Capítulo II
Esfuerzos de la propaganda protestante durante el reinado de D.ª Isabel. II. -Otros casos de heterodoxia sectaria.
I. Viaje de Jorge Borrow en tiempo de la guerra civil. -II. Misión metodista del Dr. Rule. Otros propagandistas: James Thompson, Parker, etc. -III. D. Juan Calderón, Montsalvatge, Lucena y otros protestantes españoles. -IV. Un cuáquero español: D. Luis Usoz y Río. -V. Propaganda protestante en Andalucía. Matamoros. -VI. Otras heterodoxias aisladas: alumbrados de Tarragona; adversarios del dogma de la Inmaculada; Aguayo; su carta a los presbíteros españoles.
- I -
Viaje de Jorge Borrow en tiempo de la guerra civil.
Aprovechándose de las alteraciones políticas narradas en los capítulos anteriores y de la tolerancia religiosa que, si no de derecho, a lo menos de hecho, dominó en España desde 1834 a 1839, desde 1840 al 1843 y desde 1854 a 1856, gastaron las sociedades bíblicas muchos esfuerzos y grandísima cantidad de dineros en vulgarizar las Sagradas Escrituras en romance y sin notas y extenderlas hasta los últimos rincones de la Península (2855).
El primer emisario de tales sociedades que apareció en España fue un cuáquero llamado Jorge Borrow, personaje estrafalario y de pocas letras, tan sencillo, crédulo y candoroso como los que salen con la escala a recibir a los Santos Reyes. Borrow ha escrito su viaje por España, disparatado y graciosísimo libro, del cual pudiéramos decir como de Tirante el Blanco, que es tesoro de recreación y mina de pasatiempos; libro, en suma, capaz de producir inextinguible risa en el más hipocondriaco leyente. [888]
Comisionado Borrow por una de las sociedades bíblicas de Londres, llegó a Lisboa en 11 de noviembre de 1835. Desde la caída de D. Miguel y el triunfo de los constitucionales, la venta de Biblias estaba tolerada en Portugal. Borrow visitó varias escuelas, dirigiendo a maestros y discípulos impertinentísimas preguntas. En Evora solía sentarse junto a una fuente, en compañía de su protector, D. Jerónimo de Azueto, y allí hablaba de cuestiones bíblicas a los chiquillos o les repartía Nuevos Testamentos de los de Juan Ferreira de Almeida.
En Badajoz se juntó con unos gitanos (sin duda por amor al color local), y en su compañía llegó a Madrid montado en un borrico. Por el camino aprendió el caló, catequizó a algunos de la cuadrilla y empezó a traducir a la jerga que ellos hablaban el Nuevo Testamento. Ni siquiera llegó a enterarse de las inauditas burlas que le hicieron los gitanos durante el viaje. En Talavera, uno de ellos se hizo pasar por judío con nombre de Abarbanel, y le persuadió mil portentosas mentiras de tesoros ocultos, del gran número de judíos disimulados que había en España, de las misteriosas reuniones que celebraban y del grande y temible poder que ejercían en la Iglesia y en el Estado.
Pertrechado con tan verídicas relaciones, se instaló Borrow en una posada de gitanos de la calle de la Zarza y empezó sus trabajos evangélicos. El embajador inglés le dio una carta para Mendizábal, que estaba entonces en el Poder, y que por enemigo de los frailes se creyó que ampararía la empresa. Pero Mendizábal, como buen hijo del siglo XVIII, se echó a reír del pobre Borrow; habló de la Sociedad Bíblica en términos de desprecio, y dijo que no quería atraerse todavía más que hasta entonces la animadversión del clero, y que, si algo habían de traer los ingleses, valía más que no fuesen Biblias, sino pólvora y dinero para guerrear contra los carlistas.
Por entonces perdió las esperanzas el emisario inglés; pero, caído al poco tiempo Mendizábal, entraron a sucederle Istúriz y Galiano, que tampoco dieron a D. Jorge más que buenas palabras, acabando por remitirle al ministro de la Gobernación, duque de Rivas, y éste a su secretario Oliván, que, por decirlo así, aunque sea con frase vulgar, tomó el pelo a Borrow, asegurándole un día y otro que tendría mucho gusto en servirle, pero que se lo impedían los cánones del concilio de Trento.
Vino después el motín de La Granja, y, decidido Borrow a tentar fortuna, hizo un viaje a Sevilla y Cádiz, donde ya circulaban Nuevos Testamentos de edición de Londres, introducidos de contrabando por Gibraltar.
De vuelta a Madrid imprimió un Nuevo Testamento de la versión del P. Scío en la oficina tipográfica de D. Andrés Borrego, propiedad de El Español (2856). Los tiempos eran de revolución; [889] los gobernantes, progresistas; los motines y asonadas, diarios, y nadie se inquietaba por Biblias con notas ni sin ellas. Así es que Borrow no encontró obstáculo para poner su edición a la venta en todas las librerías de Madrid, y con los ejemplares sobrantes, determinó hacer propaganda en las provincias del Norte.
Dicho y hecho. Sin más compañía que un criado, griego de nación, porque Borrow tenía siempre la habilidad de tropezar con los aventureros más estrambóticos, fuese a Salamanca en su acostumbrada cabalgadura, depositó ejemplares en poder del librero Blanco y tiró anuncios y prospectos como enviado de la Sociedad Bíblica. Otro tanto hizo en Valladolid, Palencia y León, aunque en esta última ciudad hubo de costarle una denuncia el tráfico evangélico. Tampoco logró gran propaganda entre los maragatos de Astorga. En el Bierzo predicó bastante, y con dudoso fruto. En Lugo vendió buen número de Testamentos y en La Coruña estableció un depósito de ellos. Ayudóle mucho un librero de Santiago llamado Rey Romero, gran liberal, y perseguido por ello en la reacción de 1824. Ya ciertos gallegos emigrados, entre ellos algunos marineros de El Padrón, habían traído a su casa opiniones heterodoxas, según Borrow cuenta. El cual, prosiguiendo su viaje por Pontevedra y Vigo, llegó hasta el cabo de Finisterre, no sin tener en Corcubión larga y sabrosa plática con un alcalde aficionado a Bentham.
De vuelta a La Coruña, encaminóse por El Ferrol, Vivero y Ribadeo a Asturias. En Oviedo encargó de la venta de los Testamentos al librero Longoria. Por Villaviciosa, Ribadesella y Llanes vino a Santander, donde, encontrándose ya sin Testamentos, prometió a un librero, que no nombra, enviárselos desde Madrid.
Estos viajes le ocuparon la mayor parte del año 37. Restituido a la corte, abrió en la calle del Príncipe una librería con rótulo de Despacho de la Sociedad Bíblica y extranjera Bíblica y extranjera,tomó de superintendente a un gallego. Pepe Calzado, y para llamar la atención, imprimió prospectos de colores. Todo a ciencia y paciencia del Gobierno.
1833 imprimió el evangelio de San Lucas, traducido al caló por él mismo, y al vascuence por el médico Oteiza. Al cabo, el Ministerio del conde de Ofalia cayó en la cuenta, le prohibió vender sus libros, le mandó quitar el rótulo de la tienda y acabó por encarcelarle, soltándole a los pocos días por mediación del embajador británico. El Evangelio en caló, por lo extravagante del caso, se vendió grandemente, y algunos ejemplares lograron [890] altos precios, especulando con ellos los mismos agentes de orden público encargados del embargo.
Libre Borrow de la cárcel de villa, donde había sido compañero del famoso ladrón Candelas, tornó a montar en su jumento y emprendió otra heroica peregrinación por Villaseca y pueblos de la Sagra de Toledo, llevando a guisa de escudero a un tal López, marido de su patrona. Parece que allí causó bastantes desastres y aun introdujo sus libros como de lectura en la escuela pública de Villaseca. Tampoco se muestra descontento de la acogida que tuvo en Aranjuez y en algunas partes de la provincia de Segovia. No así en la de Ávila, donde el alcalde de cierto lugarejo echó el guante al escudero López, y se le hubiera echado al mismo Borrow a no ser por su cualidad de súbdito británico.
Hizo en seguida un viaje de algunos meses a Inglaterra, pero a fines de diciembre de 1838 ya le volvemos a encontrar en España. En Sevilla supo que el Gobierno había decretado el embargo de su mercancía evangélica y que los ejemplares se hallaban en poder del gobernador eclesiástico, con quien tuvo, sin resultado, una entrevista. Otro tanto le aconteció en Toledo. Pero nada bastaba a desalentarle. Seguido por su fiel López, volvió a emprender sus expediciones de caballero andante de la Biblia por Cobeña, Carabanchel, etc., hasta que López tropezó con la cárcel de Fuente La Higuera.
El Gobierno, asediado por las justas quejas del clero contra esta activa propaganda rural, envió circulares a todos los alcaldes de Castilla la Nueva para que procediesen al embargo de cuantos ejemplares toparan. Borrow limitó desde entonces su propaganda a Madrid, auxiliado eficacísimamente por Usoz (2857) y por un eclesiástico, cuyo nombre calla. Sus agentes, entre ellos cinco mujeres, comenzaron a ofrecer de casa en casa Testamentos y luego Biblias cuando llegó una remesa de Barcelona, en cuya ciudad trabajaba otro propagandista, llamado Graydon. Algunos curas llegaron a explicar el Evangelio a los niños valiéndose de ejemplares de los impresos por Borrow. En Sevilla contribuyeron a difundirlos un librero, griego de nación, llamado Dyonisios; otro griego, Juan Crisóstomo, y un maestro de música. De Sevilla pasó Borrow a Sanlúcar y a Cádiz. El libro termina con la relación de su estancia en Marruecos.
