Capítulo I

Política heterodoxa durante el reinado de D.ª Isabel II.

I. Guerra civil. Matanza de los frailes. Primeras tentativas de reformas eclesiásticas. -II. Desamortización de Mendizábal. -III. Constituyentes del 37. Proyecto de arreglo del clero. Abolición del diezmo. Disensiones con Roma. Estado de la Iglesia de España: Obispos desterrados, gobernadores eclesiásticos intrusos. -IV. Cisma jansenista de Alonso durante la regencia de Espartero. -V. Negociaciones con Roma. Planes de enseñanza. -VI. Revolución de 1854; Desamortización; Constituyentes; ataques a la unidad religiosa. -VII. Retención del «SYLLABUS». Reconocimiento del reino de Italia y sucesos posteriores.

- I -
Guerra civil. -Matanza de los frailes. -Primeras tentativas de reformas eclesiásticas.

    El número mayor de acaecimientos que desde ahora hasta el término de esta historia hemos de narrar, la misma variedad y discordancia de las manifestaciones heterodoxas, exigen, para ser fácilmente comprendidas, que las distribuyamos en grupos con rigor y claridad. Tres núcleos principales se ofrecen, desde luego, a la consideración: la heterodoxia política, que genéricamente se llama liberalismo (tomada esta voz en su rigurosa acepción de libertad falsificada, política sin Dios, o séanse naturalismo político, y no en ningún otro de los sentidos que vulgar y abusivamente se le han dado), la heterodoxia filosófica (panteísmo, materialismo..., en suma, todas las variedades del racionalismo), y la heterodoxia sectaria, que fue en otras edades la predominante y es hoy la inferior y de menos cuenta, reduciéndose, por lo que a España toca, a los esfuerzos impotentes, anacrónicos y casi risibles de la propaganda protestante. De aquí una división cómoda y fácil en tres capítulos, la cual así puede acomodarse al reinado de D.ª Isabel II como a los sucesos posteriores a la revolución de septiembre de 1868.

    Aunque toda revolución política sea más o menos directamente hija de tendencias o principios de carácter general y abstracto, que han de referirse de un modo mediato o inmediato a alguna filosofía primera, buena o mala, pero que tenga presunción [823] de regular la práctica de la vida y el gobierno de las sociedades, quizá parecería más racional y lógico empezar por la filosofía el estudio de las reformas de la heterodoxia contemporánea. He preferido, sin embargo, comenzar por los hechos externos, y la razón es clarísima. Hasta después de 1856, la revolución española no contiene más cantidad de materia filosófica ni jurídica que la que le habían legado los constituyentes de Cádiz: es decir, el enciclopedismo del siglo XVIII, lo que, traducido a las leyes, se llama progresismo. Sólo después de esa fecha comienzan los llamados demócratas a abrir la puerta a Hegel, a Krause y a los economistas.

    Deben distinguirse, pues, dos períodos en la heterodoxia política del reinado de D.ª Isabel: uno de heterodoxia ignara, legal y progresista, y otro de heterodoxia pedantesca, universitaria y democrática; en suma, toda la diferencia que va de Mendizábal a Salmerón. Los liberales que hemos llamado legos o de la escuela antigua, herederos de las tradiciones del 12 y del 20, no tienen reparo en consignar en sus códigos, más o menos estrictamente, la unidad religiosa, y, sin hundirse en profundidades trascendentales, cifran, por lo demás su teología en apalear a algún cura, en suspender la ración a los restantes, en ocupar las temporalidades a los obispos, en echar a la plaza y vender al desbarate lo que llaman bienes nacionales, en convertir los conventos en cuarteles y en dar los pasaportes al nuncio. En suma, y fuera del nombre, sus procedimientos son los del absolutismo del siglo XVIII, los de Pombal y Aranda. Por el contrario, los demócratas afilosofados y modernísimos, sin perjuicio de hacer iguales o mayores brutalidades cuando les viene en talante, pican más alto, dogmatizan siempre, y aspiran al lauro de regeneradores del cuerpo social, ya que los otros han trabajado medio siglo para desembarazarles de obstáculos tradicionales el camino. Y así como los progresistas no traían ninguna doctrina que sepamos, sino sólo cierta propensión nativa a destruir y una a modo de veneración fetichista a ciertos nombres (D. Baldomero, D. Salustino..., etc.), los demócratas, por el contrario, han sustituido a estos idolillos chinos o aztecas el culto de los nuevos ideales, el odio a los viejos moldes, la evolución social y demás palabrería fantasmagórica que sin cesar revolotea por la pesada atmósfera del Ateneo. En suma, la heterodoxia política hasta 1856 fue práctica; desde entonces acá viene afectando pretensiones dogmáticas o científicas, resultado de esa vergonzosa indigestión de alimento intelectual mal asimilado, que llaman cultura española moderna.

    No es tan hacedero a reducir a fórmula el partido moderado, que, según las vicisitudes de los tiempos, aparece ora favoreciendo, ora resistiendo a la corriente heterodoxa y laica. Fue, más que partido, congeries de elementos diversos, y aun rivales y enemigos; mezcla de antiguos volterianos, arrepentidos en política, no en religión, temerosos de la anarquía y de la bullanga, pero [824] tan llenos de preocupaciones impías y de odio a Roma como en sus turbulentas mocedades, y de algunos hombres sinceramente católicos y conservadores, a quienes la cuestión dinástica, o la aversión a los procedimientos de fuerza, o la generosa, sí vana, esperanza de convertir en amparo de la Iglesia un trono levantado sobre las bayonetas revolucionarias separó de la gran masa católica del país.

    Esta, aun en tiempo de Fernando VII, había tomado su partido, arrojándose, antes de tiempo y desacordadamente, a las armas así que notó en el rey veleidades hacia los afrancesados y los partidarios del despotismo ilustrado. La sublevación de Cataluña en 1827 fue la primera escena de la guerra civil. Ahogado rápidamente aquel movimiento, los ultrarrealistas se fueron agrupando en torno del infante D. Carlos, presunto heredero de la corona. El nuevo matrimonio del rey y el nacimiento de la Infanta Isabel trocaron de súbito el aspecto de las cosas, y no halló la reina Cristina otro medio de salvar el trono de su hija que amnistiar a los liberales y confiarles su defensa. La muchedumbre tradicionalista vieron con singular instinto cuál iba a ser el término de aquella flaqueza, y sin jefes todavía, sin organización ni concierto, comenzaron a levantarse en bandas y pelotones, que pronto Zumalacárregui, genio organizador por excelencia, convirtió en ejército formidable.

    En vano había inaugurado Cristina su regencia diciendo por la pluma de Zea Bermúdez, en el manifiesto de 4 de octubre, que «la religión, su doctrina, sus templos y sus ministros serían el primer cuidado de su Gobierno..., sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia».

    ¿Quién había de tomar por lo serio tales palabras, cuando al mismo tiempo veíase volver de Londres a los emigrados tales y como fueron, ardiendo en deseos de restaurar y completar la obra de los tres años, y además encruelecidos y rencorosos por diez años de destierro y por la memoria, siempre viva, de las horcas, prisiones y fusilamientos de aquella infausta era? A dos o tres de ellos pudo enseñarles y curarles algo la emigración, poniéndole de manifiesto otras instituciones, otros pueblos y otras leyes y aficionándolos al parlamentarismo inglés o al doctrinarismo francés de la Restauración; pero los restantes, masa fanática, anduvieron bien lejos de sacar de sus viajes tanto provecho como Ulises, y hubo muchos que, con vivir nueve años en Somers-Town, no aprendieron palabra de inglés (2806), y pasaron todo este tiempo adorando en la Constitución de Cádiz y llorando hilo a hilo por el suplicio de Riego. Et revertebantur quotidie maiora. Esta bárbara pereza de entendimiento y este cerrar los ojos y tapiar los oídos a toda luz de ciencia histórica y social [825] fue por largos años, con nombre de consecuencia política, uno de los timbres de que más se ufanaba el partido progresista.

    El más moderado de todos los liberales, el que desde muy mozo lo había sido por temperamentos y genialidad, y hasta por buen gusto, arrostrando ya por ello en 1822 las iras y aun los puñales de los exaltados, el dulce y simpático Martínez de la Rosa, entonces en el apogeo de su modesta y apacible gloria literaria, fue el llamado a inaugurar la revolución política, como al mismo tiempo inauguraba la revolución dramática. Pero sea que el campo del arte esté menos erizado de cardos que el de la política, o sea más bien que la generosa índole del cantor de Aben-Humeya le llevase con más certero impulso a los serenos espacios de la poesía que a la baja realidad terrestre, es lo cierto que la tentativa política de Martínez de la Rosa, reducida, como siempre, a su favorita fórmula de hermanar el orden con la libertad, cual si se tratase de términos antitéticos, fracasó de todo punto, muriendo en flor el Estatuto Real, más desdichado en esto que La conjuración de Venecia, que, con ser obra eclesiástica y de transición, conserva juventud bastante lozana. ¡Singular destino el de aquel hombre, nacido para conservador en todo, hasta en literatura, y condenado a acaudillar y servir de heraldo a todas las revoluciones, así las pacíficas como las sangrientas!

    En el ministerio que Martínez de la Rosa formó, sólo él y D. Nicolás María Garelly procedían de la legión del año 20, aunque de su grupo más moderado. Los restantes eran, o antiguos afrancesados, como Burgos, o templados servidores del rey absoluto, más amigos de las reformas administrativas que de las políticas. En materias eclesiásticas no legislaron, contentándose con extrañar de estos reinos al obispo de León y ocuparle sus temporalidades por declarado carlismo (2807), y conminar con iguales penas a todo eclesiástico que abandonase su iglesia, y con la de supresión a todo convento del cual hubiese desaparecido algún fraile sin que en el término de veinticuatro horas hubiese dado parte el superior.

    Garelly fue más adelante, y quiso de alguna manera contentar el clamoreo revolucionario, que ya comenzaba a tomar a la gente de Iglesia por blanco principal de sus iras. Cortadas las relaciones con Roma porque Gregorio XVI, de igual suerte que los gobiernos del Norte, se negaba a reconocer a la reina Isabel (2808), Garelly formó una Junta de reformas eclesiásticas, compuesta de los obispos y clérigos más conocidos por sus tendencias regalistas (Torres Amat, González Vallejo). Según las instrucciones [826] del ministro, la tal Junta debía proceder no por sí y antes sí, sino como Junta consultiva que dictara las preces a Roma, a hacer nueva división del territorio eclesiástico, conforme a la división civil; a fijar las dotaciones de los cabildos y a reformar la enseñanza en los seminarios conciliares. Todo quedó en proyecto.

    ¿Y qué servían todos estos paliativos de un regalismo caduco ante la revolución armada con título de Milicia urbana y regimentada en las sociedades secretas, único poder efectivo por aquellos días? Lo que se quería no era la reducción, sino la destrucción de los conventos, y no con juntas eclesiásticas de jansenistas trasnochados, sino con llamas y escombros, podía saciarse el furor de las hienas revolucionarias. Destruir los nidos para que no volvieran los pájaros, era el grito de entonces. Nadie sabe a punto fijo, o nadie quiere confesar, cuál era la organización de las logias en 1834; pero en la conciencia de todos está, y Martínez de la Rosa lo declaró solemnemente antes de morir, que la matanza de los frailes fue preparada y organizada por ellas (2809). De ninguna manera basta esto para absolver al Gobierno moderado que lo consintió y lo dejó impune, por debilidad más que por conveniencia; pero sí basta para explicar el admirable concierto con que aquella memorable hazaña liberal se llevó a cabo. Quien la atribuye al terror popular causado por la aparición del cólera el día de la Virgen del Carmen de 1834, o se atreve a compararla con el proceso degli untori de Milán y a llamarla movimiento popular, tras de denigrar a un pueblo entero, cuyo crimen no fue otro que la flaqueza ante una banda de asesinos pagados, miente audazmente contra los hechos, cuya terrible y solemne verdad fue como sigue.

    La entrada de D. Carlos en Navarra y los primeros triunfos de Zumalacárregui habían escandecido hasta el delirio los furores de los liberales, quienes, descontentos además de la tibieza del Gobierno y de las leves concesiones del Estatuto, proyectaron en sus antros tomarse la venganza por su mano y precipitar la revolución en las calles, ya que caminaba lenta y perezosa en las regiones olímpicas. El cólera desarrollado con intensidad terrible en la noche del 15 de julio (día de la Virgen del Carmen) les restó fácil camino para sus intentos, comenzando a volar de boca en boca el absurdo rumor, tan reproducido en todas las epidemias, sin más diferencia que en la calidad de las víctimas, de que los frailes envenenaban las aguas. Acrecentóse la crudeza de la epidemia el día 16, y el 17 estalló el motín, tan calculado y prevenido, que muchos frailes habían tenido aviso anticipado de él, y el mismo Martínez de la Rosa, antes de partir para La Granja, había tomado algunas disposiciones preventivas, concentrando [827] los poderes de represión en manos del capitán general San Martín, tenido por antirrevolucionario desde la batalla de las Platerías y la jornada de 7 de julio de 1822.

    Tormentosa y preñada de amagos fue la noche del 16. Por las cercanías de los Estudios de San Isidro oíase cantar a un ciego al son de la guitarra:

                       Muera Cristo,
viva Luzbel;
muera don Carlos,
viva Isabel.

    Amaneció, al fin, aquel horrible jueves, 17 de julio, día de vergonzosa recordación más que otro alguno de nuestra historia. Las doce serían cuando cayó la primera víctima, acusada de envenenar las fuentes. Otro infeliz, perseguido por igual pretexto, buscó refugio en el Colegio Imperial, y en pos de él penetraron los asesinos al dar las tres de la tarde. Lo que allí pasó no cabe en lengua humana y la pluma se resiste a transcribirlo. En la portería del Colegio Imperial, en la calle de Toledo, en la de Barrionuevo, en la de los Estudios, en la plaza de San Millán, cayeron, a poder de sablazos y de tiros, hasta dieciséis jesuitas (2810), cuyos cuerpos, acribillados de heridas, fueron arrastrados luego con horrenda algazara y mutilados con mil refinamientos de exquisita crueldad, hirviendo a poco rato los sesos de alguno en las tabernas de la calle de la Concepción Jerónima. Uno de los asesinados era el P. Artigas, el mejor o más bien el único arabista que entonces había en España, maestro de Estébanez Calderón y de otros.

    Los restantes jesuitas, hasta el número de sesenta, se hallaban congregados en la capilla doméstica haciendo las últimas prevenciones de conciencia para la muerte, cuando sable en mano, penetró en aquel recinto el jefe de los sicarios, quien, a trueque de salvar a uno de ellos (2811), que generosamente persistía en seguir la suerte de los otros, consintió en dejarlos vivos a todos, ordenando al grueso de los suyos que se retirasen y dejando gente armada en custodia de las puertas.

    Eran ya las cinco de la tarde, y el capitán general, como quien despierta de un pesado letargo, comenzaba a poner sobre las armas la tropa y la Milicia urbana. ¡Celeridad admirable después de dos horas de matanza! Y ni aun ese tardío recurso sirvió para cosa alguna, puesto que los asesinos, dando por concluida la faena de los Reales Estudios, se encaminaron al convento de [828] dominicos de Santo Tomás, en la calle de Atocha, y, allanando las puertas, traspasaron a los religiosos que estaban en coro o les dieron caza por todos los rincones del convento, cebando en los cadáveres su sed antropofágica. Entonces se cumplió al pie de la letra lo que del Corpus de Sangre de Barcelona escribió Melo: «Muchos, después de muertos, fueron arrastrados, sus cuerpos divididos, sirviendo de juego y, risa aquel humano horror, que la naturaleza religiosamente dejó por freno de nuestras demasías; la crueldad era deleite; la muerte, entretenimiento, a uno arrancaban la cabeza (ya cadáver), le sacaban los ojos, cortábanle la lengua y las narices; luego, arrojándola de unas en otras manos, dejando en todas sangre y en ninguna lástima, les servía como de fácil pelota; tal hubo que, topando el cuerpo casi despedazado, le cortó aquellas partes cuyo nombre ignora la modestia y, acomodándolas en el sombrero, hizo que le sirviesen de torpísimo y escandaloso adorno» (2812). Mujeres desgreñadas, semejantes a las calceteras de Robespierre o a las furias de la guillotina, seguían los pasos de la turba forajida para abatirse, como los cuervos, sobre la presa. Al asesinato sucedió el robo que las tropas, llegadas a tal sazón y apostadas en el claustro, presenciaron con beatífica impasibilidad. Sólo tres heridos sobrevivieron a aquel estrago.

    De allí pasaron las turbas al convento de la Merced Calzada, plaza del Progreso, donde hoy se levanta la estatua de Mendizábal. Allí rindieron el alma ocho religiosos y un donado, quedando heridos otros seis.

    Ni siquiera las nieblas de la noche pusieron término a aquella orgía de caníbales. Seis horas habían transcurrido desde la carnicería de San Isidro: los religiosos de San Francisco el Grande, descansando en las repetidas protestas de seguridad que les hicieron los jefes de un batallón de la Princesa acuartelado en sus claustros, ponían fin a su parca cena e iban a entregarse al reposo de la noche, cuando de pronto sonaron voces y alaridos espantables, tocó a rebato la campana de la comunidad, cayeron por tierra las puertas e inundó los claustros la desaforada turba, tintas las manos en la reciente sangre de dominicos, jesuitas y mercedarios. Hasta cincuenta mártires, según el cálculo más probable, dio la Orden de San Francisco en aquel día. Unos perecieron en las mismas sillas del coro, cuya madera conserva aun las huellas de los sables. Otros fueron cazados, como bestias fieras, en los tejados, en los sótanos y hasta en las cloacas. A otros, el ábside del presbiterio les sirvió de asilo. Y alguien hubo que, con pujante brío, se abrió paso entre los malhechores y logró salvar vida arrojándose por las tapias o huyendo a campo traviesa hasta parar en Alcalá o en Toledo (2813). Los soldados [829] permanecieron inmóviles o ayudaron a los asesinos a buscar y a rematar a los frailes y a robar los sagrados vasos. ¡Ocho horas de matanza regular y ordenada, y por un puñado de hombres, casi los mismos en cuatro conventos distintos! ¿Qué hacía entre tanto el capitán general? ¿En qué pensaba el Gobierno? A eso de las siete de la tarde se presentó San Martín en el Colegio Imperial, habló con los jesuitas supervivientes y les increpó en términos descompuestos por lo del envenenamiento de las aguas (2814). En cuanto al Gobierno de Martínez de la Rosa, se contentó con hacer ahorcar a un músico del batallón de la Princesa que había robado un cáliz en San Francisco el Grande. Con todo, el clamoreo de la opinión fue tal, que hubo, pro fórmula, de procesarse a San Martín, separado ya de la Capitanía General (2815). Aquí paró todo, y huelgan los comentarios cuando los hechos hablan a voces.

    Hundido en aquella sangrienta charca el prestigio del Gobierno moderado, la anarquía levantó triunfante e indómita su cabeza por todos los ámbitos de la Península. En Zaragoza, una especie de partida de la Porra, dirigida por un tal Chorizo, de la parroquia de San Pablo, y por el organista de la Victoria, fraile apóstata que acaudillaba a los degolladores de sus hermanos, obligó a la Audiencia, en el motín de 25 de marzo de 1835, a firmar el asesinato jurídico de seis realistas presos, y, tomándose luego la venganza por más compendiosos procedimientos, asaltó e incendió los conventos el 5 de julio, degolló a buena parte de sus moradores y al catedrático de la Universidad Fr. Faustino Garroborea, arrojó de la ciudad al arzobispo y entronizó por largos días en la ciudad del Ebro el imperio del garrote. En Murcia fueron asesinados tres frailes y heridos dieciocho y saqueado el palacio episcopal a los gritos de «¡Muera el obispo!» En 22 de julio ardieron los conventos de franciscanos y carmelitas descalzos de Reus, con muerte de muchos de sus habitadores. De Tarragona fue expulsado el arzobispo y cerradas con tiempo todas las casas religiosas. Pero nada llegó a los horrores del pronunciamiento de Barcelona en 25 de julio de 1835, comenzado al salir de la plaza de toros, como es de rigor en nuestras algaradas (2816). Una noche bastó para que ardiesen, [830] sin quedar piedra sobre piedra, los conventos de carmelitas calzados y descalzos, de dominicos, de trinitarios, de agustinos calzados y de mínimos. Cuanto no pereció el furor de las llamas, fue robado; los templos, profanados y saqueados; los religiosos pasados a hierro; sus archivos y bibliotecas, aventados o dispersos (2817). Una muchedumbre ebria, descamisada y jamás vista hasta aquel día en tumultos españoles, el populacho ateo y embrutecido que el utilitarismo industrial educa a sus pechos, se ensayaba aquella noche quemando los conventos para quemar en su día las fábricas. Hoy es, y aun se erizan los cabellos de los que presenciaron aquellas escenas de la Rambla y vieron a las Euménides revolucionarias arrancar y picar los ojos de los frailes moribundos, y desnudar sus cadáveres, y repartirse sus harapos, mientras que la tea, el puñal y la segur despejaban el campo para los nuevos ideales.

