [812]
- IV -
Blanco, «unitario» (1833). -Sus escritos y opiniones. -Su muerte (1841).
El unitarismo moderno, que otros llaman protestantismo liberal, si bien convenga con la antigua secta sociniana en negar la Trinidad y la divinidad de Cristo, va más adelante, y apenas puede llamarse secta cristiana, por cuanto extiende esta negación a todo lo sobrenatural contenido en los Evangelios, y acepta sólo su parte moral, tomando a Cristo como dechado y ejemplar de perfección, en lo cual dicen que consiste la originalidad del Dr. Channing. Como una de tantas formas de impiedad y deísmo, esta secta, si tal puede llamarse la que absolutamente carece de dogmas y de ceremonias, tiene en Europa muchos adeptos, que quizá ignoren que se llaman unitarios, pero no iglesias o congregaciones, a lo menos conspicuas y numerosas. No así en los Estados Unidos, donde la extendió mucho y le dio cierta organización el Dr. Channing, famoso por su celo filantrópico y por la elocuencia de sus escritos. Blanco leyó sus sermones y su libro de la Evidencia del cristianismo, que luego tradujo al español un tal Zulueta, heterodoxo oscuro; le entusiasmaron mucho, decidieron en gran parte su evolución unitaria, y entró desde luego en correspondencia con el autor por mediación de Amstrong.
Esta correspondencia es muy curiosa por el odio que Blanco, mal curadas aún las heridas que había recibido de la iglesia anglicana, manifiesta a todo dogmatismo. «Todo sistema de ortodoxia -escribe- es necesariamente injurioso a la causa de la verdad religiosa..., todos los nombres dogmáticos son una injuria para el cristianismo.» Entiéndase que este cristianismo de Blanco es «un cristianismo espiritual, libre de teorías y de la doctrina de la interpretación verbal». Lo que más le irrita es la bibliolatría o idolatría práctica y materialista de los ingleses por el texto de la Biblia, la mojigatería de Oxford (Oxford Bigotry), el metodismo y las coteries de los pietistas, la tiranía religiosa de aquellos doctores que miden la verdad con el termómetro del «confort», el fetichismo de la iglesia oficial, establecimiento político de religión.
Aprendió el alemán, entró en correspondencia con Neander y se dio con encarnizamiento a la lectura de Paulus, de Strauss y de los exegetas de Tubinga. Declaró en carta a Stuart-Mill que «la deificación de Cristo era una vuelta a la concepción primitiva de la causa suprema en la infancia del entendimiento humano». De los exegetas pasó a los filósofos; Kant le enseñó que «la virtud era independiente del temor y de la esperanza, y aun de toda creencia en la inmortalidad». Fichte, interpretado a su modo, le sugirió la fórmula de God within us, (Deus intra nos) y una teoría del Espíritu Santo, que compendió en estas palabras de Séneca: Sacer intra nos Spiritus sedet, malorum [813] bonorumque nostrorum observator et custos. Hic prout a nobis tractatus est, ita et nos ipse tractat. Acorde con todas las opiniones de Strauss sobre la autenticidad de los Evangelios, rechazaba toda la parte histórica como greatly corrupted, y sólo daba cuartel a la parte moral, y aun ésta reformada (risum teneatis), esto es, «restaurada, a la manera que un artista de genio restaura una antigua estatua por medio de sus incompletos fragmentos... cuidando sólo de que el amor a lo maravilloso no extravíe el sentido moral».
Tan apasionado en sus amores de un día como en sus odios, sostuvo, después de estudiar la filosofía alemana, que «dominaba en Inglaterra la más profunda ignorancia en materias de metafísica (2792), a la manera, y no con menos violencia, que en otros días había defendido en las Letters from Spain que nunca había existido verdadera poesía española, ni aun era posible que la hubiese.
Las últimas obras de Blanco, Nuevas consideraciones sobre la ley de libelo antirreligioso (2793) y Cartas sobre herejía y ortodoxia (2794) más que exposiciones dogmáticas del unitarismo, son ardientes alegatos en pro de la tolerancia para todas las sectas. Sus verdaderas convicciones de entonces, o más bien la ruina y naufragio de sus convicciones, han de buscarse en las cartas que escribía a Channing, a Stuart-Mill, a Neander, notando día por día las variaciones de su conciencia. Todo principio de autoridad, ora fuese sobrenatural, ora racional, había llegado a serle antipático. «La causa de todos los males que oprimen al verdadero cristianismo -escribía a Channing en 9 de mayo de 1837- es la idea de algún género de infabilidad que resida entre los hombres...; ésta es la causa de los progresos que el catolicismo va haciendo cada día. Los protestantes no son más que una rama desgajada del sino. Si la religión se funda en alguna especie de infabilidad, justa y necesaria e incuestionable cosa es que todos debemos caminar a Roma en demanda de la salvación.»