Todo esto y mucho más puede leerse en el extravagantísimo libro de Borrow La Biblia en España (2858), juntamente con mil aventuras [891] grotescas y especies y juicios singulares acerca de nuestras costumbres; indico todo ello de la sandia simplicidad y escasa cultura del autor, que le hacían creer por verdaderos los mayores y menos concertados dislates. En la lengua vulgar de los gitanos llegó a ser consumado, y de sus costumbres y modo de vivir escribió cosas de harta curiosidad, aunque sin ningún espíritu ni propósito científico.
- II -
Misión metodista del Dr. Rule. -Otros propagandistas: James Thompson, Parker, etc.
Casi al mismo tiempo que Borrow comenzó desde Gibraltar sus trabajos por encargo de la Sociedad Wesleyana, un misionero metodista llamado William H. Rule, cuyas Memorias andan impresas y no van en zaga al tratado de La Biblia en España (2859), Rule era un fanático de igual o mejor buena fe que el historiador de los gitanos, y su libro merece entero crédito en las cosas que le son personales.
El metodismo se había empezado a desarrollar entre la guarnición inglesa de Gibraltar desde 1792, a despecho de las persecuciones con que el poder militar, fiel servidor de la iglesia anglicana, quiso atajar los progresos de aquella secta disidente, mucho más moral que dogmática. Extinguirla fue imposible, y ya en 1804 hubo que transigir y autorizar el establecimiento de una conferencia, dirigida por el Rvdo. James M'Mullen, que asistió heroicamente a los apestados de la fiebre amarilla, azote de los puertos de Andalucía en los primeros años de este siglo. A Mullen sucedieron el Rvdo. William Griffith y el reverendo T. Davis, en cuyo tiempo la conferencia gibraltareña alcanzó honores de misión, y creció en número de fieles, soldados ingleses los más. Sabido es que la mayoría de la población pertenece en Gibraltar al culto católico, y que de los quince mil habitantes de aquella roca arrebatada a España, sólo tres millares escasos están afiliados en otros cultos, siendo todavía mayor el número de judíos que el de protestantes. Entre éstos logran ventaja los metodistas, como secta popular, caritativa, nada teológica y acomodada a los gustos y entendimiento de gente ruda y de humilde condición, como suelen ser soldados y marineros. En torno suyo se agita, hablando cierta lengua franca, un pueblo mixto y nada ejemplar, de contrabandistas y refugiados españoles, de judíos, moros y renegados, materia dispuesta para recibir la semilla evangélica cuando el hambre les impulsa a ello. La población indígena y no trashumante es fervorosamente católica, habla el castellano, y hasta muy entrado este siglo se ha comunicado muy poco con los ingleses, que viven allí como en un [892] campo atrincherado. El celo metodista creó, desde 1824 una misión española, dirigida por M. William Barber, que aprendió con grandes fatigas nuestra lengua, pero no llegó a convertir a nadie. La misión había venido muy a menos, o, por mejor decir, estaba casi muerta, cuando en febrero de 1832 el Comité de la Sociedad Wesleyana envió a Rule para que se pusiera al frente de ella. Rule dominó en poco tiempo el castellano, fundó una escuela pública y gratuita de niños, dio unas lecciones contra el Papado y logró alarmar a la población católica, que dirigida por el vicario fundó en noviembre de 1835 escuelas ortodoxas, bajo los auspicios de la Congregación De Propaganda Fide, para evitar el tráfico escandaloso que los protestantes comenzaban a hacer con la miseria so pretexto de la limosna de la enseñanza.
Rule, incansable en su propaganda y ampliamente favorecido con los auxilios pecuniarios de sus hermanos, tradujo en verso castellano, con ayuda de algún apóstata español no ayuno de letras humanas, los himnos de los metodistas, y, dirigiendo sus miradas más allá del estrecho recinto de los muros de Gibraltar, y aprovechándose de la libertad de imprenta, reinante de hecho en España desde 1834, comenzó a cargar a los contrabandistas españoles de opúsculos y hojas de propaganda para que las fuesen introduciendo y repartiendo por Andalucía. Tales fueron el Prospecto de las lecciones sobre el Papado, dos catecismos, el Ensayo de Bogue sobre el Nuevo Testamento, una Apología de la iglesia protestante metodista (1839), los Pensamientos de Nevins sobre el Pontificado (1839), las Observaciones de Gurney sobre el sábado, las Contrariedades entre el romanismo y la Sagrada Escritura (1840), la Carta sobre tolerancia religiosa y abusos de Roma, de Home (1840), la Refutación de las calumnias contra los metodistas (1841), el Andrés Dunn (1842), especie de novela, en que un campesino irlandés reniega de la fe de sus mayores; el Cristianismo restaurado (1842) y otros papelejos no menos venenosos, traducidos todos o arreglados y revisados por Rule e impresos a costa de la Américan Religious Tract Society, que es la que ha infestado a España con este género de literatura.
Las novedades políticas de España infundieron a Rule grandes esperanzas de obtener copiosa mies evangélica si se determinaba a venir en persona a España. Algunos forajidos españoles, que por modus vivendi se declaraban protestantes, como hubieran podido declararse saduceos o musulmanes, le hicieron creer que medio pueblo le seguiría y se convertiría a la fe de Wesley si un predicador como él acertaba a presentarse en España en aquella favorable ocasión en que ardían los conventos y se cazaba a los frailes como fieras. No conocía Rule la tierra que pisaba, pero mi lector sí la conoce, y habrá adivinado ya que el piadoso metodista se volvió a Gibraltar triste, descorazonado y con algunos dineros de menos, bien persuadido de que los [893] pronunciamientos son una cosa y otra muy distinta las misiones y que los que hacen los primeros no suelen ser buen elemento para las segundas. Repartió, sí, gran número de Biblias y folletos; se las dio en comisión a varios libreros de Cádiz, Sevilla y Madrid; trabó disputas con clérigos españoles sobre la inteligencia de los sagrados Libros; buscó el conocimiento y trato del obispo Torres Amat y del P. La Canal (2860), y a esto se redujo todo. De vuelta a Gibraltar publicó, traducidos del griego y anotados, los Cuatro evangelios (1841) e intentó establecer una misión en el Campo de San Roque. El alcalde, cumpliendo su deber, le echó mano, y no lo hubiera pasado del todo bien el temerario propagandista si no se le ocurre implorar la protección del famoso obispo electo de Toledo, D. Pedro González Vallejo, presidente en aquellos días del estamento de próceres.
En 1836, Rule aparece de nuevo trabajando clandestinamente en Cádiz con ayuda del jefe político Urquinaona, anticatólico furibundo con puntas de canonista, autor del descompuesto libelo España bajo el poder arbitrario de la Congregación Apostólica. De Cádiz pasó el ministro metodista a Málaga, Granada y Loja, distribuyendo Biblias y aprendiendo la tierra y el estado moral de las gentes, que le dio poca esperanza de conversión. Sólo alguno que otro cura mujeriego y embarraganado le pareció materia dispuesta para convertirse de piedra en hijo de Abrahán cuando le llegase el día. Llevó a Cádiz un maestro de escuela metodista, le hizo predicar en el muelle a los marineros, enganchó a tres o cuatro raquerillos de la playa para que fueran a oír la lectura de la Biblia y a aprender a escribir en la escuela evangélica, y con estos elementos dio por organizada la misión de Cádiz, el primer establecimiento protestante de la Península. Las autoridades de aquel puerto le protegían a banderas desplegadas, y el escándalo continuó hasta la llegada del gobernador militar, conde de Clonard, que mandó cerrar la escuela en 28 de enero de 1838. Rule acudió al Gobierno por el intermedio del embajador británico, lord Clarendon, y la misión se restableció a los pocos meses con una escuela de niños y otra de niñas, y, lo que es más, con predicaciones y servicio divino los domingos; que tal fue la unidad religiosa en España antes de la Constitución de 1845. Comenzaron a pagarse las apostasías, y en 26 de marzo de 1839 ingresaron los dos primeros neófitos en la iglesia protestante: una niña de las educadas en la escuela y su madre. Hubo, al fin, un alcalde de Cádiz que se decidió a intervenir y a suspender la escuela mientras de Madrid no llegasen órdenes terminantes autorizando su continuación (7 de abril de 1839). Rule se negó a obedecer, pretextando que las reuniones y conventículos [894] eran en su casa, a puerta cerrada, y que todo allanamiento de domicilio estaba vedado por la ley constitucional. El Gobierno moderado de entonces dio la razón al alcalde, prohibiendo a M. Rule fundar, bajo cualquier pretexto, establecimientos de primera enseñanza o colegios de humanidades, ni celebrar en su casa meetings, conferencias o predicaciones encaminadas a difundir doctrinas contrarias a la unidad religiosa, primera ley del reino. El fanático metodista puso el grito en el cielo, escribió a Inglaterra, quiso provocar una intervención, pero nadie le hizo caso. Lejos de eso, lord Palmerston hizo entender a Rule y a los demás propagandistas, por medio del cónsul de su nación en Cádiz, que, si se obstinaba en atacar facciosamente la religión católica de España distribuyendo libros o predicando, el Gobierno británico no los protegería en ningún modo ni respondería de las consecuencias a que su temeridad los arrastrase abusando de su calidad de extranjeros. Y, en efecto, un agente de la Sociedad Metodista fue expulsado al poco tiempo de Cádiz, y preso otro agente en Algeciras y llevado a bayonetazos hasta las líneas de Gibraltar, sin que el ministro inglés se tomara el trabajo de defenderlos.
