Capítulo III
De la filosofía heterodoxa desde 1834 a 1868, y especialmente del krausismo. -De la apologética católica durante el mismo período.

I. Breve reseña del estado de la filosofía española cuando apareció el krausismo en nuestras aulas; eclecticismo; filosofía escocesa; frenología y materialismo; kantismo y hegelianismo. -II. El krausismo: D. Julián Sanz del Río; su viaje científico a Alemania; su doctrina; sus escritos hasta 1868; sus principales discípulos. -III. Principales apologistas católicos durante este período: Balmes, Donoso Cortés, etc., etc.




- I -
Breve reseña del estado de la filosofía española cuando apareció el krausismo en nuestras aulas; eclecticismo; filosofía escocesa; frenología y materialismo; kantismo y hegelianismo.

    Rota la tradición científica española desde los últimos años del siglo XVIII, nada más pobre y desmedrado que la enseñanza filosófica en la primera mitad de nuestro siglo. Ni vestigio ni sombra de originalidad, no ya en las ideas, que ésta rara vez se alcanza, sino en el método, en la exposición, en la manera de asimilarnos lo extraño. No se imitaba ni se remedaba; se traducía servilmente, diciéndolo o sin decirlo, y ni siquiera se traducían las obras maestras, sino los más flacos y desacreditados manuales. Como único resto de lo antiguo vegetaba en algunos seminarios la escolástica; pero sólo por excepción daba de sí alguna obra profunda y notable, como el Curso de filosofía tomista, del P. Puigserver. Los de Amat y Costa valen menos, pero fueron mejor recibidos en las escuelas. A su tiempo se dirá cómo Balmes y Donoso, y luego los tradicionalistas y, finalmente, los neoescolásticos, hicieron reverdecer el árbol de la ciencia cristiana, y dieron a la cultura española de este siglo los dos o tres libros que más la honran, los únicos que han logrado pasar las barreras de esta última Thule y llamar hacia nosotros la benévola atención de los extraños.

    La revolución vivía de las últimas heces de Condillac y Destutt-Tracy y Bentham. Comparando con tal degradación intelectual, debió de parecer un progreso el sensismo mitigado o sentimentalismo de Laromiguière, que tuvo su principal foco en el Colegio de San Felipe, de Cádiz, y contó por intérpretes a Lista, en la teoría estética y de los sentimientos morales, y al obispo de Cádiz, Aribáu, autor de un Curso de filosofía en cinco volúmenes, [917] ajustado estrictamente a las doctrinas del elegante y simpático profesor de la Sorbona.

    Siguiendo más o menos de cerca todas las evoluciones filosóficas de Francia, en pos del sentimentalismo abrimos la puerta al eclecticismo, pasando de Laromiguière a Royer Collard y a Víctor Cousin. El progreso espiritualista era evidente, pero no produjo obras de filosofía pura dignas de especial mención. Las Lecciones de filosofía ecléctica que D. Tomás García Luna dio en el Ateneo en 1843, y coleccionó luego en dos volúmenes, a los cuales pueden agregarse su Gramática general y su Historia de la filosofía, son pálido reflejo de los libros de Cousin; y tampoco alcanzan otro carácter que el modestísimo de exposiciones para las aulas más elementales el Servant-Beauvais, con adiciones y escollos de López Uribe; el Damiron, traducido libremente o más bien compendiado por Alonso, y otros manuales de catedráticos de universidades o de institutos, mera transcripción de libros franceses, por lo general pésimamente interpretados. Pero, aunque los expositores castellanos del espiritualismo ecléctico brillan con luz tan escasa y mortecina, no es posible dejar en olvido la influencia de esta escuela, que hasta el advenimiento de las doctrinas alemanas dominó casi sola en los centros oficiales de enseñanza con sus compendios buenos o malos y con los programas que Gil y Zárate dio, copiados a la letra de los publicados por Cousin cuando era ministro de Instrucción Pública en Francia. A lo cual ha de añadirse que todos nuestros políticos conservadores y doctrinarios eran, y lo son todavía los que de aquella generación quedan, partidarios de ese espiritualismo, recreativo, incoherente y vago, que parece nacido para solazar los ocios de ministros en desgracia y para dar barniz filosófico a las exhibiciones parlamentarias, filosofía de fácil acceso, que hasta las mujeres cultas pueden leer sin tedio; filosofía de aparente facilidad, como toda filosofía que no lo es, incapaz de satisfacer las exigencias de ningún espíritu grave y lógico que no vea en la ciencia pura más término que la ciencia misma y que, satisfecho con el varonil placer de indagar sistemáticamente la verdad, no se afane ni se desviva a caza de relaciones y consecuencias sociales, o de fórmulas, teorías y recetas que satisfacen la vanidad de un instante, y al día siguiente están olvidadas, desechadas o sustituidas por otras, como que a todo se presta la elasticidad del sistema. Mala y temible cosa son los filósofos metidos a políticos, porque, aun suponiendo que sea buena su filosofía, llevarán siempre a la práctica de la vida lo absoluto, rígido e imperatorio de los principios universales; pero he llegado a pensar que no es menos grave daño el de los políticos que se introducen por sorpresa en el campo de la filosofía, trayendo a ella todas las ligerezas, distracciones y atropellos de su vida, absorta siempre en lo particular y limitado. De este contagio adolecieron los hombres de la Restauración en Francia, y del mismo, y a su ejemplo, los prohombres del partido moderado [918] español, deseosos de distinguirse por su intelectual superioridad sobre la masa progresista. Así es que los verdaderos representantes de la escuela ecléctica española no son los autores de Cursos de filosofía primera, sino los políticos y periodistas que hablaron y escribieron sobre ciencias morales y políticas, de los cuales, dicho sea sin agravio de nadie, sólo uno tenía verdadero temperamento filosófico: Donoso Cortés. Los otros eran hábiles discutidores, excelentes literatos, ingeniosos hacendistas; pero nada de esto basta para franquear las puertas de la escuela de Platón o de Kant.

    Y aun en Donoso hay dos hombres enteramente diversos, sin que el primero, el Donoso ecléctico y doctrinario, anterior a 1848, pueda en modo alguno equipararse con el Donoso apologista católico, autor del Ensayo y de los admirables discursos de 1849. La verdad le enalteció y le hizo libre; libre del sofisma a que su entendimiento, mucho más lógico que ontológico, y, por ende, adorador de la razón humana, irresistiblemente propendía. Hombre de extremos, quizá violento después el intento contrario, no faltará ocasión en que lo dilucidemos. Lo que distinguió siempre a Donoso Cortés desde su primer folleto, desde la Memoria sobre la situación de la monarquía, escrita en 1832, fue su concepto de la revolución, su idea de que en toda cuestión política iba envuelta una cuestión social, así como lógicamente dedujo luego, cuando Dios fue servido de abrirle los ojos, que en toda cuestión social había una cuestión filosófica y una cuestión teológica. La amplitud del pensamiento, la tendencia a vastas síntesis, el buscar en toda cuestión relaciones y adherencias filosóficas, el amor a la fórmula, fueron características en él así en su temporada ecléctica como en su brillante eflorescencia católica. Obra cuyo título las anuncia exclusivamente políticas, como las Consideraciones sobre la diplomacia (1834) y el folleto sobre La ley electoral, son verdaderos himnos a la soberanía de la inteligencia, reina del mundo moral, y ardientes manifiestos doctrinarios, escritos medio en francés, pero pensados con una alteza de que nadie daba entonces ejemplo en España. Donoso invade a cada paso el campo de la filosofía pura así en estos opúsculos como en las Lecciones de derecho político, que explicó en el Ateneo, y que vienen a ser resumen y cifra de las ideas de su primer período.

    Nada más a propósito para comprender la pobreza y los vacíos de la escuela ecléctica aun en sus maestros más eminentes. Donoso habla de la sociedad sin declararnos su origen, probablemente porque no lo sabe ni el sistema lo explica; habla del deber y de la ley, sin investigar el fundamento metafísico de la ley y del deber; establece en el hombre un dualismo irracional entre el entendimiento y la ley, y confiesa ingenuamente que, por localizar la soberanía en alguna parte, la ha localizado en la inteligencia. Cuando un hombre de tan comprensivo entendimiento como Donoso se aquieta con tan pueriles soluciones [919] y las da por filosofía, muy patente está la endeblez anémica de todo doctrinarismo.

    Fuera de esta desdichada escuela, la actividad filosófica de España casi estaba reducida al pequeño círculo o coetus selectus de psicólogos catalanes, partidarios de la filosofía escocesa, que, no contentos con seguir y comprobar los pacientes análisis de la escuela de Edimburgo, había llegado a las últimas consecuencias de la doctrina de William Hamilton antes de conocerle, considerando la conciencia humana en toda su integridad como único criterio de verdad filosófica. El Curso de filosofía elemental, de Martí de Eixalá (1845), fue la primera manifestación de esta doctrina, acrisolada luego en las lecciones orales del inolvidable doctor Lloréns, hombre nacido para la observación interna.

    En algunas cátedras de medicina vegetaban oscuramente el materialismo del siglo XVIII, sin que hubiera recibido nuevo alimento después de el libro de las Relaciones, de Cabanis. A deshora inundaron nuestro suelo, hacia 1840, los empirismos frenológicos y craneoscópicos de Gall, Spurzheim y Broussais, de que se hizo intérprete y fervorosísimo propagador en España el catalán D. Mariano Cubí y Soler, emprendiendo por los pueblos, desde 1843 a 1848, una especie de misión para propagar su doctrina, que mezclaba con la del magnetismo animal (2882) y otros embolismos.

    La frenología no era cosa enteramente nueva en España. Al contrario, en sus orígenes tuvimos parte muy señalada los españoles, como es de ver en el libro de Huarte y en el mucho más raro y más francamente craneoscópico de Esteban Pujasol. Aun en nuestro siglo, fuimos de los primeros en abrir la puerta a la doctrina de Gall, y ya en 1806 se publicó en Madrid una clara y metódica Exposición de su doctrina, redactada por autor anónimo. En 1822, Ernesto Cook, uno de los colaboradores de El Europeo, famosa y singular revista, que dirigía Aribáu, dio a luz otro folleto de explanación de las ideas de Gall. En 1835 se estampó en Madrid, a nombre de una sociedad de naturalistas y literatos, cierto Resumen analítico del sistema del Dr. Gall. Y en 1837 se imprimió en Valencia, traducida al castellano por D. José Zerber de Robles, la Nueva clasificación de las facultades cerebrales, que viene a ser un compendio de Spurzheim. Todos estos libros pueden contarse entre los antecedentes de la enseñanza de Cubí; pero siempre será cierto que él contribuyó, más que otro alguno, a vulgarizar la craneoscopia, así con sus lecciones orales como con sus numerosos escritos, entre los cuales descuellan el Sistema completo de frenología (1844) y la Polémica religioso-frenológico-magnética (2883), de que conviene dar breve noticia por ser curiosidad no impertinente al asunto de este libro. [920]

    Científicamente, la frenología es hoy un empirismo completamente abandonado. La moderna fisiología cerebral ha venido a destronarla en el ánimo de los mismos materialistas, sin que por eso haya adelantado gran cosa en la absurda empresa de encasillar y clasificar minuciosamente las facultades anímicas, cuanto menos distinguirlas por signos exteriores, ni fundar en tal distinción un sistema de predicciones, nueva especie de charlatanería nigromántica. Si esto la ha desacreditado entre los hombres de ciencia, entre los creyentes y filósofos espiritualistas contribuyó a hacerla sospechosa muy desde sus comienzos, y no obstante las explícitas protestas del mismo Gall contra toda interpretación materialista, la declarada tendencia del sistema a confundir la pasividad orgánica con la actividad intelectual y moral del hombre; de donde fácilmente nacían consecuencias destructoras del libre albedrío y de la responsabilidad moral sometida a propensiones físicas ineludibles. Lo cierto es que, desde Broussais y sus discípulos, la frenología degeneró rápida, mente en una forma popular y aun callejera del materialismo y del fatalismo.

    A Cubí, personalmente considerado, no podían dirigírsele tales acusaciones, dado que siempre procuró ajustar, rectificar y aclarar sus más audaces proposiciones de tal suerte que encajasen dentro de la verdad católica, ilesa quoad substantiam. Así y todo, el peligro de su enseñanza y propaganda popular, que, para colmo de males, iba unida con la del magnetismo animal (2884), verdadera superstición, no se ocultó a muy doctos, graves y católicos varones. Fue el primero en combatirle D. Jaime Balmes en cuatro artículos de La Sociedad, revista que publicaba en Barcelona por los años de 1843. Balmes, con su templanza habitual, no negaba la parte de verdad que pudiera haber en la frenología, aun mirada como hipótesis, ni muchísimo menos la relación entre el entendimiento y el cerebro, pero no repugnando la multiplicidad de órganos cerebrales, ya que Santo Tomás enseña que «el alma intelectiva, con ser una por esencia, requiere para sus varias operaciones disposiciones diversas en las partes del cuerpo a que se une»; negaba que esta división, admisible [921] en principio, pudiera fijarse y concretarse del modo anunciado por los frenólogos (2885).

    En su ruidoso paseo por España fue logrando Cubí numerosos adeptos y estableciendo sociedades frenológicas y psicológicas, que por lo general no alcanzaban más larga vida que la que les daba el famoso y sagaz inspector de cabezas. Sus libros no están mal escritos, arguyen lectura más varia que bien digerida y no escasean de noticias y especies curiosas. De su perfecta sinceridad y de la pureza de su fe católica no parece lícito dudar en vista de las espontáneas, llanísimas y no obligadas declaraciones que hizo en la Polémica religioso-frenológica, que sostuvo en Santiago (1848) con un doctor teólogo, D. Aniceto Severo Borrajo, cuyas denuncias y escritos dieron motivo a un proceso eclesiástico en el Tribunal de Santiago. Cubí mostró entonces muy loable sumisión, prometiendo borrar o enmendar en sus obras todo lo que directa o indirectamente pudiera interpretarse como opuesto a las verdades reveladas y ofreciendo para en adelante no explicarse en términos ambiguos y sujetos a siniestra inteligencia, en vista de cuya explícita sumisión el Tribunal levantó mano de la causa, dejando a salvo la persona y sentimientos de Cubí (2886). [922]

    En años posteriores, el propagador más ilustre, elocuente, convencido y honrado del materialismo (2887) fue el Dr. D. Pedro Mata, catedrático de Medicina Legal y Toxicología en la Universidad de Madrid. No será posible dejar en olvido esta simpática personalidad cuando se trace la historia de la ciencia española. Tal como fue, tiene más condiciones para durar y ser leído y famoso que Sanz del Río y otros nebulosos plagiarios de libros alemanes. No es original en el sistema, pero lo es en los pormenores. Sirve, digámoslo así, de transición entre el materialismo tradicional del siglo XVIII y el positivismo del XIX. Tiene del primero la claridad de expresión y cierto buen sentido, que le hace invulnerable contra las fantasmagorías idealistas. Recibe del segundo mayor copia de hechos y observaciones fisiológicas y una más cabal interpretación de los fenómenos naturales. Con haber encarecido toda su vida el poder de la experimentación, con ser tan experimentalista y tan empírico en teoría, no era hombre de anfiteatro ni de laboratorio. Nadie ignora que Mata explicaba toxicología sin hacer experimentos en la cátedra. Más que hombre de ciencia, para lo cual le faltaba cierto desinterés y reposo, era un activo vulgarizador científico, dotado de extraordinaria lucidez de palabra, que parecía agrandarse al contacto de las realidades de la tierra. Para popularizar una doctrina, para exponerla de modo ameno y accesible a la general comprensión, no tenía rival; sus propios libros y sus infinitos discípulos están ahí para atestiguarlo.

    La filosofía de Mata, aún más que materialista y empírica, era sensualista y nominalista; consistía en un horror a los universales, a la personificación de las abstracciones, a los conceptos puros y abstractos. Era un antiyoísmo, un anti-idealismo, mucho más que un materialismo en el estricto rigor de la palabra. Claro que el materialismo iba incluido virtualmente en las negaciones del Dr. Mata, y con leve esfuerzo podía deducirse de ellas. No niega el alma, no le escatima sus facultades, pero es lo cierto que el alma en su sistema sobra. Su observación no es la experiencia psicológica, es la observación de la masa encefálica y del sistema nervioso. No niega la psicología, pero la refunde en la fisiología, como una parte de ella.

    Y, sin embargo, mirada la cuestión con el criterio de la más sana, tradicional y ortodoxa filosofía, esta refundición nada tiene de muy escandaloso y extraño, sino que el Dr. Mata invierte los términos. Admirable por lo contundente en su impugnación del absurdo divorcio establecido por los psicólogos, desde Descartes [923] acá, entre las operaciones del alma y las del cuerpo; pero esto va contra los psicólogos seudo-espiritualistas, no contra la filosofía tradicional. Los fisiólogos en este punto han venido a dar la razón y la victoria a la doctrina escolástica del compuesto humano y del alma como forma sustancial del cuerpo. No hay progreso fisiológico que no sea un nuevo mentís a la incomunicación de los dos mundos amurallados y cerrados cada uno sobre sí que fantaseó Descartes en el hombre. Lo más curioso, lo más razonable y lo más vivo de la obra filosófica de Mata son, sin duda, sus ataques, casi siempre certeros, y a veces conducidos con habilidad dialéctica extraordinaria, contra los psicólogos eclécticos y los yoístas alemanes. Pero su clasificación de las facultades intelectuales, de los instintos y de los sentimientos es una pobreza, atrasadísima ya en 1858 cuando el autor escribía y sembrada de reminiscencias de la Craneoscopia, del Dr. Gall. Ciertamente que tan dudosa originalidad no autorizaba a Mata para llamar a su libro filosofía española. Es filosofía de cualquier parte, de la que se recoge en medio de la calle, de la que destrozan en sus conversaciones los estudiantes de San Carlos. «La razón humana no es una facultad, sino un estado... El cerebro no es un órgano simple, sino un conjunto de órganos... Cada órgano supone una facultad, y cada facultad un órgano... La organización es la causa de los instintos y sentimientos.» Ni siquiera hay novedad en la clasificación de éstos: filogenitura, destructividad, amor a la propiedad, etc. En suma, frenología pura, con alguna novedad de detalles. No es el único pensador en quien la parte negativa vale mucho más que la positiva.

