- IV -
Otras providencias de las Cortes relativas a negocios eclesiásticos. -Causa formada al cabildo de Cádiz. -Expulsión del nuncio, proyectos de desamortización, reformas del clero regular y concilio nacional.
Abatido el más recio baluarte de la intolerancia dogmática y triunfante de hecho la más omnímoda libertad de imprenta, como lo mostraban los recientes casos de La Triple Alianza y del Diccionario crítico-burlesco, prosiguieron las Cortes su tarea regeneradora, y cual, si se hubiesen propuesto plagiar uno a uno los decretos de José Bonaparte, comenzaron por abolir el voto de Santiago; es decir, aquel antiguo tributo de la mejor medida, del mejor pan y del mejor vino que la devoción de nuestros mayores pagó por largos siglos a la sepultura compostelana del Hijo del Trueno, patrón de las Españas y rayo en nuestras lides. Más hondo arraigo hubo de tener en su origen tan piadosa costumbre que el de un privilegio apócrifo, y cuya falsedad fue muy pronto descubierta y alegada mil veces en controversias y litigios así en el siglo XVII como en el XVIII; lo mismo en la representación de Lázaro González de Acevedo que en la del duque de Arcos. Vivía, no obstante, la prestación del Voto, si bien muy mermada y más de nombre que de hecho, más como venerable antigualla de la Reconquista que como carga onerosa para la agricultura, dado que a fines del siglo XVIII apenas producía en toda España tres millones líquidos de reales. Pero a los legisladores de Cádiz no les enfadaba el [725] tributo, sino el nombre, y por eso en marzo de 1812 propusieron y decretaron su abolición, impugnándole con desusada violencia Villanueva y Ruiz Padrón como «vergonzosa fábula tejida con máscara de piedad y de religión para abusar descaradamente de la credulidad e ignorancia de los pueblos».
Poco antes, y contrastando con este decreto, cual si se tratase de dar satisfacción al pueblo católico, habían promulgado las Cortes otro, que a los ingleses pareció singularísimo, declarando compatrona de España a Santa Teresa de Jesús, honra ya decretada a la eximia doctora aviesa por acuerdos de las Cortes de 1617 y de 1636, siquiera impidiese llevarlos a efecto la oposición de los devotos de Santiago. Ahora se votó, sin deliberación alguna, en 27 de junio de 1812, con universal aplauso y contentamiento de los buenos.
Hubo en aquellas Cortes singulares recrudescencias de fervor religioso más o menos sincero o simulado. No sólo encabezaron la ley constitucional: «En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», sino que Villanueva, acabado modelo de afectaciones jansenísticas, propuso en sesión de 3 de noviembre de 1810 (2650) que, para alejar de España los efectos de la ira divina, se hiciese en todas las provincias penitencia general y pública con tres días de rogativas, comulgando en uno de ellos todos los señores diputados. Los volterianos soltaron la carcajada, y El Conciso, en su número 39, burlóse groseramente del orador y de su propuesta. ¡Singular destino el de los clérigos liberales! Ni el cielo ni el infiero lo quieren. De ellos puede decirse con Dante:
Incontanente intesi e certo fui
che questa era la setta dei cattivi
a Dio spiacenti ed a nemici sui.
No se atrevieron las Cortes de Cádiz a intentar de frente la llamada reforma o más bien extinción de regulares; pero, aprovechándose de los efectos de la llevada a cabo por el rey José, empezaron por decretar en 17 de junio de 1812 «que fueran secuestrados, en beneficio del Estado, todos los bienes pertenecientes a establecimientos públicos, cuerpos seculares, eclesiásticos o religiosos de ambos sexos disueltos, extinguidos o reformados por resultas de la invasión enemiga o de providencias del Gobierno intruso, entendiéndose lo dicho con calidad de reintegrarlos en la posesión de sus fincas y capitales si llegaran a restablecerse, señalándose, además, sobre el producto de sus rentas los alimentos precisos a los regulares que se hubiesen amparado en las provincias libres y que no tuviesen otro modo de subsistencia». Así, insensiblemente y como por consunción, se iba caminando a la total ruina del monacato.
En el mes de agosto siguiente mandó la Regencia a los intendentes asegurar y cerrar todos los conventos ya disueltos, extinguidos o reformados por el Gobierno intruso, haciendo el [726] inventario de sus bienes, que debían quedar a disposición del Gobierno. La Regencia, no obstante, cuyo espíritu era en general muy opuesto al de las Cortes, fue permitiendo paulatinamente a algunos regulares de Sevilla, Extremadura y otras partes que volviesen a ocupar sus casas.
Así las cosas, y pidiendo los pueblos a voz en grito la vuelta de los frailes, presentó a las Cortes, en 30 de septiembre, el ministro de Gracia y Justicia, D. Antonio Cano Manuel, que ridículamente se decía en el preámbulo del decreto encargado de la alta policía eclesiástica, un proyecto de 19 artículos sobre restablecimiento de conventos y su reforma. El dictamen pasó a las secciones, se aprobó, se leyó en sesión pública y se repartió impreso a los diputados. En él se propone: 1º Que para el restablecimiento de cualquiera casa religiosa preceda permiso de la Regencia. 2º Que se presenten los regulares al alcalde político o jefe constitucional que han de vigilar sobre la inversión de sus rentas. 3º Que no haya en un mismo pueblo muchos conventos de la misma orden. 4º Que ninguno tenga menos de doce religiosos. 5º Que no se reedifiquen los conventos destruidos del todo. 6º Que no se proceda en nada sin consulta de los ayuntamientos constitucionales. 7º Que los bienes sobrantes se destinen a las necesidades de la Patria. 8º Que se nombren visitadores en el término de un año. 9º Que los novicios no profesen antes de los veinticuatro años ni se exijan dotes a las religiosas. 10. Que se prohíba toda enajenación de bienes raíces a favor de las casas religiosas, sin que los mismos novicios puedan disponer de sus bienes a favor del convento. Disposiciones algunas de ellas cismáticas y conformes a las del sínodo pistoyense, aparte de la absoluta incompetencia de las Cortes para hacer tales reformas en la edad y condiciones de los votos ni ordenar semejante visita.
La Regencia se manifestó desde luego en absoluto desacuerdo con las Cortes sobre esta grave cuestión, y por medio del ministro de Hacienda hizo que en muchas partes volviesen las cosas al mismo ser y estado que tenían antes de la invasión francesa y permitió que públicamente se pidiese limosna para la restauración de los conventos suprimidos. Tremenda fue la indignación del Congreso, y ante él tuvo que venir a justificarse el ministro interino de Hacienda, don Gabriel Cristóbal de Góngora, en 4 de febrero de 1813, alegando que los religiosos andaban hambrientos y a bandadas por los pueblos implorando la caridad pública, y era forzoso en algún modo recogerlos y mantenerlos. Desde entonces creció la hostilidad, antes encubierta, entre Cortes y Regencia, que terminó en marzo de 1813 con la destitución de los regentes.
Antiguo era el proyecto de la reforma de regulares, y ya en 10 de septiembre de 1802 habían impetrado los ministros de Carlos IV una bula de Pío VII concediendo facultades de visitador en todos los dominios de España al cardenal de Borbón. [727] Pero ni entonces ni después se hizo la visita, ni era reforma eclesiástica lo que se quería, sino escudarse con ella y con la bula pontificia para acabar con los frailes (2651). Alguien lo dijo en Cádiz muy por lo claro: «¿A qué dejarlos entrar en los conventos, si han de volver a salir?» Pero la mayoría optó por la extinción lenta y gradual, permitiendo (en 18 de febrero de 1813) a los capuchinos, observante, alcantaristas, mercedarios calzados y dominicos de las Andalucías, Extremadura y Mancha volver a sus conventos, permiso me venía a ser ilusorio, ya que al mismo tiempo se les prohibía pedir limosna para reedificarlos. De los cartujos, jerónimos, basilios, benitos, trinitarios calzados y descalzos, mercedarios y carmelitas calzados, nada se dijo, sin duda porque, siendo pequeño su número después de los desastres de la guerra, las Cortes los dieron por a acabados y muertos. A los prelados de todas las religiones se prohibía dar hábitos hasta la resolución del expediente general, es decir, hasta las calendas griegas. El tal decreto podía tomarse por irrisión y pesada burla; apenas quedaba un convento que los franceses no hubiesen convertido en cuartel, almacén o depósito y que estuviera en disposición de ser habitado por religiosos, ni iglesia conventual que no hubiera sido desmantelada y profanada. Sin dinero no podían hacerse reparaciones, y se prohibía a los frailes acudir a la caridad pública. Además, en muchas partes los intendentes y jefes políticos, obedeciendo a órdenes y consignas secretas, o guiados sólo por su celo constitucional, se negaron a entregar los edificios a sus legítimos poseedores, y fue menester que el pueblo, apasionadísimo de los frailes, invadiera los conventos y arrojara de ellos a viva fuerza a los empleados del Gobierno, dando posesión a las comunidades religiosas. Estado de cosas que continuó hasta la vuelta de Fernando VII.
También los cuantiosos bienes del clero secular quitaban el sueño a los reformadores. Y eso que nuestras iglesias en la guerra de 1808 hasta los vasos sagrados y los ornamentos habían vendido, sometiéndose además dócilmente a los subsidios extraordinarios de guerra que a la Central plugo imponerles. Así y todo, en 10 de noviembre de 1810 se propuso a las Cortes que ni por el real patronato ni por los ordinarios eclesiásticos se proveyese prebenda alguna vacante o beneficio simple que vacase después y que de todos los beneficios curados se pagase una anualidad para gastos de guerra, aplicándose al mismo fin las pensiones sobre mitras y la mitad de los diezmos pertenecientes a prelados, cabildos y comunidades religiosas. Impugnó este proyecto D. Alonso Cañedo, fundado en que nunca habían disfrutado nuestros reyes de la facultad necesaria para tales imposiciones, [728] antes para cosas de mucho menos cuantía habían solicitado siempre bulas de Roma. «Los clérigos no deben disputar -gritó un diputado-, sino decir: «Aquí está cuanto tenemos.» «Que no se trate la cuestión de derecho, sino de hecho», clamó otro con brutalidad no menos progresista.
A los obispos se mandó que no proveyesen ninguna pieza eclesiástica, excepto las de cura de almas, entrando en el erario los réditos de todas las vacantes. Algunos prelados se resistieron a obedecer, y en 28 de abril fueron delatados al Congreso como malos y desobedientes ciudadanos españoles. Las Cortes decidieron, en su profundo saber canónico, que los jefes políticos y los fiscales velasen atentos sobre el cumplimiento de lo mandado e inspeccionasen y amonestasen a los obispos. No faltó quien propusiera declarar nulas las colaciones de prebendas hechas por el metropolitano de Santiago.
Abierto así el camino, echáronse luego sobre los fondos de obras pías (lº de abril de 1811), continuando la obra de Godoy y Urquijo e invocando, como ellos, las regalías de Su Majestad. Ordenaron la incautación de las alhajas que no fuesen necesarias al culto, afirmando la comisión en su dictamen de 11 de abril de 1811 que no era necesario en las iglesias el uso de la plata y del oro y que sólo la preocupación de los fieles había autorizado el empleo de los metales preciosos. La Comisión de Hacienda propuso en mayo de 1812 que comenzase la enajenación de bienes nacionales, y que entre tanto se invirtiesen en redimir la Deuda, el noveno decimal, las anualidades eclesiásticas, los expolios y vacantes y el excusado. Ya en 28 de agosto de 1811 había propuesto la venta de las propiedades de las cuatro órdenes militares y de la de San Juan de Jerusalén, con permiso de Roma o sin él, excitando en último caso a los reverendos obispos y demás ordinarios eclesiásticos a que, en uso de sus facultades nativas, autorizasen la venta y entrega de los capitales dichos.
Pero nadie entre los arbitristas de entonces fue tan allá como el ministro Álvarez Guerra en su estrafalario proyecto de noviembre de 1812 sobre el modo de extinguir la Deuda pública, eximiendo a la nación de toda clase de contribuciones por espacio de diez años y ocurriendo al mismo tiempo a los gastos de la guerra y demás urgencias del Estado. En este plan, digno del proyectista loco que conoció Cervantes en el hospital de Esgueva, comienza por decirse que «un particular con 50 millones de duros podría responder de la ejecución del proyecto». La extinción de la Deuda había de hacerse sin que la nación pagara un maravedí por contribución directa. El milagro se cumpliría echando al mercado en un día los baldíos, los propios y comunes de los pueblos, los bienes de la Inquisición y todos los bienes de las iglesias, comprendiendo las iglesias mismas (excepto catedrales y parroquias), los monasterios y conventos de ambos sexos (sic), los hospitales y casas de misericordia, los bienes [729] de cofradías hermandades, las capillas y ermitas, los beneficios simples y las capellanías. En suma: malbaratarlo en cuatro días y echarse luego sobre los diezmos, que el ministro evalúa en unos 500 millones, aunque confiesa que sólo 200 escasos llegaban a la Iglesia. Luego viene la reforma del estado eclesiástico, reduciéndole a 74.883 personas. De los restantes, que, según el autor del proyecto, llegaban a 184.803, nada se dice. Vivirán del aire o se irán muriendo en obsequio a la Constitución y a los presupuestos. A los arzobispos se les pagarán 300.000 reales anuales; a los obispos, 150.000, y así a proporción, pero sólo las dos terceras partes en metálico y una en papel de curso forzoso que se creará ad hoc. Con sólo esto aumentará la nación sus rentas en 1.600 millones anuales. Semejante proyecto quedó por entonces en el papel, y a los mismos liberales pareció digno de la Utopía de Tomás Moro, bien ajenos ellos mismos de que antes de veintidós años habían de verle realizado (2652).
Entre tanto proseguían los conflictos con las autoridades eclesiásticas. El desatentado decreto de las Cortes mandando que en las misas mayores se diese cuenta de la abolición del Santo Oficio, promovió desde luego negativas y propuestas, a que las Cortes respondieron con violencia inaudita, desterrando y persiguiendo al arzobispo de Santiago y al obispo de Santander, recluyendo en un convento al de Oviedo, formando causa a los de Lérida, Tortosa, Barcelona, Urgel, Teruel y Pamplona por una pastoral que juntos dirigieron a sus diocesanos (2653), y haciendo que a viva fuerza, y con el eficaz auxilio de gente armada, se diese lectura al decreto. El cabildo eclesiástico de Cádiz, sede vacante, previa consulta a los obispos de Calahorra, Albarracín, Sigüenza, Plasencia y San Marcos de León, que residían en la isla gaditana, protestó en 23 de febrero de 1813 contra la profanación de las iglesias. ¿Quién pintará la indignación de las Cortes ante aquel acto de firmeza? Exigieron que el decreto se leyese sin demora, pusieron la tropa sobre las armas, y, apenas amaneció el día 10 de marzo, llenóse la catedral de constitucionales y turbas pagadas, que con vociferaciones y descompuestos ademanes interrumpían los sagrados oficios. Hízose correr la voz de que se había descubierto una gran conspiración tramada por los obispos, iglesias y cabildos contra las Cortes y su Constitución. Los revolucionarios más fogosos discurrían por Cádiz, pidiendo la cabeza de algún canónigo o fraile, que sirviese de escarmiento, y especialmente la del obispo de Orense. La nueva [730] Regencia, en 24 de abril, comenzó a instruir contra el vicario capitular de Cádiz y los cabildos de aquella ciudad, de Málaga y de Sevilla un inacabable proceso, que en breve llegó a cuatro enormes legajos. Y vino lo de siempre: suspensión de temporalidades y de jurisdicción para el vicario y gran copia de herejías y dislate en las Cortes, hasta decir Argüelles que «nada espiritual había en la jurisdicción eclesiástica, que toda era temporal, porque la ejercía un ciudadano español, y éste no puede ejercerla sin autoridad real».
En consonancia con esta doctrina, mandaron las Cortes que el cabildo suspendiese al vicario capitular y eligiese otro. Sólo tres canónigos, contra las protestas de los demás, se arrojaron a tal empeño cismático, nunca visto en España desde el tiempo de Hostegesis.
Pero el vicario D. Mariano Esperanza y los demás capitulares, atropellados tan inicuamente, no se dejaron intimidar por la violencia, y acudieron a las Cortes en demanda contra los atropellos de que los había hecho víctimas el ministro de Gracia y justicia, con evidente intracción de la ley constitucional. Alzóse en la Cámara a defenderlos con voz estentórea el cura de Algeciras, promoviendo una tempestad, que no lograron calmar las explicaciones del ministro Cano Manuel. Todos hablaban de la trama infernal, de la monstruosa conjuración, del peligro de la patria, y nadie se entendía en aquella baraúnda, resultando divididos en la votación los mismos liberales. A punto estuvo de decidirse que se formara causa al ministro de Gracia y Justicia, como el cabildo pedía; pero al cabo la igualdad aproximada de fuerzas hizo que todo quedara en suspenso, devolviéndose el expediente al juez que entendía en la causa, y que sustanciándola a su modo, acabó por pedir nada menos que pena capital, conmutada luego en destierro, contra los tres canónigos de Cádiz, como facciosos, banderizos y reos de lesa majestad.
Faltaba sólo el último toque y primor del sistema progresista, la expulsión del nuncio. Éralo entonces monseñor Gravina (hermano del héroe de Trafalgar), que en 5 de marzo de 1813 había dirigido a la Regencia una nota solicitando, en nombre del papa, que se suspendiese la ejecución y publicación del decreto sobre Tribunales de la Fe hasta obtener la aprobación apostólica o, en su defecto, la del concilio nacional. Tan sencilla reclamación contra un mandato anticanónico y usurpatorio a todas luces de la potestad pontificia bastó, juntamente con las cartas del nuncio al obispo de Jaén y a los cabildos de Granada y Málaga exhortándolos a suplicar contra el decreto; bastó, digo, para que el ministro de Gracia y Justicia le declarase sospechoso de ocultos manejos contra la seguridad del Estado y propusiese su expulsión del territorio, como enemigo de la nación española, defensor de las máximas ultramontanas e instrumento del tirano que nos oprime y que quiere precipitarnos en [731] la anarquía religiosa. Así lo acordó la Regencia, mandándole salir de los dominios españoles en el término de veinticuatro horas (5 de abril de 1813). Fue su primer acto, apenas tomó tierra en Portugal, lanzar una protesta contra nuestro Gobierno (24 de julio de 1813), la cual acabó de hacer odiosas a los ojos del clero y pueblo español aquellas pedantescas Cortes, tan tiránicas, impertinentes y arbitrarias como el antiguo Consejo de Castilla.