¡Gobierno seudoprotestante, hijo de la impía Babilonia!, dijo para sus adentros Rule, y prosiguió oscura y disimuladamente sus maquinaciones sectarias, hasta que el pronunciamiento de septiembre de 1840, y la regencia de Espartero, y los proyectos separatistas y cuasi-anglicanos de Alonso vinieron a llenarle de jubilosas esperanzas. Entonces acudió a las Cortes pidiendo la libertad de cultos, y, más o menos al descubierto, dirigió, desde su cuartel general de Gibraltar, los hilos de toda conspiración protestante, hasta la de Matamoros inclusive (2861). [895]
En 1845 apareció en Madrid otro agente de las sociedades bíblicas llamado James Thompson, bajo cuyos auspicios se fundó, antes de 1854, la Sociedad Evangélica Española de Edimburgo, que tuvo por órgano un periódico, dirigido por lady Pedie, fanática presbiteriana, con el título de Spanish Evangelical Record. Casi al mismo tiempo (1852), Tomás Parker, de Londres, traductor del libro de Los protestantes, de Adolfo de Castro, comenzó a imprimir y repartir con profusión por Cádiz y los puertos del Mediterránea un periodiquillo protestante, o más bien serie de folletos en lengua castellana, con el título general de El Alba.
El Gobierno progresista del bienio no puso reparo alguno a esta propaganda, que era mayor en los cuarteles de la Milicia Nacional. En Sevilla, un ministro metodista, D. Andrés Fritz, comenzó a celebrar conventículos religiosos, que nunca llegaban a veinte personas, en su casa. El dueño de la casa le intimó que las suspendiera si no quería desalojarla. Impreso anda en El Clamor Público y otros periódicos de entonces un comunicado del ministro inglés lord Howden denunciando esto como un acto de persecución y fanatismo.
- III -
Don Juan Calderón, Montsalvatge, Lucena y otros protestantes españoles.
Fuera de Blanco White y de Usoz, el único protestante español digno de memoria entre los de este siglo, y no ciertamente por lo original y peregrino de su errores religiosos, sino por la importancia que le dieron sus méritos de filólogo humanista y la docta pureza con que manejaba la lengua castellana, es don Juan Calderón (2862), apóstata de la Orden de San Francisco. [896]
Calderón era manchego, nacido en Villafranca, pueblecillo inmediato a Alcázar de San Juan, donde su Padre era médico, en 19 de abril de 1791. El 19 de abril de 1806 entró en el convento de religiosos observantes de San Francisco, de Alcázar. Desde sus primeros años de noviciado, o a lo menos desde que estudió filosofía, se hizo incrédulo por el trato con otros frailes de su Orden, que lo eran también, contagiados por las lecturas enciclopedistas. Al principio creyó en la divinidad de Jesucristo; luego se redujo a la ley natural y al deísmo, y, finalmente, paró en el ateísmo. Señalado como liberal y catedrático de constitución en los años del 1820 al 1823, tuvo que emigrar a Bayona, donde la curiosidad o el hambre le llevaron a una capilla protestante, en que predicaba M. Pyt, enviado de la Sociedad Continental de Londres, que le proporcionó una Biblia sin notas juntamente con los libros de Erskine, Chalmers, Haldane y otros apologistas. Entonces se convirtió al protestantismo, Dios sabe con qué sinceridad. Del oficio de zapatero de señoras, que había adoptado para ganar el diario sustento, pasó al de maestro de castellano y al de laborante o agente de la Sociedad Continental, por cuya cuenta distribuyó Biblias, Nuevos Testamentos y hojas de propaganda entre los emigrados españoles. En 1829 fue a Londres, subvencionado por la misma Sociedad, comenzó a explicar el Evangelio a varios emigrados peninsulares en una capilla de Somers-Town que le prestaba todos los domingos un ministro anabaptista, llamado Carpenter. Al principio asistieron muchos de los quinientos o seiscientos refugiados españoles que había en aquel barrio, y, como liberales que eran oían de buen grado las invectivas de Calderón contra los frailes y curas de su tierra; pero, así que entró en la parte dogmática y comenzó a hablarles de la justificación por los solos méritos del Señor Jesús, comenzaron a aburrirse, y uno tras otro fueron desfilando, hasta quedar reducidos a doce o catorce. En 1830 estaba ya disuelta la congregación.
En 1842, durante la regencia de Espartero, vino Calderón a Madrid, titulándose profesor de Humanidades y Literatura Castellana, y, sin ser de nadie molestado, vivó algunos años haciendo propaganda más o menos secreta, pero con poco fruto. En 1845 se volvió a Burdeos con su mujer (ningún clérigo español de los que se hacen protestantes deja de tomarla), y el 46 a Londres, donde vivió pobre y oscuramente hasta el 28 de enero de 1854, mantenido sólo por las larguezas de Usoz, que le empleó como copista de manuscritos españoles en el Museo Británico para su colección de los antiguos reformistas españoles. Por más que Calderón acostumbrase predicar en una capilla anabaptista y por más que sus principales amistades fuesen con cuáqueros y ministros de las sectas más disidentes, no parece haberse afiliado [897] en ninguna iglesia determinada. Sus simpatías, en los últimos años parecieron inclinarse al protestantismo liberal.
Los escritos de Calderón son de dos especies: teológicos y gramaticales. Tradujo en 1846 las Lecciones del arzobispo de Dublín, Wateyl, sobre la evidencia del cristianismo (2863). Logró accésit en el concurso de Montauban en Francia, en 1841, por unos Diálogos entre un párroco y un feligrés sobre el derecho que tiene todo hombre para leer las Sagradas Escrituras y formar, según el contenido de ellas, su propia creencia y religión (2864). En marzo de 1849 empezó a publicar en Londres, con el rótulo de Pure Catholicism, o El catolicismo neto, un periódico castellano de propaganda, que salía en plazos indeterminados, y que duró, con varias alternativas, hasta 1851, en que le sustituyó otro llamado El Examen Libre, que alcanzó hasta 1854. El dinero salía de las arcas de Usoz, pero el único redactor y editor responsable parece haber sido Calderón, cuyo nombre se estampa al fin de todos los números con el aditamento de Profesor de Literatura Española (2865).
No sé si era literato, en todo el rigor de la frase, pero se que puede calificarsele de sutil analizador de los primores de habla castellana, muy fructuosamente versado en la lección de nuestros autores modelos y hábil en desentrañar sus excelencias de pormenor. Era, en suma, un excelente maestro de gramática castellana, rico, además, de buen sentido, muy claro, muy seguro, muy preciso, libre de las exóticas manías de Gallardo y de Puigblanch, y no mal escritor, aunque llanamente y sin afectaciones de purismo. No se le puede llamar filósofo en el sentido moderno de la palabra. Su erudición lingüística era exigua; quizá no conocía más lenguas que la propia, y el inglés, y el latín, y nunca se había parado a examinar sus relaciones y afinidades, ni podía tenérsele por profundo en los misterios de la filosofía del lenguaje. Se había educado con la gramática general de los condillaquistas; y el procedimiento analítico, el desmenuzamiento de la frase, era el único de que entendía y que sabía aplicar magistralmente. Así lo mostró en los siete números de la Revista Gramatical de la Lengua Española, que alcanzó a publicar en 1843; en la Análisis lógica y gramatical de la lengua española, inserta allí mismo, y publicada simultáneamente en volumen [898] aparte (2866), y sobre todo en su Cervantes vindicado (2867), colección de reparos gramaticales al Comentario de D. Diego Clemencín. En ciento y quince pasajes nada menos quiere salvar Calderón el texto de Cervantes de las malas inteligencias de su comentador, y es lo bueno que casi siempre acierta, porque en el voluminoso y meritorio comentario de Clemencín, es de fijo la parte gramatical la más ligera y endeble. Frases hay que da Clemencín por ininteligibles, antigramaticales y aun absurdas, y que Calderón presenta llanas, fáciles y elegantes con sólo deshacer la levísima trasposición o suplir la natural elipsis que envuelven. Otras son modismos y locuciones vulgares, usadas aún hoy en la Mancha, y que Calderón, como hijo de aquella tierra, define y explana. Pero aún va más adelante el ingenio del ex fraile, tan mal aprovechado en otras cosas. Pasajes que a doctos académicos, comentadores del Quijote, les parecieron jeroglíficos egipcios o escrituras rúnicas, quedan limpios y claros en este opúsculo con sólo cambiar un signo de puntuación, con mudar el sitio de una coma. Siempre me ha asombrado que tantos y tantos como en estos últimos años han puesto sus manos pecadoras o discretas, doctas o legas, en el texto de la obra inmortal, proponiendo enmiendas y variantes so pretexto de corregir la plana al antiguo impresor Juan de la Cuesta (que no se extremó por lo malo en el Quijote, antes puede sostenerse que le imprimió harto mejor que otros libros que salieron de su oficina), hayan mostrado tan profundo desconocimiento de este trabajo de Calderón, vulgarizado por Usoz desde 1854. Poner ejemplos aquí, sería ajeno de este lugar y del propósito de esta historia.
No sé si declarar persona real o ficticia el ex capuchino catalán Ramón Montsalvatge, cuya vida corre impresa en un librillo inglés publicado por la Religious Trac Society (2868). Usoz, a quien no puede negarse cierta buena fe y gravedad en sus investigaciones, se inclinó a tenerla por ficción y novela, al modo de la de Sacharles. Con todo esto, está llena de circunstancias tan precisas y algunas tan exactas, que mueven a creer que la novela, si novela es realmente, se bordó sobre un fondo verdadero.