    El suponer las pasiones y los sentimientos resultado exclusivo de la organización, lleva al Dr. Mata, hombre sincero de mucha lógica a su modo, a consecuencias ominosas para la libertad moral y a fundar un criterio médico-psicológico sumamente laxo en todas las cuestiones relativas al diagnóstico diferencial de la pasión y la locura y a la imputabilidad de los actos atribuidos a locos y personas enajenadas. En tan resbaladizo terreno se defendió mal de la nota de fatalista y de los reparos experimentales y de práctica forense, que no ya los psicólogos ni los juristas, sino los médicos, opusieron a su doctrina (2888), la cual [924] lleva derechamente a considerar el crimen como estado patológico y a sustituir los presidios con los manicomios. Entre la juventud universitaria llegó a formar escuela, que en 1868 levantó bandera francamente positivista en El Pabellón Médico, cuyo programa, atribuido al mismo Dr. Mata, fue triturado por la recia mano del Dr. Letamendi en los Archivos de la Medicina Española. Mata, frenólogo primero y secuaz fervoroso de las doctrinas de Gall, como lo patentizan sus lecciones de La razón humana y aun la primera edición de su Tratado de medicina legal, positivista a la postre y pedisecuo de las doctrinas de M. Luys en su libro Del cerebro, fue por más de treinta años el portaestandarte de los empíricos o nominalistas españoles, para lo cual le sirvieron admirablemente su facundia improvisadora, la claridad de su expresión, su nunca rendido ardor polémico, su ardiente fe científica y el prestigio que su enseñanza le daba entre innumerables oyentes. Casi puede decirse que fue jefe de secta. De él dijo pintorescamente Letamendi que «tuvo fuerza dialéctica tan robusta de suyo, pero tan mal empleada, que no parece sino encaballada de hierro, construida para sostener tejados de esteras».

    Las escuelas idealistas alemanas, si se exceptúa la de Krause, tuvieron muy aislados y poco influyentes sustentadores. La misma crítica kantiana, con andar en lenguas de mucho, que la veían cómodamente expuesta en libros franceses de Tissot, Cousin y Barni, fue entendida de muy pocos o aplicada sólo en direcciones secundarias. Así hay algo y aun mucho de kantismo filosófico, matemático en la Teoría trascendental de las cantidades imaginarias, obra póstuma de Rey Heredia, pensador original y solitario, y algo también de la estética kantiana y de la Crítica del juicio puede descubrirse, mezclado con otros elementos allegadizos en la Esthética, de Núñez Arenas. Pero libro de filosofía primera que con todo rigor puede ser calificado de neokantiano, dado que a lo que más se parece es al criticismo de Renouvier, es el del Dr. Nieto Serrano, Bosquejo de la ciencia viviente, el [925] cual, ora por lo abstruso de su estilo, que supera a todo lo imaginable y oscurece a la misma Analítica, ora por la especie de tiranía intelectual ejercida años pasados por los krausistas, no fue leído ni mucho menos juzgado como su extensión y relativa importancia parece que requerían.

    De un modo no menos oscuro ha vivido el hegelianismo, comenzado a difundir en nuestras universidades por los años de 185 1, que sólo en la de Sevilla logró arraigarse, y aun allí está hoy casi muerto. Fue el Sócrates de esta nueva doctrina un catedrático de metafísica llamado Contero Ramírez, de quien ni una sola línea, que yo sepa, se conserva escrita, como no sean las de un programa que su discípulo N. del Cerro publicó en la Revista de Instrucción Pública. Pero, si no sus escritos, a lo menos sus palabras en la cátedra bastó a formar una especie de cenáculo hegeliano, que, dilatando su existencia más allá de los términos de la vida de Contero y no absorbido ni anulado por el posterior dominio del krausismo en la cátedra de Metafísica de Sevilla, todavía conserva sus tradiciones y manda a Madrid aventajados expositores de tal o cual rama de la filosofía de Hegel. Así, v.gr., Benítez de Lugo, expositor de la Filosofía del derecho, y Fabié, traductor de la Lógica, de Hegel, con introducción y escollos de propia Minerva, si bien, respecto de Fabié, conviene advertir tres cosas: 1.ª, que, aunque oyó algún tiempo las lecciones de Contero, no puede con toda propiedad ser llamado discípulo suyo, puesto que recibió más bien su enseñanza de los libros del napolitano Vera; 2.ª, que el hegelianismo de Fabié parece haberse templado y aminorado mucho en estos últimos años, si ya no es que estudios de erudición histórica han distraído su laboriosa atención de las meditaciones metafísicas; 3.ª, que el Sr. Fabié se ha declarado repetidas veces católico, a pesar de ser hegeliano, y por más que esta conciliación ofrezca graves e insuperables dificultades, pues la heterodoxia del hegelianismo no consiste tanto en los pormenores como en el fundamento y esencia del sistema, radicalmente incompatible con la personalidad y distinción del ser divino, prefiero creer que de la vasta construcción de Hegel rechaza el Sr. Fabié todo lo que es incompatible con la verdad cristiana, y acepta sólo tal cual detalle, que luego pule, adereza y amolda de manera que encaje, sin discrepar un punto, en la mismísima Suma de Santo Tomás. De donde vendríamos a sacar por última consecuencia que el Sr. Fabié, reconociendo, como todos, que al estupendo entendimiento de Hegel deben evidente progreso la filosofía del arte, la del derecho, la de la historia y la lógica misma, viene con todo eso a separarse de él en el punto más capital dando a su idealismo una interpretación no hegeliana, sino platónica, en lo cual ya habían caído algunos hegelianos de la derecha. De esta manera imagino yo que el Sr. Fabié, de cuyo catolicismo no he dudado nunca, podría ser hegeliano; es decir, echando al agua a Hegel y quedándose con Cristo. [926]

    No así Pi y Margall. Este sí que es hegeliano, y de la extrema izquierda. Sus dogmas los aprendió en Proudhon ya en años muy remotos, y no los ha olvidado ni soltado desde entonces. Este agitador catalán es el personaje de más cuenta que la heterodoxia española ha producido en estos últimos años. Porque en primer lugar tiene estilo, y, aunque incorrecto en la lengua, dice con energía y con claridad lo que quiere. Franqueza inestimable, sobre todo si se pone en cotejo con la nebulosa hipocresía krausista, que emplea el barbarismo como arma preventiva, puesto que así nadie puede llamarse a engaño. Cierto que la originalidad de Pi es nula y que sus ideas son de las más vulgares que corren en los libros de Proudhon, Feuerbach y Strauss, por lo cual dijo ingeniosamente Valera que no comprendía la enemiga de Pi contra la piedad y aquello de que estaba sacada del fondo común, cuando precisamente el libro en que tales doctrinas se exponían, y que el Sr. Pi tendría indisputablemente por propiedad suya, era de las cosas más sacadas del fondo común que pueden imaginarse. Pero al fin, es algo, y en un estado de barbarie y noche intelectual como el que en este siglo ha caído sobre España no es pequeño mérito haber entendido los libros que se leen, y asimilarse su doctrina, y exponerla en forma, si no correcta, inteligible.

    El Sr. Pi publicó en 1851 una supuesta Historia de la pintura española (2889), cuyo primer volumen (único conocido), con ser en tamaño de folio, no alcanza más que hasta los fines del siglo XV, es decir, a la época en que empieza a haber pintura en España y a saberse documentalmente de ella. De los restantes tomos nos privó la Parca ingrata, porque, escandalizados varios obispos, subscriptores de la obra, de las inauditas herejías que en ella leyeron, comenzaron a excomulgarla y a prohibir la lectura en sus respectivas diócesis, con lo cual el Gobierno abrió los ojos y embargó o quemó la mayor parte de la edición, prohibiendo que se continuara.

    De la parte estética de esta Historia en otra parte hablaré. Pero la estética es lo de menos en un libro donde el autor, asiendo la ocasión por los cabellos y olvidando hasta que hay pintura en el mundo, ha encajado toda la crítica de la Edad Media, y principalmente del cristianismo (2890). De esta crítica, centón informe de hegelianismo popular de la extrema izquierda y humanitarismo progresivo al modo de Pierre Leroux, quedó Pi y Margall tan hondamente satisfecho, que todavía en 1873, como si los años no hubiesen corrido, ni las filosofías tampoco, los reprodujo al pie de la letra con nuevo título de Estudios sobre la Edad Media, y en verdad que debió quedar escarmentado de hacerlo habiendo caído como cayeron bajo la férula de D. Juan Valera, [927] que escribió de ellos la más amena rechifla en la Revista de España, sin que desde entonces el nombre filosófico de Pi y Margall haya podido levantarse de aquel tremendo batacazo. En sustancia, lo que en su Historia de la Pintura enseña Pi es que el cristianismo llevaba implícito, aunque confusamente, el dogma de la unidad y solidaridad humanas, del cual lógicamente se deduce el de la universal fraternidad y aun el del comunismo, pero que Jesús, hombre de aspiraciones sentimentales más bien que de convicciones profundas, no sistematizó su doctrina. Sin embargo de lo cual, el Sr. Pi y Margall no culpa a Cristo (le perdona la vida, como si dijéramos), porque Cristo, después de todo, para su tiempo sabía bastante. ¡Lástima que introdujese el dualismo entre el cielo y la tierra! Pero ¡cómo ha de ser!, la humanidad ha procedido siempre del mismo modo: empieza por tener aspiraciones, acaba por tener sistemas. Aparte de su dualismo, el Sr. Pi nota al cristianismo de poca invención. Jesucristo no fue más que el continuador de los demás filósofos que le habían precedido. Tomó de acá y de allá, de Platón, de Zenón, de Moisés, de los esenios... Sólo le faltó plagiar la Historia de la pintura del Sr. Pi, que en esto de rapsodias tiene tan sagaz olfato, que hasta descubre en la doctrina de los esenios reminiscencias de los poemas de Virgilio. A pesar de tantos arroyuelos como vinieron a enriquecerle, el Evangelio parece, a los ojos del Sr. Pi, oscuro, defectuoso y vago; en suma, una evolución, un orden de ideas más o menos estable, pero no eterno; el resultado legítimo de evoluciones inferiores, cosa absolutamente modificable. La crítica del cristianismo está hecha como pudiera hacerse la de una mala comedia. Lo absurdo, lo grotesco mejor dicho, de tal manera de proceder con ideas que a los ojos del más desalmado racionalista serán siempre las ideas que han guiado y guían a la más culta y civilizada porción de la especie humana y las que han inspirado, por espacio de diecinueve siglos, todo progreso social, toda obra buena, toda empresa heroica, toda sublime metafísica, todo arte popular y fecundo, arguye por sí sola no ya la vana ligereza del autor, sino el nivel espantosamente bajo a que han descendido los estudios en España cuando un hombre que no carece de entendimiento, ni de elocuencia, ni de cierta lectura, y que además ha sido jefe de un partido político y hasta hierofante y pontífice y cabeza de secta, no teme comprometer su reputación científica escribiendo tales enormidades de las cosas más altas que han podido ejercitar el entendimiento humano desde Orígenes hasta Hegel. Y no es cuestión de ortodoxia, sino de buen gusto y de estética y de sentido común. Ya sería harto ridículo decir compasivamente de Aristóteles: «No culpemos al Estagirita...» ¿Qué será decirlo de Cristo, ante quien se dobla toda rodilla en el cielo y en el abismo? ¡No parece sino que las viejas y los párvulos han sido los únicos que han creído en su divinidad! [928]

    Atajada por entonces la continuación de la Historia de la pintura, tuvo Pi y Margall que reservar sus filosofías para ocasión más propicia, como lo fue de cierto la revolución de 1854. Aprovechándose de la ilimitada libertad de imprenta que aquel movimiento político trajo consigo, hizo correr de molde un libro político- socialista intitulado Reacción y revolución, síntesis de las ideas proudhonianas. Allí Pi combate el cristianismo (son sus palabras), anuncia su próxima desaparición, fundado en que el genio ha renacido ya, la revolución ha roto su crisálida; proclama, como sustitución del principio de caridad, el derecho a la asistencia y al trabajo; y en metafísica afirma la identidad absoluta del ser y de la idea, que se desarrolla por modo tricotómico. ¿Qué es la muerte? Una transformación, un nuevo accidente de la vida. ¿Qué es lo que ataja los progresos de la revolución social que proclama Pi? El consabido dualismo, es decir, la creencia en la inmortalidad del alma, que hace al hombre insolidario con la humanidad en el tiempo. «La revolución en España no tiene base filosófica -añade Pi-; apresurémonos a dársela.» Y la base que propone es el panteísmo, entre cuyos partidarios cuenta al mismísimo evangelista San Juan, «cuyo Verbo es el Brahma de los indios, el logos de los alejandrinos, el devenir o llegar a ser de Hegel». ¿Pero Hegel resuelve el misterio? ¿Es Hegel el filósofo que colma y aquieta las altas aspiraciones del Sr. Pi? Sí y no, porque el Sr. Pi nos deja a media miel, limitándose a decir cincuenta veces que es panteísta, que es un ser en sí y para sí, un sujeto objeto, la reproducción de Dios, Dios mismo, una determinación de lo infinito. Lo único que al Sr. Pi le pone de mal humor con Hegel es su teoría gubernamental y cesarista del Estado. El ideal del Sr. Pi es un hegelianismo de gorro frigio, bancos del pueblo y república federal (2891). Así filosofamos los españoles, y de tales filosofías salen tales Cartagenas. Pi, como verdadero enfant terrible de la extrema izquierda, coronó sus propias lucubraciones traduciendo el Principio federativo, las Contradicciones económicas y otros opúsculos de Proudhon, grande y vehemente sofista, propio más que otro alguno para calentar cabezas españolas.

    Del hegelianismo histórico de Castelar y qué cosa sea este hegelianismo, ya se dirán más adelante dos palabras. De otros más oscuros panteístas puede prescindirse sin grave daño. Pero no ha de tenerse por inoportuno hacer mérito de dos libros inauditos y semifilosóficos, que son, cada cual por su estilo, un par de muestras originalísimas del talento audaz e inventivo que tenemos los españoles abandonados, sin temor de Dios, a nuestra espontaneidad racional, para ponernos de un salto, sin [929] libros, en propia conciencia, y como por adivinación y ciencia infusa, al nivel de los más adelantados desvaríos intelectuales de otras naciones y hasta de la docta Alemania. El primero de estos libros se imprimió en 1837, cuando apenas ningún español había oído el nombre de Kant (2892), y menos el de Fichte: el de Schelling ni el de Hegel; cuando nadie sabía de filosofía alemana, ni de metafísica trascendental, ni de sistemas de la identidad, ni de racionalismos armónicos. El rótulo del libro dice a la letra: Unidad simbólica y destino del hombre en la tierra o filosofía de la razón por un amigo del hombre. Obra dedicada a la infancia de Isabel II, reina de España (2893). Consta de varios tomitos pequeños, en que está repetido siete u ocho veces el sistema. El amigo del hombre era un progresista, don Juan Álvarez Guerra, que para dedicarse con todo sosiego a la búsqueda de la unidad simbólica no quiso ser jefe político de una provincia según nos cuenta en el preámbulo. No se busquen en su sistema reminiscencias francesas ni alemanas; confiesa que no sabe nada, que no ha leído nada, como no sean Rousseau y Benardino de Saint-Pierre: es filósofo autodidacto; todo lo va a sacar de su propio fondo, todo lo va a «elaborar con su sola razón; si es ignorante, tanto mejor, así estará menos apartado de la verdad». La educación es la que pierde y extravía al hombre, haciéndole olvidar la ciencia que trae grabada en el alma cuando viene al mundo. Esta ciencia es la verdad divino-universal, o séase la unidad simbólica. ¿Y qué es la unidad simbólica, pregunta Álvarez Guerra en una especie de catecismo que va al fin de la obra? «Es la materia unida a su orden de acción, es la unidad físico-moral, o la eternidad inconcebible, unida a su creación y formando el universo ordenado... Esta unidad es compleja y es el símbolo o el tipo que tomó la misma eternidad para toda su creación, así en grande, o colectivamente, como en pequeño, o en cada uno de los seres creados. Y llámase esta unidad físico-moral porque sus dos partes o factores son la materia y su orden de acción amorosa impreso en la materia... El hombre no puede concebir a su creador sino unido a su creación y formando la unidad simbólica de todo el universo.» El sistema es, pues, una especie de armonismo krausista, y eso que Álvarez Guerra no tenía el menor barrunto de la existencia de un hombre llamado Krause. «En cada globo celeste, y esto también es krausi-espiritismo de lo más fino, hay una inteligencia reguladora de todo el contenido del mismo. A esta inteligencia parte o emanación de la unidad simple se le dio su unidad compleja y simbólica, su dirección recta en los dos factores del impulso y moderador.» Este impulso y este moderador rigen y gradúan toda la moral práctica [930] de Álvarez Guerra. «Aplica tu moderador a tu impulso, y serás feliz», he aquí su imperativo categórico. «Es un dislate creer que hay mal alguno -añade muy satisfecho-. En el Creador todo es bien, porque su obra es infinita en espacio, tiempo y número, con dos polos de ascenso y descenso, que llevan consigo la unidad simbólica, la unidad redonda que llamamos todo»; una especie de círculo semejante al que trazaba Salmerón en la pizarra allá cuando aprendíamos metafísica (2894). Para difundir esta filosofía y restablecer el orden moral, el Ser Supremo, por uno de los atributos de su omnipotencia (voy copiando siempre al Sr. Álvarez Guerra), eligió al autor de la unidad simbólica, temerario hijo de la nada, la más imbécil de sus criaturas... (p. 6).

    El otro libro a que aludí se rotula Armonía del mundo racional en sus tres fases, la humanidad, la sociedad y la civilización (2895), y su autor, D. Miguel López Martínez, director de un periódico moderado, le escribió con el inverosímil propósito de poner de acuerdo el panteísmo con el dogma católico (¡!). La actividad humana es una modificación de la divina. A las modificaciones debió preceder una esencia que pudiera modificarse y ser eterna, cualquiera que fuese la duración de su estado de unidad absoluta. La creación es una modificación de Dios que la sacó de su propia esencia. El hombre es la determinación más noble de la existencia creada, etc., etc., de la esencia una e infinita, que se modifica toda y perpetuamente. El atributo diferencial del absoluto específico humanidad es la razón, que aspira al infinito por su identidad con el absoluto universal, etc.

    A esto y poco más se redujo nuestra cultura filosófica no católica en el período anterior a la dominación de los krausistas. A su tiempo haremos breve memoria de los impugnadores de Donoso Cortés, entre los cuales descolló el neocartesiano Martín Mateos, partidario de Bordas-Demoulín entonces y convertido a la larga en apologista ortodoxo.