Llegó su furor de legislar en materias eclesiásticas hasta acariciar la idea de un concilio nacional, que renovara en España los tiempos felices en que nuestros príncipes, con todo el lleno de su soberana autoridad, intervenían en las materias de disciplina externa. Así lo propuso la Comisión Eclesiástica en 22 de agosto de 1811, como único medio de atajar las pretensiones del sacerdocio y de salvar derechos imprescriptibles del imperio. De aquí pasaban a proponer: 1º Que los concilios de España en adelante no solicitasen la confirmación de la Santa Sede. 2º Que asistiese a ellos un comisionado regio para prestarles protección y defender los derechos de la soberanía. Lo que se quería era, en suma, un sínodo como el de Pistoya, compuesto de enemigos jurados de Roma, que, bajo la vigilancia de un delegado de las Cortes, arreglasen cismáticamente la Iglesia de España al gusto de los Villanuevas, Espigas y Oliveros. Queda un índice de las materias que habían de presentarse a la aprobación del concilio. Nada menos se trataba que de extinguir las reservas, establecer la confirmación de los obispos por los metropolitanos, reducir todas las jurisdicciones de la Iglesia a la jurisdicción ordinaria, hacer nueva división de obispados y arreglo de parroquias, reducir el número de dignidades y canonjías, someter a nuevo examen todas las constituciones de las metropolitanas y catedrales, suprimir las colegiatas, reformar el canto eclesiástico y mudar la hora de los maitines (risum teneatis!), expugnar algunas cosas del breviario, acabar con la jurisdicción de las órdenes militares, suprimir los generales de todas las órdenes y someterlas al ordinario, prohibir toda cuestación de limosnas a los regulares, crear un Consejo o Cámara eclesiástica, etc., etc. (2654)
Faltóles el tiempo a los reformadores, que ya habían intentado algo de esto en la Junta Central, y el flamante conciliábulo [732] no pasó de ensueño galano, aunque decretado está entre los acuerdos de las Cortes, donde asimismo consta, con fecha de 19 de agosto de 1812, el proyecto de sustraer al papa la confirmación de los obispos por lo menos mientras durase la incomunicación con Roma. El discurso de Inguanzo, ya en otra parte elogiado, hizo abrir los ojos a muchos que no habían parado mientes en la gravedad del caso, y los mismos innovadores retrocedieron, temerosos de haber ido mucho más lejos de lo que las circunstancias consentían.
Tal fue la obra de aquellas Cortes, ensalzadas hasta hoy con pasión harta, y aún más dignas de acre censura que por lo que hicieron y consintieron, por los efectos próximos y remotos de lo uno y de lo otro. Fruto de todas las tendencias desorganizadoras del siglo XVIII, en ellas fermentó, reduciéndose a leyes, el espíritu de la Enciclopedia y del Contrato social. Herederas de todas las tradiciones del antiguo regalismo jansenista, acabado de corromper y malear por la levadura volteriana, llevaron hasta el más ciego furor y ensañamiento la hostilidad contra la Iglesia, persiguiéndola en sus ministros y atropellándola en su inmunidad. Vuelta la espalda a las antiguas leyes españolas y, desconociendo en absoluto el valor del elemento histórico y tradicional, fantasearon, quizá con generosas intenciones, una Constitución abstracta e inaplicable, que el más leve viento había de derribar. Ciegos y sordos al sentir y al querer del pueblo que decían representar, tuvieron por mejor, en su soberbia de utopistas e ideólogos solitarios, entronizar el ídolo de sus vagas lecturas y quiméricas meditaciones que insistir en los vestigios de los pasados, y tomar luz y guía en la conciencia nacional. Huyeron sistemáticamente de lo antiguo, fabricaron alcázares en el viento, y, si algo de su obra quedó, no fue ciertamente la parte positiva y constituyente, sino las ruinas que en torno de ella amontonaron. Gracias a aquellas reformas quedó España dividida en dos bandos iracundos e irreconciliables; llegó en alas de la imprenta libre, hasta los últimos confines de la Península, la voz de sedición contra el orden sobrenatural lanzada por los enciclopedistas franceses; dieron calor y fomento al periodismo y las sociedades secretas a todo linaje de ruines ambiciones y osado charlatanismo de histriones y sofistas; fuese anublando por días el criterio moral y creciendo el indiferentismo religioso, y, a la larga, perdido en la lucha el prestigio del trono, socavado de mil maneras el orden religioso, constituidas y fundadas las agrupaciones políticas no en principios, que generalmente no tenían, sino en odios y venganzas o en intereses y miedos, llenas las cabezas de viento y los corazones de saña, comenzó esa interminable tela de acciones y de reacciones, de anarquía y dictaduras, que llena la torpe y miserable historia de España en el siglo XIX.
Ahora sólo resta consignar que todavía en 1812 nada había más impopular en España que las tendencias y opiniones liberales, [733] encerradas casi en los muros de Cádiz y limitadas a las Cortes, a sus empleados, a los periodistas y oradores de café y a una parte de los jefes militares. Cómo, a pesar de eso, lograban en el Congreso mayoría los reformadores, no lo preguntará ciertamente quien conozca el mecanismo del sistema parlamentario; pues sabido es, y muy cándido será quien lo niegue, que mil veces se ha visto en el mundo ir por un lado la voluntad nacional y por otro la de sus procuradores. Fuera de que aquellas Cortes gaditanas tuvieron, entre sus muchas extrañezas, la de haber sido congregadas por los procedimientos más desusados y anómalos, no siendo propietarios, sino suplentes elegidos en Cádiz por sus amigos y paisanos, muchos de aquellos diputados; lo cual valía tanto como si se hubieran elegido a sí mismos. Con esto y con haber excluido de las deliberaciones al brazo eclesiástico y al de la nobleza, que por cálculo prudente, seguro tratándose del primero, hubieran dado fuerza al elemento conservador, el resultado no podía ser dudoso, y aquellas Cortes tenían que ser un fiel, aunque descolorido y apagado trasunto, de la Asamblea legislativa francesa. Y, aun suponiendo que la elección se hubiera hecho en términos ordinarios y legales, quizá habría acontecido lo mismo, porque desacostumbrados los pueblos al régimen representativo, ni conocían a los hombres que mandaban al Congreso, ni los tenían probados y experimentados, ni era fácil, en la confusión de ideas y en la triste ignorancia reinante a fines del siglo XVIII, hacer muchas distinciones ni deslindes sobre pureza de doctrinas sociales, que los pueblos no entendían, si bien de sus defectos comenzasen luego a darse cuenta, festejando con inusitado entusiasmo la caída de los reformadores. Bien puede decirse que el decreto de Valencia fue ajustadísimo al universal clamor de la voluntad nacional. ¡Ojalá hubiesen sido tales todos los desaciertos de Fernando VII!
- V -
Literatura heterodoxa en Cádiz durante el período constitucional. -Villanueva («El Jansenismo», «Las angélicas fuentes»). -Puigblanch («La Inquisición sin máscara»). -Principales apologistas católicos: «El filósofo rancio».
«Ya van a salir del pozo de Demócrito las verdades que hasta aquí estuvieron ocultas y que han de ilustrar a España desde las columnas de Hércules hasta el Pirineo.»
Por tan altisonante manera anunciaba y ponderaba El Conciso las excelencias y frutos sazonadísimos de la libertad de imprenta decretada por las Cortes. Un enjambre de periódicos, folletos y papeles volantes que apenas es posible reducir a número, se encargaron de poner al alcance de la muchedumbre lo más sustancial y positivo de las nuevas conquistas. De algunos de estos periódicos y libros queda ya hecha memoria; ahora nombraremos algunos más, eligiendo los menos oscuros. [734]
Predominan los del bando jansenístico. y más que todos hicieron ruido por la antigua fama y buena literatura de su autor y aun por el cargo de diputado, que parecía dar mayor gravedad a sus palabras, los que, desembozándose ya del todo, publicó D. Joaquín Lorenzo Villanueva, tantas veces mencionado en la presente historia. Titúlase el primero El Jansenismo, diálogo dedicado al Filósofo Rancio, y suena como autor Irineo Nistactes. Redúcese a querer probar que el jansenismo, o lo que así se llamaba en España, es un mito y herejía fantástica, cosa de risa, delirio de visionarios y cantinela de necios. Para él no hay más jansenismo que el que se encierra en el Augustinus, de Jansenio, o en las proposiciones de Quesnel. Aconseja, pues, a nuestros teólogos que, en obsequio a la concordia, abandonen tales denominaciones venidas de Francia. Antiguo ardid de enemigos solapados de la Iglesia ponderar mucho las ventajas de la concordia y negar la existencia del mal que habla por boca de ellos. El Filósofo Rancio probó que el tal folleto era una sarta de errores y desvaríos teológicos imperdonables hasta en un principiante, puesto que confunde la voluntad con el albedrío, y la libertad de contrariedad con la de contradicción. En iguales paralogismos, y aun citas inexactas y truncadas, abunda el opúsculo de Las angélicas fuentes o El tomista en las Cortes (2655) que Villanueva escribió para probar que el dogma de la soberanía nacional estaba contenido en la Summa de Santo Tomás, y que los legisladores de Cádiz no habían hecho más que atemperarse a las enseñanzas del Santo, maestro y luz de todos los liberales futuros. A lo cual dio buena y cumplida contestación el P. Puigserver, dominico mallorquín y no vulgar expositor de la doctrina de Santo Tomás, en su obrilla El teólogo democrático, ahogado en «Las angélicas fuentes»..., en que se examina a fondo y se explica el sistema de los antiguos teólogos sobre e origen del poder civil, demostrando que la doctrina política de Santo Tomás destruye de raíz la pretendida soberanía del pueblo y el derecho de establecer leyes fundamentales sin sanción ni conocimiento del príncipe (2656)y (2657). [735]
De la misma fragua jansenística que los opúsculos de Villanueva salieron el Juicio histórico, canónico, político de la autoridad de las naciones sobre los bienes eclesiásticos (1813), obra de un anónimo de Alicante, que se ocultó con el seudónimo de El Solitario, y la representación, también anónima, contra los Abusos introducidos en la disciplina de la Iglesia, cuyo autor se titula Un prebendado de estos reinos. El Solitario llama sagrados vampiros a las comunidades religiosas; afirma que la Iglesia no tiene el privilegio de la infabilidad en los puntos de disciplina, sino que debe conformarse con las disposiciones políticas; excita a los pueblos a sacudir el yugo de la insensata corte de Roma; aconseja al Gobierno que se eche sobre los bienes de las iglesias y haga una saludable distribución de ellos, y hasta llega a insinuar que el purgatorio es una socaliña de los frailes. (2658)
Parejas corre con este aborto semiprotestante la exposición que Un prebendado de estos reinos dirige a las Cortes (2659), quejándose de la relajación de la disciplina, de las decretales de Isidoro Mercator y de los dictados gregorianos; implorando la protección real contra el excesivo número de clérigos patrimoniales y de capellanías, contra la inutilidad de los beneficios simples, pensiones y prestameras, la pluralidad de beneficios, la desidia de los curas párrocos, los vicios en la elección de los obispos, la relajación de los cabildos catedrales, etc. Ciertos y positivos eran algunos de los males de que el prebendado se dolía, pero erraba en no buscar su remedio donde canónicamente procedía, en vez de solicitarlo de la autoridad lega e incompetente de las Cortes.
Entre los escritores que no con máscara jansenística, sino casi de frente, atacaron entonces el catolicismo merece citarse, a par de Gallardo, al catalán D. Antonio Puigblanch, natural de Mataró, antiguo novicio de la cartuja de Montealegre, seminarista de Barcelona después, catedrático de la lengua hebrea en la Universidad de Alcalá (donde imprimió en 1808 una gramática confusa y desordenada, si bien acorde con los principios orchelianos), hombre de no vulgares conocimientos en lenguas orientales e historia eclesiástica y de muy peregrinas y exquisitas noticias en cuanto a la gramática y propiedad de la lengua castellana (2660). Para preparar la abolición del Santo Oficio publicó [736] en 1811 Puigblanch, oculto con el seudónimo de Natanael Jomtob, dieciséis cuadernos, que juntos luego formaron el libro de La Inquisición sin máscara, obra muy superior a la de Llorente, si no por la abundancia de noticias históricas, dado que Puigblanch no logró explotar los archivos del Santo Oficio, a lo menos por la erudición canónica, por el método y por el estilo. Aféanla algunos rasgos de sentimentalismo declamatorio, ni debe tenerse por verdadera historia (se escribió en tres meses), sino por alegato y acusación fiscal apasionada. Dan materia a las principales disertaciones la intolerancia del Tribunal de la Fe en cotejo con el espíritu de mansedumbre del Evangelio, con la doctrina de los Santos Padres y con la antigua disciplina de la Iglesia. El autor sale como puede de los casos de Ananías y Safira y de Elimas, de las cartas de San Agustín al procónsul Donato y a Vincencio. Quiere luego probar que la Inquisición, lejos de contribuir a mantener en su pureza la verdadera creencia, sólo es propia para fomentar la hipocresía, atajar el progreso de las ciencias, difundir errores perniciosos, apoyar el despotismo de los reyes y excitar a los pueblos a la rebelión (¡res mirabilis y contradicción insigne!), como lo prueban los motines que en Italia y Francia y aun en Aragón se opusieron a su establecimiento. Lo restante es sobre el método de enjuiciar del Santo Oficio, que gradúa de atentatorio a los derechos del ciudadano y a la seguridad individual. La argumentación vale poquísimo y peca de trivial, pero las noticias son buenas, y los documentos, mejores. Y además, ¡cosa rara en un libro del año 12!, está escrito en buen castellano, con discreción y gusto, y hasta con relativa templanza, muy extraordinaria y desusada en Puigblanch, mostrándose el autor muy entendido en letras humanas y lector de buenos y castizos libros así españoles como de la antigüedad greco-latina, de los cuales algún buen sabor ha pasado al suyo. Por lo mismo que la traza es artificiosa, y el estilo templado, y el veneno disimulado bajo dulces mieles, hubo de ser más dañoso el efecto de la Inquisición sin máscara. Y de hecho los constituyentes de Cádiz apenas usaron en la discusión más argumentos que los que ese libro les suministraba. Agotada rápidamente la primera edición, y creciendo su fama, tradújole William Walton a lengua inglesa, y el mismo Puigblanch acrecentó la traducción con notas importantes, dejando preparadas otras adiciones al original, que se conservan manuscritas. Idea suya fue e imaginación descabellada, reproducida luego por muchos comentadores del Quijote, la de suponer que en el episodio de la resurrección de Altisidora quiso Cervantes zaherir al Santo Oficio (2661). [737]
De todos estos y otros más oscuros libelistas revolucionarios dio buena cuenta el célebre dominico sevillano Fr. Francisco Alvarado, de quien ya en capítulos anteriores queda hecha memoria, y que, por decirlo así, personificó la apologética católica en aquellos días, publicando, una tras otra, cuarenta y siete cartas críticas con el seudónimo de El Filósofo Rancio. Apenas hay máxima revolucionaria, ni ampuloso discurso de las Constituyentes, ni folleto o papel volante de entonces que no tenga en ellas impugnación o correctivo. Desde la Inquisición sin máscara hasta el Diccionario crítico-burlesco, desde El jansenismo y Las angélicas fuentes hasta el Juicio de El solitario de Alicante, todo lo recorrió y lo trituró, dejando dondequiera inequívocas muestras de la pujanza de su brazo. Era su erudición la del claustro, encerrada casi en los canceles de la filosofía escolástica; pero ¡cómo había templado sus nervios y vigorizado sus músculos esta dura gimnasia! ¡De cuán admirable manera aquel alimento exclusivo, pero, sano y robustecedor, se había convertido en sustancia y medula inagotable de su espíritu! ¡Con qué claridad veía las más altas cuestiones así en sus escondidos principios como en sus consecuencias más remotas! ¡Qué haz tan bien trabado formaban en su mente, más profunda que extensa, las ideas y cómo las fecundizaba, hasta convertirlas en armas aceradísimas de polémica! No soy de los que admiran su estilo, prolijo, redundante, inculto y desaseado; y ya dije en otra ocasión lo que pensaba de sus gracias, perdonables y aun dignas de aplauso a veces por lo nativas y espontáneas, pero nunca selectas y acendradas, porque rara vez conoció el P. Alvarado la ironía blanda, sino la sátira desecha. Quizá esos mismos donaires que en lo estragado del gusto de entonces le adquirieron tanta fama, y hoy mismo se la conserva entre lectores de buen contentar y gusto poco difícil, le hayan perjudicado, en concepto de jueces más severos, para que con notoria injusticia no se le haya otorgado aún el puesto que como pensador, filósofo y controversista merece. No hay en la España de entonces quien le iguale ni aun de lejos se le acerque en condiciones para la especulación racional. Puede decirse que está solo y que llena un período de nuestra historia intelectual. Es el último de los escolásticos puros y al modo antiguo. Educado en el claustro, no tiene ni uno solo de los resabios del siglo XVIII. Sus méritos y sus defectos son españoles a toda ley; parece un fraile de fines del siglo XVII, libre de toda mezcla y levadura extraña. Él sólo piensa con serenidad y firmeza, mientras todos saquean a Condillac y Destutt-Tracy. En él solo y en el P. Puigserver vive la [738] tradición de nuestras antiguas escuelas. Lo que saben, lo saben bien y a machamartillo, y sobre ello razonan como Dios y la lógica mandan. Saben metafísica y teología, cuando todos han olvidado la teología y la metafísica, y son capaces de llamar a examen una noción abstracta, cuando todos han perdido el hábito de la abstracción. La luz esplendorosísima de los principios del Ángel de las Escuelas irradia sobre sus libros y les comunica la fortaleza que infunden siempre las ideas universales, Mirados desde tal altura, ¡cuán torpe y mezquina cosa parecen el sensualismo condillaquista, única filosofía de entonces, y aquellas retumbantes y farragosas peroraciones del Congreso de Cádiz sobre el Contrato social y la felicidad de los hombres en el estado salvaje! Gloria del P. Alvarado será siempre haber defendido, resucitado casi, para sus contemporáneos y puesto en su verdadera luz los principios de la filosofía de las leyes, en oposición a aquellos absurdos sistemas de organización social que, comenzando por suponer a los hombres dueños de sí mismos en el estado de la naturaleza, con exclusión de toda subordinación y dependencia (2662), los hacían luego formar un pacto por voluntad general, cediendo parte de su libertad, para constituir en esencia la soberanía de la nación, adquiriendo cada uno, sobre todos, los propios derechos que había enajenado de sí mismo. Ciertamente que tan hinchados desvaríos ni aun merecían un P. Alvarado que con la Summa de Santo Tomás los impugnase (2663). [739]
Capítulo III
La heterodoxia durante el reinado de Fernando VII.
I. Trabajos de las sociedades secretas desde 1814 a 1820-II. Época constitucional del 20 al 23. Disposiciones sobre asuntos eclesiásticos. Divisiones y cismas de la masonería: comuneros, carbonarios. Traducciones de libros impíos. Propagación de la filosofía de Destutt, Tracy y del utilitarismo de Bentham. Periodismo, etc.-III. Reacción de 1823. Suplicio del maestro deísta, Cayetano Ripoll, en Valencia. Heterodoxos emigrados en Inglaterra. Puigblanch: Villanueva. Literatura apologética durante el reinado de Fernando VII (Amat, Ajo Solórzano, Vélez, Hermosilla, Vidal), traducciones de apologistas extranjeros, etc.-IV. Influencia de las sociedades secretas en la pérdida de América-V. De la revolución en Portugal durante este período.