Montsalvatge se dice nacido en Olot el 17 de octubre de 1815. Fue capuchino y salió del convento cuando la dispersión de las comunidades monásticas en 1835. Entonces se alistó en el ejército de D. Carlos, y después de varias aventuras fue arrestado por soldados franceses en la frontera y conducido a Grenoble. [899] Algunos clérigos le aconsejaron entrar en un monasterio de Saboya, que abandonó al poco tiempo para volver al campo carlista. No aceptó el convenio de Vergara, volvió a emigrar, y entró en el seminario de Besançon a estudiar teología. Allí le asaltaron las más vehementes dudas sobre la interpretación de la Biblia. Un diálogo que tuvo en 11 de junio con M. Sandoz, pastor protestante de Besançon, le movió a abandonar el seminario primero y a abjurar el catolicismo después. Agente o colporteur de una sociedad evangélica, comenzó a distribuir Biblias entre los carlistas emigrados en Montpellier y en Lyón. De allí pasó a Clermont-Ferrand, donde trabajó de concierto con los republicanos barceloneses que en 1842 levantaron bandera contra el Regente. La Sociedad Evangélica de Ginebra empleó a Montsalvatge en diversas comisiones de empeño, a las órdenes de Calderón y de Borrow. En 1842 se le encuentra en Madrid proyectando una misión en Mallorca. Pero los tiempos cambiaron, y Montsalvatge tuvo que embarcarse para América, donde ya perdemos su huella.
Contemporáneo de Calderón y de Montsalvatge, si es que Montsalvatge ha existido y no es su insulsa biografía un pretexto para los desahogos evangélicos de cualquier pastor metodista, fue D. Lorenzo Lucena, natural de Aguilar de la Frontera y ex rector del seminario de San Pelagio, de Córdoba. Huyó a Gibraltar, propter genus foemineum, en una noche de ventisca y truenos, en compañía de un contrabandista y de una prima suya, de quien el Lucena estaba locamente enamorado. En Gibraltar renegó, se casó, y empezó a trabajar, por encargo de la Sociedad Bíblica, en la revisión del Antiguo y Nuevo Testamento traducidos por Torres Amat. Tradujo, además, algunos librillos de propaganda extractados de Las Contemplaciones, de Hall. Vivía, hace poco tiempo, desempeñando en Oxford una enseñanza de lengua castellana (2869).
El infatigable Thomas Parker tradujo del castellano e imprimió en Edimburgo en 1855 un abominable y nefando pamphlet contra el catolicismo. No expresa el nombre del autor original, pero consta, por una nota manuscrita puesta por Usoz al principio de un ejemplar, que lo fue D. N. Mora, redactor de El Heraldo. Hizo bien en callar su nombre, porque es libro de los que bastan para tasar el valor moral de un autor. De lo que será esta vergonzosa diatriba, júzguese por los rótulos de algunos párrafos: «Propensiones amatorias unidas con la religión. -Barraganas. -Prácticas inmorales del clero. -Degradado carácter e impopularidad de los curas. -Descripción de la vida de las monjas. -Ilícitas relaciones formadas por el clero. -Carácter feroz del amor en los claustros. -Asesinato de una joven [900] por su confesor. -Horrible corrupción de los capuchinos de Cascante (2870)».
- IV -
Un cuáquero español: D. Luis de Usoz y Río.
La biografía de Usoz queda hecha indirectamente en el discurso preliminar de esta historia y en muchos capítulos y notas de ella. El nombre de Usoz es inseparable de la literatura protestante del siglo XVI, que él recogió, ordenó, salvó del olvido e imprimió de nuevo, dejándonos, a costa de enormes dispendios, la más voluminosa colección de materiales para la historia del protestantismo español. Su entendimiento, su actividad, su fortuna, su vida toda, se emplearon y consumieron en esta empresa, en la cual puso no sólo fe y estudio y entusiasmo, sino el más terco e indómito fanatismo. Porque Usoz era fanático, de una es especie casi perdida en el siglo XIX e inverosímil en España, de tal suerte que en su alma parecían albergarse las mismas feroces pasiones que acompañaron hasta la hoguera al bachiller Herrezuelo, a Julianillo Hernández y a D. Carlos de Sesé.
Era en suma, D. Luis de Usoz un protestante arqueológico, pero no con la frialdad y calma que la arqueología infunde. Un espiritista hubiera dicho de él que venía a ser una de las postreras reencarnaciones del espíritu de Antonio del Corro o del doctor Constantino. Enfrascado días, meses y años en aquella única lectura, habían producido en su mente los libros teológicos del siglo XVI efecto algo semejante al que produjeron los de caballerías en la mente del Ingenioso Hidalgo. A la manera que Pomponio Leto y sus amigos no sabían vivir sino entre los recuerdos de la Roma pagana, el pensamiento de Usoz volaba sin cesar a aquellas reuniones dominicales de Chiaja, en que Juan de Valdés comentaba las Epístolas de San Pablo ante los más bizarros galanes y apuestas damas de la corte del virrey D. Pedro de Toledo. No es hipérbole temeraria afirmar que Usoz anduvo toda su vida platónicamente enamorado de Julia Gonzaga, convirtiéndola en señora de sus pensamientos. La heterodoxia de Usoz es uno de los ejemplos más señalados y extraordinarios de espejismo erudito que yo recuerdo. Los españoles que en este siglo han abrazado el protestantismo, todos o casi todos han salido de la Iglesia por los motivos más prosaicos, miserables y vulgares; todos o casi todos son curas y frailes apóstatas que han renegado porque les pesaba el celibato. Así, aun los más famosos: Blanco White, Calderón. Pero Usoz no; Usoz era seglar y era opulentísimo; no pudieron moverle, y en efecto no le movieron, ni el acicate del interés ni el de la concupiscencia. Estaba además seguro y [901] bienquisto en su patria, nadie le perseguía, nadie le inquietaba. No iba a buscar en el protestantismo ni refugio ni seguridad, ni honores ni riquezas. Iba sólo a gastar las propias, no sólo en empresas de bibliófilo, sino en el contrabando de Biblias, y en amparar todo género de tentativas descabelladas de reforma religiosa, y en mantener a una porción de Guzmanes de Alfarache, que, sabedores de su largueza, sentaban plaza de reformadores y de apóstoles.
Don Luis de Usoz y Río, descendiente de antigua familia navarra e hijo de un jurisconsulto que había sido oidor en Indias, nació en Madrid por los años de 1806. Estudió humanidades y derecho. Orchell, el famoso arcediano de Tortosa, le enseñó el hebreo, de cuyo idioma regentó cátedra en la Universidad de Valladolid siendo aún muy joven. Colegial de San Clemente, de Bolonia, luego, perfeccionó en Italia sus conocimientos filológicos por el trato con Mezzofanti y Lanci. De vuelta a España en 1835, contrajo matrimonio con D.ª María Sandalia del Acebal y Arratia, que le hizo poseedor de riquísima herencia, unida a la no leve que Usoz poseía ya. Desde entonces pudo dar rienda suelta a sus aficiones bibliográficas y reunir una colección tal, que entonces pareció de las primeras, y hoy, si bien menos numerosa que otras, debe ser tenida por singular y única en su género.
Aunque Usoz sonaba bastante entre la juventud literaria de aquel tiempo y hay versos suyos, harto medianos, insertos en El Artista (2871), sus graves estudios y la natural austeridad de su entendimiento le llevaban a la controversia teológica, si bien con errado impulso. Sabía hebreo y griego, cosa harto rara en España en aquel período de retroceso semibárbaro, que coincide con la primera guerra civil. Era muy dado a la lectura de la Biblia en sus textos originales, con estar maleado ya por ciertas influencias volterianas de su educación y del colegio de Bolonia, conservaba semillas de cristianismo y era de madera de herejes y de sectarios, no de madera de indiferentes ni de impíos.
Como no existe ninguna biografía de Usoz, ni yo le he alcanzado ni tratado, ni sé que él se franqueara con nadie sobre esta materia, no puedo escribir aquí punto por punto, como yo deseara por ser caso psicológico curiosísimo, las variaciones y tormentas de su conciencia, que es el punto principal en la vida de todo disidente de buena fe. Sólo llego a columbrar que, entregado Usoz a la lectura y libre interpretación de los sagrados textos y a la de varios controversistas, más o menos herejes, del siglo XVI, fue forjándose una especie de protestantismo sui generis, cuyos dogmas y artículos no se fijaron hasta el memorable día en que un librero de viejo le trajo a vender un ejemplar de la Apología, de Barclay, traducida por Félix Antonio de Alvarado. Algo estrambótico había, sin duda en germen en el pensamiento de Usoz cuando aquella lectura le sedujo tanto. Es lo cierto que se enamoró de los cuáqueros y de su doctrina, y que [902] no paró hasta ir a visitarlos a Londres en 1839, provisto de una carta de recomendación de Jorge Borrow (¡buen introductor!) para Jonatás Forster, uno de los principales miembros de la Sociedad de los Amigos.