Así el Dr. Channing como su amigo Blanco vieron con terror acercarse la avenida puseísta, la explosión papista de Oxford (popish explosion), y, en pos de ella, el triunfo del catolicismo en Inglaterra, y trataron de atajarla con una forma de cristianismo naturalista: la forma unitaria, que Blanco definía «religión puramente espiritual de la conciencia, del Logos, de la luz de Dios en el hombre». [814]
¡Vanos ensueños! Semejante religión no era más que un panteísmo recreativo, ecléctico, femenil y vago, sin virtud ni eficacia. El poder lógico de la Etica de Espinosa les asustaba. «Es evidente -dice Blanco- que la totalidad de este sistema se funda en el erróneo principio de que una definición subjetiva, como la de sustancia, puede tener consecuencias de valor objetivo (2795).
¿Y no era subjetismo también, intolerante y exclusivo, reconocer a la razón como «única fuente de nuestro conocimiento respecto de Dios..., y no sólo independiente del método llamado revelación (sic)sino existente por igual en todo hombre?»; con lo cual venía a darse a la razón un valor objetivo, impersonal y universal; sofisma de tránsito, semejante, si no idéntico, al que él atribuye con razón a los panteístas.
El libro del Dr. Powell «sobre la conexión de la verdad natural y la revelada» concentró las meditaciones de Blanco en el problema de la inspiración y de la infalibilidad, y, declarándose desligado de toda adherencia teológica, proclamó la perenne revelación por «la interna presencia de Dios en el alma», y aun ésta no íntegra, sino excluyendo de sus facultades a la loca de la casa, a la imaginación, base de toda idolatría. «El mundo interno -repetía- es la perenne fuente de Dios.» Pero en el mundo interno la imaginación había llegado a ser objeto de sus implacables iras, por lo mismo que era de sus facultades la dominante y la que más le extraviaba. La lengua inglesa, figurativa y poética, contra la común parecía ya tan odiosa como la castellana. La encontraba pobre de lenguaje técnico y de nomenclatura abstracta. Suspiraba las orgías metafísicas de Alemania.
Al mismo Channing, moralista antes que filósofo, llegó a parecerle mal tan desmandado e intolerante racionalismo y tal desprecio de la imaginación. «¿No es empleo de esta gloriosa facultad -decía respondiendo a Blanco- contemplar en el universo el tipo de la divinidad; en el sol, la antorcha de su gloria; en el bello y sublime espectáculo de la naturaleza, los signos de su espiritual belleza y poder? ¿No es la imaginación el principio que tiende a lo ideal, que nos levanta de lo finito y existente y que concibe lo perfecto que los ojos ni aun han podido vislumbrar? Yo considero la religión como resultado de la acción unida de todas nuestras facultades, como revelada por la razón, la imaginación y los sentimientos morales... A mi juicio, la historia del cristianismo en los Evangelios es inestimable. La vida, espíritu y obras de Jesucristo son para mí las más altas pruebas de su verdad. Doy grande importancia a los milagros. Están vitalmente unidos a la religión y maravillosamente adaptados a ella. No son acontecimientos arbitrarios y anómalos. No [815] tengo fe en los milagros aislados y sin propósito, únicos que son moralmente imposibles; pero los milagros de Cristo pertenecen a él, completan su manifestación, están en armonía con su verdad y reciben de ella su confirmación.»
¡Hermosísimas palabras viniendo de un enemigo de la divinidad de Cristo! ¡Era lo que le faltaba a Blanco-White, que los unitarios, la secta más disidente de todas las cristianas, le declarase hereje! Pero él no se dio por vencido, y replicó a Channing que la imaginación tenía poderosa y directa tendencia a la idolatría y que la verdadera religión nacía sólo de las facultades racionales. La imaginación -añade- es la máscara del error; da apariencia de verdad a lo que no existe. La espiritualidad del cristianismo requiere su absoluta exclusión, pero no la del sentido moral, porque éste tiene su raíz en la conciencia, que es la razón práctica.