- I -
Trabajos de las sociedades secretas desde 1814 a1820.
Que la Constitución del año 12 era tan impopular como quimérica, han de confesarlo hoy cuantos de buena fe estudien aquel período. Que el pueblo recibió con palmas su abolición, es asimismo indudable. Que nunca se presentó más favorable ocasión de consolidar en España un excelente o a lo menos tolerable sistema político, restaurando de un modo discreto lo mejor de las antiguas leyes, franquicias y libertades patrias, enmendando todo lo digno de reforma y aprovechando los positivos adelantos de otras naciones, tampoco lo negará quien considere que nunca anduvieron más estrechamente aliados que en 1814 Iglesia, trono y pueblo. Ningún monarca ha subido al trono castellano con mejores auspicios que Fernando VII a su vuelta de Valencey. El entusiasmo heroico de los mártires de la guerra de la Independencia había sublimado su nombre, dándole una resonancia como de héroe de epopeya, y Fernando VII no era para los españoles el príncipe apocado y vilísimo de las renuncias de Bayona y del cautiverio de Valencey, sino una bandera, un símbolo, por el cual se había sostenido una lucha de titanes, corroborada con los sangrientos lauros de Bailén y con los escombros de Zaragoza. Algo de la magnanimidad de los defensores parece como que se reflejaba en el príncipe objeto de ella, cual si ungiese y santificase su nombre el haber sido invocado por los moribundos defensores de la fe y de la patria. Las mismas reformas de las Cortes de Cádiz y el muy subido sabor democrático de la Constitución que ellas sancionaron contribuía a encender más y más en los ánimos del pueblo español [740] la adhesión al prisionero monarca, cuya potestad veían sediciosamente hollada en su propia tierra, como si los enemigos del trono y del régimen antiguo hubieran querido aprovecharse arteramente del interregno producido por la cautividad del rey y por la invasión extraña. Del abstracto y metafísico fárrago de la Constitución, pocos se daban cuenta ni razón clara, pero todos veían que con sancionar la libertad de imprenta y abatir el Santo Oficio había derribado los más poderosos antemurales contra el desenfreno de las tormentas irreligiosas que hacía más de un siglo bramaban en Francia. Además, el intempestivo alarde de fuerza que los constituyentes gaditanos hicieron, reformando frailes y secularizando monasterios, encarcelando y desterrando obispos, rompiendo relaciones con Roma e imponiendo por fuerza la lectura de sus decretos en las iglesias, había convertido en acérrimos e inconciliables enemigos suyos a todo el clero regular, a la mayor y mejor parte del secular y a todo el pueblo católico, que aún era en España eminentemente frailuno. La Constitución, pues, y toda la obra de las Cortes, cayó sin estruendo ni resistencia y aun puede decirse que fue legislación nonata. Para sostenerla no tenía a su lado más que a sus propios autores, a los empleados del Gobierno constitucional en Cádiz, a los militares afiliados en las logias, a una parte de nuestra aristocracia, que para errarlo en todo se entregaba de pies y manos a sus naturales adversarios; a un escaso pelotón de clérigos jansenistas o medio volterianos y al baldío tropel de abogados declamadores y sofistas de periódicos, lepra grande de nuestro estado social entonces como ahora, aprendices de conspiradores y tribunos y aspirantes al lauro de Licurgos y Demóstenes en la primera asonada.
Tales elementos no eran ciertamente para infundir grave temor a un Gobierno que hubiera mostrado buena fe, oportuna y saludable firmeza y celo del bien público. Con cumplir Fernando VII al pie de la letra lo que había estampado en el manifiesto de Valencia: «Yo trataré con los procuradores de España y de las Indias, en Cortes legítimamente convocadas, de establecer sólida y legítimamente cuanto convenga al bien de mis reinos», hubiéranse ahorrado, de fijo, muchos desaciertos, y a lo menos no se hubieran engrosado las filas de la revolución con tantos, que siendo españoles y realistas en el fondo de su alma, aborrecían y detestaban el despotismo ministerial del siglo XVIII y la dictadura de odiosas camarillas, y creían y afirmaban, como el mismo rey lo afirmó en el citado decreto, que «nunca en la antigua España fueron déspotas sus reyes, ni lo autorizaron sus buenas leyes y constituciones». Los liberales habrían conspirado de todas suertes; pero ¡cuán difícil, si no imposible, les hubiera sido el triunfo! Mucho desaliento hubo de dejar en los ánimos aquel triste Gobierno de los seis años para que en 1820 le vieran caer poco menos que sin lástima los mismos [741] que en 1814 habían puesto en él sus más halagüeñas esperanzas.
Y no fue ciertamente lo que les separó de él la persecución, innecesaria y odiosa, de los diputados y servidores de las antiguas Cortes. Ni menos los decretos, solicitados y acogidos con el más unánime entusiasmo, que restablecieron en España el Tribunal del Santo Oficio (21 de julio de 1814), anularon la reforma de regulares decretada por las Cortes y echaron abajo la tiránica pragmática de Carlos III sobre extrañamiento de los jesuitas. Actos eran todos éstos de rigurosa justicia y en que ningún católico íntegro y de veras puso reparo ni tilde. La vuelta de los jesuitas (2664), tras de ser vindicación necesaria de una iniquidad absolutista sin ejemplo, era el único modo de poner en orden y concierto la pública enseñanza, maleada desde fines del siglo XVIII con todo linaje de falsa ciencia y de malsanas novedades.
El alma estuvo en que, fuera de esta reacción religiosa, no se advirtió en el nuevo Gobierno ventaja alguna respecto de los peores gobiernos del siglo XVIII, antes parece que en él se recrudecieron y pusieron más de manifiesto los vicios radicales del poder monárquico, ilimitado y sin trabas, aquí agravados por el carácter personal del rey y por la indignidad, torpeza y cortedad de luces de sus consejeros. Cierto que los tiempos eran asperísimos, ni podía tenerse por fácil empresa la de gobernar un país convaleciente de una guerra extranjera y molestado en el interior por la polilla de las conspiraciones. Pero así y todo, bien hubiera podido exigírseles que levantaran y sostuvieran, algo más que lo hicieron, el prestigio de la nación ante los extraños, no consintiendo que fuera olvidada o escarnecida en los tratados de Viena la que había derribado la primera piedra del coloso napoleónico; que no pasasen neciamente por tan burdos engaños como el de la compra de los barcos rusos y, sobre todo, que no soltasen los diques a aquel torrente de oscuras intrigas, de sobornos, de cohechos, de inmoralidades administrativas, sólo excedidas luego por las de los gobiernos parlamentarios. Perversa fue aquella administración, y no tanto por absoluta cuanto por rastrera y miserable, sin ideas, propósito ni grandeza y mezclada de debilidad y de violencia. Y tanto lo fue, que sólo pudo hacerla buena la ridícula mascarada constitucional de los tres años.
La aviesa condición de Fernando VII, falso, vindicativo y malamente celoso de su autoridad, la cual por medios de bajísima [742] ley aspiraba a conservar incólume con el trivial maquiavelismo de oponer unos a otros a los menguados servidores que de intento elegía, haciéndolos fluctuar siempre entre la esperanza y el temor, explica la influencia ejercida en el primer tercio de su reinado por las diversas camarillas palaciegas, y especialmente por aquella de que fueron alma los Alagones, Ugartes y Chamorros (2665), en cuyas manos se convirtió en vilísimo tráfico la provisión de los públicos empleos. Manifestábase entre tanto la flaqueza de aquel desventurado Gobierno en el no atajar o atajar de mala manera las perennes conspiraciones de los liberales, que, con tener por sí escasa fuerza, medraban e iban adelantando camino gracias al lazo secreto que los unía y al general desconcierto y a la desunión de sus contrarios. Alma y centro de todos los manejos revolucionarios era, como han confesado después muchos de los que en ellos a tomaron parte, aquella «sociedad secreta, de antigua mala fama, condenada por la Iglesia, mirada con horror por la gente piadosa, y aun por la que no lo era mucho, con sospecha»; en una palabra, la francmasonería, a la cual claramente alude Alcalá Galiano, de quien son las palabras antedichas. Introducida en España desde el reinado de Fernando VI, propagada extraordinariamente por los franceses y los afrancesados en la guerra de la Independencia, tuvo menos influjo en las deliberaciones de las Cortes de Cádiz, si bien alguno ejerció, sobre todo para fomentar los motines de las falerías y los escándalos de la prensa. Pero en 1814, el común peligro y el fanatismo sectario congregaron a los liberales en las logias del rito escocés, y bien puede decirse que apenas uno dejó de afiliarse en ellas y que toda tentativa para derrocar el Gobierno de Fernando VII fue dirigida o promovida o pagada por ellas (2666).
El relato de conspiraciones militares es ajeno del propósito de este libro, y otros hay en que el lector puede satisfacer su curiosidad a poca costa. Aquí baste indicar, como muestra de la época y de los hombres y de la fortaleza y sabiduría de aquel Gobierno, que el jefe de la reorganizada masonería española vino a ser (mirabile dictu!) el capitán general de Granada, conde de Montijo, el famoso Tío Pedro del motín de Aranjuez, revolvedor perenne de las turbas, tránsfuga de todos los partidos y conspirador incansable no más que por amor al arte. A tal hombre confiaron aquellos descabellados ministros el mando militar de Andalucía alta, del cual se aprovechó para levantar (son palabras de su camarada Van-Halen), en el silencio más sagrado, [743] un templo a las luces y al patriotismo perseguido (2667). Acontecía esto a mediados de 1816. Los oficiales prisioneros en la guerra de la Independencia habían vuelto de Francia catequizados en su mayor número (Riego, San Miguel, etc., etc.) por las sociedades secretas y comenzaron a extender una red de logias por todas las plazas militares de la Península. Se conspiraba casi públicamente no sólo en Granada, sino en Cádiz, en Barcelona, en La Coruña y en Madrid mismo. El famoso aventurero Van-Halen, que pasándose del ejército francés al nuestro, logró con extraños ardides que en 1814 recobráramos las plazas de Lérida, Monzón y Mequinenza, había establecido una logia en su casa de Murcia, junto al cuartel del regimiento. A ella pertenecían Torrijos, Romero Alpuente, López Pinto, cuyo nombre de guerra era Numa, todos de ruidosa más que honrosa nombradía en años posteriores. De los oficiales de las guarniciones de Cartagena y Alicante, apenas había uno que no se entendiera con el centro murciano, que tuvo parte muy señalada con los preparativos de la intentona de Lacy en 1817.
Tan imprudentes y descubiertos andaban los del gremio conspirador, que poco trabajo costó sorprender, a los pocos meses, la logia de Madrid, si bien, al decir de Alcalá Galiano, no era ésta de las más importantes por la calidad de las personas que la formaban: «Gente ardorosa, pero de poco nombre o corto influjo.» Casi todos lograron ponerse en salvo, si no fue Van-Halen, que había venido desde Murcia a dirigir el movimiento. Tienen el carácter de farándula y novela las Memorias que luego escribió contando su prisión y fuga de los calabozos inquisitoriales, que apenas es posible discernir en ellas la parte de verdad. Que le procesó la Inquisición, es cierto; pero que se le aplicara el tormento, el mismo Usoz lo niega (2668). Invalidada públicamente esta narración en punto tan sustancial cuando aún vivía Van-Halen, y por un enemigo fanático y jurado, no ya de la Inquisición, sino del catolicismo, como lo fue el editor de los Reformistas Españoles, apenas es lícito valerse del libro de Van-Halen como autoridad histórica, ni tomar por lo serio el descoyuntamiento de su brazo en el potro y los coloquios que tuvo con Fernando VII exhortándole a entrar en la masonería y prometiéndole [744] el favor de sus adeptos, lo cual el rey oyó no del todo disgustado. Abonado era Femando VII para no escandalizarse de esto ni aun de mucho más, pero tampoco le faltaba sagacidad para conocer lo que podía esperar del patrocinio de las sociedades secretas. Lo cierto es que a Van-Halen le costó poco huir de las cárceles del Santo Oficio, ya que le prestaron ayuda para la evasión, hasta que salió del territorio de la Península, todos sus correligionarios, cuyos nombres da él muy a la larga, desde La Coruña a Valencia y desde Cádiz a Bilbao. En Alcalá de Henares había otra logia, a la cual pertenecían la mayor parte del Colegio de Ingenieros y muchos estudiantes y catedráticos de la Universidad; el local de sesiones era el Colegio de Málaga (2669).
La Inquisición, dirigida por el obispo de Almería, D. Francisco Xavier de Mier y Campillo, publicó un edicto en 5 de mayo de 1815 (2670) «contra los errores y las doctrinas nuevas y peligrosas, nacidas de la deplorable libertad de escribir, de imprimir y de publicar toda especie de errores», y trabajó algo, si bien con poco fruto, contra francmasones, escapándosele los de mayor cuenta Así es que tengo por de muy dudoso crédito la siguiente especie que se lee en la obra masónica Acta Latomorum (2671): «El 25 de septiembre de 1814 fueron presos en Madrid dieciséis individuos sospechosos de pertenecer a las logias masónicas, entre ellos el marqués de Tolosa, el canónigo Martínez Marina, el Dr. Luque, médico de la corte; el general Álava, ayudante de lord Wellington, y algunos extranjeros, franceses, italianos y alemanes domiciliados en España.» No es menos falsa y absurda la noticia que dan las mismas Actas de haber muerto en 1819 en el tormento muchos masones distinguidos de Murcia.
Lo cierto es que ni la Inquisición ni la Policía lograron dar con los verdaderos caudillos del movimiento masónico, sino con adeptos oscurísimos o con antiguos afrancesados que se acogieron a indulto y misericordia (2672). Ni siquiera llegó a ser sorprendida nunca la logia de Cádiz, más activa, numerosa y rica que ninguna, autora y promovedora principal de la insurrección de las tropas destinadas a América. Y eso que los trabajos de esta logia eran casi de notoriedad pública, y públicas sus inteligencias con el conde de La Bisbal, a quien con insigne locura proseguía sosteniendo el Gobierno al frente de las tropas acantonadas en la isla aun después de tener inequívocas muestras de su proceder doloso y de su movedizo carácter.
«Los hermanos de 1819 -escribe Alcalá Galiano- teníamos bastante de fraternal en nuestro modo de considerarnos y tratarnos. El común peligro, así como el común empeño en una tarea que veíamos trabajosa y divisábamos en nuestra ilusión [745] como gloriosísima..., nos unía con estrechos lazos, que, por otro lado, eran sobremanera agradables, porque contribuían en mucho al buen pasar de la vida. Así es que al poner el pie en Sevilla, donde yo había parado poco tiempo, me encontré rodeado de numerosos amigos íntimos, a los más de los cuales sólo había hablado una o dos veces en época anterior, cuando a otros veía entonces por vez primera. Al momento fui informado de que en Cádiz estaba todo preparado para un levantamiento» (2673).
Antes de él habían estallado sucesivamente, y sin fruto, hasta trece conspiraciones, de mayor o menor entidad, entre las cuales merecen especial recuerdo la tentativa de Mina, en 1814, para apoderarse de la ciudadela de Pamplona; la de Porlier, en La Coruña, en septiembre de 1815; la de Lacy, en Cataluña, en 1817; la de Vidal, en Valencia, en 1819, y el conato de regicidio de Richard, abominable trama, cuyos cómplices habían sido iniciados por el sistema masónico del triángulo. La efusión de sangre con que tales intentonas fueron reprimidas y castigadas contribuyó a encender más y más la saña y encarnizamiento de los vencidos liberales; y de nada sirvieron las veleidades de clemencia en el Gobierno ni el decreto de 26 de enero de 1816, que declaró abolidas las comisiones militares, prohibió las denominaciones de liberales y serviles y mandó cerrar en el término de seis meses todas las causas políticas. La clemencia pareció debilidad o miedo; la dureza, tiranía o ferocidad, y fue haciéndose lucha de razas lo que en otro país hubiera sido lucha de partidos.
Un motín militar vergonzoso e incalificable, digno de ponerse al lado de la deserción de D. Oppas y de los hijos de Witiza, vino a dar, aunque no rápida ni inmediatamente, el triunfo a los revolucionarios. La logia de Cádiz, poderosamente secundada por el oro de los insurrectos americanos (2674) y aun de los ingleses y de los judíos gibraltareños, relajó la disciplina en el ejército destinado a América, introduciendo una sociedad en cada regimiento; halagó todas las malas pasiones de codicia, ambición y miedo que pueden hervir en muchedumbres militares, prometió en abundancia grados y honores, además de la infame seguridad que les daría el no pasar a combatir al Nuevo Mundo, y de esta suerte, en medio de la apática indiferencia de nuestro pueblo, que vio caminar a Riego desde Algeciras a Córdoba sin que un solo hombre se le uniese en el camino, estalló y triunfó el grito revolucionario de Las Cabezas de San Juan, entronizando de nuevo aquel abstracto código, ni solicitado ni entendido. Memorable ejemplo que muestra cuán fácil es a una facción osada y unida entre sí por comunes odios y juramentos tenebrosos sobreponerse al común sentir de una nación entera [746] y darle la ley, aunque por tiempo breve, ya que siempre han de ser efímeros y de poca consecuencia tales triunfos, especie de sorpresa o encamisada nocturna. Triunfos malditos además cuando se compran, como aquél, con el propio envilecimiento y con la desmembración del territorio patrio (2675).
- II -
Época constitucional del 20 al23.-Disposiciones sobre asuntos eclesiásticos. -Divisiones y cisma de la masonería: comuneros, carbonarios. -Traducciones de libros impíos. -Propagación de la filosofía de Destutt-Tracy y del utilitarismo de Bentham. -Periodismo, etc.
El rápido triunfo de los constitucionales produjo en la mayoría de las gentes más asombro que placer ni disgusto. Con ser tan numerosos los realistas, carecían de toda organización o lazo que los uniese, y, faltos todavía de la animosidad que sólo nace de contradicción y lucha franca, en que se deslindan los campos, tal como la que estalló luego; descontentos además del flojo, inepto y desatentado gobierno de aquellos seis años, miraban con indiferencia por lo menos, aunque esperasen con curiosidad, los actos de la bandería triunfadora.
Ésta se desembozó luego, y mostró que desde 1812 no había olvidado ni aprendido nada. Apenas jurada por el rey la Constitución, [747] vino el decreto de abolir el Santo Oficio, esta vez definitivamente (9 de marzo de 1820). Una turba invadió las cárceles del Tribunal en demanda de potros y aparatos de tortura, parodiando la toma de la Bastilla, pero con el triste desengaño de no hallar nada de lo que buscaban ni más reo encarcelado que a un fanático legitimista francés, rector del Hospital de San Luis (2676).