    La filosofía social, más bien que la metafísica pura, ofreció campo a los débiles y aislados conatos de nuestros pensadores. Así y todo, apenas se hizo más que traducir algunos catecismos humanitarios de los más vulgares que en Francia había engendrado el impulso de Lamennais y de Pierre Leroux. Así Larra puso en castellano Las palabras de un creyente, con el título de El dogma de los hombres libres, anteponiéndole un prologuillo de sabor cuasi protestante. El biógrafo y apologista de Larra, D. Cayetano Cortés, autor de un Compendio de moral, libro semideísta, imprimió también un Ensayo crítico sobre Lamennais y sus obras, o breve exposición de los principios democráticos y su influencia presente y futura en la sociedad humana, donde se afirma sin ambages que «el cristianismo es sólo un gran pensamiento social», y que es preciso regenerarle quitando [931] al papa «la acción e influencia que hasta ahora ha ejercido en el régimen y disciplina de las iglesias cristianas». De los falansterios de Fourier se hizo apóstol el demócrata Sixto Cámara en su librejo Del espíritu moderno, o sea carácter del movimiento contemporáneo. Otro demócrata con puntas de filósofo y de reformador social, notable sobre todo por lo desusado y apocalíptico de su estilo, D. Roque Barcia, comenzó a sonar y a florecer por los años de 1854. En su Filosofía del alma humana (2896) y en el tratadito de la Generación de las ideas que la acompaña expuso doctrinas ontológico-psicológico- filológicas tan revesadas y sui generis, que algunos, en su afán de clasificarlo todo, las han calificado de sincretismo greco-oriental ligera y vagamente formulado. La esencia es para Barcia la virtud eterna del ser, el principio oculto de la existencia universal. En esta unidad de esencia se funda la unidad de las ideas, modificaciones o expresiones parciales todas ellas de la idea primera, signo de la afirmación universal. De aquí la posibilidad de organizar una síntesis de los conocimientos humanos fundada en que todo es universal y todo es uno. Sobre la misma base panteísta pienso que estaría edificado su libro rarísimo de El cristianismo y El progreso, que nunca he alcanzado a ver, porque el Gobierno de 1861 embargó y destruyó la edición, dando ocasión a Barcia para exclamar: «¡Me han quemado vivo en mi pensamiento!». Desde 1855, Barcia había penetrado en el campo de la heterodoxia franca como aventurero desligado y sin bandera conocida, a no ser la de un protestantismo liberal, latísimamente interpretado a tenor de la genialidad del autor: «No, quiero la razón helada de Lutero ni de Calvino... Yo, hijo de Jesucristo, hijo de su cruz y de su palabra: yo, Jesucristo como creencia y como historia, quiero que la religión que yo adoro abra un juicio a los que se llaman doctores suyos y que sean medidos de los pies a la cabeza por el sentimiento cristiano.» Así exclamaba en su folleto Cuestión pontificia, al cual siguieron la Teoría del infierno y otros paladinamente heréticos.

    La absoluta miseria filosófica de España en el largo período que vamos historiando muéstrase patente en lo contradictorio, antinómico y vago de las ideas generales que informan aquella brillante literatura romántica, donde todo acierto parece como instintivo y donde se procede siempre por atisbos, vislumbres, adivinaciones y fantásticos caprichos mucho más que por principios lógicamente madurados. Viniendo tras de un siglo de poesía prosaica como lo fue el siglo XVIII, era natural que extremasen los románticos el intento contrario y que procurasen prescindir de la labor racional como de potencia áspera y enojosa. Solían hacer arte puro, sin darse cuenta clara de ello ni saber [932] de la moderna fórmula el arte por el arte; pero con más frecuencia, y escudados con su propia ignorancia, se atribuían pretensiones trascendentales y hablaban mucho de la misión del poeta. Húboles entre ellos grandísimos y estupendos, tales como desde Calderón acá no habían aparecido en España, pero su verdadera misión no fue otra que hacer buenos versos y dejar frutos regalados de hermosa y castellana poesía. De la intención trascendental de sus obras, ¿quién sabe nada ni quién ha de tomarla por lo serio? Cuando en España no había ya filósofos, ¿cómo pedir filosofía al poeta, que Platón define cosa leve y alada? Los románticos eran poetas en un estado de cultura casi precientífico, lo cual quiere decir que eran poetas a secas y a la buena de Dios, sin metafísicas ni simbolismos. Eran a modo de Spiráculos, por medio de los cuales hablaba el estro santo y pronunciaba la Pitia sus oráculos. Generalmente se jactaban de no saber nada, de no haber estudiado ni querer estudiar ni saber cosa ninguna, sobre todo de las universales y abstractas. Unos decían con Espronceda:

                                 ¡Yo, con erudición, cuánto sabría!

    Otros, como Tassara, se lamentaban amargamente y se creían infelices porque lo sabían todo. Y ciertamente que en los más de ellos no había motivo para tales lamentaciones. Lo general, lo corriente, lo popular en España y entre poetas era no saber nada, o aparentarlo con tanta extremada perfección, que el disimulo se confunde con la realidad. De aquí la ausencia de todo propósito trascendental; de aquí que un mismo drama resulte, según se mire, providencialista o fatalista; de aquí que un mismo poeta, en el espacio de pocos versos y de una misma composición, aparezca ateo y creyente, blasfemo y devoto, libertino y asceta, tradicionalista y racionalista, escéptico de la razón humana y escéptico del poder divino. ¿Quién esperaría encontrar, y es observación agudísima del Sr. Valera, en los versos de Espronceda a Jarifa un ataque directo a la razón humana, calificada de delirio insano, como no lo ha hecho el más furibundo tradicionalista, como no lo hizo el mismo Donoso Cortés? Verdad es que Espronceda tenía inquina y mala voluntad a la razón, y por eso dijo en El estudiante de Salamanca:

                                 Que es la razón un tormento,
y vale más delirar
sin juicio, que el sentimiento
cuerdamente analizar
fijo en él el pensamiento.

    Y ciertamente que es más cómodo no razonar, si el razonamiento ha de servir sólo para acumular las trivialísimas dudas que uso el poeta en boca del gigante en el estupendamente versificado prólogo de El diablo mundo:

                                     ¿Es Dios tal vez el Dios de la venganza,
y hierve el rayo en su irritada mano?, etc., etc... [933]

    Espronceda, sin embargo, por una maravillosa intuición poética, acertó a expresar y a revestir de formas y colores, en ese mismo prólogo y en el primer canto de su poema, ciertas ideas filosófico-panteístas de eterna circulación de la vida como raudal perenne de la idea en la materia. La inmortalidad que se celebra en el hermoso himno:

                                 Salve, llama creadora del mundo,
lengua ardiente de eterno saber,
puro germen, principio fecundo
que encadenas la muerte a tus pies,

    no parece ser otra cosa que la idea hegeliana, libre y poéticamente interpretada, o más bien presentida antes que comprendida, por el poeta.

    Bien decía él de sí mismo:

                                 Vamos andando sin saber adónde.

    Fue muy posterior la irrupción de la metafísica alemana, como nuevo ingrediente mitológico, en nuestros poemas. Aún no había escrito el Sr. Campoamor (pienso que por broma o desenfado humorístico) en su ya olvidado poema Colón aquellas inverosímiles octavas, que parecen un trozo de programa schellingiano:

                                         Del mundo, el hombre y Dios tal es la ciencia;
la creación el yo brota inflamada;
el yo es un Dios de limitada esencia,
Dios es un yo de esencia ilimitada
   
Y, siendo el yo creado un Dios finito,
es el Dios increado un yo infinito.

    No sé si los lectores de 1851 entenderían esta monserga, pero sé que los poetas de 1837 no hilaban tan delgado, reduciéndose sus audacias en el terreno de lo especulativo a tal cual alarde de escepticismo o de indiferencia en cuanto al destino futuro:

                              Nada me importa mi ceniza fría
donde vaya a parar; irá a la nada,
adonde va la rama abandonada,
adonde va esa flor (2897).

    Las traducciones de novelas francesas fueron no leve parte en la propagación de malsanas novedades. A ello contribuía el bajísimo estado intelectual de nuestro pueblo, incapaz entonces de paladearse con más sustanciosas novedades. Las mismas teorías filosófico-sociales y humanitarias reclamadas en Francia llegaban aquí mucho más por las novelas de Jorge Juan o por los indigestos abortos, hoy olvidados, de Eugenio Sué (2898) que [934] por libros abstractos y teóricos. La impía soberbia de Lelia, los sueños teológicos del pesadísimo Espiridión, último eco de las doctrinas del Evangelio eterno; la apoteosis de los taboritas o calixtinos de Bohemia en La condesa Rudolstat, no diré que hicieran muchos prosélitos, pero sí que el espíritu general de todo ello y la atmósfera de teosofía o iluminismo librepensador en que se movía la célebre escritora debió hacer algunas víctimas entre las mujeres de alma apasionada y soñadora. En cuanto al vulgo de los lectores, hallaba más placer en las bestiales invenciones y en la burdísima trama de Martín el Expósito o de los Misterios de París. Así, pues, debió ser, y fue de hecho, mayor el estrago de la novela socialista que el de la racionalista y dogmatizante. Y no es cosa poco triste que, para hacer la historia de un período del desarrollo de las ideas en España, tengamos que buscarla en tan anticientíficas cloacas (2899). [935]

- II -
El krausismo. -Don Julián Sanz del Río; su viaje científico a Alemania; su doctrina; sus escritos hasta 1868; sus principales discípulos.

    Allá por los años de 1843 llegó a oídos de nuestros gobernantes un vago y misterioso rumor de que en Alemania existían ciencias arcanas y no accesibles a los profanos, que convenía traer a España para remediar en algo nuestra penuria intelectual y ponernos de un salto al nivel de nuestra maestra la Francia, de donde salía todos los años Víctor Cousin a hacer en Berlín su acopio de sistemas para el consumo de todo el año académico. Y como se tratase entonces del arreglo de nuestra [936] enseñanza superior, pareció acertada providencia a D. Pedro Gómez de la Serna, ministro de la Gobernación en aquellos días, enviar a Alemania, a estudiar directamente y en sus fuentes aquella filosofía, a un buen señor castellano, natural de Torre-Arévalo, pueblo de la provincia de Soria, antiguo colegial del Sacro-Monte, de Granada, donde había dejado fama por su piedad y misticismo, y algo también por sus rarezas; hombre que pasaba por aficionado a los estudios especulativos y por nada sospechoso en materias de religión.

    La filosofía alemana era, aunque poco conocida de los españoles, no enteramente forastera, ni podía suceder otra cosa cuando de ella daban tanta noticia y hacían tales encarecimientos los libros franceses, únicos que aquí leíamos. El mismo Balmes alcanzó a estudiar, en traducciones, la Crítica de la razón pura, la Doctrina de la ciencia y el Sistema de la identidad, e hizo sobre ellos observaciones profundas, como suyas, en la Filosofía fundamental, obra que los gnósticos españoles han afectado mirar con desdén, pero que alguna oculta virtud debe de tener en sí cuando tanto se han quebrado en ella los dientes el mismo hierofante Sanz del Río y su predilecto discípulo Tapia.

    Balmes, que en sus últimos años leyó no poco y que, presintiendo una revolución filosófica en España, trató de ahogar el mal con la abundancia del bien, restaurando, aunque no sistemáticamente, la escolástica e impugnando las negaciones racionalistas más bien que oponiéndoles un cuerpo de filosofía ortodoxa, no perdió de vista, ni siquiera en sus tratados elementales, ni siquiera en la Historia de la filosofía, con que cierra su compendio, lo que sabía del movimiento filosófico de Alemania, y hasta dio idea bastante clara de algunos puntos del sistema de Krause, tomándolos de las Lecciones de psicología, de Ahrens.

    Ya en 1851 se había publicado, traducido a nuestra lengua por D. Ruperto Navarro Zamorano, el Curso de derecho natural o filosofía del derecho, del mismo Ahrens, impreso por primera vez en Bruselas en 1837, y que todavía hoy se reimprime y traduce entre nosotros, y se recomienda en las cátedras, y se devora por los estudiantes como novissima verba de la ciencia. El primitivo traductor suprimió un capítulo entero sobre la religión, porque contenía doctrinas que, atendido nuestro estado actual, sería grande imprudencia difundir. ¡Notable escrúpulo de traductor, cuando dejaba todo lo demás intacto!

    Es error vulgarísimo el creer que Sanz del Río fue enviado a Alemania a aprender el krausismo. Basta hojear su correspondencia para persuadirse del verdadero objeto de su comisión, que fue estudiar la filosofía y la literatura alemanas en toda su extensión e integridad, lo cual él no hizo ni podía hacer quizá, por ser hombre de ninguna libertad de espíritu y de entendimiento estrecho y confuso, en quien cabían muy pocas ideas, adhiriéndose estas pocas con tenacidad de clavos. Sólo a un [937] hombre de madera de sectario, nacido para el iluminismo misterioso y fanático, para la iniciación a sombra de tejado y para las fórmulas taumatúrgicas de exorcismo, podía ocurrírsele cerrar los ojos a toda la prodigiosa variedad de la cultura alemana y, puesto a elegir errores, prescindir de la poética teosofía de Schelling y del portentoso edificio dialéctico de Hegel, e ir a prendarse del primer sofista oscuro, con cuyos discípulos le hizo tropezar su mala suerte. Pocos saben que en España hemos sido krausistas por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza intelectual de Sanz del Río. Pero, afortunadamente, un discípulo suyo, hijo del mayor protector que entonces tenía Sanz del Río en el Ministerio de Instrucción Pública, ha publicado cartas del filósofo en que hay las más explícitas revelaciones sobre este punto (2900).

    Sanz del Río poseía, antes de su viaje, ciertas nociones de alemán, que luego perfeccionó, hasta ponerse en situación de entender los libros y de entenderse con las gentes. La visita que hizo en París a Víctor Cousin no le dejó satisfecho; su ciencia le pareció de embrollo y de pura apariencia. No faltará quien sostenga que, con toda su ligereza trascendental, que yo reconozco, el doctísimo ilustrador de Platón, de Proclo y de Abelardo, el autor de tantos deleitables cursos de historia de la filosofía, el renovador de la erudición filosófica y caudillo de una falange de investigadores muy de veras y no de embrollo ni de apariencia, el vulgarizador elegantísimo del espiritualismo entre las gentes de mundo y (¿por qué no decirlo, aunque pocos se lo agradezcan?) el crítico exterminador del sensualismo condillaquista, será siempre en la historia de la filosofía un personaje de mucha más importancia que Krause y su servilísimo intérprete Sanz del Río y que todos los krausistas belgas y alemanes juntos, porque sabía más que ellos, y entendía mejor lo que sabía, y lo exponía además divinamente y no en términos bárbaros y abstrusos. Enhorabuena que Aristóteles, o Santo Tomás, o Suárez, o Leitbnitz, o Hegel pudieran calificar de ligera y de filosofía para uso de las damas la de Víctor Cousin; pero que venga a decirlo un espíritu tan entenebrecido como el de Sanz del Río, cuyo ponderado método se reduce a haber encerrado sus potencias mentales en un carril estrechísimo, trazado de antemano por otro, cuyas huellas va repitiendo con adoración supersticiosa, es petulancia increíble. Pero ya se ve; a los ojos como los de Sanz del Río, que sólo aciertan a vivir entre telarañas, todo lo que sea luz y aire libre ha de serles forzosamente antipático.

    Así que nada oyó en la Sorbona que le agradase, y para encontrar filósofos de su estofa, y aun no tan enmarañados, pero sí tan sectarios como él, tuvo que ir a Bruselas y ponerse [938] en comunicación con Tiberghien y con Ahrens, que le dio a conocer a Krause y le aconsejó que sin demora se aplicase a su estudio, dejando a un lado todos los demás trampantojos de hegelianismo y cultura alemana, puesto que en Krause lo encontraría todo realzado y transfigurado por modo eminente. Mucho se holgó Sanz del Río del consejo, sobre todo porque le libraba de mil estudios enojosos y del quebradero de cabeza de formar idea propia de las cosas y de juzgar con juicio autónomo las múltiples y riquísimas manifestaciones del genio alemán. ¡Cuánto mejor encajarse en la cabeza un sistema ya hecho y traerle a España con todas sus piezas!

    El espíritu de Sanz del Río no sabía caminar un paso sin andadores. «Como guía que me condujera con seguridad por el caos que se presentaba ante mi espíritu, hube de escoger de preferencia un sistema, a cuyo estudio me debía consagrar exclusivamente hasta hallarme en estado de juzgar con criterio los demás.» Excuso advertir que este día no llegó nunca, y que el camino tomado por Sanz del Río era el que más debía alejarle de tal fin, si es que alguna vez se le propuso, ya que, comenzando por encajonar su entendimiento en un dogmatismo cerrado y por jurar in verba magistri, tornábase de hecho incapaz de ver ni de juzgar nada que no fuese aquello, abdicaba de su propio pensar y hasta mataba en sí el germen de la curiosidad.

    Nadie ignora que en tantos años como Sanz del Río desempeñó la cátedra de Historia de la filosofía, ni por casualidad tocaba tal historia; bastábale enseñar lo que él llamaba el sistema, es decir, el suyo, el de Krause, la verdad, lo uno. Lo que habían pensado los demás, ¿qué le importaba? «Escogí aquel sistema -prosigue diciendo- que, según lo poco que yo alcanzaba a conocer, encontraba más consecuente, más completo, más conforme a lo que nos dicta el sano juicio, y sobre todo más susceptible de una aplicación práctica (¡vaya un metafísico!)...; razones todas que, si no eran rigurosamente científicas, bastaban a dejar satisfecho mi espíritu.» Bueno es hacer constar que Sanz del Río se hizo krausista por razones no rigurosamente científicas.

    Instalado ya en la Universidad de Heidelberg, cayó bajo el poder de Leonhardi y de Roeder, que acabaron por krausistizarle y de taparle los oídos con espesísima cera para que no oyese los cantos de otras sirenas filosóficas que podían distraerle de la pura contemplación del armonismo. Las pobrísimas observaciones que luego hizo sobre Hegel muestran hasta dónde llegaba esta superstición y embebecimiento suyo. A los pocos meses de estudiar el krausismo, y antes de haberle comparado con otros sistemas, ya escribe a D. José de la Revilla que «tiene convicción íntima y completa de la verdad de la doctrina de Krause; convicción producida directa e inmediatamente por la doctrina misma que yo encuentro dentro de mi mismo ser, si no idéntico, total». Dentro de su mismo ser encuentra cada cual [939] todo lo que quiere, incluso los mayores absurdos. Si esto no es proceder como un fanático cortarse voluntariamente las alas del pensamiento, y desentenderse de toda realidad exterior, confesaré que tienen razón los que llaman a Sanz del Río campeón de la libertad filosófica.

    Sanz del Río temía cándidamente que esta doctrina fuese demasiado buena o demasiado elevada para españoles; pero, con todo, estaba resuelto a propagarla, porque puede acomodarse a los diferentes grados de cultura del espíritu humano. Ya para entonces había dado al traste con sus creencias católicas: «¿Cree usted sinceramente -escribía a Revilla- que la ciencia, como conocimiento consciente y reflexivo de la verdad, no ha adelantado bastante en dieciocho siglos sobre la fe como creencia sin reflexión para que en adelante, en los siglos venideros, haya perdido ésta la fuerza con que ha dirigido hasta hoy la vida humana?»

    Sanz del Río hizo dos visitas a Alemania: una en 1844, otra en 1847. En el intervalo de la una a la otra residió en Illescas, pueblo de su mujer, haciendo tales extravagancias, que las gentes le tenían por loco. Y realmente da algo que sospechar del estado de su cabeza en aquella fecha una carta enormísima y más tenebrosa que las Soledades, de Góngora, que en 19 de marzo de 1847 dirigió a su mecenas D. José de la Revilla. Allí se habla o parece hablarse de todo, especialmente de educación científica; pero lo único que resultaba bastante claro es que el autor pide, en términos revesados y de conjuro, aumento de subvención y de sueldo. Véase con qué donaire escribía Sanz del Río sus cartas familiares: «Ahora, pues, en el proseguimiento de este propósito, con la resolución de que hablo a usted, ocúrreseme de suyo considerar lo que me resta de personalidad exterior, digámoslo así, en el sentido del objeto propuesto y de relaciones con el Gobierno bajo el mismo respeto..., cuanto más que en el caso presente el todo que en ella se versa trae su principio y conexión directa del Gobierno... En conformidad de esto, he debido yo preguntarme: ¿en qué posición me encuentro ahora con el Gobierno y cómo obraré en correspondencia con ella... en la condicionalidad y ocasión presente?... ¿Cómo y por qué género de medios conviene que sea cumplido a lo exterior el objeto de mi encargo? Y como parte contenido en este genérico, ¿qué fin inmediato, aun bajo el mismo respeto de aplicación exterior, llevo yo propuesto en la resolución de viajar?»