    No conviene, por un muelle y femenil sentimentalismo, apartar la vista de aquellas abominaciones, que se quiere hacer olvidar a todo trance. Más enseñanzas hay en ellas que en muchos tratados de filosofía, y todo detalle es aquí fuente de verdad y clave de enseñanza histórica. Aquel espantoso pecado de sangre (protestantes es quien lo ha dicho) debe pesar más que todos los crímenes españoles en la balanza de la divina justicia cuando, después de pasado medio siglo, aun continúa derramando sobre nosotros la copa de sus iras. Y es que, si la justicia humana dejó inultas aquellas víctimas, su sangre abrió un abismo invadeable, negro y profundo como el infierno, entre la España vieja y la nueva, entre las víctimas y los verdugos, y no sólo salpicó la frente de los viles instrumentos que ejecutaron aquella hazaña, semejantes a los que toda demagogia recluta en las cuadras de los presidios, sino que subió más alta y se grabó como perpetuo e indeleble estigma en la frente de todos los partidos liberales desde los más exaltados a los más moderados; de los unos, porque armaron el brazo de los sicarios; de los otros, porque consintieron o ampararon o no castigaron el estrago, o porque le reprobaron tibiamente, o porque se aprovecharon de los despojos. Y desde entonces la guerra civil creció en intensidad, y fue guerra como de tribus salvajes lanzadas al campo en las primitivas edades de la historia, guerra de exterminio y asolamiento, de degüello y represalias feroces, que duró siete años, que ha levantado después la cabeza otras dos veces, y quizá no la postrera, [831] y no ciertamente por interés dinástico, ni por interés fuerista, ni siquiera por amor muy declarado y fervoroso a este o al otro sistema político, sino por algo más hondo que todo eso; por la instintiva reacción del sentimiento católico, brutalmente escarnecido, y por la generosa repugnancia a mezclarse con la turba en que se infamaron los degolladores de los frailes y los jueces de los degolladores, los robadores y los incendiarios de las iglesias y los vendedores y compradores de sus bienes. ¡Deplorable estado de fuerza a que fatalmente llegan los pueblos cuando pervierten el recto camino y, presa de malvados y de sofistas, ahogan en sangre y vociferaciones el clamor de la justicia!. Entonces es cuando se abre el pozo del abismo y sale de él un humo que oscurece el sol y las langostas que asolan la tierra (2818).

    Las Cortes de 1834, llamadas vulgarmente del Estatuto, decretaron por unanimidad la abolición del voto de Santiago, legitimaron las compras y ventas de bienes nacionales hechas desde 1820 a 1823 y aplicaron, en principio, los bienes de amortización eclesiástica a la extinción de la Deuda pública. En una proposición (o, como entonces se decía, petición) suscrita por D. Antonio González, Trueba y Cossío, el conde de Las Navas, D. Fermín Caballero y todos los prohombres del radicalismo, se solicitó la extinción de las capellanías colativas y laicales, memorias de misas y legados píos, recayendo sus bienes en el crédito público. Fue aprobada por 36 votos contra 33 después de una discusión desaforada. «La amortización es una plaga que aniquila el cuerpo social», dijo Alcalá Zamora, y un señor Ochoa añadió: «Señores: Dicen que se traiga una bula del papa... Yo no me opondré a que se solicite una bula de Su Santidad; pero si la corte de Roma no quiere dar esa bula, entonces la daré yo.» ¡Monumental canonista!

    En la legislatura siguiente (35 al 36), los mismos procuradores exaltados, López, Caballero, Iznardi, Olózaga, el conde Las Navas, etc., presentaron un proyecto de extinción de regulares. Y defendiéndole, dijo un Sr. Gaminde: «Muy pronto se pervirtieron los instintos religiosos, desenvolviéndose en ellos los gérmenes de todas las pasiones que degradan a la humanidad. Buena prueba son de ello los atentados contra los albigenses y contra todos aquellos que han querido vindicar su razón, así como también el establecimiento del Tribunal de la Inquisición...; de ese Tribunal causa de todos los males pasados y presentes que aun lloramos, de ese Tribunal que debimos a una orden llamada religiosa, la de los dominicos.» Con la misma elocuencia habló López; pero Argüelles los superó a todos, invocando los procedimientos cesaristas del tiempo de Carlos III y la pragmática [832] del extrañamiento de los jesuitas. «Aquí, señores -dijo después de leerla-, tenemos un verdadero programa de todas las doctrinas que pueden servirnos de guía en esta y semejantes cuestiones; aquí está el señor Carlos III, piadoso entre los españoles como Antonino entre los romanos.» El resultado fue votarse la proposición por 116 votos contra 2.

    Triunfaba entre tanto la revolución en las calles e iba acabando con su ingénita brutalidad y sin eufemismos lo que los procuradores escribían teóricamente y como desideratum en sus leyes. A Martínez de la Rosa había sucedido Toreno, pero Toreno ya no era doceañista; había aprendido mucho en Francia, y se iba haciendo cada vez más ecléctico, descreído y hombre de ocasión. Pensó vanamente atajar el desenfrenado raudal con dos o tres decretos, como el de expulsión de los jesuitas y supresión de todo convento cuyos frailes no llegasen a doce; pero la ola revolucionaria continuó subiendo, a despecho de tan impotentes concesiones, y se extendió inmensa y bramadora por Cataluña, Valencia, Aragón y Andalucía, y en breve espacio por toda la Península, levantando contra el Gobierno central el gobierno anárquico de las juntas provinciales, que comenzaron tumultuariamente a exclaustrar a los religiosos y apoderarse de sus bienes, y desterrar obispos y mandar a presidio abades, y vender hasta las campanas de los conventos. La revolución buscaba su hombre, y le encontró al fin en la persona de D. Juan Álvarez Mendizábal, que se alzó sobre las ruinas del ministerio Toreno.

- II -
Desamortización de Mendizábal.

    La revolución triunfante ha levantado una estatua a Mendizábal sobre el solar de un convento arrasado y cuyos moradores fueron pasados a hierro. Aquella estatua, que, sin ser de todo punto mala, provoca, envuelta en su luenga capa (parodia de toga romana), el efecto de lo grotesco, es el símbolo del progresismo español y es a la vez tributo de justísimo agradecimiento revolucionario. Todo ha andado a una: el arte, el héroe y los que erigieron el simulacro. Y con todo, la revolución ha acertado, gracias a ese misterioso instinto que todas las revoluciones tienen, en perpetuar, fundiendo un bronce, la memoria y la efigie del más eminente de los revolucionarios, del único que dejó obra vividera, del hombre inculto y sin letras que consolidó la nueva idea y creó un país y un estado social nuevos, no con declamaciones ni ditirambos, sino halagando los más bajos instintos y codicia de nuestra pecadora naturaleza, comprando defensores al trono de la reina por el fácil camino de infamarlos antes para que el precio de su afrenta fuera garantía y fianza segura de su adhesión a las nuevas instituciones; creando por fin, con los participantes del saqueo, clases conservadoras y elementos de orden; orden algo semejante al que establece en un campo de bandidos, donde cada cual atiende a guardar su parte de la presa [833] y defenderla de las asechanzas del vecino. Golpe singular de audacia y de fortuna, aunque no nuevo y sin precedente en el mundo, fue aquel de la desamortización. Hasta entonces, nada más impopular, más incomprensible ni más sin sentido en España que los entusiasmos revolucionarios. Diez años había durado, con ser pésimo a toda luz, el Gobierno de Fernando VII, y no diez, sino cincuenta, hubiera durado otro igual o peor si a Mendizábal no se le ocurre el proyecto de aquella universal liquidación. Todo lo anterior era retórica infantil, simple ejercicio de colegio o de logia; y conviene decirlo muy claro: la revolución en España no tiene base doctrinal ni filosófica, ni se apoya en más puntales que el de un enorme despojo y un contrato infamante de compra venta de conciencias. El mercader que las compró, y no por altas teorías, sino por salir, a modo de arbitrista vulgar, del apuro del momento, es el creador de la España nueva, que salió de sus manos amasada con barro de ignominia. ¡Bien se la conoce el pecado capital de su nacimiento! Quédese para mozalbetes intonsos que hacen sus primeras armas en el Ateneo hablar de la eficacia de los nuevos ideales y del poder incontrastable de los derechos de la humanidad como causas decisivas del triunfo de nuestra revolución. Sunt verba et voces, praetereaque nihil. ¡Candor insigne creer que a los pueblos se les saca de su paso con prosopopeyas sesquipedales! Las revoluciones se dirigen siempre a la parte inferior de la naturaleza humana, a la parte de bestia, más o menos refinada o maleada por la civilización, que yace en el fondo de todo individuo. Cualquier ideal triunfa y se arraiga si andan de por medio el interés y la concupiscencia, grandes factores en filosofía de la historia. Por eso el liberalismo del año 35, más experto que el de 1812, y aleccionado por el escarmiento de 1823, no se entretuvo en decir al propietario rústico ni al urbano: «Eres libre, autónomo, señor de ti y de tu suerte, ilegislable, soberano, como cuando en las primitivas edades del mundo andabas errante con tus hermanos por la selva y cuando te congregaste con ellos para pactar el contrato social»; sino que se fue derecho a herir otra fibra que nunca deja de responder cuando diestramente se la toca y dijo al ciudadano: «Ese monte que ves hoy de los frailes, mañana será tuyo, y esos pinos y esos robles caerán al golpe de tu hacha, y cuanto ves de río a río, mieses, viñedos y olivares, te rendirá el trigo para henchir tus trojes y el mosto que pisarás en tus lagares. Yo te venderé, y, si no quieres comprarle, te regalaré ese suntuoso monasterio, cuyas paredes asombran tu casa, y tuyo será hasta el oro de los cálices, y la seda de las casullas y el bronce de las campanas.»

    ¡Y esta filosofía sí que la entendieron! ¡Y este ideal sí que hizo prosélitos! Y, comenzada aquella irrisoria venta, que, lo repito, no fue de los bienes de los frailes, sino de las conciencias de los laicos, surgió como por encanto el gran partido liberal español, lidiador en la guerra de los siete años con todo [834] el desesperado esfuerzo que nace del ansia de conservar lo que inicuamente se detenta. Después fue el imaginar teorías pomposas que matasen el gusanillo de a conciencia, el decirse filósofos y librepensadores los que jamás habían podido pensar dos minutos seguidos a las derechas; el huir de la iglesia y de los sacramentos por miedo a las restituciones y el acallar con torpe indiferentismo las voces de la conciencia cuando decía un poco alto que no deja de haber Dios en el cielo porque al pecador no le convenga. Nada ha influido tanto en la decadencia religiosa de España, nada ha aumentado tanto esas legiones de escépticos ignaros, único peligro serio para el espíritu moral de nuestro pueblo, como ese inmenso latrocinio (¿por qué no aplicarle la misma palabra que aplicó San Agustín a las monarquías de que está ausente la justicia?) que se llama desamortización y el infame vínculo de solidaridad que ella establece.

    Ni aun los más atrevidos regalistas de otros tiempos se habían atrevido a soñar con el despojo. Una cosa es lamentar, como en siglos católicos lo hicieron el Consejo de Castilla y muchos economistas nuestros, el exceso de la acumulación de bienes en manos muertas, y los daños que de aquí resultaban a la agricultura, y otra atentar con mano sacrílega a una propiedad de títulos más justos y legítimos que ninguna otra en el mundo. Lo primero puede ser loable providencia de estadistas, aunque siempre sea difícil detener el camino de la propiedad cuando manifiestamente las ideas y las costumbres la empujan por un cauce.

    El mismo Campomanes trató de atajar radicalmente la amortización futura, pero no de que el Estado se echase sobre la propiedad antes amortizada, que a todos, aun al mismo fiscal, parecía tan inviolable como la de los particulares. Pero, dado el ejemplo del despojo por la Asamblea francesa, no tardaron en seguirle nuestros gobernantes, comenzando Godoy por enajenar los bienes de fundaciones pías. De los proyectos sucesivos queda hecha memoria en sus lugares oportunos. Lo que intentaron las Cortes de Cádiz habíalo formulado Martínez Marina en estas palabras de su Teoría famosa, especie de breviario de todos los reformadores de entonces: «El primero de todos los medios indirectos que reclaman la razón, la justicia y el orden de la sociedad es moderar la riqueza del clero en beneficio de la agricultura; poner en circulación todas las propiedades afectas al estado eclesiástico y acumuladas en iglesias y monasterios contra el voto general de la nación; restituirlas a los pueblos y familias, de cuyo dominio fueron arrancadas por el despotismo, por la seducción, por la ignorancia y por la falsa piedad; abolir para siempre el injusto e insoportable tributo de los diezmos, que no se conoció en España hasta el siglo XII, ni se extendió ni se propagó sino a la sombra de la barbarie de estos siglos y en razón de los progresos del despotismo papal» (t. I, c. 13). [835]

    Tan desentonadas frases promovieron acerbas polémicas, excitando la vigorosa indignación del cardenal Inguanzo, que escribió en 1813 y coleccionó en 1820, siendo obispo de Zamora, una serie de cartas sobre El dominio sagrado de la Iglesia en sus bienes temporales (2819), que son, juntamente con el folleto de Balmes, lo mejor y más sólido que se ha escrito en castellano por los defensores de la propiedad eclesiástica. Porque Inguanzo, tomando ocasión del folleto de El Solitario de Alicante y del libro de Martínez Marina, y extendiendo luego su impugnación al tratado de Campomanes y a algunos lugares de la Ley Agraria, no sólo resolvió de plano la cuestión canónica, recordando la condenación de Arnaldo de Brescia, de los valdenses, de Marslio de Padua y de Wiclef, las decisiones de los concilios Lateranense I, Constantiense y de Basilea, que declararon sacrílego al príncipe o laico que se apropiase, donase o dispusiese de las cosas y posesiones eclesiásticas, sino que probó con argumentos de razón que, teniendo la Iglesia derecho, recibido de Dios inmediatamente, para existir sobre la tierra como cuerpo real sacerdotal (regale sacerdotium), tiene también derecho inconcuso de participar de los bienes temporales y acrecentar su patrimonio como cualquier otro individuo, colegio lícito, sociedad o congregación grande o pequeña, sin que, una vez adquiridos, pueda nadie despojarle de ellos sin ir contra el precepto natural y divino. Corroboró esta verdad, tan sencilla e inconcusa si el interés y la maldad no se empeñasen en torcerla, con las elocuentes palabras del protestante Burke contra la desamortización decretada por la Asamblea francesa y, contra todo proyecto de asalariar al clero a tenor de cualquier otro cuerpo de funcionarios civiles. «Nosotros los ingleses -decía Burke-, si el estado de nuestra Iglesia necesitara alguna reforma, no confiaríamos ciertamente a la rapacidad pública o privada el cuidado de arreglar sus cuentas ni de fijar sus gastos o de ordenar la aplicación de sus rentas. Aun no hemos llegado a tanta locura que despojemos a nuestras instituciones del solemne respeto que les es debido. Y en verdad os digo, franceses, que merecéis bien todas las calamidades que sobre vosotros han caído... Nosotros los políticos ingleses nos avergonzaríamos, como de una grosera mentira, de profesar con los labios una religión que desmintiésemos con las obras...; no, nunca miraremos la religión como instituto heterogéneo y separable, cuya defensa puede tomarse o dejarse según convenga a las ideas del momento, sino como verdad eterna y esencial, base y fundamento de la unión indisoluble de los asociados. Jamás toleraríamos que la dotación de nuestra [836] Iglesia se convirtiese en pensiones de la tesorería, sujetas a dilaciones y a esperas, o reducidas a la nada por las trabas fiscales. No se nos hable de transformar nuestro clero independiente en un cuerpo de eclesiásticos pensionistas del Estado... La Iglesia en un régimen constitucional debe ser tan independiente como el rey y como la nobleza, y tan estable como la tierra en que se arraiga, no movediza como el Euripo de las acciones y fondos públicos... Cuidamos mucho de no relegar la religión como si fuera cosa que avergonzase a quien la ostenta, al fondo de oscuras municipalidades o de rústicas aldeas. Queremos que en la corte y en el Parlamento ostente el honor de su frente mitrada, queremos encontrarla a nuestro lado en todos los pasos de la vida... Cuando la nación ha declarado una vez que los bienes de la Iglesia son propiedad de ella, no puede entrar en examen ni en discusión sobre el más o el menos, so pena de minar los cimientos de toda propiedad. Aunque no fuera verdad, como lo es que la mayor parte de los tesoros de la Iglesia se emplea en obras de caridad, el uso que se hace de las riquezas no es capaz de influir sobre los títulos de su posesión. ¿Por qué han de ser más sagrados los bienes del duque de La-Rochefoucault que los del cardenal de La-Rochefoucault?. Ni por sueños hemos imaginado jamás en Inglaterra que tuviesen los parlamentos autoridad para violar la propiedad y destruir la prescripción... Nunca será mejor empleada y santificada una parte de la riqueza pública que en fomentar el lujo y la esplendidez de culto, que es el ornamento público, el consuelo público, la fuente de la esperanza pública... Entre nosotros no da pena el ver a un arzobispo tener lugar preferente a un duque, ni a un obispo de Durham o de Winchester gozar diez mil libras esterlinas anuales, ni se alcanza por qué esta renta ha de estar peor empleada en sus manos que en las de un conde o un gentleman, aunque no tenga el obispo tantos perros ni caballos, ni gaste con ellos el dinero destinado a los hijos del pueblo.»

    Estas maravillosas palabras de Burke son el tema que Inguanzo ha glosado en sus quince cartas, donde tampoco dejó de contestar a los reparos económicos. Detenida la amortización en todo el siglo XVIII, empobrecidas nuestras iglesias después de la guerra de la Independencia, ni los bienes del clero llegaban, con mucho, a la cantidad que se decía, ni era exacto tampoco que los legos cultivasen y administrasen su propiedad mucho mejor que los eclesiásticos. El atraso y las ruinas agrícolas eran comunes a unos y a otros, y común también la miseria. Los 500 millones a que elevaba la cifra total de las propiedades de entrambos cleros Álvarez-Guerra en su famoso proyecto rentístico de 1812, eran cuentas galanas, aun prescindiendo de lo que se llevaba la Real Hacienda por tercias, excusado, noveno, anatas, subsidios, expolios y vacantes y de las pensiones sobre mitras. Ni siquiera 180 millones llegaban al clero, según los cálculos de Inguanzo. [837]

    Tampoco salió bien parada de sus manos la erudición jurídica del famoso Tratado de la regalía, donde están interpretados de tan arbitraria manera y sin distinción cronológica ni histórica los antiguos monumentos legales. Así, v.gr., la que Campomanes llama anacrónicamente pragmática de D. Jaime el Conquistador, de 1226, ni es tal pragmática, ni de tal año, ni puede contarse por ley de amortización, ni viene a ser otra cosa que una disposición del fuero de Mallorca prohibiendo enajenar a seglares y laicos, militibus et sanctis, las tierras de la Corona adquiridas por conquista. Verdad es que Campomanes sabía tan poco de estas cosas, que retrasaba hasta 1250 la formación del fuero de Valencia, que se reformó, pero no se redactó en esa fecha, puesto que regía ya desde 1239, inmediatamente después de la conquista. ¿Y quién tolerará a Campomanes, hablando de los concilios de Toledo entender ingenuos por nobles, y siervos por pecheros, todo para deducir que los clérigos eran tributarios, como si el estado social de las clases fuera en el siglo VII idéntico al que pudieron tener cuatro o cinco siglos más tarde, y como si los siervos, bajo el reinado de Recesvinto, ora fuesen ex familia fisci, ora ex Ecclesiae, dejasen de ser verdaderos esclavos, muy distintos de los pecheros, que contribuían al fisco con el canon llamado frumentario? ¡Como si nada de esto se opusiera a los clarísimos textos de los concilios toledanos 2.º, 3.º, 4.º, 6.º, y 9.º, del Ilerdense y del Narbonense, todos los cuales hablan de las posesiones de predios y bienes muebles e inmuebles de la Iglesia, y no como de derecho y concesión nueva, sino como de antigua e inalterada observancia!

    Aun es más aviesa la interpretación que Campomanes da a los cuadernos de leyes de la Edad Media. Mucho citar las Cortes de Nájera, como si tuviéramos texto de ellas distinto del Fuero Viejo y como si éste consignara ley alguna especial contra manos muertas, y no una prohibición general de enajenar los heredamientos del rey, o bienes de realengo, a fijosdalgo nin a monasterios. Prohibición correlativa a la que en 1315 hicieron las Cortes de Burgos para que los hijosdalgo no comprasen casas ni heredamientos de iglesias, prelados o monasterios y para que se anulase toda venta hecha contra los privilegios concedidos a los reyes por los abades. Lo que se quería evitar a todo trance era que el realengo pasara a abadengo ni a señorío. Sino que Campomanes, en vez de hacer la historia de una forma de la propiedad en España, hizo un alegato, y, preocupado con el interés del momento, ni deslindó épocas ni vio en todas partes más que manos muertas perseguidas por la imaginaria regalía. ¡Error crasísimo medir el siglo XIII con los criterios del XVIII! Los mismos reyes que por interés de propietario se oponían a que sus patrimonios pasasen a abadengo, autorizaban a los hijosdalgo para vender a las órdenes y a los abades todo lo que tuviesen en behetrías y fuese suyo y no realengo, como lo prueba la misma famosa ley del Estilo, citada por Campomanes, con no [838] ser tal ley, sino apuntamiento de algún curioso, el cual explica, a mayor abundamiento, que realengo tan solamente son los celleros de los reyes. Guardar cada cual su tierra y su privilegio, ora del rey, ora de señor, ora de abad, ora de concejo, y evitar que los términos de un señorío se confundiesen con los de otro: no hubo más idea legislativa en el caos municipal de la Edad Media. Cuando D. Alfonso el Sabio intenta, con un bizarro, aunque prematuro esfuerzo, reducirla a unidad doctrinal y didáctica, estampa con una sola cláusula preventiva, en el título 6, ley 55 de la partida primera, «que puede dar cada uno de lo suyo a la Iglesia cuanto quisiese». Nada dijeron las «Partidas» de la ley de amortización, confiesa con lágrimas de sentimiento el docto y apasionado Martínez Marina.