En el nuevo Ministerio predominaron los elementos de las Cortes de Cádiz: Argüelles, García Herreros, Porcel, Canga y Pérez de Castro, salidos en triunfo de cárceles y presidios, pero calificados muy luego de constitucionales tibios por los que, a título de conspiradores de la víspera y de elemento joven, querían repartirse el botín sin participantes. En las Cortes aparecieron mezclados unos y otros (2677), sin que faltasen de los antiguos Muñoz Torrero, Villanueva, Espiga (electo por los suyos arzobispo de Sevilla) (2678), Calatrava, Álvarez Guerra, Martínez de la Rosa y Toreno, a los cuales se agregaron personajes que ya de atrás tenían por diversos conceptos celebridad alta por más que no se hubiesen sentado en los escaños del Congreso gaditano. Así, Martínez Marina, mirado como oráculo en materias de gobierno representativo; así, el P. Martel, D. Justo García, Salas y otros catedráticos de Salamanca, que traían consigo el funesto espíritu de aquella escuela en los últimos tiempos; así hombres insignes en las ciencias naturales, como Rojas Clemente, Lagasca y Azaola, o en las matemáticas y en la náutica, como Císcar, o en la erudición y en las letras humanas, como Clemencín. Sobre todos ellos fue alzándose poco a poco la voz de los agentes de las logias y de los demagogos furibundos al modo de Romero Alpuente o Moreno Guerra.
Hasta dos docenas de clérigos, casi todos jansenistas, daban el tono en las cuestiones canónicas. Su primer triunfo fue la supresión de los jesuitas en 14 de agosto; admirable preámbulo para un régimen de libertad. Al mismo tenor fue todo; prohibióse a las órdenes dar hábitos ni admitir nuevos profesos. Se mandó cerrar todo convento que no llegara a veinticuatro individuos; radicalísima medida que echaba por tierra la mitad de los de España (2679). Se suprimieron todos los monacales, incluso los benedictinos de Aragón y Cataluña. Desaparecieron los conventos y colegios de las órdenes militares y los Hospitalarios de San Juan de Dios. Se eximió a los religiosos de la obediencia de todo prelado que no fuese el conventual elegido por ellos o [748] los ordinarios respectivos (2680). Declarándose bienes nacionales los de las comunidades extinguidas, indemnizando irrisoriamente con una cortísima pensión a los exclaustrados, y aun ésta se suprimió luego por gravosa. Dióse libertad a las monjas para salir de la clausura, aunque, con general asombro, apenas hubo una que de tal libertad se aprovechase. Por decreto de 29 de junio se redujo el diezmo a la mitad de lo que venía pagándose; se estableció en todas las cabezas de obispado una junta diocesana para hacer la distribución de sus dotaciones al clero y a las iglesias y se impuso al clero un subsidio general de 30 millones de reales sobre el valor de los diezmos. La ley de extinción de mayorazgos y vinculaciones (11 de octubre de 1820) hirió de raíz los patronatos y capellanías, que entraron en la general desamortización. En vano Fernando VII quiso oponerse a tales providencias, sobre todo a la reforma de conventuales, porque sus consejeros le hicieron suscribirla a la fuerza (25 de octubre) con el amago de un motín, ya preparado por las sociedades patrióticas. En vano protestó el nuncio y Pío VII se quejó con elocuente amargura del torrente de libros y doctrinas perniciosas que inundaba a España, de la violación de la inmunidad eclesiástica, de los proyectos de abolición total del diezmo, de la obligación del servicio militar impuesta a los clérigos y a los frailes, de las leyes que franqueaban y barrenaban la clausura y, finalmente, de las continuas heridas a la disciplina y a la unidad católica (16 de septiembre de 1820). Todo inútil: las Cortes prosiguieron desatentadas su camino, dando pedantescas instrucciones a los obispos sobre el modo como habían de redactar sus pastorales y los edictos, encausando y extrañando al general de los capuchinos, Fr. Francisco de Solchaga, por un papel que imprimió contra la reforma de regulares; expulsando de estos reinos al obispo de Orihuela, D. Simón López, antiguo diputado en Cádiz, porque se negó a cumplimentar el absurdo [749] decreto que intimaba a los párrocos explicar desde el púlpito la Constitución y ensalzar sus ventajas en las misas mayores (2681)y (2682).
El asesinato del cura de Tamajón (2683), precedido por las infamias jurídicas de su proceso; la sangrienta apoteosis del martillo; el extrañamiento del arzobispo de Tarragona y de los obispos de Oviedo, Menorca y Barcelona, Tarazona, Pamplona y Ceuta; la tumultuaria expulsión del arzobispo de Valencia, don Veremundo Arias; los nuevos decretos de las Cortes de 1822 ordenando el arreglo del clero, trasladando a los eclesiásticos de unas diócesis a otras y declarando vacantes las sedes de los obispos desterrados; el embarque en masa de los frailes de San Francisco, de Barcelona, en número de setenta dos, y, finalmente, el asesinato del anciano y venerable obispo de Vich, Fr. Ramón Strauch, en la llamada tartana de Rótten, en 16 de abril de 1823, anunciaron una época de terror semejante a la de los revolucionarios franceses, y lanzaron a los realistas, sobrecogidos al principio de espanto, a una insurrección abierta, organizándose como por encanto numerosas partidas y guerrillas, que renovaron, sobre todo en Cataluña (2684), los portentos de la [750] guerra de la Independencia. El Trapense (Fr. Antonio Marañón) asaltó, con el crucifijo en la mano, los muros de la Seo de Urgel (21 de junio de 1822), pasó a cuchillo la guarnición e instaló allí una regencia compuesta del marqués de Mataflorida, el barón de Eroles y el obispo de Menorca, luego arzobispo de Tarragona, D. Jaime Creus, la cual, reconocida como autoridad suprema por las demás juntas insurrectas y por toda la gente levantada en armas, comenzó a decretar en nombre de Fernando VII y a entenderse secretamente con la corte y con las potencias extranjeras, enviando comisionados al Congreso de Verona. Siguióse una guerra civil, feroz y sin cuartel ni misericordia, en que los jefes revolucionarios parecieron andar a la puja en matanzas, devastaciones, saqueos y brutalidades de toda laya. Mina arrasa a Castelfullit, sin dejar piedra sobre piedra, y, remedando bárbaramente el decreto de la Convención francesa contra los federalistas de Lyón, levanta en los escombros un padrón con esta letra: «Pueblos, tomad ejemplo; no alberguéis a los enemigos de la Patria» (2685). Rótten hace salir de Barcelona en su fúnebre tartana a todos los prisioneros y sospechosos y les prepara en el camino, a guisa de malhechor, emboscadas donde todos sucumben. Así perecieron el obispo de Vich, Fr. Ramón Strauch, y el lego que le acompañaba (2686); así en 17 de noviembre [751] de 1822, veinticuatro vecinos de Manresa, entre ellos el jesuita Urigoitia, consumado humanista; el canónigo Tallada, que tenía fama de matemático, y el Dr. Font y Ribot, que la disfrutaba no menor de canonista (2687). En La Coruña, el brigadier don Pedro Méndez-Vigo, parodiando el proconsulado de Carrier en Nantes, manda arrojar al mar a bayonetazos, entre las sombras de la noche, a 51 presos políticos (muchos de ellos clérigos y frailes), cuyos cadáveres sangrientos y deformados, machacados los cráneos con los remos de los asesinos, vinieron al día siguiente (24 de julio de 1823) (2688), arrojados por la ola, a dar testimonio de la ferocidad jacobina y a encender inextinguible sed de venganza en el ánimo de los realistas. Quienes hablan del terror de 1827 y de las comisiones militares y de la época de Chaperón, sin duda han perdido la memoria de las infinitas atrocidades de los tres años, no reveladas ciertamente por los enemigos del régimen constitucional (siempre tardos y olvidadizos en escribir), sino por los mismos liberales, que en destierro se las echaban mutuamente en cara. Gracias al folleto de Presas y a los Opúsculos de Puigblanch y a otros libros así de demagogos cínicos y maldicientes, sabemos, v.gr., que el Empecinado entró en Cáceres acuchillando hasta a los niños; que en un solo día fusiló el coronel González a 300 prisioneros que bajo el seguro de su palabra se le habían rendido; que en Granada fueron asaltadas las cárceles y reproducidas las matanzas dantonianas en las personas del P. Osuna y de otros cinco realistas presos; que otro tanto aconteció en Orense; que uno de los primeros actos de [752] Riego en su desdichada expedición de agosto de 1823 fue apoderarse en Málaga de la plata de las iglesias y, finalmente, que la anarquía militar y populachera más feroz se entronizó por todos los ámbitos de la Península, verdadero presidio suelto en aquellos días. Atroces fueron las represalias de los anticonstitucionales entonces mismo y sobre todo después; atroces y abominables; pero ¿a quién toda la primera culpa? ¿Quién puede tirar la primera piedra? (2689)
Instigadores de tan brutales excesos eran las sociedades secretas, ya muy hondamente divididas. El triunfo las hizo salir a la superficie y aun contradecir a su nombre y objeto, dando toda la posible publicidad a sus operaciones e influyendo ostensiblemente en los gobiernos, cuyas candidaturas se fraguaban en sus logias. La masonería había hecho la revolución, y ella recogió los despojos; pero ¿cómo había de poder contentar todas las ambiciones ni premiar a todos los suyos con pingües y honoríficos empleos, que les diesen participación en el manejo de la república? De aquí el descontento y al fin el cisma. El estado de la sociedad en 1820 lo describe así uno de los principales afiliados (2690): «La sociedad secreta determinó seguir unida y activa, siendo gobierno oculto del Estado, resuelta al principio a ser auxiliar del Gobierno legal, pero llevada en breve, por impulso inevitable, a pretender dominarle y a veces a serle contraria. Poco varió la sociedad su planta antigua. Fue adoptado en ella el sistema de representación o electivo. Madrid vino a ser la residencia del cuerpo supremo (Grande Oriente), director o cabeza de la sociedad entera. Componíanle representantes de los cuerpos llamados capítulos, constituidos en los tribunales de provincia, y compuestos de representantes de los cuerpos inferiores repartidos en diferentes poblaciones, o en los regimientos del ejército, que los tenían privativos suyos, siendo de ellos, a la par con los oficiales, uno u otro sargento... Estaba formado el gobierno supremo oculto, si oculto puede llamarse uno cuya existencia es sabida y nadie trata de encubrir, de personajes de tal cual nota y cuenta. Del primer Ministerio constitucional a que dio nombre Argüelles, ni uno solo era de la sociedad... hasta después de cumplirse el segundo tercio de 1820. Pero tenía en el mismo cuerpo asiento el conde de Toreno, ilustre ya por más de un título, si bien a la sazón mero diputado a Cortes... Estaba asimismo en él D. Bartolomé GALLARDO... Predominaba, con todo, en el gobierno de la sociedad, como en ella entera, el interés, más que las doctrinas, de los hombres de 1820, los cuales comenzaban a llamarse así por lo mismo que su interés iba siendo otro que el de los hombres de 1812.»
Estalló al fin la discordia que paró en proscripción o expulsión [753] de muchos de los antiguos, especialmente del conde de Toreno, si bien, predominando luego el espíritu conservador entre los francmasones, tuvieron por bien algunos de los ministros, especialmente Argüelles y Gil de la Cuadra, entrar en el gremio, siquiera no pasasen nunca de los grados inferiores
Disgustó a muchos de los Hermanos y aun les pareció cobarde flaqueza esta transacción con el Poder, y desde entonces comenzaron a mirar de reojo los ritos y ceremonias de la antigua sociedad, que se les antojaba ya cosa aristocrática y conservadora. Y como hubiese oído a GALLARDO, que entonces figuraba entre los descontentos y hacía raya por lo exaltado, la especie de que convenía fundar una sociedad de carácter español y castizo, en que todo fuese acomodado a los antiguos usos, libertades y caballerosidades de nuestra tierra, sin farándulas humanitarias ni fraseologías del rito caledonio, acordaron disfrazarse de comuneros y vengadores de Juan de Padilla; no de otra suerte que los masones, retrotrayendo más allá sus erudiciones históricas, se proponían, y siguen proponiéndose, vengar la soñada muerte de maestro de obras del templo de Salomón a manos de sus aprendices. De la misma manera, se parodió todo: las logias se llamaron torres, a las cintas verdes sustituyeron las moradas; el Gran Oriente se trocó en Gran Castellano; en las reuniones se ostentaba sobre una mesa una urna con ciertos huesos, que decían ser de Padilla; en el acto de la recepción, el aspirante se cubría con una rodela, y en ella recibía la estocada simbólica. Parecieron renacer los tiempos de don Quijote, convirtiéndose en realidad, aunque con harta menos poesía, las imaginaciones del gran novelista. Dividíase la Confederación en comunidades, y éstas en merindades, subdivididas luego en castillos y fortalezas, con sus respectivos alcaldes, plazas de armas y cuerpo de guardia, compuesto de diez lanzas. Otras siete defendían la empalizada y el rastrillo. El aspirante, con los ojos vendados, se acercaba a las obras exteriores del castillo y el centinela le preguntaba: «¿Quién es?», y respondía el comunero que hacía de padrino: «Un ciudadano que se ha presentado con bandera de parlamento a fin de ser alistado.» Y replicaba el centinela: «Entregádmele y le llevaré al cuerpo de guardia de la plaza de armas.» En tal punto, oíase de súbito una voz que mandaba echar el puente levadizo y cerrar los rastrillos, lo cual se hacía con grande estrépito de hierros cadenas. Aterrado así el pobre neófito, entraba en el cuerpo de guardia (parodia de la sala de las meditaciones), henchida toda de viejas y mohosas armaduras traídas de la prendería más cercana; algunas de ellas ensangrentadas y con ciertos letreros que infundían respeto a las virtudes cívicas. Allí continuaba sus propósitos de alistamiento, logrando de tal suerte penetrar, conducido por el alcaide en la sala de armas, donde el presidente, quitándole al fin la venda, le dirigía en voz teatral y campanuda estas palabras. «Acercaos y poned la mano extendida sobre este escudo [754] de nuestro jefe Padilla y con todo el ardor patrio de que seáis capaz pronunciad conmigo el juramento que debe quedar grabado en vuestro corazón para nunca jamás faltar a él: juro ante Dios y esta reunión de caballeros comuneros guardar solo y en unión con los confederados, todos nuestros usos, fueros, costumbres, privilegios y cartas de seguridad, y todos nuestros derechos, libertades y franquezas para siempre jamás. Juro impedir solo y en unión con los confederados, por cuantos medios me sean posibles, que ninguna corporación ni persona, sin exceptuar al rey o reyes que vinieren después, abusen de su autoridad ni atropellen nuestras leyes, en cuyo caso juro, unido a la Confederación, tomar justa venganza... Juro, imitando a los ilustres comuneros de la batalla de Villalar, morir primero que sucumbir a la tiranía o a la opresión. Juro, si algún caballero comunero faltare en todo o en parte a estos juramentos, el matarle luego que le declarase la Confederación por traidor, y, si yo faltare a todo o parte de estos mis juramentos, me declaro yo mismo traidor y merecedor de ser muerto con infamia y que se me cierren las puertas y rastrillos de todas las torres, castillos y alcázares, y para que ni memoria quede de mí, después de muerto, se queme me y las cenizas se arrojen a los vientos.» Acto continuo, hacía cubrirse al candidato con la rodela vieja, que llamaban escudo de Padilla, y, mientras el alcalde le calzaba las espuelas y le ceñía la espada en son de armarle caballero, no de otra guisa que el ventero al ingenioso hidalgo, endoctrinábale, entre benévolo y severo, con tales consejos y advertimientos: «Ese escudo de nuestro jefe Padilla os cubrirá de todos los golpes que la maldad os aseste si cumplís con los sagrados juramentos que acabáis de hacer; pero, si no los cumplís, todas estas espadas no sólo os abandonarán, sino que os quitarán el escudo para que quedéis al descubierto y os harán pedazos en justa venganza de tan horrendo crimen.» A su vez, el capitán de llaves le ponía en la mano izquierda el pendón morado de la Confederación y le decía: «Este es el invencible y glorioso pendón empapado en la sangre de Padilla. La Patria y toda la Confederación espera de vos que imitéis a aquel héroe, muriendo antes de consentir sea ultrajado por ningún tirano este glorioso estandarte» (2691). [755]
Por muy increíble que parezca que tal cúmulo de sandeces, digno de Félixmarte de Hircania o de Cirongilio de Tracia, hayan cabido en cerebros de hombres sanos, es lo cierto que, burla burlando, la comunería llegó a contar en 1822 más de cuarenta y nueve torres y de diez mil afiliados en toda España, que se distinguían por la exaltación y la violencia, y a quienes se debieron muchas de las más escandalosas fechorías de aquel período, siquiera los masones, para evitar la deserción en sus filas, procurasen rivalizar con ellos en intransigencia, mamarrachadas y barbarie, como a su vez lo hicieron inmediatamente después los realistas, aunque por opuesto estilo. Contra lo que pudiera esperarse, GALLARDO no formó parte de la nueva sociedad, sino que continuó en la antigua, celoso de que los comuneros le hubiesen robado su pensamiento y enojado con sus disparates arqueológicos. Fueron cabezas de los comuneros el viejo magistrado Romero Alpuente, aquejado de la manía de emular a Robespierre y autor de la célebre frase: «La guerra civil es un don del cielo»; Moreno Guerra, otro personaje extravagantísimo, caballero andaluz, muy dado a la lectura de Maquiavelo, a quien citaba inoportunamente a cada paso, orador risible e incoherente; el brigadier Torrijos; un oficial de Artillería llamado Díaz Morales, que pasaba por loco y por republicano; el famoso D. José Manuel Regato, espía doble, vendido a Fernando VII y a la revolución, Mejía, que redactaba el soez y chabacano Zurriago, principal órgano de la secta, y quizá Flórez Estrada y algunos otros. Recibía la sociedad su mayor fuerza de los elementos militares con que contaba, y especialmente de la inclinación marcada, luego adhesión absoluta, de Riego. Mezcladas y aliadas con las torres de comuneros, aun, que con flaco poder y escaso número y distinguiéndose sólo por la mayor perversidad, hubo ventas de carbonarios, importadas de Italia y difundidas por algunos emigrados napolitanos y piamonteses (Pachiaroti, D'Atelly, Pecchio) en Barcelona y otras partes de Cataluña, en Valencia y Málaga, y hasta en Madrid, donde contribuyó a propagarlas Díaz Morales (2692). El general Pepé, fugitivo de Nápoles, fundó en Barcelona una Sociedad Europea, o cosmopolita, compuesta de italianos refugiados y de algún español oscurísimo y de dudosos antecedentes, la dirigía el abogado piamontés Prina. En Madrid, una sociedad de emigrados franceses trabajaba contra los Borbones de allende; pero ésta no se entendía con los comuneros, sino con la francmasonería. Para mayor desconcierto, y como si nadie acertara entonces a gobernar sino por el tortuoso camino de las sombras y del misterio, hasta a los liberales moderados y enemigos de la anarquía, a los que meditaban una reforma de la Constitución, [756] a los Martínez de la Rosa, Toreno, Felíu y Cano Manuel, se atribuyó el haber formado, bajo la presidencia del príncipe de Anglona, una sociedad semisecreta, que se llamó de Los Amigos de la Constitución, y que nada hizo ni sirvió para nada, siendo apoderada por sus enemigos con el mote de sociedad de los anilleros, por el anillo que como señal para distinguirse usaban sus adeptos.