    Yo no sé si D. José de la Revilla llegó a entender ni aun leer entera esta carta, que en la impresión tiene cuarenta y tantas páginas de letra menudísima, todas ellas tan amenas como el trozo que va copiado; pero es lo cierto que a él y a las demás oficinas les pareció un monstruo y un genio el hombre que tan oscuramente sabía escribir a sus amigos hasta para cosa tan trivial como pedir dinero. Así es que determinaron crear [940] para él una cátedra de Ampliación de la filosofía y su historia en el Doctorado de la Facultad de Letras, cátedra que Sanz del Río rechazó al principio con razones tan profundas, que el ministro y los oficiales hubieron de quedarse a media miel, dejándole al fin en libertad de aceptar la cátedra cuando y como quisiera y de imprimir o dejar de imprimir un Tratado de las sensaciones, que había traído de Alemania como fruto de sus tareas.

    Sanz del Río, aunque escritor laborioso y muy fecundo a su modo, con cierto género de fecundidad estrambótica y eterna repetición de las mismas ideas, no estaba aquejado de la manía de escribir para el público. Gustaba más de la iniciación oral y privada en el cenáculo de discípulos que comenzó a atraerse desde que ocupó la cátedra de la Central. Cuando escribía, solía hacerlo para sí mismo y para esos oventes más despiertos; así es que obra suya propiamente filosófica no hay ninguna anterior a la Analítica. Antes sólo se había dado a conocer por algún trabajo de los que él llamaba populares, v.gr., la traducción o arreglo del Compendio de historia universal, compuesto en alemán por el Dr. Weber, de la Universidad de Heidelberg, y aumentado por el nuestro con varias consideraciones generales y notas de sabor panteístico-humanitario, a pesar de lo cual la obra se publicó en 1853 bajo el patrocinio de altísimos personajes conservadores y fue señalada como libro de texto en nuestras universidades. La traducción es incorrecta y estrafalaria; hasta las cosas más vulgares se dicen con giros memorables por lo ridículos: El espíritu simple de los primeros pueblos no tenía más que un ojo (leemos en la página 297 del tomo l).

    Cúpole en turno a Sanz del Río la oración inaugural de la Universidad en el curso de 1857 a 1858 (2901), e hizo con mejor estilo del que acostumbraba, y aun con cierta varonil y austera elocuencia, que no excluye la dulzura cautelosa y persuasiva, un elogio de los resultados morales de la filosofía y exhortación a los jóvenes a su estudio como única ley, norma y disciplina del espíritu. En tono medio sentimental, medio estoico, todo tira en aquel discurso a insinuar las ventajas de la llamada moral independiente y desinteresada, de la ética kantiana en una palabra, que a ella vendrá a reducirse, si es que tiene algún sentido, la perogrullada de Krause, que cita Sanz del Río como portentoso descubrimiento suyo: El bien por el bien como precepto de Dios. Fórmula ambidextra por decirlo así, pero que, entendida como suena, sería cristiana y de las más corrientes si no supiéramos lo que significa la palabra Dios en todo sistema panteístico. La hipocresía es lo peor que tiene el krausismo, y ésta es la razón de aquel discurso tan capciosamente preparado, rebosando de misticismo y ternezas patriarcales, donde venía a anunciarse [941] a las almas pecadoras una nueva era, en que el cuidado de ellas correría a cargo de la filosofía, sucesora de la religión en tales funciones, deslumbrase a muchos incautos, hasta que el señor Ortí y Lara, joven entonces, que desde aquel día se convirtió en sombra negra para Sanz del Río y los krausistas, descubrió el veneno en un diálogo que publicó en La Razón Católica, revista de Granada. Este arrojo le costó (y dicho sea entre paréntesis, como una de tantas muestras de la tolerancia krausista) una represión de parte del Consejo universitario.

    En 1860 logró la solicitud de sus discípulos que Sanz del Río se decidiese a confiar a los tórculos la primera parte de sus lucubraciones metafísicas, encabezada con el rótulo de Sistema de la filosofía-análisis (2902), que luego se trocó en el más breve y sencillo de Analítica. En cuanto a la segunda parte, o Sintética, debió de llevarse al otro mundo el secreto, porque ni él lo reveló ni sabemos que ninguno de sus discípulos lo haya descubierto.

    Entrar aquí en una exposición minuciosa del análisis krausista sería tan impertinente en una obra histórica como inútil, ya que es sistema enteramente muerto y del cual reniegan los mismos que en otro tiempo más fervorosamente le siguieron. Además, aunque los krausistas hayan querido presentar su filosofía como inaccesible a los profanos, de puro alta y sublime, es lo cierto que, reducida a términos llanos y despojada de toda la bambolla escolástica con que la han revestido ad terrorem puerorum, es fácil encerrarla en muy breves y nada originales proposiciones, y así lo han hecho sus impugnadores castellanos, entre los cuales merecen especial atención el Sr. Ortí y Lara y el señor Caminero.

    La escuela krausista, modo alemán del eclecticismo, se presenta, después de cosechada la amplia mies de Kant, Fichte, Schelling y Hegel, con la pretensión de concordarlo todo, de dar a cada elemento y a cada término del problema filosófico su legítimo valor dentro de un nuevo sistema que se llamará racionalismo armónico. En él vendrán a resolverse de un modo superior todos los antagonismos individuales y todas las oposiciones sistemáticas; el escepticismo, el idealismo, el naturalismo, entrarán como piedras labradas en una construcción más amplia, cuya base será el criticismo kantiano. La razón y el sentimiento se abrazarán estrechamente en el nuevo sistema. Krause no rechaza ni siquiera a los místicos; al contrario, él es un teósofo, un iluminado ternísimo, humanitario y sentimental, a quien los filósofos trascendentales de raza miraron siempre con cierta desdeñosa superioridad, considerándole como filósofo de logias, como propagandista francmasónico, como metafísico de institutrices; en suma, como un charlatán de la alta ciencia, que la humillaba a fines inmediatos y no teoréticos. [942]

    Ni siquiera en el punto de partida tiene novedad Krause. Como Descartes, como casi todos los espiritualistas poscartesianos, arranca de la afirmación de la propia existencia, de la percepción simple, absoluta, inmediatamente cierta del yo; percepción no adquirida en forma de idea, ni por juicio, razonamiento o discurso, sino por inmediata y misteriosa intuición. Este conocimiento yo es como el huevo en que está encerrada toda la ciencia humana, así la analítica como la sintética.

    Yo bien sé que Sanz del Río, o séase Krause, que habla por su boca, no quiere avenirse a que su sistema se confunda con el de Fichte, antes terminantemente dice que no es la intuición yo el principio de todo conocimiento, y que en nosotros se da el conocimiento de nuestro cuerpo y el del mundo exterior, y además pensamos seres superiores a nosotros. Pero, bien mirada la cuestión, muy claro se ve ser de palabras, puesto que Krause afirma que el pensamiento de otros seres que yo se da siempre de un modo relativo, condicionado y subalterno, como explicándose por el conocimiento yo y teniendo en él su raíz en medio de la aparente oposición.

    Considerado el yo en sus propiedades fundamentales, afirma de él la ciencia analítica que es uno, el mismo, todo y enteramente, es decir, su unidad, su identidad y su omneidad, palabra bárbara sustituida por Sanz del Río en nuestro vocabulario filosófico a la totalidad u otra análoga. De estas propiedades del ser, o séase del yo, porque ya empieza el perpetuo sofisma de confundirlos, deduce Krause, atento siempre a lo práctico y ético, esta regla de conducta o imperativo categórico: «Sé uno, el mismo, todo contigo, realiza en unidad, en propiedad, en totalidad la ley de hombre en todas tus funciones y relaciones, por toda tu vida.»

    Reconociendo el yo en su interioridad, se afirma analíticamente la distinción de espíritu y cuerpo, puesto que el yo es el fundamento permanente del mudar y el sujeto y la base de sus estados. La percepción inmediata de este dualismo no es pura percepción sensible; requiere una porción de anticipaciones racionales (cosa, algo, lo propio, lo todo, la parte, la relación, etc.), sin los cuales jamás podríamos formar sobre la actual impresión sensible un conocimiento propio y preciso de nuestros estados, sentidos como partes de nuestro cuerpo.

    Pero el cuerpo no está aislado, pertenece todo a la naturaleza como parte viva y contenida en ella, y como la naturaleza es exterior y opuesta a nosotros mismos, también el cuerpo, como parte de la naturaleza, es exterior a mí, es lo otro que yo. De aquí procedemos al conocimiento analítico de la naturaleza. La naturaleza es cosa en sí, sujeto de sus propiedades, extensa en el espacio, continua en el tiempo. La percepción inmediata del sentido no nos autorizaría para afirmar que se daba fuera de nosotros un objeto y mundo natural, una naturaleza sensible, porque el carácter singular y contingente de toda sensación la [943] dejaría estéril si no trajésemos mentalmente las consabidas anticipaciones racionales o intelecciones a priori. ¡Cosa más anticientífica que un sistema fundado todo en anticipaciones! Bajo las formas intuitivas de espacio y tiempo, nuestra fantasía elabora continuamente una imagen viva y propia de la naturaleza, imagen que es a la vez interior y exterior, ideal y sensible. Y aquí comienza a levantarse una punta del velo que cubre el tabernáculo del sistema, dado que, siendo unos mismos los conceptos comunísimos o nociones a priori (ser, esencia, unidad, propiedad, etcétera) que aplicamos a la percepción yo y los que afirmamos de la naturaleza, empieza a vislumbrarse ya la trascendencia del fundamento de una realidad objetiva sobre el yo y sobre la naturaleza. Conviene, sin embargo, suspender el juicio y no precipitarse, así lo previene la Analítica. Entra luego el conocimiento de otros sujetos humanos por fundamentos de hecho y raciocinio, de tal suerte que «nuestro conocimiento de otros nombres está ligado y condicionado en todos sus términos y grados con nuestro conocimiento propio, del cual inducimos a un sujeto semejante a nosotros sobre manifestaciones análogas a las de nuestro cuerpo».

    Entremos en el conocimiento analítico del espíritu. «Yo me distingo de mi cuerpo como yo mismo, dice Sanz del Río...; yo me reconozco ser el mismo sujeto, aun sin mirar a mi cuerpo, como el opuesto a mí, quedando todavía yo mismo, subsistiendo en mí propio, y en esta pura percepción me llamo yo espíritu-el espíritu.» Con permiso de Sanz del Río, yo espíritu es una cosa, y el espíritu, otra muy diversa. En resumen, que yo soy espíritu en cuanto me distingo de mi cuerpo. Lo demás que el discípulo de Krause añade es un tránsito arbitrario. Yo me conozco y me llamo hombre, pero no me conozco ni me llamo el hombre. Podré saberme inmediatamente, a distinción de mi cuerpo en mí, como bárbaramente escribe Sanz del Río; pero de este hecho de conciencia nadie pasa.

    Hay una propiedad común y extensiva a todas las propiedades particulares del yo; esta propiedad es el mudar. El mudar es lo otro y lo diferente en la misma cosa; de aquí un sujeto permanente en toda mudanza; los estados mudables se excluyen recíprocamente, pero la propiedad permanece en medio de ellos. El fundamento del relativo no-ser y la recíproca exclusión de los estados de una cosa consiste en la individual determinación de cada uno; pero el mudar mismo y la ley de mudar cada propiedad es permanente en sí y sólo mudable e interiormente determinable en otra, sin cesar; en suma, una mera propiedad formal, de tiempo; el tiempo es puramente el cómo y la manera del mudar, el modo como las mudanzas mudan (sic) de una en otra, sin cesar; en suma una mera propiedad formal, pura continuidad infinitamente divisible, ora matemática, ora históricamente. Lo opuesto del tiempo es la duración. Como si la duración no fuese tiempo o cosa que está en el tiempo. [944]

    La percepción del mudar y de la permanencia relativamente a mí mismo engendra la idea de fundamento y causa. En este juicio analítico van incluidos otros dos: 1.º, yo soy el fundamento del mudar, como propiedad mía, y de la total sucesión de mis mudanzas, fundamento esencial, fundamento eterno; 2.º, yo soy el fundamento temporal y actual de cada mutación y estado sucesivo, en cuanto los voy determinando. La verdad objetiva de esta relación de fundamento es trascendental y absoluta, sale fuera y sobre la percepción yo, y es, en suma, otra anticipación racional, otro concepto intruso en el procedimiento analítico.

    Fundamento es lo que da y contiene en sí lo fundado, determinándolo según él mismo. «Luego lo fundado -añade Sanz del Río en su peculiar estilo de rompecabezas- es del fundamento y en él y según él, y la relación de fundar dice propiedad, continencia y conformidad de lo fundado al fundamento... Lo particular es del todo, en y según el todo; luego lo fundado es, respecto de lo fundente, lo limitado, lo finito.» Y he aquí el concepto de límite bajo el de fundamento: limitabilidad interior, limitación exterior (activa y pasiva); y el concepto de lo infinito-absoluto sobre el de fundamento, que de él recibe su sentido y su integridad racional.

    Aclarado el concepto de fundamentos y de causa, procede indagar analíticamente nuestra propia causalidad, y, en efecto, Sanz del Río averigua que yo soy fundamento de mis propiedades y de mis estados individuales en el tiempo, subsistiendo y sabiéndome el mismo sobre la sucesión de todos y sobre la determinación de cada uno, es decir, fundando eternamente mi sucesión temporal y cada estado en ella. La potencia es el fundamento permanente de esta sucesión de estados, la actividad es el fundamento temporal próximo de cada estado en mí. En la potencia como tal no cabe determinación cuantitativa, pero sí en la actividad, y su modo cuantitativo es la fuerza o energía. La potencia determina la actividad en forma de moción y la hace ser efectiva; de aquí el deseo, el anhelo, la inclinación. Pero la actividad, como causalidad próxima, está siempre muy lejos de agotar todo lo que yace en la posibilidad general y eterna, o dicho en términos estrambóticos y risibles, como se dice todo en el krausismo, está siempre en débito respecto de la potencia. ¡Tú que tal dijiste! Ahora sale por escotillón, fundala en un juego de palabras, nada menos que la noción del deber, de la obligación, del fin. Lo esencial, en cuanto realizable, es el bien; de donde se deduce que el bien es lo permanente constante entre los estados sucesivos y mudables. «Mi esencia relativamente a mi tiempo es mi bien, en forma de ley, por toda mi vida.»

    El concepto de la vida es el de la manifestación de la esencia de un sujeto en una continuidad de estados referidos al sujeto mismo; de aquí que para los krausistas todo vive. [945]

    La potencia y la actividad, en su variedad interior, ofrecen tres modos: el conocer, el sentir, el querer. Además de examinar cada una de por sí, Sanz del Río las considera en su relación con el yo, como fundamento permanente y temporal de sus estados y en la relación que ellas tienen entre sí. En todo esto no hay cosa que muy señalada sea, fuera del precepto de cultivar todas las facultades armónicamente, debajo de mí, como el sujeto de ellas.

    Yo conozco. ¿En qué consiste la relación del conocer? En ponerse en relación el sujeto, como conocedor, con el objeto, como lo conocido. Entran, pues, en el conocer tres términos distintos: el conocedor, lo conocido y el conocer mismo o la razón de conocer. Lo conocido puede ser el ser mismo o una propiedad del ser y puede ser un objeto interior o exterior al sujeto. «Y como la esencia es realmente conocida en el ser del que es tal esencia, se infiere que lo conocido es siempre el ser en sí o en sus propiedades.» La unión de los términos en el conocimiento es unión de esencia, unión esencial. «El que conoce, siendo el mismo tal y en sí, se une con el conocido como siendo el mismo objeto y en sí tal.» Esta unión esencial funda la verdad del conocimiento. ¿Y quién nos certifica de su verdad? ¿Por ventura el conocimiento yo? ¿Pero sobre qué fundamento se conoce el yo con absoluta certeza? Sanz del Río no lo declara por ahora, pero de fijo que mi lector lo va sospechando. Ahora baste saber que la relación del conocer es relación de propiedad, de sustantividad, de seidad, y no de totalidad, y que, por tanto, el espíritu racional finito puede conocer lo infinito. El pensar se distingue del conocer en que es sólo una actividad con tendencia a efectivo conocimiento, es nuestra causalidad temporal y actual aplicada, con fuerza y energía determinada, a conocer. El conocimiento sólo es entero, según su concepto, cuando el sujeto abraza en un conocimiento racional y sistemático lo pensado. De aquí la primera ley de la lógica analítica: que conozcamos la cosa en unidad, como una, y como un todo de sus partes y sus propiedades.

    Estudiando el conocer en su variedad interior, preséntanse desde luego tres cuestiones: qué conozco y pienso yo, bajo qué cualidad conocemos el objeto, cómo conozco yo. Lo que conozco y pienso yo, es, en primer lugar, a mí mismo, y en este conocimiento hay que distinguir lo común y lo individual. Este pensamiento de lo común lleva a concebir racionalmente otros seres que realicen en sí individualmente su posibilidad y su esencia, el ser común del espíritu, cada uno como el único y último en su lugar, como un yo. De aquí es fácil el tránsito a la concepción de un mundo infinito racional, que comulga con nosotros mediante el sentido y la fantasía. Por una distinción e inducción semejantes, conócenlos el cuerpo y el linaje natural humano, la naturaleza como género infinito. La unión de los dos términos naturaleza y espíritu se llama humanidad, y tiene en el schema, [946] o representación emblemática del ser, la figura de una lenteja, de una lenteja infinita, porque aquí es finito todo, lo cual no obsta para que fuera y sobre esta humanidad quede ser y esencia que ella no es ni contiene. Es preciso indagar un término superior, ya que ni la razón por razón ni la naturaleza por naturaleza contienen en sí el fundamento de su opuesto, y menos aún el del tercer compuesto. Este término es lo infinito-absoluto, Dios, el ser por todos conceptos de ser, el ser de toda y absoluta realidad, el fundamento absoluto y todo de lo particular. Bajo él se da y determina todo lo que pensamos, y fuera de él no se da algo de ser que él mismo no sea. A esto los profanos lo llamamos panteísmo, tan neto y preciso como el del mismo Espinosa; pero los krausistas no quieren convenir en que lo sea, y han inventado la palabra de doble sentido y alcance panentheísmo que lo mismo puede interpretarse todo en Dios que todo-uno-Dios, según se descomponga.