    Todo esto y mucho más hizo notar el cardenal Inguanzo; pero ¿qué valen los razonamientos ni erudiciones contra el tenacísimo interés, verdugo estrangulador de la conciencia? Lo que por falta de tiempo no pudieron más que anunciar los liberales de 1823, llevólo a cabo en 1835, como remedio supremo en una guerra civil, un hombre nada teórico, profano en todos los sistemas economistas, agente de casas de comercio en otro tiempo, contratista de provisiones del ejército después, agente poderoso del emperador D. Pedro en la empresa de Portugal, para la cual arbitró recursos con increíble presteza; más conocedor del juego de la Bolsa que de los libros de Adam Smith, empírico y arbitrista, sin ideas ni sentido moral, aunque privadamente honrado e íntegro, según dicen; hombre, finalmente, que en las situaciones más apuradas lograba descollar e imponer su voluntad diciéndose poseedor de maravillosos secretos rentísticos para conjurar la tormenta. En otro país y en otro tiempo hubiera pasado por un charlatán; en España, y durante la guerra civil, pareció un ministro de Hacienda llovido del mismo cielo.

    Comenzó prometiendo, en un programa de 14 de septiembre, «crear y fundar el crédito público y acabar la guerra sin otros recursos que los nacionales y sin gravar en un maravedí la Deuda pública». Pero ¿dónde hallar la maravillosa panacea, cuando no había cosa más desacreditada y exhausta que el Tesoro español? Mendizábal se reservó por entonces el secreto de su maravilloso específico. Sólo de vez en cuando avivaba la expectación pública con los más pomposos ofrecimientos. «El ministro de Hacienda -así decía la Gaceta- tiene, por decirlo así, en su faltriquera las compañías y los capitales necesarios para abrir las comunicaciones interiores, de que tanta falta hay en nuestro suelo para promover todos los ramos de la riqueza pública, para hacer útil y productiva al Estado la administración de bienes nacionales; en fin, para elevar la nación española al grado de prosperidad y riqueza que le es debido.»

    Abiertas las nuevas Cortes el 16 de noviembre de 1835, tornó a prometer la reina gobernadora por boca de Mendizábal que, sin nuevos empréstitos ni aumento de contribuciones, se [839] arbitrarían recursos, no sólo para terminar la guerra, «sino también para mejorar la suerte de todos los acreedores del Tesoro, así nacionales como extranjeros, y fundar sobre bases sólidas el crédito público».

    Muchos recordaron, sin querer, el sistema rentístico de Law; otros, los más, viendo la bancarrota inminente si de algún modo no se salía del atolladero aunque fuese por un día, se echaron en manos de aquel improvisado curandero, de cuya boca fluían millones, y le otorgaron en 23 de diciembre un amplísimo voto de confianza, con el cual Mendizábal se comprometió a salvar la Hacienda sin empréstitos, ni aumentos de contribuciones, ni venta de fincas del Estado, ni de bienes propios.

    Muy ciego o muy torpe había de ser quien no acertase con el secreto o, como decía Mendizábal, con el sistema. Así y todo, tanteó antes otros medios: vendió en Londres a bajo precio títulos de la Deuda y otros valores españoles, proyectó un tratado de comercio con Inglaterra, llamó a las puertas de varios banqueros; todo en vano. Sólo entonces se decidió a quemar las naves y echó al mercado los bienes de la Iglesia.

    La revolución se había encargado de allanarle el camino quemando los conventos y degollando a sus moradores. Mendizábal cerró los monasterios y casas religiosas que aun quedaban en pie y nombró una junta de demolición, presidida por el conde de Las Navas, para que los fuese echando abajo y convirtiéndolos en cuarteles. Tras estos preliminares vino el decreto de 19 de febrero de 1836, poniendo en venta todos los bienes raíces que hubiesen pertenecido a comunidades religiosas o que por cualquier otro concepto se adjudicasen a la nación. «No se trata de una especulación mercantil -decía en el preámbulo-, ni de una operación de crédito, sino de traer a España la animación, la vida y la ventura, de completar su restauración política, de crear una copiosa familia de propietarios cuyos goces y existencia se apoyen principalmente en el triunfo completo de las actuales instituciones.»

    Complemento de este decreto fueron los de 5 y 9 de marzo, que suprimieron definitivamente todos los conventos de frailes, redujeron el número de los de monjas, señalaron una cortísima pensión, de tres y cinco reales, a los exclaustrados y fijaron condiciones para el pago y la redención de los censos. Cuatro años se otorgaban para redimir toda imposición, y seis para el pago de la finca en dinero constante, u ocho si el pago se hacía en papel de la Deuda consolidada por todo su valor nominal.

    Ya queda dicho que la venta no fue tal, sino conjunto de lesiones enormísimas e inmenso desbarate (2820), en que, si perdió [840] la Iglesia, nada ganó el Estado, viniendo a quedar los únicos gananciosos en último término no los agricultores y propietarios españoles, sino una turba aventurera de agiotistas y jugadores de Bolsa, que, sin la caridad de los antiguos dueños, y atentos sólo a esquilmar la tierra invadida, en nada remediaron la despoblación, la incultura y la miseria de los colonos; antes, andando los tiempos, llegaron a suscitar en las dehesas extremeñas y en los campos andaluces el terrible espectro de lo que llaman cuestión social, no conocido antes, ni aun de lejos y por vislumbres, en España. ¡Como si todas las cuestiones sociales y todas las filosofías de la miseria no naciesen siempre de sustituir el fecundo aliento de la caridad con los bajos impulsos del egoísmo! Dicen, y parece evidente, que la propiedad subdividida se cultiva mejor y rinde más fruto que la propiedad acumulada. Pero como la desamortización no se hizo ciertamente en beneficio de los pequeños propietarios, ni fue en sustancia más que un traspaso, no alcanzo yo, profano en los misterios de la economía política, qué escondida virtud ha de tener sobre la propiedad de los frailes, para influir más que ella en la riqueza y prosperidad del Estado, la propiedad acumulada en manos de algún banquero discípulo de Guzmán de Alfarache, a quien hayan enriquecido el contrabando, la estafa, la trata de negros o cualquier otra abominación de las que el mundo moderno no sólo mira con ojos indulgentes, sino que premia y galardona. La Iglesia, sin duda por no haber cursado en las cátedras de los economistas, sacaría poca sustancia de sus propiedades; pero eso poco venía a tesaurizarlo la mano del pobre, como dijo San Crisólogo.

    Y, aunque la desamortización hubiera traído al común de las gentes todo linaje de felicidades y montes de oro, siempre sería, y es, medio inicuo y reprobable que, a la larga, había de producir sus naturales frutos; porque nunca fue de estadistas prudentes poner en tela de juicio, cuanto más anular, los títulos de ninguna clase de propiedad, siendo la propiedad de tan frágil y quebradiza materia, que el más leve impulso la rompe sin que necesiten los proletarios grandes esfuerzos de lógica para convencerse de que bien pueden, sin escrúpulo de conciencia, despojar a su vez a los despojadores de la Iglesia. ¡Como si hubiera en el mundo títulos de propiedad de más alto origen, de más remota vetustez y más fuertemente amurallados que aquellos que protegía la sombra del santuario, que amparaban a una la ley canónica y la civil y que la caridad tomaba en aceptos y benditos a los ojos de la muchedumbre! ¿Qué propiedad colectiva será respetable si ésta no lo es? ¿Ni qué propiedad privada pudo tenerse por segura el día que el Gobierno llevó a mano incautadora a los bienes dotales de las esposas de Jesucristo? [841]

    Entre los escritos que entonces se publicaron en pro o en contra de aquella desoladora medida, sólo uno ha merecido vivir, y vive. Con él se estrenó un joven presbítero catalán, entonces oscuro, y que a los pocos años logró en España, y aun del otro lado de los montes, notoriedad tan alta y duradera como no la ha conseguido ningún otro pensador español de esta centuria. El presbítero era D. Jaime Balmes; su primer opúsculo, estampado en Vich en 1840, titúlase Observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero (2821). Nada escribió más incorrecto; nada tampoco más espontáneo, y pocas cosas más profundas. El efecto fue maravilloso. Sonaron a nuevas aquellas palabras sosegadas y solemnes, cuando por todas partes prevalecían los gritos de devastación y matanza. Asombráronse los españoles de ver que aun nacía un compatriota suyo con alientos bastantes para contemplar, desde la serena atmósfera de lo general y especulativo, el conflicto de los intereses y pasiones mundanas. Y como si de pronto cayese la espesa venda que cubría los ojos de muchos, vieron admirados que en el fondo de aquella cuestión de los bienes de la Iglesia había algo más que avaricia de clérigos y glotonería de frailes holgazanes, y usurpaciones de Roma, y regalos cardenalicios, y falsas decretales, y todo el cúmulo de chistes de sacristía acumulados por la suficientísima ignorancia del siglo anterior. Balmes, sin manchar las alas de su espíritu en tales lodazales; sin entrar en la tesis canónica, ya bien establecida y probada en España misma por Inguanzo y otros; sin hacer hincapié tampoco en las circunstancias sociales del momento, llevó de un golpe a sus lectores a contemplar en un cuadro histórico, trazado con sin igual brío y fuerza sintética desusada en España, el estado del mundo romano en los días en que comenzó a tomar forma estable la propiedad de la Iglesia, y los beneficios inenarrables que a su acumulación debieron las sociedades bárbaras, y por qué ley histórica, esencial, fecunda, necesaria, refluyó hinchado y abundoso el raudal de la propiedad a la única congregación pacífica, estable, caritativa y bienhechora, a la que domeñó la ferocidad de los hijos de la niebla, y los redujo a cultura y policía, a la que consagró con la cruz la cuna de las nuevas monarquías, y paró la tea y la segur en las manos de los bárbaros, y convirtió las hordas carniceras del Septentrión en germen prolífico de civilizados imperios; a la que roturó las selvas, y desecó los pantanos, y exterminó las alimañas del bosque, y dio al peregrino el pan del hospedaje, y a la juventud el pan de la ciencia, sin que un momento, ni aun bajo el imperio del hierro germánico, consintiera romperse la maravillosa cadena de oro, que, arrancando del mundo pagano, y acrecentada cada día dentro de la Iglesia con nuevos eslabones, hace que hoy la ciencia de Platón y Aristóteles sea sustancialmente nuestra misma ciencia moderna. La propiedad va siempre por el cauce que le abren de consuno las [842] ideas y las necesidades sociales. La propiedad no se amortiza ni se desamortiza, ni se acumula ni se divide, porque la avaricia de los monjes y el fanatismo de los pueblos se empeñen en ello, sino por otra razón de mucho más alcance. Cuando en toda Europa y por siglos y siglos, lo mismo bajo las anarquías feudales que bajo las monarquías absolutas, se han empeñado las gentes en santificar el terruño haciéndole propiedad de la Iglesia, ha sido porque la Iglesia los educaba, protegía y regeneraba, los emancipaba de tiranías y servidumbres, los levantaba a la condición de hombres libres, les ofrecía un dechado de gobierno perfectísimo, en contraste con la barbarie reinante; hermoseaba la vida de ellos con los místicos esplendores y las simbólicas pompas del culto; era tutora y aun vindicadora del común derecho en nombre de la única potestad bastante a embotar el hierro, la potestad venida de lo alto; en suma, porque la Iglesia era el elemento social más poderoso, más benéfico y más amado, centro de luz, de sabiduría y de orden en medio de una caliginosidad espantosa. La riqueza afluía fatalmente a ella, y de ella volvía, como en círculo, a beneficiar a las muchedumbres derramada en innumerables canales civilizadores.

    La erudición histórica de Balmes no era grande; quizá no pasaba en aquella fecha de lo que había leído en Thierry y en Guizot, pero esto le bastaba para penetrar en el corazón de las sociedades bárbaras y adivinar la eficacia bendita del poder moderador de la Iglesia en aquellos siglos. Y su clarísima razón decía además a nuestro apologista que sólo la propiedad hace estable e independiente a una institución, y no la propiedad fluctuante y vaga, sino la que se arraiga y fortifica con el contacto de la tierra. Por algo la Reforma vinculó su triunfo en los bienes y barones. Por algo todas las revoluciones han procurado crear una legión de propietarios a su servicio. Nunca el mal pensar llega muy adelante si el mal obrar no camina a su lado. E corde exeunt cogitationes malae (2822).

- III -
Constituyentes del 37. -Proyectos de arreglo del clero. -Abolición del diezmo. -Disensiones con Roma. -Estado de la Iglesia de España; Obispos desterrados; Gobernadores eclesiásticos intrusos.

    Mientras el nigromante, como los zumbones de entonces llamaban a Mendizábal por el largo misterio en que había envuelto sus planes salvadores, azuzaba a los arbitristas y rematantes para que en breve diesen patrióticamente cuenta de la riqueza eclesiástica bajo la paternal inspección de los milicianos nacionales, que, en unión con otros aficionados, provistos de garrotes y porras, vigilaban las salas de ventas para ahuyentar del remate a todo el que no hubiese dado muestras de liberal muy probado, [843] continuaba dominando en las provincias cercanas al teatro de la guerra el más anárquico y soberano desbarajuste, acompañado de fusilamientos en masa, asaltos de cárceles, degüellos de prisioneros por centenares, extrañamientos y confiscaciones, con que las llamadas Juntas de represalias, hijas nada indignas de los comités de salvación pública de la revolución del 93, parecían haberse propuesto diezmar el clero secular después de haber acabado con el regular. El ministro de Gracia y Justicia, D. Álvaro Gómez Becerra, doceañista furibundo, sancionaba todas estas medidas dictatoriales, y más de la mitad de las iglesias de España iban quedando huérfanas de sus prelados. Desde el principio de la guerra faltaba el de León, D. Joaquín Abarca. Pronto le siguieron al destierro el arzobispo de Zaragoza, D. Bernardo Francés Caballero, y el obispo de Urgel, Fr. Simón Guardiola. El arzobispo de Tarragona, D. Antonio Fernando de Echánove y Zaldívar, había hecho entender al Gobierno en junio de 1838 que su vida estaba continuamente amagada, y por salvarla se había amparado a bordo de una corbeta inglesa, que hizo rumbo a Menorca, y de allí a Italia. La respuesta del Gobierno fue embargarle sus temporalidades, lo mismo que al obispo de Tortosa D. Víctor Sáez, a quien antes, con frívolos pretextos, se había hecho venir a Madrid para vigilar su conducta más de cerca. El arzobispo de Sevilla fue confinado a Alicante; el de Jaén, a Cartagena, separados entrambos del gobierno de sus iglesias, lo mismo que los obispos de Pamplona, Orihuela, Plasencia y Mondoñedo. Los de Badajoz, Santander y Mallorca yacían bajo la áspera vigilancia de las autoridades locales, mientras que el gobierno de sus diócesis andaba en manos de eclesiásticos adictos al Gobierno de Su Majestad. El Tribunal Supremo había encausado a los obispos de Palencia, Pamplona y Menorca por oponerse a la exacción del indulto cuadragesimal que se distribuía por cuenta del Gobierno. Para reducir gradualmente el personal del clero, como cínicamente se confesaba en los preámbulos, habíanse prohibido nuevas ordenaciones por decretos, de 11 de octubre de 1835 y 10 de octubre de 1836. Crecía la plaga de los gobernadores eclesiásticos intrusos, de probada adhesión a las instituciones y al trono, sostenedores de los derechos e intereses del pueblo. Todo anunciaba para la Iglesia española una nueva era de tribulación y martirio, no vista desde los tiempos del metropolitano Recafredo.

    Bajo tales auspicios abrieron las Cortes de 1836. El estamento de próceres, en que los conservadores llevaban mayoría, solicitó la suspensión de los decretos sobre bienes nacionales. El mismo estamento de procuradores, más exaltadamente revolucionario que nunca, pidió a Mendizábal cuentas del uso que había hecho del voto de confianza y llamó a examen sus proyectos financieros. Quizá les parecía ya poco revolucionario; lo cierto es que no detuvieron su caída, consumada en 14 de mayo. El Ministerio moderado, digámoslo así, que le sucedió, de Istúriz, [844] Galiano y el duque de Rivas, mantuvo en todo su vigor los decretos desamortizadores y disolvió las Cortes; pero aun así luchó en vano con la anarquía de las juntas provinciales, que ensangrentaban las calles de Barcelona y de Málaga, y sucumbió sin gloria ante el sargento García y los amotinados de La Granja.

    Triunfante la revolución en toda línea y restablecida interinamente la Constitución de Cádiz, tornó al Poder Mendizábal, en unión de algunos viejos doceañistas (Calatrava, Gil de la Cuadra, Ferrer) y del entonces famoso orador D. Joaquín María López, joven abogado alicantino, que representaba en la tribuna el romanticismo sentimental y palabrero. Se convocaron Cortes extraordinarias y constituyentes, y mientras se reunían, gobernóse militar y dictatorialmente con una ley de sospechoso, digna de cualquier tiranuelo americano; con empréstitos forzosos repartidos ad libitum y con la enajenación de lo poco que quedaba de los bienes de los conventos: alhajas, ornamentos, preseas, libros, cuadros y hasta las campanas. Una horda de bárbaros penetrando en una ciudad sitiada no hubieran hecho en menos tiempo mayor estrago. ¡Gran día para esos bibliófilos y arqueólogos cosmopolitas, capaces de vender al extranjero hasta las tapas de los libros de coro y hasta los clavos de las puertas de las iglesias de su patria! Cuando se escriban, y, si Dios quiere, se escribirán en libro aparte, las hazañas del vandalismo revolucionario, ha de asombrar a los venideros la infinita misericordia de Dios, que ha permitido que aún queden en España algún códice, alguna tabla o algún lienzo, en vez de pasarlo todo a mejores manos en justa pena de nuestra grosería, ignorancia y salvajismo. Cuando uno recuerda, v.gr., que el edificio de la Universidad de Alcalá fue vendido por 3.000 duros en papel, no puede menos de recordar involuntariamente a aquellos indios de la conquista, que trocaban sus perlas y su oro por cortezuelas de vidrio.

    Las elecciones se hicieron revolucionariamente, llevando a las Cortes una mayoría de hombres nuevos y exaltadísimos, mal avenidos con la lentitud de procedimientos de los antiguos liberales y empeñados en remover la organización social desde el fondo a la superficie. Ante ellos compareció el Ministerio en 24 de octubre de 1836 a dar cuenta de su administración. Las memorias ministeriales parecían peroraciones de club. La de Gracia y Justicia era una filípica contra Roma y los frailes. «La fuerza de la civilización -decía el ministro Landero- rechaza a los regulares. La sociedad civil les debe la corrupción de las buenas doctrinas, la interrupción de saludables tradiciones y la propagación de errores groseros y de prácticas estériles pagadas con la sustancia del pueblo. Afortunadamente, no faltan en la Iglesia española varones eminentes, conservadores de la buena disciplina de la Iglesia primitiva. El Gobierno debe utilizar este elemento de reforma. La religión será así en la sociedad lo que debe ser, la garantía de la moral pública.» [845]

    Lo que aquellas Cortes desbarraron en materia eclesiástica, no puede fácilmente reducirse a pocas páginas. No era ya regalismo, ni jansenismo, ni cisma, ni herejía, ni nada que supiera a doctrina, sino puro y simple fanatismo y profunda y vergonzosa ignorancia de los más triviales rudimentos, no ya teológicos ni canónicos, sino de doctrina cristiana. Cuatro o cinco clérigos liberales, a quienes oían con estupor los legos restantes, asombrados de tanta profundidad dogmática, amenizaban todas las sesiones con catilinarias destempladas, ya contra el papa, ya contra los obispos, ya contra los frailes, ya contra todo ello revuelto y junto. «El actual Pontífice -exclamaba un Sr. Venegas- tiene esclavizada la Iglesia de España... Restablézcanse los concilios toledanos... La nación española jamás fue de San Pedro, ni había conocido a los pontífices romanos hasta el siglo XII. Yo no quiero tener ningún privilegio ni fuero eclesiástico... Que se dé educación liberal al clero... Yo soy católico; pero, si supiera que la religión era perjudicial al Estado, ahora mismo la abjuraba públicamente. Estoy dispuesto, si la salud de mi patria lo requiere, a reducirme a la comunión laica y, sin desempeñar ministerio alguno eclesiástico, irme a mi casa a ser un labrador, que es la ocupación más natural del hombre. Me glorío de ser ciudadano y no clérigo.»