Qué delicioso estado político resultaría de esta congeries de elementos anárquicos, júzguelo por sí el discreto lector. Hasta a los mismos liberales, a Quintana por ejemplo, llegó a parecerles absurdo el gobernador por los mismos medios que se conspira. Porque, a decir verdad, en aquellos tres años no estuvo el Poder en manos del rey, ni de las Cortes, ni de los ministerios, que, con ser elegidos por las logias (como lo fue el cuasi postrero, el de San Miguel) o supeditados a ellas, como el de Argüelles, renunciaban voluntaria o forzosamente a toda autoridad moral, sino que estuvo y residió en los capítulos masónicos y en las torres comuneras. De ellos fue el repartir empleos y mandos; de ellos, el dictar proyectos de Ley, que luego sumisamente votaban las Cortes; de ellos, el trazar y promover motines, ora en desprestigio del trono, ora en daño de la autoridad de los ministros cuando parecían poco celosos y complacientes; ora en divisiones y luchas intestinas entre sí. A punto llegaron las cosas en 1821 de separarse por largos meses Cádiz y Sevilla de la obediencia del Gobierno central, sin quedar de hecho otra fuerza reguladora allí que la del capítulo masónico, en que llevaba la voz un fraile apóstata, que se hacía llamar Clara-Rosa, uniendo los nombres de dos de sus mancebas (2693). Y no encontró el Gobierno central más medios de restablecer el orden entre los revueltos hermanos que enviarles emisarios de su propia secta y tratar con ellos como de potencia a potencia, interviniendo en ello Alcalá Galiano, que nos ha conservado todos los pormenores de este hecho, que, si de lejanas tierras o de remotos siglos se contara, parecería increíble (2694). En Cádiz, la masonería fue arrollada pronto por el superior empuje de los comuneros, que llevaron a sus torres a lo más granado de los antiguos capítulos, descontentos del mal éxito de aquella tentativa federalista. [757]
Hay en la historia de todos los pueblos períodos o temporadas que pueden calificarse de patológicas con tan estricto rigor como en el individuo (2695). Como si no fuera bastante tanta borrachera liberalesca, tanto desgobierno y tanta asonada, las sociedades secretas, que apenas si merecían ya tal nombre, puesto que pública y sabida de todos era su acción eficacísima, encontraron un respiradero más en las sociedades patrióticas, inauguradas en los cafés y en las fondas a imitación de los clubs de la revolución francesa. Lograron, entre todas, mayor nombre y resonancia la de Lorencini, la de San Femando, la de los Amigos del Orden, más conocida por La Fontana de Oro, nombre tomado del café en que se congregaba; la de La Cruz de Malta, centro de los anilleros, afrancesados y liberales tibios, y, finalmente, la Landaburiana, más sediciosa y levantisca que ninguna, especie de sucursal de los comuneros, que tomó como causa propia la venganza de la muerte del oficial de la Guardia Real D. Mamerto Landaburu, asesinado por los realistas en 30 de junio de 1822 (2696). En Cartagena hubo otra sociedad con el gráfico título de Los Virtuosos Descamisados. En tales tribunas peroraron y se hicieron famosos los Romero Alpuente, Galiano, Jonama, Gorostiza y otros que antes o después y por mejores títulos, alcanzaron no vulgar fama. Sobre todo, Alcalá Galiano, orador genial y poderoso, dio gallarda muestra de sí aun en las gárrulas e insensatas declamaciones de La Fontana.
Todo este desconcierto venía a reflejarse en la prensa periódica, donde todas las facciones y sociedades secretas tenían algún eco o spiráculo. Éranlo de los masones: El Espectador (dirigido por D. Gabriel José García y D. José de San Millán, con quienes algunas veces colaboraba D. Evaristo San Miguel), El Constitucional, El Redactor Español, El Grito de Riego (en Cádiz), El Indicador (en Barcelona), El Centinela (en Valencia). Análogos matices ostentaban La Aurora. El Constitucional, La Libertad, La Ley, El Correo Liberal, El Independiente, El Sol. Llevaban la voz de los comuneros: El Tribuno, El Eco de Padilla, El Conservador [758] (así dicho en burlas), El Zurriago (cuya literatura se cifraba en el insulto personal y descocado, lo cual le dio grande éxito y fama), La Tercerola, El Patriota, El Diario Constitucional (de La Coruña).
En esta especie de torneo periodístico llevaron la palma los afrancesados, así por la mayor cultura del estilo como por el más exacto conocimiento de las formas constitucionales de otras naciones y de los principios del Derecho político. Sus periódicos son los menos insulsos y mejor hechos, especialmente El Imparcial, que dirigió Burgos; La Miscelánea, El Universal (en que trabajaron Cabo-Reluz y el montañés Narganes) y El Censor, que redactaban Hermosilla, Miñano y Lista, con poca originalidad en la parte política, traduciendo muchas veces, sin decirlo, a publicistas franceses de la escuela doctrinaria, y aun de otras más radicales, como Comte, Dunover, Sav y el mismo St. Simón (2697). La colección entera forma 17 tomos.
Vario y contradictorio y muy digno de notarse fue el papel de los afrancesados en aquellos disturbios. Quintana le describió con áspera veracidad en sus Cartas a lord Holland (2698),: «Con estos esfuerzos combinaron, los suyos ciertos escritores, que, aunque al principio favorables a la causa de la libertad, se les vio de pronto cambiar de rumbo y ladearse a las opiniones e intereses de la corte. Su celo había parecido siempre muy equívoco, porque, perteneciendo a la clase de los que el vulgo llama afrancesados, sus doctrinas se tenían por sospechosas, y sus consejos, por poco seguros. Es verdad que los afrancesados se hallaban habilitados por la ley, pero era temprano para estarlo todavía en la opinión. Veíase esto bien claro, y mejor ellos que nadie, en la mala acogida que encontraron algunos al presentarse en las juntas electorales y en la poca cuenta que se hacía de ellos para la provisión de los empleos. Ya acibarados así, subió de punto su resentimiento cuando vieron que dos sujetos muy notables de entre ellos, propuestos para dos cátedras de los estudios de San Isidro, de Madrid, fueron postergados a otros que les eran muy inferiores en talentos y en saber. De aquí tomaron pretexto los escritores de su bando para hacer abiertamente la guerra a un Gobierno que así los desairaba y desfavorecía... Hoy atacaban los actos del Gobierno y de las Cortes con el rigor de las teorías, y mañana se mofaban de las teorías, como de sueños de ilusos contrarios a la realidad de las cosas. Su doctrina varia y flexible se prestaba a todos los tonos... Uniéronse al principio con los bullangueros para derribar el Ministerio, y después se han unido con los invasores para derribar la libertad.»
A esta grey de excomulgados políticos, descrita de mano maestra por Quintana, pertenecía el Dr. D. Sebastián Miñano y Bedoya, antiguo prebendado de Sevilla, ingenio castellano de [759] buen donaire, extremado en el manejo de la ironía, como lo patentizan las diez celebérrimas Cartas del pobrecito Holgazán, tan leídas y celebradas cuando en 1820 se estamparon por cuadernos sueltos, que de alguna de ellas llegaron a venderse más de 60.000 ejemplares (2699). Las Cartas van todas contra el régimen antiguo. Inquisición, jesuitas, diezmos, frailes (lechuzos eclesiásticos los llama), bulas y concesiones pontificias cofradías y hermandades, libros de teología moral..., van pasando por el rasero de un gracejo volteriano refinadísimo (a lo Moratín) bien traducido y con aparente llaneza, al lenguaje de Tierra de Campos. Desdicha fue de Miñano, aunque providencial y bien merecida, encontrarse al fin de sus días con aquellas terribles Fraternas, en que otro prohombre, de la madera del siglo XVIII, pero más entera y castiza, le anonadó y confundió con la misma especie de gracejo, traducida al manchego o al alcarreño.
Por lo demás, así primores de estilo como cuestiones de doctrina suelen estar bien ausentes de aquella prensa de los tres años, donde sólo se disputan el campo la diatriba personal y el soporífero panegírico de las instituciones vigentes. El sol de la libertad, la aureola de la justicia, las bestias uncidas al férreo carro de la tiranía, el látigo del déspota y otras figuras retóricas así, gastadas y marchitas, son las únicas hierbas que en aquel erial crecen.
¡Y cómo no, si la literatura científica era pobrísima hasta un grado increíble! Único alimento de aquella juventud entontecida con frenéticas declamaciones tribunicias eran los peores libros franceses del siglo XVIII, ya en su original, ya en las traducciones de Marchena, ya en otras que públicamente se imprimían, siendo el artículo constitucional letra muerta ara impedir la propaganda irreligiosa. No tanto Voltaire como los más vulgares y menos literarios enciclopedistas, el barón de Holbach (de quien corrían en castellano La moral universal, Los tres impostores, El sistema de la naturaleza y el Ensayo sobre las preocupaciones, traducido este último por D. José Joaquín de Mora); el Origen de los cultos, de Dupins; Las ruinas, de Volney; La religiosa, de Diderot, y hasta libros de cuerpo de guardia, como El citador y las novelas de Pigault Lebrun, la Guerra de los dioses, de Parny, y el Faublas...; en una palabra, lo más afrentoso en que se ha revolcado el entendimiento humano, la más indigna prostitución del noble arte de pensar y de escribir, estaban a la moda, y hasta las mujeres los devoraban con avidez, como último término de la despreocupación y última ratio de la humana sabiduría.
¡Y qué filosofía la de entonces; nunca ha caído más bajo la ciencia española! No ya el sensualismo de Condillac, sino un materialismo grosero, timo extracto y quintaesencia de la ideología de Destutt-Tracy y de las observaciones fisiológicas [760] de Cabanis, era la filosofía oficial en nuestras escuelas. Reinoso dio en la Sociedad Económica Sevillana un curso de ideología como preliminar al estudio de la Poética y leyó allí mismo un discurso sobre la influencia de las bellas letras en la mejora del entendimiento (2700). La doctrina de uno otro es positivista cruda: «El saber humano comienza en los fenómenos, en los hechos. Comparar los hechos entre sí, examinar sus relaciones..., esto es la ciencia... Todas las operaciones voluntarias del hombre tienen origen en sus deseos, todos sus deseos son inspirados por alguna necesidad. Recibe una sensación, una impresión, que le complace o le mortifica, la juzga buena o mala de poseer.... siente la falta o necesidad de adquirir la sensación agradable y de dejar la penosa: lo desea y se pone en movimiento para conseguirlo... Utilidad es un nombre correspondiente a necesidad y sinónimo de placer... Bien es lo mismo que placer, así como mal es el dolor. Bueno y útil se dice de lo que produce un placer más radical y permanente...»
De la misma suerte, Hermosilla, en su Gramática general (2701)comienza tomando por texto estas palabras de un naturalista: El universo no nos presenta más que materia y movimiento, y funda en la idea del movimiento material, aplicado luego por traslación a las ideas abstractas, su teoría sensualista del verbo activo, en oposición a la teoría ontológica del único verbo ser, profesada por los aristotélicos. En cuando al origen del lenguaje, se declara por la onomatopeya: «El hombre formó, imitando del modo posible los movimientos que veía y los ruidos que escuchaba, ciertas palabras..., y como observó también que de estos movimientos de los otros cuerpos le resultaban a él mismo ciertas impresiones, es decir, otros movimientos verificados en la superficie exterior de su cuerpo, notando, v.gr., que la presencia del sol le causaba cierta modificación que nosotros llamamos calor (¿y por qué?) y el contacto de la nieve la que intitulamos frío, dijo también: «El sol calienta, la nieve enfría.»
¡Y este libro fue señalado como texto único de filosofía del lenguaje, no ya por los revolucionarios del 20, sino por la Inspección e Estudios, en tiempo del rey absoluto Femando VII!
Del mismo grosero empirismo rebosan todos los tratados de entonces, en especial los que salían de la decadente Universidad de Salamanca.
Los Elementos de verdadera lógica, de D. Juan Justo García, catedrático de Matemáticas en aquellas aulas y diputado a Cortes por Extremadura en los años 20 y 21, no son más que un compendio fidelísimo y literal de la Ideología de Destutt-Tracy, con quien el autor estaba en correspondencia. «No se extrañe [761] -dice en el prólogo- que en una obra que versa sobre las facultades intelectuales del alma no haya un tratado en el que se explique su espiritualidad, su inmortalidad, la cualidad de sus ideas y el cómo las forma separada del cuerpo. Yo me persuado a que su ilustre autor (Tracy, a quien va compendiando), que no ha tenido en toda ella otra guía que la observación y la experiencia, falto de estos auxilios, se ha abstenido de tratar estas materias en que se hallaba privado absolutamente de datos sobre qué discurrir. Creerá por la fe la existencia del alma, su espiritualidad, su inmortalidad; pero, como filósofo, se propuso hablar sólo del hombre, deduciendo de los hechos que en él observó el sistema de sus medios de conocer; creyó que era una temeridad formar hipótesis y aventurar aserciones sobre el alma separada del cuerpo, en cuyo sistema de ideas ni hay hechos que puedan apoyarlas ni aun palabras significativas con que se pueda hablar de ellas (2702).
Al mismo orden de ideas, aunque impresa mucho después, en tiempos en que era forzoso disimular más, tanto que el autor tuvo que encabezarla con una Prenociones fisiológicas sobre el alma del hombre y la existencia de Dios (vaguedades espiritualistas que no quitan a la obra su fondo empírico y utilitario) pertenecen los Elementos de filosofía moral (2703), del P. Miguel Martel, catedrático de Ética en Salamanca y diputado en la misma legislatura que García. Aunque Martel difiere de Reinoso en no tener por sinónimas las voces placer y bien, pues sólo estima bueno el placer conforme al orden, conviene con él en dar origen físico a todos nuestros sentimientos e ideas (p.49).
Con no menos desenfado se ostenta el sensualismo en el Sistema de la moral o teoría de los deberes, de D. Prudencio María Pascual, y en el Arte de pensar y obrar bien, o filosofía racional y moral (Madrid 1820), cuyo autor se escondió tras las iniciales D. J. M. P. M. Su doctrina es la del más absoluto relativismo, si vale la frase. «Lo hermoso -dice por ejemplo- no puede menos de colocarse en línea de seres relativos, lo mismo que lo feo, pues no gradúandose uno y otro más que por impresiones de sensación gustosa o de disgusto..., no resultan iguales en todos, sino con relación al orden particular de sus órganos.» Para encontrar estética más ruin habría que buscarla en los perros (2704). [762]
Digno complemento de esta filosofía era la moral y la política utilitaria de Bentham, cuyas doctrinas legislativas, conocidas por medio de su traductor Dumont, habían puesto en moda los afrancesados, especialmente Reinoso, que las cita con loor en el Examen. Otro afrancesado, el famoso catedrático salmantino D. Ramón de Salas, procesado por el Santo Oficio en tiempo de Carlos IV, emprendió, juntamente con otro profesor de la misma escuela llamado Núñez, la tarea de comentar y vulgarizar los Principios de legislación civil y penal (Madrid 1821), del padre de los utilitarios ingleses. Gracias a ellos aprendieron nuestros jóvenes legistas que «la felicidad consiste en una serie o continuación de placeres, es decir, de sensaciones agradables, que el hombre desea y busca naturalmente; de manera que la felicidad no es otra cosa que el placer continuado... El hombre feliz será, pues, el que, consagrándose a las ciencias, a las artes, a las sociedades amables, llene con los placeres del espíritu los vacíos que dejan las necesidades naturales y se forme necesidades ficticias proporcionadas a sus medios» (2705). Enseñóles asimismo Bentham, por boca del ciudadano Salas, que «no pueden establecerse los deberes de la moral hasta después de haber conocido la decisión del legislador» (2706), y que aun entonces «se ha de mirar si hay más peligro en violar la ley que en seguirla y si los males probables de la obediencia son menores que los de la desobediencia». ¿Quién habla de justicia absoluta, ni de deberes eternos, ni de imperativos categóricos? «La ley sola es la que convierte en delitos algunos actos que, sin esto, serían permitidos o indiferentes» (2707). De donde deduce el comentador Salas consecuencias que hubieran dejado estupefacto a Bentham, v.gr., el siguiente silogismo (2708). «Toda ley crea una obligación; toda obligación es una limitación de la libertad, y, por consiguiente, un mal. Toda ley, pues, sin excepción, es un atentado contra la libertad.»
El comento de Salas resulta siempre sobrepujando en tercio y quinto al original inglés por lo que hace a inmoralidad teórica y materialismo. «Sea lo que quiera del bien y el mal moral -dice en un pasaje (2709)-, en último análisis, todos los bienes y males son bienes y males físicos, así los que afectan al alma como los que afectan al cuerpo. A la verdad, siendo el alma un ser espiritual, no se percibe bien cómo puede ser físicamente afectada en bien o en mal, ni cómo puede recibir las impresiones que producen el placer y el dolor... Lo cierto es que hay en el hombre una facultad, a que se ha dado el nombre de alma, [763] como se la pudo dar otro, y que esta facultad goza y padece, y esto basta para lo que Bentham se propone..., abandonando las disputas interminables sobre la esencia de las dos sustancias que componen, según dicen, al hombre.»
En suma: «La naturaleza ha puesto al hombre bajo el imperio del placer y del dolor, a ellos debemos todas nuestras ideas; de ellos nos vienen todos nuestros juicios y todas las determinaciones de nuestra vida... El principio de la utilidad lo subordina todo a estos dos móviles... Toma las palabras placer y pena en su significación vulgar y no inventa definiciones arbitrarias para excluir ciertos placeres o para negar la existencia de ciertas penas... Cada uno es juez de su utilidad» (2710).