Imagínese si los cuáqueros le recibirían con palmas, encantados de tan valiosa adquisición, ellos que son tan pocos y tan olvidados aun en Inglaterra. Entre todos se extremó un tal Benjamín Barron Wiffen, de Woburn, hermano del traductor de Garcilaso y de la Jerusalén y algo conocedor de las literaturas española e italiana. Entonces nació aquella amistad o hermandad literaria que por tantos años los unió, y a la cual debemos la colección de Reformistas Españoles. Con todo, el primer trabajo literario de Usoz no anunciaba severidades cuáqueras, antes parecía romper con ellas y entrar de lleno en los linderos de la bibliografía picaresca y de la literatura alegre y desvergonzada. Por entonces había adquirido el Museo Británico un libro español singularísimo, libro único, aunque parte de su contenido ande en otros cancioneros, en suma, el Cancionero de burlas provocantes a risa (Valencia 1519); libro, más que inmoral y licencioso, cínico, grosero y soez, si bien de alguna curiosidad para la historia de la lengua y de las costumbres. Usoz se prendó de la extrañeza del libro y le reimprimió elegantísimamente en casa de Pickering, en 1841, en un pequeño volumen que ya va escaseando. Valor se necesita para reproducir, siquiera sea sólo como documentos bibliográficos, el Pleito del manto y aquella afrentosa comedia, cuyo título entero veda estampar el decoro. Pero el intento de Usoz iba a otro blanco que al de reimprimir versos sucios, y aun por eso antepuso a la colección un prólogo en que se esfuerza por atribuir todas las brutalidades e inmundicias del Cancionero a poetas frailes.
Desde luego es una sandez el imaginar que en el siglo del Renacimiento sólo los frailes y los clérigos escribían versos; y en un hombre como Usoz, que ciertamente no pecaba de ignorante en libros viejos, quizá merezca calificación más dura. Bastárale a Usoz recorrer la lista de los nombres conocidos de poetas insertos en el mismo Cancionero que reimprimía para convencerse de que apenas suena un fraile entre tantos caballeros, señores de título, aranceles de corte, trovadores áulicos y judaizantes desalmados como allí forman el coro de Antón de Montoro el Ropero, o de Maese Juan el Trepador.
Después de esta publicación, de tan dudosa buena fe y vilísimo carácter que llegó a escandalizar al mismo impresor Pickering cuando acertó a enterarse de lo que era, comenzó Usoz su biblioteca de Reformistas con el Carrascón, libro que él poseía y que había mostrado a Wiffen en una fonda de Sevilla, inflamando con él los deseos de su amigo para colaborar a aquella obra. Al frente de este primer volumen estampó Usoz un largo prólogo a modo de manifiesto de sus opiniones religiosas: «El [903] objeto de reimprimir este libro -decía- podrá ser literario, histórico, todo lo que se quiera, menos un objeto encismador y propagador de errores. Como cristiano, no me atrevería de propósito a mezclar errores en cosa tan pura como la doctrina cristiana.» Lo que reclama es absoluta tolerancia en materias religiosas: «Pruébense todas las cosas y reténgase lo que es bueno, no se apague el Espíritu.» ¡Absoluta tolerancia! Y, sin embargo, Usoz formula a renglón siguiente un credo tan absoluto y dogmático como otro cualquiera, negando la transubstanciación, el purgatorio, la adoración de las imágenes, la santificación de los días de fiesta, el primado espiritual del Papa y combatiendo acerbamente el celibato eclesiástico, las cofradías y beaterios y... el encender candelas a medio día. Ecce theologus!
El cristianismo de Usoz se reduce a la luz interior de los cuáqueros, al «puro y sencillo espíritu cristiano sin mezcla de espíritu jerárquico y papal». «Consiste el cristianismo -añade- no en una religión que ata y fuerza a seguir un sistema especial o que obliga a adoptar este o el otro credo, sino en creer y profesar todas aquellas palabras que tenemos en el Testamento Nuevo, como expresamente pronunciadas por Jesucristo mismo, y en seguir todo aquel conjunto de sus acciones y divina vida que nos dejó por ejemplo. Cuanto nuestra razón, movida y guiada por el Espíritu Santo, halle conforme con las Santas Escrituras..., otro tanto pertenece a la Biblia y a su observancia y es parte de la viva esperanza y sólido fundamento de la fe..., de un cristianismo sin ceremonias de la ley antigua ni resabios de gentilismo.»
También en el prólogo de la Imagen del anticristo reconoce Usoz por única regla de fe «la luz de la Biblia, el espíritu perdido y obtenido». Usoz no es filósofo, y aborrece la filosofía: «Cristo no enseñó metafísica ni constituyó sistema», dice en el prólogo de las Artes de la Inquisición. Sus libros predilectos son los pietistas protestantes, los unitarios, los cuáqueros, los independientes: Gurney, Jonatás Dymond, Channing. Repetidas veces se declara partidario de los principios de Fox, y traduce la carta de Guillermo Penn al rey de Polonia en nombre de los cuáqueros de Danzig.
En pos del Carrascón imprimió Wiffen la Epístola consolatoria, que había comprado para Usoz en la librería del canónigo Riego, tirando sólo 150 ejemplares, y así fueron volviendo a la luz una tras otra, por esfuerzo y diligencia de entrambos amigos, todas las obras de Juan de Valdés, Cipriano de Valera, Juan Pérez, Encinas, Constantino, etc., etc., de las cuales, sin exceptuar ninguna, queda hecha larga mención en sus artículos respectivos, donde asimismo sueles expresarse la procedencia del ejemplar que sirvió para la reimpresión. Unos, los más, eran de la biblioteca del mismo Usoz, adquiridos por él afanosamente en Londres, en Edimburgo, en París, en Lisboa, en Augsburgo, en Amsterdam, en todos los mercados de libros de Europa. Otros [904] fueron copiados por Calderón y Wiffen de manuscritos del Museo Británico o del Trinity College, de Cambrigde, o de galerías de particulares ingleses. Usoz no sólo corrigió los textos y los exornó de prólogos e introducciones, sino que volvió a lengua castellana alguna de estas obras, publicada por primera vez en latín, en inglés o en italiano; así las Ciento diez consideraciones, así el Alfabeto cristiano, así las Artes de la Inquisición, así el Español reformado, de Sacharles. Investigó cuanto pudo de las vidas de sus autores; anotó las variantes, si las ediciones eran diversas; siguió la pista a los anónimos, a las rapsodias y a las traducciones; añadió documentos, compuso fechas, mejoró hasta tres veces la lección de una misma obra y dejó verdaderos modelos de ediciones críticas, como la del Diálogo de la lengua.
En 1848 comenzó sus trabajos con el Carrascón, y en 1865, pocos meses antes de su muerte, los acabó con la Muerte de Juan Díaz; veinte volúmenes en todo, sin contar el Diálogo de la lengua, y el Cervantes vindicado, de Calderón. Esplendidez tipográfica desplegó en todo ello, hasta entonces desconocida en España, sirviéndole primero las prensas de D. Martín Alegría, en Madrid (ex aedibus Laetitiae), y luego, las de Spottiswoode, en Londres. En el frontis de algunos volúmenes estampó estas palabras: Para bien de España. En otros se tituló Amante de toda especie de libertad cristiana: Omnigenae christianae libertatis amator. El trabajo de la colección es todo suyo; sólo la Epístola consolatoria fue costeada e ilustrada por Wiffen, que tradujo, además, al inglés el Alphabeto christiano. En los restantes libros no tuvo más empleo que el de copista y agente de librería por cuenta de Usoz. Muertos uno y otro, el doctor Eduardo Boehmer, de Estrasburgo, está continuando esta Biblioteca, y tiene ya impresos cuatro tomos más de Juan de Valdés y del Dr. Constantino. Cf. Apéndice [vol. 7. Ed. Nac.].
Obras originales de Usoz, sólo dos han llegado a mis manos: su traducción de Isaías, hecha directamente del hebreo, conforme al texto de Van-der-Hoodt (1865), la cual le acredita no sólo de hebraizante, sino de conocedor profundo de la lengua castellana, y el folleto intitulado Un español en la Biblia y lo que puede enseñarnos, obrilla encaminada a ponderar los beneficios de la tolerancia con el ejemplo de Junio Galión, hijo de Séneca el Retórico, propretor de Acaya y juez de San Pablo.
Las noticias que hemos podido allegar nos autorizan para creer que Usoz anduvo más o menos activamente mezclado en todas las tentativas protestantes del reinado de D.ª Isabel. Ya queda referido el eficaz auxilio que prestó al viajante evangélico Jorge Borrow. A mayor abundamiento, en uno de sus libros he hallado, a modo de registro, una carta, fecha en Granada el 11 de febrero de 1850, en que varios amigos refieren a Usoz que se han reunido en número de doce (dos de ellos incrédulos antes), decidiendo unánimemente adoptar las doctrinas de El catolicismo neto, de Calderón, y propagarlas y hacer la guerra al clero. [905] Un D. José Vázquez se encarga de escribir a Londres al doctor Thompson y de enviar a Málaga ejemplares del Nuevo Testamento y repartirlos entre los pobres de Granada (2872).
Toda la vida de Usoz se gastó en este absurdo propósito de hacer protestante a España, y de hacerla del modo que lo enseñaban sus libros viejos. Juan de Valdés, sobre todo, era su ídolo, y no tuvo en su vida día mejor que aquel en que Wiffen le presentó la biografía del famoso conquense, a quien, muerto y separado por larga distancia de siglos, tenían entrambos por su más familiar camarada y amigo.
Dejó Usoz preparados muchos materiales para una historia de la Reforma en España, y aun escrito en parte el primer capítulo; pero estos y otros proyectos suyos vino a atajarlos de improviso la muerte en 17 de septiembre de 1865. Murió como había vivido. Su hermano D. Santiago (catedrático de griego en Salamanca, a quien conocí bastante años después, y que, según entiendo, murió católicamente en El Escorial) escribió a Wiffen estas significativas palabras, que el Dr. Boehmer ha publicado, que por mi parte no creo necesario comentar: «Su mujer me ha contado hoy ciertos pormenores de su muerte, y dice que murió con igual paz y tranquilidad que la que hubiera tenido ahí (es decir, en Inglaterra). Nadie le incomodó y ella cumplió todas sus prescripciones. Él murió cristianamente y ella muestra conformidad cristiana» (2873).