Yo no sé por qué Blanco persistía en llamarse cristiano, puesto que ya en 1839 había llegado a rechazar toda inspiración verbal, todo credo, artículo o catecismo, aun el de los unitarios, teniendo por único criterio la experiencia interior, sin dar más valor al Antiguo y Nuevo Testamento que a otros monumentos de la antigüedad, admitiendo o rechazando de ellos lo que su razón le inducía a aceptar o rechazar (2796). Tenía por auténtico el evangelio de San Juan, pero no los sinópticos. Para él, la religión no era otra cosa que «la libertad en el conocimiento de Dios como nuestro Padre» o bien «una habitual aspiración a la fuente de la vida moral...», debiendo estimarse «la pintura histórica de Jesús de Nazaret como vehículo para la instrucción popular», cual si se tratase de la biografía de Sócrates o de la de Confucio. Y, aunque jamás se hizo panteísta, y defendió en toda ocasión, contra los germanófilos, «la personalidad separada de Dios», y como regla de vida moral «el conformarse a la voluntad de Dios en toda determinación, conforme al espíritu de las Sagradas Escrituras», aquí paraba su creencia, y ese espíritu de las Escrituras era para él cosa tan vaga y poco definida, que, lejos de cuadrar con ningún dogmatismo, le hacía aborrecer hasta el nombre de unitario (2797) por lo que tenía de dogmático y aun de injurioso a la causa del cristianismo, estimando que las confesiones de fe [816] que dividían al mundo cristiano eran meramente escuelas de filosofía aplicadas a la religión desde los tiempos mismos de San Pablo». De aquí el nombre de cristiano antiescolástico, antisectario o sin artículos, que quiso sustituir al de unitario o racionalista. De aquí su odio a las comuniones reformadas con pretensión de ortodoxas aún más que a la Iglesia católica. «Lo que llaman protestantismo escribía a Stuart-Mill en 1837no es tal religión, sino un mutilado retazo del papismo lleno de incongruencias y contradicciones. Por eso no me admiro de que el número de los católicos romanos vaya creciendo cada día. Los teólogos protestantes son los más activos misioneros de Roma, y, en caso de pertenecer a alguna iglesia, no me asombra que el pueblo encuentre más atractiva y de mayor consistencia la del papa que la del arzobispo de Cantorbery.»
En suma: Blanco murió en un puro deísmo que al mismo Channing escandalizaba, unido íntimamente con J. Mill y los librepensadores de la Revista de Westminster, clamando a voz en cuello que «el único preservativo contra Roma era la total ruina del cristianismo supernaturalista». Tal nos le muestran los últimos pensamientos que escribió en 1840 (un año antes de su muerte) con el odioso título de El anti-Kempis racionalista o el escéptico religioso en presencia de Dios (2798).
Dolorosos fueron aquellos últimos años de su vida, entre privaciones, abandonos y dolencias. Sólo la amistad y los cuidados del ministro unitario de Liverpool M. Martineau, en cuya familia vivió, alcanzaron a consolarle. Cada vez más desaficionado de la controversia teológica, buscó el solaz de la música (2799), de las amenas letras, de la historia y de la filosofía, y su correspondencia está sembrada de ingeniosas observaciones sobre los muy variados libros que leía; Shakespeare, Goethe, Espinosa, Schleirmacher, Ranke, la Simbólica, de Creuzer, traducida o más bien refundida por Guigniaut; la historia de los sistemas filosóficos alemanes de Moritzs Chalybaus, Luciano, Aulo Gelio, Dionisio de Halicarnaso, y hasta Víctor Cousin y los eclécticos franceses distrajeron sucesivamente su soledad y ejercitaron los insaciables y móviles poderes de su alma.
Pero nada curaba su desaliento e hipocondría, acrecentados con la muerte de sus dos hijos y con la partida del único que le quedaba para el ejército de la India. Entonces formó mil planes: emigrar a Jamaica, llamar a una de sus sobrinas de Sevilla para que le acompañasen en el destierro. El trato de españoles le hubiera consolado, pero huía sistemáticamente de ellos, como temeroso de darles en cara con su doble apostasía. A veces sentía retoñar las dulces memorias de su patria y lengua y escribía versos castellanos o trazaba los primeros capítulos de una novela, Luisa de Bustamante o La huérfana española en Inglaterra (2800), [817] empapada toda de amor a sus hermanos, como se complace en llamar a los católicos españoles, y de odio y menosprecio a la pruderie de la buena sociedad inglesa.