    ¿Bajo qué cualidad me conozco y pienso yo?, sigue preguntando Sanz del Río. Y responde: Bajo concepto de ser, de esencia, de unidad, de seidad (sic), de omneidad, de unión; o lo que es igual, yo soy lo que soy, el uno, el mismo, el todo yo, el unido y el primero en mí, sobre la distinción de la seidad y la totalidad. Resta considerar la forma o el cómo de lo que soy, en una palabra, cómo soy yo, a lo cual la Analítica responde: Yo me pongo, yo soy puesto. Y así como la esencia se determina al punto como unidad de la esencia, así la forma se determina como Uniformidad. En la forma se distinguen sucesivamente la relación, la contención, la composición y la posición primera, scilicet: Yo como el puesto y poniéndome, me «refiero» a mí, me apropio todo lo determinado en mí...; yo me «contengo» en y en esta forma abrazo de mí hacia dentro todo lo particular que soy yo o hago...; yo me «compongo» de mis oposiciones, bajo mi posibilidad total y una..., y, finalmente, yo me «pongo» el primero. Y aquí ocurre preguntar: ¿cómo me pongo yo? Y contesta profundamente Sanz del Río; Yo me pongo de un modo positivo, afirmándome de mí. La negación y el no es cosa puramente relativa.

    Falta referir la esencia a la forma, pero no hay cosa más fácil y sencilla: yo soy lo que soy poniéndome, yo pongo mi esencia. Y esta forma de la esencia la llamamos existencia.

    Bajo nuestra existencia una y toda, distinguimos cuatro esencias o modalidades: existencia superior (originalidad) sobre los diferentes modos de existencia, existencia eterna, existencia temporal (efectividad) y existencia eterna-temporal o continuidad.

    Por eso, en toda existencia humana luchan siempre el hombre ideal, eterno, siempre posible y -determinable, y el hombre individual, el último, el efectivo.

    Resumen de toda esta indagación: me conozco en realidad (como esencial, etc.), en formalidad (como puesto, etc.), en [947] modalidad (como existente, etc.). Bajo las mismas categorías se conocen los objetos otros que el yo, y supremamente el ser infinito-absoluto, con la diferencia de que en él las esencias se conocen como infinitas y como totalidades.

    Tal es el principio orgánico y sintético que determina todo conocimiento en forma de ciencia.

    Entra luego Sanz del Río a exponer las fuentes del conocimiento, sin apartarse mucho en esto de las opiniones vulgares en las escuelas; nos da razón del conocimiento sensible y del inteligible, del inteligible abstracto, o por noción; del inteligible puro, o ideal; del superior, o racional, y del inteligible absoluto, o ideal absoluto.

    Este último es el que nos interesa, porque en él está la medula del sistema. En el tal conocimiento «se conoce nuestro objeto como objeto propio y todo, en todos conceptos de tal, en toda su objetividad, en su pura, entera realidad». La verdad objetiva de este conocimiento absoluto funda el principio real de la ciencia.

    Este conocimiento superior, inteligible, absoluto, es en primer lugar el del yo, y después el de la naturaleza, el Espíritu, la Humanidad (o lenteja), y, finalmente, el del Ser en absoluto, y en el Ser la esencia o la realidad absolutamente.

    Hemos llegado a la cúspide de la gnosis, a la intelección absoluta, a la vista real, particular de la Naturaleza, el Espíritu y la Humanidad, a la vista real, absoluta del Ser. El Ser es el fundamento del conocer y el absoluto criterio de verdad. El Ser envuelve en sí toda existencia actual y posible. El Ser funda la posibilidad de todo conocimiento finito y él es el principio inmanente de toda ciencia y de toda realidad. Pensar el Ser o pensar a Dios (la sintaxis anda por las nubes en la Analítica) es lo mismo que pensar el ser como existente, pensar la existencia real, infinita, absoluta. Al fin, Sanz del Río habla claro: «No hay en la realidad ningún ser fuera de Dios; no hay en la razón ningún conocimiento fuera del conocimiento de Dios» (p. 360).

    ¡Y todavía hay infelices que defiendan la ortodoxia del krausismo!

    El Ser-Dios, esencia y funda en, bajo-mediante sí, el Mundo, como reunión de los seres finitos.

    Pero ¿el mundo es Dios? ¿El mundo está fuera de Dios? Sanz del Río no quiere conceder ni negar nada a las derechas, y se envuelve en la siguiente inextricable logomaquia, en que las letras impresas vienen a disimular el vacío de las ideas: «El ser, dentro y debajo de ser el absoluto-infinito, es contenida y subordinadamente (esencia) el mundo, pero se distinguen por razón de límite.» De límite, nunca de esencia. «Dios es fuera del mundo; esto es, no absolutamente por toda razón de ser Dios y por toda razón de ser mundo, sino bajo relación y subrelación, en cuanto Dios, debajo de ser Dios, es el Ser supremo; pero esta misma relación de ser Ser Dios el Supremo, y el Mundo [948] el subordinado, es en Dios, bajo Dios, una subrelación, pero no una extra-relación fuera de Dios.» El que no entienda esta apacible metafísica, cúlpese a sí mismo, que será de fijo un espíritu frívolo y distraído. Lo que es D. Julián no puede estar más claro ni más elegante. Alguien sospechará que, siendo Sanz del Río panteísta cerrado, como de su mismo libro resulta, y no perteneciendo las anteriores frases a ningún sistema racional ni conocido, han de tenerse por una precaución oratoria para no alarmar a los pusilánimes, o más bien como un narcótico que adormeciera a los profanos, en tanto que el maestro iba susurrando el secreto del Gran Pan al oído de los iniciados. Pero, ¿quién hace caso de murmuraciones?

    Llegado al término de la Analítica, descubre el discípulo, si antes no se ha dejado la piel en las innumerables zarzas del camino, que «Yo en mi límite soy de la esencia de Dios y soy esencial en Dios, porque Dios siendo Dios, yo soy yo en particular» (p. 425).

    El resto de la obra de Sanz del Río no es propiamente analítica, sino una especie de lógica real o realista con título de doctrina de la ciencia. Las esencias del Ser son las leyes regulativas del pensar. Piensa el Ser, como el Ser es. La lógica y la ontología se confunden y unimisman, como en Hegel, como en todos los idealismos. La ciencia no es más que el desenvolvimiento orgánico de los juicios contenidos en el juicio absoluto: el Ser es el Ser, igual a este otro: Dios es Dios. La ley objetiva de la ciencia es la ley del Ser real, absoluto, en cuanto el Ser es inteligencia (2903).

    Necesario era todo el enfadoso extracto que precede para mostrar claro y al descubierto el misterio eleusino que bajo tales monsergas se encerraba, el fétido esqueleto con cuyas estériles caricias se ha estado convidando y entonteciendo por tantos años a la juventud española. ¡Cuán admirablemente dijo de todas esas metafísicas trascendentales de allende el Rhin el prudentísimo William Hamilton!: «Esa filosofía personifica el cero, le llama absoluto, y se imagina que contempla la existencia absoluta, cuando en realidad sólo tiene delante de los ojos la absoluta privación.» Y, en efecto, ¿qué cosa más fantástica y vacía que esa visión real de lo infinito-absoluto que se nos da por cúspide de la Analítica? ¿Qué iluminismo más fanático y antirracional que esa intuición directa del Ser? ¿Qué profanación más horrenda del nombre de Dios que aplicársele a una ficción dialéctica, a una noción más fantasmagórica que la de la quimera, extraño conjunto de fórmulas abigarradas y contradictorias? ¿Qué hipocresía más vergonzosa y desmañada que la de rechazar como [949] una injuria el nombre de panteísta, al mismo tiempo que se afirma que Dios una injuria el nombre de panteísta, al mismo tiempo que se afirma que Dios es el Ser de toda y absoluta realidad, que contiene todos los modos de existir y que fuera de Dios no se da nada? ¿Qué confusión más grosera que la del modo de contener formal y la del modo de contener eminente y virtual con que Dios encierra todas las cosas? ¿Qué identidad más contradictoria que la de los dos conceptos, infinito y todo, como si el todo, en el mero hecho de suponer partes, no excluyese la noción de infinitud? ¿A qué principiante de ontología se le hubiera ocurrido en otro tiempo formar la idea de lo infinito sumando indefinidamente objetos finitos?; ¡Y qué tránsitos perpetuos del orden ideal al real!; ¡Qué olvido y menosprecio de las más triviales leyes del razonamiento! Bien dijo de los alemanes Hamilton con un verso antiguo:

Gens ratione ferox et mentem pasta chimaeris.

    Y aun esto se lo aplicaba el gran crítico escocés a Hegel y a los suyos, verdadera raza de titanes dialécticos, rebelados contra el sentido de la humanidad y empeñados en fabricar un mundo ideal y nuevo; designio gigantesco, aunque monstruoso. Pero ¿qué hubiera dicho de este groserísimo sincretismo el menos original y científico, el menos docto y el más burdamente sofístico de todos los innumerables sistemas que, a modo de ejercicios de retórica, engendró en Alemania la pasada fermentación trascendental? Afortunada o desgraciadamente, los positivistas han venido a despoblar de tal manera la región de los ensueños y de las quimeras, que ya nadie en Europa, a no ser los externos de algún manicomio, puede tomar por cosa grave y digna de estudio una doctrina que tiene la candidez de prometer a sus afiliados que verán cara a cara, en esta vida, el ser de toda realidad por virtud de su propia evidencia. Es mala vergüenza para España que, cuando ya todo el mundo culto, sin distinción de impíos y creyentes, se mofaba con homérica risa de tales visiones, dignas de la cueva de Montesinos, una horda de sectarios fanáticos, a quienes sólo daba fuerza el barbarismo, en parte calculado, en parte espontáneo, de su lenguaje, hayan conseguido atrofiar el entendimiento de una generación entera, cargarla de serviles ligaduras, incomunicarla con el resto del mundo y derramar sobre nuestras cátedras una tiniebla más espesa que la de los campos Cimmerios. Bien puede decirse de los krausistas lo que de los averroístas dijo Luis Vives: «Llenó Dios el mundo de luz y de flores y de hermosura, y estos bárbaros le han llenado de cruces y de potros para descoyuntar el entendimiento humano.»

    Porque los krausistas han sido más que una escuela; han sido una logia, una sociedad de socorros mutuos, una tribu, un círculo de alumbrados, una fratría, lo que la pragmática de don Juan II llama cofradía y monipodio; algo, en suma, tenebroso y repugnante a toda alma independiente y aborrecedora de trampantojos. [950] Se ayudaban se protegían unos a otros; cuando mandaban, se repartían las cátedras como botín conquistado; todos hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en su aspecto exterior, aunque no se pareciesen antes, porque el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica hasta las fisonomías, asimilándolas al perfil de D. Julián o de D. Nicolás. Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos; todos respondían por fórmulas hasta en las insulseces de la vida práctica y diaria; siempre en su papel; siempre sabios, siempre absortos en la vista real de lo absoluto. Sólo así podían hacerse merecedores de que el hierofante les confiase el tirso en la sagrada iniciación arcana.

    Todo esto, si se lee fuera de España, parecerá increíble. Sólo aquí, donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos. En otras partes, en Alemania pongo por caso, nadie toma el oficio de metafísico en todo los momentos y ocupaciones de su vida; trata de metafísica a sus horas, profesa opiniones más o menos nuevas y extravagantes, pero el todo lo demás es un hombre muy sensato y tolerable. En España, no; el filósofo tiene que ser un ente raro que se presente a las absortas multitudes con aquel aparato de clámide purpúrea y chinelas argénteas con que deslumbraba Empédocles a los siracusanos.

    Y, ante todo, debe olvidar la lengua de su país y todas las demás lenguas, y hablar otra peregrina y estrafalaria, en que sea bárbaro todo, las palabras, el estilo, la construcción. Peor que Sanz del Río no cabe en lo humano escribir. El mismo Salmerón le iguala, pero no le supera. Las breves frases que hemos copiado de la Analítica lo indican claramente, y lo mismo es todo el libro. Pero la misma Analítica parece diáfana y transparente al lado de otros escritos póstumos suyos, que ya muy tarde han publicado sus discípulos, y que no ha leído nadie, por lo cual es de presumir y de esperar que no publiquen más. Tales son el Análisis del pensamiento racional (2904) y la Filosofía de la muerte. No creo hacer ofensa alguna a los testamentarios del filósofo si digo y sospecho que no han entendido el Análisis del pensamiento racional que publicaban. Ellos mismos confiesan que han tenido que habérselas con mil apuntaciones inconexas y frases a medio escribir (y a medio pensar), a las cuales han dado el orden y trabazón que han podido. La mayor parte de las páginas requieren un Edipo no menos sagaz que el que descifró el enigma de la esfinge. Véase alguna muestra, elegida al azar: «Lo puro todo, a saber, o lo común, es tal, en su puro concepto (el con en su razón infinita desde luego) como lo sin particularidad y sin lo puro particular, excepto, pues, lo puro particular, aunque por el mismo concepto nada deja fuera ni extra de su propia totalidad (ni lo particular, pues) siendo lo puro todo -con- todo lo particular [951] relativamente de ello al modo principal de su pura totalidad. Y lo particular (en su inmediato principio) absolutamente conmigo en mi pensamiento, lo propio y último individual inmediatamente conmigo, y de sí en relación es tal en su extremo estrecho concepto inmediato, como lo sin pura totalidad y sin lo puro todo, y así lo hemos pensado, en su pura inmediata propiedad de particular. Pero, en nuestro mismo total pensamiento, y dentro de él, reflexivamente, pensamos al punto lo particular, como a saber contraparticular de otro en otro (o en la razón de lo otro y el contra infinitamente, en su propio concepto), y en esta misma razón (positiva, infinita), del contra y lo otro, implícitamente, lo pensamos como lo con -particular- parte con parte totalmente, según la razón del cómo. De suerte que pensamos lo particular como con totalidad y totalmente también, pero con totalidad de su particularidad misma, y a este modo principalmente en la relación, formalmente o formal totalidad, siendo lo todo en este punto, no a su modo puro y libre, sino todo particularizado, todo en particularización, todo en particular, todo particularmente, al modo, pues, principal de la pura particularidad, como sin la pura totalidad» (p. 227). ¡Infeliz corrector de pruebas, que ha tenido que echarse al cuerpo 448 páginas de letra muy menuda, todas en este estilo! ¡Si arrojásemos a la calle el contenido en un cajón de letras de imprenta, de fijo que resultaban compuestas las obras inéditas de Sanz del Río!

    Y no se venga con la cantinela de que esto es tecnicismo, y que es insensatez burlarse del tecnicismo, porque cada ciencia tiene el suyo. En primer lugar, no hay en el pasaje transcrito una sola palabra que con rigor pueda llamarse técnica; todas pertenecen al uso común. En segundo lugar, no hay ciencia que tenga tecnicismo más sencillo y más próximo a la lengua vulgar que la filosofía. En tercer lugar, una cosa es el tecnicismo, y otra muy distinta la hórrida barbarie con que los krausistas escribían. No son oscuros porque digan cosas muy profundas, ni porque les falten giros en la lengua, sino porque ellos mismos se embrollan y forman ideas confusas e inexactas de las cosas. ¿Qué profundidades hay en el trozo copiado, sino un mezquino trabalengua sobre el todo y las partes, en que el pensamiento del filósofo, a fuerza de marearse dando vueltas a la redonda, ha acabado por confundir el todo con las partes, y las partes con el todo, para venir a enseñarnos, por término de tal galimatías, que el todo y las partes vienen a ser la misma cosa mirada por distintos lados? No consiste, no, la originalidad extravagante de Sanz del Río, ni es tal el fundamento de las acusaciones que se le dirigen, en la invención de una docena de neologismos más o menos estridentes y desgarradores del tímpano, como seidad por identidad, omneidad por totalidad, etc. Aun esto fuera tolerable si, jugando con tales vocablos, hubiera hecho frases de razonable sentido. Pero lo más bárbaro, lo más anárquico, lo más desapacible, tal, en suma, que parece castellano de morería, lengua [952] franca de arraeces argelinos o de piratas malayos, es la construcción. ¡Qué amontonamiento de preposiciones! Yo creo que, citando Sanz del Río encontraba en alemán alguna partícula que tuviera varios sentidos, los encajaba todos uno tras otro para no equivocarse. ¡Qué incisos, qué paréntesis! ¡Qué régimen de verbos! ¡Y qué tautología y qué repeticiones eternas! Así no ha escrito nadie, a no ser los alquimistas, cuando explicaban el secreto de la piedra filosofal, de la panacea o del elixir de larga vida. ¿Por dónde ha de ser ese lenguaje de la filosofía? Tradúzcase a la letra cualquier diálogo de Platón, y, a pesar de las sutilezas en que la imaginación se complacía, resultará siempre hermosísimo y elegante; a veces detendrán al lector las ideas, quizá no llegue a comprender alguna, pero no le detendrán las palabras, que son siempre como agua corriente. Tradúzcase a cualquier lengua el Discurso del método, y en todas resultará tan terso, claro y apacible como en francés. Póngase en «castellano el tratado de Prima philosophia o el de Anima et vita, de Luis Vives, y muy inhábil ha de ser el traductor para que no conserve en castellano algo de la modesta elegancia y de la apacible sencillez que tiene en latín. Y así todos; sólo en Alemania, y en este siglo, ha llegado a pasar por principio inconcuso que son cosas incompatibles el filosofar y el escribir bien. Quizá tengan la culpa los sistemas; pero así y todo, Krause, traducido a la letra por el Sr. Ortí en las notas de su impugnación, parece claro, gramatical y corriente si se le compara con Sanz del Río. ¿Consistirá en que ahondaba más que su maestro o consistirá en que no sabía traducirle? Algo de esto debe de haber, cuando los krausistas belgas Tiberghien, Ahrens, etc., se hacen entender a las mil maravillas, y sólo Sanz del Río es el impenetrable, el oscuro, el Heráclito de nuestras tiempos.

    Y lo es hasta en los libros que él llamaba populares. Porque mucho erraría quien considerase a los krausistas como un taifa de soñadores inofensivos. Todo lo que soñaron, lo que han querido llevar a la práctica de la vida. Persuadidos de que el krausismo no es sólo un sistema filosófico, sino una religión y una norma de proceder social y un programa de gobierno, no hay absurdo que no hayan querido reducir a leyes cuando han sido diputados y ministros. El catecismo de la moral práctica de los krausistas es el Ideal de la humanidad para la vida (2905), que, con introducción y escollos de su cosecha, divulgó Sanz del Río en 1860, el mismo año que la Analítica. La fórmula del Ideal viene a ser la siguiente: «El hombre, compuesto armónico el más íntimo de la Naturaleza y del Espíritu, debe realizar históricamente esta armonía y la de sí mismo con la humanidad en forma de voluntad racional, y por el motivo de ésta, su naturaleza en Dios.» Las instituciones hoy existentes en la sociedad no llenan ni con mucho, [953] según Krause y su expositor, el destino total de la humanidad. De aquí un plan de reforma radical de todas ellas: desde la familia hasta el Estado, desde la religión hasta la ciencia y el arte; utopía menos divertida que la de Tomás Moro. Todo ello es filantropía empalagosa, digna del convencional La Reveillière-Lepeaux o de El amigo de los hombres: adormideras sentimentales, sueños espiritista-francmasónicos en que danzan las humanidades de otras esferas, delirios de paz perpetua que lograrán las generaciones futuras cuando se congreguen en el mar de las islas, etc. Lo más curioso del libro son los Mandamientos de la humanidad, ridícula parodia de los de la ley de Dios. Forman dos series, una positiva y otra negativa; la primera, de doce, y la segunda, de veintitrés. No es cosa de transcribirlos todos; para muestra baste el cuarto: «Debes vivir y obrar como un todo humano, con entero sentido, facultades y fuerzas en todas tus relaciones.»