La viuda de Usoz, cumpliendo sus últimas indicaciones, regaló a la Sociedad Bíblica de Londres los restos de la edición de los Reformistas, y a la Biblioteca Nacional de Madrid, lo demás de su librería, riquísima en Biblias y autores escriturarios y sin rival en el mundo en cuanto a libros heréticos españoles.
- V -
Propaganda protestante en Andalucía. -Matamoros.
Sobre la vida de Matamoros publicó el pastor Greene un libro de fanático (2874), en estilo bíblico a ratos, y a ratos, como de vida de santo o de testimonio en causa de beatificación. El fondo principal de la obra son cartas del mismo Matamoros, que Greene, con extraordinaria candidez, acepta y da por buenas, sin compulsar sus noticias ni reparar en las falsedades y contradicciones que envuelven. Si se quiere apurar la verdad, es [906] preciso cotejar a cada paso el relato de Greene con la impugnación que de él publicaron algunos protestantes conversos en El Lábaro (número 1) y con las noticias insertas en la Gaceta de 12 de marzo de 1863.
Matamoros, a quien su biógrafo llamó joven mártir, alto monte, monumento ciclópeo, inocencia conservada y, finalmente, el gran cristiano de Málaga, era un mozo del Perchel, ex cabo del ejército, expulsado de su regimiento (y no ciertamente por teólogo) y refugiado en Gibraltar, donde se dejó catequizar por otro personaje de la misma laya, D. Francisco Ruet, catalán, ex corista de teatro, que en Turín había sentado plaza de misionero bajo la dirección del Dr. De Sanctis. La activa propaganda que hizo en Barcelona por los años de 1855 le costó una larga prisión y, finalmente, el destierro.
Ruet comisionó a Matamoros, son palabras de Greene, «para que fuese a Málaga y a Granada a predicar a los que en aquellas ciudades estaban aún en la oscuridad y en las tinieblas de la muerte... Y al fin vieron la gran luz». Lo cual quiere decir que, como Matamoros traía dineros y aún más promesas que dineros, y hablaba además con cierto calor persuasivo, que disimulaba su profunda ignorancia, no dejó de encontrar cuatro desesperados que firmasen con él una protesta de fe reformada. Matamoros formó una junta con los catecúmenos que le parecieron más activos, despiertos y evangélicos, dividió a los restantes en congregaciones, les repartió libros, les hizo pláticas semanales, y dilató sus correrías de predicador a Sevilla, Jaén y otras ciudades andaluzas. El gobernador civil de Málaga quiso proceder contra él, y, huyendo Matamoros de padecer persecución por la justicia, fue a dar en Barcelona, donde se hallaba en septiembre de 1860. En pos de él llegó una requisitoria, a tenor de la cual fue encarcelado e interrogado. Greene ha publicado las cartas que le dirigió; cartas reducidas a pedir, en tono sentimental, inspirado y dulzazo, alguna ayuda de costa, que Greene y otros hermanos le facilitaron con la unción más candoroso del mundo.
Como Matamoros había incurrido en el público delito de propaganda anticatólica, penado con años de presidio en nuestro Código de entonces, la Audiencia de Granada reclamó su persona y comenzó a instruir el proceso. Al mismo tiempo, y por el mismo delito, fueron procesados un sombrerero de Granada, José Alhama, que luego llegó a obispo protestante, y un cadete de Artillería llamado Trigo, como si dijéramos el Timoteo y el Filemón de Matamoros. En Málaga fueron presas dieciocho personas más, tan oscuras y de tan negros antecedentes, que de alguno de ellos llegó a estamparse en los periódicos de aquellos días, sin protesta de nadie, que había estado cuatro años en presidio. Otros se salvaron huyendo a Gibraltar; así un seminarista de Granada, N. Alonso, que después de la Septembrina se hizo conspicuo en Sevilla con el apellido de Marselau. [907]
Cualquiera sospechará que el Gobierno de la Unión Liberal, que ciertamente no se distinguía por el fervor católico, hubo de tener más motivos que los puramente religiosos para proceder con más inusitado celo contra Matamoros y cómplices. Propaganda muy activa hacía Usoz en Madrid mismo, y nadie le molestó nunca. Pero los protestantes de Andalucía eran gente muy de otra condición y estofa, afiliados por la mayor parte en clubs republicanos y socialistas, que conspiraban activamente contra el Gobierno.
El protestantismo era sólo un pretexto, un cebo o una añagaza para explotar la caridad de los devotos ingleses. «Mi calabozo es un pequeño foco de luz evangélica -decía Matamoros-. Tengo tres convertidos entre los presos... «¿Y cómo no habían de convertirse viendo el regalo y la opípara vida que se daban aquellos apóstoles con las remesas de dinero que continuamente llegaban de Gibraltar y de Inglaterra? Sir Roberto Peel fue a visitarlos a su paso por Granada. En Inglaterra, una comisión de ministros de varias sectas se presentó a pedir a lord John Rusell que intercediera oficialmente por los presos. Se hicieron rogativas por su libertad. Se dirigieron peticiones a la Cámara de los Comunes para que Inglaterra nos obligara, por fuerza o de grado, a aceptar la libertad de cultos. Los periódicos ingleses más leídos, el Morning Post, v.gr., pugnaron por Matamoros como pro aris et focis, comparando su encarcelamiento con las matanzas de cristianos en Siria y Turquía. Y, finalmente, no hubo pastor evangélico, ni beata anglicana, ni lady sentimental a quien no arrancara copiosas lágrimas la desgracia del apóstol malagueño. Así él como Alhama, se habían dado a escribir cartas de edificación, remedando el tono de las Epístolas de San Pablo y empedrándolas de textos bíblicos; y los ingleses, sin duda por haber cursado poco la playa de Málaga y el Potro de Córdoba, caían como incautas mariposas en aquel burdo y grotesco artificio, digno de la Virtud al uso y mística a la moda, de D. Fulgencio Afán de Ribera. «Es muy posible -decía un articulista del Morning Post que Matamoros y Alhama padezcan tan horribles tormentos, que al fin mueran.» Hasta en el Parlamento alzaron la voz sir Roberto Peel y M. Kinnard, equiparando el calabozo de Matamoros con el del prisionero de Chillon, de Byron.
El promotor fiscal pedía contra Matamoros, Alhama y Trigo nueve años de presidio. La prensa progresista, y especialmente El Clamor Público, hacía atmósfera en favor de ellos. El Gobierno de O'Donnell se inclinaba a mitigar la pena o a indultarlos, y quizá hubieran salido mucho antes de la cárcel a no estallar en Loja el motín socialista de 1 de julio de 1861, en que a los gritos de «¡Muera la reina!» y «¡Viva la República!» se mezclaban los de «¡Muera el Papa!», y a los discursos patrióticos, la repartición de Biblias y hojas protestantes. Aquella tierra estaba reciamente trabajada, meses había, por la propaganda inglesa, y desde el primer momento se creyó y tuvo por cierto que, en [908] Granada, Matamoros y Alhama no eran extraños a la intentona revolucionaria del albéitar Pérez del Álamo. Es verdad que judicialmente no se les llegó a probar; pero ¡cuántas cosas hay que judicialmente no se prueban y están, con todo eso, en la conciencia pública!
El proceso seguía lentamente y con chistosas incidencias. Los acusados aprovechaban todas las vistas e interrogatorios para declararse protestantes; pero en una ocasión los fondos gibraltareños se retardaron, o no llegaron, o no se repartieron con igualdad, y entones Trigo llamó a un escribano, abjuró el protestantismo e hizo profesión de fe católica. A los pocos días cambió de escena; llegan nuevas letras de Gibraltar, y Trigo, movido otra vez por el Espíritu, vuelve a renegar y hacerse protestante. Tales eran los puntales de la flamante Iglesia española, que tan cara iba saliendo ya a los ingleses.
Pero no se entibiaba el fervor de éstos, siquiera la Gaceta procurara abrirles los ojos contándoles la vida y milagros de aquellos que llamaban sicarios y ateos prácticos. Había fanáticos ingleses y ginebrinos que venían en peregrinación a visitar la cárcel de Matamoros como si se tratase de la de San Pedro. En sus cartas y en sus conversaciones, se comparaba Matamoros con el mismo Redentor del mundo, y añadía en tono de inspirado: «Me he consagrado completamente a Dios por mediación del Dulce Nombre de Jesús; suyo soy; Él abrirá la puerta de mi cárcel, si Él ve que conviene para mí y para todos... Y, si no, sálvese mi alma y perezca mi cuerpo a manos de mis verdugos. Así han perecido muchos santos, pero sus almas han sido mártires de la verdad ante el mundo y han sido salvadas por Jesús... La luz ha brillado en la oscuridad y en la región del error entra la verdad eterna.»
Un abogado de Granada, D. Antonio Moreno Díaz, defendió con bastante habilidad la causa de Matamoros; pero estaba la ley tan clara y terminante, que la Audiencia tuvo que aplicársela de plano, condenando a Matamoros y Alhama a ocho años de presidio, y a cuatro a D. Miguel Trigo, que luego fue dado por libre. A iguales penas, por los mismos delitos de apostasía pública y tentativas contra la religión católica (artículos 128, 130 y 136 del Código penal), condenó la Audiencia de Sevilla a D. Tomás Bordallo y a D. Diego Mesa Santaella.
Los protestantes extranjeros pusieron el grito en el cielo, volvióse en las Cámaras de Inglaterra a reclamar la intervención, pero lord Palmerston respondió que no convenía herir innecesaria y sistemáticamente la dignidad nacional de España con injerencias en su política interior, ni menos en sus asuntos judiciales; por lo cual lo único que podía intentarse cerca del Gobierno de Su Majestad Católica era pedir el indulto.