¡Y para enseñar estas infamias, a cuyos autores hubieran expulsado de sus muros las antiguas repúblicas griegas, como arrojaron a Teodoro el ateo o como expulsó Roma a Carneades; para corromper en la raíz el alma de los jóvenes, haciéndoles creer que «los términos justo e injusto, moral e inmoral, bueno y malo son sólo términos colectivos que encierran la idea de ciertos placeres y de ciertas penas, fuera de lo cual nada significan»; para borrar hasta la última noción del derecho natural y entronizar el más monstruoso egoísmo, sin reliquia de dignidad ni sombra de vergüenza, se invocaba, como siempre, la libertad de la ciencia! (2711) Y de hecho la otorgó amplísima el plan de estudios de 29 de junio de 1821, copia todo él del que habían trazado en Cádiz Quintana y sus amigos el año 1813 por encargo de la Regencia. Semejante plan fue trazado para acabar con los últimos restos de la vieja autonomía universitaria y organizar [764] burocráticamente y de nueva planta la función de la enseñanza, todo sobre principios abstractos y apriorísticos, sin respeto al medio social ni a la historia (2712)y (2713). Sucumbieron por el nuevo plan algunas de las antiguas escuelas, además de las once que mandó cerrar Carlos IV, y pasó a Madrid por vez primera, con título de Central, la de Alcalá de Henares, inaugurando los estudios Quintana en 7 de noviembre de 1822 con un pomposo elogio del espíritu del siglo XVIII y una retórica andanada contra los antiguos visitadores de las universidades, «semejantes a aquellos fanáticos feroces que con el hierro y el fuego abatieron las arboledas de la Academia, destruyeron el Pórtico y el Liceo y derrocaron los altares de la filosofía en la sinventura Atenas».
Como si no bastasen tantos elementos de trastorno en la enseñanza, vegetaba también, aunque oscuramente, y tenido por cosa rancia y sin uso, conforme la irreligiosidad avanzaba y se iba haciendo más franca, el antiguo jansenismo de los Villanuevas y Espigas (patrocinado en las aulas de San Isidro y en las academias de Derecho eclesiástico por el catedrático Lumbreras) y el galicanismo del arzobispo Amat (2714). Apasionado éste de las doctrinas de Bossuet en su Declaración del clero galicano, había estampado en 1817, con el seudónimo de Don Macario (2715) Padua Melato, ciertas Observaciones pacíficas sobre la potestad eclesiástica, libro de apariencias moderadas, pero cuyo intento no [765] era otro que probar la absoluta independencia de ambas potestades, o más bien el predominio de la temporal y civil, so color de combatir el sistema de la potestad indirecta de Belarmino y las doctrinas de los antiguos canonistas, que concedían a los papas el poder de deponer a los reyes y alzar a los súbditos el juramento de fidelidad (2716). La lectura del libro Del papa, de José de Maestre, hizo salir de quicios al arzobispo de Palmira, pequeño adversario para tan formidable atleta, y, encastillado en su Bossuet o avergonzándose de desaprender de viejo lo que de mozo le habían enseñado (et quae didicit puer, senex perfenda fateri), emprendió combatirle, pero no de frente, prolongando indefinidamente su obra en una serie de cuadernos sueltos, cuyo tono y sabor citramontano se iban acentuando más conforme arreciaba la tormenta política. Así se formó la enorme balumba de las Observaciones pacíficas, que entre 1820 y 1822 sirvieron muchas veces de texto a los reformadores de las Cortes, como que el autor entona ditirambos a la libertad de imprenta, defiende sin rebozo que la potestad civil tiene el mismo derecho para disponer de los bienes eclesiásticos que de los seculares, ataca la infalibilidad personal del papa y la transmisión inmediata de toda la jurisdicción eclesiástica al solo romano pontífice, afirmando, al modo de los doctores parisienses, que la potestad soberana de la Iglesia reside en el episcopado, puesto que la plenitud del sacerdocio cristiano reside en los obispos. De aquí que sólo conceda autoridad jerárquica a los concilios generales y particulares, teniendo por delegada la del papa, lo mismo que la de cada obispo en su diócesis, sin más diferencia que la de extenderse la primera al cuerpo todo de la Iglesia. En este sistema, estrictamente galicano, viene a ser el papa, como heredero del misterio general apostólico, supremo defensor y ejecutor de los cánones de la Iglesia universal, consistiendo el principal derecho de su primacía en congregar y presidir los concilios generales. Amat llega hasta proponer ciertas variaciones en la disciplina de la [766] Iglesia de España, pero aconseja que en ellas se proceda con gran moderación y pausa: tal es el matrimonio como contrato; tal es la cuestión de las dispensas, dando siempre por supuesto que la autoridad civil puede poner impedimentos dirimentes al matrimonio; tal la confirmación de los obispos por el metropolitano, tal la abolición de ciertas reservas pontificias. No quiere atropellar las reformas, ni aun las patrocina de frente, pero se complace en guarnecer a la potestad civil con todo género de armas, amonestándole sólo que las use con cautela; que no suprima de raíz el diezmo, porque su abolición sería un semillero de pleitos y escandalizaría a los pusilánimes, sino que saque de él todo el provecho posible en favor de la Real Hacienda; que quizá las Cortes no han acertado en suprimir ahora los monacales, porque tal vez las cosas no estaban maduras, y podía sacarse más provecho de sus bienes gravándolos con impuestos que vendiéndolos; pero que, una vez hecho, ya no hay más sino acatar la ley con respetuosa y confiada obediencia, porque «la nación española nunca querrá que su Iglesia sea esclava o privada del derecho de adquirir o poseer».
No conozco en el mundo moderno papel más triste que el de estos teólogos mansos y conciliadores (mucho más triste cuando autorizan y realzan su persona la mitra y el roquete) que bajan a la arena cuando más empeñada arde la lid entre el Cristo y las potestades del infierno, y, en vez de ponerse resueltamente del lado del vexillum regis, se colocan en medio, con la pretensión imposible de hacerse oír y entender de unos y otros, de sosegar los contrarios bandos, de casar lo blanco con lo negro y de llegar a una avenencia imposible con la revolución, que, anticristiana por su índole, acaba por mofarse siempre de tales auxiliares después de haber aprovechado y mal pagado su servicios.
La deslucida obra de Amat contristó a los católicos, sin que su afectada moderación contentase tampoco a los liberales, que no echaban en olvido que el autor de las Cartas a Irénico, tan constitucional ahora, había impugnado acérrimamente en 1817 el Contrato social, la soberanía del pueblo y los derechos primitivos ilegislables.
Examinadas las Observaciones pacíficas por la Sagrada Congregación del Índice Romano, la obra resulto prohibida in totum por decreto de Su Santidad León XII en 26 de marzo de 1825. Antes de llegar a este paso, el nuncio, Monseñor Giustiniani, había exigido de Amat una retractación clara y explícita, que el arzobispo se negó a firmar, insistiendo en su tema y dando largas al asunto. Esto es todo lo que se saca en claro del fárrago de documentos y correspondencias publicados por su sobrino con intención de vindicarle, sin más efecto que mostrar cuán lejano anduvo el teólogo de Sallent de la admirable docilidad de Fenelón, a quien decía haberse propuesto por modelo. Tercamente aferrado a su parecer, con esa terquedad y reconcentrado [767] orgullo que suele ser condición, aún más que de hombres violentos, de hombres en apariencia suaves y moderados, persistió hasta la muerte en su inobediencia, encargando a sus sobrinos que desmintiesen todo rumor de retractación. En su lugar veremos cómo lo cumplieron y cómo volvió a recrudecerse esta desdichada cuestión. Por de pronto, sus albaceas imprimieron en 1830 otro libro póstumo de Amat, intitulado Diseño de la Iglesia militante, especie de resumen de las Observaciones, que fue, igualmente que ellas, prohibido en Roma (2717).
En más bien abierta hostilidad con la Santa Sede se colocó el tantas veces memorado D. Joaquín Lorenzo Villanueva, a quien pertenecen las Cartas de D. Roque Leal, exposición del sistema jansenístico sobre disciplina externa y apología de todas las reformas intentadas o llevadas a cabo por las Cortes. De la buena fe del libro da muestra el epígrafe, que era un trozo adulterado de una decretal del papa Gelasio (2718). A los reformadores satisfizo tanto, que no vacilaron (¡absurdo inaudito en otra tierra que no fuese la moderna España!) en enviar a Villanueva de embajador a Roma, como si la corte romana hubiera de recibir ni aceptar nunca con tan alta investidura a un clérigo díscolo, turbulento y cismático. El resultado fue como podía esperarse. Aun no había llegado Villanueva a Turín, cuando se le intimó la orden de no penetrar en los Estados pontificios. Empeñóse nuestro ministro de Estado en que pasara, y el cardenal secretario de Estado en no admitirle, y Villanueva tuvo que volverse a España, desahogando su impotente furor en un opúsculo escrito en versos muy malos, que llamó Mi despedida de la curia romana. Desde entonces no conoció límites ni freno, y rayando casi con los términos de la herejía, escribió, uno tras otro, diversos folletos, que habrían sido incendiarios si alguien le hubieran interesado entonces, ya próxima a caer la Constitución, los negocios canónicos. Tales fueron su Dictamen sobre reforma de casas religiosas, otro sobre celebración de un concilio nacional, sus Discursos sobre las libertades de la iglesia española, su Incompatibilidad de la monarquía universal y de las reservas de la curia romana con los derechos y libertades políticas de las naciones (2719), muchos de los cuales no llegaron a imprimirse, porque antes cayó aquel efímero desgobierno, hundido más bien por sus propios delirios que por las bayonetas de los cien mil hijos de San Luis.
Olvidábaseme advertir, aunque por sabido o fácil de adivinarse se pudiera callar tratándose de un Gobierno de aquellas [768] calendas, que, poco antes de aquella catástrofe, el ministro español que había cometido el primer dislate de enviar a Villanueva de plenipotenciario a Roma no dejó de cometer el segundo, dando, como en desquite, los pasaportes al nuncio y cortando las relaciones con Roma en 23 de enero de 1823 (2720).
- III -
Reacción de 1823. -Suplicio del maestro deísta Cayetano Ripoll en Valencia. -Heterodoxos emigrados en Inglaterra: Puigblanch, Villanueva. -Literatura apologética durante el reinado de Fernando VII (Amat, Ajo Solórzano, Vélez, Hermosilla, Vidal, traducciones de apologistas extranjeros, etc.
En los diez años de monarquía absoluta, llamados por los liberales década ominosa, la reacción política, con todo su fúnebre y obligado cortejo de venganzas y furores, comisiones militares, delaciones y purificaciones, suplicios y palizas, predominó en mucho sobre la reacción religiosa, por más que las dos parecieran en un principio darse estrechamente la mano. Comenzóse por anular todos los actos de las pasadas Cortes, restituyendo sus diócesis a los obispos expulsos, sus conventos a los religiosos proscritos, sus diezmo a la Iglesia. Cuando Fernando VII entró en Madrid, ya toda esta obra de reparación había sido cumplida por la Junta de Regencia que establecieron el duque de Angulema y los guerrilleros realistas (2721). Lo que ellos dejaron por hacer, lo llevó a término el primer ministro universal del rey, su confesor D. Víctor Sáez, que trocó luego su alto puesto por el de obispo de Tortosa.
Desde entonces, la tarea de Fernando VII consistió más bien en refrenar que en alentar el entusiasmo popular. Los voluntarios realistas habían llegado a infundirle pavor, y aquella malicia democrática, y aun demagógica, del absolutismo le quitaba el sueño no menos que la malicia nacional de los liberales. Comenzó a mirar con desconfianza y tedio a sus más acrisolados servidores, a los más fieles adalides del altar y del trono, y, divorciado cada vez más del sentimiento público, no acertó a restaurar la tradicional y venerada monarquía española (2722), sino a entronizar [769] cierto absolutismo feroz, degradante, personal y sombrío, de que fue víctima la Iglesia misma, ofendida con sacrílegas simonías y con alardes de regalismo y retenciones de bulas. Con esto y con dar favor a banderas desplegadas y entrada o intervención manifiesta en sus consejos a los afrancesados y a sus afines, los amigos del despotismo ilustrado, tan discípulos de la Enciclopedia como los legisladores de Cádiz, acabó por sublevar los ánimos del partido tradicionalista neto, lanzándole a la segunda guerra civil, la de 1827 en Cataluña, llamada guerra dels mal contents o de los agraviados (2723)y (2724).
Había sido empeño del monarca no restablecer la Inquisición, a pesar de los numerosos memoriales que pidiéndola se le dirigieron, y corren impresos, a sí de cabildos, universidades y monasterios como de ciudades (2725) y concejos, y aun de generales, como el vencedor de Bailén. Quizá temía el prestigio de la Inquisición entre las masas; quizá se consideró obligado con las potencias extranjeras, con la misma Santa Alianza, que exigían [770] el acabamiento del Santo Oficio como galardón del apoyo que a Fernando habían prestado (2726). No obstante, en algunas diócesis se restableció anárquicamente, con título de Juntas de Fe, y la de Valencia ejerció por última vez la prerrogativa inquisitoria de relajar un reo al brazo seglar. Era el tal reo un catalán maestro de escuela, llamada Cayetano Ripoll, a quien su desgracia había llevado preso a Francia en la guerra de la Independencia y puéstole en ocasión de escuchar malas conversaciones y leer peores libros, de donde resultó perder la fe, cayendo en el deísmo rusoyano, al cual se sentían inclinado más que al volterianismo por ser hombre de sentimientos humanitarios y filantrópicos, tanto que en la misma cárcel repartía su vestido y su alimento con los demás presos. A los niños de su escuela no les inculcaba más doctrina religiosa que la existencia de Dios, ni más doctrina moral que el decálogo, única parte del catecismo que explicaba. Se hicieron esfuerzos increíbles para convertirle, pero nada venció el indomable, aunque mal aprovechado tesón de su alma, y murió impenitente en la horca el 31 de julio de 1826; último suplicio en España por causa de religión. El Gobierno de Fernando VII reprobó todo lo hecho mandando cesar en sus funciones a la llamada Junta de Fe (2727). [771]
La enseñanza (2728) se reformó en virtud del plan de 1824 llamado vulgarmente de Calomarde, por más que su verdadero autor fuese el P. Martínez, de la Orden de la Merced, obispo de Málaga. Ni es ciertamente obra que deshonre a su autor, aunque peque de raquítico, como todo lo que entonces hacían los españoles de una y otra cuerda. La enseñanza teológica se organizó bien, pero con excesivo rigor tomista en la cuestión de la gracia (2729). Del derecho canónico se excluyeron el Van-Espen, el Lackis y el Cavallario, sustituyéndolos con el Devoti y el Berardi. Pero ni todo esto ni las prácticas religiosas a que por el mismo plan se sujetaba a los estudiantes bastaron a impedir la depravación creciente de la juventud universitaria, ya por espíritu de resistencia, ya por dejos y resabios del pasado, desorden, ya porque heredasen fe padres y maestros, a pesar del diligente cuidado que se puso en expugnar las cátedras, la infección moral del siglo XVIII, ya por la abundancia de malos libros que, bajo el manteo sigilosamente, circulaban. A punto llegaron las cosas en 1830 (cuando el viento de la revolución de julio en Francia vino a alentar las marchitas esperanzas de nuestros liberales, que se arrojaron a entrar por el Pirineo, aunque con ningún éxito, comandados por Mina y Chapalangarra) de conspirarse casi públicamente en las universidades, a cuya sombra florecían [772] las logias (2730), viéndose obligado el Gobierno de Calomarde a la desatentada providencia de cerrar las aulas por dos enteros cursos académicos; muestra de flaqueza más que de intolerancia, de la cual se aprovecharon grandemente los emigrados para cargarle con los dicterios de oscurantista y enemigo de las luces (2731).
Si quitamos a Blanco White y a Calderón, cuyas vicisitudes se narrarán en capítulos siguientes, los españoles refugiados en Inglaterra no publicaron libro alguno religioso o irreligioso que de contar sea. Escribieron, sí, de amena literatura y de política palpitante, y, sobre todo, se destrozaron unos a otros en recias invectivas y folletos. El canónigo Villanueva, que por algún tiempo pareció estar a dos dedos del protestantismo, si es que no penetró en él aquejado por la miseria, tradujo la Teología moral, de Palay (2732) y los Ensayos, de Gurney (2733) y se puso a sueldo [773] de la Sociedad Bíblica para trasladar al catalán, o, como él decía, al valenciano, el Nuevo Testamento (2734). Después imprimió su Vida literaria (2735), libro de infantil vanidad y a la par verdadero libelo contra el papa y la curia romana. Pero hízole tropezar su mala suerte con otro emigrado más heterodoxo que él y más maldiciente, pedante indigesto, pero bueno, aunque caprichoso gramático, comunero y liberal exaltadísimo en las Cortes del 1822, hombre de extraña catadura y avinagrado genio, estudiantón petulante, algo orientalista y envuelto siempre en gran matalotaje de apuntamientos; única hacienda suya, puesto que llegaba su pobreza y su extravagancia hasta tener que componer él mismo, a guisa de cajista, las feroces diatribas con que cada día molestaba a sus compañeros de emigración, especialmente a Villanueva y a su editor Salvá. Contra ellos disparó el libro de los Opúsculos gramático, satíricos (2736), inverosímil en el siglo XIX, verdadero libro de gladiador literario, que, más que en los anales de la literatura, debe figurar en los del pugilato, al lado de los de Fidelfo, Poggio, Lorenzo Valla, Scalígero y Gaspar Scioppio, o de aquellos yambos de Arquíloco y de Hiponacte que hacían ahorcarse a los hombres. Porque allí no sólo quedan por los suelos la reputación literaria y moral de Villanueva, entenebrecidas con imputaciones atroces y quizá calumniosas, tales algunas, que fuera osado y punible intento transcribirlas, sino que, poseído Puigblanch de cierto linaje de hidrofobia, o más bien de antropofágica demencia, muerde y destroza cuanto ve a su alcance: el honor literario de España, el crédito de sus compañeros de emigración, la púrpura regia, la estola sacerdotal, lo máximo y lo mínimo, encarnizándose lo mismo con los capitanes generales comedores de pueblos que con el más inocente transgresor de las leyes gramaticales y pecador en un vocablo. Llega uno a dudar de la sanidad de cabeza de quien tales cosas y tan [774] contradictorias escribió, tropezando en sus propias huellas, infamando a los que pensaban como él y dejándonos hoy, por la misericordia de Dios, datos bastantes para reducir a su talla justa y legítimo nivel muchas reputaciones de aquella época miserable. En cuestiones filológicas suele acertar Puigblanch, y aun ahondar bastante y adivinar cosas que pocos alcanzaban en su tiempo; así, tiene el mérito de haber impugnado, ya en 1828, la tesis de Raynouard, que hace derivar de una lengua románica y común, y no del bajo latín y por distintas formaciones, las lenguas neolatinas. Pero todo lo demás es un atajo de desvergüenzas estrafalarias y de especies desparejadas, sin ilación ni método, tal que parece escrito en un manicomio o al salir de una taberna, y eso que el autor era por extremo sobrio; obra, en suma, rabelesiana y pantagruélica, especie de Satyricón, de olla podrida o de almodrote con mil hierbajos, producidor de indigestión grosera y soñolienta. De religión habla poco, pero se muestra inclinado al «famoso filósofo holandés, ajeno de toda ambición que no fuese el estudio y la enseñanza de la verdad, Benedicto Espinosa; coco de clérigos y frailes, inclusos en los primeros los ministros protestantes» (p.27) (2737). De tales doctrinas había hecho, sin duda, amplia explanación en ciertas obras suyas que se quedaron inéditas, o quizá en la mente del filosofante, v.gr., en una titulada El ateísmo refutado por la necesidad de un Dios y por el estado desesperado del ateo (2738). Él no llegaría a escribir la obra, ni de ella hay rastro entre sus papeles, pero a lo menos no quiso privar a la posteridad de la noticia de que «formaría un tomo igual a las Rutinas de Palmira, de Volney», y que en la portada llevaría a modo de emblema, «un globo aerostático en el momento de elevarse, con un barquichuelo pendiente de él, y con un hombre y una mujer, tremolando cada uno una bandera en ademán de saludar a los espectadores». ¡Lástima que la Parca envidiosa nos haya privado del embolismo teológico, panteístico que con tales carteles de charlatán se anunciaban! Compartiría sin duda, con las lucubraciones políticas del doctor Puigblanch sobre la regeneración de España por medio de una [775] confederación de tres repúblicas, que habían de llamarse Celtiberia, Hesperia Occidental y Hesperia Oriental, «poseyendo todas de mancomún la plaza de Ceuta (!!!) e inutilizando el puerto de Barcelona en obsequio a la navegación del Ebro. ¡Cuán injustos son los modernos federales sinalagmáticos con este tan eximio predecesor suyo, cuyo nombre jamás debiera dejar caer de los labios Pi Margall por lo de catalán, por lo de federal y por lo de panteísta!