    Este librejo, más accesible que otros de Sanz del Río, ha sido por largos años la bandera de la juventud democrática española, el manual con que se destetaban los aprendices armónicos. Roma le puso en el Índice (2906).

    Crecieron con esto los clamores contra la enseñanza de Sanz del Río, Ortí y Lara proseguía bizarramente su campaña iniciada en 1858; y, después de haber aprendido muy de veras el alemán y leído por sí mismo todas las obras de Krause, había dado la voz de alerta en un folleto y en la serie de lecciones que pronunció en La Armonía (1864 y 1865). Secundóle Navarro Villoslada en El Pensamiento Español con la famosa serie de los Textos vivos. Aun en el Ateneo, donde comenzaba a dar el tono la dorada juventud krausista, lanzaron Moreno Nieto y otros sobre el sistema la nota de panteísta. Sanz del Río acudió a defenderse, de la manera más solapada y cautelosa, por medio de testaferros y de personajes fabulosos, a quien atribuía sus Cartas vindicatorias (2907).

    Muchas protestas de religiosidad, muchas citas de historiadores de la filosofía, mucha indignación porque le llamaban panteísta. ¿Qué más? Cuando vio a punto de perderse su cátedra, cuando iban a desaparecer sus libros de la lista de los de texto, [954] el Sócrates moderno, el mártir de la ciencia, el integérrimo y austerísimo varón, importunó con ruegos y cartas autografiadas a cuantos podían ayudarle en algo y se declaró fiel cristiano sin reservas ni limitaciones mentales ni interpretaciones casuísticas. ¡Y luego que nos hablen de sus persecuciones! Si Sanz del Río entendía por fiel cristiano otra cosa de lo que entendemos en España, era un hipócrita que quería abroquelarse y salvar astutamente su responsabilidad con el doble sentido de las palabras. Y, si se declaraba católico sin serlo, como de cierto no lo era muchos años había, digan sus discípulos si éste es temple de alma de filósofo ni de mártir (2908). Naturalmente tortuosa, jamás arrostraba el peligro. Su misma oscuridad de expresión dejábale siempre rodeos y marañas para defenderse.

    Nunca se limitó a la propaganda de la cátedra, que, dadas las condiciones del profesor, hubiera sido de ningún efecto. La verdadera enseñanza, la esotérica, la daba en su casa. Ya con modos solemnes, ya con palabras de miel, ya con el prestigio del misterio, tan poderoso en ánimos juveniles; ya con la tradicional promesa de la serpiente: «seréis sabedores del bien y del mal», iba catequizando, uno a uno, a los estudiantes que veía más despiertos, y los juntaba por la noche en conciliábulo pitagórico, que llamaban círculo filosófico. Poseía especial y diabólico arte para fascinarlos y atraerlos.

    Con todo eso, de la primera generación educada por Sanz del Río (Canalejas, Castelar, etc.), pocos permanecieron después en el krausismo. Este sacó su nervio de la segunda generación u hornada, a la cual pertenecen Salmerón, Giner, Federico de Castro, Ruiz de Quevedo y Tapia.

    Muchos de ellos no eran conocidos antes del 68; los otros, no más que por leves opúsculos. Canalejas, naturaleza antikrausista, espíritu ávido de novedad, amplificador y oratorio, rápido de compresión, brillante y algo superficial, había errado ciertamente el camino; su puesto estaba entre los eclécticos o espiritualistas franceses y no en el antro de Trofonio en que, para desgracia suya, le hizo penetrar Sanz del Río. Y, aunque fue de sus discípulos más queridos, los krausistas legítimos le han mirado siempre de reojo, teniéndole por un filósofo de la Revue des deux Mondes, que se abatía hasta escribir claro y leer otros libros que la Analítica; pecado nefando en una escuela donde nadie lee, porque todo lo ven en propia conciencia (2909).

    El representante de estos krausistas intransigentes y puros ha sido Salmerón, pero mucho más en la enseñanza y en la vida política que en los libros. Ha escrito poco, y antes del 68 [955] una sola cosa: su tesis doctoral, cuyo tema dice de esta manera: «La historia universal tiende, desde la Edad Antigua a la Edad Media y la Moderna, a restablecer al hombre en la entera posesión de su naturaleza y en el libre y justo ejercicio de sus fuerzas y relaciones para el cumplimiento del destino providencial de la humanidad.» Quien haya leído el Ideal de la humanidad y las adiciones al Weber, no pierda el tiempo en estudiar este discurso. Es muy feo pecado la originalidad, y lo que es por él, a buen seguro que se condenan los discípulos de D. Julián (2910).

    Castelar se educó en el krausismo; pero, propiamente hablando, no se puede decir de él que fuera krausista en tiempo alguno, ni ellos le han tenido por tal. Castelar nunca ha sido metafísico ni hombre de escuela, sino retórico afluente y brillantísimo poeta en prosa, lírico desenfrenado, de un lujo tropical y exuberante, idólatra del color y del número, gran forjador de períodos que tienen ritmo de estrofas, gran cazador de metáforas, inagotable en la enumeración, siervo de la imagen, que acaba por ahogar entre sus anillos a la idea; orador que hubiera escandalizado al austerísimo Demóstenes, pero orador propio de estos tiempos; alma panteísta, que responde con agitación nerviosa a todas las impresiones y a todos los ruidos de lo creado y aspira a traducirlos en forma de discursos. De aquí el forzoso barroquismo de esa arquitectura literaria, por la cual trepan, en revuelta confusión, pámpanos y flores, ángeles de retablo y monstruos y grifos de aceradas garras.

    En cada discurso del Sr. Castelar se recorre dos o tres veces, sintéticamente, la universal historia humana, y el lector, cual otro judío errante, ve pasar a su atónita contemplación todos los siglos, desfilar todas las generaciones, hundirse los imperios, levantarse los siervos contra los señores, caer el Occidente sobre el Oriente, peregrina por todos los campos de batalla, se embarca en todos ros navíos descubridores y ve labrarse todas las estatuas y escribirse todas las epopeyas. Y, no satisfecho el Sr. Castelar con abarcar así los términos de la tierra, desciende unas veces a sus entrañas, y otras veces súbese a las esferas siderales, y desde el hierro y el carbón de piedra hasta la estrella Sirio, todo lo ata y entreteje en ese enorme ramillete, donde las ideas y los sistemas, las heroicidades y los crímenes, las plantas y los metales, son otras tantas gigantescas flores retóricas. Nadie admira más que yo, aparte de la estimación particular que por maestro y por compañero le profeso, la desbordada imaginativa y las condiciones geniales de orador que Dios puso en el alma del Sr. Castelar. Y ¿cómo no reconocer que alguna intrínseca virtud o fuerza debe de tener escondida su oratoria para que yendo, como va, contra el ideal de sencillez y pureza, que yo tengo por norma eterna del arte, produzca, dentro y fuera de España, entre muchedumbres doctas [956] o legas, y en el mismo crítico que ahora la está juzgando, un efecto inmediato, que sería mala fe negar?

    Y esto consiste en que la ley oculta de toda esa monstruosa eflorescencia y lo que le da cierta deslumbradora y aparente grandiosidad no es otra que un gran y temeroso sofisma del más grande de los sofistas modernos. En una palabra, el señor Castelar, desde los primeros pasos de su vida política, se sintió irresistiblemente atraído hacia Hegel y su sistema: «Río sin ribera, movimiento sin término, sucesión indefinida, serie lógica, especie de serpiente, que desde la oscuridad de la nada se levantan al ser, y del ser a la naturaleza, y del espíritu a Dios, enroscándose en el árbol de la vida universal» (2911). Esto no quiere decir que en otras partes el Sr. Castelar no haya rechazado el sistema de Hegel, y menos aún que no haya execrado y maldecido en toda ocasión a los hegelianos de la extrema izquierda, comparándolos con los sofistas y con los cínicos, pero sin hacer alto en estas leves contradicciones, propias del orador, ser tan móvil y alado como el poeta (¿ni quién ha de reparar en contradicción más o menos, tratándose de un sistema en que impera la ley de las contradicciones eternas?); siempre sera cierto que el Sr. Castelar se ha pasado la vida haciendo ditirambos hegelianos; pero, entiéndase bien, no de hegelianismo metafísico, sino de hegelianismo popular e histórico, cantando el desarrollo de los tres términos de la serie dialéctica, poetizando el incansable devenir y el flujo irrestañable de las cosas, «desde el infusorio al zoófito, desde el zoófito al pólipo, desde el pólipo al molusco, desde el molusco al pez, desde el pez al anfibio, desde el anfibio al reptil, desde el reptil al ave, desde el ave al mamífero, desde el mamífero al hombre.» De ahí que Castelar adore y celebre por igual la luz y las sombras, los esplendores de la verdad y las vanas pompas y arreos de la mentira. Toda institución, todo arte, toda idea, todo sofisma, toda idolatría, se legitima a sus ojos en el mero hecho de haber existido. Si son antinómicas, no importa: la contradicción es la ley de nuestro entendimiento. Tesis, antítesis, síntesis. Todo acabará por confundirse en un himno al Gran Pan, de quien el Sr. Castelar es hierofonte y sacerdote inspirado.

    En los primeros años de su carrera oratoria y propagandista, el Sr. Castelar, que mezclaba sus lecturas de Pelletán y Edgard Quinet con otras de Ozanam y de Montalembert, esforzábase en vano por concertar sus errores filosóficos y sociales con las creencias católicas que había recibido de su madre, y de que solemnemente no apostató hasta la revolución del 68. Resultaba de aquí cierto misticismo sentimental, romántico y nebuloso, de que todavía le quedan rastros. Y es de ver en las Lecciones que dio en el Ateneo sobre la civilización en los cinco primeros siglos, es de ver con cuánta buena fe y generosa ceguedad se [957] da todavía por creyente a renglón seguido de haber afirmado las más atroces y manifiestas herejías: creación infinita; Dios, produciendo de su seno la vida; la Humanidad, como espíritu real y uniforme que se realiza en múltiples manifestaciones; Dios, que se produce en el tiempo; el progreso histórico de la religión desde el fetichismo hasta el humanismo; San Pablo «apoderándose de la idea de Dios, que posee como judío, y de la idea del hombre, que posee como romano, y uniendo estas dos ideas en Jesucristo»; Dios «enviando a los enciclopedistas a la tierra con una misión providencial», y otras muchas por el mismo orden (2912).

    La Universidad de Madrid, y especialmente su Facultad de Letras, dígolo con dolor, porque al fin es mi madre, se iba convirtiendo, a todo andar, en un foco de enseñanza heterodoxa y malsana. La cátedra de Historia de Castelar era un club de propaganda democrática. La de Sanz del Río veíase favorecida por la asidua presencia de famosos personajes de la escuela economista. En otras aulas vecinas alternaban las extravagancias rabínico-cabalísticas de García Blanco con el refinado veneno de las explicaciones históricas del clérigo apóstata D. Fernando de Castro (2913).

    Era natural de Sahagún (1814) y ex fraile gilito en San Diego, de Valladolid. Después de la exclaustración se ordenó de sacerdote, enseñó algún tiempo en el seminario de San Froilán, de León, y comenzó a predicar con aplauso. Su primer sermón fue uno de las Mercedes, en septiembre de 1844, en la iglesia de monjas de D. Juan de Alarcón. En tiempo de Gil y Zárate (1845) obtuvo por oposición una cátedra de Historia en el Instituto de San Isidro, fue director de la Escuela Normal y, finalmente, catedrático de la Universidad; nombramiento que coincidió con el de capellán de honor de Su Majestad. Unas Nociones de historia que compuso lograron boga extraordinaria y hasta siete ediciones en pocos años, adoptadas como texto en muchos institutos y aun en algunos seminarios conciliares. No menos próspera se le mostró la fortuna en Palacio. Los panegíricos que predicó de Santa Teresa y San Francisco de Sales, el sermón de las Siete Palabras, el de la Inmaculada, que anda impreso, y la Defensa de la declaración dogmática del [958] mismo sacrosanto misterio (2914) le dieron tal reputación de hombre de piedad y de elocuente orador sagrado, que muy pronto empezó a susurrarse que andaba en candidatura para obispo. Aquel rumor no se confirmó, y viose a Castro mudar súbitamente de lenguaje y de aficiones.

    Él ha querido dar explicaciones dogmáticas de este cambio en el vergonzoso documento que llamó Memoria testamentaria. Mucho hablar de las dudas que en su espíritu engendró el estudio de la teología escolástica según Escoto, por ser harto mayor el número de las opiniones controvertidas que el de los principios generalmente aceptados. «Me faltó lo que yo esperaba encontrar: firme asiento para mi fe; noté con suma extrañeza que ningún dogma era entendido ni explicado del mismo modo por las diferentes escuelas, que todos se habían negado por los llamados herejes», etc. O D. Fernando de Castro aprovechó poco en la teología, que es a lo que me inclino, o quería engañar a los krausistas, todavía menos teólogos que él. Es falso de toda falsedad que en las cosas que son verdaderamente de dogma hayan cabido, ni quepan en las escuelas ortodoxas, divisiones ni opiniones; lo que la Iglesia ha definido está fuera de discusión lo mismo para el tomista, que para el escotista, que para el suarista. Otra cosa es la discordia de pareceres en aquellas cuestiones que la Iglesia deja libres. Sólo los herejes son los que entienden y explican de diversa manera los dogmas; pero a un teólogo no debe sorprenderle ni cogerle de nuevas su existencia cuando ya sabe por San Pablo que conviene que haya herejes y para qué.

    Prosigue D. Fernando de Castro refiriendo que la lectura del Antiguo Testamento le inspiró horror por aquellas sangrientas hecatombes y aquel Jehová implacable; que no menos le escandalizó la historia eclesiástica por los bandos, parcialidades y cismas de que en ella se hace memoria, y que, finalmente, se refugió en los libros ascéticos (Kempis, San Francisco de Sales, etc.), que tampoco aquietaron su espíritu, resintiéndose, por consecuencia de tales tormentas, su salud y agriándose su carácter. «Algún consuelo sentía -añade- con la práctica del culto en que entraban el canto y la música, y mayor aún cuando conseguía concentrarme y no pensar sino en que asistía a un acto religioso, sin determinación de culto, creencia ni iglesia.»

    En tal estado de ánimo, obtuvo licencia para leer libros prohibidos, «estudió algo la naturaleza, penetró alguna cosa en los umbrales de la filosofía racionalista», y, gracias a su querida Universidad de Madrid, se operó en él lo que llama «un nuevo renacimiento religioso».

    ¡Y qué libros leyó! Es cosa de transcribir al pie de la letra la lista que él pone, porque sólo así podrá comprenderse el batiburrillo [959] de ideas científicas y vulgares, nuevas y viejas, que inundaron de tropel aquel espíritu mediano, superficial y sin asiento: «La doctrina de Buda y de los aryas (¿qué doctrina será ésta?), la moral de los estoicos, los oficios de Cicerón, las biografías de Plutarco, el estudio de la Edad Media según las investigaciones modernas, el Abulense (¡también el Tostado metido en esta danza!), Erasmo y los reformistas españoles del siglo XVI, el concilio de Trento por Sarpi, el célebre dictamen de Melchor Cano a Carlos V (querrá decir a Felipe II) sobre las cosas de Roma, el Juicio imparcial sobre el monitorio de Parma (!!), el Febronio, las principales obras de los regalistas españoles, las de los galicanos en Francia, Fenelón, Pascal, Nicole, Tamburini, Montesquieu, Vico, Filangieri, Jovellanos y Quintana, Guizot, Laurent (!!!), Tocqueville, Petrarca (?), Renán (¡no es nada el salto!), Boutteville, Michel Nicolás y los trabajos críticos de la escuela de Tubinga sobre los orígenes del cristianismo, Macaulay, Lecky, Buckle, Hegel, Herder, Lessing y Tiberghien (¡estupendo maridaje!), Humboldt, Arago (?), Flammarión (!!), Channing, Saint-Hilalre, la Analítica y el ideal, de Sanz del Río, y el frecuente trato con este mi inolvidable compañero...»

    ¡Cómo estaría la cabeza del pobre ex fraile gilito entre Buda y los aryas, y los estoicos, y los regalistas, y la escuela de Tubinga, y Hegel, y Flammarión..., y, además, el frecuente trato de Sanz del Río! Había de sobra para volverse loco. ¡Qué documento el anterior para muestra del método, del buen gusto y de la selección que ponen en sus lecturas los modernos sabios españoles!

    «Vi luz en mi razón y en la ciencia, y comprendí entonces la fuerza del signatum est super nos, y me acordé del ciego de Jericó cuando decía a Jesús: 'Señor, que vea, y vio'.» ¡Ocurrencia más extraña que ir, a fines del XIX, a buscar la luz en Febronio, en Sarpi, en Tamburini y en el Juicio imparcial, de Campomanes, mezclados con Buda, Flammarión y el Petrarca! ¡Tendría que ver, sobre todo por lo consecuente y ordenado, la doctrina que de tales cisternas sacaría D. Fernando de Castro!

    En suma: lo que pervirtió a D. Fernando de Castro fue su orgullo y pretensiones frustradas de obispar, su escaso saber teológico junto con medianísimo entendimiento, la lectura vaga e irracional de libros perversos unos y otros achacosos, la amistad con Sanz del Río y los demás espíritus fuertes de la Central y, finalmente, los viajes que hizo a Alemania, corroborando sus doctrinas con el trato de Roeder y otros. De las demás causas no hay para qué hablar, puesto que él se guardó el secreto en su conciencia. El niega que la licencia de costumbres influyese en su caída, y yo tengo interés en sostener lo contrario. A su muerte se escribió y creyó por muchos que D. Fernando de Castro estaba casado (sic), pero sus testamentarios lo desmintieron, y a tal declaración hemos de atenernos. Por otra parte, [960] tratándose de un cura renegado, poco importa que fuera más o menos áspero el sendero que eligió para bajar a los infiernos.

    El primer síntoma del cambio de ideas verificado en don Femando de Castro fue el sermón que predicó en Palacio el día 1 de noviembre de 1861 en la solemne función que todos los años se viene celebrando desde 1755 en acción de gracias al Señor por haber librado a España de los horrores del terremoto de Lisboa. Prescindiendo de la parte política de aquel sermón, que alguno de los concurrentes llamó sermón de barricadas, y de las amenazas que en tono de consejos se dirigían allí a 1a Reina («el linaje de la gente plebeya, que hasta hace poco tiempo nacía sólo para aumentar el número de los que viven, hoy nace para aumentar el número de los que piensan»), oyóse con asombro al predicador anunciar que estábamos en vísperas de una revolución religiosa, de la cual saldría, si no un nuevo dogma, una nueva aplicación de las doctrinas católicas, fruto de la civilización moderna, que nace y se cría entre espinas.