Grave desengaño para los místicos metodistas y cuáqueros. Privados del apoyo oficial, se dieron a trabajar por cuenta propia; la Junta Británica de la Alianza Evangélica y la Conferencia [909] Cristiana Internacional de Ginebra enviaron a Madrid al mayor general Alexander para gestionar la libertad de los procesados. O'Donnell se mantuvo firme, y no dio a Alexandre más que buenas palabras y corteses excusas a pesar de la intervención oficiosa de los embajadores de Inglaterra y Prusia.
La Alianza Evangélica no desistió por este primer fracaso. Queriendo dar más solemnidad a sus instancias, diputó una comisión numerosísima, compuesta de representantes de Austria, Baviera, Dinamarca, Inglaterra, Francia, Holanda, Prusia, Suiza y Suecia, entre los cuales se contaba el barón von Riese Stallburg, M. Brandt, Samuel Gurney, Joseph Cooper, el conde Edmundo de Pourtales, el barón de Brusnere, el pastor G. Monod, el barón von Linden, el Dr. Capadose, el conde Kanitz, el príncipe Reuss, el barón Hans Essen, M. Adrian Naville, el conde de Aberdeen y otros muchos. Nuestro Gobierno no las tuvo todas consigo al ver desfilar aquella comitiva de personajes tan conspicuos y esplendentes, tan ceremoniosos y de nombres y títulos tan peregrinos, patrocinados además por el duque de Montpellier, que se decía partidario de la libertad religiosa. Lo cierto es que de la noche a la mañana, la pena de Matamoros y sus cómplices fue conmutada, de presidio, en nueve años de extrañamiento...
Salió Matamoros de la cárcel de Granada el 29 de mayo de 1863, juntamente con Alhama y Trigo, y el 1 de junio estaban ya en Gibraltar. Trigo se fue a Orán de evangelista. Alhama puso una sombrería en Gibraltar, de donde salió para ser obispo reformado. González Flores y el escultor Marín, de Málaga, fueron a parar a Burdeos, y Matamoros a Bayona, donde le dio piadoso albergue M. Nogaret. Pero, apenas se vieron en tierra extraña, descubrieron todos la hilaza, riñeron entre sí, ofendieron la gravedad inglesa con sus rencillas, ignorancia y malas pasiones, y todo el mundo, a no ser alguna vieja fanática o algún delirante como M. Greene, les volvió la espalda, teniéndolos por charlatanes y traficantes religiosos de ínfima ralea, desconocedores de la misma creencia reformada que decían predicar, y de la cual se daban por mártires y profetas. En Inglaterra a nadie pudo deslumbrar, tratada de cerca, aquella hez de nuestras cárceles; contrabandistas y presidiarios que erraron la vocación. Mientras la lejanía y la persecución les dieron cierta aureola de mártires, pudo sostenerse la ilusión; pero ¿qué efecto había de hacer en Londres un personaje tan vulgar e inculto como Matamoros, sin más letras que las adquiridas en un cuartel?
Así es que volvió de Inglaterra desalentado, y sólo pudo entenderse con algunos propagandistas del mediodía de Francia, con el concurso de los cuales empezó a tratar de la fundación de un colegio evangélico en Bayona. El núcleo habían de ser trece emigrados españoles de allí convertidos por Matamoros. [910] Otro colegio se fundó en Lausana, protegido por el pastor Bridel y por su mujer. El de Bayona, trasladado luego a Pau, era elemental; el de Lausana tenía pretensiones de seminario teológico protestante. De él salió pastor Carrasco, de que más adelante se dará noticia, y de él la mayor parte de los fundadores de iglesias evangélicas españolas en estos últimos años.
Al mismo tiempo seguían los trabajos en España, dirigiéndolos Matamoros por medio de una activa correspondencia. El pastor Currie, en un informe que presentó en 1865 a cierta sociedad evangélica de París, dice con manifiesta hipérbole que en una ciudad española (cuyo nombre está en blanco en la biografía de Matamoros) había encontrado una congregación de 300 individuos, dirigida misteriosamente por una junta de seis evangelistas, cuyos nombres ignoraban los restantes; gente que tenía aún escaso conocimiento de las Sagradas Escrituras, pero que procuraba catequizar a sus convecinos y deudos. La organización de las juntas era semimasónica, y las había compuestas exclusivamente de mujeres.
Matamoros en sus últimos años hizo algunos viajes a Holanda y a París; pero residió con más frecuencia en Lausana, al abrigo hospitalario del pastor Bridel y de su esposa. La plebe protestante todavía le rodeaba y agasajaba a título de mártir, y es fama que en un pueblecillo de Alemania le recibieron en triunfo y cantando himnos.
¿En qué secta se afilió Matamoros? No resulta claro del libro de Greene, ni es de creer que el ex sargento entendiera mucho de diferencias dogmáticas. La Biblia..., la palabra sola..., tal era su creencia, si es que tuvo alguna. «No seamos de Pablo, ni de Apolonio, ni de Cefas, sino de Cristo, y que su espíritu sea nuestra guía, dice en una carta. Los españoles deben escuchar a todos y juzgar por la palabra de Dios.»
Madame Bridel llamaba a Matamoros «mi querido hijo adoptivo», y él la llamaba «mi muy amada madre en el Señor», y las cartas que se dirigían rayan en los últimos lindes del sentimentalismo grotesco. «Nuestra conversación es una oración... -decía Matamoros-. Mi buena madre de Lausana es la mano del Señor, destinada por él para que yo viva siempre para él... Madame Bridel, en el nombre del Señor, ha curado muchas de mis heridas.» Una señora norteamericana, Mc. E..., viuda y de grandes riquezas y no menor fanatismo, se le asoció para fundar el colegio de Pau, que quedó definitivamente instalado a principios de 1866.
Matamoros, sintiéndose próximo a la muerte, emprendió nuevo viaje a Suiza, se hizo consagrar por el sínodo de la iglesia libre del cantón de Vaud, y murió tísico el 31 de julio de 1866 en una quinta de las cercanías de Lausana. Greene ha contado pesadísimamente todos los detalles de su muerte como
sí fuera la de un santo. Los jóvenes renegados españoles del [911] seminario de Lausana acompañaron el cadáver entonando himnos y recitando versículos de la Escritura (2875).
- VI -
Otras heterodoxias aisladas: Alumbrados de Tarragona; adversarios del dogma de la Inmaculada; Aguayo; su Carta a los Presbíteros españoles.
Desde el año 1836 al 1863 fue escándalo del arzobispado de Tarragona una secta herética, sacrílega e inmoral de alumbrados, cuyos jefes eran Miguel Ribas, labrador del pueblo de Alforja, y el clérigo D. José Suaso, ex profesor de latín en el seminario diocesano. Contra ellos se instruyó proceso en la curia del vicariato eclesiástico de Tarragona, y tengo a la vista copia legalizada de la sentencia (2876). La causa fue promovida por el gobernador civil de la provincia y seguida después de oficio por el tribunal eclesiástico. Las proposiciones oídas a Miguel Ribas y a las beatas de Alforja se calificaron, respectivamente, de erróneas, temerarias, escandalosas, blasfemas, peligrosas en la fe, heréticas, injuriosas a la dignidad de los sacramentos, contrarias al sexto precepto del decálogo, destructoras del pudor y honestidad de las costumbres y de la santidad del matrimonio y, por último, abiertamente contrarias al dogma católico de la necesidad del sacramento de la Penitencia. Eran, en suma, los mismos errores de los alumbrados de Llerena y de Sevilla en el siglo XVI. Miguel Ribas fue desterrado a la Seo de Urgel en 1851, y de allí volvió en 1863 para morir en su casa de Alforja, reconciliado con la Iglesia. Al poco tiempo comenzó a propagar en Valencia errores muy semejantes un sacerdote llamado Aparisi, que fue desterrado a Mallorca. Casos posteriores han revelado y hecho patente a los más incrédulos la existencia real en Extremadura, en la provincia de Granada y en Madrid mismo de congregaciones más o menos numerosas de fanáticos, inverosímiles casi por lo antisocial, grosero, salvaje y feroz de sus prácticas y dogmas. Esta heterodoxia popular, lúbrica y misteriosa vive y se alimenta, a su modo, de otras heterodoxias más altas y encumbradas, que libremente interpreta. Muchos no saben de ella, y es preciso descender a las últimas capas sociales para ver hasta [912] dónde llega el estrago.
Quizá deba contarse entre estas sectas ocultas la muy peregrina de la Obra de Misericordia, importada de Francia por algunos emigrados, siendo su principal propagador en España D. R. T., coronel de Artillería en la primera guerra carlista. De los muy singulares datos que nos ha comunicado persona respetable y veracísima (2877), resulta que esta secta nació en Francia, fundada y predicada por un tal Elías, que se llamaba profeta y se creía en celestes comunicaciones con el arcángel San Miguel. Tuvo, al principio de la Restauración, esta secta o locura carácter exclusivamente político, reduciéndose sus esfuerzos a apoyar a uno de los varios impostores que tomaron el nombre del martirizado delfín Luis XVII. Elías llevó su insensatez hasta presentarse, acompañado de sus secuaces, en el palacio de Carlos X, intimándole que restituyera la corona a su verdadero y legítimo poseedor. Algunos legitimistas franceses se agregaron a aquella horda de fanáticos iluminados, que muy pronto tomaron carácter religioso, y establecieron un consistorio en Lyón, foco de una especie de iglesia laica, en que Elías, a modo de sumo pontífice, comenzó a oficiar revestido de capa pluvial, con anillo de oro en el dedo índice de la mano derecha y leyendo sus oraciones en el libro de oro de la secta. La comunión era bajo las dos especies; el sacerdocio estaba entregado a los laicos, y al terminar los oficios, todos los afiliados, hombres y mujeres, se daban el ósculo fraternal. Esta aberración tuvo algunos prosélitos oscuros en Madrid, y los papeles que tengo a la vista fijan hasta el lugar de sus reuniones, que era una casa de la calle del Soldado. Poseo una carta del fundador Elías a una afiliada española, llamada en la secta María de Pura Llama; documento extraordinario, especie de apocalipsis, dictado por un frenético; pesadilla en que el autor conversa mano a mano con los espíritus angélicos y con el mismo Dios; aberración singularísima de un cerebro enfermo, perdido por la soberbia y por cierto erotismo místico.