Y al día siguiente, con la versatilidad propia de su condición, como si el demonio de su historia pasada le atormentase y quisiera él estrangular su propia vergüenza y darse la razón a sí propio a fuerza de miso-hispanismo, revolvíase aquel infeliz. contra los historiadores norteamericanos (Prescott, Irving, etc.), que habían enaltecido nuestras glorias del gran siglo
católico, y manchaba el papel con las más horrendas injurias que han salido de la pluma de hombre alguno de nuestra raza: «La historia de los Reyes Católicos, de Prescott -decía-, me deja en el ánimo la más melancólica impresión. El triunfo de los españoles es para mí el triunfo del mal. ¡Ay de los intereses más caros de la humanidad el día que España tenga predominio...!»
No sólo negaba lo pasado; negaba hasta lo por venir. «Es imposible -decía a Channing en carta de 10 de mayo de 1840- que España produzca nunca ningún grande hombre. Y esta íntima convicción mía nace del conocimiento del país... La Iglesia y la Inquisición han consolidado un sistema de disimulo que echa a perder los mejores caracteres nacionales. No espero que llegue jamás el día en que España y sus antiguas colonias lleguen a curarse de su presente desprecio de los principios morales, de su incredulidad en cuanto a la existencia de la virtud.»
No nos indignemos con Blanco; basta compadecerle. Ni una idea robusta ni un afecto sereno habían atravesado su vida. Era el renegado de todas las sectas, el leproso de todos los partidos, y caminaba al sepulcro sin fe en sus misma duda, temeroso de lo mismo que negaba, aborrecido de muerte en España, despreciado en Inglaterra, perseguido por los clamores de sus víctimas irlandesas y hasta aquejado por nocturnas visiones, en que le parecía contemplar triste y ceñuda la sombra de su muerte:
¡Oh traidores recuerdos que desecho
de paz, de amor, de maternal ventura,
no interrumpáis la cura
que el infortunio comenzó en mi pecho!
¡Imagen de la amada madre mía,
retírate de aquí, no me deshagas
el corazón que he menester de acero
en el tremendo día
de angustia y pena que azorado espero!
Entonces volvió a las manos de Blanco la descuidada lira española. Inspiróle la cercanía de la muerte los únicos versos suyos sinceros y dignos de vivir; poesía verdaderamente clásica y limpia y sin resabios de escuela; eco lejano de las apacibles y sosegadas armonías de Fr. Luis de León. Es un himno a la resignación, ¡rara virtud para ensalzada por Blanco! [818]
¡Qué rápido torrente
qué proceloso mar de agitaciones
pasa de gente en gente
dentro de los humanos corazones!
.....................................
mas se enfurece en vano
contra la roca inmoble del destino,
que con certera mano
supo contraponerle el Ser divino.
..................................
no así el que sometido
a la suprema voluntad, procura
el bien apetecido,
sin enojado ardor y sin presura.
¡Deseo silencioso,
fuera del corazón nunca expresado:
tú eres más generoso
que el que aparece de violencia armado,
cual incienso süave,
tú subes invisible al sacro trono,
sin que tus alas grave
la necia terquedad o el ciego encono!
A veces, una vaga aspiración a la inmortalidad alumbraba tibiamente las lobregueces de la conciencia de Blanco, y entonces exclamaba con la protagonista de su novela:
Vi un mar de luz, y en él miradme ya;
¡dichosa yo! Con alas venturosas
penetraré donde reside el bien,
coronaré con inmortales rosas
de eterno olor la enardecida sien.
Pero tales relámpagos eran pasajeros, y su confianza en Dios venía a reducirse a una especie de quietismo:
No me arredra la muerte;
mas, si viniere, ¡oh Dios!, en ti confío...
¿Por qué temer? ¿No estás en la tormenta
lo mismo que en la calma más tranquila?...
¿Y qué es morir? Volver al quieto seno
de la madre común de ti amparado,
o bien me abisme en el profundo cieno
deste mar alterado,
o yazga bajo el césped y las flores,
donde en la primavera
cantan las avecillas sus amores (2801).