Fuera de estas aberraciones individuales (2739) los refugiados en Somers-town, indiferentes casi todos en materia de religión y dignos algunos de remar en una galera bajo el látigo del cómitre, pensaban más en conspiraciones y en remediar su laceria y penuria que en teologías. Las sociedades bíblicas perdieron el tiempo en catequizarlos repartiéndoles con larga mano nuevos testamentos en lengua castellana y aun en catalán. Algunos emigrados se prestaron a tales farándulas, pero sólo como un modus vivendi. De la traducción catalana da las siguientes noticias Puigblanch: «Ocurrióle a un emigrado (tengo entendido que se llamaba Plans, aunque Puigblanch no lo dice) proponer a la Bible Society una traducción del Nuevo Testamento en aquel dialecto, y para muestra presentó traducido el evangelio de San Mateo. No sé cómo fue que la Sociedad lo pasó a informe de Salvá... En fin, se le dijo, que se andaba en aquel proyecto -tú que tal dijiste-; y se le puso en la mano la traducción; tú que tal pusiste. Vamos a hacerle la zancadilla al traductor, no en favor del mismo Salvá, sino para el Dr. Villanueva, quien a toda prisa borrajeó y metió en hilera una traducción del mismo evangelio... El informe salió cual en aquella materia y en aquellas circunstancias se debía esperar de Salvá, poco teórico y muy especulativo, como escrito por inspiración de Mercurio más que de Minerva; y, habiendo respondido a él el interesado, a quien se pasó junto con la traducción del Dr. Villanueva, se pidió por la Sociedad mi parecer, y se me envió el expediente original... Puse mi dictamen, en el que después de hacer patente a la Sociedad la avilantez de Salvá..., pasé a la crítica de ambas traducciones, e hice ver que el Dr. Villanueva no sabe si no mal su dialecto nativo» (p.101 y 102). A la postre, la traducción del catalán, séase quien fuere, y no la de Villanueva es la que se imprimió (2740).
La literatura apologética de aquellos diez años es casi tan flaca y desmendrada como la revolucionaria, arroyuelos una y [776] otra de las corrientes del siglo XVIII, pero muy empobrecidas así en el color como en la calidad de las aguas. Nada que se parezca al P. Ceballos. Ni siquiera el P. Alvarado encuentra rivales. Con todo eso, algunos libros y autores requieren mención honrosa, si bien rapidísima. Dos impugnaciones principales del Contrato social se publicaron. Obra la una del benedicto montañés Fr. Atilano de Ajo Solórzano (2741), titúlase El hombre en su estado natural, y es su intento probar con buena y no trivial lógica, aunque en estilo declamatorio, que no es el salvajismo el estado natural y primitivo de la humanidad, como fantasearen Hobbes y Rouseau, sino que nació el hombre para la sociedad conyugal, patriarcal y civil, como persuaden de consuno la observación psicológica, la tradición y la historia. De paso explana el autor el verdadero y fundamental concepto de la libertad, propugna la indisolubilidad del matrimonio y defiende las excelencias de la forma monárquica sobre todas las de gobierno conocidas. El método es bueno, y la erudición no vulgar, mostrándose el padre Solórzano bastante leído en filósofos, poetas moralistas de la antigüedad, y aun en los dos escritos de Voltaire y otros modernos que con chanza y veras habían impugnado la fantasmagoría del Contrato social (2742). El P. Ajo juzgó bien su propio libro en dos palabras: «La tela es buena; falta el bordado» (2743).
De casi todos los de entonces puede decirse lo mismo; pero falta algo más que el bordado, falta novedad y espíritu propio. El arzobispo Amat, que tenía más de galicano que de liberal, impugnó en las Seis cartas a Irénico el libro de los Derechos del hombre, de Spedalieri, mitigado expositor de la doctrina del Contrato; pero erró casi siempre en los puntos de ataque; empeñado en no reconocer que en caso alguno penda de la libre voluntad de los asociados el conferir de un modo o de otro la autoridad suprema, como si el origen divino de ésta, absolutamente considerada, el non est enim potestas nisi a Deo, contradijera en algún modo a la profunda sentencia de nuestros antiguos teólogos: non quod respublica non creaverit reges, sed quod id fecerit «divinitus» erudita. El mismo Amat publicó una impugnación [777] de las Ruinas de Palmira, de Volney (2744), y otra muy erudita del Origen de los cultos, de Dupuis, el agustino cordobés, P. Muñoz Capilla, consumado en el cultivo de muchas disciplinas, especialmente de las ciencias naturales, y maestro, para lo que entonces se acostumbraba, en el manejo de la lengua castellana con cierto estilo manso, apacible y grave; varón, en suma, de buena literatura y que conservaba las tradiciones de su Orden, una de las más doctas y literarias en España, realzada con el diamante de Fr. Luis de León (2745).
Si nos admira que el P. Muñoz permaneciera tan fervoroso católico y ejemplar religioso, encastillándose al mismo tiempo en el sensualismo cerrado, que rebosa en la Florida, donde más que otra cosa asombra el candor con que se afana por concertar con los postulados de espiritualidad e inmortalidad del alma, una doctrina sobre los medios de conocer, tan resbaladiza y anti espiritualista, aun es motivo de mayor admiración ver suscrita una obra contra El jacobinismo por el egregio humanista D. José Gómez Hermosilla, afrancesado en política, empírico lindante con el materialismo en filosofía y utilitario o benthamista en ciencias morales (2746). De la sinceridad del propósito de Hermosilla, Dios habrá juzgado; de la letra de El jacobinismo podemos juzgar todos, ya juzgó el P. Vidal. A él y a todos los realistas de buena ley, el libro les pareció una añagaza: melle sub dulci venena latent. Aunque la conversión del autor, que Quintana llama risible palinodia, hubiera sido de toda sinceridad y no un anzuelo para pescar favores de la corte, muy propicia ya a los servidores de José, el sabor del libro denunciaba a leguas la mala leche filosófica con que había nutrido su organismo literario el autor del Arte de hablar (2747). Además, El jacobinismo claudicaba por la base y era tan inmoral en el fondo como los comentos de Salas o el Examen de los delitos, de Reinoso. El autor no abomina de los principios del siglo XVIII, al contrario, los acepta, pero no quiere que se atropellen las cosas, [778] ni que las muchedumbres ebrias, desarrapadas e indoctas usurpen el lugar debido a los varones prudentes y de muchas letras. La revolución no es mala porque se oponga a la justicia, sino porque se opone a la utilidad; ésta dicta que las reformas sean prudentes, parciales, graduadas, progresivas y emanadas de la autoridad legítima; el interés mismo de los gobernantes pide que no se obtengan por conmociones populares. Lo que le aterra es la asonada, el mal olor, la sangre, el ruido, el oleaje de las masas hambrientas, no el dogma de la revolución, no el espíritu del mal encarnado en ella, permitiéndolo Dios para cumplimiento de justicias providenciales. Lo único que aparta a Hermosilla de los doceañistas, llamados por él cabezas delirantes y soñadores, es el desprecio que altamente profesa de las teorías de las abstracciones, su horror a los universales, su nominalismo intransigente, su no ver en la ley más que un instrumento de utilidad relativa y precaria, con menoscabo del valor ontológico, sustancial y absoluto del derecho y de la moral.
Por sus fueros volvió gallardamente el P. M. Vidal, dominico de Valencia, en un libro menos conocido que el de Hermosilla, pero más digno de serlo, que tituló Origen de los errores revolucionarios de Europa y su remedio (2748). Su doctrina de las leyes es, lo mismo que la del P. Alvarado, doctrina tomista pura, y de ese raudal no enturbiado e irrestañable, saca cuanto dice de los caracteres, de la ley eterna, primera norma o regla de las acciones humanas, suprema razón de la sabiduría divina, en cuanto es directiva de las acciones y moniciones del hombre; rectitud esencial, fija e indefectible. «Sobre la razón humana -dice hermosamente el P. Vidal-, como sobre una hermosísima tabla, esculpió el Hacedor, con caracteres indelebles, unos primeros elementos, un ejemplar, una participación de aquella, su eterna ley y razón.» El P. Vidal es pensador de fuerza y escritor enérgico y preciso, muy superior a su tiempo; ¡lástima que por odio a la soberanía nacional se aparte tanto del sentir de nuestros Sotos y Suárez en la manera de entender el parecer de Santo Tomás sobre la trasmisión mediata o inmediata de la potestad civil!
Un curso íntegro de Derecho natural y de gentes que atajase a la vez el progreso de las teorías utilitarias y el de las ya anticuadas del pacto social, nadie pensó en hacerle sino el P. Pedro Texeiro (2749) y aun éste dio a la polémica personal y virulenta la mayor parte, con menoscabo de la serena claridad que pide el exponer la verdad, y aun de los fueros majestuosos e imperatorios [779] de la lengua latina, en que, conforme al uso de las escuelas, le plugo escribir, aunque con hartos solecismos. Discípulo en algún modo de Bonald y de Lamennais más que de Santo Tomás, cae en los extremos tradicionalistas, y sin atenuaciones defiende que «todo conocimiento y ciencia, así sobrenatural como natural se derivó a los hombres de Adán, instruido por Dios.» (2750)
Nacían tales novedades, antes rara vez oídas en España, por más que el tradicionalismo filosófico no careciera entre nosotros de precedentes, comenzando por Arias Montano, no de que hubiese invadido súbitamente a nuestros filósofos el menosprecio de las fuerzas naturales de la razón, tendencia que hubiera sido de todo en todo contraria a los generales caracteres de la ciencia española en las pasadas edades, sino el influjo de los libros franceses de la Restauración, que comenzaban a ser traducidos y correr con aplauso gracias a la mediocridad de los últimos apologistas nacionales. De Bonald corría impreso en castellano, desde 1823 (2751), el Ensayo analítico acerca de las leyes naturales del orden social, y de Lamennais se imprimió en Valladolid, en 1826, el libro de La religión considerada en sus relaciones con el orden político y civil. Más adelante, la Biblioteca de Religión, protegida por el cardenal Inguanzo, recogió, en 25 volúmenes, compilados con exquisito esmero, lo más selecto y reciente que en materias religiosas se había estampado hasta 1825, sin excluir el libro Del papa, de José de Maistre, ni las Conferencias, de Frayssinous, ni el Ensayo sobre la indiferencia, de Lamennais, cuyas extremosidades en la doctrina del consenso común se templaron con algunas notas (2752).
Libros originales españoles de aquel tiempo, pocos son acreedores a conmemoración, fuera de los citados. Por la inmensa popularidad que alcanzó y por el cúmulo de noticias históricas que encierra, más que por el estilo, que es vulgar y desaseado, puede traerse a cuento la Apología del altar y el trono, del capuchino P. Vélez, obispo de Ceuta y arzobispo de Santiago; historia de las Cortes de Cádiz, escrita con mejor intención que literatura, lo mismo que su Preservativo contra la irreligión, al cual puso escolios el infortunado cura Vinuesa (2753). Algo más valen la Filosofía de la religión, del santoñés Rentería y Reyes, [780] y las dos obras de Cortiñas: Demostración física de la espiritualidad e inmortalidad del alma y El triunfo de la verdad y refutación del materialismo, a los cuales puede agregarse en último lugar, y usando de mucha indulgencia, El filósofo cristiano impugnando al libertino, especie de apología popular, en que su autor, D. Francisco Sánchez y Soto, cura párroco del Castañar de Ibor (arzobispado de Toledo), se propuso, imitando y aun plagiando las Recreaciones, del P. Almeida, y las Reflexiones, de Sturm, elevar los ánimos a Dios por el espectáculo de las criaturas, demostrar la espiritualidad e inmortalidad del alma, fijar en breve compendio la tabla de los deberes humanos, explicar el origen de las sociedades e impugnar diversas supersticiones (2754) tan nocivas como la misma incredulidad.
Todo esto no constituye, a decir verdad, una gran literatura católica, y el no ver en tanto tiempo aparecer un solo libro de teología pura ni de filosofía fundamental, es, a la verdad, grave síntoma de decadencia en los estudios. ¿Y cómo no? El viento mortífero del siglo XVIII había ido agostando todos los renuevos de cultura indígena y seguíamos embobados tras de las huellas de los franceses, renegando los unos y olvidando los otros nuestro pasado, ansiosos de modelarnos por el ejemplo ajeno con no menor fidelidad que sigue el niño los renglones de la pauta que le presenta el maestro. Si algo quedaba de los antiguos métodos, había que buscarlos en universidades de segundo orden o en ignorados conventos. De aquí la medianía, la esterilidad, el aislamiento, la ineficacia. Moral y materialmente, estábamos hundidos y anonadados por el convencimiento en que habíamos caído de nuestra propia ignorancia, flaqueza y miseria, tras de lo cual había de venir forzosamente una asimilación indigesta de cultura extraña, quizá de tan ruin efecto como la decadencia propia. En esto no diferían mucho realistas y liberales, y es mero antojo y garrulidad periodística y oratoria poner de un lado la luz y de otro las sombras y llamar a boca llena ominosas a las dos temporadas de gobierno absoluto de Fernando VII, no ciertamente gloriosas ni apetecibles ni muy para lloradas, pero que de fijo nada perderán puestas en cotejo con las «insensateces de entremés del año 20 ni con la misma regencia de Cristina. Ante todo, justicia obliga, y bueno será recordar que a esos gobiernos absolutos del 14 al 20 y del 24 al 33, malos y todo, y no seré yo quien los defienda, debimos nuestro Código de Comercio, y el Museo del Prado, y la Escuela de Farmacia, y el Conservatorio de Artes y la primera Exposición [781] de la Industria Española; y que en materia de libros de sólida y clásica erudición produjéronse algunos de tanto precio como la edición del Fuego juzgo, de Lardizábal; la colección canónica de González, el Elogio de Isabel la Católica y los Comentarios al Quijote, de Clemencín; las adiciones de Ceán a las Memorias de los arquitectos, de Llaguno; la colección de Viajes y descubrimientos, de Navarrete; los Condes de Barcelona, vindicados, de Bofarull; los tomos de documentos de Simancas, que compiló el archivero D. Tomás González, la Biblioteca Valenciana, de Fúster; la Biblia de Torres Amat, los Libros poéticos, de Carvajal..., todo lo cual, unido a los trabajos helenísticos de Ranz Romanillos (Plutarco), Castillo y Ayensa (Anacreonte, Safo y Tirteo), a la magistral Ilíada, de Hermosilla (más fiel si menos poética que la de Monti), al Horacio, de Burgos, y a los versos de perfecta hermosura clásica del catalán Cabanyes, bastan para tejer un ramillete no indigno de entrar en parangón con los dramas y las leyendas de los románticos del 35, época de absoluta estirilidad para toda disciplina seria. Hora es ya de que la historia se rehaga, fiel sólo a la incorrupta verdad, cuyos derechos jamás prescriben, ni siquiera por el testimonio de apasionados ancianos, que aun rinden parias a todos los prejuicios y ceguedades de su mocedad (2755).
- IV -
Influencia de las sociedades secretas en la pérdida de américa.
No resultaría completo el cuadro de los desastres y miserias de aquel reinado tristísimo si no dijéramos algo de evidente y sabido influjo de la heterodoxia enciclopedista, representada por las logias francmasónicas de uno y otro lado de los mares, en la desmembración de nuestro poderoso imperio colonial. Fue ésta la mayor hazaña de aquellas filantrópicas asociaciones, y, aunque todavía permanezcan envueltos en densas nieblas muchos pormenores, bastan los que sabemos y los que los mismos americanos y los liberales de por acá han querido revelar para que trasluzcamos o sospechemos lo demás que callan.
Afirma el excelente escritor mejicano D. José María Roa Bárcena en su biografía de Pesado (2756) que la masonería fue llevada [782] a Méjico por la oficialidad de las tropas expedicionarias españolas que fueron a sofocar la insurrección y que hasta el año 1820 apenas contó entre sus adictos a ningún mejicano, siendo españoles y del rito escocés todos sus miembros.
Refieren, no obstante, Clavel y otros historiadores francmasónicos, en quienes la poca verdad que cuentan está ahogada en un fárrago de anacronismos y de invenciones, que ya antes las logias de franceses y de afrancesados habían pretendido hacer algunos prosélitos en América. Así se explica, quizá, la abortada expedición del ex fraile Gutiérrez y de Echevarría, a quienes ahorcó en Sevilla la Junta Central como propagandistas josefinos. Lo cierto es que hacia 1811 se instaló en París un Supremo Consejo de América, especie de sucursal del Gran Oriente madrileño, que había fundado el conde de Grasse, Tilly (2757). Pero los esfuerzos de estas logias afrancesadas parecen haber sido de poca o ninguna consecuencia en la revolución americana. Algunos aventureros oscuros trataron de probar fortuna, ora por cuenta del rey José, ora por la suya propia y como especuladores. Así, un cierto José Cerneau, que en la isla de Santo Domingo había recibido del judío Esteban Morín la iniciación hasta el grado 25, y que luego recorrió las Antillas españolas y una parte de la América del Sur vendiendo mandiles y cordones. Sus trabajos traían larga fecha. Ya en 1806 había fundado en Nueva York un Supremo Consejo del grado 33 e impreso en castellano un Manual masónico, que circuló profusamente en Méjico y en Venezuela. Al cabo, los mismos hermanos del consistorio francés, sabedores del escandaloso tráfico que Cerneau hacía con la masonería, le excomulgaron, le retiraron los poderes y mandaron instalar otro Consejo bajo la presidencia del hermano Lamotte. Prodújose con esto un verdadero cisma entre los filibusteros refugiados en Nueva York, y, amenguándose por días el crédito de Cerneau, tuvo por bien acudir a la estratagema de la fuga en 1831, con gran cantidad de dinero que en las cavernas de Adoniram había recogido (2758). Tampoco duró mucho el predominio de Lamotte, que tuvo que lidiar con otra especie de Cagliostro portugués, que se hacía llamar marqués de Santa Rosa y conde de San Lorenzo, jefe supremo de la antigua y moderna masonería en Tierra Firme, América meridional, islas Canarias y Puerto Rico.