    El sermón desagradó, y D. Fernando de Castro hizo al día siguiente dimisión de su plaza de capellán de honor y siguió en estado de heterodoxia latente hasta el período de la revolución. De ello dan muestras los tomos 1 y 2 del Compendio razonado de historia general (Edad Antigua y primer período de la Edad Media), que imprimió en 1863 y 1867, respectivamente. Pero es documento mucho más a propósito para carácterizarle el Discurso sobre los caracteres históricos de la Iglesia española, que leyó en 1866 al tomar posesión de su plaza de académico de la Historia (2915). En este discurso, hipócrita y tímido, mezcla de jansenismo y de catolicismo liberal con ribetes protestantes, el autor no traspasa un punto los lindes de la erudición regalista del siglo XVIII más sabida y gastada. Como gran concesión, nos dice que «la influencia del clero en el Estado suavizó algún tanto las rudas costumbres de los visigodos y produjo ciertos desenvolvimientos de cultura..., pero más aparente que real». Casi hace responsable al clero de la prestísima caída del reino toledano, si bien le disculpa con que ignoraba las leyes [961] del progreso, para cumplir con las cuales, Castro lo dice expresamente, le hubiera convenido barbarizarse.

    Excomulgados así los obispos de la primera época por demasiado sabios y demasiado cultos y traídos a colación (¿y cómo podían faltar?) las sabias disputas de San Braulio con el papa Honorio y de San Julián con el papa Benedicto, llora D. Fernando de Castro con lágrimas de cocodrilo la desaparición del rito mozárabe, que en el fondo de su alma debía de importarle tanto como el romano, si bien la explica y medio justifica con el principio de unidad de disciplina. De aquí, mariposeando siempre, salta al siglo XVI, y no ciertamente para presentarnos el cuadro de la grande época católica, que tales grandezas no cabían en la mente de Castro, sino para entretenernos con los chismes del concilio Tridentino, que había aprendido en Sarpi; para envenenar los pareceres del arzobispo Guerrero y para tirar imbeles dardos contra el Santo Oficio. La cuarta y última parte del discurso (relaciones entre la Iglesia y el Estado) es un pamphlet antirromanista, glorificación y apoteosis de todos los leguleyos que han embestido de soslayo la potestad eclesiástica con regalías, patronatos y retenciones. Chumacero, Salgado, Macanaz, Campomanes, van pasando coronados de palmas y de caducos lauros, y llega a lamentarse el discursista de que en ningún seminario de España se enseñan las doctrinas del obispo Tavira. Y a Castro, que a estas horas era ya impío, ¿qué le importaba todo eso? Valor y anchísima conciencia moral se necesita para escribir 200 páginas de falaz y calculada mansedumbre dando consejos a los sacerdotes de una religión en que no se cree, recordándoles divisiones intestinas sepultadas para siempre en olvido, atizando todo elemento de discordia y sembrando, con la mejor intención del mundo, gérmenes de cisma en cada página. Esta podrá ser táctica de guerra, pero no es ciertamente ni leal ni honrada. Sino que en D. Fernando de Castro era tan primitivo y burdo el procedimiento, que ni por un momento podía deslumbrar a nadie. ¡Convidar a la Iglesia española a que se hiciese krausista y se secularizase! ¡Y cuán amargamente se duele Castro de no tener 61 alguna dignidad o representación en la Iglesia de su país para dirigir tal movimiento, y desarrollar lo que encierra de ideal y progresivo el catolicismo y sentarse como padre en ese concilio ecuménico, palanque abierto a todas las sectas, que propone al fin. ¡Oh qué pesado ensueño y cuán difícil de ahuyentar es el de una mitra!

    Este discurso y otros documentos semejantes y el clamor continuo de la prensa católica hicieron, al fin, abrir los ojos al Gobierno y tratar de investigar y reprimir lo que en la Universidad pasaba. A principios de abril de 1865 se formó expediente a Sanz del Río, y casi al mismo tiempo a Castelar por las doctrinas revolucionarias que vertía en La Democracia y por el célebre artículo de El Rasgo. El rector, D. Juan Manuel Montalbán, se negó a proceder contra sus compañeros, y de resultas fue separado. [962] Los estudiantes, movidos por la oculta mano de los clubs demagógicos más que por impulso propio, le obsequiaron con la famosa serenata de la noche de San Daniel (10 de abril), que acabó a tiros y no sin alguna efusión de sangre.

    Separados de sus cátedras Castelar y Sanz del Río, el nuevo rector, marqués de Zafra, sometió a cierta especie de interrogatorio a D. Fernando de Castro y a los demás profesores tenidos por sospechosos y que no habían firmado la famosa exposición de fidelidad al Trono comúnmente llamada de vidas y haciendas. Preguntado Castro si era católico, no quiso responder a las derechas, sino darse fácil aureola de mártir, y fue separado, lo mismo que los otros, en 22 de enero de 1867. Siguiéronle Salmerón, Giner y otros profesores auxiliares. A García Blanco se le había alejado antes de Madrid con la misión de escribir un Diccionario hebraico-español.

- III -
Principales apologistas católicos durante este período: Balmes, Donoso Cortés, etc.

    Tarea más grata que la mía y campo más ameno y deleitoso ofrece a futuros historiadores el cuadro de la resistencia ortodoxa y de la literatura católica en nuestros días, pues quisiera sea cierto que, mirada en conjunto, anda lejos de compensar las saudades del siglo XVI que siente toda alma también lo es que, por fortuna, lo único que en España queda de filosofía castiza y pensar tradicional continúa siendo ciencia y pensamiento católicos, sin que por eso valga menos a los ojos de los extraños, que se apresuraron a traducir a Balmes y a Donoso, y siguen traduciéndolos y reimprimiéndolos sin cuidarse de las rapsodias que por acá hacemos de Hegel, de Littré o de Krause. Nada más desdeñado en el mundo que la ciencia española heterodoxa, que, por decirlo así, nace y muere dentro de las exiguas paredes del Ateneo.

    Balmes y Donoso compendian el movimiento católico en España desde el año 1834. Entre ellos no hay más que un punto de semejanza: la causa que defienden. En todo lo demás son naturalezas diversísimas y aun opuestas, reflejando fielmente uno y otro de los caracteres, también opuestos, de sus respectivas razas. Ni es diferencia sólo de raza, sino también de educación, de procedencia y de cultura. De aquí diverso estilo y filosofía también diversa. Balmes es el genio catalán paciente, metódico, sobrio, mucho más analítico y sintético, iluminado por la antorcha del sentido común y asido siempre a la realidad de las cosas, de la cual toma fuerzas, como Anteo del contacto de la tierra. No da paso en falso, no corta el procedimiento dialéctico, no quiere deslumbrar, sino convencer; no da metáforas por ideas, no deja pasar noción sin explicarla; no salta los anillos intermedios, no vuela; pero camina siempre con planta segura. Con él no hay peligro de extraviarse, porque tiene en grado eminente [963] el don de la precisión y de la seguridad. No es escritor elegante, pero sí escritor macizo. Donoso es la impetuosidad extremeña, y trae en las venas todo el ardor de sus patrias dehesas en estío. No es analítico, sino sintético; no desmenuza con sagacidad laboriosa, sino que traba y encadena las ideas y procede siempre por fórmulas. No siempre convence, pero arrebata, suspende, maravilla y arrastra tras de sí en toda ocasión. Aún más que filósofo es discutidor y polemista; aún más que polemista, orador. No es escritor correcto; pero es maravilloso escritor, y habla su lengua propia, ardiente y tempestuosa unas veces, y otras seca y acerada. No hay modo de confundir sus páginas con las de otro alguno; donde él está, sólo los reyes entran. En ocasiones parece un sofista, y es porque su genialidad literaria le arrastra, sin querer, a vestir la razón con el manto del sofisma. A veces parece un declamador ampuloso, y, no obstante, es sincero y convencido. Habla y escribe como por relámpagos; asalta, a guisa de aventurero, las torres del ideal, y cada discurso suyo parece una incursión vencedora en el país de las ideas madres. Todo es en él absoluto, decisivo, magistral; no entiende de atenuaciones ni de distingos; su frase va todavía más allá que su pensamiento; jamás concede nada al adversario, y, en su afán de cerrarle todas las salidas, suele cerrárselas a sí mismo. No sabe odiar ni amar a medias; es de la raza de Tertuliano, de José de Maistre y (¿por qué no decirlo, aunque la comparación sea irreverente?) de Proudhon.

    Balmes y Donoso han cumplido obras distintas, pero igualmente necesarias. Donoso, el hombre de la palabra de fuego, especie de vidente de la tribuna, ha sido el martillo del eclecticismo y del doctrinarismo. Balmes, el hombre de la severa razón y del método, sin brillo de estilo, pero con el peso ingente de la certidumbre sistemática, ha comenzado la restauración de la filosofía española, que parecía hundida para siempre en el lodazal sensualista del siglo XVIII; ha renovado la savia del árbol de nuestra cultura con jugo de nuevas ideas, ha pensado por su cuenta en tiempos en que nadie pensaba ni por la suya ni por la ajena, ha mirado el primero frente a frente los sistemas de fuera, ha puesto mano en la restauración de la escolástica, llevada luego a dicho término por otros pensadores; ha popularizado más que otro alguno las ciencias especulativas en España, haciéndolas gustar a innumerables gentes y desarrollando en ellas el germen de la curiosidad, punto de arranque para todo adelanto científico; ha fijado en un libro imperecedero las leyes de la lógica práctica y ha vindicado a la Iglesia católica en sus relaciones con la civilización de los pueblos.

    Balmes, lo mismo que Donoso, requiere largo estudio, que no es posible, ni lícito siquiera, consagrarles en este libro, dedicado todo él a personajes muy de otra laya. Por otra parte, ¿a qué insistir en análisis y recomendaciones de libros que todo español católico conoce y aun sabe de memoria, libros verdaderamente nacionales, en el más glorioso sentido de la palabra? ¡A [964] cuántos ha hecho abrir los ojos a la luz del pensamiento científico la lectura de Balmes! ¡Cuántos se han visto libres de las ceguedades eclécticas con las ardientes y coloreadas páginas de Donoso!

    Obra santa y bendecida por Dios fue ciertamente la de uno y otro. El en su infinita misericordia los suscitó en el instante de la tremenda crisis, en la aurora de la revolución, y la semilla que ellos esparcieron no toda cayó en terreno estéril e infecundo, ni entre piedras, ni a la orilla del camino. Ellos dieron el pan de vida intelectual a una generación próxima a caer en la barbarie. Ellos hicieron volver los ojos a lo alto a los que se despedazaban como fieras. Ellos sacaron la política de empirismo grosero y del utilitarismo infecundo, y la hicieron entrar en el cauce de las grandes ideas éticas y sociales, tornándole su antiguo carácter de ciencia. Puesta en Dios la esperanza, no escribieron para el día de hoy, fiaron poco de personas ni de sistemas; todo lo esperaron de la regeneración moral, de la infusión del espíritu cristiano en la vida. Con el error no transigieron nunca; con la iniquidad aplaudida y encumbrada, tampoco. Si pasaron por la escena política, y fue como peregrinos de otra república más alta. En lo secundario podían diferir; en lo esencial tenían que encontrarse siempre, porque la misma fe los iluminaba y la misma caridad los encendía.

    La obra de Balmes es más extensa, más completa, más metódica, menos de ocasión y quizá más duradera. Los novísimos campeones de la escolástica pura, de fijo encontrarán algo que tachar, bajo este aspecto, en la Filosofía fundamental, libro cuya sustancia es tomista (Balmes sabía de memoria la Summa, como educado en el seminario de Vich), pero que en los pormenores ostenta tolerancia, hoy desusada, y aun cierta especie de eclecticismo a la española, subordinado a la verdad católica y a la doctrina del Ángel de las Escuelas. Balmes hace grande aprecio de Descartes objeto de las iras de otros neoescolásticos; aprovecha lo que puede de los análisis de la escuela escocesa, siguiendo en esto la general tendencia de los pensadores catalanes, y tampoco mira de reojo ciertas concepciones armónicas de Leibnitz. De aquí que no deba llamarse filósofo tomista a Balmes sino con ciertas atenuaciones, fuera de que en las cuestiones pendientes entre los discípulos del Santo no suele inclinarse al parecer de los más rígidos, y así, v.gr., se le ve defender, siguiendo a Suárez, la no distinción ontológica de la esencia y de la existencia.

    Pero si sobre este libro y sobre la Filosofía elemental puede caber, entre los mismos discípulos de la filosofía cristiana, variedad de pareceres, al juzgarlos, ¿quién ha de negar su tributo de admiración al Criterio y al Protestantismo? Como el oro, encierra el primero, en pequeño volumen, inestimable riqueza; no menos que una higiene del espíritu, amenizada con rasguños de caracteres, digno a veces del lápiz de La-Bruyère. Balmes adivinó la naturaleza divina sin haber tenido mucho tiempo para estudiarla. Obra de inmenso aliento la segunda, es para mí [965] el primer libro español de este siglo. Menguada idea formaría de él quien le tomase por un pamphlet contra la herejía. El protestantismo es lo de menos en el libro, ni el autor desciende a analizarle. Lo que Balmes ha hecho es una verdadera filosofía de la historia, a la cual dieron pie ciertas afirmaciones de Guizot en sus lecciones sobre la civilización de Europa. La tesis de aquel egregio y honrado calvinista era presentar la Reforma como un movimiento expansivo de la razón y de la libertad humana, el cual había traído por legítima consecuencia no sólo la emancipación del espíritu, sino la cultura científica y moral de los pueblos. Y la tesis que Balmes contrapuso fue demostrar la acción perenne y bienhechora de la Iglesia en la libertad, en la civilización y en el adelanto de los pueblos y cómo la escisión protestante vino en mal hora a torcer el curso majestuoso que llevaba esta civilización cristiana, acaudalada ya con todos los despojos del mundo antiguo y próxima a invadir el nuevo. Y lo probó del modo más irrefragable, comenzando por analizar la noción del individualismo y el sentimiento de la dignidad personal, que Guizot consideraba característico de los bárbaros, como si no fuese legítimo resultado de la magna instauración, trasformación y dignificación de la naturaleza humana traída por el cristianismo. Y de aquí pasó a mostrar la obra santa de la Iglesia en dulcificar y abolir la esclavitud, en dar estabilidad y fijeza a la propiedad en organizar la familia y vindicar la indisolubilidad del matrimonio, en realzar la condición de la mujer, en templar los rigores de la miseria, en dar al poder público la base inconmovible del derecho y de la justicia venida de lo alto. No hay páginas más bellas y sustanciosas en el libro de Balmes que las que dedica a explanar el verdadero sentido del derecho y origen divinos de la potestad y a disipar las nieblas de error y de odio amontonadas contra la filosofía católica de las leyes.

    En los artículos de sus revistas La Civilización y La Sociedad, en los mismo artículos políticos de El Pensamiento de la Nación, que son más concretos y de aplicación más limitada a las circunstancias de España entonces, recorrió Balmes, con admirable seguridad de criterio, todos los problemas de derecho público, llamó a examen todos los sistemas de organización social y nos dejó un cuerpo de política española y católica, materia de inagotable estudio. Cosas hay en aquellos artículos que parecen escritas con aliento profético y que vemos ya cumplidas. Otras caminan a cumplirse, y quizá ni nosotros ni nuestros nietos agotemos todo lo que en aquellas hojas, al parecer fugitivas y ligeras, se encierra. Todo está allí dicho, todo está por lo menos adivinado. Corren los años, múdanse los hombres, pero nuestro estado social permanece el mismo: quodcumque attigeris ulcus est. Todas esas llagas las vio y las tanteó Balmes, con ser su natural benévolo, y su alma, cándida con la pureza de los ángeles. Pero su entendimiento prócer suplía en él lo que de malicia y experiencia del mundo podía faltarle. En alguna ocasión pudo equivocarse [966] juzgando personas, nunca erró juzgando ideas. Sus palabras fueron de paz; sus proyectos, de concordia entre cristianos, nunca de amalgama ni de transacción con el error. Dios no quiso que esos proyectos, tan halagüeños en lo humano, alcanzasen cumplimiento; ¡cuán ininvestigable son los caminos del Señor! Quiera Él acortar esta dura discordia que nos trabaja, con risa y vilipendio de los contrarios, a quien sólo hace fuertes nuestra miserable poquedad (2916).

    Casi al misino tiempo que caía, truncada en flor, la hermosa vida de Balmes (Dios perdone a los que aceleraron su término con bárbaras amarguras), comenzaba a levantarse la estrella del gran Donoso, que daba su adiós postrero al doctrinarismo en aquel mismo año de 1848, buscando, como él decía, nuevos rumbos en ciencias morales y políticas. Y no fue largo el tiempo que tardó en buscarlo, porque su voluntad amaba ya lo recto, y sobre este amor y sobre los gérmenes católicos de su alma pasó un blando aliento de la gracia y circundóle de súbito luz del cielo, a cuyos esplendores vio clara la fealdad de su antiguos ídolos. Desde entonces los quemó y fue otro hombre: el gran Donoso, el único que la posteridad recuerda y lee, el orador de los extraordinarios discursos de 1849 y 1850, triunfo el más alto y soberano de la elocuencia española, palabras de fuego no para España, sino para el mundo, reto valentísimo contra la gigantesca revolución europea de 1848, que pareció anuncio o precursora de los tiempos apocalípticos. Y apocalíptica era también la extraña elocuencia de su vehementísimo maldecidor; elocuencia cargada de electricidad próxima a reventar en tempestades a ratos lógica, a ratos sarcástica, a ratos profética generalizadora, pesimista, fatídica... No hubo lengua en Europa en que no resonasen aquellas palabras que Metternich comparó con las de los oradores de la antigüedad y que Montalembert puso sobre su cabeza.