    El dictamen de la Comisión de Negocios Eclesiásticos, que proponía aplicar al Erario las temporalidades de los obispos extrañados, dio pretexto a una verdadera puja de anticlericalismo tabernario. González Alonso reclamó la observancia de los cánones de la primitiva Iglesia, legislación ciertamente cómoda y práctica, y añadió: «Diga lo que quiera Roma, yo le contestaré: no, no somos cismáticos; te reconocemos de esta y de esta manera; pero, si no quieres así, el Gobierno de España y la nación entera obrarán como les corresponde dentro de los límites de su soberanía.» «El despotismo dura en la Iglesia hace ochocientos años -dijo Martínez de Velasco-, pero el Estado tiene autoridad ilimitada para reformar la disciplina. A la corte de Roma es menester combatirla de frente, es menester tratarla como a un león, como a una bestia feroz, o adularla o cortarle la cabeza.» «El mejor correctivo para la corte romana es no hacerle caso -le interrumpió con modos furibundos el Sr. Sancho, progresista de los legos-; las materias religiosas es menester mirarlas con alguna mayor indiferencia que hasta ahora.»

    Pero a todos llevó la palma en aquel guirigay frenético el clérigo hebraizante García Blanco, diputado por Sevilla. A quien, como yo, tuvo la honra de contarse en algún modo entre sus discípulos de hebreo y de recibir de sus manos la investidura doctoral, no ha de serle grato amargar su cansada vejez con el recuerdo de los desvaríos políticos de sus mocedades; pero la justicia histórica exige imperiosamente hacer memoria de él como tipo acabadísimo del clérigo progresista de 1837, revolucionarlo de sacristía no comprendido por los revolucionarios [846] de barricada. Suya fue aquella proposición, inverosímil en los fastos parlamentarios, para que no se bautizase a los niños con agua fría, sino con agua tibia. Suyo un plan de educación higiénica y moral para la reina, donde escrupulosamente se preceptuaba que ni en Palacio ni en veinte leguas a la redonda asomase ningún jesuita, porque «estos que por mal nombre llaman de la Compañía de Jesús, todo lo dejan contaminado, y donde anda esta familia, no queda la religión de Jesucristo tan pura como la dejó su autor».

    «Los clérigos -dijo en otra ocasión García Blanco- somos empleados del Estado.» Y, partiendo de este luminoso principio, redactó y presentó a la aprobación de las Cortes un estupendo proyecto de arreglo civil del clero, entre cuyos artículos se contaban éstos, que, a pesar de abundar en genialidades propias y exclusivas de la índole excéntrica del autor, merecen transcribirse a la letra, porque su espíritu general era el de la fracción más avanzada del Congreso:

    1.º Que no hubiese más número de eclesiásticos que los absolutamente precisos para el culto.

    2.º Que su dotación se pagase por el erario público.

    3.º Que se suprimiese el tribunal real apostólico del excusado, la Colecturía General y todas sus dependencias subalternas.

    4.º Que la administración de sacramentos se hiciese gratuitamente.

    5.º Que la división eclesiástica se conformase en un todo con la civil.

    6.º Que el primado de España residiese constantemente en Madrid.

    7.º Que se redujese el número de arzobispados.

    8.º Que la presentación, confirmación y consagración de los obispos se hiciese conforme a los cánones del concilio XII de Toledo.

    9.º Que se suprimiesen todas las colegiatas.

    10.º Que en ninguna iglesia se permitiera más música que el canto llano, ni más instrumento que el órgano, y que se atajase el exceso de velas y flores contrahechas.

    11.º Que no se consintieran pobres ni mesas de demanda o pepitorio a la puerta de las iglesias.

    12.º Que no se tolerasen procesiones, estaciones ni rosarios por las calles.

    13.º Que se trasladasen a las iglesias las cruces o imágenes sitas en las plazas, calles y portales.

    14.º Que no hubiera en adelante más que una hermandad, asociación o cofradía en cada parroquia, debiendo ser su instituto promover un culto verdadero, puro y exento de superstición.

    15.º Que se declarase abolida la inmunidad eclesiástica. [847]

    Propuso, además, García Blanco, en unión con D. Fermín Caballero y otros, restablecer en todo su vigor el decreto de 15 de abril de 1821, que prohibía toda prestación de dinero a Roma. En el curso de estas discusiones llegó a decir el autor del Diqduq hebraico defendiendo la reducción del número de fiestas: «El pueblo no quiere ya más fiestas; la Iglesia le ha dicho que ayune y vaya a misa, y ni ha ayunado ni ha ido a misa. Nosotros, suprimiendo las fiestas, no hacemos sino sancionar lo que el pueblo ha hecho, como sucedió con el diezmo y con los frailes.» «La España es un edificio viejo -añadía Venegas-, y es preciso acabar de derribarlo... Sólo entonces tendré la satisfacción de renunciar al principio disolvente. Ahora es preciso arruinar.» Y Sancho, que como militar y lego no alardeaba de canonista al modo de los otros, sino de indiferente y despreocupado, les hacía coro con éstas y otras no menos trascendentales sentencias: «El que quiera misa, que la pague (2823); el que quiera religión, que la pague... ¡Oh si todos fueran como yo!...» (2824)

    De la misma vulgaridad y virulencia se resintió la discusión del proyecto constitucional. Ley mucho menos abstracta e ideológica que la de 1812 y algo más restrictiva y conservadora en lo que es puramente político, vino, sin embargo, a sancionar, en términos menos expresos, la unidad religiosa, dando con esto suficientísima prueba del progreso de las ideas librecultistas en España, o más bien del triunfo del indiferentismo en el ánimo de los legisladores, que ya ni se tomaban el trabajo de disimular con máscara hipócrita su alejamiento de la Iglesia y su olvido de todo lo que del orden sobrenatural depende. Exterioridades parlamentarias podían inducir a creer que la revolución se iba haciendo más cauta, racional y mesurada y que ella misma atendía a ponerse límites y barreras; pero en el orden de las ideas puras, lejos de retroceder, iba creciendo en osadía y dilatando sus conquistas. Nada significaba el huir de las fórmulas huecas del Contrato social y de las metafísicas declaraciones de los derechos del hombre, ni el dividir en dos Cámaras la antigua Cámara popular, ni el otorgar al Poder ejecutivo los derechos de suspensión y disolución de la Asamblea, cuando al propio tiempo (art. 11) se sustituía la explícita y valiente profesión de fe católica, única verdadera, que de grado o por fuerza incontrastable de la opinión hicieron los legisladores de Cádiz, con un artículo desdeñoso y vergonzante en que la nación se obligaba a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesaban los españoles.

    Esta fórmula, escogida por un Sr. Acevedo, pareció a Argüelles y a sus compañeros de Comisión medio habilísimo de escamotear todas las dificultades, puesto que ni se sancionaba [848] ni se dejaba sancionar la unidad católica, ni se autorizaba ni se dejaba de autorizar el ejercicio de otros cultos, ni se cerraba la puerta a las más radicales interpretaciones, ni tenían que pasar los legisladores por el sonrojo de proclamarse católicos, cosa que ya les parecía anticuada y de mal gusto.

    Los más radicales no se dieron por satisfechos y pidieron una terminante declaración de tolerancia. Y viose, por caso raro en todas las asambleas del mundo, llegar más adelante que ningún otro en tal vereda al ministro de Gracia y Justicia, que, en nombre de sus compañeros de Gabinete, solicitó que el artículo se añadiese estas palabras: «Ningún español podrá ser perseguido ni inquietado por motivos de religión mientras respete las ideas católicas y no ofenda la moral pública.» Más que de tolerancia, tal declaración era de libertad de cultos, puesto que no prohibía ni limitaba el ejercicio externo de ninguno, sino sólo los ataques y desafueros contra la Iglesia oficial y subvencionada.

    Así se lo hizo notar Argüelles, que por lo demás sostuvo la enmienda con raros contradictorios argumentos, asintiendo en lo sustancial con el ministro, pero no en 1a cuestión de oportunidad y prudencia: «¿Bajo qué aspecto podrán las Cortes mezclarse en declaraciones ortodoxas, exponiéndose a aparecer incompetentes, como lo han sido las del año 12, y como lo serán todas las Cortes españolas que, so color de proteger una religión que no necesita más protección que los principios que la constituyen, vengan a hablar de tolerancia libertad de cultos?... Las leyes que quieren establecer la tolerancia producen efecto opuesta, provocan las contiendas, irritan los ánimos, excitan las disputas. Tiempo vendrá en que la legislación civil y canónica se limpie de todo resabio de intolerancia. Este congreso no es ningún concilio ecuménico, y sólo puede sancionar el hecho irrecusable, notorio, de la unidad de la religión católica entre los españoles. Estos la profesan hoy; lo que harán en adelante, sería vana presunción nuestra quererlo desde ahora declarar.»

    Una sola voz, la del Sr. Tarancón, luego arzobispo de Sevilla, se alzó pidiendo el restablecimiento íntegro del artículo de la Constitución del 12, «memorable código, que manifestará a los pueblos que por el nuevo sistema político, no sólo no se trata de innovar cosa alguna respecto de su creencia y culto religioso, sino que se le ofrece y dispensa de hecho protección exclusiva». Derrotado en esta pretensión, pidió a lo menos que se añadiese a lo de religión católica el epíteto de romana; pero Argüelles se opuso a todo trance con la gastadísima vulgaridad de ser la religión de la curia romana cosa distinta de la religión de Jesucristo que nosotros profesamos. ¿Qué entenderían Argüelles y todos aquellos padres conscriptos que le dieron la razón, por curia romana y qué por Iglesia de Jesucristo?

    A esta altura anduvo, en lo general, el debate. Los progresistas [849] más exaltados ni aun querían que se hablase en la Constitución de tolerancia ni de intolerancia. Don Fermín Caballero hizo, con su habitual claridad de entendimiento, esta confesión preciosa: «La nación no quiere la tolerancia, ni creo que la necesite, porque la que le hace falta está ya en las costumbres.» López combatió con buen éxito, pero no sin amontonar dislates históricos semejantes a los de su contrario, la absurda opinión de Argüelles, que suponía a los españoles muy tolerantes hasta fines del siglo XV, y retrasaba hasta aquella época el advenimiento de la Inquisición. Sancho reclamó absoluta libertad para la manifestación externa de todas las opiniones, de palabra o por escrito. «No hay religión del Estado -afirmó-, sino de los individuos.»

    A tan terminante afirmación de librecultismo, y aun de ateísmo oficial, respondió, con buen sentido, un individuo de la Comisión llamado Esquivel: «Si entre nosotros existieran hombres de distintas religiones, yo abogaría por la tolerancia y aun por la libertad religiosa; pero, si entre nosotros reina unidad de religión, ¿a qué establecer esos principios? Yo distinguiré siempre la libertad del pensamiento de la libertad de su manifestación. La tolerancia es precursora de la libertad. Ni una ni otra se consignan en las leyes.»

    Pero el lauro de aquella discusión fue todo para Olózaga, cuya elocuencia rayó aquel día más alta que nunca, por lo mismo que la verdad y la justicia movían su lengua. «En el estado actual de la sociedad española -dijo-, nadie puede temer seriamente ser molestado por sus opiniones religiosas. Si tras de la tolerancia de hecho consignamos la de derecho, será sólo un estímulo mayor a los que no profesan nuestra religión para que un día nos hallemos con la pluralidad de cultos, o más bien de sectas... También a mí me sedujeron en otro tiempo las ideas del siglo XVIII, y creí que era fuente de riqueza y prosperidad para un Estado lo vario de los cultos. Pero luego que salí de mi patria y vi más de cerca las diferentes sectas, llegué a entender que uno de los mayores males que afligen a otras naciones es la libertad de creencias, y me felicité de que España conservara esa unidad de opiniones, que ¡ojala no se pierda jamás!»

    Tras esto, encareció en frases vehementes y brillantísimas, vivificadas por los más puros afectos de patria y de hogar, las ventajas de la unidad religiosa, su benéfico influjo social, como lazo de armonía y solidaridad en la familia, como consuelo y refugio en las tormentas de la vida. «¿No sería un mal inmenso -así terminó- que agregásemos a tantos motivos de división otro más fuerte, que mezclásemos principios religiosos a la división política que nos trabaja? Yo compadezco a los que tienen que legislar en países donde hay diversidad de creencias... Nosotros tenemos, por fortuna, una religión que, entre todas, es la más favorable a las instituciones libres. A ella debimos [850] que no fueran tan duras las instituciones de los siglos pasados. A ella debimos cierta unidad de sentimientos, que jamás hubiéramos logrado fuera de la religión. Comparando a España con Francia e Inglaterra, acaso debemos a nuestra religión que no se haya establecido entre nosotros la aristocracia de la riqueza de una manera tan perjudicial a la razón y tan ofensiva a la humanidad como en otros países. No hay nación de Europa donde la dignidad personal esté más alta que en España, donde la pobreza sea más honrada, donde a cada cual se le estime más por lo que es y en sí mismo vale.» E, interpretando la letra del artículo constitucional con un criterio que no era ciertamente el de la mayoría de sus compañeros de Comisión, declaró que aquel artículo, lejos de anular la unidad religiosa, estaba animado interna y ocultamente por su espíritu, siendo la concisión del texto de la ley prueba no de indiferencia, sino de respeto, a la manera que en los funerales de aquella matrona romana brillaban las efigies de Bruto y de Casio por lo mismo que estaban ausentes». Praefulgebant effigies eorum, ex eo quod, non videbantur.

    El poder de la palabra de Olózaga subyugó al Congreso y cortó toda discusión, aprobándose el artículo por 125 votos contra 34. García Blanco, Caballero, López y Madoz fueron de los votantes en contra.

    Coronaron sus tareas revolucionarias aquellas Cortes suprimiendo, tras breve y no importante discusión, en 29 de julio de 1837, toda prestación de diezmos y primicias, y sustituyéndolos con una contribución de culto y clero, que el Gobierno cobraría, reservándose el repartirla a su gusto.

    Tras el despojo del clero regular, el del secular. Declarábanse propiedad de la nación todos sus bienes, predios, derechos y acciones, ora fuesen adquiridos por compra, ora por donación o de cualquier otra suerte. Juntas diocesanas habían de administrarlos e irlos vendiendo por sextas partes, salvo siempre el derecho íntegro de los partícipes legos de los diezmos, que serían convenientemente indemnizados. Del producto de estos bienes se haría un fondo para el presupuesto del clero, supliéndose lo que no alcanzara con una contribución ad hoc.

    Decididamente, la revolución social se estaba consumando. Donoso Cortés lo afirmó entonces en un célebre folleto. Pero no impunemente se siembra tempestades, y mientras la Asamblea proseguía elaborando con fanática efervescencia sus interminables leyes de despojo, aplicando al Tesoro público para gastos de guerra las alhajas de oro y plata, joyas y pedrería de catedrales, colegiatas, parroquias, santuarios, conventos, hermandades, cofradías y obras de caridad, y discutiendo absurdos proyectos de arreglo del clero, en que cismáticamente, y auctoritate propria, suprimían dieciocho obispados y ciento veinte colegiatas, lo cual Venegas llamaba arrancar la maleza, empezaban a sonar fuera las vociferaciones de otros energúmenos, que, [851] hartos ya de matar curas y deseosos de más profano y sustancioso alimento, comenzaban a gritar desde Barcelona en himnos, proclamas y periódicos desaforados: «Muerte a los tiranos, abajo los tronos, república universal... ¿Sabéis quién son nuestros enemigos? Los aristócratas, esos que no quieren nivelarse con nosotros, que viven de nuestro sudor y que tienen derecho a ultrajarnos... A las armas...; derribemos sus derechos, derribemos sus cabezas, y con su sangre rejuvenecerá España.» Foco de estos delirios socialistas, que comenzaban a fermentar en las fábricas, y que ya habían impreso muy singular carácter nivelador y terrorista a los motines de Barcelona y Reus desde 1835 en adelante, eran varias sociedades más o menos secretas, pero todas internacionales y dependientes de las francesas, y todas de puñal y gorro frigio, cuya existencia denunció a las Cortes el ministro Calatrava en 1837. Tales eran los hermanos de la bella unión, los defensores de los derechos del hombre, los vengadores de Alibeau (regicida francés que quiso matar a Luis Felipe) y, finalmente, los carbonarios y la Joven España, primitivos antros del republicanismo español. ¡Justicias de Dios! Los tiranos, los aristócratas, cuyo exterminio se pedía, ¿quiénes eran sino los progresistas de antaño, los expoliadores de los conventos, los degolladores de los frailes?

    La inepcia del Gobierno, por una parte, el desenfreno de los clubs y del periodismo, por otra, y, finalmente, el general cansancio, el hambre de paz, de orden y de justicia, diéselos quien los diese, provocó una reacción, dio nueva fuerza al partido moderado, que entró a gobernar con refresco de hombres nuevos (Mon, Castro y Orozco, etc.), bajo la presidencia del viejo diplomático conde de Ofalia. En las Cortes del 38 comenzaron a brillar los futuros leaders de aquel partido: Donoso, Pidal, Pacheco, Arrazola, Bravo Murillo.

    El espíritu de aquel Congreso era ya muy otro que el de los anteriores. Tuvo, sí, la eterna flaqueza doctrinaria, la de respetar los hechos consumados, la de no suspender la venta de los bienes de la Iglesia, la de no restablecer el diezmo, aunque aplicaron la mayor parte de él a la dotación de culto y clero y al pago de las pensiones de los exclaustrados. Pero a lo menos fue reconocida la iniquidad del hecho, y hasta los más ardorosos liberales de otros tiempos encontraron palabras elocuentes para condenar y execrar la desamortización. Sintió conmovida su alma de poeta español el duque de Rivas ante el relato de la miseria y de los martirios de las pobres monjas, y estalló su indignación en palabras tan generosas, valientes y francas, que lindan a veces con la elocuencia. Dios le habrá tomado en cuenta tan buena acción, aunque los hombres aplaudan sólo sus méritos literarios. Él fue de los primeros (no sé si el primero) que en un congreso español se atrevió a calificar de procedimiento bárbaro, atroz, cruel, antieconómico y antipolítico el de la expoliación de los bienes de las religiosas. «Todos [852] sabemos -dijo- que la mayor parte de esos bienes eran producto de sus dotes, eran su propio capital. Haberlas despojado de éste, ¿no es un robo?... Y este atentado, ¿cómo se ejecutó? ¿En virtud de una ley? No: de la transgresión de una ley abusando de un voto de confianza. ¿Y todo para qué? Para que se enriquezcan una docena de especuladores que viven de la miseria pública...; para que los comisionados de amortización hayan fundado en poco tiempo fortunas colosales, que contrastan con la miseria de las provincias. Han desaparecido los conventos, se han malvendido sus bienes, se han robado sus alhajas y preseas, y ¿se ha mejorado en algo la suerte de los pueblos? No; los conventos han desaparecido; y ¿qué ha que, dado en pos de eso? Escombros, lodo, lágrimas, abatimiento.»

    En defensa del diezmo habló razonada y profundamente en la sesión de 28 de mayo de 1838 D. Pedro José Pidal, diputado por Asturias, carácter varonil y entero, mens sana in corpore sano, el hombre más docto en nuestra legislación e historia que poseía el partido moderado. Para él, la cuestión no sólo era económica, sino política y religiosa, y así la examinó bajo los tres aspectos. Primer error económico de los contrarios, considerar el diezmo como una contribución, cuando sólo era un gravamen, un censo que pesaba sobre los actuales poseedores de la tierra, y que en cierta manera modificaba su propiedad, puesto que ya la adquirieron con esta carga y descontando su valor de importe total. El capital cuyos réditos constituyen el diezmo no pertenece, pues, al dueño actual de la tierra, sino a la Iglesia y a los partícipes legos. Abolir la prestación decimal es renunciar de un golpe al capital y a los réditos del pueblo, y no ciertamente en beneficio del pueblo, sino de los grandes propietarios. Y, además, ¿con qué derecho un Estado, oprimido por una deuda tan inmensa como la que pesa sobre la nación española, puede disponer gratuitamente de sus bienes, en fraude y perjuicio de sus Acreedores? El mismo Mendizábal, en la memoria que presentó a las pasadas Cortes de 1837 para preparar la abolición del diezmo, confesaba que este inmenso donativo sólo vendría a favorecer a los propietarios territoriales, por lo cual proponía que en cierto número de años no pudiesen subir el precio de los arriendos o contribuyesen al Estado con las dos terceras partes del aumento. Y las cargas afectadas al diezmo, ¿quién las pagará sino las demás clases del Estado, vejadas con una contribución enorme en obsequio a los dueños de tierras? «En suma -dijo Pidal-, la abolición del diezmo, lejos de ser una medida popular, es una medida de tendencias aristocráticas». ¿Y será posible sustituirle otra contribución? Por muy difícil lo tendrá quien considere la dificultad de idear un impuesto que pese con igualdad sobre todas las riquezas y que no ahogue enteramente algunos de sus ramos, quien se haga cargo del desnivel y trastorno que la supresión del diezmo ha de causar en todo nuestro sistema económico, cimentado [853] casi enteramente sobre la base de aquella prestación durante muchos siglos; quien considere que, aligerando la propiedad territorial de la carga casi única que sobre ella pesa, dejándose como se dejan subsistentes las que gravitan sobre los demás ramos de riqueza, sería absolutamente indispensable que la mayor parte de la contribución sustituida volviese a recaer sobre la agricultura en forma más perjudicial, más gravosa y, como nueva, más expuesta a desventajas e inconvenientes.