Es absolutamente gratuito y aun desatinado suponer influencia masónica en los primeros movimientos revolucionarios de Méjico, en el grito de Dolores dado por el cura Hidalgo y en la intentona de Morelos. Al contrario, parece que estas sanguinarios clérigos tenían a gala el mezclar la causa de la religión con la de sus feroces enconos contra gachupines. La sangre criolla, enardecida por ambiciones febriles y no satisfechas bajo el [783] gobierno colonial, dio el primer impulso, de que luego se aprovecharon hábilmente ingleses y norteamericanos.
Pero quizá no hubiera bastado todo ello, o a lo menos la emancipación se hubiera retrasado en muchos años, sin la desmoralización producida en nuestro ejército por el espíritu revolucionario y sin la connivencia, cuando no el franco y decidido apoyo, de los liberales españoles. A ojos vistas conspiraban los diputados americanos en Cádiz, alquilando sus servicios a aquel de los dos bandos del Congreso que por de pronto les ofrecía mayores seguridades de triunfo. Conveníales al principio el disimulo y la cautela, derrotados Hidalgo y Morelos, preso el singular aventurero Miranda (2759), antiguo terrorista y antiguo amante de Catalina de Rusia, que había establecido la república en Caracas, pudo considerarse ahogada la primera revolución, y para que una segunda retoñase y triunfara fue precisa toda la vergonzosa aquiescencia de los conspiradores españoles desde el 14 al 20. Alguno, como el sobrino de Mina, llegó a tomar las armas por los americanos en 1816 y murió peleando contra su patria. Otros, sin llegar a tanto, se dejaron comprar por el oro de los insurrectos o la prespectiva del viaje y de la inhospitalaria acogida, y tuvieron más cómodo salvar la patria con el grito regenerador de las Cabezas.
Los pocos militares españoles que habían pasado a Méjico llevaron allá el plantel de las logias, como para acelerar la emancipación. Dicen que el mismo virrey las protegía (2760) y que la primera se estableció en Méjico en 1817 ó 18 con el título de Arquitectura moral. El venerable era D. Fausto de Elhuyar; entre los afilados se contaban algunos frailes.
La llegada de Odonojú en 1821, preparada por los diputados americanos (2761), puso el sello a tanta iniquidad y torpeza. El convenio de 24 de agosto con Itúrbide, la junta de Tacubaya, el
desarme de las milicias realistas.... todo fue elaborado en las logias del rito escocés, que se extendieron por Nueva España como red inmensa, descollando entre ellas la titulada El Sol, a la cabeza de la cual figuraron D. José Mariano de Michelena y don Miguel Ramos Arispe. Enojadas a poco tiempo estas logias con la coronación de Itúrbide y con sus tendencias reaccionarias, trabajaron contra él hasta desposeerle y matarle, aspirando a constituir una república central regida por leyes semejantes a la de Cádiz en 1812.
Pronto se dividieron entre sí los del rito escocés, y, atizando el fuego los yankees con su eterno y declarado propósito de enflaquecer y desorganizar a Méjico, fuéronse los disidentes, acaudillados por Ramos Arispe, Zavala y Alpuche, a matricularse [784] en el rito de York, bajo los auspicios del ministro norteamericano Poinsett, con lo cual una parte de la francmasonería mejicana quedó enteramente desligada de la española. Como logias llegaron a contar los de York, teniendo por primer venerable a Ramos Arispe, y por gran maestre, a D. José Ignacio Esteva, ministro entrambos. Entronizáronse en el poder cuando la elección de presidente de la república recayó en D. Guadalupe Victoria, adicto suyo; y, volando los escoceses como mariposas en torno de la nueva luz, fueron quedando desiertas las logias del antiguo rito, cuya anulación quedó consumada en 1828 con la derrota de su gran maestre el general Bravo, que por cuenta de ellas se había pronunciado en Tulacingo, y que fue deshecho por el general Guerrero, gran maestre de las logias del rito de York. Los vencedores se dividieron en la elección de presidente, pero triunfaron en el motín de la Acordada los más exaltados, y decretaron la total expulsión de los españoles. Algo se trocó el aspecto de las cosas en 1831 y 32, bajo la administración de Bustamante, pareciendo recobrar los escoceses alguna parte de su perdida intervención en los negocios públicos; pero el pronunciamiento de Veracruz en 1835, acaudillado por Santana y Gómez Farías, volvió a dar el triunfo a los yorkinos, que arrojaron del país a los principales escoceses y dieron rienda suelta al más desatado radicalismo antiespañol y antieclesiástico (2762). «De grado o por fuerza -escribe el Dr. Mora-, sometieron todos los poderes públicos a la acción e influjo de asociaciones no reconocidas por las leyes y anularon la federación por la violencia que hicieron a los estados y la necesidad imperiosa en que los pusieron de reconocerlos por centro único y exclusivo de la autoridad pública. Los poderes supremos y el clero y la milicia fueron todos, más o menos, sometidos al imperio de uno y otro de estos partidos.» Ni más ni menos que en España en 1820, y aun peor, por tratarse de una sociedad nueva y con menos elementos de conservación y resistencia. Toda la posterior historia de Méjico, sellada con la sangre de Maximiliano, está contenida en estas premisas. Donde triunfa el espíritu faccioso, nutridor y fomentador de toda ambición desbocada, puede esperarse la revolución artificial que consume y enerva, aunque tumultuariamente excite al modo de los licores espirituosos, nunca la evolución, interna y fecunda.
De dos maneras contribuyó el liberalismo de la Península a la pérdida de las Américas, diremos con el Sr. Roa Bárcena, nada adversario ciertamente de la independencia de su país, aunque católico y amigo de los españoles: «difundiéndose en las masas los gérmenes de filosofismo y anarquía que encerraban las leyes de las Cortes de Cádiz... y haciendo al mismo tiempo que los elementos conservadores se agrupasen en torno del estandarte de la independencia para guardar las instituciones [785] y costumbres, cuya desaparición sc creía segura si se prolongaba nuestra dependencia de la metrópoli». Así se consumó la independencia, mezclados en ella revolucionarios y realistas, con inmediato escarmiento de los segundos, que creyeron ver continuada en la vana pompa de la corte de Itúrbide la austera tradición de los antiguos virreyes. En vano, al despertar de su pesado sueño, quisieron levantar, por boca de Arista y de Durán, el grito de «religión y fuero», porque semejante intentona, tan pronto ahogada como nacida, sólo sirvió para precipitar a los yorkinos en el sendero de agresiones contra la Iglesia, anulando las provisiones de prebendas canónicamente hechas, suprimiendo el diezmo, secularizando la enseñanza e incautándose en 1833 y 34 y de los bienes de comunidades religiosas, no obstante la enérgica resistencia del obispo de Puela.
El ulterior desarrollo de esta historia nos llevará como por la mano a tratar de las más recientes vicisitudes de la Iglesia en aquellas regiones, de los esfuerzos de la propaganda protestante en Méjico y de las obras cismáticas de Vigil, último eco del jansenismo regalista en el Perú (2763).
- V -
De la revolución en Portugal durante este período.
En Portugal habían ido pasando las mismas cosas y al mismo tiempo que en Castilla, como pasarán siempre, mal que les pese a los portugueses. Una ley providencial y oculta, pero tan evidente como inviolable, lleva por el mismo camino los hados de entrambos pueblos peninsulares, los alza o los abate y los visita simultáneamente con las mismas calamidades en pena de los mismos desaciertos. Juntos habíamos hecho la guerra de la Independencia, juntos nos empeñamos con la misma infantil temeridad en la persecución de la libertad política abstracta. ¿Y cómo no, si a un tiempo nos habíamos bañado en las turbias corrientes del enciclopedismo, riendo a una con los donaires de Voltaire y extasiándonos en Rousseau con la apoteosis de la vida salvaje? [786]
Quien conoce la España central en aquella época, conoce también a Portugal y puede adivinar su historia, aunque no lo sepa. La misma inexperiencia legislativa y el mismo delirio patriótico, las mismas logias elaborando los mismos motines, las mismas Cámaras dictando los mismos decretos, y la masa del pueblo tan indiferente allí como aquí, sin entender palabra de aquella baraúnda y tan dispuesta a recibir con palmas la reacción absolutista, como a sostenerla flojamente y a rendir el cuello a una tumba facciosa, más fuerte por la audacia y por los secretos lazos que por el número.
La dictadura anticlerical del famoso ministro de José I, la ruptura con Roma, la extinción de los jesuitas, la secularización de la enseñanza, el libre curso de las ideas francesas, la difusión de las logias (de cuya existencia en tiempo de Bocage hay ya irrecusables testimonios), el ejemplo de la revolución de Francia, el contagio de los soldados imperiales, la continua presencia de los ingleses y, sobre todo, la vecindad de los legisladores de Cádiz, habían acumulado, no en la masa del pueblo portugués, sino en el ejército, en la Universidad y entre los jurisconsultos y literatos, en una parte del clero secular y aun del regular y en otra mayor de la aristocracia, todo género de materias revolucionarias. En pos del golpe frustrado de Gomes Freire de Andrade en 1817, semejante a los de Porlier y Lacy, vino la revolución triunfadora de 24 de agosto de 1820, trayendo por bandera, como la de Nápoles y la del Piamonte, la Constitución de España. Una junta provisional de gobierno supremo instalada en Oporto hizo la convocatoria de Cortes, e, instaladas éstas a fin de enero de 1821; declarándose soberanas, como las de Cádiz, nombrando una Regencia de cinco miembros que ejerciese el poder supremo en nombre del rey D. Juan VI, ausente en el Brasil. El benedictino Fr. Francisco de San Luis, luego cardenal patriarca de Lisboa, cuya presencia entre los innovadores significaba, según su biógrafo Latino Coelho, «que las órdenes religiosas habían cumplido su destino en Portugal», fue el encargado de redactar las bases del nuevo código, que, con ser de espíritu moderado y doctrinario, razón bastante para que sus colegas no las aprobasen, empezaba por sancionar en el artículo 3º. la tolerancia religiosa, considerando sólo el catolicismo como religión dominante y no como exclusiva y única verdadera, al modo que lo reconocía el código de Cádiz.
Lo que fue aquel Congreso y la ley fundamental que salió de él, va a decírnoslo el más ingenioso y literato de los demócratas y positivistas portugueses de hoy, Latino Coelho (2764).
«Mezclaba el Congreso a sus incontestables cualidades una cierta dosis de parvenu. Componíase de hombres casi todos graves y beneméritos, distinguidos ora por su ciencia e ilustración, ora por su clase y jerarquía. Casi todos pertenecían a las clases [787] privilegiadas, las que parece que debían ser más celosas en amparar y fortalecer la vieja monarquía: magistrados, profesores, oficiales generales superiores, inquisidores, prelados, grandes propietarios, miembros de la nobleza de provincia. Y hecho paradójico y digno de notarse: la exageración de las ideas democráticas era casi siempre proporcionada a la eminencia de la categoría social... El Congreso respondió a las esperanzas y a los votos de la opinión redactando y aprobando la primera Constitución libre y democrática. En ella se formulaban osadamente los más espinosos problemas de Derecho público y se resolvían sin la menor vacilación. Proclamábase la democracia como principio fundamental y como derecho primitivo e innegable... La monarquía venía a perder su carácter tradicional, convirtiéndose en una estipulación consensual entre el rey y los ciudadanos. El rey tenía sólo veto suspensivo. Era, en suma, la Constitución de Cádiz, aún más democratizada, y extendidas las atribuciones de la diputación permanente hasta reducir a la nulidad el poder real. Mas, si el Congreso era osado y resuelto en afirmar los principios de una radical democracia, olvidábase de que por sí sola la revolución de las instituciones políticas altera poco profundamente la vida moral de una nación... Las constituciones pueden modificar la superficie, pero es infecundo su trabajo cuando los principios tradicionales han echado sus raíces en lo más profundo del subsuelo social. Aquella Constitución no pasó del papel. Era como un árbol transplantado a inhospitalarias regiones y circundado de una flora parásita que le ha de absorber la escasa savia.»
Estas sabias palabras de Latino Coelho, aplicables por igual a la revolución portuguesa que a la nuestra, dan la clave de la efímera duración y de la falta de consistencia de una y otra. El viento de un motín alza esos códigos abstractos y el viento de otro motín los derriba. En Portugal ni siquiera fue menester la intervención de la Santa Alianza; bastó el amago. Unos cuantos regimientos de línea sublevados en Villafranca restituyeron a D. Juan VI, siempre tímido e indeciso, la plenitud de su soberanía.
El carácter personal del rey, manso y pacífico, fue causa de que la primera reacción no degenerase en sangrienta y feroz como en Castilla. Sólo hubo una sombra de proscripción, dice Latino Coelho, algo más dura para los religiosos que habían formado parte del Congreso, y que fueron reclusos en diversos monasterios (2765). Quedaron sin efecto las decretadas por el Congreso, pero no volvió a funcionar el Santo Oficio. Restablecióse la disciplina académica, harto relajada en la Universidad de Coímbra durante el rectorado de Fr. Francisco de San Luis (2766), [788] aunque no enteramente por culpa suya, y tratóse de atajar la circulación de libros impíos.
La muerte de D. Juan VI en 1825 y el advenimiento de su hijo D. Pedro IV, emperador del Brasil, que comenzó por enviar desde allí una Constitución moderada, especie de estatuto real, hizo florecer de nuevo las esperanzas de los liberales, que se agruparon en torno del monarca y de la nueva Carta, tomándola por bandera mientras no venían días más felices y libertades más amplias.
La infanta gobernadora recibió de mala gana la Carta; pero un pronunciamiento militar promovido en Oporto por Juan Carlos de Saldanha, que inauguró entonces su ruidosa carrera de revoluciones y contrarrevoluciones, no terminada hasta nuestros días, le obligó a convocar sin demora las Cortes ordinarias de 1826, que presidió el cardenal San Luis.
La Carta no fue popular porque «era entonces el pueblo (es un demócrata quien habla) rudo y aferrado a los antiguos usos y a la servidumbre de largos siglos». Así es que duró no más que tres años escasos, derribándola con leve esfuerzo el infante D. Miguel, en quien desde el año 23 tenían puestas todas sus esperanzas los partidarios del régimen antiguo, y que con nombre de lugarteniente comenzó a gobernar el reino, negando de hecho la obediencia a su hermano. Vencida la revolución en 1828 y abandonada por sus propios jefes, el ejército constitucional emigró por Galicia, para volver a los cuatro años como aventureros conquistadores de su propia tierra.
La venganza del regente D. Miguel fue terrible y feroz, siquiera rebajemos mucho de las apasionadas relaciones de los proscritos. Disueltas las Cortes: restablecido en su plenitud el Gobierno absoluto; galardonados con mano liberal los delatores; toleradas e impunes las venganzas particulares; henchidas las cárceles, los pontones del Tajo y los presidios de África de gente sospechosa de inconfidencia y castigada, al modo de Pombal, sin forma de juicio; frecuentes las confiscaciones y goteando sangre los cadalsos, nunca -dice Latino Coelho- fueron tan literalmente aplicables en una sociedad cristiana aquellas palabras de Tácito: Cunctos necari iubet... Iacuit inmensa strages; omnis sexus, omnis aetas, inlustres, ignobilis, dispersi aut aggerati: neque propinquis aut amicis adsistere, inlachrymare ne visere quidem diutius dabatur... Interciderat sortis humanae commercium vi metus: quantumque saevitia glisceret, miseratio arcebatur (2767).
Necesario fue todo este lujo de extemporánea y ciega tiranía para hacer odiosa a gran parte de los portugueses una causa antes tan universalmente popular. Sólo así se explica que en la [789] cuestión dinástica brotasen como por encanto tantos partidarios de Dª. María de la Gloria y que los refugiados de la isla Tercera, con el emperador D. Pedro a la cabeza y con el declarado apoyo de Inglaterra, conquistasen en el breve espacio de dos años, pero no sin sangrientos y épicos combates, en que ambos partidos rivalizaron en bizarría, el trono de la reina niña, asentado definitivamente en 1834 a la sombra de la Carta y de las instituciones representativas (2768).
Las publicaciones heterodoxas fueron nulas o de poca importancia en el largo período que hemos recorrido. Extinguida la originalidad de los pueblo peninsulares, cumplíase su depravación por medio de viles traducciones de los libros de Dupuis y de Volney, y aun de otros de ralea más baja, como El Citador, de Pigault-Lebrum, literatura de burdel y de taberna. De vez en cuando aparecía alguna rapsodia atea con título y pretensiones de original, como la Superstición desenmascarada, del antiguo inquisidor Abreu. Otros aún más oscuros pueden omitirse, sin que padezca la integridad de la historia.
Apologías católicas, si las hubo, o no han llegado a mis manos o su insignificancia las ha borrado de mi memoria. Y no ciertamente porque el partido miguelista dejara de contar en su seno hombres insignes y aun verdaderos sabios, como el doctísimo paleógrafo e historiador de Alcobaza, Fr. Fortunato de San Buenaventura, o el correcto humanista D. Francisco Alejandro Lobo, obispo de Visco, biógrafo de Fr. Luis de Sousa, o el vizconde de Santarem, que tanta luz dio a la historia de la geografía y de las expediciones de los portugueses. Pero ninguno de ellos, excepto alguna vez Fr. Fortunato, descendió a la controversia palpitante, que quedó, por decirlo así, en manos de José Agustín de Macedo, ingenio desaliñado y robusto, verdadero dictador literario en tiempo de D. Miguel. Era Macedo un ex fraile agustino (de Nuestra Señora de Gracia), notable por la prodigiosa [790] variedad de sus conocimientos y por lo díscolo y tormentoso de su índole; polígrafo incansable, poeta, orador, crítico y, sobre todo, furibundo libelista. Sus obras bastarían a llenar una biblioteca, porque tuvo todas las ambiciones literarias y lo recorrió todo, desde el sermón hasta la priapeya. Apasionado, iracundo, vindicativo y grosero, derramó contra sus enemigos literarios y políticos más hiel que tinta en la Besta Esfollada y en otros mil folletos de gladiador, que viven y merecen ser leídos todos, porque éste era el género propio y el elemento nativo del autor, no ciertamente consumado en la ironía ática, pero sí abundante y originalísimo en el uso del vocabulario callejero y de la hampa de Lisboa. Fuera de que la pasión enciende y da calor a todas las páginas que toca (2769).