La muerte de lord Holland, el más antiguo y el más fiel de sus amigos ingleses, puso el sello a las tribulaciones de espíritu de Blanco. Presintiendo próximo su fin, se retiró a Greenbarch, cerca de Liverpool donde tenía una hacienda su amigo míster Rathbone. Allí murió en 20 de mayo de 1841, a los sesenta y [819] seis años de trabajosísima vida. Las últimas palabras suyas que la historia debe recoger son éstas, de una carta a Channing, escrita dos meses antes de rendir el alma a su juez: «En el estado actual del mundo y de la cultura popular, no tenemos seguridad alguna de triunfo contra la Iglesia de Roma» (2802). Dijeron algunos que Blanco había muerto en la religión de sus padres, pero lo desmiente su amigo y biógrafo Thom, que le asistió hasta última hora, y que recogió con prolijidad inglesa y buena fe loable, los diarios y epístolas de Blanco.
La mayor parte de los escritos de éste quedan ya enumerados. Falta añadir su larga correspondencia con lord Holland, en 1809 y 1813; sobre política española y asuntos de El Semanario Patriótico y de El Español; sus Cartas del sábado, a Hamilton Thom, sobre los antiguos cuáqueros, sobre la religión y el sacerdocio, sobre las relaciones de la Biblia con la sociedad, sobre los caracteres de la fe y sobre el doble aspecto de la religión como verdad teológica y como sistema moral. Son suyas algunas oraciones y homilías del The Book of common prayer, publicado por Bagster. Por encargo de la Sociedad anti-Esdavista. de Liverpool escribió un libro en castellano acerca de la trata de negros. Hay artículos suyos muy extensos y notables sobre literatura castellana y cuestiones religiosas en casi todas las revistas inglesas: en el Quarterly Review, en The New Monthly Magazine, en la Revista de Londres, de que sólo aparecieron dos números en 1829; en The Journal of Education, en The Dublin University Review (1830), en The London Review and London and Wetminster (1838), en Chyistian Teacher y en otros que no recuerdo (2803).
Sus versos ingleses están sin coleccionar. Figura entre ellos un soneto famosísimo, que Coleridge tenía por «una de las cosas más delicadas que hay en lengua inglesa», y al cual, pasando más adelante, llegan algunos ingleses modernos a dar la palma entre todos los sonetos de su lengua, salvo siempre los inmortales y ardorosísimos de Shakespeare. La idea capital del soneto de Blanco es hermosa y poética sobre toda ponderación. Retrata el espanto de Adán al contemplar por primera vez la noche y pensar que en sus tinieblas iba a perecer el mundo. ¡Lástima [820] que el estilo con ser delicado y exquisito, parezca, por sobra de pormenores pintorescos, más digno de una miniatura lakista que de un vigoroso cuadro miltoriano! (2804). Tiene sin embargo,versos de peregrina hermosura; ninguno como el último:
If light can thus deceive, wherefore not life?
(Si la luz nos engaña, ¿cómo no ha de engañarnos la vida?)
¡Singular poder del arte! Sólo esta flor poética crece, a modo de siempreviva, sobre el infamado sepulcro de Blanco. Cuando acabe de extinguirse el último eco de sus polémicas y de su escandalosa vida, la musa del cantor conservará su memoria vinculada en catorce versos de melancólica armonía, que desde Liverpool a Boston y desde Boston a Australia viven en la memoria de la poderosa raza anglosajona, que los ha transmitido a todas las lenguas vivas y aun ha querido darles la perennidad que comunica una lengua muerta. [821]
- VI -
Muñoz de Sotomayor.
De este protestante español no tengo más noticia biográfica que las que resultan del siguiente párrafo de Blanco-White en uno de sus diarios publicados por Thom:
«Vino a Inglaterra por los años de 1827 un clérigo español llamado Muñoz de Septiembre que había abrazado el protestantismo en Francia. Se hallaba en gran penuria, singularmente porque el hacerse protestante había sido para casarse con una señora italiana, a la cual tenía que mantener en su destierro. Me le presentaron, y se me ocurrió que podría hacerle ganar algún dinero de la Sociedad de Traducciones por medio de mi versión del Dr. Paley. Se la di a condición de que revisara el estilo, quitando todos los anglicismos que encontrase. Creo que el buen clérigo no era muy fuerte en materias de crítica. Lo cierto es que imprimió mi traducción al pie de la letra, tal como se hallaba en el manuscrito que le entregué. Septiembre la encabezó con un breve prefacio», etc., etc.
Este clérigo apóstata publicó luego otras versiones. Las que yo he visto son: Perspectivas real del cristianismo práctico, de Wilberforce, libro famoso de reacción cristiana y espiritualista contra el desbordamiento impío de la revolución francesa, y el Ensayo, de David Bogue, sobre la divina autoridad del Nuevo Testamento, impresas desde 1827 a 1829 (2805).