    Y añadió con enérgica sensatez: «El partido liberal en España lleva consigo la nota de ser menos afecto al principio religioso, y debemos hacer que desaparezca esa opinión, que ha sido ya y aún puede ser muy funesta... El clero, si ha de ser lo que debe ser y lo que yo desearía que fuese, es necesario que tenga asegurada e independiente su decorosa subsistencia... Un clero abatido y dependiente será despreciado, y el desprecio de la clase recaerá sobre las doctrinas que debe difundir y propagar... No obliguemos a sus individuos a mendigar de oficio en oficina su sustento y a arrastrarse por las tesorerías.» Y, al terminar su discurso Pidal, tan acusado de centralizador siempre, volvía con amor los ojos a aquella mutua independencia del clero, de la nobleza y de los concejos, principal garantía de la libertad pública en la Edad Media. Los progresistas, por boca de Madoz, Olózaga y Luján, calificaron de anárquico y demagógico su discurso; muchos moderados le encontraron excesivamente ultramontano. Fue el mayor triunfo de aquella legislatura. ¡Lástima que Pidal se empeñase en sostener con tanto calor, no curado aún de las influencias de Sempere y otros regalistas del siglo XVIII, que los diezmos habían sido en su origen exclusivamente laicales! Contra Olózaga probó muy bien que el diezmo en Inglaterra era esencialmente idéntico al de España y mucho más gravoso que él (2825).

    La cuestión eclesiástica volvió a presentarse en las Cortes de 1840. Pidal hizo una interpelación, pidiendo que se suspendiera la venta de los bienes del clero secular y anunciando un proyecto de ley de devolución de lo vendido.

    El Gobierno no se atrevió a tanto, y nombró una comisión que diera dictamen sobre dotación de culto y clero. Los comisionados se dividieron, y hubo hasta cuatro votos particulares, predominando en todos el espíritu adverso a la desamortización. [854] Mendizábal la defendió como pudo, pero acabó por resignarse a la suspensión. Martínez de la Rosa afirmó, en nombre del partido moderado, que ni uno solo de sus individuos ponía en tela de juicio la propiedad de la Iglesia. Así lo declararon, contra solos 11 votos, 125, algunos de ellos de progresistas.

    En la defensa del diezmo íntegro, recia y aun hábilmente atacado por Pacheco y otros jurisconsultos conservadores, llevó la ventaja D. Santiago Tejada, diputado por Logroño. El largo discurso que en 7 de julio pronunció defendiendo su voto particular como miembro de la Comisión de Culto y Clero, es de los más viriles y sesudos que jamás han sonado en el Parlamento español. No entró a discutir si el diezmo era una contribución o un censo, una prestación o una propiedad. Bastábale que fuera una institución no separable de la vida religiosa del pueblo español, por donde la Iglesia venía a ser partícipe de los frutos de la tierra. Era, pues, el diezmo, a la vez que carga perpetua de las tierras que lo pagaban, descontable y descontada de su precio total, un derecho positivo que había entrado en el dominio civil, que no podía ser atropellado sin acción ilegítima y opresora de la potestad pública. Ni basta hablar de indemnizaciones, cuando no se ha comenzado por la indemnización, sino por el despojo. Aun cuando fuera cierto que el diezmo es una imposición, desde el momento en que ha salido del dominio del Estado, pasando por título legítimo a manos de los particulares, ninguna autoridad tiene el Estado para atropellar un derecho sancionado por actos repetidos y formas solemnes, por el transcurso de los tiempos y por la prescripción de siglos. Ni la supresión del diezmo ha de influir en beneficio de los arrendatarios, puesto que forzosamente hará subir la cuota de los arriendos. Es un regalo de 400 millones, por el cálculo más corto, en favor de los grandes propietarios, en perjuicio del consumidor y del arrendatario y de un gran número de instituciones de caridad y de enseñanza.

    «Esta cuestión -añadió Tejada- no es para mí de números, sino de principios, y no sólo de principios políticos, sino morales y religiosos... En ningún país de Europa se ha visto jamás al clero católico humillado hasta recibir el salario de una contribución vecinal... Dígase con franqueza el fin de tal propósito; lo que se quiere es que el sacerdote sea el ilota de las naciones modernas... Si hoy no se acatan los principios de eterna justicia en la persona moral de la Iglesia, mañana se violarán en otras personas. Quien respeta la percepción de las nueve décimas en el propietario, está obligado a respetar la parte restante en la Iglesia. En materias de propiedad, la autoridad legítima no tiene más derechos que los necesarios para protegerla y defenderla de todo ataque injusto. La protección que dan las leyes es la que pido para el clero..., justicia y no protección... Yo, señores, respeto lo antiguo y tengo fe en lo antiguo, porque en el seno de todas las instituciones que han [855] atravesado los siglos hay un germen de vida y de porvenir patente a los ojos de quien de buena fe le busca. No hay propiedad más respetable que aquella cuyo origen se ignora y que tiene sus fuentes tan remotas como el curso del Nilo... El Dios que envía los rayos solares, que hace descender la lluvia, que fertiliza los campos y sazona los frutos, parece que quiere que una parte de esos mismos frutos pertenezca a los ministros de la religión, que le representan en la tierra. Esta es la idea moral, religiosa, profunda, que importa conservar en un país católico. Unamos desde luego nuestra naciente y aun combatida libertad con el principio religioso, que es antiguo en España, robusto, civilizador. La propiedad de la Iglesia ha sido en todos tiempos, y lo es hoy día, un principio de nuestro derecho público, sancionado además por pactos solemnes, por leyes internacionales o concordatos, con fuerza recíprocamente obligatoria. La Iglesia como asociación no ha sido constituida en España ni por el Estado ni por los reyes. Se constituyó ella a sí misma, como institución necesaria, inmortal, independiente de la sociedad general en sus medios y en sus fines» (2826). [856]

    El diezmo no se restableció, y los progresistas, triunfantes en septiembre de 1840, continuaron vendiendo los bienes de la Iglesia y erigiendo en principio la anarquía y el despojo. Entre tanto, las relaciones con Roma proseguían cortadas desde que en 1835 había pedido los pasaportes el nuncio, quedando por único representante suyo el vicegerente de la Nunciatura. Gregorio XVI, en alocución de 1 de febrero de 1836, había reprobado todos los actos de la llamada Junta Eclesiástica, pero las alocuciones pontificias se recogían a mano real. Las ocho metropolitanas de España se hallaban huérfanas por muerte o destierro de sus prelados, y lo mismo casi todas las sedes episcopales. Saqueadas y vueltas a saquear las iglesias, vejados los cabildos por la brutalidad de los jefes militares, prohibidas las ordenaciones, no quedaba a los seminaristas españoles otro recurso que emigrar y hacerse ordenar en Francia o en Italia. Lo que fue nuestro estado religioso en aquella fecha, sólo se comprende leyendo el libro del cardenal D. Judas José Romo Independencia constante de la Iglesia hispana y necesidad de un nuevo concordato, dirigido en forma de exposición a María Cristina en 1840. El ilustrísimo autor, obispo entonces de Canarias y luego arzobispo de Sevilla, llega a envidiar la libertad que disfruta la Iglesia bajo la democracia de los Estados Unidos, en vez de la mentida protección con que en España se la tiraniza (2827). «La Iglesia española -añadía Balmes en 1843- se endereza rápidamente no a la ruina, sino al anonadamieto» (2828).

- IV -
Cisma jansenista de Alonso durante la regencia de Espartero.

    Fueron los tres años de gobierno del Regente lastimosa recrudescencia de furor anticlerical y anacrónico alarde de canonismo regalista. Comenzó la junta revolucionaria de Madrid por suspender de sus funciones a tres jueces del Tribunal de la Rota (uno de ellos D. Félix José Reinoso), al vicegerente de la Nunciatura Apostólica, D. José Ramírez de Arellano, y al abreviador interino del Tribunal de la Rota. Quejóse Ramírez a la Secretaría [857] de Estado en 5 de noviembre de 1840, alegando que el Tribunal de la Rota era tribunal apostólico y que conocía sólo de causas eclesiásticas, no sujeto en modo alguno a las disposiciones civiles y creado por motu proprio pontificio.

    Seguían entre tanto las juntas revolucionarias de provincias, animadas por tan liberal ejemplo, encarcelando y desterrando obispos. Así lo hizo la de Cáceres, al paso que las de Granada, La Coruña, Málaga y Ciudad Real se propasaban a dejar cesantes a deanes, dignidades, canónigos y curas de sus respectivas catedrales o colegiatas, sustituyéndolos con otros de su mayor confianza.

    En tal estado de violencia y cisma, la Regencia provisional, lejos de apagar el fuego, le echó nueva leña, apoyando, so pretexto de fuerza, a un D. Valentín Ortigosa, clérigo de prava doctrina (2829), que anticanónicamente se había intrusado en el gobierno eclesiástico de la diócesis de Málaga, con todo y tener ésta vicario capitular legítimamente electo y haber incurrido el Ortigosa en grave sospecha de herejía.

    Volvió a protestar de tal escándalo Ramírez de Arellano en 2 de noviembre de 1845, pero la Regencia, muy al contrario de enmendarse, prosiguió desbocada en el camino de cisma. Ya con fecha 14 del mismo mes de noviembre había reformado, propria auctoritate, la división de parroquias de la corte, estableciendo veinticuatro nuevas so pretexto de tratarse de un punto de disciplina externa, que concernía solamente a la potestad civil.

    Nueva protesta de Arellano, nuevas tropelías de la Regencia, que hizo pasar sus exposiciones al Tribunal Supremo de Justicia. Respondieron los fiscales López y Alonso con las más vulgares doctrinas del siglo XVIII, y, conformándose a ellas, propuso el Tribunal extrañar de estos reinos al vicegerente de la Nunciatura y ocuparle las temporalidades. Oyóle de buen grado la Regencia, y por decreto de 29 de diciembre intimó el destierro a Arellano, cerró la Nunciatura, suprimió el Tribunal de la Rota y facultó al Tribunal Supremo para conceder todo género de gracias eclesiásticas. En el decreto se llamaba a Ortigosa obispo electo de Málaga.

    ¡Buenos procedimientos para facilitar la reconciliación con Roma! Gregorio XVI, en consistorio secreto de 1.º de marzo de 1841, los calificó de violación manifiesta de la jurisdicción sagrada y apostólica, ejercida sin contradicción en España desde los primeros siglos de la Iglesia. Esta alocución pontificia fue golpe profundo para el débil y desatentado gobierno del Regente. Pero, queriendo, con todo eso, hacer vano y aun irrisorio alarde de fuerza, lanzó en 30 de julio de 841 el ministro de Gracia y Justicia, D. José Alonso, un manifiesto henchido de diatribas contra la curia romana, hasta calificar las palabras pontificias de «declaración de guerra contra la reina Isabel, contra la seguridad pública y contra la Constitución del Estado», de «manifiesto [858] en favor del vencido y expulsado pretendiente», de «provocación escandalosa al cisma, a la discordia, al desorden y a la rebelión», de «tea incendiaria arrojada por el Padre común de los fieles sobre el no bien apagado incendio». Decíase tras esto que «ya no estábamos en los tiempos, de odiosa memoria, en que a un golpe del Vaticano temblaban los tronos y se agitaban las naciones», con toda la demás jeringonza regalística aprendida en las viejas consultas del Consejo de Castilla (2830).

    Pero el jansenismo había pasado de moda al hundirse la monarquía absoluta, y en los oídos de los católicos españoles y de los liberales mismos empezaban a sonar como tediosas y anticuadas esas reminiscencias del Juicio imparcial y del Expediente del obispo de Cuenca. En cambio, labraban mucho en los ánimos, e iban concitando voluntades contra el infeliz gobierno del Regente, aquellas solemnes palabras de Gregorio XVI conminando con las censuras y penas espirituales a los invasores de los derechos de la Iglesia: «Tengan piedad de su alma enredada en lazos invisibles; piensen que el juicio es más duro contra los que mandan y que hay poderosa presunción contraria en el mismo juicio si alguno de ellos llega a morir fuera de la comunión y preces de los cristianos.»

    A semejanza de los niños, que, gritando mucho, quieren espantar al coco, creyeron los progresistas mortificar a Roma con meterse a legislar a diestro y siniestro en materias eclesiásticas. Un decreto de 19 de abril de 1841 suscrito por D. Álvaro Gómez Becerra, echó abajo la congregación de la Propaganda de la Fe, embargando sus libros y caudales so pretexto de escándalo y bullicios. En la Gaceta de 4 de enero de 1841 apareció un extracto de la Disertación de Llorente sobre división de obispados. El Tribunal Supremo dijo en una consulta que el patronato real era independiente de toda concesión pontificia.

    En 31 de diciembre del mismo año, Alonso, canonista al modo del siglo XVIII, admirador y editor de Campomanes, presentó a las Cortes un proyecto de jurisdicción eclesiástica, que sólo dejaba en pie la ordinaria de los diocesanos..., según los cánones de la Iglesia española, debiendo terminarse toda causa en el tribunal de los metropolitanos. La nación renunciaba a los privilegios y gracias en virtud de los cuales se restablecieron en estos reinos la Rota y la Nunciatura y declaraba abolido el tribunal de las órdenes militares y toda jurisdicción exenta, agregando sus iglesias a la circunscripción diocesana en que estuviesen enclavadas. Desaparecían los expolios y vacantes y su Colecturía General, los tribunales contenciosos de los conservadores eclesiásticos y los llamados de visita. Se encargaba a los obispos y [859] a sus delegados «circunscribirse a lo puramente espiritual y eclesiástico, absteniéndose de decretar entredichos que perturben la tranquilidad de los pueblos». Se suprimían el Vicariato Castrense y el Tribunal de Cruzada, mandando, para colmo de irrisión, a los jueces de primera instancia entender en las causas de bulas y composiciones. El artículo 18 decía a la letra: «Los abusos que se cometan en el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica se reprimirán, por medio de los respectivos recursos de fuerza, en los tribunales superiores nacionales del distrito en que resida el prelado que los cometiere..., los cuales, además de la facultad de alzar las fuerzas, la tendrán para corregir los excesos por medio de apercibimientos, condenación de costas, multas y hasta extrañamientos del reino y ocupación de temporalidades». Las apelaciones de la sentencia de un metropolitano se harían al metropolitano de la provincia eclesiástica más inmediata, sin que cupiera otro recurso contra la condenación en segunda instancia que la revisión del juicio en concilio provincial o la protección de los jueces reales. Imponíase a los tribunales eclesiásticos el uso del papel sellado y el mismo arancel que a los tribunales seculares.

    El preámbulo que encabezaba este descabellado decreto pasaba de jansenista, para rayar en protestante. Negábase sin ambages el primado de honor y de jurisdicción al papa, afirmándose que en el conjunto de los obispos residía solidaria y esencialmente la plenitud del sacerdocio cristiano, por donde, sin contar con el primado de Roma, podían decidir en materias de fe y dispensar de toda suerte de impedimentos, aunque Roma, halagada con las falsas decretales, se hubiese ido arrojando las facultades espirituales concedidas a sus coepíscopos.

    Creció con esto la agitación, y decíase de público que el Regente, dominado por influencias inglesas, se había propuesto romper absolutamente con Roma y constituir aquí una iglesia cismática more anglicano. Pero todo fue humo de pajas, limitándose Alonso, con esa falta de inventiva característica de los progresistas, a exhaumar el decreto de Urquijo cuando la muerte de Pío VI y presentar a las Cortes, en 20 de enero de 1842, un proyecto de ley contra las reservas apostólicas, acompañado de un retumbante preámbulo, zurcido de retazos de Febronio, de Pereira y de Llorente. El decreto venía a reducirse a estos principales capítulos:

    «1.º La nación española no reconoce, y en su consecuencia resiste, las reservas que se ha atribuido la Silla Apostólica, con mengua de la potestad de los obispos.

    2.º Se prohíbe toda correspondencia que se dirija a obtener de la curia romana gracias, indultos, dispensas y concesiones eclesiásticas de cualquier clase que sean.

    3.º Serán retenidos y entregados, en el término de veinticuatro horas, a las autoridades civiles todo breve, rescripto, bula, letras o despachos de la curia romana. [860]

    4.º Se prohíbe acudir a Roma en solicitud de dispensas de impedimentos. Los obispos dispensarán, por sí o por sus vicarios, «mientras tanto que en el Código civil se hace la debida distinción entre el contrato y el sacramento del matrimonio».

    5.º Por ningún título volverá a salir de España, directa o indirectamente, dinero para Roma, so pena de pagar quien tal hiciere una multa del doble de lo enviado.

    6.º En ningún tiempo se admitirá en España nuncio o legado de Su Santidad con facultades para conceder dispensas o gracias.

    8.º La nación no consiente la reserva introducida de confirmar en Roma y expedir bulas a los prelados presentados para las iglesias de España y sus dominios.

    9.º Será castigado so pena de extrañamiento y ocupación de temporalidades el obispo que solicite la confirmación de Roma.

    10.º Las consultas que se dirijan a Roma sobre puntos dogmáticos serán antes examinadas por el Gobierno, que retendrá las que no juzgare convenientes.»

    Inútil es advertir que tales monstruosidades quedaron en el papel, y ni fueron leyes ni llegaron a discutirse siquiera, ni eran acaso en la intención de sus autores otra cosa que una altisonante pasmarotada ad terrorem (2831). Balmes las combatió en La Sociedad; D. Pedro J. Pidal, en la Revista de Madrid, y fue tal la reprobación unánime de los moderados y de muchos progresistas, que Alonso no se atrevió a insistir en sus pedantescas lucubraciones, harto anacrónicas para 1842, cuando ya los liberales de la generación nueva, avezados a procedimientos más radicales, no entendían jota de toda esa baraúnda de reservas, temporalidades, retenciones y falsas decretales, y se iban tras del grande empírico Medizábal, que, sin tantos cánones de concilios toledanos y sin quemarse las cejas estudiando aquel grueso librote De statu Ecclesiae, había hecho de la Iglesia española mangas y capirotes, restituyéndola, como diría Alonso, a su primitiva pureza, es decir, a aquellos tiempos en que las cruces eran de palo y los procónsules de hierro.

    Por lo demás, continuaba el despojo. Una ley de 19 de julio de 1841 desamortizó los bienes de las capellanías colativas. Cayó por tierra la ley del Culto y clero de 1840, que destinaba a estos fines el 4 por 100 de los productos agrícolas, y fue sustituida con un presupuesto de 108 millones y medio, que el país llegó a pagar, pero que la Iglesia no llegó a cobrar nunca ni por semejas. En cambio, se echaron al mercado a toda prisa los bienes del clero secular, pagándose a ínfimo precio en varias clases de papel, que para ello se inventaron, y sólo un 10 por 100 en metálico. No sólo la propiedad territorial, sino el oro y la [861] plata labrada de las iglesias y hasta los retablos y los dorados de los altares, se sacaron, con insigne barbarie, a pública subasta. Cada día se arrojaba nuevo alimento a las hambrientas fauces del monstruo revolucionario, y nada bastaba a saciarle. El ministro de la Gobernación decía en una circular de noviembre de 1842 (2832): «El rematante que se ha presentado en Cádiz ha tenido el gusto de ver que de 66 conventos suprimidos en aquella provincia, sólo nueve tienen cerradas sus iglesias.»

    Agotado ya el venero de las iglesias, se echó el Gobierno, a título de patrono, sobre los fondos de la Obra Pía de Jerusalén, centralizándolos en 1841 y agregándolos al presupuesto de ingresos por valor de 1.369.603 reales. Una real orden de 31 de julio de 1842 suscrita por Calatrava reparó en parte la absurda iniquidad de incautarse de mandas testamentarias y agregó estos fondos a los de Cruzada.

    Obligado acompañamiento de la rapiña oficial y organizada eran las persecuciones de obispos, una de las especialidades en que más han brillado los gobiernos progresistas. Convertidos Gómez Becerra y Alonso en pontífices máximos, comenzaron por deportar a Marsella al septuágenario obispo de Menorca, D. Fr. Juan Antonio Díaz Merino, por el nefando e inexplicable crimen de haber introducido en su diócesis el rezo de Santa Filomena, aprobado por la Santa Sede, y de haberse autorizado a sus feligreses para usar de los privilegios de la bula (13 de febrero de 1842). Al poco tiempo, el obispo de Calahorra y La Calzada, D. Pedro García Abella, dirigió a las Cortes una representación contra las proyectadas reformas eclesiásticas. Los ministros, no queriendo ser menos que en sus tiempos el conde de Aranda, hicieron que el Tribunal Supremo le encausase, y ellos entre tanto le confinaron por cuatro años a la isla de Mallorca. Otras protestas iguales contra los proyectos de cisma valieron al obispo de Plasencia, D. Cipriano Varela, dos años de confinamiento en un pueblo de la provincia de Cádiz, y al gobernador eclesiástico de Guadix, pena de cuatro años de destierro, impuesta por la Audiencia de Granada (julio de 1842). El jurado primeramente, ya teníamos jurado, y luego el Tribunal Supremo intervinieron en la causa de D. Judas José Romo, obispo de Canarias, autor de un Memorial sobre incompetencia de las Cortes para el arreglo del clero. Fue hábil la defensa que hizo el abogado D. Fermín Gonzalo Morón, hombre de más ingenio que juicio. Resultado, el de siempre: salir condenado el obispo en dos años de destierro y pago de costas, como culpable de desobediencia, por haber declarado que los obispos electos no podían [862] ser nombrados vicarios o gobernadores eclesiásticos por los cabildos (25 de octubre de 1842) (2833).