Fuera de estas aberraciones oscurísimas, la heterodoxia sectaria, en el período que vamos recorriendo, se reduce a ciertos folletos, contra [913] el dogma de la Inmaculada Concepción, publicados después de su definición dogmática por Pío IX en 1854. Si en alguna parte había de ser acogida no con sumisión, sino con entusiasmo esta declaración, que, por decirlo así, venía a poner el sello de lo infalible a lo que por siglos y siglos había sido general creencia y consuelo de las almas cristianas, era en España, nación devotísima entre las más devotas de la Virgen, nación donde se habían reñido tan bravas batallas en pro de la Inmaculada y donde este dogma había sido inspiración de poetas y pintores y materia de juramento en universidades y órdenes militares. Pero ni en España ni en parte alguna faltan espíritus díscolos que solitariamente se rebelen contra el creer y el pensar común, y los hubo en España que protestasen contra el dogma aun después de definido, unos por añeja preocupación de escuela que se decía tomista, otros por espíritu levantisco contra los superiores y contra Roma. Llevó la voz entre ellos el ex dominico Fr. Braulio Morgáez, antiguo catedrático de Teología en la Universidad de Alcalá, fraile turbulento e indisciplinado, que ya en 1853 había promovido ruidoso escándalo con ciertos Diálogos entre el presbítero D. Tirso Investigador y el doctor en Teología Fr. Alfonso Constante sobre la potestad de los ordinarios diocesanos respecto a sus clérigos y demás personas eclesiásticas que, según el santo concilio de Trento, les están sujetas aunque sean exentas. Todo en venganza de haber sido suspenso de licencias y separado de un economato que desempeñaba en la provincia de Cuenca. Por donde su empeño en toda la obra es impugnar la doctrina canónica que concede a los prelados la potestad de suspender a sus súbditos, ex informata conscientia, conforme a lo preceptuado por el concilio de Trento.
Conocida la índole tumultuosa y revolucionaria del autor, no es de admirar que, en vez de someterse dócilmente a la bula Ineffabilis Deus, como lo hicieron dentro de su misma Orden los que con más calor habían llevado antes la sentencia contraria a la de la escuela franciscana, persistiera en escribir sobre la nulidad dogmática de la definición de la Inmaculada, lanzándose abiertamente en varios folletos ya no al cisma, sino a la herejía, disimulada vanamente con mil subterfugios y sofismas (2878). Cuando Roma habla, toda causa ha acabado. El que con pertinacia lo niegue, podrá llamarse teólogo o canonista, pero de fijo no es católico.
Estos folletos hicieron poco ruido, el pueblo católico no los leyó, y a los liberales les parecieron demasiada teología y cuestiones para entre frailes. En cambio, obtuvieron escandalosa resonancia, en los últimos días del reinado de D.ª Isabel II, a raíz del reconocimiento del reino de Italia, el nombre y los escritos del clérigo granadino D. Antonio Aguayo, que inició su apostasía, luego formalmente consumada, con una Carta a los presbíteros españoles (1 de agosto de 1865). Díjose, y al parecer con fundamento, que el tal presbítero no era más que testaferro de un alto personaje de la Unión Liberal, el cual, juntamente con otros prohombres de su partido, hacía propias y defendía a capa y espada las doctrinas de la Carta. Los que conocían a fondo a Aguayo creíanle incapaz de escribir cosa alguna, por más que la Carta ni en ideas ni en estilo fuera ningún portento, sino ramplona repetición de todas las vulgaridades callejeras contra [914] los «obesos canónigos y obispos, que visten púrpura y oro, y arrastran lujosas carretelas, y habitan suntuosos palacios», y especie de manifiesto presbiteriano en pro de lo que él llama democracia eclesiástica, oprimida por los «fariseos, sepulcros blanqueados, raza de víboras, serpientes venenosas que se revuelcan en el lodo». Como Aguayo o su inspirador defendían el reino de Italia y atacaban el poder temporal del papa, las circunstancias políticas del momento dieron extraordinaria circulación e indigna fama a este folleto pedantesco, desentonado, atrabiliario y soporífero, sin rastro de gramática, ni de teología, ni de sentido común.
Lo que se dijo y escribió con motivo de esta carta está coleccionado casi todo por el Sr. Aguayo en un libro que publicó en 1866 (2879). Hoy que el interés de la polémica ha pasado, como pasa todo ruido sin sustancia, sería verdadero cargo de conciencia robar el tiempo que se debe a cosas más importantes y entretenernos en la discusión de un librejo tan insulso y baladí, que ni siquiera provoca la risa por lo extravagante, ni sirve de otra cosa que de acrecentar el hondo desprecio que en toda alma recta bien templada producen las apostasías y calaveradas clericales, especie de bufonada grosera que acaba por hastiar a los mismos que la aplauden un momento. Baste dejar consignado, aunque ya pudiera sospecharse, que la prensa liberal, comenzando por los demócratas y acabando por los unionistas, reprodujo y encaramó a las estrellas el aborto de Aguayo: que los periódicos católicos, La Esperanza, La Regeneración y El Pensamiento Español le hicieron trizas en largas y detalladas impugnaciones; que se publicaron otras en folleto aparte, algunas tan dignas de leerse como la del sabio lectoral de Jaén, D. Manuel Muñoz Garnica; la del ardoroso y temible controversista sevillano D. Francisco Mateos Gago y la del presbítero guatemalteco D. José Antonio Ortiz Urruela; que los prelados prohibieron la Carta de Aguayo como escandalosa y sapiente a herejía; que Aguayo se rebeló contra la condenación, apoyado por El Reino y otros periódicos de la Unión Liberal; que, abandonado después por ellos, hizo alianza con La Discusión y con los demócratas, y mereció ser elogiado en tres kilométricos artículos, que por su estilo dicen a voces ser de Castelar; que luego se sometió, se retractó e hizo pública y solemne abjuración de sus errores en manos del arzobispo de Granada; que al poco tiempo volvió a reincidir y a retractarse de su retractación como arrancada minis et terroribus; y, finalmente, que al llegar la revolución del 68, se hizo republicano, y además protestante o cosa tal, y anduvo por los pueblos haciendo misiones contra el poder espiritual del papa (2880). Ignoro cuál ha sido su [915] suerte posterior, ni aun puedo afirmar si a estas horas es muerto o vivo. El escándalo le sacó de la oscuridad por un instante, y su propia medianía, o más bien nulidad, volvió a hundirle en la sombra y en el olvido. Tuvo su día de representar, sin ciencia ni elocuencia, la provocación subversiva y cismática al clero parroquial contra lo que llaman galicanamente los liberales alto clero; provocación frecuente en otras partes, y que aquí, en España, ha caído siempre como en arena.
Apenas me atrevo a incluir en este capítulo de aberraciones heterodoxas aisladas, como no sea a guisa de sainete, la de un clérigo, D. José María Moralejo, catedrático suplente de Teología en la Universidad de Madrid, comúnmente llamado el Cura de Brihuega, porque, en efecto, había desempeñado aquella parroquia en algún tiempo, abandonándola luego para dedicarse a la vida aventurera de clérigo liberal y patriota. Tales cosas hizo y dijo del 20 al 23 en las sociedades patrióticas y en las calles, donde solía ser obligado acompañante de Riego, que en 1824 le fue forzoso emigrar a París. Allí se hizo grande amigo del abate Chatel, que en 1830 había fundado una microscópica iglesia francesa, proclamándose primado de las Galias, con ayuda de un cómico de la lengua, M. Auzon, a quien hizo obispo, y de un tal Fabre Palaprat, antiguo sacerdote juramentado, luego callista o pedicuro, y a la postre gran maestre de la Orden o sociedad secreta de los Templarios, congregación ridícula que se proponía difundir en Francia el culto joanista y las doctrinas del Evangelio eterno.
El Cura de Brihuega, pues, hizo amistades con el primado Chatel, que le consagró obispo, y volvió a España hacia el año 40, condecorado con los títulos de legado maestral del temple en los reinos de España, bailío y ministro honorario del Consejo del Gran Maestrazgo. Y tanto se poseyó de su papel, que llegó a imprimir en 1846 unos estatutos o Bases para el establecimiento en España de la Sociedad Militar y Benemérita del Temple (2881); acuerdo legacial con fuerza de maestral, documento inverosímil, donde el autor renuncia solemnemente, en nombre de sus hermanos del Temple, «a la conquista de la Tierra Santa y Santos Lugares y a todos los bienes, derechos y acciones que poseían al tiempo de su extinción los antiguos templarios». Por este principio puede juzgarse de lo restante. Aegri somnia. Moralejo [916] abjuró o se retractó ante el gobernador eclesiástico de Toledo, perdió su cátedra y murió casi loco, sostenido por la caridad de sus compañeros.