    La doctrina de los discursos es la del famoso Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo; el estilo tampoco difiere mucho: los mismos anatemas elocuentes, la misma propensión a vestir la verdad con el manto de la paradoja. Gran controversia suscitó el Ensayo; acusóse a Donoso de temerario, [967] de fatalista, de místico, de enemigo jurado de la razón, de teocrático y hasta de hereje. Hoy todo lo que se escribió contra el Ensayo está olvidado y muerto, y el Ensayo vive con tan hermosa juventud como el primer día. Algunas notas bastan para salvar los yerros de Donoso, y estas notas se han puesto cuerdamente así en la edición italiana de Foligno como en las dos últimas castellanas. Nadie se acuerda ya de los destemplados ataques del abate Gaduel, que obligaron a Donoso a acudir reverentemente a la Silla Apostólica. Pero, aun reconocida la destemplanza y mala voluntad del crítico, tampoco es posible canonizar, ni nadie de sus mismos amigos y admiradores defiende, las audaces novedades de expresión que usó Donoso al tratar delicadísimos puntos de teología, ni tampoco sus opiniones ideológicas, aprendidas en una escuela que no es ciertamente la de Santo Tomás ni la de Suárez, sino otra escuela siempre sospechosa, y para muchos vitanda, que la Iglesia nunca ha hecho más que tolerar, llamándola al orden en repetidas ocasiones, y en el último concilio de un modo tan claro, que ya no parece lícito defenderla sino con grandes atenuaciones. En suma, Donoso Cortés era discípulo de Bonald, era tradicionalista, en el más riguroso sentido de la palabra, pareciendo en él más crudo el tradicionalismo por sus extremosidades meridionales de expresión. Incidit in Scyllam, cupiens vitare Charibdym. Por lo mismo que en otros tiempos había idolatrado en la razón humana, ahora venía a escarnecerla y a vilipendiarla, refugiándose en un escepticismo místico. Del extremo de conceder a la razón el cetro del mundo, venía ahora al extremo de negar la eficacia de toda discusión, fundado en el sofisma de que el entendimiento humano es falible, como si la falibilidad, es decir, el poder engañarse, llevara consigo el engañarse siempre y forzosa y necesariamente. Siempre serán intolerables en la pluma de un filósofo católico, aunque se tomen por figuras retóricas y atrevimientos de expresión, frases como éstas, y no son las únicas: «Entre la razón humana y lo absurdo hay una afinidad secreta, un parentesco estrechísimo. El hombre prevaricador y caído no ha sido para la verdad, ni la verdad para el hombre prevaricador y caído. Entre la verdad y la razón humana, después de la prevaricación del hombre, ha puesto Dios una repugnancia inmortal y una repulsión invencible.» Dígase, no obstante, en desagravio de Donoso que quizá su palabra le arrastre donde no quisiera ir su pensamiento, y que, cuando de tan rudísima manera arrastra y abate por los suelos a nuestra pobre razón, no quiere sino encarecer las nieblas y ceguedades y la flaqueza y miseria que cayeron sobre ella después del primer pecado. Pero es lo cierto que, tomadas sus frases como suenan, dan a entender que Donoso Cortés negaba en absoluto las fuerzas de la razón para alcanzar y comprender las verdades del orden natural. Decir que la razón sigue al error adondequiera que va, como una madre ternísima sigue, adondequiera que va, aunque sea el abismo [968] más profundo, al hijo de sus entrañas, es pasar los términos de toda razonable licencia oratoria y hasta injuriar al soberano Autor, que ordenó la razón para la verdad y no para el error. Pues qué, ¿cuándo un filósofo gentil alcanzaba por raciocinio la espiritualidad del alma o la existencia de Dios, su razón se iba tras de lo absurdo con afinidad invencible? ¡Adónde iríamos a parar por este camino! Por muy embravecido que hubiesen puesto a Donoso contra la discusión las orgías parlamentarias y los folletos proudhonianos, no le era lícito ni conveniente (ne quid nimis) reproducir las desoladas tristezas de Pascal ni la tesis del obispo de Huet de imbecillitate mentis humanae.

    Otras cosas sonaron mal en el Ensayo. Eran impropiedades de lenguaje teológico, perdonables siempre en pluma laica y no avezada a tratar tan altas materias, o bien genialidades y desenfados de estilo, inseparables del escritor, no nacido para la mesura en nada, y por esto de imitación peligrosa. Unas veces decía: «El Dios verdadero es uno en su sustancia, como el índico; múltiple en su persona, a la manera del pérsico; vario en sus atributos, a la manera de los dioses griegos.» Y otras veces sostenía que «Jesucristo no venció al mundo ni por la santidad de su doctrina ni por los milagros y profecías, sino a pesar de todas estas cosas». Calamidad del estilo oratorio, que se va tras de la imagen, la expresión original, la paradoja o la ingenuidad y que por lograr un efecto no duda en sacrificar lo exacto y preciso a lo brillante.

    Hablando de hombres de la estatura de Donoso, puede decirse sin reparos toda la verdad. La parte metafísica, la parte de filosofía primera, no es lo más feliz del Ensayo. Casi toda puede y debe discutirse, y quizá no haya entre los católicos españoles quien la patrocine y profese íntegra. Aun la misma doctrina de la libertad humana está expuesta por Donoso en términos peregrinos y que pueden inducir a error al lector poco atento. Donoso se mantuvo casi extraño a la restauración escolástica; su educación era francesa; sus mayores lecturas, de publicistas de aquella nación; de aquí la falta de rigor de su lenguaje. Lo que inmortaliza al libro es la parte de filosofía social. Quizá no haya en castellano moderno páginas de vida más palpitante y densa que las que Donoso escribió contra el doctrinarismo, cien veces más aborrecido por él que el socialismo y el maniqueísmo proudhoniano, porque éstas al fin son teologías del diablo y traen afirmaciones dogmáticas sobre todos los problemas de la vida, al paso que esa escuela, «la más estéril, la menos docta, la más egoísta de todas..., escuela que domina sólo cuando las sociedades desfallecen..., impotente para el bien, porque carece de toda afirmación, y para el mal, porque le causa horror toda negación intrépida y absoluta..., nada sabe de la naturaleza del mal y del bien, apenas tiene noticia de Dios y no tiene noticia del hombre». Pero su dominación es siempre breve; sólo dura hasta el solemne día en que, «apremiadas las turbas por sus instintos, [969] se derraman por las calles pidiendo a Barrabás o pidiendo a Jesús resueltamente y volcando en el polvo las cátedras de los sofistas»

    En vano críticos venidos de todas partes, así del Austro como del Equilón, se han mellado los dientes en el Ensayo. Con tener éste tantos portillos flacos, resiste, sin embargo, y no es dado leerlo sin asombro. En vano se dice que son pocas en él las ideas originales; la verdad siempre es vieja. En vano se recuerda que la teoría de la expiación y de la eficacia de los sacrificios sangrientos es remedo cercano de la apología del verdugo, como instrumento de justicia providencial hecha por José de Maistre. ¿Qué importa? Las ideas son de todo el mundo, o, más bien, sólo pertenecen al que las traba por arte no aprendido, y hace con ellas un cuerpo y un sistema y les da forma definitiva e imperecedera. Y Donoso es originalísimo en la trabazón y en el sistema, por más que la regularidad geométrica del libro esconda, como tantos otros organismos, partes endebles y espacios huecos.

    Completan la obra católica de Donoso su polémica con el duque de Broglie y la carta al cardenal Fornari sobre el parentesco y entronque de las herejías modernas. Pero digo mal, no la completan; la mejor corona de aquella vida, segada antes de llegar a la tarde, la mejor obra y el mejor ejemplo de Donoso fue su muerte de santo, acaecida en París el 3 de mayo de 1853. Dios nos conceda morir así aunque no escribamos el Ensayo (2917) y (2918).

    En torno de Balmes y Donoso se formaron dos grupos de discípulos y admiradores suyos, que ya en libros, pocas veces extensos, ya en la controversia periodística, mantuvieron izada la bandera de la fe y resistieron el empuje de la corriente heterodoxa. Fueron colaboradores de Balmes, Ferrer y Subirana, traductor de Bonald (2919); Roca y Cornet, autor del Ensayo crítico sobre las lecturas de la época en su parte filosófica y religiosa [970] (1847), el mallorquín D. José María Quadrado, insigne en la arqueología y en la historia; D. Benito García de los Santos, autor del Libro de los deberes, y el difunto lectoral de Jaén, D. Manuel Muñoz Garnica, cuyo nombre vivirá en dos excelentes libros; la biografía de San Juan de la Cruz y el Estudio sobre la elocuencia sagrada, que en gran parte es estudio sobre los místicos españoles.

    En Cataluña hizo más prosélitos Balmes. Los periodistas católicos de Madrid se inclinaron con preferencia a Donoso y al tradicionalismo. Así Gabino Tejado, su mayor amigo, apologista y editor; así Navarro Villoslada, conocido antes y después como egregio novelista walter-scottiano aún más que como el autor de la famosa serie de los Textos vivos, revista inapreciable del movimiento heterodoxo en la Universidad; así González Pedroso, de cuya maravillosa conversión, virtudes singulares y altísimo ingenio se hacen lenguas cuantos le conocieron; poco escribió, pero basta para su gloria el discurso sobre los Autos sacramentales, uno de los trozos de más alta crítica que han salido de pluma española.

    Es difícil, casi imposible, reducir a número y poner en algún orden a los modernos apologistas españoles, y arriesgado y odioso tasar su valor comparativamente. En filosofía, el tradicionalismo duró poco, al paso que fue cobrando bríos la restauración escolástica. Comenzó en 1858 el jesuita P. Cuevas con sus Philosophiae rudimentaria, ajustados en general a la doctrina de Suárez, y notable, sobre todo, por la importancia que en ello se da a la ciencia indígena. Pronto penetraron aquí las obras de los neoescolásticos italianos. Gabino Tejado trajo, con mucha pureza de lengua, los Elementos de filosofía, de Prisco. El mismo Tejado y Ortí y Lara pusieron en castellano el Derecho natural, de Taparelli. La admirable obra del napolitano Sanseverino Philosophia christiana cum antiqua et nova comparata dio principal alimento a la inteligencia filosófica del Sr. Ortí y Lara, que, además de su campaña antikrausista ya memorada, publicó compendios de casi todas las partes de la filosofía y varios opúsculos, escritos con limpieza de estilo, no común entre filósofos, v.gr., El racionalismo y la humildad. El racionalismo y la filosofía ortodoxa en la cuestión del mal, Tres modos del conocimiento de Dios, Ensayo sobre el catolicismo en sus relaciones con la alteza y dignidad del hombre. También debe incluirse entre los libros escolásticos la voluminosa obra del P. Yáñez del Castillo, impresa en Valladolid con el título de Controversias críticas con los racionalistas, las Analogías de la fe, del canónigo gaditano Moreno Labrador, y de fijo otras que no recordamos. Quien escriba en lo venidero la historia de la filosofía española, tendrá que colocar, en el centro de este cuadro de restauración escolástica, el nombre del sabio dominico Fr. Ceferino González, que actualmente ciñe la mitra de Córdoba, y que, muy joven aún, asombra a los doctos con sus Estudios sobre la filosofía de [971] Santo Tomás, obra que, cuando los años pasen y las preocupaciones contemporáneas se disipen, ocupará no inferior lugar a las de Kleutgen y Sanseverino.

    La teología española dio escasa muestra de sí en la gran controversia promovida en toda Europa por el escándalo literario de Renán: Vida de Jesús (1863). El ánimo se apena al pasar, v.gr., de los libros de Ghiringuello de Freppel a la Refutación analítica, del catedrático D. Juan Juseu y Castañera, tan árida y prolija, tan atrasada de noticias, tan anacrónica en el método, tan poco digna de la patria de Arias Montano y de Maldonado. Algo más vale la del franciscano Fr. Pedro Gual, comisario general de las misiones de su Orden en el Perú y el Ecuador (2920).

    Ciertamente que ni las refutaciones de Renán ni la Concordia evangélica, del agustino P. Moreno (Córdoba 1853), pueden dar sino tristísima idea de nuestra ciencia escrituraria a los extraños. Las únicas muestras de ella que podemos presentar sin desdoro son un libro sobre los Evangelios, que comenzó a salir en 1866, a nombre de D. M. B., y en años más cercanos el riquísimo Manuale isagogicum del Sr. Caminero, docta y hábil condensación de los más recientes estudios bíblicos. Pero esta obra, mucho más apreciada fuera de España que entre nosotros e inmensamente superior a la Hermenéutica, de Janssens, se publicó ya dentro del período revolucionario.

    En cuestiones de historia eclesiástica puede y debe hacerse especial mención, no por decir única, del docto catedrático don Vicente de la Fuente, autor de la sola Historia de nuestra Iglesia que hasta el presente poseemos; obra de la cual existen dos ediciones; la primera, más breve e imperfecta, publicada en 1855 por la Librería Religiosa, de Barcelona, como adiciones al compendio de Alzog, y la segunda, mucho más extensa y nutrida, no acabada de imprimir hasta 1876, en que apareció el sexto volumen. Bajando al palanque de las cuestiones canónicas hoy más debatidas, trituró el catedrático de Disciplina Eclesiástica de la Central de los últimos desbarros regalistas en su libro de la Retención de bulas ante la historia y el derecho, a que dio ocasión la consulta del Consejo de Estado sobre el Syllabus, y escribió con buen seso y mucha doctrina De la pluralidad de cultos y sus inconvenientes (1865) (2921), contestando al discurso de Montalembert en el Congreso de Malinas. En las obras de este [972] fecundo y desenfadado canonista vive la tradición, el espíritu y hasta las formas de nuestras antiguas aulas, siendo quizá el más genuino representante de una raza universitaria y un modo de cultura próximos a perderse. Las obras de la Doctora de Ávila le deben laboriosa ilustración, y no menos los anales de su propia patria aragonesa.

    Como canonista lidió también el P. Gual contra los restos del viejo jansenismo, publicando, con el título de Equilibrio entre las dos potestades (2922), una refutación directa del enorme libro cismático de D. Francisco de Paula Vigil Defensa de la autoridad de los gobiernos contra las pretensiones de la curia romana (2923), obra de especiosa y amañada erudición, hermana gemela del De Statu Ecclesiae, de Febronio, y de la Tentativa teológica, de Pereira, y obra de tristísimo efecto, que aún dura, en la política interior del Perú, donde el autor hizo escuela, sin que fuera óbice la condenación de su doctrina que pronunció la Sagrada Congregación del Índice en decreto de 2 de marzo de 1853. El obispo de Barcelona, Costa y Borrás, en polémica con Aguirre, completa el escaso número de nuestros canonistas ortodoxos que hayan publicado trabajos de alguna sustancia.

    Como orador sagrado que ha recorrido casi todos los puntos de controversia, puede citarse al chantre de Valladolid, D. Juan González, en la voluminosa colección de sermones que se rotula El catolicismo y la sociedad, defendidos desde el púlpito.

    Los libros de filosofía social católica publicados en estos últimos años resiéntense todos, aun los mejores, del tono y maneras periodísticas y de la continua preocupación de los negocios del momento, que turba y oscurece la serenidad científica y quita perennidad y valor intrínseco a las obras. Más que libros con un plan previo y bien concertado, parecen series de artículos, y no se libra de esto la misma Verdad del progreso, de D. Severo Catalina, que tenía entendimiento aún mucho mayor que sus obras, con valer éstas tanto.

    Después de él, aún pueden mencionarse de pasada los dos libros de D. Bienvenido Comyn, abogado de Zaragoza, Catolicismo y racionalismo y El cristianismo y la ciencia del derecho en sus relaciones con la civilización, y el de D. José Lorenzo Figueroa sobre La libertad de pensar y el catolicismo. El titulado Del papa y los gobiernos papulares, de D. Miguel Sánchez, es todo de política diaria y palpitante.

    La negra condición de los tiempos ha lanzado a los católicos al periodismo, eterno incitador de rencores y miserias, obra anónima y tumultuaria, en que se pierde la gloria y hasta el ingenio de los que en ella trabajan. Con todo, por la nobleza del propósito y por el desinterés literario que supone, conviene dedicar algún recuerdo a los papeles periódicos católicos así diarios como revista. Ya durante la guerra civil de los siete años se publicó [973] La Voz de la Religión, cuyo editor era un Sr. Jimena. Aparecieron luego la Cruz, El Reparador y la Revista Católica. Siguió Balmes con La Civilización, La Sociedad y El Pensamiento de la Nación. Su colaborador, Roca y Cornet, redactó por algunos años, en Barcelona, La religión, revista mensual filosófica, histórica y literaria (1837-1841). Con ellos coexistió El Católico, que se daba a la estampa en Madrid, y nació La Esperanza, periódico de más larga vida, que fundó y dirigió D. Pedro de La Hoz. Más modernos fueron El Pensamiento Español, en que hicieron bizarrísima campaña Pedroso, Tejado, Villoslada y Ortí y Lara; La Regeneración, que dirigía Canga-Argüelles, asistido por don Miguel Sánchez y otros; El Pensamiento de Valencia, redactado por Aparisi y Galindo de Vera, y La Constancia, periódico de la propiedad de Nocedal, con quien colaboraron Selgas, Fernández de Velasco y otros. Como revistas deben citarse (además de las de Balmes y Roca) La Censura, que dictaba casi solo D. Juan Villaseñor y Acuña (1844 a 1853); La Razón Católica, que dirigía el P. Salgado, de las Escuelas Pías; la Revista Católica, que se publicó en Barcelona bajo los auspicios de D. Eduardo María Vilarrasa; La Cruz, fundada en Sevilla por D. León Carbonero y Sol; el Semanario Católico Vasco-Navarro, cuyo inspirador era el canónigo Manterola; los Ensayos de Filosofía Cristiana, de que no he visto más que el prospecto: La civilización Cristiana, que fue órgano de los tradicionalistas, y especialmente de Caminero.

    Si a toda la labor esparcida en estas hojas, volantes como las de la Sibila, se añaden los esfuerzos de algunos oradores parlamentarios, pongo por caso Aparisi y Nocedal, y los sermones, pastorales y escritos polémicos de varios prelados, v.gr., el cardenal Cuesta, arzobispo de Santiago (Cartas a La Iberia sobre el poder temporal del papa); el obispo de La Habana, Fr. Jacinto Martínez, autor de un libro excelente acerca de la devoción de Nuestra Señora, y el obispo de Calahorra y luego de Jaén (hoy arzobispo de Valencia), D. Antolín Monescillo, traductor de La simbólica, de Moehler, quedará casi agotado lo más característico de la apologética católica en el período que historiamos.

    Propagáronse extraordinariamente las traducciones de libros católicos extranjeros. A la Biblioteca de Religión, protegida por el cardenal Inguanzo, sucedieron la Biblioteca Religiosa, de que fue editor D. José Félix Palacios; la Librería Religiosa, fundada en Barcelona por el apostólico misionero D. Antonio María Claret, arzobispo de Santiago de Cuba; la Biblioteca universal de Autores Católicos, propiedad de D. Nicolás Malo; el Tesoro de Predicadores Ilustres y la Sociedad Bibliográfico-mariana, de Lérida, sin otras que no recuerdo. Con alguna excepción levísima, las traducciones publicadas por estas sociedades y bibliotecas, de todo tienen menos de literarias; hechas atropelladamente, no suelen pasar de medianas, y algunas pueden presentarse por el mejor dechado de galicismos y despropósitos. Pero así y [974] todo, gracias a ellas no hubo español que por bajísimo precio no pudiera saborear lo más exquisito de la literatura católica moderna, desde las Veladas de San Petersburgo, de Maistre, hasta los Estudios filosóficos o La Virgen María y el plan divino, de Augusto Nicolás; desde las conferencias del P. Ventura sobre la razón filosófica y la razón católica, hasta la Teodicea, de Mons. Maret; desde el Catecismo de perseverancia del abate Gaume, hasta la Vida de Santa Isabel de Hungría, de Montalembert; desde la Exposición del dogma católico, de Genoude, hasta la Historia de Jesucristo, de Stolberg, y las Conferencias, del P. Félix (2924).






Historia de los heterodoxos españoles
por Marcelino Menéndez y Pelayo

Libro Octavo
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