    La intrusión de los gobernadores era, en efecto, una de las mayores plagas de la Iglesia española por aquellos días. Convencido nuestro Gobierno desde 1835 que el papa no había de confirmar los obispos que él presentaba, y convencidos los mismos electos, clérigos liberales por la mayor parte, de que sus bulas de confirmación no vendrían nunca, nació de este mutuo convencimiento la idea de obligar a los cabildos a elegir por vicarios y gobernadores a los obispos propuestos. Así se intrusó en la Iglesia de Toledo D. Pedro Fernández Vallejo, así La Rica en Zaragoza, y así otros en Oviedo, Jaén, Málaga y Tarazona. Vallejo, para justificarse, llegó a publicar cierto Discurso canónico-legal sobre nombramientos de gobernadores (1839), que fue contestado por el obispo de Pamplona, Andriani (2834). Cuarenta y tres curas de Toledo y muchos de la Alcarria se negaron a reconocer a Vallejo, pero el Gobierno los encausó, desterró y prendió, recogiendo, además, a mano real el breve en que Su Santidad desaprobaba la elección de Vallejo.

    En el mismo estado de cisma se hallaban las demás iglesias. La Rica, gobernador eclesiástico de Zaragoza, llegó a publicar en 1 de mayo de 1841 una pastoral contra el papa, con grande escándalo y desaprobación de su cabildo. La Audiencia de Zaragoza dio la razón a La Rica y condenó a ocho años de destierro y ocupación de temporalidades a los capitulares que habían firmado la protesta contra su vicario. El cabildo de Lugo hizo otro tanto, y la respuesta de los ministros del Regente fue encarcelar en un día a todos los canónigos. El promotor fiscal, grande y decidido patriota, pidió contra ellos pena de muerte, pero la Audiencia de La Coruña se contentó con un mes de prisión y las costas. A punto llegaron los conflictos de asustarse y renunciar algunos de los gobernadores intrusos, entre ellos el mismo Vallejo, así que, llegada de Roma la alocución Afflictas in Hispania res (2835), vieron a Alonso lanzarse despeñado por el camino del cisma y exigir de los eclesiásticos, en circular de 14 de diciembre, atestados de fidelidad política constitucional, que casi todos se resistieron a solicitar, provocando así nuevas persecuciones.

    Queríase formar a todo trance una generación de eclesiásticos jansenistas que fuesen el núcleo de la fantástica Iglesia hispana, anunciada en el proyecto de Alonso. Con tal mira, se reimprimieron o tradujeron los peores libros del siglo XVIII, especialmente el Ensayo del abate Jenaro Cestari, émulo de Giannone, sobre el espíritu de la jurisdicción eclesiástica en la ordenación [863] de los obispos (2836). Se impuso como texto de filosofía moral, fundamentos de religión, lugares teológicos, teología dogmática y teología moral el curso del Lugdunense (2837), prohibido por la Santa Sede desde 1792. Y para historia eclesiástica, el epítome de Gmeiner, libro no ya jansenista, sino protestante, que con escándalo de los católicos se había impreso en la oficina de Ibarra y corría en manos de los estudiantes españoles desde 1822. Era lo único que faltaba para hacer odiosa a los ojos de los obispos la teología de las universidades, último refugio del anacrónico y moribundo portroyalismo. Pero repito que en 1841 los estragos tenían que ser pequeños, no sólo por tratarse de doctrinas caducas y definitivamente enterradas con Tamburini y Scipión Ricci, sino porque la persecución había depurado, templado y vigorizado al clero español, uniéndole estrechísimamente con su cabeza y limpiándolo de toda lepra intelectual del siglo XVIII. Cuando en nuestros días el galicanismo levantó por última vez la frente; cuando, a despecho de la bula Auctorem fidei, tornó a afirmarse y a escribirse que el papa es sólo caput ministeriale Ecclesiae, la Iglesia española, sin excepción alguna, se mostró tan ultramontana y tan papista como en los áureos días del siglo XVI, libre ya del duro tributo que en toda una centuria de oprobio pagaron sus canonistas a las decisiones de los doctores parisienses y al magister dixit de la Sorbona (2838). [864]

- V -
Negociaciones con Roma. -Planes de enseñanza.

    Los años que corrieron desde 1844 a 1853 fueron, si no de paz, por lo menos de relativa tregua entre la Iglesia y los poderes civiles. Los gobiernos más o menos conservadores que en estos nueve años se sucedieron no salían del partido de acción ni traían el instinto demoledor característico de los progresistas; atendían más bien a consumar, a justificar, a legalizar lo hecho. No era en todos afán de recoger y disfrutar pacíficamente los frutos de la obra revolucionaria. Había entre los moderados quien de buena fe buscaba la concordia con el papa; católicos sinceros que habían atravesado con la conciencia íntegra el período de prueba de los siete años; hombres que abominaban de la desamortización y querían precaverla para en adelante, y ya que no devolver lo vendido y anular las ventas, como el estricto derecho exigía, a lo menos indemnizar completamente a los despojados y asegurar al clero una dotación independiente del alza y baja de los fondos públicos. Algo se hizo, mucho más se intentó, y a lo menos se llegó al restablecimiento de la paz con Roma, sin cuya autoridad nada podía emprenderse y ejecutarse.

    La idea del concordato no era sólo de los moderados. El cardenal Romo había escrito en 1840 un libro notable para inculcarla. Pudieron combatirle algunos intransigentes desde Francia, respondiendo ásperamente a durezas no menores del obispo de Canarias, pero la mayor parte del Episcopado español, y con él el país, se inclinaba a esos tratos de paz mucho más que al pesimismo desalentado de que era intérprete Fr. Magin Ferrer. Lo que todos veían era el deplorable estado de los negocios eclesiásticos desde la muerte del rey. Absolutamente rotas las relaciones con el papa y trocada ya la ruptura en abierta hostilidad; expulsado el vicegerente Arellano, último resto de representación [865] de la Santa Sede entre nosotros; recogidas a manos reales las alocuciones de Gregorio XVI y cerrado el Tribunal de la Nunciatura. En el interior, vacantes las diócesis, desterrados los obispos, encarcelados y perseguidos en masa los cabildos, puesta en tela de juicio la legitimidad y aun la ortodoxia de los gobernadores, vulnerada la libertad del ministerio eclesiástico.

    Tal estado no podía ser duradero. El mismo exceso del mal había traído una reacción católica vigorosísima, y los moderados, a quienes todo podrá negarse menos habilidad y entendimiento, trataron de aprovechar y aun de dirigir esta corriente en vez de ponerse locamente a luchar contra ella, como habían querido hacer los progresistas. Tratóse, pues, de que nuestro Gobierno apareciera como católico, incapaz de arrojarse a ningún arreglo eclesiástico sino de acuerdo con Roma, pero algo regalista a la par, muy interesado por los derechos de la Corona y de la nación y, lo que era peor, defensor hasta cierto punto de los intereses creados a favor de nuestras revueltas.

    Lo primero que había que obtener del papa era el reconocimiento de la reina. Con esta mira fue enviado a Roma de agente oficioso D. José del Castillo y Ayensa, hombre conciliador y culto, más conocido hasta entonces como helenista que como diplomático. Al mismo tiempo comenzaron las medidas reparadoras en favor de la Iglesia: se volvió a abrir de nuevo el Tribunal de la Rota por decreto de 20 de febrero de 1844, se autorizó a los dos para conferir órdenes y proveer curatos, se permitió el libre curso de las peces a Roma y, finalmente (y fue la disposición más importante de todas), se devolvieron al clero secular, por ley hecha en Cortes el 3 de abril de 1845, los bienes no vendidos. Todo indicaba tendencias a la reconciliación, que Roma no podía menos de ver de buen talante.

    Castillo, sin embargo, encontró su empresa erizada de dificultades, y son de ver en la Historia que de estas negociaciones escribió muchos años después, el sesgo rarísimo y las contradictorias alternativas que aquella misión llevó. Poco importa para el historiador eclesiástico. Nuestro Gobierno no quería pactar sino sobre la base del reconocimiento, y Gregorio XVI le dilataba cuanto podía. Atribúyenlo muchos a presión del Austria, pero aun sin esto y a pesar de la reacción que en las cosas de España comenzaba a notarse, ¿cómo no había de tener reparo el jefe de la Iglesia en tratar con gobiernos inestables y movedizos como los nuestros, cuando aún estaban recientes los desafueros de Alonso, cuando aún humeaban los conventos, cuando los compradores de bienes nacionales seguían en pacífica posesión de lo vendido, cuando las leyes de dotación del culto y clero estaban pendientes todos los años del capricho de los legisladores? Natural era la desconfianza y el recelo del papa, natural su conducta expectante. Accedía, sí a nombrar obispos para las sedes vacantes y a remediar el deplorable estado de nuestra [866] Iglesia, mas para impedir un arreglo definitivo se atravesaba siempre la cuestión política.

    Castillo, después de muchas idas y venidas, que él refiere largamente en su libro, se adelantó a las instrucciones que había recibido, formó una especie de concordato en 1845 y alborotó a Madrid transmitiendo la noticia de que ya estaba firmado, cuando sólo se había convenido en las bases. El alboroto dio por resultado un alza de los fondos públicos, seguida a los pocos días de un espantoso descenso cuando oficialmente se desmintió la noticia. Esta ligereza y apresuramiento de Castillo fue fatal al éxito de las negociaciones emprendidas. El Gobierno desaprobó todo lo hecho, le separó al poco tiempo de Roma y el concordato no se hizo hasta el año 51.

    Pero ya en 1847 había consentido Pío IX en enviar a Madrid, como delegado apostólico, a Mons. Brunelli y en confirmar a los obispos que el Gobierno le fuera presentando. En 1848 no quedaba ya en la Península ninguna sede vacante. Aquel mismo año quedaron solemnemente reanudadas las relaciones diplomáticas con Roma, recibiendo el delegado, Mons Brunelli, poderes de nuncio.

    La expedición a Italia en 1848, de concierto con las demás potencias católicas, para restablecer al papa en su gobierno temporal acabó de congraciarse con la Santa Sede y facilitó la terminación de las negociaciones del concordato, en que principalmente intervino, como, ministro de Estado, D. Pedro José Pidal, por más que la casualidad hizo que le suscribiera (en 16 de marzo de 1851) su sucesor Bertrán de Lis. El concordato es de los más amplios y favorables que ninguna nación católica ha obtenido. Su base es la unidad religiosa; el artículo 1.º dice a la letra, y téngase en cuenta para lo que después veremos: «La religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquiera otra continúa siendo la única de la nación española, se conservará siempre en los dominios de Su Majestad Católica con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones.» Mejor todavía que consignar el hecho de la unidad hubiera sido asentar el derecho exclusivo de la religión católica en España. Nunca hubiera holgado el poner la unidad religiosa a la sombra de un pacto internacional, por más que tengamos experiencia del desenfado con que la revolución atropella todo pacto, y más los que se hacen con potestades humanamente tan desvalidas como el papa.

    Pero, aunque el Concordato haya sido roto o falseado dos o tres veces así por gobiernos conservadores como por gobiernos revolucionarios, siempre será cierto que tiene el valor y la fuerza de ley del reino y que, con arreglo a él, la enseñanza en universidades, colegios, seminarios y escuelas privadas o públicas de cualquiera clase ha de ser conforme en todo a la doctrina de la religión católica, quedando los establecimientos públicos de instrucción [867] bajo la vigilancia de los obispos en materias de fe y costumbres. Se obligan además los poderes civiles a dispensar su patrocinio y apoyo a los prelados, siempre que le invoquen para el libre ejercicio de sus funciones, especial y señaladamente cuando se trate de oponerse a la propaganda herética o escandalosa, sin que con ningún color ni pretexto pueda ser perturbada ni atropellada la autoridad eclesiástica.

    Hace años que todo esto es letra muerta. Nuestros gobiernos han tomado del Concordato la parte de león; se han aprovechado de la nueva demarcación de diócesis para suprimir obispados, pero no para crearlos nuevos, fuera del de Vitoria, no erigido hasta 1861. Desaparecieron las colegiatas y no se aumentaron grandemente las parroquias. Desapareció la Comisaría de Cruzada, pero no aquella famosa oficina ministerial llamada Agencia de Preces.

    Las ventajas más positivas que la Iglesia sacó de aquel convenio fueron el reconocimiento pleno de su derecho de adquirir, la devolución de los bienes no enajenados, que habían de convertirse inmediatamente en títulos intransferibles del 3 por 100; la seguridad legal del modo y forma en que había de hacerse el pago de las dotaciones de culto y clero, la extinción de todas las jurisdicciones privilegiadas y exentas y, finalmente, la supresión de la teología universitaria, que los progresistas restablecieron ab irato en 1854, y que los mismos progresistas, con otro golpe no menos ab irato, volvieron a suprimir en 1868, con las mismas razones o sinrazones para lo uno que para lo otro; ejemplo notable de la lógica y consecuencia con que suelen proceder los reformadores.

    A cambio de esto, el Concordato aseguró la tranquilidad de los compradores de bienes nacionales.

    Fuera del Concordato, los únicos actos oficiales que pueden interesarnos en el largo período de los diez años referidos son los concernientes a imprenta y enseñanza. De muy diversas maneras ha sido juzgado el plan de estudios de 1845, poniéndole unos en las nubes, como verdadero impulso regenerador de nuestra enseñanza, y teniéndole otros, y yo con ellos, por desastroso, si no en su espíritu, a lo menos en sus efectos. Hay, con todo, circunstancias atenuantes, que de ninguna manera es lícito olvidar, si el juicio ha de ser recto. Quien nos oiga hablar de la ruina de nuestra antigua organización universitaria consumada por aquel plan, imaginará, sin duda, que de los esplendores, sabiduría y grandeza del siglo XVI pasamos súbitamente a la actual poquedad y miseria. Se olvidan sin duda, o se quiere olvidar, que a la decadencia interior orgánica del antiguo sistema, tan vieja ya, como que databa del siglo XVII, se había añadido en todo el XVIII la lucha declarada del centralismo administrativo contra las franquicias universitarias, la tendencia niveladora, regalista y burocrática, que hacían a los Arandas, a los Rodas y a los Campomanes encarnizarse con aquellas instituciones que, [868] por un lado, conservaban siempre las huellas de su origen eclesiástico, y por otro, reflejaban fielmente el espíritu de autonomía, de libertad privilegiada, de exención y propio fuero, característico de los siglos medios. El verdadero secularizador de la enseñanza fue Roda, abatiendo los colegios mayores, arrogándose el derecho de nombrar rectores y catedráticos, reformando, imponiendo y mutilando los planes de estudios y vedando en las conclusiones públicas todo ataque a las regalías de la Corona. Desde entonces languidecieron rápidamente nuestras universidades; Carlos IV cerró once de un golpe; la guerra de la Independencia, el plan de 1821 y la desatentada reacción posterior acabaron de desorganizarlas. El de 1824 duró poco, se cumplió mal, y era, aunque bien intencionado, pobre, atrasado y ruin en comparación con el empuje que en otras partes llevaban los estudios. La guerra civil completó el desorden, lanzando a los estudiantes al campo y haciéndoles trocar años de aprendizaje por años de campaña. Un plan de libertad de estudios que en 1836 hizo el duque de Rivas, como ministro de la Gobernación, se quedó en el papel y no rigió un solo día.

    En estudiar nadie pensaba; las cátedras estaban desiertas; dos o tres universidades tenían rentas cuantiosas, dada la pobreza de los tiempos y del país, pero los doctores de las restantes vegetaban en la miseria. El título de catedrático solía ser puramente honorífico y servir de título o mérito para más altos empleos de toga o de administración. Por amor a la ciencia, nadie se consideraba obligado a enseñar ni a aprender. La enseñanza era pura farsa, un convenio tácito entre maestros y discípulos, fundado en la mutua ignorancia, dejadez y abandono casi criminal. Olvidadas las ciencias experimentales, aprendíase física sin ver una máquina ni un aparato, o más bien no se aprendía de modo alguno, porque los estudiantes solían cortar por lo sano, no presentándose en la universidad sino el día de la matrícula y del examen. Si algo quedaba de lo antiguo, era la indisciplina, el desorden, los cohechos de las votaciones y de las oposiciones. Y no se crea que las universidades eran antros del viejo oscurantismo; en realidad no eran antros de nada, sino de barbarie y desidia. Durante la guerra civil predominaron en ellas los liberales. Hubo rectores que se pusieron al frente de la Milicia Nacional, y era caso frecuente que los catedráticos, para conciliarse la popularidad de su auditorio, explicasen con morrión y fornituras, así como, por el extremo contrario, solía verse a los jefes políticos y a los coroneles presidiendo consejos de disciplina o salas de claustros.

    En suma: nada de lo que quedaba en las universidades españolas el año 45 merecía vivir; respondan por nosotros todos los que alcanzaron aquellos tiempos y vieron por dentro aquella grotesca anarquía del cuerpo docente. En este sentido, el plan de estudios era de necesidad urgentísima, y fue gloria de don Pedro J. Pidal haberle mandado formar. Y aquí cumple advertir, [869] porque justicia obliga, que nunca estuvo en su mente, y así lo declaró cien veces de palabra y por escrito, convertir aquella reforma en un plan de enseñanza anticlerical, antes reprobó siempre el espíritu de honestidad a la Iglesia que informa el libro De la instrucción pública en España (2839), publicado años después en defensa e ilustración de aquel plan por un subalterno suyo, oficial de la Dirección entonces, D. Antonio Gil y Zárate, que tuvo parte no secundaria en la redacción del proyecto, juntamente, con los Sres. Revilla y Guillén. El libro de Gil y Zárate es oración pro domo sua, y aun para esto no hubiera sido preciso amontonar tantas impertinencias contra los papas, los jesuitas y los escolásticos.

    El plan se hizo como en 1845 se hacían todas las cosas; con bastante olvido de las tradiciones nacionales, sin gran respeto a la entidad universitaria, enteramente desacreditada ya por las razones que quedan expuestas; en suma: tomando de Francia modelo, dirección y hasta programa. Se centralizaron los fondos de las universidades, se les sometió a régimen uniforme, y desde aquel día la Universidad, como persona moral, como centro de vida propia, dejó de existir en España. Le sustituyó la oficina llamada instrucción pública, de la cual emanaron programas, libros de texto, nombramientos de rectores y catedráticos y hasta circulares y órdenes menudísimas sobre lo más trivial del régimen interno de las aulas. A las antiguas escuelas, en que el Gobierno para nada intervenía, sucedieron otras en que el Gobierno intervenía en todo, hasta en los pormenores de indumentaria y en el buen servicio de los bedeles. Nada menos español, nada más antipático a la genialidad nacional que esta administración tan correcta, esta reglamentación inacabable, ideal perpetuo de los moderados. Nada más contrario tampoco a la generosa y soberbia independencia de que disfrutan las grandes instituciones docentes del mundo moderno, las universidades inglesas y alemanas. ¿Quién concibe a Max Müller o a Momsen ajustando el modo y forma de su enseñanza al capricho de un oficial de secretaría o de un covachuelista sin más letras que las que se adquieren en la redacción de un periódico o en la sala de conferencias?

    Nadie más amigo que yo de la independencia orgánica de las universidades. Nadie más partidario tampoco de la intervención de la Iglesia en ellas, no de la inspección laica e incompetente de ministros y directores más o menos doctrinarios. La Universidad católica, española y libre es mi fórmula. Por eso me desagrada en dos conceptos el plan de 1845, piedra fundamental de todos los posteriores. Por centralista, en primer lugar, y en segundo, porque, sin ir derechamente contra la Iglesia, a lo menos en el ánimo del ministro que le suscribió, [870] acabó de secularizar de hecho la enseñanza, dejándola entregada a la futura arbitrariedad ministerial. A la sombra de ese plan impuso Gil y Zárate, como única ciencia oficial y obligatoria, la filosofía ecléctica y los programas de Víctor Cousin. A la sombra de ese plan derramaron Contero Ramírez y Sanz del Río el panteísmo alemán, sin que los gobiernos moderados acudiesen a atajarlo sino cuando el mal no tenía remedio. A la sombra de otros planes derivados de ése podrá en lo sucesivo un ministro, un director, un oficial lego, hábil sólo en artes hípicas o cinegéticas, pero aconsejado por algún metafísico trascendental, anacoreta del diablo, llenar nuestras cátedras con los iluminados de cualquiera escuela, convertir la enseñanza en cofradía y monipodio mediante un calculado sistema de oposiciones e imponer a más irracional tiranía con nombre de libertad de la ciencia; libertad que se reducirá, de fijo, a encarcelar la ciencia española, para irrisión de los extraños, en algún sistema anticuado y mandado recoger en Europa hace treinta años. ¿Qué le queda que ver a quien ha visto al krausismo ser ciencia oficial en España?

    De imprenta se legisló también, y con mayor firmeza. La ley de 9 de abril de 1844 prohibió en su título 15 la publicación de obras o escritos sobre religión y moral sin anuencia del ordinario. Esta restricción se conservó en todos los decretos posteriores, y de hecho apenas permitió imprimir ninguna producción francamente herética en aquellos diez años.

    Vencida por el general Narváez en las calles de Madrid la revolución del 48, vegetó oscuramente en las sociedades secretas hasta el 54, dando por únicas muestras de sí pronunciamientos frustrados y conatos de regicidio (2840). La masonería se había organizado con nuevos estatutos en 1843, de concierto con los Grandes Orientes de Francia e Inglaterra. El rito escocés antiguo y aceptado, de 33 grados, proseguía siendo el único en España, [871] sin perjuicio de admitir a los visitadores extranjeros de otros ritos. Se dividió el territorio de España en cuatro departamentos, regidos por logias metropolitanas. Un tal Dolabela, nombre de guerra, figuraba como gran maestre de la francmasonería Hesférica Reformada. Los departamentos se subdividieron en distritos, que tomaron nombres pomposos de la antigua geografía de España: Carpetano, el de Madrid; Laletano, el de Barcelona; Cántabro, el de Santander; Itálico, el de Sevilla, etc., etc. Hubo caballeros Kadoch, príncipes del real secreto, tesoreros, cancilleres y demás farándula. La armonía entre los hermanos duró poco, y los más avanzados se separaron hacia 1846 para entenderse con las logias de Portugal y constituir la francmasonería irregular o ibérica, a la cual quizá deba achacarse la revolución de Galicia.

- VI -
Revolución de 1854. -Desamortización. -Constituyentes. -Ataques a la unidad religiosa.

    No hubieran triunfado en la revolución del 54 los progresistas sin la ayuda de varios jefes militares y de muchos tránsfugas moderados y de otras artes, que constituyeron el partido llamado de la Unión Liberal, partido sin doctrina, como es muy frecuente en España. Principios nuevos no trajo aquella revolución ninguno, ni fue en suma sino uno de tantos motines, más afortunados y más en grandes que otros. Con todo, en aquel bienio empezaron a florecer las esperanzas de una bandería más radical, que iba reclutando sus individuos entre la juventud salida de las cátedras de los ideólogos y de los economistas. Llamáronse demócratas; reclamaban los derechos del pueblo, en el único país en que no habían sido negados nunca, clamaban contra la tiranía de las clases superiores, en la tierra más igualitaria de Europa; contra la aristocracia, en una nación donde la aristocracia está muerta como poder político desde el siglo XVI y donde ni siquiera conserva ya el prestigio que da la propiedad de la tierra; plagiaban los ditirambos de Proudhon o de Luis Blanc contra la explotación del obrero y la tiranía del capital, aplicándolos a la pobrísima España, donde no hay industria ni fábricas y donde los grandes capitales son cosa tan mitológica como el ave fénix de Arabia. El tipo del demócrata de cátedra, tal como estuvo saliendo de nuestras aulas desde 1854 a 1868 no ha de confundirse con el demagogo cantonalista, especie de forajido político, que nunca se ha matriculado en ninguna universidad ni ha sido socio de ningún ateneo. El demócrata de cátedra, cuando no toma sus ideales políticos por oficio o modus vivendi, es un ser tan cándido como los que en otro tiempo peroraban en los colegios contra la tiranía de Pisístrato o de Tiberio. Para él, el rey, todo rey, es siempre el tirano, ese ente de razón que aparece en las tragedias de Alfieri hablando por monosílabos, ceñudos, sombríos, e intratable para que varios patriotas [872] le den de puñaladas al fin del quinto acto, curando así de plano todos los males de la república. El sacerdote es siempre el impostor que trafica con los ideales muertos. Por eso, el demócrata rompe los antiguos moldes históricos y comulga en el universal sentimiento religioso de la humanidad, concertando en vasta síntesis los antropomorfismos y teogonías de Oriente y Occidente. A veces, para hacerlo más a lo vivo, suele alistarse en algún culto positivo, buscando siempre el más remoto y estrafalario, porque en eso consiste la gracia, y, si no, no hay conflicto religioso, que es lo que a todo trance buscamos. El ser ateo es una brutalidad sin chiste, propia de gente soez y de licenciados de presidio; el verdadero demócrata es eminentemente religioso, pero no en la forma relativa y falta de intimidad que hemos conocido en España, sino con otras formas más íntimas y absolutas. Así, v.gr., se hace protestante unitario, cosa que desde luego da golpe, y hace que los profanos se devanen los sesos discurriendo qué especie de unitarismo será éste, si el de Paulo de Samosata, o el de Servet, o el de Socino. Y yo tuve un condiscípulo de metafísica que, animado por los luminosos ejemplos que entonces veía en la universidad, tuvo ya pensado hacerse budista, con lo cual, ¿qué protestante liberal hubiera osado ponérsele delante?

    Los progresistas viejos se encontraron sorprendidos en 1854 ante aquel raudal de oscura hieroglífica sapiencia. Por primera vez se veían sobrepujados en materia de liberalismo, tratados casi de retrógrados y envueltos además en un laberinto de palabras económicas, sociológicas, biológicas, etc., etc., que así entendían ellos como si les hablasen en lengua hebraica. ¡Qué sorpresa para los que habían creído hasta entonces que la libertad consistía sencillamente en matar curas y repartir fusiles a los patriotas! ¡Cómo se quedarían cuando Pi y Margall salió proclamándose panteísta en su libro de La reacción y la revolución!

    Pero de todas suertes, los progresistas mandaban, y no que, rían darse por muertos ni por anticuados. En estas cosas de panteísmo y de economía política, les ganarían otras, pero ¡lo que es a entenderse con los obispos, eso no! De retenciones de bulas sabían más ellos, y, a mayor abundamiento, tenían en el Ministerio de Gracia y Justicia al famoso canonista D. Joaquín Aguirre, catedrático de disciplina eclesiástica en la Universidad Central y autor de un Curso que todavía sirve de texto (2841). [873] Aguirre, pues, llevó al gobierno todas sus manías de jansenista y hombre de escuela. El concordato quedó roto de hecho, cerrada la Nunciatura, restablecida la teología en las universidades, suspendida la provisión de prebendas. Se dieron los pasaportes al nuncio. Se deportó a los jesuitas, se desterró al obispo de Urgel y hasta se prohibieron las procesiones en las calles. Entre tanto, Pío IX en 8 de diciembre de 1854 había definido, con universal regocijo del mundo cristiano, el dogma de la Inmaculada Concepción. Un periódico de Madrid, El Católico, publicó la bula Ineffabilis Deus. Aquí del exequatur; Aguirre no quiso consentir en manera alguna que las regalías quedasen menoscabadas, encausó al periódico, retuvo la bula, y si al fin la dio el pase en mayo de 1855, fue con la cláusula restrictiva de «sin perjuicio de las leyes, reglamentos y demás disposiciones que organizan en la actualidad o arreglen en lo sucesivo el ejercicio de la libertad y de imprenta y la enseñanza pública y privada, de las demás leyes del Estado, de las regalías de la Corona y de las libertades de la Iglesia española». Los obispos reclamaron contra estas salvedades absurdas, que suponían en el Gobierno el derecho de confirmar o anular declaraciones de dogmas. Sólo después de vencida la revolución, otro ministro de Gracia y Justicia, Seijas, dio por testadas y preteridas las cláusulas de Aguirre y dejó correr la bula lisa y llanamente, como suena. Más le hubiera valido anular una pragmática irracional, vestigio de antiguos errores, y que hoy ni siquiera encaja en los principios de los enemigos de la Iglesia. Algo fue, con todo, confesar que tales bulas dogmáticas no estaban sujetas a revisión ni a retención.

    Los atropellos regalísticos de Aguirre encontraron firmísimo contradictor en la persona del virtuoso y enérgico obispo de Barcelona, D. Domingo Costa y Borrás, con quien la revolución se ensañó, arrojándole de su diócesis a título de faccioso. Aguirre se empeño en polémicas canónicas con él y salió muy maltrecho. Al poco tiempo, otro obispo, el de Osma, P. Vicente Horcos, tuvo la alta osadía de citar en una pastoral la bula In Coena Domini. El crimen era tan horrendo, que fue menester desterrarle en seguida a Canarias. Por entonces era ministro D. Patricio de la Escosura, uno de los tipos más singulares que han cruzado por nuestra arena política y literaria, hombre de más transformaciones que las de Ovidio y más revueltas que las del laberinto de Creta. Escosura, pues, fue el encargado de dar en las Cortes cuenta de aquella insigne arbitrariedad, y comenzó su discurso con estas palabras: «Un tal Vicente de Osma...» Al poco tiempo ardieron en un motín las [874] fábricas de Valladolid, y Escosura achacó el crimen a los jesuitas.

    En tales manos había caído el clero español. Se puso en venta lo que quedaba de los bienes de la Iglesia y, para dar un paso más liberal y avanzado, se presentó francamente la cuestión de libertad de cultos.

    En ella entendieron las Constituyentes del 55, debiendo recordarse aquí lo que intentaron y discutieron, no por la copia de doctrina (que fue ninguna) vertida en sus discusiones, sino por la luz que dan sobre el progreso que habían hecho las ideas revolucionarias desde 1837. La comisión constitucional, compuesta en su mayor parte por antiguos progresistas (2842), empezó por presentar una base capciosa, indirecta y ambigua, pero que llevaba expresa la declaración de tolerancia. La nación (así decía) se obliga a mantener y proteger el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles; pero ningún español ni extranjero podrá ser perseguido civilmente por sus opiniones mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión. Pero ¿qué son actos públicos? ¿Ni a quién se persigue civilmente por opiniones no manifestadas de un modo exterior? Acto público es el libro, el periódico, la cátedra. El artículo, pues, o no quería decir nada puesto que de los pensamientos ocultos sólo Dios es juez, o venía a autorizar implícitamente cualquier género de propaganda contra el catolicismo.

    Así lo entendieron todos los obispos españoles, que con un solo corazón y una voz sola acudieron a las Cortes pidiendo una terminante declaración de unidad religiosa (2843). Así los numerosos ayuntamientos y los infinitos españoles de todos los partidos, que inundaron literalmente la mesa del Congreso de exposiciones y protestas contra la segunda base.

    La discusión en el Congreso fue más larga que importante. Se presentaron hasta trece enmiendas, la mayor parte en sentido librecultista. Una de ellas, firmada por D. Juan Bautista Alonso, merece recordarse por lo extravagante de los términos con qué empezaba: La nación española vive y se perfecciona dentro de la nacionalidad humana. Habló en pro del libre examen el republicano Ruiz Pons, catedrático de Zaragoza. Añadió D. Cipriano S. Montesino que la libertad religiosa era la primera de todas, y que sin ella ninguna estimación merecía la libertad política. Y, como ingeniero y economista, invocó el principio de concurrencia, «tan benéfico en religión como en política, industria, artes y ciencias, porque la libertad es el progreso [875] y la vida, y la discusión de los ajenos ejemplos depura las creencias y mejora las costumbres.»

    No se elevaron a más altura los restantes progresistas. «El derecho más precioso -dijo Corradi- es el que todo hombre tiene de adorar a Dios según su conciencia... No cerremos nuestras puertas como los déspotas teocráticos de Egipto, que sacrificaban al extranjero que osaba poner el pie en su territorio.»

    Reminiscencias de colegio, que completó D. Francisco Salmerón y Alonso, hermano del luego famoso filosofante don Nicolás, extasiándose ante la idea de las felicidades que iban a caer sobre España el día en que «la Trinidad descendiera al palenque, donde se engríen los brahmanes con su Trimurti»..., y en que «nuestra religión pusiera sus emblemas frente al sabeísta que adora al sol». Apenas acierta uno a comprender que un hombre en sana razón haya podido llegar a persuadirse que podía venir día en que los españoles abrazasen el sabeísmo o el fetichismo. Cada vez que leo este y otros discursos de nuestro Parlamento, que parecen una lección de historia mal aprendida, amasijo de especies y de nombres retumbantes recogidas la noche anterior en cualquier libro, me lleno de asombro al ver cuán desatinada idea tenemos en España de la elocuencia parlamentaria y al considerar la risa inextinguible que tales temas de retórica provocarían en un Parlamento británico. Dicen que nuestra tribuna es la primera del mundo: ¡beatos los que lo creen, porque es señal de que todavía conservan intacto el don precioso de la inocencia bautismal!

    En pos del Sr. Salmerón se levantó un economista, profesor de la Universidad, el Sr. Figuerola, que defendió la libertad religiosa con este clarísimo, llano y apacible argumento, que Sanz del Río había hecho aprender memorialiter a sus discípulos, compañeros y adláteres, poniéndole, además, a guisa de frontispicio, en su Doctrinal de historia. «La verdad conduce a la unidad, porque, desenvolviéndose todos los seres según la armonía de su creación, no cambiando de forma, sino manifestando todas las formas elementales que el ser tenga en sí, puede encontrarse la armonía de ese mismo ser, que conduce a la belleza, a la contemplación de la unidad.» Los progresistas se quedaron como quien ve visiones; pero comprendieron que aquello era muy hondo y asimismo muy liberal, y aplaudieron estrepitosamente al orador.

    En defensa del dictamen de la Comisión habló el antiguo Fray Gerundio, el popular y bienintencionado historiador para uso de las familias, D. Modesto Lafuente. Pero acontecióle lo que al profeta Balam, y, en vez de maldecir a los israelitas, acabó por bendecirlos, es decir, por ensalzar los bienes de la intolerancia dogmática, después de haber execrado las hogueras inquisitoriales. «Sin unidad católica -dijo-, no hubiéramos tenido existencia nacional, o hubiéramos tardado muchos más siglos en tenerla... A la unidad religiosa, al sentimiento [876] católico, a la firmeza y perseverancia en la fe, debe la nación española el ser nación, el ser independiente, el ser grande, el ser libre» (2844).

    Todo esto no sería muy nuevo ni muy recóndito, pero era tan verdad, que logró la honra de promover todo género de rumores descorteses en la mayoría, decididamente hostil a Lafuente y a los que querían interpretar la segunda base en el sentido mas restricto. El mismo Olózaga anduvo menos valiente que en su discurso de 1837, del cual fue Paráfrasis en lo sustancial el de 1855.

    Acostáronse a su sentir otros progresistas antiguos, como el ministro de Estado, Luzuriaga, el cual tuvo la honradez de negar, en medio de estrepitosa gritería, que estuviese representada en aquel Congreso la opinión general del país. «Quizá no pueda responderse de la conservación del orden público -añadió-, quizá vuelva a encenderse la guerra civil si votamos la tolerancia de cultos.» Y Aguirre observó que, de sancionar la libertad religiosa, vendría por consecuencia ineludible la libertad de enseñanza, en beneficio exclusivo de los fanáticos y de los jesuitas. «Eso no -gritó el demócrata Ruiz Pons-; a los jesuitas, prohibirles que enseñen.» «Y además -continuó Aguirre- perdería la nación el patronato, y las regalías, y todas esas grandes leyes que enfrenan los abusos del clero.» Y, en efecto, ¿cómo ha de ser compatible la libertad de cultos con el regalismo? De aquí que los antiguos canonistas no pudieran oír hablar de ella con paciencia. Adiós monopolio, adiós inspecciones de bulas, adiós Agencia de Preces. ¡Qué río Pactolo se iba a perder la nación y cómo vendrían a enmudecer todos los ruiseñores febronianos y pereiristas, los Alonsos, Aguirres, Montero Ríos y tutti quanti! Enseñar el regalismo vale hoy tanto como enseñar alquimia después del advenimiento de Lavoisier, o astrología judiciaria después de Laplace. No es de maravillar el terror pánico de Aguirre ante la idea de que el librecultismo iba a dejar cesante su sabiduría canónica, porque o no habría en lo futuro canonistas o éstos serían forzosamente ultramontanos.

    La discusión andaba por los suelos. Un Sr. Godínez de Paz, que ciertamente no era ningún águila, tuvo el mal gusto de llamar a boca llena ignorante, estúpido y de malas costumbres al clero católico. Semejantes profundidades dieron pie a una elocuente y franca respuesta de Moreno Nieto, que inauguró con honra aquel día su carrera política, menos ecléctico entonces que en el resto de ella.

    Defensores de la unidad religiosa sin cortapisas ni limitación fuéronlo en aquella asamblea Jaén, Ríos Rosas y Nocedal. El discurso del primero, diputado por Navarra, que no era filósofo, ni canonista, ni orador, ni político de profesión, sino español [877] a las derechas, católico práctico y sincero y hombre sencillo y bueno, fue un acto de fe ardentísima, de valor personal a toda prueba y de integridad moral, limpia como el oro. Parecía la voz de la antigua España levantándose en medio de un club de sofistas entecos. La voz de aquel diputado navarro, rudo como montañés y candoroso como un niño, carácter rústico y primitivo, especie de almogávar parlamentario, liberal hasta el republicanismo, liberal hasta la anarquía (2845) y capaz al mismo tiempo de ir al martirio y a la hoguera por la confesión de su fe católica, sonaba vibrante y solemne como voz de campana, que llama unas veces a la oración, y otras, a la defensa armada de los paternos hogares. ¡Qué discurso para pronunciarlo delante de un congreso volteriano! «Cuando oigo misa, cuando me acerco a los pies del confesor, que es mi médico espiritual..., vuelvo siempre con la alegría y la calma en el corazón, resignado y fuerte para todas las tribulaciones de la vida, y por eso voy con celo, con fe y con ansia de esa dicha a recibir el cordero inmaculado, que llena mi alma de felicidad.» Y quién tal decía no era un monje, ni un beato, ni un tartufe que hiciera vil y sacrílega granjería de las apariencias del culto, sino un hijo de la revolución, un hombre del pueblo municipalista y demócrata, a quien la misma monarquía estorbaba.

    Ese mismo carácter singularísimo de verdadero representante popular prestaba autoridad inmensa a sus palabras cuando, apostrofando a los librecultistas, decía: «¿A quién representáis vosotros? A una porción mínima, microscópica, del pueblo español, a un centenar de delirantes que bullen en una u otra ciudad populosa, y que no conocen el país en que viven, ni su historia, ni sienten palpitar su alma al recuerdo de las hazañas inmortales, a que en esta nación ha dado origen la unidad del sentimiento religioso... La voluntad de la nación es la mía, y sería yo indigno de sentarme aquí, indigno de representar a mis comitentes, que todos, absolutamente todos, opinan como yo, si yo hubiera hablado de otra manera.» La nación no desmintió a Jaén, y de todos los ámbitos de la Península festejaron su discurso plácemes espontáneos y sin número.

    De Ríos Rosas no podía esperarse tal ardor de fe ni tan encendidas protestas de catolicismo. El tempestuoso tribuno había navegado demasiado en las turbias aguas eclécticas y su discurso tenía que resentirse de cierta vaguedad calculada, a pesar de la franqueza con que abordó de frente la cuestión política, oponiendo principios orgánicos a principios disolventes, y la voz de los siglos al grito de las pasiones contemporáneas. «La religión de un pueblo -decía- es la sangre de sus carnes, la medula de sus huesos, el espíritu de su cuerpo... Aun los incrédulos, los tibios en la fe, los impíos y los ateos, la obedecen [878] con la voluntad aun cuando la nieguen con el entendimiento.»

    «Señores -continuó Ríos Rosas-, no me haré cargo de los argumentos llamados industriales que se hacen en favor de la tolerancia en un país al cual no emigran los irlandeses ni ricos ni pobres, al cual no emigran los americanos españoles ni pobres ni ricos y en que hay tantas, tan grandes, tan tristes y tan absurdas causas para que no se desarrolle nada y para que los extranjeros nos miren con horror y odio. Cuando tengamos paz, cuando tengamos justicia, cuando tengamos gobierno, entonces vendrán los capitales extranjeros. ¡Libertad de cultos! El culto de la libertad, el culto del derecho, el culto de la justicia, es lo que puede restituirnos nuestra pasada grandeza.»

    «No se quiere la libertad de cultos para aumentar nuestra propiedad, sino para proteger la indiferencia religiosa», afirmó Nocedal, cuyo brillante discurso, el último de los que en aquella discusión se pronunciaron, fue, más que todo, una ferviente apología del catolicismo español.

    La base segunda se aprobó, al fin, por 200 votos contra 52, y contra el clamoreo desesperado de los pueblos, que, a despecho de los agentes de la autoridad y de los decretos de las Cortes, proseguían enviando exposiciones con millares y millares de firmas. En muchas partes los peticionarios fueron entregados a los tribunales de justicia (2846).

    Con esto y con la exposición del rabino alemán Philipson a las Cortes, en nombre de los judíos descendientes de los que salieron de España, documento que conmovió todas las fibras patrióticas de los legisladores, y con aquella homérica risa de los constituyentes cuando el Sr. Nocedal tuvo el nunca bien execrado atrevimiento de nombrar a Dios todopoderoso, y con el chaparrón de proposiciones semiprotestantes de un Sr. Batllés, pidiendo la ruptura del concordato, la supresión de fiestas y el matrimonio civil, acabó de completarse el universal descrédito de aquellas Cortes reformadoras, clavadas para mientras dure la lengua castellana, en la eterna picota de El Padre Cobos.

- VII -
Retención del «Syllabus». -Reconocimiento del reino de Italia y sucesos posteriores.

    Flor de una aurora fueron las bases constitucionales de 1855. La contrarrevolución de 1856 restableció la unidad religiosa (2847) y volvió a poner en rigor el Concordato, pero no remedió los daños ni anuló los efectos de la desamortización comenzada. ¡Siempre la misma historia! Los progresistas, especie de vanguardia [879] apaleadora y gritadora, decretan la venta o el despojo; los moderados o los unionistas acuden al mercado y se enriquecen con el botín, tras de lo cual derriban a los progresistas, desarman la Milicia Nacional y se declaran conservadores, hombres de orden, hijos sumisos de la Iglesia, etc., etc. El país los sufre por temor a nuevos motines, y lo hecho, hecho se queda; porque ¿quién va a lidiar contra hechos consumados? La hidrofobia clerical de los unos, nada duradero produciría si, después de harta y desfogada, no viniera en su ayuda la templanza organizadora de los otros.

    Por un convenio adicional al Concordato, estipulado por Ríos Rosas y el cardenal Antonelli en 4 de abril de 1860, volvió a reconocerse, sin limitaciones ni reservas, el derecho de la Iglesia a adquirir, se derogó en todas sus partes la ley desamortizadora de 1 de mayo de 1855, se autorizó la conversión de los bienes de la Iglesia en títulos intransferibles del 3 por 100, se aplicó al sostenimiento del culto toda la renta de la Cruzada y prometió solemnemente nuestro Gobierno no estorbar en manera alguna la celebración de sínodo diocesanos (2848).

    Increíble parecerá que, aun después de estos solemnes tratados y, lo que es más singular, después de tanta trimurti y tanto sabeísmo como echaron por aquella boca los constituyentes de 1855, aun tengamos que contar hazañas regalistas que hubieran llenado de envidia a aquellos fiscales del siglo XVIII que llamaban a Carlos III nuestro amo. He aquí el fiel resumen de este anacrónico suceso.

    Era en diciembre de 1864. La santidad de Pío IX acababa de condenar en la encíclica Quanta Cura y en el Syllabus, o catálogo de proposiciones adjunto, los más señalados y capitales errores modernos, que ya habían sido reprobados antes, cada uno de por sí, en ocasiones diversas. No faltaba entre ellos -claro es- el liberalismo, y también contra el antiguo regalismo y cesarismo había proposiciones claras y explícitas. Tales son la 20, contra los que afirman «que la potestad eclesiástica no puede ejercer su autoridad sin permiso y asentimiento del gobierno civil»; la 28, contra los que creen «que no es lícito a los obispos publicar, sin anuencia del Gobierno, las letras apostólicas»; la 49, donde se enseña «que la autoridad civil no puede impedir la libre comunicación de los obispos o los fieles con el romano pontífice»; la 41, en que se precave a los católicos contra el yerro de los que sostienen «que compete a la potestad civil, aun cuando la ejerza un príncipe infiel, un poder indirecto, aunque negativo, sobre las cosas sagradas y eclesiásticas», y aun la 42 y la 44, dirigidas entrambas a evitar la intrusión de los poderes temporales en las cosas que miran a la religión, costumbres y gobierno espiritual. [880]

    Claro se ve que semejante declaración apostólica echaba por tierra, ipso facto el pase regio con todas sus consecuencias. De ahí que nuestros obispos, de igual modo que los restantes del orbe católico, no se considerasen obligados a semejante anacrónica formalidad, y comenzasen en el mes de enero de 1865 a hacer la publicación de la encíclica con ceremonias solemnísimas y a comentarla en sus pastorales, explicando a sus diocesanos el verdadero sentido de las cláusulas pontificias. La prensa liberal alzó contra ellos descompuesta gritería, pidiendo al Gobierno que los encausase, que los amordazase, que los desterrase. Entre ellos llevaba la voz el arzobispo de Valladolid, repitiendo con San Jerónimo: Non novi Vitalem, Meletium respuo, Ignoro Paulinum... Ego interim clamito: si quis Cathedrae Petri iungitur, meus est. «No conozco -añadía en su pastoral de 15 de enero- a los que lo someten todo, hasta la religión y la conciencia, a las apreciaciones y cálculos de la política, cualquiera que sea su nombre; miro con desdén a la revolución, por formidable y terrible que sea la actitud en que la veo colocarse... Nada temo a esos hombres que se dicen de ley (2849), y que sólo la invocan contra la religión y el libre ejercicio de sus sagrados derechos, teniéndola por letra muerta cuando se trata de reprimir a los que la insultan y escarnecen... En el siglo en que vivimos, y en que tan ilimitada libertad disfrutan la prensa, la tribuna y la cátedra, sería absurdo anacronismo e injusticia insigne guardar la represión, las trabas y las cadenas sólo para la Iglesia de Jesucristo... Almas innobles podrían exigirlo; pero únicamente es dado concederlo a los gobiernos poco estables y a los tronos que, faltos de firmes y sólidos cimientos y en alianza con la revolución, temen derrumbarse disgustándola.»

    ¡Altas y proféticas palabras, que antes de los cuatro años estaban cumplidas! ¡Qué fuerza no habría prestado la opinión católica a un gobierno moderado que hubiera tenido entonces el valor de abstenerse de un procedimiento anticuado, despótico, ilegal, hipócrita, que la revolución misma no solicitaba sino como medio indirecto de vejar y mortificar a la Iglesia y de arrastrar por consejos y chancillerías el prestigio de las palabras de eterna salud y vida emanadas de la Cátedra de San Pedro!

    Desdichadamente, el ministro de Gracia y Justicia, que lo era entonces D. Lorenzo Arrazola, católico en verdad, pero no inmune del virus regalista, como no lo estaba ninguno de los jurisconsultos nuestros que recibieron la calamitosa educación universitaria del siglo XVIII, envió el Syllabus el 17 de enero al Consejo de Estado, preguntando si procedía la retención o el pase, y, caso que se retuviera, en qué términos había de hacerse la suplicación a Roma. Item, cómo habían de aplicarse la pragmática de 1768 y los artículos correspondientes del Código penal al episcopado y al clero, que se habían dado prisa a publicar la encíclica. [881]

    Pero si nuestros jurisconsultos estaban todavía en la época de Campomanes, nuestros obispos no eran ya los que en el siglo XVIII solemnizaron con pastorales la expulsión de los jesuitas, ni los que presenciaron silenciosos o aquiescentes la elaboración del juicio imparcial, ni los que aplaudieron los decretos de Urquijo y propagaron la teología lugdunense. Otros eran los tiempos, y otro también el ladrido de los canes, vigilantes y no mudos. Al reto oficial del examen del Consejo del Estado respondió el obispo de Salamanca: «Nuestra resolución está tomada: antes obedecer a Dios que a los hombres.» Respondió el de Calahorra: «Los actos del pontífice, irresponsables por su naturaleza, deben correr por el mundo católico con la libertad que el mismo Dios concedió a su palabra; el intento de limitar esta acción soberana e independiente envuelve o una contradicción grosera o una agresión impía.» Respondió el de Cartagena: «En sabiendo que el papa ha hablado, no hay para los fieles otra luz más luminosa, ni otra regla más segura.» «Nunca hay peligro en obedecer al papa -dijo el de Pamplona-, el peligro y la calamidad están en no obedecerle.» «Cuando Dios habla, el hombre debe callar para no oír más que su voz», escribió el arzobispo de Santiago.

    Por el mismo estilo hablaron todos los restantes; mas, a pesar de tan unánime protesta, el Gobierno persistió en llevar la encíclica al Consejo de Estado, y en éste los pareceres se dividieron. Hubo un dictamen de la mayoría y otro de la minoría. El primero, mucho más radica1mente regalista que el segundo, en términos que el mismo Roda o el mismo Floridablanca le hubieran autorizado sin reparos, se atribuye generalmente, y creo que con razón, al Sr. D. Francisco de Cárdenas, hombre de vasto saber jurídico, autor de una excelente Historia de la propiedad territorial en España.

    Así la mayoría como la minoría partían del falso supuesto de que la encíclica y el Syllabus estaban, por su naturaleza y contenido, sujetos a las formalidades del Pase. Así la mayoría como la minoría opinaban que este pase fuese con la expresa cláusula de «sin perjuicio de los derechos, regalías y facultades de la Corona». La diferencia estaba sólo en que Cárdenas y los suyos llevaban el regalismo hasta querer mutilar el documento pontificio, reteniendo cuatro cláusulas enteras, y suplicando a Roma contra ellas, y admitiendo condicionalmente tan sólo todas las que se refieren a la intervención de la potestad civil en la promulgación de las leyes eclesiásticas, al derecho de la Iglesia para reprimir con penas temporales a los quebrantadores de estas leyes y a la obligación de obedecerlas cuando sean promulgadas sin asentimiento del soberano. Diferían además mayoría y minoría en la manera de apreciar la conducta de los obispos. Quería el primer dictamen que se les aplicase el artículo 145 del Código penal por haber contravenido a la pragmática de Carlos III de 1768, que se amonestase al nuncio si resultaba [882] cierto que había trasmitido directamente la encíclica a los prelados y que se manifestase a éstos el desagrado con que Su Majestad había visto la inconveniencia por ellos cometida. Y, atendiendo al escándalo inseparable de los procedimientos judiciales, podría Su Majestad hacer uso del derecho de amnistía y entregar al olvido las faltas cometidas. La minoría, opinando que no había méritos para proceder contra los obispos y el clero, se contentaba con recordarles la pragmática de 1768 e indicar al cardenal secretario de Estado, por medio de nuestro embajador en Roma, cuán conveniente habría sido que la corte pontificia hubiese dado directa y oportunamente noticia del Syllabus al Gobierno español. En suma, toda la diferencia consistía en llamar los unos inconveniencia lo que a los otros les parecía poco conveniente.

    Arrazola se conformó con el voto de la minoría más bien que con el de la mayoría, y en 6 de marzo autorizó por real decreto el pase de la encíclica Quanta cura y del Syllabus, que, traducidos íntegramente, se insertaron el mismo día en la Gaceta, precedidos de unos considerandos eclécticos en que se daba un poco de razón a todo el mundo. Para en adelante, prometía el Gobierno armonizar el derecho del placitum regium con la libertad de la prensa y con los derechos de la Santa Sede, procediendo de acuerdo con ésta. Por de pronto volvía solemnemente a declararse en vigor la pragmática de 1768 y las demás leyes del reino concernientes a la publicación de bulas, breves y rescriptos pontificios.

    A los quince días, el cardenal Puente, arzobispo de Burgos, y sus sufragáneos los obispos de Palencia, Vitoria, Santander, Calahorra y León acudieron a Su Majestad preguntando qué leyes del reino eran ésas, puesto que por el concordato debían entenderse derogadas todas las que estorbasen la plena libertad de la Iglesia y el ejercicio de su autoridad. Además promulgado ya el Syllabus, ¿cómo se podía enseñar, sin nota de error, que al Gobierno es lícito impedir la publicación de las letras apostólicas? En suma, el placet y la pragmática del 68 eran incompatibles con la encíclica. Y, aun dando por supuesto el vigor legal de la pragmática, ¿qué tiene que ver las bulas y rescriptos pontificios de que ella habla con una bula puramente doctrinal y dogmática, en que el vicario de Jesucristo declara y define lo que sólo él puede declarar y definir? (2850)

    Si los moderados tienen sobre su conciencia el intolerable anacronismo de haber sacado a relucir por última vez la potestad [883] económica y tuitiva, que parecía va arrumbada para siempre en los libros de Salgado, Pereira, Cestari y demás almacenistas de regalías, sobre la Unión Liberal debe recaer exclusivamente el grave desdoro de haber sancionado en 1865 aquel monstruoso conjunto de iniquidades y usurpaciones, aquel triunfo de las artes maquiavélicas que llamamos reino de Italia. No se trataba, no, de aquella Italia una que vieron en sus sueños, resplandeciente de grandeza, de gloria y de hermosura, todos los grandes poetas, todos los artistas, todos los pensadores nacidos en aquella tierra privilegiada del genio y de las musas, desde Dante hasta Manzoni y César Balbo; no era la Italia papal y neogüelfa, no era siquiera la Italia gibelina, ni la que lidió las jornadas de Milán, ni la que sucumbió en los campos de Novara. No se trataba de sancionar victorias de la revolución armada en las calles, ni siquiera de rendir la frente ante el puñal carbonario. Todo esto tenía cierta especie de grandeza satánica, cierta odiosidad gigantesca, que hubiera sido valeroso y aun artístico arrostrar allá en otros tiempos, cuando la Santa Alianza estaba enfrente, cuando la férrea mano de Austria pesaba con entero aplomo sobre Milán y Venecia. El apoyo dado entonces a la revolución (en 1821 o en 1848 por ejemplo) hubiera podido paliarse con el generoso pretexto de la libertad de los pueblos o con la justa reparación de increíbles violaciones de la justicia. Pero el reino de Italia que veníamos nosotros a reconocer a última hora, obra no de leones, sino de vulpejas, no significaba ciertamente la liberación de Milán y de Venecia, no significaba la idea genuinamente italiana, no significaba tan sólo el despojo tumultuario de príncipes más italianos que el príncipe alóbroge o cisalpino que venía a sustituirlos. Lo que significaba ante todo y sobre todo era la ruina temporal del Papado, que es lo más grande y lo más italiano de Italia; la secularización de Roma, de aquella Roma que para cabeza del gran cuerpo de su patria regenerada habían soñado todos los políticos italianos de otros tiempos. Y significaba otra cosa: el entronizamiento de la revolución sobre el despedazado Capitolio, la caída del poder más antiguo, más venerando entre todos los poderes legítimos y seculares de Europa, la justicia conculcada a los pies de la fuerza extranjera con bajas complacencias, alquilada para que fuera auxiliar o testigo mudo; el despojo sacrílego del patrimonio de la Iglesia, el menosprecio de sus rayos espirituales...; en una palabra, la victoria del racionalismo en el orden político. Y, reconocido y acatado esto, ¿qué trono podía contemplarse seguro? ¿Qué sociedad podía creerse fundada en sólido cimiento? ¿Qué valían títulos de razón ni prescripciones de derecho ante los cálculos tenaces de la ambición porfiada y avasalladora? ¡Oh cuán profético vaticinio el de Aparisi cuando, después de consumado por parte de España el reconocimiento, dirigía a la reina Isabel aquellas palabras shakespearianas, [884] tan prontamente cumplidas: «¡Adiós, mujer de York, reina de los tristes destinos...!»

    Contra el reconocimiento habló Aparisi con aquella su singular elocuencia, mezcla de pasión ardentísima, de melancolía nebulosa, de ternura infantil, de simpático pesimismo, de gracia valenciana y de vislumbres casi proféticas. Hablaron Seijas, Fernández, Espino y otros moderados. Habló, por último, Nocedal, con incisiva, vibrante y sarcástica elocuencia, preñada de temores y de amagos, rompiendo del todo con las tradiciones liberales, execrando el feo vicio del parlamentarismo, e invocando, como único refugio en la deshecha tempestad que se acercaba, los principios constitutivos de la vieja sociedad española, «vivos aún en esa inmensa masa de españoles que no pertenecen a partido ninguno, que no están representados en la mayoría ni en la minoría ni en los centros del Congreso, y que hacen de Dios y del rey una especie de culto reverente, con el cual se enlaza y entreteje el recuerdo de sus padres y el amor de sus hijos» (2851).

    «No hay que disimularlo -dijo Nocedal-; la Europa entera está, España también va estando ya, dividida en racionalistas y católicos. Cada cual tome su partido. Cualquiera otra cuestión, al lado de la que hoy preocupa los ánimos, sería pequeña, insignificante... La civilización moderna tiene hoy sobre sí un nublado grande, del cual no se sabe cómo saldrá; tiene abiertas sobre su cabeza todas las cataratas del cielo; tiene a sus pies abierto el cráter de todos los volcanes; porque hace tres siglos y medio que viene rebelde y en lucha contra el principio católico; porque ha traído el principio del libre examen a ser la base y el cimiento de todas las teorías hoy al uso; porque se comenzó por negar la autoridad de la Sede Apostólica, y se ha concluido por aplicarla a la revelación...; en suma, porque las libertades modernas han tenido la desventura de enlazarse, de casarse, muchas veces acaso sin querer, con el principio anticatólico.»

    La Unión Liberal en masa, a pesar de sus antiguas declaraciones, a pesar de lo que había estampado alguno de sus hombres en libro no fácilmente olvidable (2852), votó el reconocimiento, arrastrando a una buena parte de los moderados.

    Renovóse la cuestión al año siguiente de 1866 con motivo de la contestación al discurso regio. Nocedal presentó y apoyó una enmienda manifestando «la honda pena y patente amargura que había causado en la nación el reconocimiento de un poder calificado de nefario por la Santa Sede.»

    Tan vigorosa protesta no sirvió de otro efecto inmediato que de dar ocasión a un bizarrísimo discurso del Sr. Nocedal en la sesión de 21 de febrero de 1866, discurso cuya valentía pareció [885] temeraria a los no avezados a arrostrar con frente serena los huracanes de la impopularidad. Llamó vandalismo y piratería a la unidad italiana, gobiernos abyectos a los que la habían reconocido, y añadió: «Actos como éstos han de traer sobre Europa un castigo justo, providencial, que, en mi concepto, no se hará esperar mucho, porque no se retarda largo tiempo la acción de la justicia sobre las transgresiones de las leyes divinas y humanas.»

    ¿Y qué razones se habían invocado en pro del reconocimiento? Los intereses permanentes de España. «Lo que exigen los intereses permanentes de España -respondió Nocedal- es que España sea el paladín constante y acérrimo del catolicismo y de la Santa Sede... Desconocer esto, es desconocer el porvenir que nos señala la Providencia, es renunciar a nuestros futuros destinos, que pueden ser grandes, aunque hoy sean pequeños, y, sobre todo, es renunciar clara, visible y notoriamente a todo lo grande que nos ha legado nuestra historia, al nombre que nos dejaron nuestros padres, a nuestras tradiciones, a todo lo que de nosotros exigen la historia y la raza.»

    Este funesto divorcio, acabó por hundir el trono de D.ª Isabel. No parece sino que aquella monarquía, condenada fatalmente desde su mismo origen a ser revolucionaria, caminaba cada día con ímpetu más ciego y desapoderado a su ruina. Ciento setenta y nueve votos contra siete rechazaron aquella enmienda, y entre los que así sancionaban por segunda vez el triunfo de la fuerza sobre el derecho, de la revolución sobre la Iglesia, estaban casi todos los que hoy llaman conservadores liberales. Y en tanto que así, hiriendo sistemáticamente el sentimiento católico el sentimiento nacional y el sentimiento de la justicia, se ahuyentaba del lado del trono a todos los elementos que en otra ocasión hubieran sido su mejor defensa, por donde venía a cobrar nueva vida y se aparejaba a nueva y próxima resistencia armada aquel inmenso partido que tantas veces habían declarado los liberales vencido y muerto (2853), proseguía desatándose el espíritu revolucionario en la prensa, en la cátedra, en la tribuna, levantando ya francamente bandera antidinástica los progresistas y bandera antimonárquica los demócratas. Estos no habían perdido el tiempo desde 1854. Pi y Margall, popularizando las ideas proudhonianas y el sistema federativo; Sixto Cámara, propagandista vulgar y pedantesco, pero activo y fanático; Rivero [886] (D. Nicolás María), en quien con intermitencias y dejadeces meridionales centelleaba un entendimiento claro y sintético, a quien faltó cultura y reposo mucho más que facilidad para asimilárselo todo y lucidez para exponerlo; Castelar, que hizo a su lado las primeras armas en La Discusión, y que luego pasó a La Democracia; García Ruiz, director de El Pueblo... éstos y otros más oscuros publicistas, entre ellos algunos catalanes, diversos todos en origen político, en estudios y aficiones, separados hondamente en cuestiones de organización social, individualistas los unos, socialistas los otros, quienes federales, quienes unitarios, pero menos divididos entonces que lo estuvieron el día del triunfo, propagaban en la prensa ese radicalismo político que cuenta entre sus principios esenciales la ilimitada libertad de imprenta y la absoluta libertad de cultos, ya que no la separación de la Iglesia y del Estado. Varios motines republicanos o socialistas, a contar del de Loja de 1 de julio de 1861 (2854), hicieron abrir los ojos a muchos sobre las fuerzas que iba allegando ese partido juzgado antes banda de ilusos. Ya las ideas no se quedaban en las cátedras de la universidad, ni en las columnas de La Discusión, ni en las reuniones de la Bolsa. De allí salían, gracias a la punible tolerancia y a la sistemática corrupción electoral de los gobernantes unionistas, a cargar las bocamartas de los contrabandistas andaluces y a ensangrentar el brazo de los sargentos del cuartel de San Gil en 1866. Aquel movimiento abortó; pero desde el momento en que los unionistas arrojados del Poder pusieron sus rencores al servicio de la coalición progresista-democrática, el triunfo de la revolución fue inevitable.

    En vano quiso detenerla el último Gobierno moderado con providencias de represión y aun de reacción, acudiendo sobre todo a detener y restañar las cenagosas aguas de la enseñanza separando de las cátedras a los profesores manifiestamente anticatólicos, estableciendo escuelas parroquiales, dando al elemento eclesiástico entrada e influjo en el Consejo de la Instrucción Pública y en la inspección de las universidades. Fue honra del ministro de Fomento, director de la Instrucción Pública antes, don Severo Catalina, ornamento grande del profesorado español y de las letras castellanas, aquella serie de 23 decretos, que hubieran podido curar las mayores llagas de nuestra instrucción superior si hubiesen llegado ocho o diez años antes. Cuando aparecieron aquellos decretos y aquellos elocuentes preámbulos, todo era tardío e ineficaz. La monarquía estaba moralmente muerta. Se había divorciado del pueblo católico y tenía enfrente a la revolución, que ya no pactaba ni transigía. En la hora del peligro extremo, apenas encontró defensores, y el pueblo católico le vio caer con indiferencia y sin lástima. Y aquí conviene recordar otra vez aquellas palabras de Shakespeare, traídas tan a cuento por Aparisi: «Adiós, mujer de York, reina de los tristes destinos...» Y en verdad que no hay otro más triste que el de [887] aquella infeliz señora, rica más que ningún otro poderoso de la tierra en cosechar ingratitudes, nacida con alma de reina española y católica y condenada en la historia a marcar con su nombre aquel período afrentoso de secularización de España, que comienza con el degüello de los frailes y acaba con el reconocimiento del despojo del patrimonio de San Pedro.


Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro Octavo
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